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Mientras el funicular experimentaba una sacudida y una vibración al llegar a la primera torre de soporte, los pasajeros se rieron con inquietud y procuraron no mirar hacia delante, donde unos cables de apariencia espantosamente frágil subían serpenteando hasta la cima de la montaña, oscilando peligrosamente por encima de cañones y hondonadas, casi rozando las melladas paredes de granito y los nudosos troncos de los pinos. Los pasajeros también procuraban no mirar hacia atrás, donde el llano y seguro desierto se iba alejando lentamente de ellos. En su lugar, se miraban unos a otros sonriendo y conversando, muchos de ellos sosteniendo todavía en la mano la copa de champán que les habían ofrecido en el salón de recepción, y casi todos sentados aunque algunos valientes permanecían de pie contemplando las paredes de la montaña, cada vez más cercanas a medida que el funicular proseguía su lento ascenso por la escarpada ladera. Philippa llevaba un abrigo de lana con un jersey debajo, pero el glacial aire de la montaña le penetraba a través de la pequeña rendija que había entre los bajos de sus pantalones de lana y la parte superior de las botas. Charmie permanecía sentada frente a ella con un vaso de gin tonic en la mano y los ojos clavados con reconcentrado interés en el alfombrado suelo del vehículo. Ricky era uno de los que estaban de pie, contemplando la cima de la montaña con impaciente anticipación. Vestía un atuendo de esquiar de color azul oscuro comprado en el Marriott y Philippa pensó que estaba muy guapo; no le pasaron inadvertidas las miradas de admiración que le dirigieron varias pasajeras.

Sin embargo, no se dio cuenta de que uno de los pasajeros le estaba mirando a ella… un hombre de cabello oscuro, gafas de montura de concha y recortada barba. Mientras la miraba, la rodilla le subía y bajaba cual si fuera un martillo neumático. Si Philippa se hubiera dado cuenta, no hubiera sabido que, cuando el hombre deslizó la mano hacia abajo para tocarse la bota con gesto tranquilizador, tocó un cuchillo que justo la víspera le había servido para quitarle le vida a una joven camarera. Su mente divagaba entre dos puntos fijos: Beverly Burgess y la reunión del consejo de administración que se iba a celebrar al día siguiente. Por una parte, iba a Star's para buscar a su hermana y, por otra, para descubrir a un traidor.

Evocó un lejano recuerdo: Johnny bailando en la cocina vestido de esmoquin mientras le decía a la pequeña Christine:

- ¡Los amigos, Dolly! Recuerda siempre que los amigos son lo más importante de la vida. La familia y los parientes están muy bien, pero no los eliges tú. A los amigos, en cambio, si los eliges.

Si preguntó ahora si Johnny se debió de referir a sí mismo, pues no era su verdadero padre sino su mejor amigo. ¿Habría sido su manera de prepararla para la verdad que algún día tendría que revelarle sobre su persona… un día que, al final, no llegó jamás? Nunca podría saberlo. Pero ahora, mientras pensaba en el profundo cariño que ella y Johnny se profesaban, y en la confianza, el respeto y la consideración que había caracterizado las relaciones entre ambos, comprendió lo que había querido decir su padre al hablarle de los amigos. Y se consoló en cierto modo pensando que, si Beverly Burgess resultara no ser su hermana, aún le quedaban los amigos a los que apreciaba y quería con toda su alma.

Charmie, Alan y Hannah, y ahora Ricky… aquélla era su familia. Aquéllas eran las personas en quienes confiaba y con las que podía contar. Gracias a Dios que tenía a Charmie y Hannah, pensó.

«Querida Philippa -escribió Hannah-, te escribo esta carta porque no tengo valor para mirarte a la cara y decirte de palabra lo que he hecho. Cuando la recibas, el dinero que falta habrá sido devuelto a Starlite, las cuentas cuadrarán y yo me habré ido. Lamento no poder darte una explicación, pero créeme si te digo que es mejor para todos que no lo haga. También lamento tener que decirte que, para poder devolver el dinero que faltaba, he tenido que vender mi participación en Starlite que, como tú sabes, ascendía a casi un 5%. Si con ello he debilitado tu lucha contra la compra hostil por parte de Miranda, créeme que lo siento, pero no me quedaba otro camino. He apreciado tu amistad mucho más de lo que puedo expresar con palabras y siempre llevaré conmigo el recuerdo de los años que hemos pasado juntas.»

Firmó simplemente «Hannah», dobló la hoja y la introdujo en un sobre que dejó junto a su bolso encima de la cama. Se la enviaría a Philippa al Star's por medio de un servicio de mensajería cuando hubiera cambiado los certificados de las acciones por dinero en efectivo.

Hannah se vistió con su habitual esmero para acudir a la cita que tendría lugar al mediodía en la esquina nordeste de las calles La Ciénaga y Wilshire. Cuando al final se puso en contacto con ella, aceptando el precio de sus acciones de Starlite, la persona situada en el otro extremo de la línea especificó el lugar y la hora en que debería tener lugar el intercambio. Hannah no había tenido ni voz ni voto; era su rehén. Eligió un vestido de lino de color beige con vistosas joyas de cobre; después se peinó la corta melena castaña, se puso un poco de colorete en los pómulos y trazó una suave línea castaña alrededor de sus oblicuos ojos indios.

Al bajar, le sorprendió ver a unos hombres yendo de un lado para otro con sillas, mesas y toldos. Entonces lo recordó: la fiesta de Navidad. Habría que anularla…

- Tendrá que haber algunos cambios con respecto a la fiesta -le dijo a su secretaria personal, la señorita Ralston-. Se lo explicaré cuando vuelva.

Pensando que también tendría que decirle a la señorita Ralston que sus servicios ya no eran necesarios, Hannah empezó a comprender cuántas vidas se verían afectadas por lo que ella estaba a punto de hacer.

Mientras cruzaba la puerta principal, vio una furgoneta sin ninguna identificación acercándose por la calzada particular. Un joven con camiseta y pantalones vaqueros subió los peldaños con una tabla sujetapapeles en le mano; era de la galería Emerson y tenía que efectuar una entrega.

La escultura… ¡la sorpresa de Navidad de Alan! ¿Cómo había podido olvidarlo?

- Éntrela, por favor -dijo, apartándose a un lado para que el joven pudiera pasar.

Justo en aquel momento apareció la camioneta de una floristería y unos hombres empezaron a descargar una impresionante cantidad de claveles rojos y blancos para la fiesta. Hannah se llenó de inquietud. ¿Cómo demonios iba a devolver todo aquello?

El empleado de la galería entró con una gran caja y le preguntó:

- ¿Quiere que la abra? Pesa bastante.

Hannah se retorció las manos. Se estaba haciendo tarde; si no llegaba puntual a la cita, el trato quedaría anulado.

- Muy bien -dijo con cierta vacilación, percibiendo el conocido cambio de ritmo de los latidos de su corazón, un repentino galope irregular que la indujo a subir corriendo al piso de arriba por las pastillas. Se tragó una pastilla sin agua y se guardó el frasco en el bolso. Cuando bajó, la escultura ya estaba fuera de su embalaje.

- ¡Uf! -exclamó el repartidor, soltando un silbido-. Lo que pesa.

La señorita Ralston, que estaba supervisando la colocación de las flores y las mesas, se acercó diciendo:

- ¡Oh, Dios mío, señora Scadudo! ¡Es una pieza preciosa!

La escultura, titulada Fénix, representaba un águila, estaba hecha con resina de poliéster y tenía su origen en un águila más oscura vaciada en bronce. Medía cuarenta centímetros de altura y le había costado a Hannah sesenta mil dólares. Alan llevaba muchos meses detrás de ella.

- ¿Dónde la vamos a colocar? -preguntó la señorita Ralston sin poder quitarle los ojos de encima.

A Hannah se le ocurrió de pronto una idea. Alan regresaría aquel día de Río y, puesto que seguramente acudiría directamente al despacho antes de regresar a casa, Hannah llevaría ahora la escultura allí para darle una sorpresa que suavizara en parte la mala noticia que le comunicaría más tarde. Esperaba convencer a su marido de que se fuera con ella… y vendiera todo lo que tenía para iniciar una nueva vida a su lado en otro lugar.

Mientras bajaba en el Corvette azul eléctrico por la serpenteante calzada, sabiendo que aquélla sería una de las últimas veces que seguiría aquel camino, Hannah tuvo que reprimir las lágrimas para ver por dónde iba.

Alan cruzó el ruidoso departamento de moda donde los diseñadores y patronistas lo saludaron con un «Bienvenido a casa, señor Scadudo», y entró en el despacho de Hannah.

- ¿Dónde está mi mujer? -le preguntó en tono malhumorado a la secretaria.

Estaba cansado y se encontraba bajo los efectos del cambio de horario; le hubiera gustado que alguien acudiera a recogerles a él y a Gaspar Enriques al aeropuerto. Había tenido que tomar un taxi y buscarle alojamiento a Enriques en el Beverly Hills Hotel, donde el caballero brasileño se puso inmediatamente el traje de baño y se fue a la piscina.

- Lo siento, señor Scadudo. Hoy no ha venido, no sé…

Alan dio media vuelta y salió. El despacho contiguo era el de Ingrid. Se detuvo frente a la puerta cerrada y prestó atención, preguntándose si Hannah estaría allí. Al no oír nada, llamó con los nudillos y entró.

Ingrid se encontraba al fondo de la estancia examinando unos rollos de tejidos con uno de los diseñadores.

- ¡Alan! -exclamó-. ¡Qué sorpresa! Habían dicho que su avión llegaría a las nueve de esta noche.

- Vaya, ahora comprendo por qué no vino nadie a recibirnos. Llegamos a las nueve de esta mañana -Alan no prestó la menor atención a la persona que estaba con Ingrid y, sin esperar a que lo invitaran a hacerlo, se dirigió al bar, se preparó un bourbon y preguntó:

- ¿Ha visto a mi mujer?

- ¿Quiere decir últimamente o en general?

- No estoy para bromas, Ingrid.

- Ni yo estoy de humor para que me hablen en ese tono, señor Scadudo.

Alan la miró enfurecido. Después, mirando al diseñador, que no había hecho el menor ademán de retirarse, añadió:

- Venga, por favor, a mi despacho, Ingrid. Tengo que discutir un asunto con usted.

Ingrid le siguió al despacho de Alan y cerró la puerta a su espalda.

- ¿Si, señor Scadudo? ¿Para qué deseaba usted verme? Alan contempló a la alta y arrogante rubia que había dicho «señor Scadudo» con una punta de desdén.

- Creo que no me gusta mucho su actitud -dijo Alan. Ella le miró con una sonrisa.

De pronto, ambos se arrojaron el uno en brazos del otro con tal vehemencia, que a punto estuvieron de caer al suelo.

- Cielo santo -dijo Alan introduciéndole la mano entre las piernas mientras Ingrid ahogaba un grito-, cuánto te he echado de menos.

Ingrid le mordió el cuello, la oreja y los labios. Después le desgarró la camisa, cuyos botones saltaron volando mientras ambos se movían a trompicones por la estancia besándose y devorándose entre jadeos. Acto seguido, Alan empujó a Ingrid contra el escritorio, provocando la caída al suelo del papel secante, las plumas y la fotografía de Hannah.

- ¡Hazlo! -gritó Ingrid-. ¡Hazlo!

Hannah circulaba muy despacio en medio del tráfico navideño, tratando de proteger la delicada carrocería y la costosa pintura de su Corvette para que no se lo volvieran a rayar… muy pronto tendría que venderlo. Había pasado por el banco y ahora los certificados de las acciones valorados en un millón de dólares descansaban en el asiento de al lado, formando un voluminoso y temible paquete. Consultó su reloj. Faltaban cuarenta y cinco minutos para la cita, la cual tendría lugar apenas dos calles más allá. Tendría tiempo de pasar por Starlite y dejar la escultura de Alan en su despacho.

Confiaba en que ello suavizara el golpe de lo que tendría que decirle: que estaba enterada de que había cometido un desfalco de casi un millón de dólares de la empresa y que ella había vendido sus acciones para conseguir fondos con qué pagarlo. No adoptaría una actitud de reproche, no le lanzaría acusaciones ni le preguntaría qué había hecho con el dinero. Se limitaría a decirle cómo lo había descubierto y le explicaría que lo sospechaba desde hacía algún tiempo y que, por ciertas cosas que había oído a lo largo de conversaciones telefónicas y a través de la revisión de las cuentas de la empresa, había atado los correspondientes cabos. Por lo que a ella respectaba, el tema estaba cerrado: ella y Alan se irían, cortarían todas sus relaciones con Starlite e intentarían iniciar una nueva vida. Le amaba y eso era lo único que importaba.

Pero el precio sería muy alto. Hannah sabía que eso significaría el término de su amistad con Philippa y que probablemente pondría en peligro Starlite (¿darían sus acciones el control de la empresa a Miranda?), pero ella no podía permitir que semejante consideración le impidiera salvar a Alan. Una vez hubiera devuelto el dinero, esperaba que Philippa lo dejara pasar y no interpusiera una querella. Confiaba en sus años de amistad y contaba con que Philippa no querría que los hijos de su amiga averiguaran la verdad sobre su padre.

No me importa lo que ocurra, pensó Hannah situando el Corvette en la plaza que tenía reservada en el parking. Alan y yo nos enfrentaremos con lo que sea y sobreviviremos con tal de que nos tengamos el uno al otro. La gran mansión, los automóviles, los despachos en el último piso de la sede de la empresa… todo carecería de importancia si no nos tuviéramos el uno al otro. Será como en los viejos tiempos, cuando sólo necesitábamos nuestro amor.

- ¡Bueno! -dijo Alan, sacando una camisa de la maleta y poniéndosela entre risas-. ¡Fíjate en estas señales de dientes! ¡Cualquiera diría que me han atacado las pirañas! ¿Qué va a pensar Hannah?

Ingrid recogió las bragas y las sostuvo en alto. Rotas sin remedio.

- Dile que estuviste nadando en el Amazonas.

- A lo mejor, sospechará algo cuando vea estas magulladuras.

- No sospechará nada la muy tonta. No ha tenido la astucia suficiente para descubrir lo que nos hemos llevado entre manos todos estos años… no va a descubrirlo ahora.

- Pobre Hannah -dijo Alan, tomando la chaqueta y sacando algo del bolsillo interior-. Pobre y estúpida Hannah. Tan ciegamente confiada. Y ahora anda corriendo por ahí como una loca, tratando de conseguir el dinero con que pagar lo que nosotros hemos robado. Cree que no lo sé.

- ¿Y cómo lo conseguirá?

Alan se encogió de hombros.

- Supongo que venderá sus acciones de Starlite. Se ha pasado mucho rato con la caja fuerte de nuestro dormitorio. O mucho me equivoco o será lo suficientemente estúpida como para vendérselas a Miranda… ofreciéndoles con ello en bandeja de plata el control de la empresa. Pero eso a nosotros nos dará igual -añadió Alan con una sonrisa, acercándose a Ingrid por detrás para rodearla con sus brazos-. Cuando se descubra toda la mierda, tú y yo ya estaremos lejos, dándonos la gran vida en Singapur. ¿Lo tienes todo arreglado con tu amigo el banquero señor Chang?

Ingrid deslizó juguetonamente la mano hacia abajo y Alan se excitó de inmediato.

- Lo tengo todo arreglado. Tengo incluso los billetes -añadió, mordiéndole la oreja a su amante-. Billetes de ida en primera clase en un vuelo de la Singapore Airlines que sale esta misma noche. ¿Qué es eso? -preguntó al ver el paquete que Alan sostenía en la mano.

- Un regalo para ti.

- ¿Para mí? Eres un hijo de puta tremendamente generoso.

Cuando Ingrid abrió el estuche y vio las piedras preciosas del crucifijo brillando bajo la luz de la lámpara del techo, las pupilas de sus ojos azules se encendieron como las de un gato.

- Oh, Alan -dijo en un susurro-. ¡Es precioso!

Mientras se levantaba el cabello para que Alan le colocara la cadena alrededor del cuello, éste le explicó la historia.

- La princesa no sé qué lo llevaba puesto el día en que firmó el acta de liberación de los esclavos del Brasil. Mierda -exclamó Alan al ver que el cierre antiguo estaba estropeado-. No me había dado cuenta -añadió-. Lo llevaré a un joyero para que lo arregle.

Ingrid se volvió y le dio un prolongado beso en la boca, restregando el cuerpo contra el suyo.

- ¿No le has traído nada a tu mujer?

Alan se acercó a su chaqueta y sacó la muñequita vudú labrada en madera de jacarandá que le había costado menos de un dólar.

- Le encantará. Hannah se pirra por estas memeces.

Mientras Ingrid se reía y arrojaba la diosa del mar al aire y Alan contemplaba el crucifijo bajo la luz, admirando su compra, Hannah se encontraba al otro lado de la puerta, sosteniendo su bolso y la escultura Fénix. Había llegado a tiempo para oír los rumores del acto amoroso y había oído toda la conversación.

Cuando el corazón le hizo una cosa rara en el pecho, se aturdió momentáneamente y tuvo que apoyarse en la pared. Era demasiado pronto para tomar otra pastilla; por consiguiente, cerró los ojos y contuvo la respiración, tratando de convencer mentalmente a su corazón de que recuperara su ritmo normal. Cuando el corazón hizo exactamente lo que ella le mandaba, respiró hondo, echó los hombros hacia atrás y abrió la puerta.

Ambos se volvieron, sobresaltados. Hannah echó un rápido vistazo a la escena… los objetos del escritorio diseminados por el suelo, el cabello alborotado de Ingrid, la cremallera de la bragueta de Alan todavía abierta.

Dirigiéndole a su marido una larga y dura mirada, Hannah dio media vuelta y se retiró.

Alan corrió tras ella y la asió del brazo.

- Deja que te explique.

- Mira, Alan -dijo Hannah, tratando de contenerse-, cuando os he visto a los dos me ha venido a la mente una cosa muy rara. He pensado súbitamente en la noche en que nació nuestro primer hijo… en los planes que hicimos tú y yo y las promesas que nos hicimos el uno al otro y a nuestros hijos. Iba a sacarte las castañas del fuego porque… -procuró no perder el control-. Porque quería protegerte. Ahora ya no me importa lo que te ocurra.

- Hannah, escúchame. Lo de Ingrid… no es lo que tú piensas.

- Lo he oído todo, Alan. Y ahora comprendo muchas cosas que me dejaban perpleja en el pasado… los repentinos viajes de negocios, las llamadas telefónicas sin respuesta, los gastos inexplicados de nuestras tarjetas de crédito. Tienes razón, he sido una estúpida. Desde un principio.

- ¿Qué vas a hacer?

- No lo sé -contestó Hannah, retorciendo la correa de su bolso. Llevaba todavía bajo el brazo la escultura del águila cuidadosamente envuelta en su lámina de plástico acolchado y se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar-. Estaba dispuesta a perdonártelo todo, Alan, incluso tus robos a Starlite, que es como robar a tu propia familia. Te lo hubiera perdonado todo… -repitió mientras se le quebraba la voz-. Con tal de que todavía me quisieras.

- Y te quiero, Hannah. Puedes creerme. Toma -dijo Alan, mostrándole el collar de la princesa Isabel que sostenía en su mano cual si fuera un salvavidas-. Lo compré para ti.

Hannah contempló el collar y después miró a su marido. El ardor amoroso de Ingrid le había despeinado el cabello, dejando al descubierto las señales de los trasplantes capilares.

- Quédate con él. Véndelo. Vas a necesitar dinero para contratar a un abogado.

- No les vas a decir lo del millón de dólares, ¿verdad?

- Philippa lo hubiera averiguado de todos modos muy pronto.

- Hannah, no me hagas eso…

Ingrid salió súbitamente del despacho perfectamente compuesta y peinada, con su bolso colgado del hombro. Cerró suavemente la puerta como si se fuera a su casa tras un día normal de trabajo y echó a andar por el pasillo sin mirarles hasta que dobló la esquina para dirigirse a los ascensores.

- Será mejor que te vayas con ella -dijo Hannah-. Por lo que he oído, si ella se va, te quedarás sin nada. Y nunca la encontrarás.

Alan vaciló sin saber qué hacer.

- ¡Mierda! -gritó-. ¡Ingrid! ¡Ingrid, espera!

Después echó a correr por el pasillo.

Lo primero que hizo Hannah fue pasar por el banco para volver a depositar los certificados de las acciones en la caja fuerte. Mientras circulaba por La Ciénaga en medio del tráfico del centro de la ciudad, pasando por delante del lugar donde un hombre estaba esperando su llegada con los certificados de las acciones. Hannah pensó en Alan e Ingrid y en los ruidos y la conversación que había oído al otro lado de la puerta, y se sintió curiosamente poderosa. Alan la había traicionado, pero, en cierto modo, era ella la que se había traicionado. Recordó cosas por primera vez; por ejemplo, que Alan ni siquiera se dignaba mirarla cuando era una gordinflona en Halliwell y Katz. Después, cuan-do adelgazó, la llevó al tiovivo. Se dio cuenta de pronto de que, treinta años atrás, Alan se la había llevado al huerto y, a partir de entonces, se había pasado toda la vida haciendo lo mismo.

Recordó después la sala de espera de la Clínica de la Obesidad de Tarzana donde había conocido a Philippa muchos años atrás; recordó el día en que Philippa adoptó a Esther, la cual tenía la misma edad de Jackie, y en la amistad que surgió entre las dos niñas; y, finalmente, pensó en sus otros dos hijos, que también regresarían a casa por Navidad, llevando consigo a sus hijos. Y, de repente, Alan ya no le pareció tan importante como antes.

Cuando llegó a casa, ya había reflexionado acerca de muchas cosas, había tomado un montón de decisiones y había llegado a muchas conclusiones. Lo primero que hizo fue romper la carta que le había escrito a Philippa. A continuación, bajó a la planta baja y le entregó la escultura del águila, valorada en sesenta y cinco mil dólares, a la sorprendida señorita Ralston, diciéndole:

- Eso es para usted. He visto que le gustaba mucho.

Después, contempló todas las flores, los adornos y las cosas que habría que organizar para la gran fiesta de Navidad y le dijo a la secretaria:

- Bueno pues, ¿le parece que empecemos a trabajar?