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- ¡Oye! ¡Fíjate en eso! -Larry Wolfe salió de su dormitorio y entró en el salón del bungalow con un albornoz en la mano-. ¡Mira lo que nos dan!

Andrea Bachman, la ayudante de Wolfe que estaba deshaciendo su equipaje en la habitación situada al otro lado del salón, miró a Larry a través de la puerta entornada. Ya había visto los albornoces colgados en su cuarto de baño… unos suaves albornoces de rizo de color azul con ribetes plateados y unas estrellas plateadas bordadas sobre el bolsillo superior.

- No creo que el hotel nos los dé, Larry -dijo-. Son para que los usemos mientras estemos aquí, no para que nos los llevemos.

- Pues claro que nos los llevaremos. No hay ninguna indicación que diga lo contrario.

Andrea no replicó. «Larry Wolfe, eres tan tonto que hasta los más tontos parecen listos», hubiera querido decirle.

- Como quieras -se limitó a contestarle mientras seguía deshaciendo el equipaje. Los días en que veneraba cualquier palabra que pronunciara Larry ya habían quedado atrás. Ahora estaba empezando a resultarle aburrido.

Pero Larry tenía razón en una cosa: los albornoces eran algo inesperado. Casi todos los hoteles proporcionaban unos vulgares albornoces blancos, mientras que los de Star's tenían clase. Lo mismo que los artículos de tocador del cuarto de baño. Andrea esperaba los habituales paquetitos y frasquitos de una marca determinada -casi siempre Sassoon o Fabergé-, pero allí se sorprendió agradablemente al encontrar sobre el mármol rosa jabones de diseño Nina Ricci, espuma corporal Night Blooming Jasmine de Jovan y baño de burbujas de aceite de almendras Caswell-Massey. Estaba claro que la gente acudía a Star's para que la mimaran.

Su dormitorio también le deparó una agradable sorpresa. Nada de sábanas blancas como en la mayoría de hoteles; las de Andrea eran de un encendido color frambuesa y la colcha era un calicó de Laura Ashley con las fundas de las almohadas a juego. Incluso había un jarrón de jacintos naturales de color púrpura… ¡en diciembre!

Cuando salió al salón, encontró a Larry ya vestido para la cena, estudiándose delante del espejo de marco dorado que había encima de la chimenea. Andrea aún no se había acostumbrado a no sentir el menor deseo sexual cada vez que lo miraba. El corazón ya no le daba un vuelco en el pecho; ahora podía mirarle con ojos objetivos. Larry Wolfe, cuarenta y cuatro años, moreno y con unas mandíbulas perfectamente cinceladas, era guapo, pero excesivamente pulido, tal como solían ser los maestros de ceremonias. Sólo le faltaban el esmoquin y un micrófono en la mano. Su apostura hacia suspirar a las mujeres. Lo que ellas ignoraban era la vulgaridad de la persona que se ocultaba tras aquella apostura. Larry Wolfe no sólo era superficial sino también mortalmente aburrido. Andrea le había oído comentar una vez con un amigo las relaciones que a la sazón mantenía con una conocida actriz.

- Odia la palabra «follar» -dijo Larry-. Cuando le digo: «Vamos a follar», se pone furiosa. Quiere que lo llame hacer el amor, de lo contrario, no permite que la toque. Así que una noche le dije: «Vamos a hacer el amor» y, mientras estábamos en la cama haciendo el amor, la follé aprovechando un momento en que no miraba.

Así era Larry Wolfe.

- ¿Cuándo dijiste que Yamato se reuniría con nosotros? -le preguntó a Andrea, mirándola a través del espejo.

- Dentro de cuatro días -contestó Andrea, tomando el abrigo.

El señor Yamato era un acaudalado hombre de negocios de Tokio interesado en financiar la próxima película de Larry, la historia de Marion Star. Sería la primera experiencia de Larry como productor. Tras ser premiado con el Oscar en abril, Larry había descubierto que ya no se conformaba con ser simplemente guionista. Ahora quería ser productor. Era algo mucho más prestigioso, que le permitía a uno ganar más dinero, más poder y más mujeres.

- Bueno pues, vamos allá -dijo, encaminándose hacia la puerta sin ayudar a Andrea a ponerse el abrigo-. Necesito un trago.

Abrió la puerta y salió, dejando que ella lo siguiera. En realidad, Andrea, de cuarenta y dos años y más bien feúcha, llevaba unos cuantos años siguiendo a Larry como una sombra. Pero eso iba a terminar. Mientras subían al carrito eléctrico que ella había pedido para trasladarse al castillo, Andrea le dirigió a Larry una sonrisa de adoración. Tenía que procurar no delatarse. Porque estaba esperando el momento de la venganza.

En otro bungalow situado a unos cuantos metros de distancia, Carole Page estaba dando los últimos toques a los preparativos para su primer encuentro con Larry Wolfe. Ciertas cosas no se pueden comprar con dinero, pensó. Ni con poder o influencia. Sólo con el sexo. Bien mirado, pensó mientras estudiaba su maquillaje, el sexo era la moneda definitiva. No había nada que no se pudiera comprar con el sexo. Y lo que la estrella cinematográfica en apuros Carole Page pretendía comprar era un hombre. Concretamente, un hombre llamado Larry Wolfe.

Salió del dormitorio al salón donde un joven de ancha sonrisa y apretadas nalgas había encendido previamente la chimenea. Junto a la chimenea había un reluciente cubo de latón lleno de piñas recubiertas de cera. Cuando se arrojaban al fuego, las piñas chisporroteaban y despedían unas chispas de brillantes colores. Era uno de los muchos detalles que Carole había descubierto en su bungalow. Al llegar, aspiró la fragancia de las flores de azahar en el aire. No supo de dónde procedía hasta que vio un cuenco lleno de aceite encima de una de las lámparas del dormitorio. Una cosa muy romántica. Ojalá Sanford hubiera estado allí para compartirla con ella, pensó.

Pero no podía estar, claro, teniendo en cuenta los planes de seducción que ella se llevaba entre manos.

- Voy a descansar un poco -le dijo a su marido al terminar el rodaje de su última película-. Estoy totalmente agotada.

Sin embargo. Carole no estaba agotada desde un punto de vista físico sino mental. Cualquiera que tuviera ojos en la cara hubiera podido ver que Challenge Girl, la película que acababa de terminar, iba a ser un fracaso.

Pero ya se encargaría ella de que su próxima película no fuera un fracaso. Cuando leyó que Larry Wolfe había adquirido el diario de Marion Star con la intención de convertirlo en una película de elevado presupuesto, Carole vio su oportunidad. Hizo algunas averiguaciones sobre el escritor y se enteró de que Larry era un mujeriego: «Necesito saber que la conquista es mía -había declarado ingenuamente en una entrevista concedida a la revista People-. Las mujeres que se arrojan en mis brazos, y son muchas, no pueden llegar a ninguna parte. Pero, como se cruce por mi camino una mujer inalcanzable, hago lo que sea con tal de conseguirla. Cuanto más esquiva se muestra, tanto más la persigo. En eso consiste el juego, ¿comprende? «Persecución y conquista. No hay nada que me entusiasme más».

Por consiguiente, Carole ya había diseñado su estrategia. Con-seguiría a Larry haciéndole creer que él la había conseguido a ella.

Al enterarse a través de la columna de Liz Smith de que Larry y su ayudante Andrea Bachman acudirían a Star's para hacerse cargo del diario que habían ganado en una subasta y comprobar si la vieja mansión reunía condiciones para el rodaje, Carole tomó el teléfono e hizo una reserva para las mismas fechas. Larry tenía que llegar aquel día. Ahora, lo único que ella necesitaba era averiguar dónde estaba, forzar un encuentro fortuito y mostrar desinterés.

Mientras tomaba su abrigo de martas rusas, notó que el sujetador de encaje le comprimía el busto.

- Juraría que se me está hinchando -le había dicho a su cirujano plástico.

- La liposucción elimina permanentemente las células de grasa -le contestó él- y, cuando se eliminan las células de grasa, el cuerpo no fabrica otras nuevas sino que simplemente busca un nuevo lugar donde almacenar la grasa. En su caso, Carole, le practicaron la liposucción en los muslos y ahora su cuerpo envía la grasa al único lugar que le queda, es decir, al pecho.

Lo cual significaba que se había hecho unos implantes de silicona innecesarios.

Carole cerró los ojos, tratando de librarse del dolor de cabeza. Tenía una pequeña resaca causada por todo el champán que se había bebido durante el viaje hasta Palm Springs. «Me da miedo el funicular», les había dicho a sus compañeras del automóvil Frieda Goldman y la doctora Isaacs. ¿La habrían creído? Lo dudaba. Hizo una mueca al recordar cómo se había tragado toda la botella de Dom Pérignon. Hubiera tenido que moderarse, sabiendo que el alcohol siempre le soltaba la lengua. Menos mal que no había dicho algo como: «Voy a Star's para follar con Larry Wolfe y para que así me incluya en su próxima película». Consiguió mantenerse lo bastante serena como para no cometer semejante imprudencia.

Mientras se ponía el abrigo, pasó repentinamente por su mente un doloroso recuerdo: la portada de una revista con su fotografía y el titular «¿Se acabó la carrera de Carole Page?».

Después de tres fracasos cinematográficos tras haber superado la barrera de los cuarenta, Carole se encontraba en una especie de limbo. Y tenía miedo. Además, estaba resentida. Era una buena actriz, todo el mundo lo decía. Pero últimamente había interpretado unos papeles muy malos. Los papeles para actrices de su edad eran cada vez más escasos. La Asociación de Actores Cinematográficos había dado a conocer unas cifras preocupantes: mientras que el 71 por ciento de los papeles de protagonista eran para los hombres y sólo un 29 por ciento era para las mujeres, el porcentaje de papeles cinematográficos y televisivos para actrices de más de cuarenta años se reducía a un mísero 8,8 por ciento.

Carole sabía que ahora sólo una cosa podía salvarla: un guión cinematográfico escrito por un hombre llamado Larry Wolfe, el mejor guionista cinematográfico de Hollywood en aquellos momentos. El Oscar que le habían concedido en abril lo había confirmado plenamente. Y ahora Larry iba a producir su propia película y, además, escribiría el guión, lo cual significaba que tendría poder para elegir a los actores del reparto. Larry era el motivo de que se hubiera guardado un preservativo en el bolso: quería seducirlo para que la contratara. Pero sólo disponía de unos días. Sanford esperaba su regreso a la casa de Beverly Hills por Navidad, la esperaba con todas sus inquietudes y sus desesperados recuerdos de tiempos mejores.

Sanford, su apuesto y viril marido, disfrutaba haciendo el amor con su «hermosa estrella cinematográfica». ¿Cuánto tiempo podría retenerle?

Mientras se dirigía a la puerta, vio su imagen fugazmente reflejada en el espejo, una llamativa rubia que igual hubiera podido tener treinta años. Sin embargo, no eran las imágenes fugaces las que más la preocupaban, sino los primeros planos. ¿Podría acostarse con Larry Wolfe, temiendo que éste descubriera sus pequeñas mentiras: el minúsculo pliegue en el punto donde había penetrado el tubo de la liposucción; los casi imperceptibles huecos en la zona donde le habían quitado las costillas inferiores; la fina cicatriz que le había quedado tras estirarse el vientre? Carole pensaba que aquellas huellas eran signos de la edad como cuando se cuentan los anillos de un árbol; cuantas más cicatrices de cirugía plástica había, tanto mayor era la mujer. Sabía que muy pronto tendría que añadir unas cicatrices detrás de las orejas cuando le estiraran las mejillas y otra en la raíz del cabello cuando le estiraran la frente y unas pequeñas depresiones cuando le arrancaran las muelas posteriores. Todo para que pareciera más joven. ¿Vería Larry Wolfe todas aquellas mentiras y se echaría para atrás? O, peor todavía, ¿se burlaría de ella y le diría que era demasiado mayor para interpretar el papel de una diosa del sexo de veinticinco años? Y entonces, ¿qué? ¿Estarían contados sus días con Sanford? ¿Fracasaría en otra película, parecería demasiado mayor para el papel que interpretara, sacudiría la gente la cabeza, compadeciéndose de ella… y se iría Sanford en busca de una nueva actriz cinematográfica más guapa que ella?

Ese era su mayor temor; no temía tanto fracasar en su carrera cuanto perder a Sanford. Carole era una gran estrella cuando ambos se conocieron, y sabía que él se había enamorado en parte de eso… de su fama y de su fulgor. Se lo había dicho al principio y se lo repetía constantemente. A algunos hombres no les gustaba quedar oscurecidos por el brillo de sus mujeres; a Sanford, en cambio, le entusiasmaba. Pero, ¿la seguiría queriendo cuando se apagara su brillo?

- Quiero que estés orgulloso de mí, querido Sanford -dijo en voz baja mientras contemplaba su imagen en el espejo-. No podría soportar que me vieras hundirme en la oscuridad. Sé que esto corroería poco a poco nuestra relación y que, al final, te perdería. Y, si no puedo vivir contigo, amor mío, no me apetece vivir.

Cuando vio el castillo, Andrea Bachman recordó inmediatamente la escena inicial de la película Rebeca… una misteriosa mansión a la luz de la luna y la voz de una mujer diciendo: «Anoche soñé que regresaba a Manderley… el recóndito y silencioso Manderley

Mientras el carrito avanzaba por el camino asfaltado que conducía desde los bungalows al edificio principal y el joven conductor, envuelto en una parka, les facilitaba algunos datos de interés sobre el lugar («El centro de salud está por allí y las pistas de tenis cubiertas allí abajo»), Andrea contempló el edificio. Le parecía romántico, medieval y siniestro a la vez. El Robin Hood de Kevin Costner hubiera podido escalar aquellas torres, torretas y almenas. No sería necesario ningún decorado para la historia de Marion Star; el rodaje se podría llevar a cabo en el mismo escenario en el que se habían desarrollado los hechos.

La historia se las traía. El crimen que allí se había cometido casi sesenta años atrás, el 4 de julio de 1932, aún no se había aclarado. Jamás se encontró al asesino de Ramsey ni volvió a saberse nada de la joven y bella Marion Star. Al parecer, cuando vio el cuerpo de su amante desnudo en el llamado Cuarto de Baño Obsceno, Marion salió corriendo en mitad de la noche como una histérica y se perdió en la nieve. Más tarde, después del deshielo primaveral, cuando los equipos de rescate integrados por sheriffs del condado de Riverside, guardas forestales y policías de la zona, recorrieron varios kilómetros a la redonda sin encontrar el menor rastro de ella, se pensó que los animales salvajes la habían devorado.

Había otros misterios en torno al asesinato, ciertos datos inquietantes que los periódicos no habían divulgado, pero que, aun así, habían corrido de boca en boca… Al parecer, el cuerpo de Ramsey había sido mutilado en forma ritual.

Mientras se acercaban a la mansión en cuya entrada dos conserjes recibían a los clientes, Andrea volvió a pensar en lo interesante que iba a ser el guión sobre la vida de Marion. Estaba deseando ver aquel diario largo tiempo perdido y ahora recientemente descubierto, por el que Larry había pagado una fortuna y que ella empezaría a leer aquella misma noche.

Uno de los conserjes bajó por los helados peldaños para ayudar a Andrea a descender del carrito y poner los pies en la roja alfombra.

- Buenas noches, señora -dijo el conserje.

Andrea observó que era un joven muy guapo de veintitantos años. No recordaba cuándo habían dejado de llamarla «señorita» y habían empezado a llamarla «señora». Aunque su temor a la barrera de los cuarenta no fuera tan profundo como el de Carole Page, el día en que celebró sus cuarenta y dos años Andrea experimentó momentáneamente la estremecedora sensación del paso del tiempo.

- Disculpe, señor -dijo el joven conserje, vestido con un grueso abrigo de lana y tocado con un gorro de piel estilo ruso como el de William Hurt en El parque Gorki-, ¿no es usted el guionista Larry Wolfe?

- Supongo que sí -contestó Larry, mirándole con hastío. -Qué gran honor, señor Wolfe. Creo que ganó usted el Oscar con todo merecimiento.

Larry pasó por su lado sin una sola palabra.

El joven se acercó corriendo a la puerta de madera maciza del castillo, le abrió y dijo:

- ¿Podría usted darle algún consejo a un guionista principiante que está intentando abrirse camino, señor Wolfe? Ya sé que yo nunca podría llegar a ser ni la mitad de bueno que es usted, pero…

- Estoy de vacaciones -dijo Larry, despidiéndole con un gesto de la mano.

- No se lo tome como una ofensa personal -le dijo amablemente Andrea al cabizbajo joven.

- Supongo que él nunca tuvo que luchar y nunca necesitó una oportunidad.

- Por favor, no se lo tome a mal. El señor Wolfe siempre se pone nervioso cuando está hambriento -Andrea abrió el bolso y sacó un billete de veinte dólares-. Puede que en otro momento -añadió deslizando el billete hacia la mano enguantada del joven-. Cuando esté de mejor humor.

Al entrar en el vestíbulo brillantemente iluminado donde unas jóvenes uniformadas estaban ayudando a los huéspedes a quitarse los abrigos y las bufandas, Andrea observó que su apuesto jefe dirigía una amable sonrisa a una bonita joven, prestándole una atención que el conserje jamás podría recibir de él porque era una atención de otro tipo. Harry Wolfe era la clase de hombre que atraía a las mujeres sin la menor dificultad. Todas parecían dejar el alma a sus pies. En todas partes las mujeres se enamoraban de Harry. Lo cual había sido una fuente de inagotable inquietud para Andrea en la época en que ella también formaba parte en secreto de aquella tropa y pensaba que la pasión que sentía por su jefe hubiera podido llenar un estadio, antes de que se le abrieran los ojos y descubriera el grandísimo hijo de puta que era en realidad.

Antes de que decidiera vengarse de él.

Mientras le entregaba el abrigo a una de las doncellas, Andrea recordó una brumosa noche en el campus de la universidad de California de Los Ángeles diecisiete años atrás…

El aire nocturno era cálido y perfumado; la luna era un enorme disco anaranjado y las parejas se fundían en apasionados abrazos que la joven Andrea de veintiocho años procuraba no mirar. Tan enfrascada estaba en sus conjeturas sobre el sexo y el amor, que no vio a un joven apartarse repentinamente del sendero que tenía delante. El sobresalto hizo que se le cayeran los libros al suelo.

- Perdón -dijo el muchacho, inclinándose para recogerlos-. No quería asustarte.

Andrea vio que era uno de los que seguían el curso nocturno de escritura cinematográfica con ella. Se llamaba Larry Wolfe y a ella le parecía uno de los chicos más guapos que jamás hubiera visto en su vida.

- Perdón -repitió él con una sonrisa-. Creía que me habías visto -Andrea vio que un mechón de negro cabello le había caído sobre la frente-. Me llamo Larry y estudio en tu misma clase. Quería hablar contigo.

Se quedó de una pieza. Andrea no se hacía ilusiones; sabía que tenía unas facciones vulgares y una personalidad no menos vulgar. Los chicos no se tomaban ninguna molestia para hablar con Andrea Bachman. Y tanto menos los chicos guapos y musculosos como Larry Wolfe.

- ¿Sobre qué? -preguntó, pensando que ojalá él le devolviera los libros.

No tenía nada que estrechar contra su pecho, nada detrás de lo cual pudiera esconderse.

- Verás, es que tengo un problema y pensé que, a lo mejor, tú podrías ayudarme. Siempre que no te importe, claro.

Quince minutos más tarde ambos se encontraban en el Ship's Coffee Shop de Wilshire Boulevard, compartiendo un plato de patatas fritas y dos cafés bajo la chillona iluminación del local. Durante el camino desde la universidad a través del concurrido Westwood, donde las parejas paseaban tomadas de la mano, Larry le habló de sí mismo. Tenía veintiséis años, era natural del sur de California, trabajaba como camarero en el Spaghetti Factory de Venice y su ambición era abrirse camino en el mundo cinematográfico. Confesó con toda franqueza que la interpretación no se le daba bien; tampoco tenía paciencia para aprender técnicas como edición y efectos especiales y no quería perder el tiempo estudiando artes cinematográficas.

- Al final, llegué a la conclusión de que la escritura cinematográfica sería el camino más fácil para entrar en mi mundo del espectáculo -dijo-. Por eso me matriculé en este curso. Esta noche, cuando el profesor ha elogiado tu guión, he sentido envidia.

Andrea se ruborizó. No pensaba que Larry hubiera estado pendiente de ella en aquel momento.

- Me interesa este concurso que han organizado -añadió el joven-. El mejor guión de la clase ganara cinco mil dólares y, además, será mostrado a importantes directores y productores. Necesito ganar este concurso, Alice.

- Andrea -le corrigió ella.

Lo sabía todo sobre el concurso porque pensaba participar en él y tenía intención de ganarlo. Era esencial para ella.

Andrea Bachman era una tímida joven que vivía con sus padres en una sencilla casa de estuco en Santa Mónica, un «retoño tardío» como solían llamarlos en aquella época en que no era frecuente que a una mujer de cuarenta y tantos años le apeteciera tener un hijo. Durante toda su vida, la gente le había hecho sentir que vivía con unos ancianos y, ahora que su madre tenía setenta y dos años y su padre ochenta y seis, las pocas amistades que tenía pensaban que vivía con sus abuelos. Trabajaba como secretaria en una compañía de seguros de Culver City donde parecía confundirse con las paredes y los archivadores y pasaba inadvertida a los ojos de todo el mundo, incluidos los de su jefe.

Andrea tenía que escapar de todo aquello; estaba dispuesta a destacar y a llamar la atención. Siempre había querido ser escritora; incluso había vendido algunos relatos cortos a varias revistas y le habían dicho que prometía mucho. Por consiguiente, cuando vio en Los Angeles Times el anuncio del curso de escritura cinematográfica, limitado tan sólo a veinte alumnos, pensó que aquélla podía ser su gran oportunidad. Ahora, tras siete semanas de estudio y de redacción, el profesor le había dicho delante de todo el mundo que su guión era extraordinariamente prometedor. Andrea exultó, como ahora lo hacía bajo la atención de Larry.

- Lo que yo quiero decir -añadió Larry, zampándose una patata frita- es que se trata de una profesión estupenda. He leído que William Goldman cobró cuatrocientos mil dólares por su guión de Dos hombres y un destino. ¿Cuánto tiempo crees que le debió llevar escribirlo? ¿Unas cuantas semanas tal vez?

Larry se detuvo, miró a Andrea y ésta se sintió incómoda.

- Bueno pues -dijo Andrea carraspeando-, ¿qué es lo que quieres que haga?

- Pues, en realidad, nada. No quiero imponerte ninguna obligación. Una mujer de talento como tú debe de estar muy ocupada…

Larry dejó que sus palabras se perdieran en las corrientes del aire acondicionado. Y Andrea se enamoró.

Ahora, mientras le entregaba el abrigo a una de las doncellas en el medieval vestíbulo del castillo, apartó a un lado los recuerdos y miró a su alrededor, contemplando las riquezas que adornaban la sala principal de Star's… vitrinas con recuerdos y efectos personales de Marion Star; enormes fotografías ampliadas de Marion con la mirada fija en la eternidad. ¿Qué debió de ocurrir aquella noche? ¿Por qué no se había aclarado el asesinato?

Andrea tuvo que apurar el paso para alcanzar a Larry, el cual estaba cruzando la sala principal del castillo para dirigirse al comedor donde el maître lo recibió como si fuera un hermano largo tiempo perdido. Los hombres se sentían tan atraídos por Larry Wolfe como las mujeres, aunque por otros motivos.

Cuando el maître le explicó, deshaciéndose en disculpas, que tendrían que esperar un poco para conseguir mesa, Larry le dijo a Andrea que enviara una nota de queja a la dirección del centro. Después, dio media vuelta y se encaminó hacia el bar, seguido dócilmente por Andrea. Ésta tendría que seguir haciendo la misma comedia unos cuantos días más; no quería despertar sospechas.

Carole subió los peldaños de la entrada del castillo, jugueteando nerviosamente con la cadena de su bolso de noche. Más le hubiera valido dar media vuelta, pensó, y regresar a su casa de Beverly Hills, a su marido y a su fracasada carrera.

- Buenas noches, señorita Page -dijo el conserje.

Ella le dedicó una deslumbradora sonrisa y leyó en su lozano y joven rostro que aún tenía lo que había que tener. Una vez dentro, mientras se quitaba el abrigo de martas rusas y se lo entregaba a una doncella, miró a su alrededor para ver si Larry Wolfe estaba por allí. Había un considerable número de clientes de pie delante de las impresionantes chimeneas o sentados en sillones y sofás tapizados de brocado, sirviéndose de las bandejas de champán y entremeses que estaban pasando unos camareros impecablemente uniformados. Carole se dirigió al salón de cóctel para echar un vistazo a los huéspedes.

«Pero, ¿quién se ha quedado en Hollywood?», se preguntó al reconocer toda una serie de rostros del mundillo cinematográfico.

El salón estaba iluminado con una romántica media luz y tenía una vidriera de colores detrás de la barra, escudos medievales en las paredes y unos coquetones reservados. Unas luces navideñas parpadeaban en los paneles de madera de las paredes y el pianista estaba interpretando una melodía vagamente festiva. A Carole le dio un vuelco el corazón al ver a Larry Wolfe y a su ayudante Andrea Bachman en el rincón más alejado. Se preguntó por un instante cómo provocar un encuentro casual, pero, al final, decidió pasar simplemente por su lado con su blanco vestido de raso, simular haberle reconocido y felicitarle por el Oscar.

Enfrascado en sus pensamientos, Larry no vio acercarse a Carole. En primer lugar, el diario de Marion Star iba a causar sensación y sin duda le permitiría ganar otro Oscar, esta vez por la mejor película. Y, en segundo, estaba deseando conocer a la enigmática propietaria del establecimiento, Beverly Burgess. Nada lo atraía más que una misteriosa mujer inalcanzable; en realidad, eran las únicas mujeres con quienes podía establecer una relación sexualmente satisfactoria. Las empezaba a explorar cual si fueran un oscuro continente desconocido y la emoción de la persecución y el descubrimiento llegaba a veces a obsesionarlo hasta el punto de que, cuanto más esquivas e inalcanzables se mostraban, más despertaban su interés. Por eso, cuando un director cinematográfico amigo suyo le habló de la propietaria de Star's, experimentó una inmediata curiosidad.

- Beverly Burgess es muy guapa -le había dicho el director tras pasar una semana en Star's-. Apenas la vi porque no hace mucha vida social, pero es tal como a mí me gustan, alta, delgada y extremadamente elegante. Y, que yo sepa, no hay ningún hombre en su vida.

Larry Wolfe estaba deseando recorrer el castillo con la elegante e inalcanzable señorita Burgess.

- Vaya, ¿qué tal? -dijo una aterciopelada voz-. Es usted Larry Wolfe, ¿verdad? Le felicito por su Oscar.

Larry levantó la visa, sorprendido.

- Hola -contestó, contemplando una melena rubio ceniza, el fulgor de unos brillantes y un ajustado traje de noche. Sus ojos se posaron en un collar de gruesas perlas alrededor de un cuello-. Señorita Page, es un placer. ¿No quiere sentarse con nosotros? -dijo.

Carole vaciló.

- Bueno, en realidad estoy esperando mesa en el comedor. Miró a su alrededor y se alegró al comprobar que en el salón no había ningún asiento vacío.

- Pues, entonces, acompáñenos hasta que la avisen -dijo Larry.

- No sé -Carole pareció dudar, pero, al final, se sentó-. Es la primera vez que vengo aquí. Tengo un bungalow maravilloso, con piscina y todo.

- Qué coincidencia -dijo Larry con una sonrisa de anuncio de dentífrico-. Yo ocupo el otro bungalow, lo cual significa que somos vecinos. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse aquí?

- Sólo unos días. He venido a descansar. ¿Y usted?

Larry contempló su escote sin disimulo y contestó:

- ¿Ha oído usted hablar del asesinato que tuvo lugar aquí en los años treinta, el del director cinematográfico Dexter Bryant Ramsey? Pienso hacer una película sobre el tema. Yo mismo escribiré el guión y la produciré.

- No me diga -Carole rechazó las avellanas australianas que Larry le ofrecía. Tras haber visto las fotografías de Marion Star en el vestíbulo, recordó que, en el momento de su desaparición, la actriz tenía veintiséis años y era una joven diosa del sexo que siempre lucía prendas ajustadas y nunca llevaba sujetador ni bragas debajo, lo cual significaba que ella tendría que seguir una drástica dieta para eliminar los kilos que le sobraban. Ya lo había hecho otras veces. Cualquier actriz cuya carrera dependiera del aspecto físico tenía que aceptar la tortura que ello entrañaba. Adivinó, por la forma en que Larry la estaba mirando, que su aspecto era sensacional. Él sabía los sufrimientos que le había costado: la aburrida ondulación del cabello, la dolorosa depilación a la cera de las cejas, la limpieza de cutis, el inflamiento de los labios. No era justo. Larry sólo tenía dos años más que ella y lo único que tenía que hacer para estar guapo era pasarse un peine por el cabello.

- ¿Qué tal ha ido Challenge Girl? -preguntó inocentemente Larry como si no se hubiera enterado-. Tengo entendido que hubo problemas de producción.

Qué desastre, pensó Carole. El papel no era adecuado para ella. La película sólo se distribuiría en el Medio Oeste y después moriría apaciblemente en los canales de transmisión por cable.

- Dicen que Syd Stern tiene una novedad que dará mucho que hablar -añadió Larry-. Un nuevo personaje semejante a Indiana Jones, pero en mujer. Se comenta por ahí que será una oportunidad extraordinaria para la actriz que consiga el papel.

- Al parecer, Syd ya la ha encontrado, pero no quiere decir quién es -terció Andrea.

A Carole le daba igual. Ella no podía interpretar el papel de la nueva antiheroína de Syd Stern. Pero el de Marion Star sí estaba hecho para ella.

Lanzó un suspiro, jugueteó con el cuenco de avellanas y dijo:

- Ojalá Sanford estuviera aquí conmigo. Es un lugar tan romántico…

- Pues entonces, ¿por qué quiere tener a su marido aquí? -preguntó Larry, riéndose.

Carole le miró con frialdad.

- Es posible estar casados y seguir enamorados.

- No me convence -replicó Larry-. ¿Pues por qué no ha venido Sanford con usted?

- Últimamente está muy ocupado con su nueva manía de derribar antiguos y hermosos edificios de Beverly Hills y sustituirlos por monstruosidades de veinte mil metros cuadrados. Me alegro mucho de que la persona que compró esta vieja mansión haya decidido conservarla tal como está.

Larry miró a su alrededor, preguntándose por un instante si la misteriosa Beverly Burgess estaría por allí. Después volvió a concentrar su atención en Carole.

- ¿Y qué va usted a hacer aquí sola?

Carole adoptó una actitud de mujer distante e inalcanzable.

- He venido a descansar. Si no tengo a Sanford, no quiero a nadie más.

En los ojos de Larry se encendió un destello de interés. Andrea contempló con aire ausente su cóctel margarita. Había presenciado la misma escena cientos de veces: Larry seduciendo a una mujer indiferente. Pero Carole estaba por encima de las habituales conquistas de Larry; muy por encima, en realidad. Andrea admiraba las dotes de actriz de Carole. Había oído decir que Challenge Girl había sido un fracaso y se preguntaba si Carole habría acudido allí para curarse la depresión.

De pronto se acercó a la mesa un hombre alto y moreno de plateadas sienes, vestido con un elegante traje confeccionado a la medida.

- Discúlpeme, señor Wolfe -dijo-. Soy Simon Jung, el director de Star's. He pensado que tal vez le apetecería conocer ahora a la señorita Burgess.

Larry dudó un instante entre si quedarse allí y profundizar su relación con Carole Page o conocer a la escurridiza Beverly Burgess. Recordó el proverbio del pájaro en mano y, dirigiéndose a Andrea, le dijo:

- ¿Por qué no vas tú con el señor Jung y preparas las cosas mientras yo le hago compañía a Carole?

Unas pinturas de hombres y mujeres desnudos cubrían las paredes en una interminable variedad de abrazos sexuales… besándose, acariciándose, haciendo al amor. Andrea las contempló fascinada.

Mientras admiraba la sorprendente bañera en la que habían asesinado a Ramsey (hecha de cristal tallado a mano, completamente transparente y lo bastante grande como para que cupieran en ella varias personas), Simon Jung le dijo:

- En realidad, no es obsceno sino muy hermoso desde un punto de vista erótico. La atmósfera moral de los años treinta hizo que la prensa le aplicara este calificativo.

Andrea trató de identificar su acento. ¿Francés? Era un hombre increíblemente refinado; si fuera un actor, hubiera podido interpretar a la perfección el papel de un aristócrata o de un distinguido científico. Hubiera podido interpretar a las mil maravillas los papeles de Christopher Lee.

Al final, abandonaron el cuarto de baño en cuya bañera Andrea casi esperaba ver manchas de sangre, y bajaron por un pasillo flanqueado por armaduras.

- Señor Jung -dijo Andrea-, corren rumores de que algo le hicieron a Ramsey una vez muerto. ¿Es cierto que lo mutilaron?

- Lo castraron -contestó Jung.

Llegaron a un despacho en el que se exhibía una gigantesca maqueta de Star's y Andrea fue presentada a Beverly Burgess, la cual, para su asombro, llevaba unas grandes gafas ahumadas.

- Una afección ocular -explicó Beverly. A juzgar por lo que Andrea podía ver, la propietaria de Star's era una morena muy agraciada. Mientras le entregaba a Andrea el viejo diario encuadernado en cuero, Beverly añadió-: Lo encontramos cuando reformamos el ala norte.

Andrea sostuvo el libro en sus manos, pensando que, a lo mejor, allí dentro descubriría el misterio del asesinato.

- Quizá a la policía le podría interesar.

- El caso se archivó hace mucho tiempo -dijo Beverly-. Dijeron que Marion mató a Ramsey y después pereció en estas montañas.

Andrea abrió el diario por la primera página y leyó la pequeña y apretada caligrafía: «Creo que podría decirse que perdí dos veces la virginidad. O tres veces. O cuatro o cinco, depende. Ambos hombres me poseyeron por turnos aquella noche. Yo estaba enamorada del hijo, pero el padre también me quería. No sé cuál de ellos me quitó la virginidad. Me emborracharon, me desnudaron y me tuvieron en el dormitorio hasta quedar enteramente satisfechos, por lo que yo diría que perdí varias veces la virginidad. Jamás les volví a ver. Yo tenía catorce años».

Andrea cerró el diario.

Al ver la expresión de su rostro, Beverly le dijo:

- Es bastante crudo. Y brutal en algunos momentos.

- Ya lo veo -dijo Andrea con aire pensativo-. Bien, muchas gracias, señorita Burgess, no quiero entretenerla más. El señor Wolfe está deseando leerlo para poder empezar a escribir el guión.

Lo cual era mentira. Larry no tenía la menor intención de leer el diario ni de escribir el guión. Pero eso nadie lo sabía. Ni una sola persona en el mundo sabía que el gran Larry Wolfe era un falsario ni que él y su «ayudante» llevaban diecisiete años haciendo una comedia. Qué inocente era Andrea cuando se ofreció para leer el guión que él había escrito para el concurso…

Acordó reunirse con Larry en la sede del sindicato estudiantil del campus de la universidad de California de Los Ángeles. Llevaba consigo el guión que él había escrito. Era espantoso. Peor todavía, era una porquería y ella tenía que pensar la manera de decírselo con la mayor delicadeza posible.

No podía ser sincera con él, no podía decirle sin más que dejara de escribir y se dedicara a otra cosa, porque ella había sido educada según las normas y los ideales de otra época y la primera norma era que una chica siempre tenía que proteger el orgullo de un chico.

- Alábalo -le dijo su madre-. Hazle sentir un rey. Acepta siempre su criterio, aunque tú no estés de acuerdo. Los hombres tienen una personalidad muy frágil y a nosotras las mujeres nos corresponde encargarnos de que siempre se encuentren a gusto. Fíjate en tu padre -el cual tenía entonces sesenta y nueve años-. Yo no siempre estoy de acuerdo con él y algunas de sus costumbres me sacan de quicio, pero mantengo la boca cerrada. Ése es mi Lugar, Andrea, y también será el tuyo cuando llegue el momento.

Por eso, cuando vio acercarse a Larry desde la abarrotada cafetería, deteniéndose a cada paso para intercambiar unas palabras con los amigos a pesar de saber que ella lo estaba esperando, Andrea repasó mentalmente varias formas diplomáticas de decirle que su guión era un desastre.

- Hola, Alice -dijo Larry, reuniéndose finalmente con ella-. Bueno, ¿qué te ha parecido? -preguntó, inclinándose hacia delante y mostrando sus voluminosos biceps.

Cuando la miró, dos rayos invisibles surgieron de sus verdes ojos y se clavaron en su cerebro desbaratándole todo el pensamiento lógico.

- Bueno -contestó Andrea, sacando con temblorosas manos el guión que guardaba en un sobre de cartulina.

- Tranquila, mujer -le dijo él con una sonrisa, apoyando una mano sobre la suya.

Andrea voló varias veces por el universo antes de descender de nuevo a la tierra.

- ¿Qué te ha parecido? -repitió Larry.

Quería decirle: «Es demasiado masculino para mi gusto; no entiendo mucho de historias bélicas». Como si los fallos del guión fueran, en realidad, fallos suyos, tal como su madre le había enseñado a hacer. En su lugar, contestó:

- Es muy prometedor.

- ¡Estupendo! Y ahora, dime qué tengo que hacer para mejorarlo.

¿Qué tenía que hacer? Quemarlo. Sin embargo, cuando contempló aquella sonrisa, sabiendo que, si le dijera la verdad, jamás volvería a verle, contestó:

- Creo que deberías modificar un poco el personaje principal. Resulta demasiado… áspero. Es demasiado cruel con las mujeres. El comienzo es lento, tendrías que empezar con un poco de acción, puesto que se trata de una película de acción. Y después… -la lista era interminable-. Bueno, aunque sean unos exteriores sugestivos, no creo que Islandia sea un ambiente adecuado para que un par de veteranos del Vietnam pierdan la cabeza. Una bulliciosa tarde en Manhattan crearía más tensión.

- Ya -dijo él, frunciendo el ceño-. Pero eso me dará mucho trabajo y yo no dispongo de tiempo porque tengo un horario muy largo en el restaurante… -Larry ladeó la cabeza sonriendo-. ¿Tú crees que podrías echarme una mano? ¡Te lo agradecería muchísimo!

- De acuerdo -contestó ella mientras una parte de su cerebro le decía: «¿Pero es que te has vuelto loca?».

De pronto, le vino a la mente una cosa muy extraña e inesperada: tenía veinticinco años y todavía era virgen.

No sabía qué tenía eso que ver exactamente con Larry Wolfe y con su guión, pero, de repente, comprendió que tenía que ayudarle, aunque sólo fuera para tener la ocasión de volver a verle.

- De acuerdo, te echaré una mano -dijo.

- ¡Estupendo! -exclamó Larry-. Oye una cosa, ¿y si te llevas el guión y haces con él lo que puedas? Procura tenerlo listo para la próxima clase y después te llevaré a tomar un bocado al Ship's. ¿Qué te parece?

Andrea dijo que sí, vendiendo su alma a cambio de una hamburguesa.

Cuando regresó al salón, encontró a Larry tratando todavía de seducir a Carole Page con su encanto. Sosteniendo en su mano el diario de Marion Star, Andrea pensó en lo mucho que lo había amado cuando ambos estudiaban en la universidad de California y en lo mucho que lo amó en años posteriores. Sin embargo, no era por aquellos días ni por aquellos años por lo que ahora estaba tramando su caída. Era por algo que había ocurrido muy recientemente y que todavía le quemaba el corazón como una herida abierta.

Era por eso por lo que Larry Wolfe se las iba a pagar.