4
Danny Mackay estaba muerto.
Muerto, muerto, muerto.
Y eso era exactamente lo que a él le gustaba. Incluso había llegado a pensar que el hecho de estar muerto era mejor que estar vivo.
- Te aseguro, Bon -le dijo a su viejo amigo Bonner Purvis que, sentado junto a la ventana, estaba contemplando la noche de Malibú-, que eso de estar muerto tiene muchas más ventajas de lo que yo imaginaba. Por ejemplo, puedo cometer cualquier crimen que desee y tantos crímenes como desee sin que nadie me considere sospechoso.
Danny, sin camisa, se situó delante del espejo y se estudió, volviéndose hacia un lado y hacia otro mientras flexionaba los músculos. Varios meses de entrenamiento intensivo le habían devuelto la buena forma… y ahora estaba mucho mejor incluso que antes de morir. Qué demonios, si hasta aparentaba la mitad de los años que tenía.
Recuperar la buena forma de antaño no había sido nada fácil. Cuando recuperó el conocimiento tres años atrás en aquella vieja casa de madera de San Antonio, le dijeron que había permanecido en coma durante cuatro meses. Bonner le explicó que había sufrido algunas lesiones cerebrales. Algo había fallado en su fingido suicidio en la celda de la prisión del condado de Los Ángeles; Danny había muerto realmente, o casi. Cuando finalmente despertó y vio a Bonner mirándole con inquietud, Danny se vio atrapado en una prisión de músculos atrofiados y carne devastada. El camino hacia la salud había sido muy largo y difícil. Muchas veces Danny había estado a punto de darse por vencido al ver que le fallaba el habla o se le borraba la visión o experimentaba cualquier otro de los síntomas provocados por la lesión de sus arterias cerebrales.
Pero, al final, Danny recibió una ayuda inesperada. Apareció en escena un libro titulado Butterfly al desnudo y, en cuanto lo leyó, su debilitado cuerpo experimentó una oleada de súbita determinación.
- Oye, Bon -le dijo Danny a su amigo-, este Quinn no tiene un pelo de tonto. Escucha esto -tomó el manoseado libro y lo abrió por una página que casi se había aprendido de memoria-: «La teoría sustentada por este periodista es que Danny Mackay y Beverly Highland se conocieron en secreto durante muchos años y sus historias se remontan a un punto en el que ambos fueron amigos, socios en algún negocio o tal vez incluso amantes, y que algo en aquel lejano pasado compartido fue la causa de que Beverly Highland urdiera un brillante y complicado plan para vengarse de Mackay sin que éste lo supiera».
Danny soltó una carcajada y apartó el libro a un lado. -Quinn sospecha que yo me porté mal con ella, tal como dice la vieja canción. Ése es un lince, te lo digo yo.
Se apartó del espejo y entró a una habitación contigua para mirar a través de una ventana más pequeña. Separando un poco la cortina, observó la casa de al lado. No había luces dentro, ni ningún automóvil en la calzada. Otis Quinn aún no había vuelto a casa.
- Es curioso ver las vueltas que da la vida, ¿verdad, Bonner? -dijo, hablando con el acento del oeste de Texas que siempre le salía espontáneamente cuando estaba de buen humor. Tomó una camisa azul eléctrico que había encima de la cama y se la puso muy despacio, saboreando la sensación de la tela sobre su piel. Hubo un momento tres años y medio atrás en que, por una décima de segundo, pensó que jamás volvería a experimentar ninguna sensación-. Allí estaba yo -añadió, abrochándose los botones de perlas-, planeando mi propia muerte fingida y pensando que la muy bruja se había matado al despeñarse por el acantilado y ahora, al cabo de más de tres años, ¡descubro que ella también simuló su propia muerte! Hubiera tenido que imaginarlo. La muy bruja es capaz de eso y mucho más. A los dos se nos ocurrió la misma idea. Sólo que a ella su fingida muerte no estuvo casi a punto de matarla como me ocurrió a mí con la mía -soltó otra carcajada y acarició la seda con las manos. La camisa le había costado doscientos dólares y se la habían confeccionado a la medida-. Te aseguro, Bon, que cuando vi a este Quinn en la televisión, diciendo que, a su juicio, Beverly Highland aún estaba viva y él tenía pruebas… -Se ajustó los pantalones con un cinturón de piel de cocodrilo… a él no le iban los amariconados tirantes a lo Wall Street, por muy de moda que estuvieran-. Bueno, tú mismo estabas allí y lo viste, Bon. Viste mi reacción. ¡Pensar que aún está viva! ¡Por supuesto que lo está!
Cuando Quinn lo dijo, me puse a pensar, y comprendí que había sido un estúpido como el resto del mundo al suponer que realmente se había ahogado dentro de su lujoso automóvil.
Danny regreso al espejo y se miró con la cara muy seria. Estaba pensando en lo mucho que debió de alegrarse Beverly al enterarse de su suicidio en la prisión. Probablemente descorchó una botella de champán mientras contemplaba su funeral en Houston por la televisión. La muy bruja habría exultado de gozo y seguramente el júbilo todavía le duraba. Pero eso se iba a acabar. En cuanto Danny la encontrara.
Consultó su reloj… un buen reloj de fabricación suiza, pero no el Rolex de quince mil dólares en el que él tenía puestos los ojos. Danny había efectuado algunas compras desde su llegada al sur de California, pero aún le quedaban muchas más cosas por comprar. Él siempre decía que el hábito hacía al monje.
Quinn había dicho en la televisión que se proponía alquilar una casa en la playa de Malibú, un poco más allá del desvío de Sunset, y, gracias a ello. Danny y Bonner no tuvieron la menor dificultad en localizarle. Tras descubrir cuál era la casa del periodista, se limitaron a instalarse en la casa de al lado. Ahora Danny estaba esperando que Otis regresara a casa. Quería mantener con él una breve conversación.
Después Danny averiguaría el paradero de Beverly Highland… y le haría pagar el mal que le había hecho.
Curvó la boca en una leve sonrisa. Cuando veía aquella sonrisa tan seductora, Danny tenía que reconocer que, después de tantos meses de permanencia en coma y de los meses de rehabilitación, durante los cuales solía perder la memoria y no recordaba quién era, después de las penalidades sufridas a lo largo de tres años y medio, aún conservaba la antigua magia de Danny Mackay.
Claro que ahora era un poco más mayor y tenía algunas hebras grises mezcladas con su tupido cabello rubio rojizo, pero sus lánguidos ojos verdes y su sugerente sonrisa seguían conservando la misma carga eléctrica de antaño. Había comprobado su efecto cuando fue a comprarse ropa a la famosa galería de Houston. Las dependientas se enamoraron de él y los dependientes le trataron con profundo respeto. Había experimentado una extraña emoción al mezclarse con los millonarios de River Oaks (que antaño le pagaban elevadas sumas para subirse a su carro) sin que nadie lo reconociera. Sí, señor, Danny conservaba el mismo carisma que atravesaba las ondas y penetraba en los salones de los solitarios cristianos mientras él les soltaba su sermón de «La hora de la Buena Nueva». Y, a través de unas ondas inversas, los dólares llovían sobre el cuartel general de la Pastoral de la Buena Nueva de Danny, con tal rapidez que sus colaboradores apenas daban abasto para contarlos, atar los fajos e ingresarlos en el banco.
Sin embargo, no todo aquel dinero había ido a parar a las cuentas de la Pastoral; Danny había colocado algunos millones en cuentas especialmente numeradas cuya existencia sólo conocían él y Bonner Purvis. Aquella fortuna secreta le había salvado de un juicio y de pasarse el resto de la vida en la cárcel, y ahora la tenía a su disposición para gastarla como quisiera.
Por consiguiente, Danny tenía salud y riqueza; y muy pronto tendría poder. Puesto que estaba muerto, era invisible. Y los fantasmas podían hacer cualquier cosa que se les antojara.
La idea le excitaba hasta el punto de provocarle una erección. Antaño se hubiera conformado con la presidencia de los Estados Unidos; ahora podría tener todo el mundo en sus manos.
- Todo el maldito mundo -murmuró, mirándose al espejo.
Y su poder empezaría tan pronto como decidiera lo que iba a hacer con Beverly cuando la localizara.
El resplandor de unos faros delanteros iluminó súbitamente la pared del fondo. Danny se acercó a la ventana y volvió a mirar. Un pequeño automóvil japonés de color azul acababa de enfilar la calzada de al lado. Otis Quinn estaba en casa.
Ya esta, pensó Danny, dando media vuelta y regresando a la otra habitación. Al hacerlo, tropezó con algo y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caer. Bajó la vista; había tropezado con un brazo. Ahora estaba frío y sin vida; unas horas antes él y Bonner la habían matado al entrar en su casa. No habían podido evitarlo; necesitaban estar cerca de Quinn.
Danny se inclinó y la tomó en sus brazos. Estaba desnuda.
La depositó delicadamente sobre la cama y contempló su rostro, percatándose de que era muy bonita. Lástima. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.
En la otra habitación, tomó su chaqueta, se la puso y le dijo a Bonner:
- Otis está en casa, Bon. Voy a hacerle una visita amistosa. Bonner no contestó; él también estaba muerto.
Danny contempló un instante el pálido rostro de su amigo, cuyos ojos ciegos seguían contemplando la noche. Danny y Bonner llevaban más de treinta años juntos, desde su alocada juventud en San Antonio, cuando ambos eran un par de muchachos que predicaban el evangelio en carpas de circo y prestaban servicios adicionales a las cachondas esposas de los granjeros. Danny supo desde un principio que más tarde o más temprano tendría que librarse de su mejor amigo porque éste sabía demasiado.
Bonner se hizo cargo de todo tras el fingido suicidio; trasladó el «cuerpo» de Danny a Texas, lo ocultó, buscó a algún desgraciado que pudiera ocupar su lugar en el ataúd y le cuidó hasta que recuperó la salud. Pero Bonner tenía acceso a su fortuna y era la única persona que sabía que Danny Mackay estaba vivo. Ahora ni siquiera Bonner lo sabía. Y Danny tenía todo el dinero para él solo. Apagó las luces y se marchó diciendo:
- Adiós, amigo.
Otis Quinn se frotó una zona bajo el esternón. Le dolía como si se hubiera tragado un trozo de carbón encendido. La úlcera estaba haciendo nuevamente de las suyas… desde que creyera haber descubierto a Beverly Highland y, al final, resultó que no.
Encendió las luces de su casa alquilada, puso en marcha el equipo de alta fidelidad, se llenó un vaso de cerveza y abrió la cristalera que daba a la terraza. Se acercó a la baranda y contempló las olas que golpeaban la orilla. Era una fría noche de diciembre y la playa estaba desierta. Mientras se bebía la cerveza, miró a su izquierda y se extrañó de que no hubiera luz en la casa de al lado.
En realidad, no la conocía. Era una de aquellas doradas mujeres que no parecían ganarse la vida trabajando; sin embargo, tenía un Mercedes descapotable y siempre estaba organizando ruidosas fiestas. Otis había intercambiado algún que otro saludo con ella, pero la chica no había mostrado el menor interés por él. Durante las pocas semanas que llevaba en la casa se le había ocurrido más de una vez la idea de ir a decirle quién era. Estaba seguro de que habría leído Butterfly al desnudo o de que, por lo menos, lo habría visto en la televisión. Entonces, seguro que la hubiera impresionado.
Otis jamás había entendido cual era su problema con las mujeres. No se consideraba precisamente feo; bueno, no es que fuera un Mel Gibson, pero tampoco era un monstruo. Estaba en muy buena forma para ser alguien que rondaba los cincuenta y, además, trabajaba todos los días para no perder la línea. Conservaba todo el cabello y se había dejado una barba de intelectual que, a su juicio, complementaba a la perfección sus gafas a lo Barry Goldwater. Por consiguiente, ¿a qué obedecían sus constantes fracasos?
El estómago le rugió mientras soltaba un eructo. Frotándose de nuevo la dolorida zona, entró de nuevo en la casa y decidió prepararse algo para comer antes de sentarse de nuevo a trabajar.
Mientras untaba con mostaza de Dijon tres rebanadas de pan de centeno extra amargo y calentaba un pastrami frío en el microondas, pensó en la gran oportunidad que había supuesto para él la publicación de Butterfly, al desnudo. Como es natural, buena parte de lo que había escrito era una sarta de sandeces, pero eso era lo que la gente quería y devoraba. Tras haberse pasado varios años escribiendo basura para los periódicos sensacionalistas que se vendían en los supermercados, Otis había conseguido apuntarse un buen tanto. Y ahora tenía intención de seguir en la cresta de la ola… localizando a Beverly Highland.
Cuando el microondas empezó a silbar, depositó una buena cantidad de humeante pastrami en una rebanada de pan de centeno, lo cubrió con otra rebanada de pan, echó por encima el resto del pastrami y lo remató con una tercera rebanada. Después se dirigió a su escritorio, dejó el monumental bocadillo al lado de la máquina de escribir y tomó el micrófono de la grabadora para empezar a dictar.
«Tras llevar a cabo algunas investigaciones sobre los antecedentes de mi principal candidata… -giró en su asiento y contempló una fotografía de prensa que había encima de una mesita auxiliar atestada de papeles. Debajo había escrito «¿Es Beverly Highland?»-, he descubierto que no es Beverly Highland. En realidad, ni siquiera estaba en Los Ángeles cuando Beverly Highland inició su campaña para vengarse de Danny Mackay.»
Otis hizo una pausa, hincó el diente en el bocadillo, mascó con aire pensativo, tragó y siguió dictando: «Pero, por suerte, aquella mujer no era mi única pista. Tras haber analizado concienzudamente a las demás y haberlas rechazado por distintas razones, me he concentrado en el nombre de una persona en la certeza de que se trata de Beverly Highland. Se llama Beverly Burgess y está al frente del centro de vacaciones Star's de Palm Springs. He llevado a término algunas investigaciones en Palm Springs y en el valle de Coachella, pero sólo he podido averiguar que la señorita Burgess apareció como por arte de magia hace unos dos años y medio con dinero suficiente como para comprar el abandonado Star's Haven situado en un paso del monte San Jacinto. Voy a echarle un vistazo más de cerca a la señorita Burgess. Tengo una reserva en el Star's para este fin de semana…»
Sonó el timbre de la puerta y Otis apagó el aparato, se secó la boca con la manga y fue a abrir.
Miró a través de la mirilla, pero sólo pudo ver la silueta de un hombre recortándose contra el intenso tráfico que circulaba por la autopista de la Costa del Pacífico.
- ¿Si? -dijo Quinn-. ¿Qué desea?
- ¿El señor Otis Quinn? Tengo que hablar con usted. Es muy importante.
Otis reflexionó un momento. Tenía mucho que hacer… estaba elaborando la ficha de Beverly Burgess y tenía que preparar una estrategia para poner al descubierto su verdadera identidad. Sin embargo, él era un periodista de los llamados free lance y las ideas para sus reportajes en el Globe y el National Enquirer las solía obtener a través de informaciones confidenciales que normalmente recibía inesperadamente y a horas intempestivas, por regla general con carácter anónimo.
- De acuerdo -dijo, abriendo la puerta.
- Hola -dijo el visitante, esbozando una sonrisa.
Otis frunció el ceño. El rostro de aquel hombre le resultaba familiar.
- Espero no molestarle -dijo Danny con su más suave y cortés acento de Texas.
- Dios mío -exclamó Otis, reconociéndole súbitamente y retrocediendo un paso.
Danny sonrió.
- Casi -dijo, tendiéndole la mano-. Danny Mackay.
Pero Otis no se la estrechó. Se limitó a mirarle fijamente sin decir nada.
- ¿Le importa que entre? -preguntó Danny-. Si no es un buen momento para usted, señor Quinn, dígamelo sin reparo. Comprendo lo ocupado que debe de estar.
Danny le miró con expresión expectante, pero Otis permanecía de pie boquiabierto y sin moverse. Danny entró, cerró la puerta a su espalda y fue al salón.
- Bonita casa, señor Quinn -dijo- Tiene una vista preciosa sobre el océano. Yo siempre he dicho que Dios debió de crear primero los océanos porque son tan majestuosos y apabullantes como Él -se volvió para mirar al desconcertado Quinn-. No sé si podría hablar un momento con usted -añadió, terminando la frase a estilo texano… en tono de pregunta.
Danny sabía que era una forma de hablar que solía atraerle la simpatía de la gente. Todo el mundo se sentía a gusto con las gentes del campo.
Quinn fue a decir algo, carraspeó, recuperó la compostura y exclamó:
- ¡Santo cielo, es usted el mismísimo Danny Mackay! iY está vivo!
Danny ladeó la cabeza, sonrió y dijo:
- La última vez que me miré, lo era.
- Oh, Dios mío…
- Parece usted un hombre muy religioso, señor Quinn -dijo Danny con una sonrisa.
- ¡Oh! -exclamó Otis-. Perdón… Dios mío… quiero decir, pase usted. Ah, ya ha pasado. Tome asiento, señor Mackay… reverendo Mackay… Danny…
Danny se rió y empezó a pasear lentamente por la estancia, estudiando los libros diseminados por todas partes: la correspondencia, los recortes de periódico y las bolsas vacías de patatas fritas hasta que sus ojos se posaron en una fotografía de prensa. Era la imagen de una mujer debajo de la cual alguien había escrito en tinta roja: "¿Es ésta Beverly Highland?".
Se volvió, miró con una sonrisa a Quinn y observó que éste se estaba frotando el estómago.
- Creo que le he dado un susto, señor Quinn. Me creía usted muerto, ¿verdad?
- Bueno, pues… -contestó Otis, recuperándose poco a poco-, todo el mundo lo creía, ¡y lo sigue creyendo! Por supuesto que me ha dado un susto, señor Mackay. ¡Por un instante, creí estar viendo un fantasma!
- Bueno, en cierto modo, así es, amigo mío. Pero la historia es muy larga y ahora no tengo tiempo para contársela. No obstante, tendré mucho gusto en hacerlo en otro momento.
Otis abrió enormemente los ojos y Danny imaginó cómo estarían girando los engranajes de su cerebro. Danny Mackay… ¡vivo! ¡Una entrevista exclusiva! ¡Reportaje vendido al mejor postor! Valdría miles de dólares… ¡Cientos de miles!
- He leído su libro -añadió Danny-. Muy interesante. Mire, yo nunca vi esas habitaciones encima de la tienda de artículos de vestir para hombre. ¿Es cierto lo que dijeron los periódicos?
- Pues sí, -contestó Otis, súbitamente nervioso-. La gran oportunidad se me presentó al conocer a una chica que había trabajado allí. La emborraché y entonces ella me contó lo de las habitaciones especiales. Después, gracias a un amigo mío del departamento de Policía de Los Ángeles, les pude echar un vistazo.
- ¿Y qué vio usted?
- No gran cosa en realidad. Tuve que utilizar la imaginación -Pero ¿era una casa de putas?
- Por supuesto, de eso no cabe la menor duda. Pero no pude creer que un hombre como usted tuviera alguna participación en ello, señor Mackay -Otis empezó a quitar las cosas que había encima de una silla para que su visitante pudiera sentarse-. ¿Le apetece algo, reverendo? ¿Una cerveza? ¿Un café?
«Oh, Dios mío», pensó Otis, notando que el pastrami y el pan de centeno le ardían en el estómago como una vela encendida «Danny Mackay. ¡Aquí en mi casa! Hablando conmigo. Oh, Dios mío.»
- Otis, me parece que es usted un hombre en quien puedo confiar -añadió Danny sin prestar la menor atención a la silla. Un hombre de quien me puedo fiar.
- ¡Por supuesto que puede usted confiar en mí, señor Mackay!
- Bueno, Otis… ¿puedo llamarle Otis? Le vi en la televisión hace un par de semanas y no podía creer lo que usted dijo sobre la señorita Highland. ¿Es cierto que está viva? Quiero decir, ¿tiene usted pruebas inequívocas?
Otis notó que el sudor le bajaba entre los omóplatos.
- Bue… no, tengo en cierto modo una prueba, quiero decir que creo haberla localizado… -Dios bendito, pensó Otis, procurando no temblar bajo la magnética mirada de Danny. Jamás había conocido personalmente al reverendo, pero había oído hablar del misterioso poder que Mackay ejercía en la gente con sólo mirarla. Otis trató de reflexionar. Con el público podía echarse faroles, pero sabía que con Danny tenía que ser sincero-. No, no tengo pruebas fehacientes sino tan sólo una corazonada.
Danny esbozó una sonrisa.
- ¿Una corazonada de periodista? ¿Como aquella con la cual Woodward y Bernstein ganaron el Premio Pulitzer?
Otis abrió enormemente los ojos. Aquello le gustaba… era evidente que Danny Mackay le estaba tomando en serio.
- Si -se apresuró a contestar, recuperando inmediatamente el aplomo-, ni más ni menos. Le digo, muchacho… quiero decir, señor… reverendo, que no es nada fácil ser un buen periodista. Corren sueltos por ahí muchos periodistas de tres al cuarto, ¿sabe usted? Tuve la corazonada de que Beverly Highland estaba viva y empecé a indagar. Descubrí varias pistas, las seguí una a una y, al final, creo que encontré la verdadera.
Danny alargó la mano y tomó la fotografía de prensa, la estudió un instante y preguntó:
- ¿Ésta es Beverly Highland?
Otis contempló la fotografía. No, no era Beverly. La había descartado, era la mujer cuya identidad había comprobado recientemente.
- Permítame que se lo explique -dijo-. Esa mujer tiene la misma edad que Beverly y se parece mucho a ella. Pensé que, como Beverly era tan rica y tenía participación en tantas empresas, se había inventado una identidad para evadir impuestos, pero entonces empecé a investigar más a fondo los antecedentes de esta mujer y…
Otis se volvió de espaldas a Danny para tomar la ficha de Beverly Burgess, la mujer que ahora no le cabía la menor duda de que era Highland. No llegó a ver el cuchillo. Sólo percibió una ardiente sensación en el cuello, como si la ulcera le hubiera estallado y el ardor le hubiera subido por la garganta. Se volvió para dirigirle a Danny una breve mirada de perplejidad y se desplomó al suelo.
Danny pasó por encima del muerto y se acercó al escritorio tomando la otra mitad del bocadillo de Otis. Demasiada mostaza, pensó mientras le hincaba el diente y mascaba, pero estaba bueno. No podía apartar los ojos de la fotografía de prensa que sostenía en la mano, bajo la cual Quinn había garabateado: «¿Es ésta Beverly Highland?».
De pronto retrocedió en el tiempo y se encontró en una suite del hotel Century Plaza tres años y medio atrás. La habitación exterior estaba ocupada por los miembros del equipo de colaboradores que trabajaban en su campaña presidencial y el teléfono no cesaba de sonar. En la habitación interior, él y Bonner estaban sentados con Beverly y el guardaespaldas de ésta mientras Beverly le decía: «Si quieres que te salve, Danny, tienes que suplicármelo. Quiero verte suplicar como antaño yo te supliqué a tí. Una palabra mía, Danny, y tú serás el próximo presidente de los Estados Unidos, o el mundo te volverá la espalda y te pasarás el resto de tu vida en la cárcel».
En vista de las alternativas, no le quedaba otra opción. Cayó de rodillas y, con lágrimas en los ojos, le suplicó.
Y entonces ella lo arrojó a los lobos.
Estudió el rostro de la fotografía de prensa y vio que no se parecía exactamente a Beverly… El rostro no era exactamente el mismo y el rubio cabello recogido en un moño de estilo francés había sido sustituido por una melena castaña que le llegaba hasta los hombros… Podía ser Beverly. El maquillaje modifica los rasgos de una persona y podía haberse hecho la cirugía plástica, como ya hiciera antaño en otra ocasión.
Cuanto más contemplaba la fotografía, más se convencía de que era Beverly. Quería creer que sí, necesitaba creerlo.
Leyó el nombre del pie de la fotografía: Philippa Roberts.
- Philippa Roberts -dijo, esbozando una sonrisa-, que actualmente vive en Perth, Australia Occidental.
O sea que había encontrado a la muy bruja. Y ahora iría tras ella y le haría pagar todo el daño que le había hecho.