7
Frieda Goldman siempre había querido ser rica. No simplemente acaudalada o adinerada, sino descarada y cochinamente rica. También quería ser una de las agentes más destacadas de Hollywood… una superagente, algo así como una versión femenina de Swifty Lazar. Y ahora, al final, lo iba a conseguir.
Cuando el funicular llegó finalmente a la cima de la montaña, Frieda se despidió apresuradamente de Carole Page y de la doctora Isaacs, las dos mujeres con quienes había compartido el automóvil desde Beverly Hills, y se dirigió a toda prisa al edificio principal, una especie de castillo cuyas luces parecían invitarla a entrar. Cuando empezó a subir los peldaños que conducían a la puerta de madera maciza parecida a la de la catedral de Notre Dame de París, le castañeteaban los dientes y temblaba tanto que pensó que jamás podría volver a entrar en calor. Había nieve por todas partes.
Un botones se acercó a ella al bajar del funicular y le explicó que su cabaña se encontraba a cierta distancia del castillo, por cuyo motivo él la conduciría en un vehículo hasta allí, añadió, señalándole una especie de carrito de golf. Pero Frieda tenía demasiada prisa y lo primero era lo primero. Necesitaba un teléfono, quería averiguar dónde estaba su cliente Bunny Kowalski y después quería subir a la habitación de Bunny.
Estaba deseando ver la cara que pondría la chica cuando la comunicara la noticia del acuerdo con Syd Stern. Eso sería suficiente para sacar a Bunny de su madriguera.
El vestíbulo principal del castillo la dejó momentáneamente sin habla. Frieda jamás en su vida había visto una cosa igual. Diseñado como una enorme sala gótica con muros de piedra, tapices, cotas de malla y armaduras, el vestíbulo principal de Star's aparecía brillantemente iluminado con adornos navideños. El fuego ardía en tres de las chimeneas más grandes que Frieda hubiera visto en su vida y las arañas del techo semejaban grandes tartas de boda invertidas, cuyos millares de luces arrancaban brillantes destellos de las grandes fotografías ampliadas de Marion Star distribuidas por las paredes. Desde algún lugar, un violinista estaba interpretando una romántica melodía que a Frieda le hizo recordar el patio de las Palmeras del Plaza de Nueva York. Un gran letrero salpicado de estrellas cerca del guardarropa anunciaba el baile de Navidad que se iba a celebrar cuatro días más tarde.
Frieda localizó los teléfonos tipo tocador francés estilo rococó en el interior de unas cabinas privadas forradas de terciopelo rojo. Cuando llamó a la centralita le temblaban las manos, pero no de frío sino de emoción. Estaba deseando soltar la noticia.
Señal de comunicar.
- Señorita, ¿quiere volver a intentarlo, por favor? No hubo suerte. La línea de Bunny estaba ocupada. Bueno, por lo menos eso quería decir que estaba en su habitación. En la centralita no habían querido facilitarle el número de la habitación.
- Es una norma privada -le explicó la voz del otro extremo de la línea-. Pero tendré mucho gusto en pasarle su llamada.
Tras intentarlo infructuosamente por tercera vez, Frieda decidió esperar unos minutos. Entre tanto, miró a su alrededor y vio una discreta flecha que señalaba las boutiques exclusivas de Laise Adzer, Cartier y Bijan for Men, y pensó que lo primero que tendría que hacer sería comprarse ropa de abrigo. La blusa de rayón y los pantalones de hilo no le iban a servir demasiado.
Cuando al poco rato regresó a los teléfonos con un abrigo de visón colgado del brazo, descubrió que las cuatro cabinas estaban ocupadas. Esperó un poco más, sosteniendo el maletín de fin de semana y la cartera de documentos, y se preguntó si no sería mejor ir a su habitación e intentar llamar desde allí. «Una cabaña», le había dicho el botones. Frieda se imaginaba una especie de construcción de troncos de madera con el sargento Preston aguardando impaciente junto a la entrada.
Unos exquisitos aromas estaban empezando a llenar la atmósfera mientras los clientes vestidos de etiqueta cruzaban el vestíbulo y se dirigían a los comedores. Frieda aspiró el aroma del pato asado y las espesas salsas, el pan recién hecho y las nueces con especias, y tuvo que vencer la tentación de sentarse a cenar como una reina. Había vuelto a engordar y estaba siguiendo de nuevo la dieta líquida; llevaba en su maletín varios sobres de polvos. Contempló a su alrededor a los famosos y a los aspirantes a famosos, vio a Meryl Streep que, vestida toda de blanco, parecía el ángel que hubiera debido rematar el árbol de Navidad, y observó que ninguno de ellos tenía un solo gramo de grasa. En eso la industria cinematográfica era inflexible: resultaba casi imposible estar gordo y tener éxito en Hollywood. Para una mujer por lo menos.
Al final, quedó libre un teléfono y Frieda consiguió introducirse en la cabina con sus dos maletas y con el abrigo recién comprado. Mientras se sentaba, vio la etiqueta del precio asomando por la manga… doce mil dólares. Se había gastado por las buenas doce mil dólares en un abrigo que, a lo mejor, sólo se pondría un día. Pero no importaba porque, en cuanto Bunny firmara aquellos contratos, Frieda podría comprarse un abrigo de piel cada día del año si quisiera.
Esta vez el teléfono de Bunny sonó y una soñolienta voz contestó al cabo de un minuto:
- ¿Diga?
- ¡Bunny! ¡Soy Frieda! Estoy aquí, en Star's.
Una pausa y después:
- ¡Frieda! Pero bueno, ¿qué haces tú aquí?
- ¿Te encuentras bien, Bunny? Te noto una voz un poco rara.
- Estoy bien. Acabo de pasar una gripe y estoy un poco débil, eso es todo.
- ¡Una gripe! De esto tiene la culpa la depresión. No te cuidas. ¿Seguro que te encuentras bien?
- Frieda, ¿qué estás haciendo aquí, en Star's?
- He venido a verte, Bunny -contestó Frieda, tratando de dominarse. Quería darte la noticia cuanto antes-. ¿Qué número de habitación tienes? Subo ahora mismo.
- Oh… no, Frieda. No, esta noche, no. Es que… no me siento con ánimos. Y estoy esperando al médico de un momento a otro. El médico que me atendió hace unos días se ha ido de Star's y me han dicho que el sustituto llegaría hoy. Ahora mismo lo estoy esperando.
- Es una mujer -dijo Frieda, súbitamente molesta-. El nuevo médico es una mujer. Ha venido conmigo en el mismo automóvil desde Beverly Hills. Oye, tengo que subir ahora mismo. Necesito discutir contigo un asunto muy importante.
- Hoy no me encuentro con ánimos, pero mañana ya estaré bien. ¿Qué te parece mañana por la noche? Estoy segura de que para entonces ya me encontraré mejor.
Frieda contempló el teléfono perpleja. Sabía que Bunny era una persona amante de la sinceridad; es más, sentía un terror neurótico a decir mentiras. Frieda sospechaba que todo era fruto del miedo que le inspiraba su padre en otros tiempos. Y, sin embargo, en aquellos momentos tenía la clara sensación de que Bunny le ocultaba algo. ¿Qué te ocurre?, hubiera querido preguntarle. ¿Por qué te has pasado tanto tiempo aquí? En su lugar, no tuvo más remedio que decirle:
- Bueno, pues supongo que tendremos que dejarlo para mañana. Si no hay más remedio.
- ¿De qué se trata, Frieda?
De diez millones de dólares y de lanzarla a la fama.
- No quiero decírtelo por teléfono. Descansa un poco y ya hablaremos mañana por la noche.
- Pues, entonces, almorcemos juntas. Estoy en el tercer piso del ala este, en una habitación fantástica. ¡Te quedarás de una pieza cuando la veas!
Tras colgar el aparato, Frieda empezó a tamborilear con sus caras uñas acrílicas sobre la superficie de su maletín de fin de semana. Se sentía nerviosa y trastornada. No era lo que esperaba. Estaba segura de que ocurría algo. ¿Estaría Bunny seriamente enferma? Su voz sonaba un poco rara. Frieda sacudió la cabeza sin que se le moviera un solo cabello de su melena gris acero perfectamente sujeta por la laca. Bunny era incapaz de decir una mentira. Bueno, mañana lo sabría.
Ahora tenía que resolver el problema de qué hacer hasta entonces. Por supuesto que podía efectuar llamadas telefónicas y revisar contratos; Frieda estaba trabajando también para otros clientes. Pero el contrato de Syd Stern era lo más importante y sabía que le sería difícil concentrarse en otra cosa. Miró a su alrededor y, al ver el bullicio que reinaba en el vestíbulo, se preguntó qué debía de hacer la gente en un lugar como aquél.
Probablemente se distraían con lo de costumbre: cena, baile y quizá alguna atracción de sala de fiestas con algún célebre artista de Las Vegas. Frieda había visto un cartel en el vestíbulo, informando a los clientes sobre los pases continuos de las películas de Marion Star en la sala cinematográfica de cuarenta y dos plazas que había en el segundo piso. A juzgar por la gente que se congregaba alrededor de las vitrinas en las que se exhibían los objetos personales de Marion Star, mucha gente debía de acudir para satisfacer su curiosidad acerca de la legendaria actriz. Aunque el asesinato había tenido lugar hacía casi sesenta años, el interés seguía siendo muy vivo gracias en buena parte a que sus dos ingredientes eran Hollywood y el sexo, dos elementos fundamentales en cualquier misterio digno de tal nombre. Pero también debido al hecho de que el asesinato de Dexter Bryant Ramsey aún no se había aclarado.
Frieda observó que había mucha gente conocida: astros ganadores de premios, productores y directores… Al parecer, estaban representados todos los estamentos de Hollywood. Vio cómo entraban, cómo se sentaban en el gran salón de paredes de piedra semejante a un decorado de Robin Hood, cómo hablaban entre sí o pasaban los unos junto a los otros y cómo las grandes figuras miraban por encima del hombro a las figuras secundarias, enarcando claramente las diferencias. A Frieda le pareció una ironía que Marion Star, antaño conocida como la diosa suprema de la seducción cinematográfica, contemplara a través de las décadas a la nueva generación de la realeza de Hollywood con sus tristes, sensuales y voluptuosos ojos. Frieda se preguntó si el espectro de aquella estrella largo tiempo muerta y casi olvidada les recordaría a los nuevos dioses y diosas su propia mortalidad.
Todos ellos eran personajes extremadamente importantes. Y ahora Frieda Goldman iba a ser tan importante como ellos, qué demonios. En cuanto consiguiera hablar con Bunny.
Mientras consultaba su reloj y seguía tamborileando con sus impecables uñas sobre el maletín, Frieda sintió que estaba a punto de estallar a causa de la noticia que le iba a comunicar a Bunny. Era la noticia más sensacional desde el anuncio de los últimos Oscar. Estaba segura de que Bunny saldría a toda prisa de su escondrijo de la montaña antes de que ella pudiera pronunciar las palabras «beneficios brutos de producción».
De hecho, la ceremonia de concesión de los Oscar había sido el origen de la crisis emocional que había inducido a Bunny a refugiarse en Star's. En una decisión por sorpresa que provocó el asombro de Hollywood, Bunny Kowalski, una actriz de veintitantos años relativamente desconocida, había recibido una nominación como mejor actriz secundaria por su pequeño pero importante papel en Hijos otra vez. En el tiempo transcurrido entre el anuncio de las nominaciones y la revelación de los ganadores, Bunny se había convertido de pronto en el centro de una desconcertante e inesperada atención. La gente iba a ver la película y decía que sí, que, aunque su papel fuera pequeño, ella era el alma de la película. Y todo el mundo se preguntaba quién era aquella actriz con cara de pilluelo que, a pesar de no ser agraciada, era capaz de hacer reír y llorar y de transmitir sentimientos con una sola mirada o una sola palabra.
Por un instante, Bunny Kowalski había resplandecido como una estrella.
Pero, al final, no ganó el premio y después, a pesar del prestigio que la notoriedad le había reportado, el éxito se le escapó de las manos y ya no hubo más papeles para ella. Era demasiado bajita, demasiado diablillo; nadie se la tomaba en serio; no resultaría verosímil al lado de ninguno de los grandes actores del momento. «Demasiado característica», había dicho un director de reparto. Pensando que su carrera había terminado antes de empezar, Bunny aceptó el regalo de su acaudalado padre industrial: una estancia indefinida en el lujoso Star's donde podría ocultarse, sanar sus inquietudes y reconsiderar su futuro en Hollywood.
Frieda se había pasado el tiempo transcurrido desde la concesión de los Oscar tratando de encontrar algún papel, el que fuera, para Bunny, y ella también estaba empezando a perder la esperanza cuando, de pronto, la suerte vino de la mano de un joven y esmirriado director Llamado Syd Stern, el más reciente niño prodigio de Hollywood. Frieda recibió una llamada telefónica en su despacho y, al día siguiente, se reunió a almorzar con Syd Stern en el Polo Lounge.
Mientras disfrutaban de una mousse de salmón y unos martinis Stolichnaya, Syd explicó que había observado la aparición de una nueva tendencia en la industria cinematográfica, la tendencia de las historias tipo Cenicienta como los grandes éxitos taquilleros Chicas de Nueva York y Pretty Woman. Syd le dijo a Frieda que había estudiado el tipo de público de dichas películas y había descubierto que su éxito económico se debía a la masiva asistencia de un público femenino de más de veinticinco años. Mientras que los demás estudios seguían apostando por los mercados infantiles y adolescentes, dijo, o por las películas de acción tipo Rambo que atraían a los hombres a los cines, él había comprobado que las mujeres entre los veintitantos y los cincuenta y tantos años con dinero en el bolsillo y fantasías insatisfechas eran una mina de oro sin explotar.
Y allí era donde entraba en juego Frieda, dijo, y por eso la había llamado. Se le había ocurrido una nueva idea, una serie cinematográfica de aventuras protagonizadas por la misma heroína y más o menos inspiradas en Indiana Jones, pero, para que diera resultado, sabía que necesitaría a alguien especial, alguien que aportara un aire nuevo y distinto. Había mirado discretamente a su alrededor y, de pronto, había descubierto la interpretación de Bunny Kowalski en Hijos otra vez.
Lo que más le gustaba de Bunny era su pinta traviesa. -Como la de Puck de El sueño de una noche de verano -le dijo a Frieda.
Bunny poseía una saludable figura y unas sonrosadas mejillas de muñequita combinadas con un perplejo rostro infantil capaz de despertar la simpatía del público femenino. No era alguien a la que odiaran o envidiaran, sino alguien con quien podían entablar una relación de amistad, una mujer más bien torpe en el amor, desmañada en la práctica del aerobic y desesperada por la celulitis. No era como las decenas de esbeltas y agraciadas actrices que llenaban Hollywood y que tanto se parecían entre sí, dijo Syd con entusiasmo. Físicamente, Bunny era muy original y en eso estribaba su gran ventaja. Se la imaginaba como una especie de nueva antiheroína semejante a los antihéroes de los sesenta, los personajes de Gene Hackman y de Al Pacino que tanto gustaban al público precisamente por sus defectos y por tratarse de seres al margen de la sociedad. Bunny Kowalski era del mismo estilo, le dijo Syd a la asombrada Frieda, la cual ni siquiera había probado su bistec tártaro. Bunny daría mucho dinero en la taquilla.
De este modo, a través de dos almuerzos y de incontables conversaciones telefónicas, ambos habían llegado a un acuerdo.
Pero había algo que tenia a Frieda hecha un manojo de nervios en aquella nevada noche invernal cuando faltaban pocos días para la Navidad. La ocasión era tan apetecible que, en cuanto se corriera la voz, la gente acudiría en tropel al despacho de Syd Stern. Ya se había filtrado la noticia de su proyectada serie y la gente sabía que andaba a la caza de una actriz adecuada. Cierto que él había dicho que quería a Bunny, pero, mientras Bunny no firmara aquellos contratos, no habría ninguna garantía.
Frieda decidió volver a llamar a Bunny y comunicarle la noticia, pero, cuando llamó, no obtuvo respuesta.
Entonces volvió a tomar el teléfono para llamar a casa y decirles dónde podrían localizarla… Se había ido con tantas prisas que no le había dado tiempo a telefonear. De pronto vio entrar a un joven vestido con esmoquin y una ancha faja de color rojo. Era alto, bien plantado y de anchas espaldas, de piel aceitunada y cabello negro azulado muy corto por arriba y con los mechones laterales peinados hacia atrás sobre el largo cabello de la nuca. Frieda le miró en parte porque merecía la pena y en parte porque le parecía estupendo que todavía quedaran jóvenes que no seguían la tendencia de la suciedad y el desaliño. ¿De veras les parecían sexualmente atractivos todos aquellos superastros de los Oscar con pinta de no haberse bañado en un mes? ¿Qué dirían si las mujeres decidieran seguir la moda de la suciedad?
Cuando el joven la miró súbitamente, Frieda se volvió para ver a quién miraba. Al percatarse de que la miraba a ella, pensó que la había confundido con otra, pero, al ver que seguía sonriendo y arqueaba una ceja transmitiéndole el inequívoco mensaje de te apetece, Frieda se escandalizó. Tenía edad suficiente para ser… bueno, para ser su tía, y, además, sabía que no era una belleza y que su rostro era más bien caballuno. El joven le dirigió una última mirada como si le hiciera en silencio una pregunta y después reanudó su camino, mezclándose con los elegantes clientes.
Frieda le siguió con los ojos. Pero, ¿a qué venía todo aquello?, se preguntó, tomando el teléfono para pedirle a la telefonista un número con el prefijo 310 de Beverly Hills.
Mientras esperaba, Frieda contempló su imagen reflejada en la separación de cristal de las cabinas telefónicas y pensó, tal como tantas veces había pensado: «Dios mío, parezco una agente». Lo cual significaba ligeramente hombruna, mandona y severa. Y no porque las agentes de los actores fueran así; en realidad, casi todas las agentes de Hollywood parecían unas actrices, pues cultivaban con esmero la esbeltez de los cuerpos, la belleza de los labios y la suavidad del cabello. Frieda era un estereotipo ambulante y lo sabía. En los treinta años que llevaba en el negocio, nadie le había comentado jamás, al decirles ella a qué se dedicaba: «No me diga, ¿de veras es usted una agente?».
Oyó que alguien se ponía al teléfono en el otro extremo de la línea y, dirigiendo una última mirada hacia el esmoquin del sonriente desconocido, se preguntó qué habría visto en ella aquel joven en el momento de mirarla.
- Hola, cariño -dijo hablando a través del aparato-. Soy mamá.
- ¡Mamá! -exclamó la voz de su hija sobre un trasfondo de gente chapoteando en una piscina-. ¿Dónde estás? ¡Tu secretaria ha llamado para decir que te habías tenido que ir de repente!
- Estoy en Star's.
- ¿Ese sitio de Palm Springs?
- He venido a ver a Bunny.
- Pero bueno, mamá -un suspiro que Frieda conocía muy bien-. ¿Cuándo empezarás a representar a los triunfadores?
Frieda se preguntó cómo era posible que ella y Jake hubieran criado a una hija tan esnob.
- Ahí arriba hay nieve, ¿verdad, mamá? Sabes que no puedes soportar el frío.
- Me he comprado un abrigo de piel que me abrigará mucho. ¿Cómo? Pues claro que es de piel de verdad, cariño.
La hija de Frieda era una ecologista radical que hacía campañas para salvar el planeta Tierra utilizando bolsas de algodón en el supermercado, separando el vidrio, el plástico y el aluminio, y reciclando el papel y el cartón, incluidas las hojitas adhesivas en las que anotaba los mensajes. Y, por encima de todo, boicoteando todos los productos fabricados por el hombre, como el plástico, la gomaespuma y la piel sintética.
- Mamá -le había dicho a su madre tres meses atrás cuando ésta quiso comprarse un abrigo de falso armiño-, ¿sabes la cantidad de toxinas y sustancias contaminantes que se vierten al ambiente cuando se fabrican las pieles sintéticas? Eso es peor que la gomaespuma. Y, como la gomaespuma, la piel sintética no es biodegradable. Cuando tiras un abrigo de piel sintética, éste va a parar a la tierra y envenena el planeta. Las pieles auténticas, mamá, no contaminan y son biodegradables porque constituyen una parte orgánica natural del medio ambiente.
Sin embargo, establecía una distinción: sólo eran aceptables las pieles de animales criados en cautividad, no las de los apresados por medio de trampas.
- ¿Cuánto tiempo te vas a quedar ahí arriba, mamá?
Frieda aún no tenía muy clara la cuestión de las pieles, pero, para preservar la paz familiar, compraba pieles auténticas.
- Pues no estoy muy segura, cariño -contestó-. Puede que me tenga que quedar aquí un par de días. Depende -al oír unos gimoteos infantiles en segundo plano, preguntó, refiriéndose a su nieta de tres años-: ¿Cómo está Princesa?
Princesa era el verdadero nombre de la niña, escrito en su partida de nacimiento. Frieda pensó al principio que era un poco extravagante hasta que vio la lista de los nombres de las compañeras de preescolar de Princesa en la que había una Belleza, una Condesa y una Preciosa.
- Mamá, estarás muy orgullosa de tu nieta. ¿Sabes lo que quiere ser de mayor?
Frieda se preparó para lo peor.
- ¿Qué?
- Neonatóloga.
- La semana pasada dijiste que quería ser adiestradora de caballos vieneses.
- La llevé al St. John para que viera al hijito recién nacido de Maureen en la guardería. Princesa se quedó muy impresionada al ver los monitores neonatales y dijo que ella iba a diseñar otros mejores. ¿No te parece maravilloso?
Frieda lanzó un suspiro.
- Pero si sólo tiene tres años.
- Y es una niña muy complicada, mamá. Estarás aquí para Navidad, ¿verdad?
De pronto, volvió a aparecer el atractivo joven del esmoquin. Parecía buscar a alguien, pero no a una persona en particular sino simplemente a alguien. Al pasar, volvió a dirigirle a Frieda la misma sonrisa y la misma mirada de antes. Frieda se desconcertó porque no estaba acostumbrada a despertar el interés de los hombres y tanto menos el de un varón que, por su aspecto, hubiera podido elegir a cualquier mujer que le apeteciera. De repente, recordó lo que su amiga le había dicho sobre los «acompañantes» especiales de Star's. ¿Sería acaso uno de ellos?
Lo apartó de su mente. Algunas personas se acostaban con desconocidos, pero Frieda Goldman, no.
- Depende -contestó Frieda, siguiendo al joven con la mirada y preguntándose cómo se las debía de arreglar el hotel para pagar aquel servicio especial de acompañantes-. Tengo que resolver un asunto de negocios.
- Estás muy misteriosa, mamá.
- Me parezco a mi nieta -dijo Frieda, pensando: «La que está misteriosa es Bunny. Demasiado misteriosa»-. Te llamaré cuando sepa algo.
Colgó e inmediatamente volvió a marcar, leyendo el número de una tarjeta de visita.
- Hola -dijo cuando le contestaron-. La señora Bradshaw, por favor -instantes después, añadió-: Hola, señora Bradshaw, soy Frieda Goldman. Si, muy bien, muchas gracias. Estaba pensando… el Lamborghini que he encargado esta mañana… el de doscientos mil dólares… ¿lo fabrican en algún otro color aparte el rojo, el blanco y el negro?
La doctora Judith Isaacs se estaba familiarizando con la pequeña clínica privada de Star's situada en el segundo piso del ala occidental del castillo, aislada del resto de la mansión por medio de una puerta cerrada en la que figuraba una placa con la indicación de PROHIBIDO EL PASO. Había una pequeña sala de quirófano, una sala de recuperación, una sala subestéril y un cuarto de suministros. Vio un armario con la etiqueta «Tetas» y, mientras contemplaba las cajas de color azul pálido apiladas en los estantes, oyó una voz a su espalda que le decía:
- Ésos son los implantes de busto.
Judith se volvió y vio a una delgada joven de unos treinta y tantos años y cabello castaño claro, vestida con camiseta y vaqueros. La joven entró en la estancia sonriendo.
- Las mejillas están aquí -dijo, abriendo un cajón-. Las barbillas y las narices en este cajón; los penes al otro lado. Hola -añadió mirando a Judith-, soy la enfermera Zoey Larson. Usted debe de ser la nueva doctora.
Judith estrechó la mano tendida.
- Encantada de conocerla -dijo.
- Supongo que Simon Jung ya le habrá hablado de mí. Soy enfermera diplomada con experiencia en sala y en quirófano. Llevo aquí desde que se inauguró Star's hace dos años. La clínica es muy tranquila; lo que más tratamos son esguinces causados por la práctica de los deportes, algún que otro trastorno gástrico, sarpullidos e infecciones menores. Vemos también muchos problemas de tipo sexual como infecciones de vejiga y vaginitis. Este lugar hace que la gente se ponga romántica -añadió con una carcajada-. También tratamos problemas respiratorios porque los clientes olvidan que estamos a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Aquí sólo viene la gente guapa. ¡Y, si no es guapa, nosotros la ponemos guapa! Tres cirujanos plásticos de Palm Springs reservan habitaciones para sus pacientes particulares -añadió Zoey, apartándose un mechón de cabello de la cara-. Nos los envían para que les prestemos los cuidados postoperatorios. Del resto se encarga el médico del establecimiento que ahora es usted. Bienvenida a bordo.
- Gracias -dijo Judith, mirando a su alrededor y observando, en la sala subestéril, un cenicero lleno de colillas de cigarrillos.
- Si tiene usted alguna pregunta, tendré mucho gusto en responderla -dijo Zoey-. ¿Había trabajado usted alguna vez en un lugar como éste?
- No, nunca -contestó Judith.
- Esto no es como un hospital de verdad, se lo aseguro. Vemos a muchos personajes famosos, astros del cine y cosas así. Y viene gente que se dedica a asuntos poco claros porque nosotros somos muy discretos -Zoey cruzó los brazos y se apoyó contra un armario-. Casi todos nuestros pacientes están al fondo del pasillo. En la actualidad, tenemos cuatro. Le voy a revelar un secreto, Judith -añadió Zoey, esbozando una sonrisa de complicidad-. Ha encontrado usted un trabajo comodísimo.
Cuando la enfermera se apartó del armario, Judith se vio reflejada en la puerta de cristal y se miró un instante como si viera a una extraña, una mujer de unos cuarenta años, no del todo fea tal vez, con un abundante cabello caoba largo hasta la cintura, recogido en una gruesa trenza. Judith jamás había tenido problemas con su aspecto; lo que siempre le había preocupado era su mente. ¿Sería lo bastante inteligente? ¿Estaría a la altura de las circunstancias? ¿Podría terminar sus estudios de medicina y cumplir los cuatro años de residencia? Para ella lo más importante siempre había sido enfrentarse con los obstáculos mentales y poder superarlos. No le interesaban las proezas físicas sino las hazañas intelectuales. Judith había sido la primera de su promoción y había destacado durante su período de internado y residencia en Michigan. Por esta razón, cuando empezó a ejercer en Green Pines, en el norte de California, le llovieron toda clase de invitaciones de centros médicos y facultades de medicina de todo el país interesados en contratarla. Era una joven que iba a sitios. Ahora era menos joven y había encontrado un sitio. Un sitio comodísimo.
- Aquí lo tendrá todo muy fácil, Judith -le dijo Zoey-. Yo me encargo de casi todo el trabajo de la clínica. El médico está aquí para satisfacer una exigencia legal.
Judith la miró. Zoey tenía una cara agradable y simpática y permanecía tranquilamente de pie con los brazos cruzados como si estuviera atendiendo a una invitada en su casa. Recordó la vez en que le había preguntado a una enfermera de quirófano que la había llamado automáticamente «doctora Isaacs, por qué razón algunas enfermeras se dirigían a las médicas llamándolas por su nombre de pila ya de entrada. La enfermera le contestó:
- Supongo que para ser amables y darles a entender que forman parte de la hermandad femenina.
Pero Judith no estaba tan segura. Por alguna razón, las enfermeras aceptaban la autoridad y la superior categoría de los médicos y jamás se les hubiera ocurrido dirigirse a un médico al que acabaran de conocer llamándole por su nombre de pila. En cambio, cuando veían a una médica, les parecía simplemente que era una mujer como ellas.
Recordando los comentarios confidenciales que acababa de hacerle Zoey, Judith pensó en su entrevista laboral en Star's. No había sido contratada por la propietaria de Star's, Beverly Burgess, a quien ella jamás había visto y a quien todavía no conocía, sino por el apuesto y elegante director general Simon Jung, el cual la había invitado a cenar al Ritz-Carlton de Palm Springs.
- Estamos buscando a un médico a quien no le importe el aislamiento -dijo Jung-. Tendrá usted que vivir en el establecimiento y podría sentirse un poco sola. A su predecesor el doctor Mitgang, tanta tranquilidad le resultó aburrida y por eso esta vez hemos decidido buscar a alguien a quien le guste esta clase de vida y que al mismo tiempo tenga experiencia en la dirección de una pequeña clínica. Si no me equivoco, doctora Isaacs, usted vive en estos momentos en una localidad de montaña. Debe de estar acostumbrada a las lesiones de esquí y todas estas cosas. Veo que no está casada -añadió Simon Jung, estudiando su carta de solicitud.
Judith pensó en su marido Mort y en la última tarde que ambos habían pasado juntos tras catorce años de matrimonio. Mort estaba viendo en la televisión un partido de fútbol americano, y su equipo, que era el de su universidad, no lo estaba haciendo nada bien. Cada vez que fallaba un tanto, su silencio se intensificaba. Judith estaba a punto de colocar una cazuela en el horno. En su lugar, la puso encima del televisor y anunció:
- Te dejo.
El no dijo nada y ella empezó a hacer las maletas. Los Bruins perdieron y Mort y Judith también.
- Estoy divorciada -le dijo a Simon Jung.
- ¿Tiene hijos?
Judith vaciló levemente.
- No -contestó-. No tengo hijos.
- Es un trabajo estupendo -dijo una voz. Judith miró a la joven de treinta y tantos años vestida con camiseta y vaqueros-. Casi todos los empleados viven en el valle y suben cada día con el primer tranvía -añadió Zoey-. Pero yo estoy de guardia las veinticuatro horas del día. No me importa. La paga es fantástica y, como yo soy uno de los pocos empleados que viven aquí en la montaña, puedo utilizar todas las instalaciones del establecimiento… siempre y cuando no les cause molestias a los invitados, usted ya me entiende.
Judith contempló su ancha sonrisa.
Simon Jung le había comentado las ventajas adicionales de que disfrutaría mientras trabajara en Star's: un apartamento en el castillo, comidas en el comedor donde se servían unos platos exquisitos, sirvienta, servicio de habitaciones, un sueldo elevado y muy pocas obligaciones.
- ¿Tiene usted alguna pregunta? -dijo Jung.
- ¿Habrá que atender a algún niño?
- ¿Niño? No. En Star's no está permitida la presencia de niños. De cualquiera que no haya cumplido los dieciocho años.
Eso fue lo que la convenció. Los niños más cercanos estarían en el valle, dos mil quinientos metros más abajo.
- Judy -dijo Zoey-, ¿le apetece conocer a sus pacientes?
- Sí -contestó Judith mirando nuevamente a su alrededor y evitando detener los ojos en su imagen reflejada en el cristal del armario. Quienquiera que fuera aquella mujer, quienquiera que hubiera sido, ya no existía. Judith Isaacs ya no era la otra Judith Isaacs. Había subido allí para enterrarse bajo la nieve y jamás se marcharía-. Quiero introducir algunos cambios y el primero será no fumar -añadió, indicando el cenicero rebosante de colillas-. Y me gustaría que se retirara esta etiqueta -dijo, señalando el armario de las tetas-. Por cierto. ¿tiene usted uniforme?
- Por supuesto que sí, pero aquí no hace falta -contestó Zoey-. Quiero decir que no es una verdadera clínica, ¿comprende? Todos los pacientes saben quién soy.
- Me gustaría que llevara uniforme durante el trabajo -dijo Judith- y prefiero que me llame doctora Isaacs de momento. ¿Quiere que la llame enfermera o señorita Larson?
- Zoey será suficiente -contestó la joven con frialdad-. ¿Alguna otra cosa?
- Quisiera ver a mis pacientes.
- Sí, doctora Isaacs.
Abandonaron la clínica que antaño fuera un complejo de habitaciones para invitados y bajaron por un pasillo cuyas paredes estaban revestidas por unos paneles de madera oscura. Mientras seguía a Zoey con el maletín en la mano, Judith pensó en la escena de la película Jane Eyre en la que 0rson Welles en el papel de señor Rochester le preguntaba a Joan Fontaine: «¿Se desmaya cuando ve sangre?».
- El primer paciente -dijo Zoey deteniéndose delante de una puerta y entregándole a Judith una historia clínica- vino hace una semana para un implante de pecho.
- Querrá decir un implante de mama.
- No, de pecho. El paciente es un hombre.
Nada más verle, Judith reconoció en él al protagonista de una popular serie de televisión. Unos vendajes de compresión le envolvían el torso cual si fuera una momia. Le habían insertado unas almohadillas de silicona en forma de músculo para conferirle el aspecto de un practicante de culturismo; era una variación de los implantes de mama, el último grito en cirugía plástica masculina.
- Nuestro segundo paciente -dijo Zoey mientras ella y Judith bajaban por el pasillo- ingresó hace tres días. El doctor Newton lo operó anteayer y se ha pasado todo el día con muchos dolores. He mandado llamar al doctor Newton por el servicio de altavoces, pero aún no ha contestado.
Judith leyó la historia clínica del paciente. «Señor Smith», decía arriba. No era su verdadero nombre. Cuando leyó su verdadero nombre, se quedó de una pieza. El «señor Smith» era una leyenda de la pantalla, conocido principalmente por sus románticos papeles en películas de aventuras y de espadachines; Judith había crecido con sus películas. Puesto que procedía de una pequeña localidad del norte de California, no estaba acostumbrada a tratar a los famosos.
- ¿Tiene fiebre? -preguntó mientras ambas se acercaban a la habitación.
- Las constantes vitales eran normales hace una hora -contestó Zoey.
- ¿Tiene dificultades de micción?
- No. Supongo que el problema le viene de la incisión, pero no permite que le eche un vistazo.
Judith volvió a estudiar la historia. Según las notas del doctor Newton, el señor Smith tenía sesenta y nueve años, medía un metro ochenta y cinco de estatura, pesaba noventa kilos, estaba bien alimentado y gozaba de buena salud. Tratamiento: liposucción abdominal.
Zoey Llamó a la puerta y dijo:
- ¿Señor Smith? Aquí está la doctora.
Tal como le ocurriera con el primer paciente, Judith se sobresaltó al entrar en la habitación. Esperaba ver un sombrío decorado con una monstruosa cama de cuatro pilares, rodeada por una pesada cortina de terciopelo. Aquellas habitaciones no parecían las propias de un castillo y tampoco parecían habitaciones de hospital, con su papel de pared color melocotón y sus vaporosas cortinas, la blanca alfombra, los elegantes muebles en tonos claros y las pinturas del Suroeste que adornaban las paredes. Pero las sutiles señales hospitalarias estaban presentes: la salida de oxígeno en la pared al lado de la cama, las conexiones para los monitores, el riel del techo para correr la cortina alrededor de la cama y, por supuesto, la cama de hospital.
El hombre incorporado en la cama tenía el cabello plateado, estaba muy bronceado y lucía un pijama de seda con las iniciales bordadas que añadía a la estancia el toque definitivo de distinción.
Judith vaciló durante una décima de segundo. Hubo un tiempo en que aquel hombre había sido su ídolo secreto.
- ¿Quién es usted? -preguntó el hombre con su célebre y refinado acento escocés.
- Soy la doctora Isaacs, la nueva médica residente.
- Esperaré al doctor Newton -dijo el hombre, despidiéndola con un gesto de la mano.
- Estamos tratando de localizar al doctor Newton, señor Smith -dijo Zoey-. Pero tardaremos un poquito. Ha bajado a Palm Springs.
Judith se acercó a la cama y dijo:
- Como en este momento no podemos localizar a su médico personal, señor Smith, tal vez yo pueda ayudarle.
Estando tan cerca de él, veía el fino sudor que le empapaba la frente y la sombra de dolor que le rodeaba los ojos.
- Pero usted es una mujer.
- Zoey me dice que le duele.
- Esperaré al doctor Newton.
Consciente de que Zoey la estaba mirando, Judith añadió:
- Es importante establecer el origen de su dolor, señor… -se detuvo a tiempo antes de pronunciar el verdadero nombre-. Si el dolor lo provoca algún obstáculo a la circulación sanguínea, hay peligro de que se pierda la zona afectada.
- ¿Perderla? -dijo el hombre, mirándola.
- Sí, si una parte del cuerpo no recibe sangre, se muere -Judith levantó la mano derecha y comprimió la base de su dedo meñique-. Tal como ocurre con las congelaciones.
- Dios mío -musitó el hombre-. Supongo que ya debe usted de saber quién soy.
Si, lo sabía. No podía dejar de pensar en su película preferida, aquella en la que él interpretaba a un pirata y Rhonda Fleming era su prisionera involuntaria allá por los años cuarenta.
- Usted es mi paciente y sufre muchos dolores -contestó Judith amablemente-. Permítame, por favor; le echaré un vistazo y veré qué podemos hacer.
- No me siento a gusto con una mujer -dijo el paciente en tono afligido.
- Señor Smith -replicó Judith-, durante muchos años las mujeres han sido atendidas por ginecólogos varones. ¿Le hubiera extrañado que se quejaran?
- Eso es distinto.
- ¿Por qué?
El hombre la miró con recelo.
- ¿Es usted médico de verdad?
Judith esbozó una sonrisa.
- Por supuesto que lo soy. Vaya una pregunta.
- Según la experiencia que yo tengo y que, por cierto, es considerable -dijo el paciente-, los verdaderos médicos no trabajan en sitios como éste. En cruceros, por ejemplo. Si son médicos, ¿por qué no pueden abrirse camino en el mundo real?
- Mire, tanto si lo soy de verdad como si no, yo soy el único médico que hay aquí en este momento -dijo Judith, haciendo una pausa-. Y, además, he estado casada catorce años. ¿Le sirve eso de algo?
Judith le pidió a Zoey que se retirara y después posó el maletín y bajó la sábana del señor Smith hasta justo por debajo del ombligo. Mientras ella le inspeccionaba el vendaje de compresión que le rodeaba la pelvis como una faja, explicándole que buscaba alguna posible hemorragia subcutánea o alguna señal de infección, Smith desvió la mirada hacia la ventana y contempló la suave caída de los copos de nieve y la silueta del bosque alpino que se recortaba contra el cielo nocturno. Hizo un esfuerzo de voluntad para olvidarse del dolor y de la turbación que sentía. «Le prometo -le había dicho el doctor Newton antes de la intervención- que saldrá de aquí con el vientre de un hombre más joven.»
- Qué tortura -exclamó, lanzando un suspiro-. Y todo por la vanidad.
Judith le dirigió una sonrisa de aliento.
- Le administraré algo para aliviar el dolor. Si tuviera alguna molestia, no dude en llamar inmediatamente a la enfermera -dijo, dándole una palmada en el hombro-. Sé que es muy molesto y haré todo lo que pueda por aliviarle. Lo que más nos preocupa son las infecciones y las hemorragias. Es importante que la incisión se mantenga limpia y que el vendaje de compresión no se mueva.
- Soy consciente de la gravedad, doctora -dijo el paciente-. Lo que más me enfurece es mi vanidad. El temor de que la tripa destruya mi fama. En realidad, no tenía tripa, pero empezaba a notar algunos indicios. Por primera vez en mi vida, el ejercicio no me daba resultado. ¿Puede decirme su nombre, doctora?
- Doctora Isaacs -contestó ella, apresurándose a añadir-: Judith Isaacs.
- ¿Me permite que la llame Judith?
- Como usted quiera.
- La enfermera me ha dicho que acaba de empezar en este nuevo puesto. Tengo una curiosidad. ¿Cómo ha aparecido de repente una médica tan experta y preparada? Quiero decir, ¿qué es lo que ha dejado usted a su espalda para atender aquí arriba a la flor y nata de la humanidad?
Judith se acercó la mano al cabello en un nervioso gesto de timidez para asegurarse de que lo tuviera pulcramente trenzado, y no contestó.
- ¿Le importa que le haga una pregunta personal, Judith?
- Depende -contestó ella.
- ¿Qué está haciendo una joven tan bonita como usted en un lugar tan aislado como éste? ¿Por qué no anda por el mundo disfrutando de la vida?
- Ya disfruté de la vida, señor Smith. Ahora quiero probar otra cosa.
- Adivino en usted una cierta reticencia -dijo el paciente, estudiándola con interés.
Judith le miró, recordando la primera vez que le vio a los catorce años en una película en blanco y negro con Olivia de Havilland en una íntima sesión de la televisión. La joven Judith, en plena efervescencia, se enamoró desesperadamente de él.
Y ahora, a su edad, se sorprendió de que pudiera experimentar el mismo impulso sexual.
- Vendré a verle más tarde -dijo, encaminándose hacia la puerta.
- Siento haberla molestado -dijo él-. No sé por qué he sido tan fisgón. Normalmente no suelo hacer preguntas de tipo personal -esbozó una seductora sonrisa levemente alterada por una mueca de dolor-. Y tanto menos en la primera cita.
Judith regreso a la habitación, asombrándose de su propia reacción y al mismo tiempo temiéndola.
- No me alejaré mucho -dijo en un susurro-. Cenaré con mi nuevo jefe; por consiguiente, si tuviera alguna molestia o si («le apetece un poco de compañía», pensó) necesita algo para dormir, llame a la enfermera y dígale que me avise. Estoy de guardia las veinticuatro horas del día.