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- ¡Le voy a matar! -gritó Carole, persiguiendo a Larry.

La pelea atrajo la atención de varios clientes que avanzaban dificultosamente por la nieve en dirección al telesilla. Uno de ellos, un columnista especializado en chismorreos que estaba pasando las vacaciones navideñas en Star's, tomó mentalmente nota de que Larry Wolfe, el guionista cinematográfico galardonado con un premio de la Academia, mantenía un idilio secreto con Carole Page, la bella actriz de cuarenta y tantos años cuya carrera estaba pasando por un bache.

Carole dejó de perseguir a Larry el tiempo suficiente como para agacharse, coger un poco de nieve y formar una bola. De tanto reírse, se había quedado casi sin resuello. Larry había iniciado la batalla de bolas de nieve. Carole estaba dando un paseo lejos del edificio principal de Star's donde las máquinas quitanieves mantenían el terreno y los caminos constantemente expeditos, y se dirigía al pinar cuando una bola de nieve certeramente lanzada le dio de lleno en la espalda. «Ojalá sea Larry», pensó. Al volverse y ver que era efectivamente el hombre al que esperaba seducir para que a su vez él la sedujera a ella, decidió perseguirle con fingido enojo.

Lucía un abrigo de lince canadiense largo hasta los tobillos y un blanco gorro cosaco de martas… en una especie de imitación del estilo de Julie Christie en El doctor Zivago. Sabía muy bien que el estilo había pasado de moda en la década de los sesenta, pero a ella le sentaba muy bien y realzaba la belleza de su cabello rubio ceniza y de sus grandes ojos azules. Al ver que los ojos de Larry le recorrían el cuerpo de arriba abajo, comprendió que su plan de seducción estaba dando resultado. Apretó la bola de nieve en sus manos, se echó hacia atrás y la arrojó. Larry la esquivó y corrió tras ella a través de la nieve, riéndose y tratando de recuperar el resuello en medio de la enrarecida atmósfera de la alta montaña. Carole se volvió y escapó corriendo aunque sin esforzarse demasiado. Larry le dio alcance y ambos cayeron sin aliento sobre la nieve. Forcejearon entre risas hasta que, al final, Larry inmovilizó las manos de Carole por encima de su cabeza y se puso repentinamente muy serio.

- Déjeme ir a su habitación esta noche -dijo.

Carole notó que el corazón le hacia una cosa muy rara en el pecho.

- No…

- Si -dijo Larry, colocándose directamente encima suyo sin importarle la presencia de los clientes que, en su camino hacia el telesilla, procuraban disimular y no mirar a los celebres personajes que cabriolaban sobre la nieve.

- iLa gente nos está mirando! -dijo Carole.

- Me da igual. Dígame que puedo ir esta noche a su habitación.

Larry no recordaba haber estado jamás tan sexualmente excitado como en aquellos momentos. La víspera, cuando cenó con ella mientras Andrea se dedicaba a leer el diario de Marion Star, creyó advertir un cierto interés por parte de Carole. Pero después, cuando la acompañó a su bungalow y le pidió que lo invitara a tomar una última copa, ella le dejó de pie en la nieve, dándole a entender claramente que el único hombre que le interesaba en aquel sentido era su marido.

- Déjeme ir a su bungalow -le dijo, manteniéndola inmovilizada sobre la nieve y pensando que ojalá se lo pudiera hacer allí mismo-. Seré discreto, se lo prometo. Nadie lo sabrá.

Notó que el cuerpo de Carole se aflojaba bajo el suyo. El collar de perlas rosadas que siempre lucía había caído hacia atrás y descansaba sobre su garganta, alrededor del cuello de su jersey blanco de angora. ¿Cómo no se habría fijado en ella antes?, se preguntó Larry, notando que su excitación crecía por momentos. De pronto lo comprendió: porque suponía que tonteaba por ahí y, por consiguiente, estaba al alcance de cualquiera.

- Por favor -dijo Carole, apartándole para incorporarse y sacudirse de encima la nieve-. No he venido aquí para engañar a mi marido. Anoche le dije que siempre me tomo un descanso cuando termino una película. Por consiguiente, he venido aquí a descansar y nada más.

Larry se incorporó también, mientras sus gafas Ray-Ban reflejaban la blancura de la nieve. Con el negro cabello agitado por el aire de la montaña, su cuadrada mandíbula, su cautivadora sonrisa y la piel de la capucha de su parka de Alaska constelada de copos de nieve, parecía un deslumbrante explorador del Ártico, pensó Carole. Había notado su fuerza al forcejear brevemente con él y se imaginaba el musculoso cuerpo que se ocultaba bajo las pieles. No era de extrañar que tuviera tantas conquistas en su haber. Sin embargo, no la excitaba. No era Sanford, su dinamo sexual, su viril marido que convertía las sesiones amorosas en auténticos maratones. Carole sabía que ningún hombre se podía comparar con Sanford, ni siquiera el atractivo Larry Wolfe. Por eso su situación resultaba tan irónica: estaba allí dispuesta a acostarse con un hombre que ni por pienso se podía comparar con su marido, precisamente para poder conservar a su marido. Santo cielo, casi le dolía la cabeza de sólo pensarlo.

- ¿Está segura de que no quiere que vaya a su habitación? -preguntó Larry-. Le depararé un placer que jamás ha conocido.

- Por favor -repitió Carole con menos firmeza. No quería desanimarle por entero-. Es que no puedo.

Larry se levantó de pronto y la miró diciendo:

- Bueno pues, yo me voy a nadar un poco. La piscina es de agua caliente. ¿Le apetece acompañarme?

Carole sacudió la cabeza y Larry se alejó.

Mientras Larry se perdía por el pinar, Carole sonrió para sus adentros. Lo tenía casi en el bote. Ahora lo único que tenía que hacer era rematar la faena para que le diera el papel de Marion Star.

Mi fiesta, por así decirlo, de presentación oficial -leyó Andrea en el diario de Marion- se celebró en el Eden, el rancho que tenía Dexter en el Valle. Fue un acontecimiento increíble; asistieron los máximos personajes de Hollywood… Cecil B. deMille, Gloria Swanson, Douglas Fairbanks y su mujer, Chaplin. Dexter no reparó en gastos: cuando nos sentarnos a cenar, las mujeres encontraron junto a sus cubiertos unos frascos de perfume hecho con flores del rancho; al desdoblar las servilletas, los invitados descubrieron en ellas billetes de cien dólares. Un criado pasó una bandeja llena de costosas joyas y perfumes para que las señoras las examinaran y, al terminar la cena, se lanzaron dados para establecer en qué orden podrían elegir entre lo que había en la bandeja. El astuto Dexter había colocado una esmeralda sin tallar entre las joyas y se divirtió muchísimo al ver que ninguna de las damas la elegía.

Fue la noche en que me presentó como Marion Star. Dexter se había pasado dos años creándome. La imagen era muy importante, decía. Harlow tenía su cabello rubio platino, Clara Bow era pelirroja, incluso tenía dos perros chows teñidos de este color para que hicieran juego con el suyo; por consiguiente, yo tendría que ser morena. Quería que ardiera sin llama y que los hombres pensaran que se abrasarían si hicieran el amor conmigo.

Fue la noche en que Dexter también anunció que yo iba a ser la principal protagonista de su siguiente película titulada La perversión. Me llevé una sorpresa tan grande como los invitados. Lloré al ver que uno de mis dos sueños estaba a punto de convertirse en realidad.

En cuanto a mi segundo sueño, conseguir que el gran Dexter Bryant Ramsey hiciera el amor conmigo…

Como mi imagen era la de una licenciosa y casquivana mujer dotada de un insaciable apetito sexual, a pesar de que solo tenía diecinueve años, Dexter insistió en que saliera con todos los hombres que pudiera. No estaba autorizada a tener un amante fijo; lo importante era que el público pensara que yo era como el personaje que muy pronto interpretaría en La perversión… en otras palabras, una mujer que necesitaba a muchos hombres para satisfacer su apetito sexual. A mí no me gustaba, pero confiaba en Ramsey. Tenía la misma edad de mi padre, era muy apuesto y distinguido y yo hacía todo lo que él me mandaba. Lo cual significaba acostarme con hombres que me importaban un bledo. A algunos de ellos incluso los odiaba. También significó someterme a tres abortos a manos de un cirujano que le debía un favor a Ramsey.

Dexter enterró mi pasado en Fresno y le dijo al mundo que yo era la única hija de los acaudalados propietarios británicos de una plantación de té en Ceilán. Me había fugado de allí, les contó a los periodistas, porque me querían casar a la fuerza con un anciano marajá. Daba igual que la gente se lo creyera o no. Mis aventuras sexuales eran la comidilla diaria de las revistas cinematográficas ávidamente devoradas por el público. Yo no comprendía cómo era posible que Dexter me permitiera acostarme con desconocidos. Pero no sólo me lo permitía sino que, además, organizaba muchas de mis «citas». Durante dos años había sido mi protector, mi mentor, mi amigo y mi ídolo… e incluso mi padre en cierto modo. Y ahora el hecho de que no sólo me permitiera acostarme con otros sino que incluso me empujara a hacerlo me daba un poco de miedo. Sin embargo, siempre que me echaba a llorar o le decía que aquello no me gustaba, me abrazaba y me consolaba, diciéndome que era bueno para mi carrera y que algún día me convertiría en la estrella más fulgurante de Hollywood.

Cuando se estrenó mi película La perversión, poco faltó para que se armara un escándalo. Corría el año 1925 y era una película muda, pero no hacía falta el sonido para comprender lo que yo hacía en la pantalla. Inmediatamente después rodé Scherezade dando la réplica a Rodolfo Valentino, el amante de la pantalla más seductor del momento, y juntos prendimos fuego al mundo. La mitad de la población nos condenaba y la otra mitad quería ser como nosotros. Las mujeres querían ser como yo y los hombres querían acostarse conmigo. A los cuatro meses del estreno de Scherezade, los estudios informaron de que yo estaba recibiendo semanalmente más cartas de admiradores que Mary Pickford.

Había transcurrido casi tres años desde que Dexter Bryant Ramsey me rescatara del bloque de hielo; ahora me había convertido en la máxima estrella de Hollywood y podía tener todo lo que quisiera. Sin embargo, lo único que yo quería era a Des. Pero, por extraño que pareciere, él no me quería a mí.

Hasta ocho meses atrás, Larry Wolfe había pensado qua sólo podía haber un máximo placer en la vida: ganar un Oscar. Ahora que ya había obtenido la codiciada estatuilla, sabía que el verdadero placer era conseguir a una mujer que no le quisiera. Mientras daba poderosas brazadas en la piscina climatizada del jardín vallado del bungalow que compartía con Andrea, experimentó la excitante sensación que siempre le producía el hecho de bañarse desnudo y pensó en Carole Page y en sus retozos con ella sobre la nieve. Una vez más, la actriz le había dado a entender claramente que no le interesaba acostarse con él, lo cual sólo había servido para que el la deseara con más intensidad.

Al completar el último largo, salió de la piscina y observó que tenía una erección. No le extrañó, teniendo en cuenta que había estado pensando en la escurridiza Carole Page. ¿Cómo conseguiría llevársela a la cama?

Los tres bungalows de Star's se habían diseñado de tal forma que sus ocupantes gozaran de la máxima intimidad. Cada uno de ellos disponía de dos grandes dormitorios a ambos lados del salón equipado con un bar, una cocina americana y una chimenea. La piscina, aunque pequeña, estaba climatizada y protegida por unos altos muros. La escarcha cubría la parte superior de aquellos muros, las estrellas fulguraban en el negro cielo y el aire de la montaña era tan cortante como el cristal. Pero Larry, a pesar de ir desnudo, no sentía frío gracias a la calefacción al aire libre y al vapor que se elevaba de la piscina verde lima. Mientras alargaba la mano hacia la toalla, vio un movimiento a través de la puerta corredera de cristal que daba acceso al salón. Una doncella estaba retirando las sobras de la cena a base de langosta que le había enviado poco antes el servicio de habitaciones.

Parecía una chica decente y sin duda se hubiera quedado pasmada si él le hubiera dirigido una simple palabra. Un chasquido de los dedos hubiera bastado para que se metiera voluntariamente en su cama. Pero eso a él no le apetecía. Identificaba a las mujeres dispuestas a acostarse con él desde varios kilómetros de distancia. Incluso a la pobre Andrea, pensó mientras se arrollaba una toalla alrededor de la flexible cintura. Sabía que estaba enamorada de él desde hacía diecisiete años. Había visto a menudo en sus ojos aquella mirada de cachorro desvalido. Pero la pobrecilla no tenía ninguna posibilidad. Ni con él ni con nadie. En la industria cinematográfica, aunque uno trabajara entre bastidores, la prestancia física era muy importante. Y Larry pensaba con frecuencia que Andrea debió de estar escondida detrás de una puerta cuando el Sumo Hacedor repartió la belleza entre sus criaturas.

Cuando abrió la puerta corredera de cristal y la cerró a su espalda para entrar, la joven doncella levantó la vista, se puso intensamente colorada y a punto estuvo de dejar caer la bandeja al suelo. Larry le dirigió una mirada de hastío y le indicó la puerta con un gesto, dándole a entender que procurara retirarse cuanto antes. Cosa que ella hizo. Después, Larry se dirigió al cuarto de baño de su espacioso dormitorio y se colocó en el aparato electrónico de subir escaleras.

A través de la puerta abierta que daba al salón, vio los libros de Andrea diseminados sobre la superficie de cristal de la gran mesa de centro. El asesinato de Dexter Bryant Ramsey; Marion Star: La tragedia de Hollywood y La era de la orgía. Tenía que reconocer una cosa… Andrea era muy diligente a la hora de investigar con vistas a un guión. Se preguntó con indiferencia qué habría descubierto en el diario por el que él había pagado una suma tan astronómica. Esperaba que fuera dinamita pura, el señor Yamato se desplazaría desde Tokio con su talonario de cheques precisamente para eso.

Larry casi no podía creer en su suerte. Poco después de la ceremonia de entrega de los premios de la Academia, Andrea le había comentado lo que había leído acerca de aquel hombre de negocios japonés que tan encaprichado estaba de la figura de Marion Star: coleccionaba todas sus películas y tenía centenares de fotografías suyas en todos los rincones de su casa. Por pura coincidencia, se había descubierto un diario en el Star's Haven y su propietaria Beverly Burgess pensaba venderlo en pública subasta.

- Creo que deberíamos pujar por él -le dijo Andrea- y después comunicarle al señor Yamato que vamos a hacer la película. Apuesto a que estará encantado de financiarla.

Fue entonces cuando a Larry se le ocurrió la idea de producir la película, aparte de escribir el guión.

«¿Por qué no?», pensó ahora, mientras jadeaba en el aparato: notaba la contracción de los músculos de sus nalgas y sus pantorrillas y sentía todo el poder y la fuerza de su cuerpo. De la misma manera que antaño pensaba que cualquier tonto podía escribir un guión cinematográfico, ahora pensaba que cualquiera podía ser productor. Una vez más, la pobre Andrea le había echado una mano sin saberlo tan siquiera. Al parecer, el mundo estaba dividido en dos bandos, el de los donantes y el de los receptores. Andrea era decididamente una donante, lo que en su caso equivalía a ser una perdedora.

Mientras su cuerpo empezaba a sudar y el corazón le latía violentamente en el pecho, Larry apartó de sus pensamientos a Yamato y a Marion Star. Su cuerpo le exigía ahora toda la atención tras haber suscitado en su mente sugestivas imágenes de Carole Page. Lo que más le apetecía en aquellos momentos era el sexo. Con una mujer en concreto. Tenía que buscar la manera de conseguirla.

Fuera, en el sendero débilmente iluminado que poco a poco se estaba cubriendo de nieve, Andrea caminaba con cuidado hacia el bungalow. Entró por la puerta de su dormitorio, posó las cosas que llevaba, se quitó el abrigo y se dirigió al salón donde un reconfortante fuego ardía en la chimenea de baldosas. Prestó atención e identificó el ruido de unos ejercicios en el aparato de subir escaleras. Se acercó muy despacio a la puerta abierta y contempló a Larry sin que él la viera.

No era la primera vez que veía su cuerpo. Muchas veces habían trabajado en la playa de Malibú donde Larry nadaba y tomaba baños de sol y ella, envuelta en una toalla, tecleaba en su máquina portátil de escribir. Recordó una vez más cuán estúpida había sido al enamorarse de él y dejarse cegar por la lujuria.

Evocó momentáneamente un mágico verano de once años atrás cuando ella y Larry se encontraban en Nuevo México para el rodaje de los exteriores de su más reciente guión cinematográfico. Recordó que el director era muy maniático y quisquilloso y había exigido unas modificaciones en el último momento, por lo que ella se había pasado casi todo el tiempo en una sofocante caravana, sudando la gota gorda y bregando con la máquina de escribir. Hubiera sido un recuerdo más bien desagradable de no haber podido contar con el ayudante de dirección, un joven con prematuras entradas en el cabello, gafas de gruesos cristales y un inagotable sentido del humor. Una versión de Santa Fe de Woody Allen. Su nombre era Chad McCormick. Andrea recordó que Larry había ligado con una de las extras, una aspirante a actriz de cuarta fila que se había limitado a pronunciar tres frases mal dichas; ambos se habían pasado todo el tiempo que estuvieron allí haciendo excursiones al Chaca Canyon, a Albuquerque e incluso a Yuma, comprando piezas de cerámica india, tomando chiles y tacos y haciendo el amor mientras Andrea batallaba con los cambios del guión. Estaba a punto de largarse cuando Chad McCormick llamó a su puerta.

Chad no era Hollywood y ni siquiera era la «industria», lo cual le causó a Andrea una enorme impresión. Ser un aspirante a director en una ciudad infestada de tiburones significaba tener que unirse a los tiburones. Sin embargo, Chad era un hombre muy afectuoso, amable y considerado y, sobre todo, asombrosamente honrado. Tras tomarse un primer cóctel margarita juntos en la cantina, ambos pasaron muchas noches bajo la luna del suroeste, hablando de todo lo que les venía a la mente. La primera vez que Chad la besó cuando ella tenía treinta y un años, Andrea tuvo la sensación de que todo el desierto retumbaba con cientos de cohetes.

Fue la primera vez en seis años en que hubiera podido preguntar: ¿Larry qué?

Una noche, tras besarla mucho sin pasar de ahí, Chad le confesó que la amaba y quería casarse con ella.

Al finalizar el rodaje, Andrea y Chad regresaron a Los Ángeles atravesando el Gran Cañón, donde permanecieron cinco noches en el albergue Yayapai, haciendo el amor bajo unas mantas indias sin que Andrea le confesara a Chad que le estaba regalando su virginidad. Desde allí Andrea regresó a casa como flotando entre nubes y con la cabeza llena de infantiles ingenuidades como, por ejemplo, lo curioso que sonaría su nombre, Andrea McCormick, y qué nombres les iban a poner a sus hijos. Pero su sueño se hizo pedazos cuando regresó a casa y se encontró con un sombrío y silencioso Larry que se pasó una semana malhumorado antes de decirle lo que ocurría.

- Vas a estropear la unión de nuestro equipo -le dijo Larry.

A pesar de haberle asegurado que la colaboración entre ambos seguiría en pie cuando ella y Chad se casaran, el malhumor de Larry se fue intensificando progresivamente hasta que Andrea oyó el tácito ultimátum: como te cases, se acabó.

Por desgracia, su apego a Larry era mucho mayor que la necesidad que tenía de Chad. Al final, se separó de su enamorado y Larry volvió a recuperar su habitual jovialidad.

Pero la jovialidad no le iba a durar mucho tiempo, pensó ahora Andrea, apartando la vista de aquel David de Miguel Ángel que se estaba ejercitando en el aparato. Después de lo que le había hecho ocho meses atrás, no le iba a durar demasiado.

Ocurrió la noche de la entrega de los premios de la Academia. Larry había sido nominado para el mejor guión cinematográfico original; la competencia era muy reñida, pero ambos pensaban que tenían muchas posibilidades de ganar. A lo largo de los diecisiete años que llevaba con él, Andrea había sacrificado su identidad, movida por la adoración que le inspiraba Larry.

El nombre de Larry Wolfe era el único que figuraba en los créditos de la pantalla, por cuyo motivo la nominación para el Oscar se refería exclusivamente a él. Pero a Andrea no le importaba. El triunfo de Larry era su propio triunfo. Además, él le había dicho que, en el discurso de aceptación, proclamaría ante el mundo que, sin la colaboración de Andrea Bachman, jamás hubiera conseguido hacerlo. Andrea había soñado incluso con la posibilidad de que él la llamara al escenario. ¿Alguien habría hecho alguna vez una cosa semejante durante la ceremonia de entrega de los Oscar?, se preguntó mientras ambos permanecían sentados en sus butacas de la segunda fila del Shrine Auditorium, justo detrás de Kevin Costner y Jeremy Irons. Andrea se atrevió incluso a tomar la mano de Larry y comprimirla con fuerza. Su camino de diecisiete años los había conducido a aquel lugar. Si ganaran… Si ganaran…

Y Larry ganó. Su nombre fue leído en voz alta y el público prorrumpió en aplausos mientras se interpretaba la banda musical de la película ganadora y Larry subía al escenario para recibir el Oscar. Nadie aplaudió con más entusiasmo que Andrea. Incluso se le llenaron los ojos de lágrimas. Después, Larry pronunció las palabras de aceptación.

Y dio las gracias a todo el mundo.

Menos a ella.

Andrea se quedó petrificada. Larry dio incluso las gracias al barbero que le cortaba el cabello, provocando las risas de los asistentes, y después sostuvo la estatuilla en alto y se retiró con aire triunfal en compañía de la curvilínea y joven estrella que le había entregado el premio.

Y Andrea se quedó sentada.

Larry no la había nombrado.

Ni siquiera la había nombrado.

Fue el momento en que se le abrieron súbitamente los ojos.

También fue el momento en que se percató de que ya no estaba enamorada de Larry Wolfe. En realidad, no lo estaba desde hacía bastante tiempo.

Y entonces empezó a fraguar su venganza.

Por todo lo alto.