32
Frieda Goldman estaba deprimida. Deprimida, decepcionada y simplemente furiosa. Sentada en el salón de aquella caseta tan semejante al pabellón de caza de un millonario, contempló con expresión enfurruñada el hermoso sol de última hora de la tarde a través de los pinos y pensó: ¡cuánta nieve! La odiaba. Aquella mañana salió a dar un paseo para que las doncellas pudieran limpiar y, al regresar, encontró las ventanas abiertas y recordó lo que solía decir Jake, su marido, que era del Este:
- ¡Cómo son estos californianos! ¡En verano cierran las ventanas y en invierno las abren!
A Jake le encantaba la nieve. Le hubiera gustado mucho Star's.
A ella también le hubiera gustado si el asunto que se llevaba entre manos con Syd Stern no hubiera fallado. ¡Cómo había podido Bunny hacer semejante barbaridad!
Frieda no podía reprocharle nada a la pobre chica tras haber perdido el Oscar y haber sido objeto de tantas críticas… Un director de reparto había llegado a decir:
- Su última película ha sido un fracaso. No le van a dar ningún papel. Sería mejor que se fuera a trabajar en un circo.
Bueno pues, ahora Bunny, con su nueva y fabulosa imagen, ya no tendría que trabajar en ningún circo. Frieda sabía que había tenido que hacer acopio de mucho valor para someterse a tantas intervenciones quirúrgicas y experimentar aquel cambio radical. La sola liposucción del vientre y los muslos era algo extremadamente doloroso y debilitante. Pobre Bunny, pasar por tantos meses de tortura, dejar que le arrancaran las muelas finales, a pesar de que estaban totalmente sanas, para que se le suavizara el óvalo de la cara y descubrir que no le había servido de nada. No sólo no le había servido de nada, sino que le había costado uno de los contratos más fabulosos de la más reciente historia cinematográfica. Y, por si fuera poco, recordando que, a la vista de su sorprendente cambio, Frieda se había desplomado al suelo desmayada, Bunny temía ahora cuál pudiera ser la reacción de su padre cuando la viera: el poderoso e importante Bernie Kowalski era una especie de coco para su hija.
Frieda se levantó para dirigirse al bar y se preparó un zumo de naranja con una generosa dosis de vodka.
Menuda mañanita había tenido. Primero tuvo que llamar a Syd para explicarle las metamorfosis de Bunny y Syd le había contestado:
- Bueno pues, me parece muy bien, Frieda, y me alegro mucho de que esté tan guapa, pero a mí no me sirve. Lo siento.
Después llamó al concesionario de Lamborghini para anular el pedido de un Diablo de doscientos mil dólares. Y más tarde regresó al castillo con la intención de devolver el abrigo de visón de doce mil dólares.
Esto último le dio tanta pena que, al final, decidió quedarse con el abrigo.
También pensaba quedarse un par de días más en la cabaña. De hecho, su intención era marcharse aquella mañana y regresar a su despacho de Los Ángeles para reanudar su habitual actividad con los contratos. Sin embargo, al entrar en el soberbio vestíbulo de aquel castillo digno de la Bella Durmiente y contemplar algunos de los objetos personales de Marion Star y oír la música y ver las luces navideñas y sentir el calor de aquellas gigantescas chimeneas mientras pasaba por su lado el sonriente joven del esmoquin, Frieda se sintió atraída por la magia de aquel lugar.
Era curioso; Star's resultaba tranquilo y ruidoso a un tiempo. No acababa de entenderlo; había muchos clientes examinando los artículos de las boutiques, preguntándose quién habría asesinado a Ramsey o tomando bebidas calientes junto a la chimenea, pero la atmósfera era muy reposada: el suave murmullo de los ricos y refinados. Le hacía recordar la vez que ella y Jake se habían alojado en el Plaza de Nueva York. El Patio de las Palmeras era muy parecido… lleno de gente, pero extrañamente silencioso. Allí en Star's se aspiraba en el aire una magia vagamente seductora que indujo a Frieda a desear quedarse un poco más en la cabaña a pesar de que en principio no tenía intención de alargar su estancia ni un solo día más. Y ahora allí estaba ella… sentada en un pabellón de caza de los años treinta con astas de ciervo sobre la chimenea y alfombras de piel de oveja en el suelo y unas lustrosas paredes de troncos auténticos, un pabellón que Marion Star había construido para sus invitados aficionados al aire libre y en el cual se decía que una vez se había alojado Douglas Fairbanks… pero, aun así, ella se sentía deprimida.
Se le había partido el corazón de pena al ver el nuevo y hermoso rostro de Bunny pasar de la alegría al sobresalto y, finalmente, a las lágrimas mientras ella le explicaba el propósito de su visita. La pobre chica se había llevado tal disgusto que, en determinado momento, hasta pareció querer destruir su recién adquirida belleza y volver a recuperar su antigua vulgaridad. Frieda trató de consolarla, pero ¿qué podía decirle? ¿Que ahora su aspecto era como el de tantas otras jóvenes del mundo del cine y ya no era única; que tendría que luchar a brazo partido para conseguir algún papel porque su competencia se había multiplicado por mil?
Frieda se acercó nuevamente a la ventana y volvió a contemplar el paisaje mientras se preguntaba si merecía la pena visitar una vez más a Bunny. Pero ya no tenía nada que decirle. Bunny estaba triste porque la sorpresa que le había preparado a Frieda no había obtenido el resultado que ella esperaba y porque había perdido el fabuloso contrato con Syd Stern. Pero también porque su padre acudiría a recogerla en cuestión de dos días para llevarla a casa y ella temía su reacción ante su nuevo aspecto.
- Frieda -dijo entre sollozos-, jamás en mi vida he conseguido agradarle, siempre le he decepcionado. ¡Pensé que, si fuera guapa, conseguiría complacerle! Pero ¿y si me mira como tú y piensa que ahora no soy más que una de tantas actrices de Hollywood?
Frieda no supo qué contestarle. Pero era cierto; Bunny se había convertido ahora en un simple clon de Hollywood.
Cuando vio que las sombras empezaban a alargarse y que el día ya estaba muriendo, Frieda pensó en la inminente velada. ¿Qué haría a la hora de cenar? ¿Llamar al servicio de habitaciones? La idea de cenar sola en la cabaña no la atraía. Podía llamar a Bunny, pero ésta había dicho que quería estar sola. En el castillo había tres comedores…
El castillo. Donde las personas parecían deslizarse bajo el centelleo de las arañas de cristal y, entre ellas…
¡Santo cielo!, ¿de dónde había surgido aquella idea?
Frieda volvió a recordar la morena belleza aceitunada del joven vestido de esmoquin y la sonrisa que éste le había dirigido aquella mañana, la misma sonrisa que en dos ocasiones anteriores. Al pensar en él y recordar aquellos grandes ojos castaños semejantes a bombones de chocolate, experimentó de nuevo aquella extraña sensación interior de sus años de instituto y se rió para sus adentros. Las hábiles y duras agentes de cincuenta y tres años no se engañaban pensando que podían mantener una relación con varones de veinticinco años tan pecaminosamente guapos como una versión sudamericana de George Raft. A no ser que el joven cobrara por ello.
Le dio un vuelco el corazón y se puso repentinamente nerviosa. Porque, de repente, comprendió lo que iba a hacer.
- No lo creo -murmuró mientras tomaba el teléfono y marcaba el número del comedor principal, el de la alfombra verde oscuro, con sus discretos reservados y su pianista que interpretaba piezas de Mozart y Chopin. El comedor en cuyo menú no figuraban los precios.
- ¿Oiga? -dijo-. Aquí Frieda Goldman. Estoy en la habitación…
- Sí, señora -contestó la refinada voz masculina-. Tengo el número de su habitación. ¿En qué puedo servirla?
¿Cómo se las arreglaban para conocer el número de la habitación de un comunicante?
- Quisiera hacer una reserva de mesa para la cena de esta noche. ¿Sobre las ocho podría ser?
- Por supuesto, señora.
- Pero… tengo un pequeño problema -no podía creerlo: lo
iba a hacer de verdad-. No me gusta cenar sola. No sé si podría…
- Por supuesto, señora. Me encargaré de buscar a otro cliente que…
- En realidad -Frieda apretó con tal fuerza el teléfono que sintió latir su pulso en las yemas de los dedos. Aquello era ridículo. Toda aquella historia de los acompañantes… no podía ser cierta-, no quería cenar con otro cliente -respiró hondo-. Bueno pues, no importa…
- Comprendo, señora. El hotel le proporcionará un acompañante para la cena si lo desea.
Frieda contuvo la respiración. Dios mío.
- Sí, de acuerdo… me parece muy bien.
- ¿Prefiere la señora a un caballero?
Frieda frunció el ceño. ¿Y qué otra cosa iba a ser? ¿Un palurdo? Entonces comprendió que el empleado se refería al sexo del acompañante.
- Un caballero me parece bien -contestó, colgando rápidamente el aparato mientras pensaba: Frieda Goldman, ¡no estarás hablando en serio!
Judith Isaacs entró en la cálida atmósfera del vestíbulo, donde los conserjes y las chicas del guardarropa la saludaron con la familiaridad propia de los compañeros de trabajo, a pesar de que aquélla era sólo su tercera velada allí. Mientras pasaba por delante del iluminado letrero donde se anunciaba el baile de Navidad que se celebraría dos días más tarde y después del cual el señor Smith abandonaría Star's, vio a Simon Jung junto a una de las chimeneas, enfrascado en una conversación con Robert De Niro. ¿Cuánto tardaría, pensó Judith, en acostumbrarse a la presencia de los famosos?
Al llegar a la clínica situada en el segundo piso, se quitó la chaqueta y, sacudiendo la larga trenza, oyó a Zoey hablando por teléfono desde la sala esterilizada.
- Sí, señorita Kowalski -estaba diciendo la enfermera-, voy en seguida. No se preocupe.
Al ver aparecer a Judith en la puerta, Zoey dejó bruscamente de sonreír y colgó el aparato.
- ¿Ha habido algo en mi ausencia? -preguntó Judith, experimentando los efectos de las dagas de rencor que le lanzaban los ojos de la enfermera.
Previamente, Judith le había preguntado a Zoey si sabía algo sobre el reportaje de un periódico sensacionalista a propósito del señor Smith y de la operación secreta a que se había sometido.
- Sé que las publicaciones de esta clase pagan mucho dinero a cambio de informaciones sensacionalistas sobre los astros del cine -le había dicho a la enfermera, estudiando detenidamente su reacción.
- ¿Por qué me lo pregunta? -replicó la enfermera, a la defensiva.
- Porque muy pocas personas del hotel saben que está aquí. Y menos todavía saben por qué ha venido.
- La filtración podría proceder del consultorio del doctor Newton -dijo Zoey, apartándose un mechón de cabello del rostro.
Pero Judith ya había pensado en aquella posibilidad y se había puesto en contacto con el doctor Newton en Palm Springs. El doctor Newton, furioso tras leer el reportaje, le había dicho a Judith que ni él ni ninguno de sus colaboradores habían filtrado nada. En los veintinueve años que llevaba tratando a personajes famosos, era la primera vez que ocurría algo semejante.
- Ha tenido que salir de ustedes, doctora -le dijo casi insinuándole que había sido ella, a pesar de que Judith todavía no trabajaba en Star's cuando el periódico se enteró de la noticia.
Aunque dejaron el tema, la atmósfera glacial entre Judith y la enfermera se intensificó. Ambas se pasaron toda la tarde sin dirigirse la palabra, incluso mientras reducían una fractura de tobillo y escayolaban la extremidad de un paciente.
- La han llamado por teléfono -contestó Zoey sin especificar nada más.
Judith se puso súbitamente en estado de alerta. ¿La habría vuelto a llamar?
- ¿Quién?
Zoey se encogió de hombros.
- No dejó su nombre -contestó, observando detenidamente el rostro de Judith.
- Estoy segura de que quienquiera que sea volverá a insistir -dijo Judith tratando de aparentar la mayor indiferencia que pudo mientras hacía ademán de retirarse. Al ver que Zoey abría el armario de los medicamentos y sacaba un frasco de Valium, le preguntó:
- ¿Eso para quién es?
- Ha llamado Bunny Kowalski. Está muy disgustada por algo. No puede dormir. Quiere algo para calmarse y voy a darle unas cuantas pastillas para que se tranquilice.
- No recuerdo que en su historia clínica figure el Valium.
- No figura.
Judith miró fijamente a Zoey y observó que en el cuello de su uniforme de enfermera había una mancha amarronada de quemadura de plancha.
- ¿Me está diciendo -preguntó muy despacio- que usted receta medicamentos a los pacientes?
- Bueno -contestó Zoey, encogiéndose de hombros-. No es más que Valium.
- ¿Desde cuándo está usted autorizada a recetar medicamentos?
Zoey miró hacia el techo como si estuviera tratando con una niña de tres años.
- Doctora Isaacs -dijo haciendo un ostensible esfuerzo por no perder la paciencia-, llevo dos años distribuyendo medicamentos. En realidad, aquí soy algo más que una simple enfermera; más bien soy un médico auxiliar. El médico no siempre puede estar presente, ¿verdad? -añadió, mirando a Judith con expresión desafiante-. Quiero decir, la doctora.
- Usted es una enfermera diplomada, señorita Larson. Tiene que distribuir las medicinas que el médico haya recetado. No está legalmente autorizada a recetarlas.
- Ya le he dicho que lo vengo haciendo desde hace dos años. El doctor Mitgang…
- No me importa lo que hiciera el doctor Mitgang -dijo Judith, alargando una mano.
Zoey la miró enfurecida y, depositando el frasco en su mano, hizo ademán de retirarse furiosa.
- Por cierto -añadió Judith cuando Zoey ya había alcanzado la puerta-, el señor Smith va a presentar una querella contra esa publicación sensacionalista. Y exigirá una elevada suma en concepto de indemnización. Tengo la impresión de que el periódico colaborará y dará a conocer la fuente de información de su reportaje.
Zoey permaneció inmóvil un instante y después se retiró.
Mientras Judith tomaba la historia de Bunny y marcaba el número de su habitación, Zoey tuvo que detenerse en el pequeño pasillo que daba acceso a la sala esterilizada, para serenarse.
¿Con qué derecho la muy bruja le hablaba de aquella manera? La clínica era suya; ella la había montado antes incluso de que Simon Jung contratara a un médico y ella la había dirigido durante dos años sin que nadie se quejara. Y nadie, ni siquiera un médico, y tanto menos una doctora de mierda de un pueblo de montaña que huía cualquiera sabía de qué, iba a decirle a Zoey lo que tenía que hacer. Más aún, lamentaría haberlo intentado.
Frieda entró en el comedor cual si fuera una zona de combate, mirando a su alrededor y pidiendo guerra. ¿Sabrían todas las personas de aquella sala lo que se proponía hacer? El maître se acercó diciendo:
- ¿Me permite, señora?
- Frieda Goldman -contestó Frieda, contemplando las fulgurantes arañas de cristal y los discretos reservados mientras pensaba que estaba tan nerviosa como durante aquel primer baile en el instituto de Sequoia cuando esperaba que Marvin Pormorsky la sacara a bailar.
El maître la acompañó a un reservado de un rincón donde un joven vestido de esmoquin se levantó de inmediato al verla. Frieda no podía creerlo. Era él, el del vestíbulo.
Ambos iniciaron una conversación intrascendente y él le dijo que se llamaba Raúl. Sin especificar su apellido.
- Tiene usted un leve acento -dijo Frieda sin saber qué hacer con las manos. Ya ni se acordaba de los años que hacía que no salía con un hombre. Al fin y al cabo, aquello no era una cena de trabajo ni una reunión ni un almuerzo para hablar de asuntos de negocios. Estaba allí por una sola razón. Y el chico también.
- Soy de Cuba -dijo el joven, mostrando la blancura de sus dientes al sonreír-. Pero soy un cubano de los buenos. Qué barbaridad, estaba como un tren.
Frieda estaba empezando a experimentar algo que llevaba muchos años sin sentir. Y le parecía que en el comedor hacía más calor del necesario. ¿Y acaso no se había intensificado el ruido? No, pensó. Todo eran figuraciones suyas. Todos sus sentidos se habían agudizado: las luces parecían demasiado intensas, el pianista tocaba la polonesa demasiado fuerte y el olor de la comida…
Los clientes del reservado de al lado habían pedido un chateaubriand que tres camareros les estaban preparando allí mismo: uno para trinchar la tierna y rosada carne; otro para disponer el cremoso puré de patatas en un artístico círculo alrededor de cada plato; y un tercero para remover una aromática salsa sobre una pequeña llama azulada. Los camareros trabajaban como si fueran los componentes de un ballet, depositando con un floreo crujientes rebanadas de pan de queso y cuencos de plata con humeantes verduras salteadas con mantequilla sobre la mesa, como si sus movimientos constituyeran la mitad del placer de los manjares.
Frieda apartó la mirada. Mientras Raúl le contaba parte de la historia de Star's («Esto estuvo desocupado durante más de cincuenta años, con todos sus muebles»), pensó en la gente de su casa. Sandy, su ama de llaves, cuidando a regañadientes de sus tres revoltosos perros esquimales americanos; su secretaria Ethel, resoplando perpetuamente como si nada le pareciera bien; su hija empedernidamente ecologista y la pequeña Princesa de tres años, el fenómeno biológico del siglo. De repente, se los imaginó a todos en la entrada del comedor, sorprendiéndose de verla en compañía de Raúl, con sus bocas petrificadas en unos pequeños «¡oh!» de escandalizado asombro.
- Perdone -dijo tomando bruscamente su bolso-. Me acabo de dar cuenta de que no tengo apetito. No sé qué estoy haciendo aquí.
- ¿Le ocurre algo?
- Hoy… he recibido una noticia muy desagradable y la verdad es que no sé por qué me he quedado en Star's. Hubiera tenido que pedir que me hicieran la cuenta para regresar a casa en seguida. Siento haberle hecho perder el tiempo, pero es que no me apetece… no es un buen… Vuelvo a mi cabaña, si no le importa -añadió, levantándose.
- Lo comprendo -dijo el joven levantándose a su vez-. ¿Desea tal vez que la acompañe? Los senderos se llenan de escarcha por la noche, y pueden ser muy resbaladizos.
Frieda miró fijamente al joven. Había interpretado erróneamente los signos.
Su asombro fue en aumento. No, los había interpretado perfectamente bien. Lo que ocurría era que ella no se había dado cuenta de que los estaba emitiendo.
- Gracias -dijo-. Le agradeceré que me acompañe.
El joven se encargó de todo, explicándole al maître que habían cambiado de idea sobre la cena, recogiendo el abrigo de visón de Frieda y ayudándola a ponérselo y sosteniéndola por el codo mientras ambos bajaban los peldaños cubiertos de hielo. Frieda había olvidado lo que era disfrutar de las atenciones de un hombre y dejar que éste se encargara de todo y la hiciera sentir tan mujer.
Raúl se había puesto un largo abrigo negro y estaba tan exquisitamente elegante que varias mujeres se volvieron a mirarle mientras Frieda experimentaba el impulso de decirles: «Es todo mío».
Salieron a la fría noche en silencio.
Cuando se cruzaron con Larry Wolfe, tan profundamente enfrascado en sus pensamientos que ni siquiera les saludó, Raúl comentó:
- Es el famoso guionista cinematográfico. He leído en alguna parte que va a producir una película sobre Marion Star. Podría ser interesante.
- Sí -murmuró vagamente Frieda.
Le importaba un comino el proyecto Wolfe-Star.
Al llegar a la cabaña, Raúl se apartó cortésmente a un lado mientras Frieda buscaba la llave en su bolso.
- Gracias por acompañarme -dijo Frieda-. ¡Estoy segura de que me hubiera perdido!
- Esperaré a que haya entrado en la casa.
- Dios mío, qué frío hace -exclamó Frieda, preguntándose por qué razón le habría dicho el joven aquella frase. Inmediatamente comprendió el porqué.
- Estas cabañas tienen chimeneas -añadió Raúl-. Un buen fuego de leña es ideal en una noche como ésta.
- Si -dijo Frieda, sacando la llave y mirándole directamente-. Siempre y cuando uno sepa encenderlo. Y yo no sé.
- Tendré mucho gusto en hacerlo yo, si usted quiere.
- Gracias -Frieda observó lo grandes y oscuros que eran sus ojos, perdiéndose en ellos mientras se preguntaba: «¿Por qué no?»-. Se lo agradeceré mucho -añadió, entregándole la llave para que abriera la puerta.
Una vez dentro, se quitó el abrigo y le vio encender el fuego de la chimenea. El joven no se había quitado el abrigo negro, como si tuviera intención de marcharse en cuanto hubiera encendido la chimenea. Siguió hablando animadamente mientras trabajaba.
Frieda se preparó un trago sin decir nada.
Cuando terminó y las llamas empezaron a elevarse de los troncos, Raúl se levanto, se frotó las manos y dijo:
- Bueno, ahora estará caliente toda la noche.
«¿Quién habrá escrito este diálogo?», se preguntó Frieda.
- Es un fuego estupendo -añadió el joven con voz insinuante-. Arderá para usted toda la noche y no se apagará. Toda la noche. ¿Dónde lo habría oído antes?
- Muchas gracias…
Sin embargo, en lugar de encaminarse hacia la puerta y decirle buenas noches tal como ella esperaba, el joven se quedó allí sonriendo y mirándola con sus grandes sensuales ojos cubanos.
Entonces lo comprendió: ahora le tocaba el turno a ella.
Un par de extraños pensamientos cruzaron por su mente en aquel instante. Pensó en Jake, muerto de cáncer de próstata dieciséis años atrás.
- Vuélvete a casar, Frieda -le había dicho desde su lecho del hospital Cedros del Sinaí-. O, por lo menos, pásalo bien cuando yo me haya ido.
Y después en su hija, la cual parecía sustentar la extraña creencia de que las viudas y las mujeres de más de cincuenta años tenían que irse a un asilo de ancianos. Después, pensó en Bunny, tan dolorosamente abatida al enterarse de que acababa de perder el contrato con Syd Stern por culpa de las múltiples intervenciones a que se había sometido.
- ¿Le apetece una copa? -preguntó en voz baja, casi como si temiera oír la respuesta… que dijera que no o que dijera que sí.
- Es usted muy amable, gracias -contestó Raúl, quitándose el largo abrigo negro.
Se sentaron en un sofá de cara al fuego. Había un poco de espacio entre ellos, pero no demasiado.
- Es usted una persona muy simpática -dijo el joven con el rostro iluminado por el resplandor de las llamas.
- ¿Por qué lo dice? -pregunto Frieda.
- Muchas personas, al decirles yo que soy cubano, piensan que soy comunista. Usted se ha limitado a decirme que hablo con un bonito acento y yo se lo agradezco.
- Hábleme de Cuba -dijo Frieda.
Y él así lo hizo. Mientras el joven hablaba, Frieda empezó a relajarse. Contempló las llamas mientras le escuchaba y, de pronto, se alegró de haber hecho la reserva para la cena.
Cuando la mano del joven le rozó levemente el hombro, no contrajo los músculos y ni siquiera pensó. Simplemente se volvió a mirarle con una sonrisa. Era tan joven y hermoso…
La besó con tal ternura que Frieda se sorprendió. Esperaba un asalto en toda regla.
Raúl le quitó la copa de la mano y la atrajo a sus brazos. Al principio, se sintió un poco torpe porque había perdido la costumbre de estar con un hombre después de tanto tiempo. Raúl besaba con dulzura y sin la menor agresividad, casi amorosamente. Se lo tomaba con calma como si no tuviera nada que demostrar y no necesitara exhibir su virilidad. Como si comprendiera sus temores e incertidumbres e intuyera que una súbita y prematura incursión en otras partes de su cuerpo podía ponerla en estado de alerta. Transcurrió algún tiempo antes de que sus dedos se deslizaran por su cabello, sus mejillas, su garganta y el cuello de su blusa.
Cuando le desabrochó el primer botón, Frieda emitió un jadeo. La mano del joven se detuvo, pero sus labios la siguieron besando y Frieda volvió a abandonarse. Raúl desabrochó el resto de los botones hasta que ella sintió una mano dura y delicada al mismo tiempo introduciéndose bajo su sujetador para apresarle un pecho.
De pronto, la pausada suavidad se convirtió en urgencia mientras ella iniciaba una leve exploración, descubriendo primero un duro tórax, después un duro estómago y finalmente… una dura erección.
Raúl musitó algo en español, le aparto la blusa de los hombros y le abrió el corchete del sujetador. Su mano empezó a subir bajo su falda y su boca empezó a besarla donde hacía mucho tiempo que nadie la besaba.
Era una delicia.
El joven se apartó sonriendo y empezó a desnudarse. Frieda extendió las manos y lo hizo en su lugar, quitándole primero la chaqueta del esmoquin y la camisa que ocultaba su soberbio torso aceitunado y, finalmente, los pantalones.
El extendió la mano y la atrajo hacia sí, levantándola. Se besaron de pie largo rato, ambos desnudos, mientras la dureza del miembro del joven se comprimía contra el muslo de Frieda.
- Date prisa -le musitó ella al final.
Raúl volvió a sonreír y la acompañó hacia la alfombra de piel de oveja que había delante de la chimenea, empujándola suavemente para que se tendiera.
- Vamos a gozar… -dijo, besándola con dulzura.
La penetró con su juvenil vigor y Frieda emitió un jadeo. ¿Así eran estas cosas? Oh, sí, sí, sí…
Raúl tardó una eternidad. Cuando ella ya pensaba que estaban llegando al final, aminoraba de pronto la velocidad y después aceleraba de nuevo y ella volvía pensar que ya estaban, pero entonces él reducía la marcha otra vez.
Lo último que Frieda pudo pensar con claridad fue: «No es posible que dure tanto. Ningún hombre es capaz de hacer eso».
Pero lo hizo hasta que, al final, ella le clavó las uñas en la espalda y musitó:
- ¡Ahora!
Cuando percibió un temblor en los dedos de los pies que poco a poco le fue subiendo por las piernas, Frieda cerró fuertemente los ojos y pensó: «Santo cielo, no es posible».
Cuando la oleada se abatió sobre ella…
Una imagen…
De Larry Wolfe.
- ¡Oh, cielo santo! -gritó.
Después se echó hacia atrás entre jadeos, pero él no se retiró sino que permaneció en su interior por si acaso.
- Oh, Dios mío -exclamó Frieda, soltando una carcajada mientras él la miraba inquisitivamente-. Oh, Raúl -añadió, saliendo de debajo de su cuerpo para acercarse al teléfono que había junto al sofá.
Marcó rápidamente un número y, al cabo de un momento, dijo: - ¡Lisa, cariño! Si, aquí Frieda. Ven a Star's mañana a primera hora. Sí, el Star's de Palm Springs. En la uno once poco antes de llegar al Racquet Club. ¡Lisa, tráete todo lo que tengas! Colgó y volvió a marcar.
- Sam, aquí Frieda. Oye, necesito que vengas inmediatamente a Star's. A primera hora de la mañana, sal antes de que amanezca. ¿Cómo? Me importa un bledo. Anúlalo. Estas en deuda conmigo, Sam, no lo olvides. Si, Star's. Ya te lo diré cuando vengas. Ah, Sam, y ven con Janine.
Mientras Frieda efectuaba otras llamadas telefónicas, Raúl la observó perplejo. Cuando ya iba por la quinta llamada, el joven extendió la mano hacia su camisa para vestirse, pero entonces ella le rozó el duro y sudoroso hombro y le preguntó en un susurro:
- ¿Te puedes quedar?
- Todo el rato que tú quieras -contestó Raúl, asombrado. Frieda le guiñó el ojo y marcó otro número.
- ¿Bunny? ¡Aquí Frieda otra vez! Parece que has estado llorando. Oye… ¿Cómo? ¿Que la doctora Isaacs te ha recetado un Valium? ¡No lo tomes! Quiero quo estés bien despierta. Oye, Bunny, quería preguntarte… ¿alguien más ha visto tu nuevo aspecto? Quiero decir, ¿quien sabe que te has sometido a cirugía plástica… sólo los médicos? ¡Estupendo! Bunny, deja el Valium y abróchate el cinturón de seguridad -añadió Frieda, mirando con una sonrisa a Raúl-. ¡Ya verás cuando te cuente la idea que se me acaba de ocurrir!
Mientras le empezaba a contar a Bunny el plan que se le acababa de ocurrir sin revelarle de qué manera se le había ocurrido, Frieda mantuvo los ojos clavados en Raúl, el cual permanecía tendido sobre la alfombra de piel de oveja, desnudo, joven, hermoso y duro… como una estatua griega derribada.
De pronto, Frieda comprendió por qué se había quedado en Star's.