28
Tarzana, California, 1963
- ¿Sabes lo que tú necesitas, Philippa? Necesitas a un hombre. Eres una saludable joven de veinticinco años. ¿Nunca te pones, cómo diría yo…? -el muchacho la miró arqueando una ceja-. ¿Nunca te pones «cachonda»?
Philippa sonrió y sacudió la cabeza, mirando al primo de Hannah.
- Max, no quiero volver a hablar de eso contigo. Y tanto menos esta mañana y delante de toda esta gente.
Un pequeño grupo se había congregado en la acera delante de un local de Canoga Park. Era una fresca mañana de noviembre en la que el sol batallaba con unas grises nubes. De momento, ganaba el sol. Y Max perdía.
- Lo digo en serio, Phil -añadió Max, siguiéndola hasta el lugar en que Hannah y Alan aguardaban de pie.
Alan sostenía en sus brazos al niño y Hannah mostraba un abultado vientre de ocho meses, embarazada de su segundo hijo.
- ¿No quieres sentarte? -le preguntó Philippa a su amiga.
- Estoy bien -contestó Hannah desplazándose un poco mientras se apoyaba una mano en la región lumbar-. La ceremonia está a punto de empezar, ¿verdad?
- Si -contestó Philippa, volviendo la cabeza para contemplar el local-. ¿No te parece emocionante? ¡Nuestro trigésimo salón! Los frutos de su visión de dos años atrás, la noche en que Hannah se casó. La noche en que Charmie abandonó Starlite. Hannah abrazó brevemente a Philippa.
- Vaya -exclamó-. Ya está aquí Max otra vez. Y con su cara de chiflado de siempre. ¿Quieres que te lo quite de encima? Philippa se echó a reír.
- ¡Yo sola puedo manejar a Max!
- Mi familia -exclamó Hannah con un suspiro. Aproximadamente la mitad de la gente que se encontraba allí aquella mañana para celebrar la inauguración del trigésimo salón Starlite pertenecía al vasto clan de Hannah.
La única invitada de la «familia» de Philippa era la señora Chadwick, luciendo su vestido del domingo y un nuevo sombrero con un adorno de claveles de seda, llorando y riendo a la vez mientras le contaba a todo el mundo que conocía a Philippa de cuando ésta no era más que dependienta de un drugstore.
- Yo siempre supe que conseguiría triunfar.
El triunfo de Philippa en aquellos momentos consistía en ser la propietaria de treinta salones Starlite, cada uno de los cuales funcionaba a pleno rendimiento con ochocientas socias que totalizaban veinticuatro mil mujeres. «¿En qué otro lugar -escribía una periodista-, podrían las mujeres alejarse de las tensiones de la familia y el trabajo y disfrutar de una hora y media para mejorar su propio aspecto entre amigas, adelgazando por medio de una dieta interesante y eficaz, aprendiendo cosas sobre moda y técnicas de maquillaje, rodeadas de simpatía y recibiendo estímulo a través de charlas de animación? Esta periodista puede darles la respuesta por experiencia personal: ¡sólo en el tranquilo, seguro e íntimo ambiente de los deliciosos y elegantes salones Starlite! Háganse socias, hijas, y me lo agradecerán.»
Entre las personas que se habían congregado aquel día para asistir a la ceremonia del corte de la cinta azul que inauguraría el trigésimo salón se encontraban las seis asesoras que trabajarían en el nuevo local; entre ellas Cassie Marie, cuya nerviosa energía se había canalizado en otros tiempos hacia las golosinas y las mantas de ganchillo. Una asesora de Starlite tenía que ser una experta en programas dietéticos; antes de iniciar su actividad, las asesoras asistían a un cursillo acelerado de adiestramiento de seis semanas de duración. Los sueldos se basaban en el tiempo que una llevara en la compañía y el número de grupos que dirigiera, aparte otros incentivos como participación en los beneficios y la oportunidad de ascender hasta la máxima posición de coordinadora de zona, el puesto más prestigioso y mejor remunerado. Hasta entonces se habían inaugurado treinta salones por todo el sur de California, pero Philippa estaba elaborando planes de expansión por todo el estado y, en cuanto fuera posible, por todo el país.
«Si Charmie formara parte de todo aquello…», pensó Philippa mientras otras dos furgonetas de una floristería se acercaban al bordillo y unos hombres enfundados en monos de trabajo empezaban a sacar grandes centros de flores con cintas que decían: MUCHA SUERTE Y FELICIDADES. Pero, desde aquella noche de dos años atrás en que Philippa había encontrado a su amiga apaleada y magullada en el interior de un armario, ambas no se habían vuelto a hablar ni se habían vuelto a ver.
Philippa había tratado varias veces de cerrar la brecha a través de notas y de llamadas telefónicas. Una vez se dirigió incluso a casa de Charmie, pero nadie respondió a su llamada, a pesar de que ella sintió la presencia de alguien en el interior de la vivienda. Al final, le envió un ramo de claveles, las flores preferidas de Charmie, con una nota que decía: «Por favor, seamos amigas». Pero Charmie no contestó. Desde entonces había pasado un año.
Pensando ahora en su mejor amiga y lamentando que no estuviera allí en aquellos momentos, Philippa recordó una vez más su soledad. Eso era lo que más le molestaba de Max y de su insistencia en que necesitaba a alguien: el chico tenía razón.
Apartó de su mente aquellos pensamientos negativos. Al fin y al cabo, ¿cómo podía estar sola? La nueva casa que se había comprado en las colinas de Enrico, con aquella impresionante vista del valle, y la nueva sede Starlite en Encino, ocupaban todas sus energías y no tenía tiempo para pensar en la soledad. Philippa estaba ocupada de la mañana a la noche, buscando nuevas ubicaciones para sus locales, convirtiendo las tiendas en salones, contratando y adiestrando asesoras, comprando nuevas instalaciones y asegurándose de que todo funcionara a la perfección. Iba constantemente de un lado para otro, desde Thousand Oaks a Escondido. Cuando no estaba en la carretera o no supervisaba los veintinueve salones, trabajaba a un ritmo endiablado en el despacho con la ayuda de su equipo de colaboradores, atendiendo cientos de llamadas telefónicas de socias que preguntaban cosas como: «¿Se puede considerar el quingombó una hortaliza aunque no figure en la lista?». «¿Qué opina del Metracal y el Sergo?». «¿Se puede usar miel en lugar de azúcar?». O hacían sugerencias como, por ejemplo, la receta de una falsa lasaña hecha con berenjenas y queso fresco o una deliciosa salsa vegetal a base de yogur descremado y líquido de almejas. Todo lo cual tenía que probarse, analizarse y después incorporarse a los impresionantes ficheros de datos de Starlite para incluirlo finalmente en las hojas que se entregaban cada semana a las socias. Después se tenían que atender las cartas de tipo más personal que muchas mujeres dirigían a Starlite para expresar su agradecimiento y decir que Starlite había cambiado sus vidas. En las páginas destacaban las palabras «proscrita», «despreciada» y «rara» seguidas por otras como «apreciada», «enamorada» y «ascenso en el trabajo». Eran cartas de alabanza. Siempre que Philippa dirigía la palabra a un grupo, las socias batían palmas y la vitoreaban, dándole a entender que tenía muchas amigas.
También había algunos hombres en su vida. Siempre que tenía tiempo, Philippa salía con alguien.
¿Sería ése, se preguntó, el perfil de una mujer solitaria?
Cuando algunas veces se sentía tan sola que experimentaba la necesidad de llamar a Johnny a San Quintín o de escribirle una carta, pensaba en lo ocupada que estaba, o en los muchos amigos que tenía y en el éxito de su empresa, y entonces se decía que no necesitaba a Johnny ni a nadie. Su vida estaba enteramente colmada y era más feliz que la mayoría de la gente.
De vez en cuando, se permitía la debilidad de pensar en Rhys. Cuando el hermano se había llevado el cuerpo de Rhys al norte de California, también había recogido el rollo de papel de envolver carne que Rhys utilizaba para escribir, y lo había mostrado a un editor. El año anterior, la obra había alcanzado el primer lugar de las listas de bestsellers y había sido aclamada como «la última gran novela de la Generación Beat». Cuando, al final, Philippa pudo leerla, vio las palabras que había leído la noche en que encontró muerto a Rhys: «Su rostro, con la dulce redondez de un querubín, era tan puro como el de un angelito y, cuando abría la boca para hablar, brotaba de ella la luz… La tuve en mis brazos como una pequeña y cálida codorniz…».
Mientras se acercaba a la cinta azul agitada por la brisa matinal tratando de recabar la atención de todos los presentes, Philippa vio su propia imagen reflejada en el escaparate… una alta y esbelta joven vestida con falda de lana y una elegante chaquetilla de grandes botones, con el cabello cobrizo recogido hacia arriba en un moño de estilo francés y cubierto por un sombrerito a lo Jackie Kennedy. Sonrió complacida al verse. Aquélla ya no era la gorda y desventurada Christine Singleton que tenía que comprarse la ropa en la tienda Charlene's Chubbies de Powell. Ya no era el querubín carirredondo de Rhys ni su pequeña y cálida codorniz. Era una mujer que dominaba la situación; una mujer que había emprendido el camino de unos éxitos cada vez mayores. Una mujer que definitivamente no estaba sola.
Cortó la cinta, se dispararon los flashes y todo el mundo entró en el local donde unas mesas con comida esperaban a los invitados… aunque nada de lo que había en las bandejas engordaba. Todos los platos se habían elaborado de acuerdo con las recetas oficiales de Starlite: huevos duros con galantina de tomate; ensalada de pepinos, setas y espárragos encurtidos; bocadillos de pechuga de pollo fría y pan de centeno y salsa y verduras y yogur. Las únicas bebidas eran gaseosa dietética, café, té y leche descremada aromatizada con nuez moscada. La única concesión al pecado fue el champán sobre el cual todos se abalanzaron como fieras. Mientras la gente felicitaba a Philippa, Max se acercó corriendo con el rostro arrebolado y diciendo a gritos:
- ¡Dios mío! ¡Han disparado contra el presidente!
En el salón había un televisor de veintiuna pulgadas que Max encendió mientras todo el mundo se congregaba a su alrededor.
La pantalla del aparato cobró vida y en ella aparecieron las palabras BOLETIN DE NOTICIAS mientras se oía una voz que decía:
- Interrumpimos la programación…
- Oh, Dios mío, Dios mío -exclamó Max, cambiando de canal.
Todas las emisoras emitían avances informativos similares; al final, encontró una que mostraba a un reportero de pie a la entrada de lo que parecía ser un gran hospital, diciendo en tono muy serio:
- Aún no se ha comunicado ninguna noticia sobre el estado del presidente Kennedy, el cual ha sido trasladado inmediatamente al hospital Parkland de Dallas, donde ahora nos encontramos, inmediatamente después de haber sido tiroteado mientras cruzaba la ciudad en una caravana de vehículos.
La sala enmudeció de golpe mientras todo el mundo contemplaba la pantalla con expresión sobrecogida.
- Como ustedes pueden ver -añadió el reportero con la voz quebrada por la emoción-, una gran muchedumbre se está congregando frente al hospital…
La cámara enfocó lentamente la escena. Había gente apretujada en la extensión de césped frente a la entrada principal del edificio de trece pisos. Algunas personas permanecían de pie y otras estaban arrodilladas en silencio; muchas de ellas lloraban. De pronto, se escuchó la poderosa voz de alguien que se estaba dirigiendo a la muchedumbre en tono de predicador. La cámara seguía desplazándose, como si buscara el origen de aquella voz hasta que, al final, enfocó un viejo autocar con un letrero en el costado que decía: DANNY MACKAY TRAE A JESÚS. Un joven se encontraba de pie en la abollada cubierta del motor del autocar con los brazos extendidos, invitando a sus «hermanos y hermanas en Cristo a unirse a mi oración por nuestro amado presidente».
Philippa vio que la gente se volvía hacia él con expresión perpleja y esperanzada, como de niños que esperaran ser guiados por alguien. Cuando el joven habló, ella sintió el poder de su espíritu a través del televisor.
- Yo no sé qué está ocurriendo en el interior de este edificio, hermanos y hermanas -gritó el joven predicador-. Tenemos que elevar nuestras voces a Dios y decirle que no queremos que se lleve hoy a John Fitzgerald Kennedy a su seno. ¡Ya sabemos a quién le echará la culpa el mundo de lo que hoy ha sucedido aquí! -gritó Danny Mackay-. ¡Le echarán la culpa a Texas! Pero Texas no ha disparado contra nuestro amado presidente. ¡Lo ha hecho el demonio!
Mientras algunos invitados abandonaban el salón, otros se hundieron en los asientos o, como Hannah, rompieron a llorar muy quedo. Philippa siguió escuchando la apremiante voz del joven predicador callejero.
Tenía una hermosa voz que dominaba y convencía. Y su apariencia física también era hermosa y dominante. Las lágrimas rodaron por su bello rostro mientras pedía al mundo que «le muestre al Señor lo mucho que amamos al hombre que ahora yace en este hospital». Philippa sintió que su fuerza se apoderaba de ella.
- Vamos a ofrecernos nosotros en lugar de nuestro presidente caído -dijo Danny Mackay.
- Amén -gritó la muchedumbre.
Philippa se estremeció.
- Prometamos volver al recto camino… ¡por la salud de John Kennedy! -añadió Danny.
Los ojos de Philippa se llenaron de lágrimas. De espaldas al sol, con los brazos extendidos y con el joven cuerpo estremeciéndose de pasión y magnetismo, Danny gritó:
- ¡Reconciliémonos con el Señor aquí y ahora, hermanos y hermanas! Cualquier cosa mala, oscura o sin amor que habite en vuestros corazones… ¡arrojadla fuera en nombre de nuestro amado presidente!
El joven se dirigía a la multitud, pero Philippa tuvo la sensación de que le hablaba directamente a ella.
- Prometedle al Señor ahora mismo -dijo Danny- que purificaréis vuestras almas y abrazaréis el amor y el perdón, y emprenderéis un nuevo camino a partir de este momento.
La oración se prolongó, surgiendo espontáneamente de un ambicioso joven que se encontraba por casualidad en el lugar adecuado en el momento adecuado de la historia. Mientras Danny Mackay, de pie en la abollada cubierta del motor de su viejo autocar, sentaba las bases de su posterior ascenso a la riqueza y la fama, Philippa dejó de escucharle. La había conmovido. Había abierto uno de aquellos oscuros lugares que todos albergamos en nuestra mente, y lo había iluminado. De repente, Philippa comprendió lo que tenía que hacer.
Tenía que encontrar a su padre. Tenía que hacer las paces con Johnny Singleton.
- Johnny Singleton -dijo impacientemente por tercera vez. Tras marcar el número, la habían puesto en comunicación con dos personas y ahora parecía que la tercera tampoco le iba a servir de mucho-. Es un recluso -repitió-. Soy su hija.
- Lo siento, señorita -dijo el joven del otro extremo de la línea-, pero aquí no tenemos a ningún Johnny Singleton. ¿En qué fecha fue encarcelado?
Philippa le indicó el año, pero no pudo facilitarle ni el mes ni el día. Mientras le decían que esperara por tercera vez, Philippa empezó a preguntarse si lo habrían puesto en libertad. Al fin y al cabo, habían transcurrido nueve años desde que ella llamó a la prisión de San Quintín desde el muelle de los Pescadores.
Al final, el joven volv¡ó a ponerse al aparato.
- ¿Quién dice usted que es?
Philippa se alarmó al oír su tono de voz y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
- Soy su hija. ¿Por qué?
- Si usted fuera un familiar directo, señorita, habría sido informada.
¿Informada? ¿Informada de qué?
Una pausa y después:
- Simplemente… informada.
- No lo entiendo. ¿Lo han puesto en libertad?
- Lo siento, señorita, pero me temo que no podemos facilitarle ningún tipo de información sin comprobar su identidad. Si quiere usted ponerse en contacto con nosotros por correo y hacer una solicitud por escrito…
- ¡Dígame, por favor, dónde está!
Pero no pudo pasar de ahí. Cuando colgó el teléfono, experimentó una oscura sensación de angustia.
- El asesinato de Kennedy ha tenido un efecto de lo más extraño -dijo el investigador privado, garabateando unas notas en el bloc de apuntes que tenía delante. Su barriga era tan prominente que tenía que estirar los brazos para poder alcanzar la superficie del escritorio. En su corbata se veía una desteñida mancha verdosa y Philippa se preguntó cuánto tiempo llevaría allí-. De pronto, la gente siente la necesidad de buscar a sus antiguos amigos y enamorados -añadió-. Para pedir perdón, supongo, para enmendar los errores y hacer las paces. Su muerte le ha hecho comprender a la gente la rapidez con la cual podernos morir… así, sin más -dijo, chasqueando los dedos-. Si Kennedy puede morir tan de repente, ¿qué nos dice eso a nosotros los demás mortales? Hace una semana que mi teléfono no para de sonar; son personas que quieren encontrar a otras personas -hizo una pausa y le dirigió una insinuante mirada de reojo a Philippa, la cual había encontrado su nombre en las páginas amarillas-. O sea que busca usted a su papá, ¿verdad? Muy bien pues, le voy a decir cuánto le va a subir.
Philippa observó cómo Dixon anotaba unas cifras y unos signos de dólar. Tras su infructuosa conversación con los funcionarios de la prisión, Philippa no supo qué hacer para encontrar a Johnny. Luchaba contra un creciente temor sin nombre… el de que Johnny no hubiera sido puesto en libertad, sino que hubiera abandonado San Quintín por otro camino. Temía que hubiera muerto.
- ¿Por qué motivo fue encarcelado? -le había preguntado Dixon al principio de la entrevista.
- No lo sé -contestó Philippa-. ¿Es importante?
- Podría serlo. Al fin y al cabo, San Quintín es una prisión de máxima seguridad… el pasillo de la muerte, la cámara de gas. Si los funcionarios han sido tan circunspectos como usted dice… -Dixon se encogió significativamente de hombros, dejando la insinuación en el aire-. Podría escribir a las autoridades de la prisión -añadió apagando la colilla de su cigarro y emitiendo un sonoro eructo que pasó brevemente por delante de Philippa dejando efluvios de cebolla y mostaza-. Pero eso llevaría tiempo… la burocracia es muy lenta. Tengo un amigo en el Tirares. Iré a verlo mañana por la mañana, repasaré los archivos y veré qué puedo encontrar. Creo que mañana por la tarde ya le podré facilitar alguna información. Éstos son mis honorarios -dijo, empujando el cuaderno de apuntes sobre el escritorio-. Es todo -añadió.
Dixon cumplió su promesa al día siguiente. Philippa regresó a su descuidado despacho que daba al Colorado Boulevard de Pasadena donde, según él mismo le dijo, organizaba una orgía cada Nochevieja y, a la mañana siguiente, contemplaba el famoso Desfile de la Rosa «precisamente desde esta ventana, la mejor vista de la ciudad».
Philippa no abrió el abultado sobre de cartulina en su presencia sino que se dirigió en su automóvil al Reseda Park. A pesar de ser un sábado, había muy poca gente sentada en la hierba o alrededor del estanque del parque. Una pavorosa quietud parecía cernerse sobre el valle de San Fernando desde la muerte de Kennedy ocho días atrás. El tráfico en las calles era más fluido, en las tiendas había menos clientes y el parque, normalmente lleno de gente que acudía allí a merendar, aparecía extrañamente desierto. Los toboganes y los columpios estaban vacíos y no había ningún bote de remos surcando el estanque. Un anciano estaba dando de comer a los patos, pero sus movimientos parecían mecánicos, como si, en realidad, le parecieran absurdos.
Philippa eligió un banco bajo un árbol enorme cuyas raíces, asomando a través de la hierba, eran tan gruesas como troncos de árbol. Permaneció sentada un instante, contemplando el sobre que Dixon acababa de entregarle.
El investigador no le había hecho ningún comentario sobre su contenido.
- Ahí tiene -se había limitado a decirle, empujando el sobre hacia ella como si no quisiera tener nada más que ver con aquel asunto.
A Philippa se le ocurrió pensar que ahora sostenía la vida de Johnny sobre su regazo, tal como él la había sostenido a ella muchos años atrás. Abrió lentamente el sobre.
Los recortes de periódico eran fotocopias ordenadas cronológicamente a partir del año 1950. Se referían a unos terribles asesinatos que el periódico llamaba «la matanza de Nob Hill». Philippa descubrió horrorizada que los asesinatos habían tenido lugar pocos días después de que Johnny la llevara a Santa Brígida.
Leyó los recortes uno a uno: sobre la investigación policial de la matanza, la información confidencial recibida por el fiscal de distrito, la posterior detención de Johnny, el juicio y el veredicto de culpabilidad… todo lo cual había ocurrido mientras ella se encontraba en Santa Brígida esperando que su padre acudiera a recogerla y sus días de esperanza se iban convirtiendo poco a poco en días de cólera y temor hasta que recibió la primera carta de su padre desde Italia. Pensando ahora en lo que debió de ser para él… perseguido y enjaulado como un animal, gritando su inocencia sin que nadie le creyera, su apuesto Johnny, solo y despreciado…
Sus lágrimas cayeron sobre las páginas, provocando el corrimiento de la tinta. Cuando el viento empezó a soplar en el parque, Philippa notó que noviembre se transformaba en diciembre, primero calor y después frío, como si el viento estuviera tratando de orientarse. Quedaban sólo cinco páginas, pero no se atrevía a seguir leyendo.
Echó un vistazo a la primera y leyó lo que ya esperaba, pero no quería ver confirmado… la condena de Johnny a la cámara de gas. La siguiente página contenía varias notas del Times correspondientes a distintos días, dando cuenta de las dificultades legales que habían obligado a demorar la ejecución. Eran los años en que ella crecía en Santa Brígida y se divertía con Ricitos sin saber que Johnny se encontraba en el pasillo de la muerte y sin saber que, a pesar de sus zozobras y sufrimientos, Johnny se las había arreglado para enviarle aquellas cartas desde distintos lugares del mundo, siempre alegres y siempre hablándole de un futuro mejor.
Pasó a la primera de las tres páginas que quedaban, fechada justo un mes después de que ella huyera de Santa Brígida. Cuando leyó el titular: «Johnny Singleton, asesino convicto de la terrible matanza de Nob Hill, muere esta noche en la cámara de gas», dejó que la carpeta y las dos hojas restantes resbalaran de su regazo. No podía leerlas; sabía que serían un relato pormenorizado de la ejecución de Johnny. El viento las recogió y se las llevó.
Permaneció sentada en el banco hasta que la oscuridad empezó a caer sobre el parque levantando las hojas muertas del suelo envolviéndola como un manto que no le permitía ver nada a su alrededor. Entonces se levantó como un robot y consiguió encontrar el camino de su automóvil. Sólo deseaba estar en un lugar en aquel momento. Se alejó en su automóvil, dejando a Johnny a su espalda.
Mientras las farolas del parque se encendían, derramando charcos de luz sobre la hierba y el estanque, una de las páginas fotocopiadas voló sobre el agua y se posó boca arriba en la superficie dejando fugazmente a la vista el texto: «La ejecución de Johnny Singleton ha sido suspendida en el último minuto y queda pendiente de la investigación de las nuevas pruebas surgidas en relación con la matanza de Nob Hill». Un pato se acercó nadando y, en la creencia de que había encontrado su cena, picoteó el papel hasta que éste se hundió y la tinta se borró.
La última página del informe de Dixon fue llevada por el viento hasta que tropezó con el tronco de un árbol en el que quedó prendida un instante mientras la luz de una farola iluminaba unas palabras que decían: «El verdadero asesino de la matanza de Nob Hill confiesa. Johnny Singleton queda plenamente absuelto y sale hoy de San Quintín». Después, el viento arrancó la página y se la llevó para siempre.
Mientras llamaba al timbre del 325 de la Avenida Hacienda, Philippa ensayó mentalmente cómo iba a iniciar la conversación y lo que le diría a Charmie para evitar que ésta le cerrara la puerta en las narices. «Esto es importante, Charmie. Tengo que hablar contigo. ¡Te pido por favor que me escuches antes de despedirme!».
Cuando estaba a punto de llamar al timbre por segunda vez, se abrió de repente la puerta y apareció un niño de unos cuatro o cinco años mientras los dibujos animados de la televisión vociferaban a su espalda. Era flacucho y simpático, sostenía un bocadillo en la mano y tenía una gran mancha de pringue alrededor de la boca.
- ¿Eres Nathan? -preguntó Philippa, inclinándose hacia él con una sonrisa-. ¿No te acuerdas de mí?
El niño la miró con sus grandes ojos y después dio media vuelta y corrió al interior de la casa, gritando:
- ¡Mami! ¡Hay una señora en la puerta! ¡Lleva un vestido rojo!
Cuando oyó la voz de Charmie contestando «Ya voy», Philippa se notó un nudo en la garganta. «Por favor, Charmie, escúchame. Eres la única amiga con quien puedo hablar de Johnny. Concédeme un par de minutos y después ya no te volveré a molestar. Es que estoy muy triste…»
La puerta se abrió un poco más y apareció Charmie con las mejillas arreboladas a causa del calor del horno, limpiándose las manos enharinadas con una toalla.
- ¿Si? -dijo, pero antes de que Philippa pudiera contestar, exclamó-: ¡Chulita! ¡Dios mío, eres tú! -añadió estrechando a su amiga en un abrazo que olía a canela y pan de jengibre-. Oh, Philippa…
- Charmie, te pido perdón…
- Calla. Yo tuve la culpa. Estaba trastornada. Tú sólo querías ayudarme. Me alegro mucho de que hayas venido.
- Johnny ha muerto, Charmie. Mi padre. Lo ejecutaron.
- Oh, Philippa -dijo Charmie, rodeando los hombros de su amiga con su brazo y acompañándola al sofá.
- ¿Por qué es tan dura a veces la vida? -dijo Philippa.
- Háblame de tu padre.
- Fui muy terca. Creo que en cierto modo quería castigarle por haberme abandonado en Santa Brígida y no haberme dicho que era una hija adoptada. Pero mira adónde me ha llevado la terquedad. Supongo que una parte de mí seguía pensando que algún día volvería a verle. Pero el tiempo ha pasado y he perdido la oportunidad.
- No te lo reproches. Tú no lo sabías.
Se pasaron un buen rato hablando de Johnny y del pasado y recordando aquella última noche en que leyeron sus fichas en el despacho de la madre superiora.
Permanecieron sentadas en el desordenado salón de Charmie en medio de los cálidos aromas que se escapaban de la cocina mientras los dibujos animados de Porky Pig y de Daffy Duck provocaban las risas de Nathan al otro lado del delgado tabique. Poco a poco, Philippa y Charmie se adentraron en las profundas aguas de lo que había ocurrido entre ambas años atrás.
- Siento mucho la manera en que te traté -dijo Charmie-. Sé que tú pretendías ser mi amiga, pero ahora las cosas han mejorado, de veras. Ron ya casi no bebe últimamente y casi nunca me pega. Estamos bien. Saldremos adelante.
- ¿No podrías regresar a Starlite, Charmie? Hablaba en serio cuando dije que te necesitábamos. Tengo unos problemas que sólo tú puedes resolver.
- Mira, muchas veces he estado tentada de acudir a alguno de esos salones. Una amiga mía se hizo socia hace un año. No paraba de hablar de su maldito grupo. Adelgazó veinte kilos y aprendió a vestirse mejor. Yo la envidiaba. Lo mismo que a ti y a Hannah. Pues claro que volveré. Lo haré encantada. Pero sólo cuando Ron no esté.
Terminaron los dibujos animados y el chiquillo entró corriendo en la estancia.
- ¿Eres tú mi tía Philippa? -preguntó.
Philippa le alborotó el cabello color zanahoria y dijo en voz baja:
- Charmie, he decidido buscar a mi verdadera familia. Quiero averiguar quiénes fueron mis padres. A lo mejor, tengo hermanos y hermanas. Es algo que hubiera debido hacer hace mucho tiempo.