Día tercero
23
Valle de San Fernando, California, 1959
- Llevo ocho meses sin tener un orgasmo -anunció repentinamente Shirley.
Las agujas de hacer calceta y las páginas hojeadas de las revistas enmudecieron de golpe mientras las demás mujeres de la sala de espera se la quedaban mirando.
- No sé si la culpa es mía o de mi marido -añadió Shirley, hablando con tanta urgencia como si estuviera a punto de tomar un autobús y quisiera decirlo todo antes de subir. Shirley pesaba ciento cuarenta kilos y acudía a la Clínica de la Obesidad de Tarzana desde hacía un mes-. Dick y yo disfrutábamos de una vida sexual muy satisfactoria. Nunca había tenido problemas para excitarme, pero ahora, en cambio… nada.
Sus compañeras la miraron en silencio. Llevaban veinte minutos conversando animadamente desde que Philippa, nada más entrar en la sala de espera, les preguntara:
- Hola, ¿hay alguien aquí que tenga tantas dificultades como yo con esta dieta?
Todas se apresuraron a contestar, pero las confesiones se habían mantenido hasta aquel momento en un plano seguro y absolutamente correcto: una mujer comentó que le apetecía comprarse prendas de vestir más favorecedoras, otra señaló que estaba deseando salir bien en las fotografías. La frase de Shirley había quebrantado una norma y nadie sabía qué decir.
De hecho, muchas de las mujeres ni siquiera sabían de qué estaba hablando, como, por ejemplo, la señora Percy, que tenía setenta años y padecía una artritis tan grave que sus manos parecían cangrejos.
- No sabía que las mujeres pudieran tenerlos -dijo.
Al parecer, había hablado en nombre de todas sus compañeras, pues muchas asintieron con la cabeza en señal de aquiescencia.
- Pues sí, cariño, los tenemos -dijo Shirley- y daría cualquier cosa por saber qué me está pasando. Dick y yo hacemos el amor tan a menudo como podemos, pero después de cinco hijos y de los kilos que he engordado con cada uno de ellos, aquí estoy, completamente desconcertada y sin saber a qué se debe este problema. Le pedí a él que me lo explicara -añadió, señalando con su peinado en forma de colmena hacia el despacho del doctor Hehr-, pero me dijo que no me preocupara -reflexionó un instante contemplando un póster de la pared en el que se mostraba a una mujer obesa a punto de comerse un gran trozo de pastel con un pie que decía: «¡Primero piénsalo!», y dijo un poco más calmada-: A lo mejor, la culpa es mía. No me gusta mi aspecto, quiero decir, mi cuerpo. Cuando nos acostamos, me quedo paralizada. Me avergüenzo de mi grasa.
Cassie Marie dijo a continuación:
- Pues a mí me dan unos calambres muy fuertes cada mes. A veces, ni siquiera puedo levantarme de la cama. Mi ginecólogo me dijo que, a lo mejor, se me aliviarían si adelgazaba unos cuantos kilos.
Cassie Marie pesaba noventa y cinco kilos y cinco minutos antes había comentado que quería adelgazar para salir bien en las fotografías.
- Yo trabajo en un drugstore -explicó Philippa mientras ocho miradas comprensivas se clavaban en ella. Sigue, cariño, suéltalo todo, parecían decirle-. Casi siempre en la sección de cosméticos. El otro día unas chicas no sabían qué clase de polvos comprarse y yo intenté aconsejarlas. Después de cinco años de trabajar allí, conozco muy bien los cosméticos. Pues bueno -añadió, encogiéndose de hombros-, las chicas me miraron y se alejaron, reprimiendo la risa.
- ¡Claro! -dijo Shirley-. ¿Cómo podía una gorda saber nada sobre algo? ¿Y especialmente sobre la belleza?
Unos murmullos de asentimiento se propagaron por la sala de espera mientras Philippa recordaba cómo Rhys solía darle una palmadita en la cabeza cada vez que ella intentaba decirle algo. ¿Le hubiera hecho caso si hubiera estado delgada? ¿Hubiera estado vivo en aquellos momentos si ella no hubiera pesado veinte kilos de más?
La única que no había hablado hasta entonces era Bobbie Ziegler, la que trabajaba en la sucursal del Banco de América situada unas puertas más abajo. Ahora dijo:
- Mi madre murió con tan sólo cuarenta cinco años y pesaba ciento veinte kilos. Yo tengo cuarenta y cuatro años y peso ciento quince. Estoy muy asustada.
- Creo que todas estamos asustadas de una u otra manera -dijo Cassie Marie, reanudando el dibujo en zigzag en tonos marrones y anaranjados de su cubrecama de ganchillo.
Philippa consultó su reloj. Había trascurrido una semana desde su primera vista a la Clínica de la Obesidad de Tarzana y temía enfrentarse con el doctor Hehr.
Tal como ella ya sabía, su primera semana de dieta había sido una pesadilla durante la cual le temblaron las manos, experimentó una sensación de aturdimiento y sudó a mares. Por las tardes, se encontraba tan mal que a veces temía desmayarse. Pero estaba firmemente decidida a seguir el menú del doctor Hehr. Cuando la acosaban los dolores de estómago y los accesos de diarrea, pensaba en su nueva amiga Hannah Ryan que estaba sufriendo el mismo suplicio y se atenía exactamente a las instrucciones, comiendo lo que decía el menú y a las horas indicadas. Pero, al cabo de siete días, sólo había perdido medio kilo.
Ahora les preguntó a las demás qué tal les había ido durante la primera semana y todas le comunicaron unos resultados extraordinarios. Millie Fink había perdido nada menos que cuatro kilos. Sabiendo que el doctor Hehr la acusaría de haber hecho trampa, Philippa esperaba la entrevista con inquietud. Se preguntaba si Hannah habría tenido éxito. No se habían vuelto a ver desde su almuerzo en el Cut-Cost una semana antes; tenían que volver a verse cuando Philippa hubiera hablado con el médico y entonces se pesarían en la báscula del drugstore.
El doctor Hehr la miró con severidad, pero, a pesar de todo, le guiñó el ojo para darle a entender que se preocupaba por ella como un padre y comprendía las debilidades femeninas.
- Me ha engañado, muchachita.
- No es cierto -dijo Philippa-. Seguí la dieta al pie de la letra.
- Mmm -dijo el médico-, lo dudo. Su mente está en otras cosas… en los chicos seguramente. Eso es lo malo de las chicas. No se concentran. No se entregan a nada. Digo que ha hecho usted trampa con mi dieta, Philippa.
- ¡Y yo le digo que no!
El médico se rió.
- A mi no puede engañarme, muchachita. Los hechos hablan por sí mismos. Hubiera tenido que perder más de un kilo esta semana. El promedio de adelgazamiento es de unos tres kilos. Dígame qué ha hecho -añadió, inclinándose hacia delante cual si fuera un bondadoso tío en quien ella pudiera confiar-. ¿Se ha comido unos cuantos dónuts? ¿Se ha detenido en la heladería antes de volver a casa?
- Doctor Hehr, he seguido el menú exactamente tal como estaba escrito. Y la verdad es que quería preguntarle cómo es posible que me siente tan mal.
Las pobladas cejas del médico arrojaron unas sombras sobre sus ojos.
- Mi dieta no tendría por qué sentarle mal. Muy al contrario, tendría que sentarle bien. Mmm -repitió-. ¿Qué quiere usted decir con eso de que le sienta mal? -cuando Philippa le describió los síntomas, preguntó-: ¿Le han hecho alguna vez un análisis por si tuviera diabetes?
- No. Por lo menos, que yo sepa.
- Es una remota posibilidad, pero en eso podría estribar su problema. Toda esta fruta… la fructosa es una forma de azúcar, ¿sabe? Muy bien, procuraremos ir sobre seguro. Aquí tiene el menú de la segunda semana. Si el problema se lo causa la fruta la sustituiremos por verdura. A ver qué tal le sienta. Al salir, pida hora a la enfermera para que le hagan una prueba de tolerancia a la glucosa.
- ¡Todo te lo debo a ti! -exclamó Hannah mientras ambas se acomodaban en el reservado y Philippa le entregaba el menú de la segunda semana. La superficie de la mesa estaba pegajosa, pero se veían las huellas del trapo húmedo con que la habían limpiado-. ¡He adelgazado dos kilos! -añadió Hannah-. ¡No tenía ni idea! Y todo gracias a ti, Philippa. Quiero celebrarlo -sus ojos se desviaron hacia la vitrina del pastel de queso y después se posaron en Philippa-. Pero creo que no debo, ¿verdad?
Philippa sonrió.
- Tú tenias razón -dijo Hannah casi brincando en su asiento mientras sus pequeños pendientes de oro despedían reflejos al compás de los entusiastas movimientos de la cabeza-. ¡Seguir una dieta con una amiga es mucho más fácil! Me he pasado toda la semana con deseos de hacer trampa, pero entonces te imaginaba a ti sentada a la sabrosa mesa de tu casera, pero limitándote a comer tu queso fresco y tu hamburguesa. Hoy me he pasado todo el día pensando en esa báscula que hay junto a la puerta. ¿Y sabes una cosa? No quería decepcionarte. Qué curioso, ¿verdad? No quería que pensaras: bueno, es que esta Hannah es un caso perdido. Y vencí la tentación. ¡Dos kilos! -la imagen de Alan Scadudo danzó alegremente en su mente-. Pero ahora tenemos que descubrir cuál es tu problema -añadió calmándose un poco-. Yo no he temblado ni me he sentido aturdida ni una sola vez; en realidad, jamás en mi vida me había encontrado tan bien. ¿Y si tuvieras diabetes?
- Me sometería a tratamiento. ¿Tú no has tenido ningún problema?
- Bueno, mi madre está furiosa conmigo -contestó Hannah-. Se toma la dieta como un insulto personal porque las dos tenemos el mismo cuerpo y la misma figura. Cree que, si no me gusta mi cuerpo, está claro que tampoco me gusta el suyo y eso constituye en cierto modo una ofensa -echó un vistazo al menú de la segunda semana y dijo-: Repollo el martes y el jueves por la noche, ya veo. Lo único que se puede comer. Pues vaya gracia. Ahora sólo podemos comer una rebanada de pan al día. Menos mal. Aunque todavía hay que comer mucha fruta -miró a Philippa y le preguntó-: ¿Qué vas a hacer?
- Seguiré con la dieta. Comeré más verdura y reduciré la fruta. A lo mejor, en el análisis de sangre descubren algo.
Aquella noche, Philippa sacó su librito encuadernado en tela, el que pensaba regalarle a Rhys en la esperanza de que las máximas que contenía lo salvaran, y escribió: «Nadie está deliberadamente gordo».
Después escribió unos comentarios acerca de sus compañeras de la clínica a las que llamaba «hermanas» en el librito. Empezaba la lista con Shirley y sus temores sexuales y con la señora Percy, que confiaba en mejorar de la artritis gracias a la pérdida de peso, y con Cassie Marie, la que sufría aquellos calambres tan tremendos. Después hablaba de Rhonda, la telefonista que quería estar guapa y no avergonzar a su hija en el día de su boda; de Millie Fink, la propietaria de la tienda de animales domésticos que acababa de divorciarse a sus cincuenta años y estaba deseando volver a salir con hombres; de Thelma, que pensaba que su marido la engañaba; y de la arisca Dottie que, tras hacerse de rogar mucho, había confesado dolorosamente que su marido llevaba años sin tocarla.
Mientras contemplaba la lista sin apenas prestar atención a la banda sonora de la serie Dragnet desde el salón de la señora Chadwick en la planta baja, Philippa empezó a comprender en parte algunas de las más ocultas y graves ramificaciones de la obesidad. Encerrada entre las cuatro paredes de la sala de espera del doctor Hehr, percibió las corrientes de la cólera, el temor, la desdicha, la depresión y, sobre todo, la derrota.
Durante la segunda semana, Philippa perdió dos kilos, y los molestos efectos secundarios se redujeron considerablemente aunque no desaparecieron por completo. Sin embargo, el sábado siguiente, cuando se lo explicó al doctor Hehr, éste le dijo:
- Los resultados de su análisis de sangre son normales. No tiene diabetes ni hipoglucemia, no hay ningún tipo de problema sanguíneo. Quiero que vuelva a comer toda la cantidad de fruta que se prescribe en la dieta.
- Pero es que me sienta muy mal, doctor, casi no puedo trabajar. En el drugstore ya se han dado cuenta.
- Eso son manías, muchachita. Confíe en mí. Su cuerpo se adaptará y entonces me dará las gracias por haberme mostrado inflexible con usted.
Sin embargo, cuando subió a la báscula de la sala de espera al sábado siguiente, después de una semana de hambre constante, anhelos y sensación de debilidad, Philippa se desmoralizó al ver que sólo había adelgazado setecientos gramos.
Se reunió con sus compañeras y se sentó.
- Hola -les dijo, procurando disimular su decepción-. ¿Alguna de ustedes tiene dificultades con esta dieta? A mí no me sienta bien la fruta. Y no adelgazo tanto como ustedes.
- Yo sí tengo problemas, desde luego -contestó Shirley, mirando rápidamente de soslayo a la enfermera, la cual estaba pesando en aquellos momentos a una persona en la báscula-. No puedo comer pomelos. Me producen unos ardores de estómago espantosos. Se lo dije al doctor Hehr, pero me contestó que eran figuraciones mías. Por consiguiente, me los como.
- Mi problema son las espinacas -terció Cassie Marie con su cubrecama anaranjado y marrón ya casi terminado-, no puedo digerirlas. Pero me las como porque no hay más remedio, ¿verdad?
- ¿Saben ustedes cuál es mi auténtico problema? -dijo una recién llegada que se llamaba Miriam y pesaba más de ciento cincuenta kilos. Estaba bordando un lienzo sobre un bastidor y llevaba seis semanas visitando la clínica aunque había tenido que cambiar las visitas del jueves al sábado-. A mí me gusta mordisquear un bocadito aquí y otro allá. Soy así. Pero en esta dieta eso no está permitido. He perdido quince kilos hasta ahora y estoy encantada, pero resulta tremendamente aburrido. Y paso hambre entre las comidas.
- Pero esta dieta también tiene sus ventajas -dijo con optimismo la señora Percy, apoyando las deformadas manos sobre su regazo-. No hay que contar las calorías. Es algo que aborrezco.
Cuando Philippa se reunió con Hannah en el Cut-Cost, ésta le comunicó emocionada que había perdido un kilo más.
- ¡Y todo gracias a ti, Philippa; tenías razón en eso de que necesitamos a un policía que nos controle! Ojalá te fueran mejor las cosas.
- Me irán -dijo Philippa- en cuanto descubra qué es lo que me ocurre.
- Por cierto, una de mis primas, que todavía está más gorda que yo, quiere unirse a nosotras la semana que viene. ¿Te importa?
A Philippa no le importaba en absoluto. Es más, estaba deseando invitar a dos «hermanas» de la clínica a su reunión del Cut-Cost, concretamente a Shirley y a Cassie Marie.
- Creo que no les vendría mal una ayudita -dijo con una sonrisa.
Philippa comprendió consternada que la dieta se había convertido en el centro de su vida. Sólo pensaba en la comida. Antes de iniciar la dieta, se pasaba todo el día sin comer y no experimentaba apetito hasta última hora de la tarde cuando ya faltaba poco para la cena. En cambio, ahora que empezaba la jornada con un zumo, una rebanada de pan y una fruta, a las nueve de la mañana ya se moría de hambre. Y se pasaba las tres horas siguientes pensando en el queso fresco y el huevo duro que la esperaban en el frigorífico de la sala de los empleados. La cena era la mejor comida de la dieta del doctor Hehr porque en ella estaba permitido comer doscientos gramos de carne, cuya modalidad se especificaba: un día se podía comer cordero, otro carne picada de ternera… y cantidades ilimitadas de verduras. Philippa aprovechaba esta posibilidad y alargaba la cena hasta última hora de la noche, comiendo zanahorias y judías tiernas mientras estudiaba y hacía los deberes.
Hannah se presentó con su prima al siguiente almuerzo en el Cut-Cost y Philippa acudió en compañía de otras tres pacientes de la Clínica de la Obesidad. Eligieron el reservado más grande, pero, aun así, tuvieron que apretujarse. Se intercambiaron secretos y confidencias y se despidieron afirmando que se sentían mucho mejor que cuando salían del consultorio del doctor Hehr. A la semana siguiente, las ocho hermanas que tenía Philippa en la clínica quisieron acompañarla al Cut-Cost y la prima de Hannah, que había adelgazado un kilo y medio, acudió con dos amigas. No tuvieron más remedio que trasladar su reunión del almuerzo al Denny's de unas puertas más abajo, pues allí se podían juntar las mesas individuales para acoger a un grupo más numeroso. Hannah se ofreció voluntariamente a pasar a máquina los menús para las que no iban a la clínica, puesto que en su lugar de trabajo tenía acceso a una estupenda máquina de escribir eléctrica.
Durante la quinta semana en que sólo perdió setecientos gramos, Philippa se dio cuenta de que, aunque el doctor Hehr les entregaba cada semana un nuevo menú, en realidad, siempre era lo mismo… un aburrido ciclo de queso fresco, verduras y fruta con pequeñas cantidades de carne y de pan, pero siempre pan de trigo y siempre hamburguesas o chuletas de cordero. Y, puesto que el principal problema que compartían las amigas del sábado era el de las ansias desmesuradas de comer otras cosas («Antes preferiría morirme que vivir de esta manera», dijo una de ellas, amenazando con dejarlo hasta que todas las demás la convencieron de que no lo hiciera), Philippa decidió una noche analizar a fondo la dieta de la Clínica de la Obesidad de Tarzana.
Y resultó que todo se reducía a una vulgar dieta de adelgazamiento de mil doscientas calorías.
¿En qué estribaba, por tanto, su magia? ¿Por qué razón los menús del doctor Hehr resultaban tan distintos y eficaces?
Philippa analizó con más detenimiento la dieta y descubrió que todos los alimentos pertenecían a cinco categorías (fruta, verduras, productos lácteos, carne y pan) y, utilizando un contador de calorías que se había comprado, observó que, aunque las raciones de alimentos de cada grupo eran de distinto tamaño (por ejemplo, la media taza de remolacha que un día había que tomar a la hora del almuerzo y la zanahoria que se debía comer al día siguiente), los valores calóricos eran siempre los mismos.
- Las calorías ya nos vienen contadas -les explicó a sus compañeras, que, al sábado siguiente, ya eran catorce. Ocuparon medio comedor privado del Denny's y almorzaron a base de ensalada y queso fresco mientras Philippa comentaba los descubrimientos que había hecho a lo largo de la semana-. Ésa es una de las razones por las cuales la dieta del doctor Hehr es tan sencilla. No tenemos que contar las calorías.
- Pero hay ciertos problemas -dijo Hannah, la cual seguía teniendo dificultades con el repollo.
Había pasado un momento muy embarazoso junto al teletipo en presencia del señor Scadudo y rezaba para que éste hubiera pensado que el inoportuno ruido había surgido de la máquina.
- Lo sé -dijo Philippa-, por eso he llevado la fórmula un poco más lejos. He pensado: ¿qué ocurriría si comiera judías verdes en lugar de repollo a la hora de cenar, siempre y cuando el número de calorías fuera el mismo? ¿Y qué pasaría si, en lugar de comer medio pomelo al tercer día, me comiera una naranja? ¿Y por qué la cantidad ilimitada de verdura a la hora de la cena no se puede ampliar a todo el día? Tiene su lógica, ¿no os parece?
Decidieron hacer el experimento.
Al día siguiente, Hannah llegó a Halliwell y Katz una hora antes, cuando todavía no había nadie. Utilizando la máquina de escribir eléctrica del despacho de la nueva secretaria del señor Katz, mecanografió los cinco grupos de alimentos junto con la lista de los alimentos autorizados en la dieta y sus cantidades correspondientes. La lista del pan era la más corta, pues sólo decía: «Pan de trigo, una rebanada». La lista más larga correspondía a las verduras en cantidad ilimitada, con veinte variedades. Copiando las notas de Philippa, Hannah mecanografió la cantidad de cada lista que estaba autorizada cada día; por ejemplo, dos rebanadas de pan de trigo, tres frutas, dos selecciones de las listas de la carne y el pescado y así sucesivamente. Lo leyó y se dió cuenta de que Philippa tenía razón: seguía siendo básicamente la dieta del doctor Hehr, pero más flexible y cómoda. Y mucho más variada.
Entregó las copias al grupo al sábado siguiente en que dieciséis mujeres se reunieron en el Cut-Cost para pesarse en la báscula y después se dirigieron al Denny's para celebrar lo que ellas llamaban la «reunión del almuerzo». Allí acordaron probar la dieta modificada y ver qué ocurría.
Pero aún no se había resuelto el problema de la depresión y la desmoralización. Para algunas, los kilos perdidos no eran suficientes, a otras los resultados no les habían aportado la felicidad o la solución a los problemas que ellas esperaban. Muchas componentes del grupo se habían basado en la premisa: "Si pudiera adelgazar, entonces… podría conseguir tal empleo: me podría casar; podría ser rica; podría ser feliz». Otras se hallaban bajo los afectos del aborrecimiento de sí mismas. Miriam ya no soportaba ver la báscula, pues su peso se había estancado en los ciento cincuenta kilos, por cuyo motivo tomó su labor de punto y regresó a casa. Thelma decidió dejarlo y anunció que acudiría a un asesor matrimonial. La señora Percy se dió simplemente por vencida.
Mientras Philippa y Hannah examinaban la ropa interior de la Monica's OVerweight Shop estudiando con recelo las fajas y los sujetadores, las únicas prendas que Hannah no sabía confeccionar, Philippa dijo:
- Aquí falla algo. Un menú dietético no es suficiente. Necesitamos algo más. Algo que nos ayude a seguir adelante cuando sintamos la tentación de dejarlo.
Ambas amigas se detuvieron ante unos percheros en los que se exhibían unas fajas Playtex 18 Horas. La nueva lencería de encaje que estaba empezando a ponerse de moda todavía tardaría algún tiempo en llegar a Monica's.
- Yo he observado una cosa -dijo Hannah, dudando entre si comprarse o no una nueva faja. Su talla era la cuatro, la más corriente del país, pues ninguna mujer, por delgada que estuviera, se hubiera atrevido a salir sin faja-. Cuando tú le das al grupo una de tus charlas de animación, cuando les hablas de la necesidad de creer en sí mismas y todas estas cosas, siempre se marchan más eufóricas y más dispuestas a hacer lo que sea. Pero, al sábado siguiente, ya se han desanimado. ¿Por qué no nos escribes unas palabras de aliento que podamos llevar en el bolso tal como llevamos las fichas del menú?
Philippa eligió algunas palabras de estímulo de su diario encuadernado en tela y se las entregó a Hannah, la cual las pasó a máquina en unas fichas de ocho por quince centímetros durante la hora del almuerzo. Cuando pasó por su lado el señor Scadudo y, mirándola con una sonrisa, hizo un comentario sobre «nuestra pequeña y diligente señorita Ryan», Hannah se ruborizó y comprendió que su compañero acababa de galantearla por vez primera.
Durante la reunión del almuerzo en cuyo transcurso la camarera, acostumbrada a la presencia de aquel numeroso grupo de mujeres, distribuyó pacientemente las bandejas de ensalada y otros alimentos de régimen, Hannah repartió menús a las que no utilizaban los servicios de la clínica y Philippa repartió tarjetas de 8 por 15 centímetros en que se habían mecanografiado tres frases:
«Cree en ti misma.»
«Tú eres una persona especial.»
«Puedes cambiar de vida cambiando de actitud.»
- Yo me como los pomelos de postre -dijo Cassie Marie-. Espolvoreo medio pomelo con canela y lo coloco un minuto en la parrilla. Queda bastante bueno.
De pronto, otras empezaron a proponer recetas. Las habían probado sin rebasar los límites de la dieta, pero no se habían atrevido a confesarlo.
Hannah, pensando que el milagro de la multiplicación de los panes y los peces debió de comenzar de aquella manera, anotó todas las recetas propuestas para pasarlas a máquina y distribuirlas a la semana siguiente.
Philippa redujo su consumo de fruta a una manzana cada noche. La primera semana adelgazó dos kilos y, a la siguiente, dos y medio. Se pasaba todo el día comiendo verdura.
Mientras abría el archivador que había junto al escritorio de Hannah, Ardeth Faulkner miró a su compañera con expresión burlona y le dijo:
- Nunca te había visto comer tanto. Yo pensaba que querías adelgazar. Como sigas comiendo de esta manera, jamás lo con-seguirás.
Hannah estaba comiendo zanahorias con apio. Se encontraba al final de la segunda semana de su dieta de prueba y había perdido dos kilos más. Pero no dijo nada. Contemplaba al señor Scadudo, el cual, sentado junto a su escritorio con el teléfono pegado al oído, estaba hablando muy excitado sobre unos valores extrabursátiles que habían subido dos puntos. Al parecer, tenía participaciones en ellos. Ardeth le estaba diciendo que «la comida a todas horas engorda», pero ella sólo podía pensar en el día en que el señor Scadudo la vería finalmente como una mujer delgada. Sus labios eran muy bonitos, o eso creía ella. Aunque su experiencia en besos se limitara a un desafortunado baile estudiantil llamado Sueño Tropical al que había asistido en compañía de su pegajoso primo Alvin, su imaginación le decía que la experiencia debía de ser muy agradable con un hombre que supiera lo que se llevaba entre manos. Por consiguiente, no le hizo el menor caso a Ardeth y siguió masticando zanahorias mientras contemplaba los ajustados pantalones que moldeaban aquellas apretadas nalgas.
En la reunión del sábado, que tuvo que celebrarse en casa de Hannah porque seis mujeres que seguían la dieta se presentaron con unas amigas y en el Denny's ya no cabían, todas estuvieron de acuerdo en que la dieta experimental resultaba eficaz, pero seguía siendo muy aburrida. Philippa se puso a trabajar y le confirió más variedad, añadiéndole fresas (media taza), piña (una cuarta parte del fruto) y pan de centeno para romper la monotonía del pan de trigo.
A la semana siguiente, ella había perdido un kilo, Hannah setecientos gramos y el grupo, integrado ahora por veintidós mujeres, se entusiasmó tanto con la dieta que Philippa tardó cinco minutos en restablecer el orden.
Al final, Philippa le dijo al doctor Hehr que lo dejaba. El hecho de que Dottie, Millie Fink y otras ya lo hubieran dejado no pareció preocupar al médico lo más mínimo, pues su sala de espera rebosaba de nuevos y confiados pacientes.
- Bueno -dijo alegremente-, no me ofendo. Ustedes las chicas siempre creen que pueden hacer estas cosas por su cuenta. Y lo que no comprenden es que necesitan a alguien que las ponga en cintura y las obligue a no hacer trampa.
- Yo he adelgazado, doctor Hehr. Y he mejorado la dieta.
- Eso lo dudo mucho, jovencita. Hoy en día todo el mundo se considera un experto.
Cuando Philippa quiso mostrarle su lista mecanografiada, el médico la rechazó con un gesto de la mano y le dijo.
- Volverá. Le aseguro que muy pronto se sentará de nuevo en esta silla.
Una tarde de finales de noviembre en que el mercado bursátil estaba muy agitado y en las oficinas de Halliwell y Katz de Ventura Boulevard reinaba un gran ajetreo, Ardeth Faulkner se acercó al escritorio de Hannah y le dijo:
- No exageres con esta dieta que estás siguiendo, cariño. Ya estás bien tal como estás. Ahora tendrías que detenerte. No conviene que adelgaces demasiado.
Después pasó Renata, la telefonista y dijo:
- Estás adelgazando demasiado. Tienes que pensar en tu salud. ¿Detenerme ahora?», pensó Hannah. «¿Ahora que peso ochenta y cinco kilos?»
Aún tenía que adelgazar unos veinte kilos más.
Al otro lado de las montañas de Santa Mónica, Sheri, la camarera del mostrador que ganaba el doble que Philippa porque podía ponerse el uniforme, se acercó a su compañera en la sección de Remedios Fríos donde ésta se hallaba colocando las cajas de aspirina en los estantes y le dijo:
- ¿Te encuentras bien? Te veo tremendamente delgada. Tendrías que ir al médico.
Durante la reunión del sábado en la cual veintinueve mujeres de todas las edades, formas y tamaños cruzaron la cocina de la perpleja madre de Hannah para subir a la báscula del cuarto de baño y festejar con gritos sus éxitos de aquella semana, Hannah y Philippa contaron aquellas historias sorprendentemente similares.
- iQuieren que estemos gordas -dijo Shirley- porque, de esta manera, nos pueden mirar por encima del hombro!
Shirley había adelgazado diez kilos y su cuñada ya no le dirigía la palabra. Pero ella había recuperado los orgasmos.
Una mañana, Hannah Llegó a su lugar de trabajo y, mientras avanzaba apresuradamente por el pasillo, el señor Driscoll, el que un día había querido estafarle el precio de un bocadillo, la asió por la muñeca y le dijo:
- Está usted muy guapa, nena.
Para entonces, Philippa ya había ampliado la lista del pan y en ella figuraban, entre otras variedades, medio bagel, que era como una especie de rosca, y media barrita de bocadillo; a la lista de productos lácteos había añadido treinta gramos de queso semicurado, y la lista de carnes incluía una chuleta de cerdo y una salchicha de Frankfurt. La variedad facilitaba el seguimiento de la dieta y Philippa había bautizado aquellas recetas intercambiables con la denominación de «intercambios». Ya nadie del grupo se aburría y ya no había problemas con los indigestos repollos o con los temblores provocados por la fruta. Cuando experimentaban algún momento de desaliento, leían los aforismos de Philippa como, por ejemplo, «Lo que pienses, eso serás», y seguían adelgazando.
Tal como le ocurría a Hannah, la cual liberó su muñeca de la presa del señor Driscoll y siguió avanzando hacia la «jaula» donde observó por primera vez que el señor Scadudo la estaba mirando.
Tras adelgazar veinte kilos, Philippa se presentó al señor Reed, el gerente del Cut-Cost, para pedirle un ascenso y un aumento de sueldo, alegando que llevaba allí casi seis años y se lo había ganado y, además, la bata de color de rosa le colgaba por todas partes. El gerente le dijo que no y entonces ella se fue, devolviéndole la bata.
Hannah acudió a una agencia de empleo y rellenó unos impresos. Había adelgazado quince kilos y todavía le sobraban diez. Una semana más tarde la entrevistaron para un puesto de secretaria de dirección en la empresa McMasters and Sons de Sherman Way en Reseda. Le ofrecían 450 dólares mensuales y podía empezar en cuestión de dos semanas. Era más de lo que ganaba la secretaria del señor Katz. Lamentaba tener que dejar al señor Scadudo, pero necesitaba el dinero para poder estudiar en la Academia Greer. Se pasó un día analizando los pros y los contras y, al final, el trasero de Alan perdió la partida.
Hannah y Philippa decidieron alquilar un apartamento juntas en el Valle, puesto que todas las componentes del grupo vivían en Encino, Tarzana o Woodland Hills. Philippa consiguió un empleo como ayudante del encargado del Fox's Drugstore de la calle White Oak de Encino y tuvo que decirle a la señora Chadwick que se marchaba.
La señora Chadwick, que ya lo esperaba cuando vio que Philippa adelgazaba sus primeros diez kilos, le dio un abrazo, le regaló un caniche de peluche azul cielo con una cinta amarilla alrededor del cuello y le dijo:
- Llegarás muy lejos, cariño. No me vayas a olvidar. Me gustaría que me vinieras a ver de vez en cuando.
A la primera reunión que celebraron en su apartamento de Collins Street detrás de Ventura Boulevard asistieron treinta y cuatro mujeres, muchas de las cuales ya estaban con ellas en los primeros tiempos en que se reunían en un reservado color turquesa del Cut-Cost; las demás eran amigas y parientes que se habían incorporado más tarde. Todas estaban mucho más delgadas y se sentían más felices.
Era una calurosa noche del Valle en la que se aspiraba en el aire el perfume de azahar. Las mujeres estaban sentadas en sillas, en el sofá o en el suelo o bien permanecían de pie, apoyadas contra la pared tras haberse pesado. Philippa entregó la dieta a las nuevas y Hannah distribuyó las recetas y el último mensaje de animación («Mantén la cabeza erguida para que la gente se entere de lo que vales»). Todas estaban tremendamente emocionadas, soñando con sus futuros éxitos.
- Necesitamos un nombre -dijo la prima de Hannah. Llevaba con ellas desde el principio, había adelgazado dieciocho kilos y había encontrado al hombre de su vida-. No podemos seguir llamándonos simplemente «el grupo».
Otras intervinieron, llenando el cálido y perfumado a¡re con sus sugerencias. Transcurrieron uno o dos minutos antes de que Philippa se diera cuenta de que estaba sonando el timbre de la puerta.
Fue a abrir y se encontró con una gruesa joven que llevaba un niño apoyado en la cadera una enorme bolsa de lona colgada del otro hombro. Su cabello pajizo formaba una nube alrededor de su cabeza y la brisa nocturna agitaba una especie de holgada túnica de un llamativo color amarillo limón. Philippa pensó que era alguien que pretendía incorporarse al grupo pero, cuando estaba a punto de invitar a entrar a la desconocida, algo la indujo a detenerse y estudiarla con más detenimiento.
La mujer del umbral también se la quedó mirando. Después le dijo:
- ¿Chulita?
- ¿Ricitos?
- ¡Dios mío! -exclamaron ambas al unísono, abrazándose como pudieron por encima del niño y de la enorme bolsa. Después empezaron a reírse y a hablar a la vez:
- ¿Cuándo…?
- ¿Dónde…?
- Te escribí…
- Dejaste de escribirme…
- ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Philippa.
- Conservaba tu dirección de Hollywood -contestó Ricitos-. Fui allí y tu casera me dijo dónde vivías.
- ¡Ricitos, no puedo creerlo! ¡Pasa!
- No, tienes compañía y mi marido me está esperando…
- ¡Tu marido!
- Me casé. Tenemos un hijo. Éste es Nathan.
Ricitos levantó al bebé y Philippa lo tomó en brazos, sorprendiéndose de la repentina oleada de emociones que experimentó. En cierta ocasión había calculado que entre el momento en que la señora Chadwick le dijo que estaba embarazada y el momento en que sufrió el aborto, habían transcurrido unas doce horas. Tuve un hijo durante doce horas. Fui madre durante medio día.»
- ¿Estás de visita en California o qué? -preguntó, temiendo sostener demasiado tiempo en sus brazos al hijo de Ricitos.
- ¡Nos hemos trasladado a vivir aquí! Vivimos en Tarzana, en la Avenida Hacienda. Oh, Chulita, ¿no te parece maravilloso? ¡Dios mío, estás guapísima!
- Tú también. ¡Ahora eres rubia! ¡Qué bonito cabello tienes!
- Encontré la manera de estirármelo y de librarme de aquel color tan horrible que tenía.
Philippa observó que, aunque hubiera engordado mucho, Ricitos tenía unos rasgos muy hermosos.
- Estás muy guapa, Ricitos -le dijo con toda sinceridad.
- Aprendí a maquillarme en la escuela de arte dramático. ¡Lo hago tan bien que hasta una persona fea como yo resulta presentable!
- Tú nunca fuiste fea -dijo Philippa, observando con cierto retraso que, bajo el maquillaje, Ricitos tenía un ojo amoratado y que, en la parte superior de su brazo, se veía un cardenal amarillo verdoso del tamaño de un pulgar-. ¿Qué te ha pasado, Ricitos?
- ¿Te refieres a eso? Bueno, es que soy muy torpe. ¡Me caí por una escalera!
Justo en aquel momento, una voz masculina gritó desde un viejo Ford estacionado en la calle:
- ¡Vamos, Gordinflona! ¡No puedo pasarme aquí toda la noche!
- ¿Quién es? -preguntó Philippa.
Ricitos soltó una risita para disimular su turbación.
- Es Ron, mi marido. Estaba delgada cuando le conocí, pero, cuando nació el niño, engordé.
Philippa estudió a su vieja amiga. Gordinflona la había llamado su marido.
- Bueno, tiene razón -dijo Ricitos tomando nuevamente a su hijo en brazos-. Parezco una vaca.
- Pasa, Ricitos, por favor.
- No -dijo Ricitos, pero, cuando miró hacia el salón lleno de sonrientes mujeres que conversaban entre sí, su rostro adquirió la expresión propia de una persona que se estuviera muriendo de frío y deseara entrar en un lugar caldeado-. Tienes compañía -añadió.
- Es mi grupo dietético.
- No me digas. ¿Un grupo dietético? Qué buena idea. ¿Da resultado? Supongo que sí… tú estás hecha una sílfide.
- ¿Por qué no te unes a nosotras?
- No puedo -contestó Ricitos, mirando nerviosamente hacia el automóvil estacionado junto al bordillo.
- Estamos tratando de encontrar un nombre -dijo Philippa.
- Oye, ¿no te acuerdas del grupo de las Starlets? Tú siempre tuviste una habilidad especial para encontrar nombres y para reunir a las personas y lograr que se encuentren a gusto. Pero a este grupo no puedes llamarlo Starlets, claro.
- Necesitamos un nombre que suene bien -dijo Philippa, pensando que ojalá Ricitos pudiera incorporarse al grupo junto con aquel chiquillo envuelto en pañales.
- ¿Qué tal Starlight? -dijo Ricitos, soltando una carcajada y tarareando la célebre melodía Stella by Starlight.
- ¡Oye, Gordinflona! -gritó el del coche-. ¡Te he dicho que vengas ahora mismo!
- Tengo que irme. Aquí tienes mi teléfono -dijo Ricitos, deslizando un trozo de papel hacia la mano de Philippa-. Llámame, pero espera al martes. ¿De acuerdo?
- ¿Qué pasa el martes?
- Es el día en que Ron no está en la ciudad.
- Oh, Ricitos -dijo Philippa en voz baja.
- Oye, preferiría que no me siguieras llamando así. Porque yo ya no soy Ricitos, ¿verdad?
- No, por supuesto -dijo Philippa-. Perdona -después se preguntó cómo iban a aclararse con los nombres, pues se los habían intercambiado hacía casi seis años- ¿Ahora te llamas Christine Singleton?
- No. Lo utilicé durante algún tiempo, pero dejé de llamarme Christine cuando me casé y me exigieron el certificado de nacimiento. Pedí a casa que me enviaran una copia y creo que mi nombre de pila sigue siendo legalmente Philippa, qué curioso, ¿verdad?, aunque todos mis amigos de Nueva York me llaman con un apodo que me gusta bastante. Es un derivado de mi apellido de casada, que es Charmer. Todos me llaman Charmie.