14
Hollywood, California, 1958
Philippa levantó los ojos de su tarea y vio que el hombre de la mirada extraviada había regresado al local. No sabía por qué motivo le llamaba tanto la atención; no había intercambiado con él ni una sola palabra, ni siquiera sabía quién era ni dónde vivía ni qué hacía. Pero su aspecto la intrigaba. No eran los pantalones caqui o el holgado jersey y las sandalias, el alborotado cabello negro o el hermoso rostro, cosas todas ellas que le conferían una apariencia irreal, como de personaje de película. Lo que más la atraía era el hombre en sí mismo, la boca que parecía no haber sonreído jamás y los ojos que parecían contemplar otro mundo más inquietante. Acudía al drugstore Cut-Cost de Hollywood Boulevard todos los viernes para aprovechar la oferta del almuerzo de noventa y nueve centavos, siempre solo, caminando con indiferencia, permaneciendo de pie con aire distraído o fumando cigarrillos sin parar mientras se tomaba un café y contemplaba el humo del cigarrillo como si buscara respuestas o tratara de olvidarlas.
Philippa le había visto por primera vez allí hacía tres meses, cuando empezó a trabajar provisionalmente en el mostrador de los almuerzos en sustitución de otra chica que se había puesto enferma; desde entonces, le veía todos los viernes y su curiosidad iba en aumento. Mientras colocaba unos frascos de permanente Toni en un estante, le miró y pensó que era un ser muy solitario; intuía que algo o alguien le había hecho daño alguna vez y ahora soportaba el dolor como una invisible carga. No podía adivinar su edad, pero tenía algunas arrugas en el rostro, por lo que tal vez rondara los cuarenta. Al ver que contaba el dinero exacto del almuerzo y aceptaba que le llenaran repetida-mente la taza de café hasta el momento en que la camarera le dijo que tendría que volver a pagar, Philippa pensó: «Necesita a alguien que lo cure, alguien que cuide de él».
- ¿Philippa? ¡Señorita Roberts!
Philippa dio media vuelta.
- ¿Si, señor Reed?
Reed, el gerente del drugstore, el hombre que había contratado a Philippa cuatro años atrás, consideraba que la chica era muy trabajadora, alegre y eficiente y casi nunca faltaba al trabajo, aunque tendía a ser un poco soñadora y a veces él tenía que repetir su nombre antes de que le contestara.
Philippa quería librarse de aquella mala costumbre; sabía que el señor Reed y otras personas pensaban que o bien era sorda o bien su mente se perdía por extraños vericuetos. Ignoraban que Philippa no era su verdadero nombre. Una vez entró una mujer en la tienda en compañía de una niña, diciendo: «Pórtate bien, Christine», y Philippa se volvió, pensando que la mujer se dirigía a ella.
- Necesito que atienda el mostrador de los helados, Philippa -dijo el señor Reed-. Dora ha tenido que irse a casa porque dice que no se encuentra bien.
Antes de abandonar la sección de cosméticos, Philippa se detuvo junto al expositor de la marca Revlon y se miró al espejo. Nunca se había preocupado por su aspecto, pero ahora pensó de repente que ojalá no tuviera una cara tan mofletuda. Menos mal que, por lo menos, tenía un hermoso y abundante cabello de color cobrizo, recogido en una cola de caballo. Solía usar un poco de carmín y esmalte de uñas, pero no se permitía ninguna otra extravagancia porque quería ahorrar.
El mismo día en que rompió las fotografías de sus padres y las arrojó a la bahía, Philippa abandonó San Francisco. Desde el muelle de los Pescadores se fue a la terminal de los autobuses Greyhound y allí compró un billete de ida a Hollywood. Sus esperanzas y sueños la acompañaron durante el largo viaje, guardados en un baúl invisible. En uno de los compartimentos de aquel baúl llevaba también su decisión de hacer algo en la vida. «Nunca harás nada de provecho», le había dicho la madre superiora. Pero Philippa les iba a demostrar a ella y a todo el mundo lo equivocados que estaban.
Al llegar a Hollywood, empezó a recorrer las calles, buscando el brillo que esperaba encontrar, los astros cinematográficos y los decorados de sus películas preferidas. En su lugar, encontró pequeños y pulcros moteles, modestos establecimientos y palmeras… un interminable desfile de palmeras. Descubrió una tranquila calle detrás del Teatro Chino de Grauman cuyas casas estaban rodeadas de vastas extensiones de césped que bajaban hasta la acera. Las casas tenían unas galerías y unos tejados fuertemente inclinados (averiguó más tarde que las llamaban los bungalows de California y habían sido construidas a principios de siglo). Una de ellas ostentaba en una ventana un letrero de «Habitación para alquilar».
La casera se llamaba señora Chadwick.
- Hay otros cuatro huéspedes -le explicó mientras subía la escalera respirando afanosamente-, dos profesores que enseñan en el Instituto de Hollywood, una chica que trabaja en una agencia de viajes y el señor Romero, que dice que escribe guiones cinematográficos para los estudios, aunque yo nunca le he oído escribir a máquina. El señor Romero la invitará a tomar un trago en su habitación, pero no se ofenderá si usted declina la invitación. Es totalmente inofensivo. ¿Dice usted que tiene diecisiete años?
- Si -contestó Philippa, que, en realidad, tenía dieciséis-. Tengo mi certificado de nacimiento si…
- No es necesario -al llegar arriba, la señora Chadwick inspeccionó a la chica de arriba abajo.
- Debe de comer mucho -dijo-. Pero no se preocupe, no lo digo como una crítica. Yo también tengo mucho apetito y, aunque me esté mal el decirlo, pongo muy buena mesa. Mis huéspedes no se mueren de hambre, se lo aseguro. Bueno, aquí está la habitación. Son cinco dólares a la semana y se paga un mes por adelantado. El cuarto de baño está al final del pasillo.
La habitación era pequeña, pero soleada y ventilada, con unas palmeras que llegaban hasta la ventana. Philippa vio en las distantes colinas un gran letrero con la palabra H O L L Y W O O D.
Aquella misma tarde salió en busca de trabajo. Los pocos restaurantes en los que se presentó la rechazaron de plano. «El uniforme no es de su talla.» Tuvo suerte en el drugstore Cut-Cost de Hollywood Boulevard porque las empleadas llevaban unas holgadas batas y no importaba que estuviera gorda. Cut-Cost era uno de los modernos drugstores, que no sólo vendían medicamentos sino también otras cosas como ropa interior y cafeteras y tenían barra para comidas rápidas y mostradores de helados. La contrataron por setenta y cinco dólares a la hora para hacer cualquier cosa, desde barrer a atender la caja. O vender cucuruchos de helado, tal como estaba haciendo ahora sin apartar los ojos del hombre de atormentado rostro que estaba fumando sin parar junto a la barra.
El día en que consiguió el empleo en el Cut-Cost, Philippa bajó hasta el final de la calle donde estaba el Instituto de Hollywood y se matriculó en el curso nocturno para adultos. Antes de un año obtuvo el diploma de estudios secundarios que hubiera tenido que conseguir en Santa Brígida. Ahora estaba asistiendo a unas clases nocturnas en un colegio universitario local en la esperanza de obtener un diploma universitario. Cuando los demás empleados del Cut-Cost miraban a Philippa o cuando los huéspedes de la señora Chadwick hablaban con ella, todos veían a una muchacha tranquila y reposada que trabajaba muy duro y parecía tener un objetivo muy definido. A veces, la señora Chadwick se sentaba en el porche de su bungalow de California y, al oír el tecleo de la máquina de escribir de Philippa haciendo sus deberes, se preguntaba por qué se esforzaba tanto aquella chica.
Una mujer se acercó al mostrador de los helados y pidió un cucurucho doble de helado de vainilla. Al ver su cabello rojo vino, Philippa se acordó de Ricitos y se preguntó si su vieja amiga aún estaría luchando en Nueva York. Al principio, ambas se escribían muy a menudo y les resultaba muy extraño escribirle una carta a Christine Singleton y abrir un sobre a nombre de Philippa Roberts. Ricitos le hablaba de su vida en Manhattan donde compartía un apartamento con otras tres chicas que también aspiraban a convertirse en actrices y se ganaba la vida trabajando en una charcutería. Y siempre terminaba sus cartas con la frase: «Te echo mucho de menos, Chulita. Espero que podamos volver a reunirnos algún día». Pero, al cabo de algún tiempo, las cartas empezaron a ser más breves y espaciadas hasta que, para gran consternación de Philippa, Ricitos dejó de escribirle por completo. Su última carta, escrita un año atrás, no era más que una breve nota en la que su amiga le decía: «No sé si conseguiré abrirme camino aquí. A lo mejor, mi madre tenía razón». Philippa le contestó, diciéndole que se reuniera con ella en Hollywood, pero no recibió ninguna respuesta.
Mientras enjuagaba el cucharón de los helados, se volvió y se sorprendió al ver al desconocido del rostro atormentado leyendo la lista de variedades que ella tenía a su espalda. Sostenía un cuaderno de notas en la mano y llevaba un cigarrillo colgado de los labios: a Philippa le dio un vuelco el corazón; jamás lo había tenido tan cerca. Era guapísimo, tal como a ella le gustaban, moreno y con la mandíbula cuadrada.
Iba a preguntarle «¿En qué puedo servirle?» cuando dos chicos que estaban hojeando las revistas de un expositor la miraron y uno de ellos comentó:
- Fíjate en qué puerca cebada han puesto para servir helados.
- ¡Es como poner un ratón para que vigile el queso!
Sus risotadas quedaron interrumpidas por la voz del desconocido, el cual se volvió repentinamente hacia ellos, diciéndoles: -Sois unos groseros imperdonables.
Los chicos le miraron extrañados e iban a decir algo, pero él los interrumpió sin contemplaciones:
- ¿Por qué no vais y os pegáis un tiro?
Los chicos se alejaron diciendo «Vete a la mierda» por lo bajo. El hombre se volvió hacia Philippa diciendo:
- Qué muchachos tan estúpidos.
Cuando la miró, Philippa vio unos ojos muy oscuros que le atravesaron el alma.
Estaba a punto de darle las gracias cuando él le dijo: -Un cucurucho de vainilla, por favor.
Philippa se lo sirvió, poniéndole una generosa cantidad, y él lo tomó y dejó una moneda de cinco centavos sobre el mostrador de cristal. Philippa creyó ver un centelleo en sus negros ojos mientras le decía:
- Como siga así, va a provocar la quiebra de la empresa.
Philippa le vio alejarse sin comprender las súbitas sensaciones que estaba experimentando. Tardó unos minutos en darse cuenta de que el hombre se había dejado el cuaderno de notas sobre el mostrador. Salió corriendo a la calle y miró arriba y abajo del Hollywood Boulevard, pero ya no le vio. Decidió guardar el cuaderno y devolvérselo la próxima vez que él acudiera al establecimiento.
Había un nombre escrito en la tapa: Rhys.
Philippa se miró al espejo en el cuarto de baño. «Sois unos groseros imperdonables», había dicho el hombre. La había defendido cuando los chicos la insultaron. Pero había algo más. La forma en que sus ojos no sólo la miraron sino que se clavaron en su interior.
Era alto y guapo y parecía muy seguro de sí mismo. Y, sin embargo. Sin embargo…
Algo le preocupa.
Philippa regresó a su habitación y trató de enfrascarse en sus estudios (aquella noche tocaba psicología), pero no pudo concentrarse. No podía quitárselo de la cabeza. Contempló el cuaderno de notas que él se había dejado sobre el mostrador de los helados. No lo había abierto, pero ahora, dominada por la curiosidad, decidió hacerlo y leyó la primera página. Al parecer, era una especie de poema:
Betún de color lavanda,
Enanitos en la luna.
Guisantes cantarines.
Termina la resurrección cuando te apetezca…
Philippa pasó las páginas. «La existencia es anterior a la esencia», había escrito el desconocido. «Nosotros nos creamos después de nacer. Dios se inventó como excusa, como un lugar al que poder echar la culpa. Sin Dios, los responsables somos nosotros. Y nosotros tenemos la Bomba.»
Philippa se sintió súbitamente triste. Evocó el bello rostro con sus sombras de melancolía, las descuidadas prendas de vestir, el enmarañado cabello y los nostálgicos ojos negros. ¿Qué dolor llevaba dentro? ¿Cuándo habría perdido la esperanza?
Se acercó a la ventana y contempló las luces de Hollywood parpadeando entre la bruma del anochecer. Oía el incesante trafico de Hollywood Boulevard donde los insomnes, los paseantes y los turistas abarrotaban constantemente la calle.
Philippa llevaba cuatro años sin permitirse el lujo de pensar en los chicos… o en los hombres, ahora que acababa de cumplir los veinte años. Desde el momento en que huyó de Santa Brígida, se trazó un camino y se fijó un claro objetivo. Convertirse en algo o, mejor dicho, en alguien. Aún no estaba muy segura de quién iba a ser o cuál era su propósito exacto, pero sabía que lo encontraría y lo reconocería en cuanto lo viera. Y, entre tanto, se prepararía. Se había comprometido a trabajar duro y hacer sacrificios; estaba totalmente ocupada con el trabajo y los estudios y apenas disponía de tiempo libre. Cuando su mente empezaba a perderse en ensoñaciones, hacía un esfuerzo por volver a la realidad.
No había hombres ni amantes en su vida; sabía que éstos la decepcionarían.
De vez en cuando pensaba en Johnny. Aunque sabía que algún día dejaría de estar enojada con él y la sensación de traición se iría borrando poco a poco, de momento no podía perdonarle los engaños ni el abandono.
Cuando oyó la música de «La hora de la comedia de Lucy-Desi» desde la planta baja, comprendió que la señora Chadwick había terminado sus tareas en la cocina y se había sentado a ver la televisión. Philippa regresó a su escritorio e intentó seguir estudiando. Apartó los deberes a un lado y sacó un librito encuadernado en tela floreada. Lo había comprado en la tienda Hallmark del bulevar, junto con una pluma de oro falso. Lo primero que escribió en él fue: «Cree en ti misma y podrás alcanzar cualquier cosa».
Philippa consideraba aquel librito algo así como su guía espiritual, su propia biblia. En los muchos meses transcurridos desde la primera anotación, había escrito: «Las actitudes son más importantes que los hechos», «Piensa en la derrota y sufrirás una derrota; piensa en el éxito y alcanzarás el éxito», «Sólo conquistan los que creen poder hacerlo».
Y pensó en lo distintos que eran sus aforismos de los que había escrito Rhys.
Estaba sacando de los embalajes unos cestos de Pascua y unos conejitos de chocolate envueltos en papel de aluminio dorado. El señor Reed sabía que Philippa era la única persona a quien podía confiar aquella tarea, pues todos los demás empleados se hubieran comido las golosinas antes de que éstas llegaran a los estantes. A pesar de su gordura, Philippa nunca tocaba los dulces. Era viernes y la muchacha estaba colocando los cestos sin apartar los ojos de la barra, procurando alternar los colores para que resultaran más atractivos y diera la impresión de que el establecimiento disponía de un surtido más variado del que realmente tenía.
De pronto, le vio.
Bajó corriendo por el pasillo sintiendo que el corazón le latía violentamente en el pecho. El hombre acababa de sentarse en su habitual taburete junto a la barra cuando ella se le acercó, sacándose el gran cuaderno de notas del bolsillo de su bata color de rosa y diciéndole:
- Perdón, ¿señor Rice?
Al ver que él no volvía la cabeza, Philippa depositó el cuaderno sobre el mostrador junto a su brazo y le dijo:
- Se lo dejó olvidado la semana pasada, señor Rice. El hombre se volvió y la traspasó una vez más con sus negros ojos.
- Es «ris» -dijo en voz baja.
- ¿Cómo dice?
- El apellido se pronuncia «ris».
- Ah… -Philippa notó que le ardía la cara-. Señor Rhys…
- No me llame señor -dijo el hombre, curvando una comisura de la boca en un amago de sonrisa-. Simplemente Rhys.
- Sí, bueno, se lo dejó usted olvidado y pensé que, a lo mejor, era importante…
- ¿Importante? -repitió el hombre, contemplando el cuaderno de notas como si no tuviera ni idea de lo que era-. Palabras, simples palabras.
Volvió a mirarla con sus ojos negros y escudriñó su rostro un instante como si tratara de leer algo en él. Después, esbozó de nuevo una media sonrisa y volvió a dirigir su atención a la taza de café.
Era uno de aquellos suaves y perfumados anocheceres de Los Ángeles que parecían envueltos en cálido terciopelo. Philippa había trabajado hasta muy tarde porque dos compañeras se habían puesto enfermas. Mientras regresaba a toda prisa a casa, pensó en la redacción que tendría que presentar a la noche siguiente en la clase de historia del arte. De pronto, vio salir a alguien de un edificio de apartamentos que había un poco más adelante, pero no prestó atención. Sólo se detuvo cuando la lámpara de la entrada lo iluminó y ella vio quién era.
Rhys.
Bajaba muy despacio por la acera con el cuaderno de notas en una mano y un cigarrillo en la boca. De repente, Philippa empezó a seguirle, procurando rezagarse para que él no la viera. Al llegar al Hollywood Boulevard, Rhys se dirigió a una parada de autobús muy bien iluminada y allí se quedó, contemplando a través del humo de su cigarrillo los letreros de neón de la calle. Philippa se escondió en la entrada del banco de América, preguntándose adónde iría Rhys a semejante hora. Había tráfico en la calle, pero muy pocos peatones, sólo algún que otro turista en la desierta plazuela del Teatro Chino de Graumman. A los pocos minutos apareció un autobús que iba al Sunset Boulevard. Rhys subió y se alejó.
Philippa volvió al edificio de apartamentos del que Rhys había salido y leyó los nombres en los buzones.
Allí estaba: el número 10 era el de Rhys.
A la noche siguiente, inmediatamente después de la clase de historia del arte, Philippa salió y llegó a la calle de Rhys justo en el momento en que éste salía de su casa. Le volvió a seguir y le vio subir al mismo autobús. Le siguió tres noches seguidas en que no tenía clase, pensando que, a lo mejor, iba a trabajar, pues siempre salía a la misma hora y tomaba el mismo autobús.
Al llegar la sexta noche, Philippa decidió saltarse la clase de literatura inglesa y seguirle. Subió al autobús dos paradas antes que él y se acurrucó en la parte de atrás para que no la viera. Como de costumbre, le vio esperando en la parada de Highland. Mientras Rhys se sentaba junto a una ventanilla, Philippa pensó que ojalá no fuera un trayecto muy largo y no hubiera que hacer transbordos porque ya era muy tarde y la ciudad de noche le daba miedo.
Al llegar a la parada del Sunset Strip, Rhys se apeó. Philippa le vio cruzar una puerta con una placa que decía «woody's».
Philippa se pasó una semana regresando a casa a toda prisa después de sus clases nocturnas y subiendo al autobús antes que Rhys, el cual se apeaba siempre en la parada del Woody's; finalmente se armó de valor, se apeó dos paradas más allá y retrocedió a pie. Vaciló en la acera antes de acercarse a la sencilla puerta de madera sin saber qué habría al otro lado ni si debería llamar primero o simplemente entrar.
El dilema quedó resuelto cuando una pareja de extraño aspecto dobló la esquina y entró sin más, empujando la puerta. El hombre vestía camiseta, pantalones de color caqui y sandalias; la mujer lucía unos leotardos negros y un holgado jersey, llevaba un curioso maquillaje blanco en la cara y mucho rímel en los ojos. Philippa se dio cuenta de que eran unos beatniks; había visto algunos en la televisión, pero era la primera vez que los veía directamente.
Asustada, pero pensando en Rhys, empujó la puerta de madera y entró. Tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad a pesar de que fuera era de noche. Mientras esperaba, oyó unos extraños sonidos y aspiró unos olores con los cuales no estaba familiarizada. En seguida se percató de que los sonidos procedían de unos bongos tocados a ritmo irregular; los olores los emanaba un humo acre y desagradable mezclado con el denso aroma del café. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Philippa vio una escalera que bajaba a un lóbrego sótano lleno de mesitas y sillas.
Bajó muy despacio, temiendo que alguien se le acercara y le dijera que se fuera. A la mortecina luz de las muchas velas que parpadeaban sobre las mesas, vio que los muros del local eran de simple ladrillo sin pintar. El pavimento era de madera y estaba completamente cubierto de colillas de cigarrillo; las mesas eran pequeñas y las sillas parecían incómodas. Los hombres llevaban barba y las mujeres iban con los labios sin pintar, pero con mucha sombra de ojos.
Philippa se acercó a una mesa vacía y se sentó en una desvencijada silla. Estaba tremendamente emocionada. Había penetrado en un prodigioso mundo prohibido en el que todo estaba al revés, nada era normal y todas las normas se tenían que quebrantar. La luz de las velas y el ritmo de los bongos parecían atravesar su piel e invadirle el cuerpo, electrificándolo con una sensación de audaz aventura. Philippa empezó a marearse con el olor del humo, que no era como el de los cigarrillos normales; observó que todo el mundo bebía café y conversaba mientras un hombre tocaba unos bongos en un pequeño escenario. Miró a su alrededor tensa y excitada mientras su pulso parecía latir al ritmo de los bongos. Trato de distinguir a Rhys entre la gente, pero el local estaba demasiado oscuro y lleno de humo. Solo podía ver unos pálidos rostros a la luz de las velas, los rostros de unas personas insatisfechas y extraviadas que sólo parecían salir de noche cuando el mundo real dormía. De pronto, vio que Rhys subía al escenario y se acomodaba en un alto taburete. Nadie le aplaudió ni le hizo caso; todo el mundo siguió conversando y bebiendo café como si tal cosa.
Rhys empezó a hablar.
- No hay solución posible, por consiguiente, la acción es imposible. La existencia es anterior a la esencia. Estamos desamparados porque hemos perdido a Dios. Ahora tenemos la Bomba. No somos más que unas bolsas de mierda. Nosotros nos creamos a nosotros mismos, es cierto, pero, ¿por qué? No hay ninguna finalidad. Nacemos, respiramos, morimos. No hay ningún propósito, sólo el caos. Todo es absurdo. Nosotros tenemos la Bomba. No habrá un mañana.
Philippa contempló los rostros de los presentes y vio con cuánta atención escuchaban a Rhys y cómo se dejaban arrastrar por su tristeza. De repente, experimentó el impulso de levantarse y decirle: «No, te equivocas».
Cuando Rhys terminó, la gente chasqueó los dedos en lugar de aplaudir. Mientras él bajaba del escenario, Philippa se preguntó si la habría visto y si, a lo mejor, se acercaría a su mesa. Pero Rhys desapareció. Philippa se bebió una taza de un espeso y horrible café y escuchó la interpretación de un guitarrista muy raro hasta que, al final, se marchó, turbada por lo que había visto y oído.
Philippa volvió al Woody's otra noche, tomando el autobús un poco más tarde para que él no la viera y sentándose al fondo del local para oírle recitar su triste y extraña filosofía. Aquella noche, él la miró directamente. Mientras recitaba sus melancólicas composiciones, mantuvo los ojos clavados en ella como si fuera la única persona presente en el local y como si le enviara el mensaje exclusivamente a ella mientras sus oscuros ojos parecían decirle: «¿Lo ves?, ¿acaso no tengo razón?».
Más tarde, una hermosa mujer subió al escenario y le dio un beso. En plena boca. Ambos se intercambiaron unas breves palabras y Philippa vio que él se reía. Después, la mujer regresó a su mesa y Rhys se dirigió al lugar donde se sentaba Philippa.
No tomó asiento. Se la quedó mirando en medio de la oscura atmósfera llena de humo y le dijo:
- No tendría que haber venido. Este lugar no es para usted.
- Quería ver lo que hacía.
Él se rió por lo bajo y se sentó. Se inclinó hacia adelante apoyándose en los codos y Philippa vio en sus negros ojos dos microscópicas llamas de vela. Se le ocurrió pensar que Rhys no hubiera tenido ninguna dificultad en hipnotizar a la gente.
- Es usted muy joven -dijo Rhys-. No en años. No sé qué edad tiene usted. Sino en alma y espíritu. Es muy joven de espíritu, muy vulnerable. Aún no sabe nada y mejor que no sepa tal vez. Aléjese de aquí, vuelva al lugar donde pueda ser joven.
- Quería hablar con usted.
Rhys sacudió la cabeza.
- Voy en busca de alguien que la acompañe a casa -dijo-. Es tarde y hay espíritus depredadores en las calles. Joe, el del bongo, la llevará a casa en su automóvil. No quiero que le hagan daño por el hecho de haber venido a verme.
- Deje que me quede.
Rhys extendió la mano y le tomó un mechón de cabello escapado de la cola de caballo, examinándolo a la luz de la vela. Después se lo colocó cuidadosamente detrás de la oreja.
- Voy en busca de Joe.
Philippa no lograba conciliar el sueño. Tenía que ver a Rhys. Tenía que decirle que estaba equivocado, que había esperanza y futuro. Por otra parte, se sentía atraída a un nivel más profundo e instintivo: necesitaba estar con él, tal vez tocarle…
Esperó hasta muy tarde, cuando tuvo la certeza de que él ya habría regresado del Woody's, y entonces bajó corriendo por la desierta calle y subió los peldaños hasta el número 10 mientras el corazón le latía furiosamente en el pecho. Aguzó el oído junto a su puerta.
Llamó con los nudillos.
No hubo respuesta.
- ¿Rhys? -dijo.
Probó a girar el tirador. La puerta se abrió sin ninguna dificultad.
- ¿Rhys?
No estaba en casa.
Su apartamento la sorprendió. Las estanterías estaban vacías y, sin embargo, había libros amontonados por todo el suelo. El único mobiliario consistía en un manchado colchón cubierto por una colcha a cuadros Madrás y una mesita con una pequeña máquina de escribir Remington. Vio una bolsa de lona con prendas de vestir, ceniceros llenos a rebosar de colillas de cigarrillos y varias botellas de whisky diseminadas por el suelo. Curiosamente, en las paredes no había más que una barata lámina de Jesucristo en un marco de plástico, debajo de la cual alguien había escrito «Zapatos fritos».
Philippa miró a su alrededor y vio sus discos… Miles Davis y Thelonious Monk, Woody Guthrie, baladas de Depression y un disco que resultó ser un largo poema titulado «Descripción aproximada de una cena para promover la inculpación del presidente Eisenhower". Y sus libros, todos sobre filosofías orientales, el budismo zen y el existencialismo. Por una curiosa razón, Rhys tenía cuatro ejemplares de El extranjero de Albert Camus. Había un ejemplar de la revista Life abierto en el suelo por una página en la que se mostraban unas imágenes de un miembro de la policía secreta soviética abatido por los disparos de unos rebeldes húngaros. Una página había sido arrancada… En ella aparecía Marilyn Monroe vestida de novia, ofreciéndole un trozo de pastel de boda a su flamante esposo Arthur Miller.
Philippa se acercó a la máquina de escribir y vio que le habían colocado un rollo de papel de carnicería; no había páginas separadas, simplemente una corriente interrumpida de pensamientos. Leyó lo último que Rhys había escrito:
«En esta ciudad de cartón piedra tenemos que mirar con desprecio a los no-Dios que contemplan con desprecio nuestra búsqueda de la singular soledad de la no-vida, la singularidad de la unidad con la perpetuidad, la esencia del ciclo de la eternidad nonata.»
Había una anotación al margen que decía: «El joven espíritu vino a la vieja ciudad de cartón piedra».
De pronto, Rhys apareció en la puerta.
- Conque has venido -dijo en voz baja, cerrando la puerta a su espalda. Le ofreció el cigarrillo que estaba fumando. No parecía ni un Chesterfield ni un Winston, pero Philippa reconoció el olor del Woody's.
- ¿Qué es? -pregunto.
- Vamos, mujer, es marihuana.
Philippa sacudió la cabeza.
- Quiero hablar contigo -dijo.
El la miró.
- Pues habla.
- Rhys. Tú te sientes desdichado.
- Todos nos sentimos desdichados. Creo que tú también -dijo Rhys en voz baja, acercándose un poco más a ella-. Tú te has fijado un objetivo por culpa de algo o de alguien. Pero al final te harán daño. Y te lo haré yo, supongo -alargó la mano y le acarició la mejilla-. No hubieras tenido que venir aquí.
- ¿Por qué crees estas cosas tan tristes? -preguntó Philippa contemplando su propia imagen reflejada en aquellos oscuros ojos que parecían unos inmensos y profundos pozos sin fondo. La mano de Rhys le acarició la oreja y recorrió su perfil-. ¿De dónde vienes, Rhys? -preguntó-. ¿Por qué te has vuelto así?
- No vengo de ningún sitio. Estoy aquí ahora, eso es todo. Yo me he inventado.
- Pero eso es absurdo.
Rhys esbozó una sonrisa.
- Éste es un mundo en el que los carpinteros resucitaban y tú me dices que soy absurdo -su mano se deslizó hacia abajo, acariciando muy despacio la barbilla de Philippa-. Existimos. Eso es todo. Después de la existencia viene la esencia. Nosotros nos creamos cada segundo y cada minuto. Y después cesamos.
Su contacto la estaba inflamando; Philippa casi no podía respirar.
- Parece que para tí nada tiene sentido.
- En efecto. La vida no tiene sentido. Nosotros tampoco tenemos sentido.
- Alguien me dijo una vez que yo no servía para nada -dijo Philippa con lágrimas en los ojos-. La madre superiora me dijo que nunca haría nada de provecho. Pero se equivocaba. Y tú también te equivocas, Rhys. Tu actitud es equivocada.
Rhys sacudió la cabeza y la miró tristemente.
- Lo único real es la existencia -dijo, deslizando un dedo por su cuello-. Existimos. Y punto. El cómo o el por qué existimos no importa. La humanidad es una contingencia. No tenemos ninguna finalidad. Tú y yo no tenemos ninguna finalidad, ni juntos ni separados. Simplemente somos.
- Me parece muy triste.
- No, no es triste -dijo Rhys con un suspiro. Su dedo le estaba acariciando ahora el contorno de los labios-. Estamos simplemente ahí. Nacemos, respiramos y morimos.
- ¿Y no crees en nada?
- La creencia no es más que una palabra.
- ¿Por qué te has dado por vencido de esta manera, Rhys? ¿Por qué perdiste el espíritu de lucha? Cuando era pequeña y las niñas se burlaban de mí porque estaba gorda, corría a refugiarme en mi padre. ¿Y sabes lo que él me decía? Mi padre me decía que los triunfadores saben defenderse y los perdedores se agachan para recibir los golpes. No seas un perdedor, Rhys -la voz de Philippa se quebró-. Por favor, no lo seas.
Rhys inclinó la cabeza y posó los labios sobre su boca. Después la atrajo lentamente a sus brazos estrechándola con suavidad para que se acostumbrara a su cuerpo mientras sus manos le exploraban el cabello, los hombros y la espalda y su boca la besaba por todas partes, utilizando finalmente la lengua con tanta ternura que Philippa sintió deseos de echarse a llorar. ¿Cómo podía estar tan triste y, sin embargo ser tan cariñoso? Le abrazó con fuerza, pensando que ojalá pudiera encerrarlo en sus entrañas y conservarlo allí hasta que sanara.
Las manos de Rhys se deslizaron bajo su blusa y le soltaron el corchete del sujetador. Cuando le acarició el pecho, Philippa emitió un jadeo.
- Tranquila -murmuró Rhys.
Le tomó el rostro entre sus manos y la contempló largo rato con la sonrisa dulceamarga propia del que se despide. Después, le desabrochó la blusa y le besó los pechos.
Philippa hubiera querido decir alguna palabra adecuada, pero no conocía ninguna; hubiera querido acariciarle, pero no sabía dónde. Él le tomó la mano y se la guió hacia abajo. Cuando lo asió, el emitió un profundo sonido gutural.
- Rhys… -musitó Philippa.
- Tenemos toda la noche -dijo Rhys-. La primera vez tiene que ser la mejor porque después ya no puede haber otra primera.
La acompañó a la cama y la desnudó muy despacio besándola y acariciándola por todas partes mientras ella descubría la manera de acariciarle y correspondía a sus besos con pasión. Él la estaba enseñando y ella aprendía, pero eso Philippa no lo sabría hasta mucho más tarde.
Después, Rhys la miró sonriendo.
- O sea que hay una tigresa en la ciudad de cartón piedra. Philippa le acarició el torso desnudo. Se sorprendió de que fuera tan musculoso.
- Te amo, Rhys.
Él le besó la punta de la nariz.
- Tu mundo no tiene nada que ver con el mío. Tu propósito y mi propósito no coinciden. Nunca lo entenderás… -se detuvo para besarla y después añadió: Yo tampoco lo entenderé.
- ¿Qué te ocurrió, Rhys? -preguntó Philippa-. ¿Fue hace mucho tiempo?
- ¿Mucho tiempo? Cuando era pequeño, me pasó una cosa terrible. Algo indescriptible. Pero tenía que ocurrir. O, a lo mejor, no ocurrió. No lo sé.
- Déjame ayudarte. Deja que yo mejore la situación.
Las comisuras de sus labios se curvaron en una imperceptible sonrisa.
- Quiero escribir un rato -dijo en voz baja-. Y tú tienes que dormir. Cuando te despiertes, te llevaré a casa.
La cubrió con la manta. Mientras se iba quedando dormida sobre el trasfondo del sonido de la máquina de escribir, Philippa pensó: «A través de mi amor sanarás»