31
Valle de San Fernando, California, 1966
Charmie sólo había avanzado unos seis metros en medio de la glacial atmósfera del drugstore Cut-Cost cuando le vio. Un hombre con un carrito lleno de bolsas de patatas fritas de la marca Laura Sudder de tamaño extragrande para fiestas. Debía de llevar unas doce bolsas y un pack de seis botellas de Tab dietético. Sin embargo, lo que le había llamado la atención no era aquella excentricidad alimentaria sino el hombre en sí mismo. Era tan… hombre.
Debió de habérselo quedado mirando fijamente porque el hombre le dirigió una sonrisa azorada y le explicó, señalando las gigantescas bolsas de patatas fritas:
- Es para la fiesta del cumpleaños de mi hijo.
- Pues felicidades -musitó Charmie mientras él se alejaba.
En menos de un segundo. Charmie hizo toda una serie de placenteras observaciones: el hombre era alto, fuerte, vigoroso y sorprendentemente viril. Y muy joven, puede que tuviera su propia edad, veintinueve años o algo así. Como una idiota le vio empujar el carrito hacia la caja, tratando de calcular a ojo cuántos niños serian necesarios para devorar cinco kilos de patatas fritas. Inmediatamente se contuvo, recordando que el hombre era efectivamente una delicia para la vista, pero estaba claro que tenia familia y, por si fuera poco, ella era una mujer casada. Y estaba embarazada.
Lo cual le recordó su misión en el Cut-Cost, donde el aire acondicionado se mantenía aproximadamente a la temperatura de congelación del mercurio. Mientras cruzaba la sección de Higiene Femenina y Cuidado de los Pies, Charmie confió en que no tuviera que esperar mucho rato en la farmacia; a lo mejor, si le dieran en seguida las pastillas y pagara rápidamente, todavía lograría echar un último vistazo al señor Pedazo de Hombre antes de que éste se alejara de su vida para siempre.
Los únicos clientes de la farmacia eran dos adolescentes que se estaban empujando alternativamente el uno al otro hacia el escaparate murmurando entre sí:
- Yo no los compro, los compras tú.
Charmie compró lo que necesitaba y, en el momento de pagar, tuvo que reprimir el impulso de decir: «Y una caja de preservativos para estos amigos míos».
Cuando abandonó el establecimiento, el sofocante calor estival la azotó con toda su fuerza. Notó súbitamente que se le dilataba el cuerpo a causa del calor del mismo modo que antes se le había contraído con el frío al entrar en el drugstore. Se detuvo para buscar las gafas de sol en el enorme bolso que llevaba.
El bolso de luna, confeccionado por encargo, hacía juego con su caftán a la medida. Se habían acabado los holgados muu muus hawaianos para Charmie; ahora lucia los modelos surgidos de la experta aguja de Hannah. Al fin y al cabo, era algo así como una ejecutiva, ganaba sus buenos dólares como asesora de cosmética de Starlite y era importante que vistiera de acuerdo con su rango. El caftán era de algodón importado de Egipto, teñido de morado, con un ribete color miel alrededor del escote cuadrado y de las voluminosas mangas. El pañuelo a juego que llevaba anudado alrededor de su encrespado cabello rubio acentuaba el aire agitanado que estaba de moda en aquellos momentos, a lo cual contribuían también los largos pendientes hechos con cuentas doradas y una especie de gigantescas vainas de legumbres, de tal forma que el resultado final era algo así como una combinación entre África y Carnaby Street. El atuendo hubiera costado un buen montón de dinero en cualquiera de las mejores tiendas de Los Ángeles, pero Hannah limitaba su creatividad a las amigas y parientes. No tenía tiempo, decía, para dedicarse en serio al diseño de moda; sus tres hijos y el cuarto que estaba en camino la tenían totalmente ocupada.
Mientras se apoyaba las grandes gafas de sol en el caballete de la nariz, Charmie contempló las nuevas oficinas de Starlite que se levantaban en la acera de enfrente. La empresa crecía con tal rapidez que aquel era el cuarto traslado en tres años. Cuando apenas llevaban unos meses en aquel edificio, diseñado, por alguna misteriosa razón, como un chalet suizo, Philippa ya estaba diciendo que no había suficiente espacio.
Charmie tuvo que vencer la tentación de cruzar la calle para comunicarles a sus amigas la venturosa noticia… ¡embarazada al cabo de siete años! ¡Era una sorpresa deliciosa! Pero no podía correr el riesgo. Charmie procuraba trabajar en Starlite sólo cuando Ron se iba de viaje más allá de Santa Bárbara y, aunque nunca trabajaba al día siguiente de su partida ni la víspera de su previsto regreso, el riesgo estaba ahí. Hasta entonces, había logrado preservar la paz de su matrimonio con algún que otro altercado de vez en cuando, como el día en que Ron estuvo lo suficientemente sereno como para fijarse en las costosas prendas que había en su armario y le propinó una fuerte paliza hasta que ella le confesó que lo había comprado todo muy barato en las rebajas de unos grandes almacenes y que no volvería a hacerlo nunca más. Ron tiró toda la ropa y ella se pasó un mes cojeando, pero se alegró de que su marido no hubiera descubierto el talonario escondido de la secreta cuenta bancaria en la que depositaba todos sus ingresos de Starlite. El dinero era para el pequeño Nathan, para pagarle los estudios universitarios. Sin embargo, a pesar de aquellos incidentes, reinaba bastante buena armonía entre ella y su marido y ambos habían disfrutado juntos de muchos momentos agradables en la playa, en Disneylandia o en las montañas como cualquier familia normal. Por consiguiente, a pesar de que estaba deseando proclamar a los cuatro vientos la buena noticia, Charmie decidió esperar unos cuantos días más, hasta que Ron se trasladara a Fresno, donde permanecería tres semanas.
Mientras miraba a su alrededor en el parking, tratando de recordar dónde había dejado su automóvil, Charmie se preguntó si Philippa habría tenido suerte en su búsqueda de un nuevo investigador privado. En los tres años que llevaba tratando de encontrar a sus verdaderos padres, Philippa había tenido muy mala suerte con los investigadores. «Traidores», los llamaba Charmie. Todos parecían cortados por el mismo patrón, se llevaban su dinero, le hacían un montón de promesas y, al final, le decían: «No es posible», y se quedaban con el dinero. Charmie se preguntaba si habrían tratado efectivamente de buscar a la familia de Philippa. Sabía que el caso era muy difícil; para empezar, Philippa disponía de muy poca información: nacida en Hollywood en 1938. Localización exacta, desconocida. Nombre de la madre, también desconocido. Sin embargo, con todo el dinero que se había gastado, algo hubiera tenido que salir. La última vez que Charmie habló con ella un mes atrás, Philippa le había dicho que iba a despedir al último fracasado y se buscaría a otro nuevo. Charmie se preguntó si lo habría encontrado, pero no podía correr el riesgo de llamar a Philippa tan siquiera. Que Ron supiera, su mujer llevaba tres años sin mantener ningún contacto con Starlite o con sus antiguas amigas.
Caminaba por el ardiente asfalto, notando que las sandalias de cuero se pegaban un poco al suelo a cada paso que daba; al principio no se fijó en el hombre sentado en un Mustang descapotable de color azul con la capota bajada, devorando patatas fritas mientras el sudor le bajaba en gruesas gotas por la frente. Se encontraba a tan sólo tres automóviles de distancia cuando se percató de que era él, el hombre del drugstore; le dirigió una sonrisa y él se la devolvió con aire un tanto cohibido, y después dijo algo que ella no captó.
- ¿Cómo dice? -le preguntó, acercándose. Vio que el asiento del pasajero estaba ocupado por las bolsas gigantes de patatas fritas-. No le he oído.
- Digo que me parece que ha descubierto usted mi secreto.
Charmie vio unas migajas esparcidas por la pechera de su ajustada camiseta donde unos impresionantes músculos pectorales parecían invitarla. Sus dedos hubieran deseado apartar aquellas migajas.
- ¿Qué secreto?
El hombre sostuvo en alto una bolsa y esbozó una tímida sonrisa.
- No tengo ningún hijo. Las he comprado para mí.
- ¿Y eso qué tiene de malo? Quiere decir que le encantan las patatas fritas.
- Verá, es que tengo un problema. Apetito desmedido creo que lo llaman.
El corto cabello estilo militar acentuaba el aire de jugador de fútbol americano de su cuello y su espalda. Parecía de las Fuerzas Aéreas, pensó Charmie. O, a lo mejor, practicaba el culturismo. Por lo que había visto en el drugstore y lo que estaba viendo en aquellos momentos… ¡santo cielo, qué bien se le ajustaban los vaqueros a los muslos!… daba la impresión de encontrarse en muy buena forma.
- No me parece que coma usted demasiado -dijo Charmie.
- Bueno, porque seguramente lo elimino con el ejercicio.
Unos hoyuelos se formaron en sus mejillas cuando sonrió. Charmie hubiera querido quedarse allí eternamente, pero, comprendiendo que el tema de las patatas fritas ya se había agotado, dijo, haciendo ademán de alejarse:
- Bueno pues, que tenga mucha suerte.
- Procuro hacer régimen -añadió el hombre-, pero nada me da resultado. Las dietas son muy aburridas, ¿comprende?
Ay, ay, ay, pensó Charmie de repente. Le había dado pie para que le dijera algo, pero ahora venía la parte más peliaguda. Siempre llevaba consigo unos cuantos folletos de Starlite para poderlos repartir en caso de que alguien manifestara interés; en ellos figuraban los teléfonos de la sede central de Starlite y las direcciones de los cuarenta y ocho salones repartidos por toda California. El único problema surgía en el momento de explicar que ella trabajaba en la empresa. Entonces la gente la miraba como diciendo: «¿Usted?». Charmie era la primera en reconocer que no parecía precisamente un anuncio ambulante de la dieta Starlite; en los seis años transcurridos desde que llamara a la puerta de Philippa cuando se estaba celebrando aquella pequeña reunión en el salón de su casa, Charmie no había adelgazado ni un solo gramo. Pero normalmente salía airosa del trance diciéndose: «Que piensen lo que quieran, el programa de Starlite habla por sí mismo».
Sin embargo, ahora, la sola idea de que el hombre pudiera mirarla con aquella expresión, la llenó de espanto, por lo que a punto estuvo de no sacar el folleto. Pero tampoco le apetecía marcharse sin más; y no tenía ninguna excusa para quedarse allí plantada junto al Mustang como si tuviera dieciséis años en lugar de veintinueve y no fuera una mujer casada, madre de un hijo y muy pronto de dos. Por otra parte, tampoco parecía que él tuviera prisa por despedirse. Al fin y al cabo, había retomado el hilo de la conversación cuando ella ya estaba a punto de marcharse. Examinándole rápidamente las manos por si llevara una alianza matrimonial y comprobando que no llevaba ninguna, le dijo:
- Quizá le podría interesar esto.
Rebuscó en su bolso y sacó un folleto. Ahora constaban de cincuenta páginas y tenían unas relucientes tapas.
- Ah, sí, Starlite -dijo él, tomándolo; tenía unos nudillos muy grandes y unas uñas muy pulcras y bien cortadas. Decididamente militar-. He oído hablar de ello.
- ¿De veras? ¿Acaso… -a Charmie le pareció increíble que pudiera preguntar semejante cosa- su esposa es socia? El hombre se echó a reír.
- No estoy casado. ¿Y usted cree que eso me servirá de algo? Necesito adelgazar unos diez kilos.
«¿De dónde, de los dedos gordos de los pies?»
- Se lo garantizo -contestó, haciendo acopio de valor.
Cuando el hombre levantó la vista del folleto y clavó los ojos en ella, Charmie no vio la habitual expresión de: «Ah, ¿sí? Pues entonces, ¿por qué no está usted delgada?». En su lugar, los hoyuelos de sus mejillas se marcaron más visiblemente mientras le decía, esbozando una simpática sonrisa:
- Podría probarlo. ¿Qué tengo que hacer?
- Bueno, en estos momentos los salones son exclusivamente para mujeres, pero estamos empezando a formar grupos de hombres en algunos gimnasios. En el Victor's de Sherman Way, por ejemplo.
- Lo conozco.
Los ojos de Charmie se desviaron hacia sus bíceps. «Madre mía.»
- Los grupos se reúnen los sábados para adaptarse a las necesidades de los hombres que trabajan de lunes a viernes.
Dios mío, pero ¿es que no podía disimular un poco su interés? Ya que estaba, podía pedirle a aquel hombre que le hiciera un detallado recuento de su vida.
El Atlante se encogió de hombros.
- A mí me da igual. Trabajo por mi cuenta y hago el horario que quiero.
- Ah, ¿sí?
«¿A qué se dedica usted, a adiestrar marinos todo el día y a luchar con dobermans en sus ratos libres?»
El hombre volvió a soltar una leve carcajada muy poco propia de un tipo tan fornido.
- Soy investigador privado.
Poco faltó para que a Charmie se le cayera el bolso al suelo.
- ¿Qué ha dicho usted que es?
- Por favor -el hombre levantó la mano haciendo un gesto a la defensiva-, no soy un protagonista de novelas policíacas. Siempre que comento lo que hago, la gente me mira imaginando cualquiera sabe qué cosas…
- No, verá -dijo Charmie-. Es que yo tengo una amiga que está buscando a un investigador privado. ¿Usted se dedica a buscar a personas desaparecidas y cosas así?
- Eso forma una considerable parte de mi actividad. ¿A quién está buscando su amiga?
- Es hija adoptada y quiere encontrar a sus verdaderos padres, pero no hay ningún dato, que ella sepa.
- Podría ser un reto -dijo el hombre-. Pero a mí me gustan los retos. Tendré mucho gusto en hablar con ella si usted quiere.
Charmie no podía creerlo. Sentada en su despacho de la acera de enfrente, Philippa estaba muy desanimada porque los hombres que hasta entonces había encontrado en las páginas amarillas habían resultado ser muy poco honrados y más bien marrulleros. Y allí, como llovido del cielo, había un tipo que no sólo parecía honrado a carta cabal sino que, además, llevaba el pelo cortado a lo John Glenn y tenía un cuerpazo que quitaba el hipo. Americano por los cuatro costados y escrupulosamente limpio. Seguro que Philippa se fiaría de él.
- Si tiene usted un minuto -dijo Charmie-, está aquí mismo, en ese chalet de estilo suizo.
- De acuerdo -contestó el hombre-. No tenía ningún plan para la próxima hora, aparte de comerme estas patatas fritas. ¿Por qué no la acompaño? ¿Cuál es su coche?
Dos minutos después, Charmie salió del parking del Cut-Cost, bajó por el Ventura Boulevard y entró en el parking de Starlite sin recordar ni por un instante que Ron estaba en casa al cuidado de Nathan, viendo unos combates de lucha libre en la televisión.
En Starlite se estaban peleando.
- Maldita sea, Alan -gritó Philippa entrando en el despacho de su colaborador y arrojando un memorando sobre su escritorio-. Te pedí que no volvieras a plantear este tema. No quiero contratar a gente de fuera como asesoras de Starlite, y sanseacabó.
Alan contempló el enfurecido memorando. Era la tercera vez en un año que Philippa rechazaba su idea, pero no pensaba darse por vencido.
- Te digo, Philippa, que estás perdiendo una gran oportunidad de incrementar los beneficios. Con unas terapeutas profesionales, mujeres con diplomas universitarios, podríamos triplicar e incluso cuadruplicar las cuotas que ahora les cobramos a las socias.
- Alan -dijo Philippa sin levantar la voz-, mis asesoras tienen que seguir el programa. Tienen que saber lo que es la obesidad y lo que cuesta librarse de ella. Las socias de mis salones no querrán contarle sus cuitas a una persona delgada que, a su juicio, no será capaz de entenderlas.
- ¡Las terapeutas han sido adiestradas para que entiendan! -replicó Alan.
- Yo estoy de acuerdo con Alan -terció Hannah, clasificando unas telas en un rincón del desordenado despacho. Aunque disponía de un despacho propio en el que redactaba sus consejos semanales de moda, le gustaba trabajar en el despacho de su marido siempre que podía-. Creo que la contratación de profesionales es una buena idea. Los beneficios subirían como la espuma.
- Por favor, Hannah -replicó Philippa, exasperada-. ¿Tan pronto has olvidado tu pesadilla? ¿Recuerdas a Ardeth Faulkner que había sido esbelta toda la vida y te decía: «Por qué no sigues una dieta»? ¿No recuerdas lo poco que nos gustaba la delgada enfermera del doctor Hehr? Si contratáramos a gente que nunca ha pasado por lo que hemos pasado nosotras, el número de socias disminuiría en lugar de aumentar. ¿Acaso no lo comprendes?
- Mira, Philippa -dijo Alan, levantándose y rodeando su escritorio. Llevaba plantillas de doble altura para ser más alto que su mujer, pero no lo era más que Philippa-. Cuando me invitaste a hacerme cargo de la división contable de Starlite, me dijiste también que aceptarías cualquier consejo económico que yo pudiera ofrecerte. Y ahora te digo que la medida sería muy acertada.
- Bueno pues, no lo vamos a hacer. No sólo por las socias sino también por las asesoras. Muchas de las mujeres que trabajan aquí no encontrarían trabajo en otro sitio. Y una de las cosas más importantes que pueden aportar es su simpatía porque antes estaban gordas como nosotras y eso es algo que no se aprende en una carrera universitaria. ¿Les vas a decir a las casi cuatrocientas asesoras que tenemos actualmente que ya no las necesitamos?
Alan se echó atrás. Una vez más.
Philippa abandonó el despacho, apartando a su secretaria Molly de un manotazo que a punto estuvo de derribarla al suelo. Le atacaba los nervios que Alan, con tal de aumentar los beneficios, estuviera dispuesto a olvidar el principal propósito de Starlite, sus orígenes y sus primeros pasos. ¡Y lo de Hannah no tenía nombre! ¡Si Alan hubiera dicho que el cielo era de color verde, ella le hubiera dado la razón!
- ¿Se encuentra bien, señorita Roberts?
Philippa trató de calmarse.
- Sí, me encuentro bien, Molly. ¿Ésa es la correspondencia que tenemos hoy? Vamos a repasarla rápidamente. Esta tarde tengo una cita.
Molly miró desconcertada a su jefa antes de entrar a toda prisa en el despacho. Jamás la había visto tan furiosa. Todo el mundo había oído la discusión entre Philippa y el señor Scadudo… cosa totalmente impropia de la señorita Roberts. Molly se preguntó qué habría ocurrido.
Lo que había ocurrido y nadie sabía era que Philippa tenía un grave problema y la preocupación estaba influyendo en su estado de ánimo.
- Todo eso son peticiones de apertura de salones Starlite en otros estados, señorita Roberts -dijo la eficiente Molly, colocando delante de Philippa unas cartas pulcramente amontonadas. Molly había llegado algún tiempo atrás a la conclusión de que su trabajo era una pura delicia. Su jefa, aunque exigente, no le escatimaba los elogios y sabía apreciar su labor; el ambiente era muy agradable, con mobiliario muy cómodo y un sistema de acondicionamiento de aire que nunca fallaba- Y eso -añadió la joven, colocando otro montón de cartas al lado del primero- son preguntas relacionadas con la dieta.
Procurando olvidar sus preocupaciones, Philippa leyó una de las cartas del primer montón: «¿Cuándo vendrá Starlite a Orlando, Florida?». «No me gusta guisar y la cocina se me da muy mal. ¿La dieta permite la utilización de alimentos congelados?», preguntaba otra carta.
Mientras leía la carta, la mente de Philippa volvió a su propio problema: por alguna misteriosa razón, estaba volviendo a engordar.
¿Por qué engordaba? De hecho, la semana anterior hubiera tenido que adelgazar, pues, por culpa de un fuerte resfriado, había comido menos de lo normal, subsistiendo prácticamente a base de zumos de fruta, té con limón y miel. Cuando efectuó su control semanal en la báscula, hubiera tenido que estar más delgada y no lo contrario.
Estaba consultando su reloj y pensando en la cita que había concertado con un médico para aquella tarde, cuando Charmie irrumpió teatralmente en su despacho sin previo aviso y exclamó casi sin resuello:
- ¡Philippa! ¡Quiero presentarte a alguien!
- ¡Charmie! No pensaba verte hasta dentro de una semana. ¿Qué…?
- No te vas a creer lo que he encontrado -Charmie miró a Molly y ésta dijo con la cara muy seria, terminando la frase en tono de pregunta:
- Si no me necesita ahora mismo, señorita Roberts…
- Gracias, Molly -dijo Philippa-, seguiremos después. ¿Nos quiere traer a la señora Charmie y a mí un par de gaseosas dietéticas?
- ¡Que sean tres! -dijo Charmie, mirando a Philippa mientras añadía-: ¡No te lo vas a creer! Estaba en el Cut-Cost de la acera de enfrente y he conocido a este hombre -dejando en el suelo su descomunal bolso, abrió la puerta del despacho, diciendo-: ¡Pase!
Un corpulento joven de espléndida figura entro un poco cohibido en el despacho y pareció llenarlo todo con su musculosa virilidad.
- Encantada -le dijo Philippa.
- Soy Ivan Hendricks, investigador privado -contestó el joven, tendiéndole una manaza.
Philippa miró sorprendida a Charmie y ésta esbozó una sonrisa.
- ¿Qué te dije?
Fueron inmediatamente al grano. El señor Hendricks sacó un cuaderno de apuntes y una pluma e hizo varias preguntas personales en tono extremadamente impersonal y profesional. Mientras Philippa le contaba su historia, asintió con la cabeza e hizo anotaciones. Tomando en silencio su gaseosa, Charmie mantenía los ojos clavados en él cual si fuera un exquisito trozo de tarta.
- ¿Qué le parece, señor Hendricks? -preguntó finalmente Philippa cuando terminó de contárselo todo.
- Me gustaría echar un vistazo a todos los datos que usted ha reunido -contestó el investigador-. Pero me parece un caso bastante claro.
- ¿Le interesa aceptarlo?
Charmie se removió con inquietud en el borde de su asiento hasta que le oyó decir:
- Por supuesto, me encantará.
Menos mal que podría volver a verle.
- Pero no quiero prometerle nada, señorita Roberts -explicó Ivan Hendricks.
Después expuso sus métodos de investigación y le comunicó a Philippa sus honorarios. Charmie se levantó, empezó a pasear por el despacho y se detuvo ante la ventana para contemplar el Ventura Boulevard cuyas palmeras parecían marchitas y cuyo asfalto parecía a punto de derretirse en pozos de alquitrán capaces de tragarse los vehículos cual si fueran dinosaurios. Estaba escuchando la voz de Ivan Hendricks, tan poderosa como su físico, cuando de pronto vio un conocido automóvil que aminoró la velocidad al llegar a un semáforo en rojo y volvió a ponerse en marcha en cuanto el semáforo cambió a verde.
Ron. Tenía que ser Ron. Allí mismo, delante de Starlite. ¿Qué estaba haciendo en la calle?
Comprendió que habría ido de copas.
¿Y si hubiera visto su automóvil?
Apoyando la frente contra el cristal de la ventana, trató de comprobar si su Volvo resultaba visible desde la calle. En efecto.
- Philippa -dijo de repente-. Disculpe, señor Hendricks. Philippa, acabo de recordar una cita. Tengo que irme -añadió, tomando su bolso.
Philippa se quitó los zapatos y caminó descalza sobre el frío linóleo; le ardían los pies y la sensación era muy agradable. Había tenido una jornada de mucho ajetreo, que empezó con el investigador privado señor Ivan Hendricks y terminó con su cita en el consultorio del médico. Mientras abría el frigorífico y sacaba los ingredientes necesarios para prepararse una ensalada, analizó los dos veredictos que había recibido aquel día. El de Hendricks: «No veo por qué razón tendría que haber problemas para localizar a sus padres». El del doctor Stahl: «No comprendo por qué motivo está usted engordando».
Moviendo los hombros en círculo para librarse de la rigidez y la tensión, salió al patio donde el sol poniente estaba iluminando con sus oblicuos rayos rojos, anaranjados y amarillos la piscina, que raras veces utilizaba, y se rió por lo bajo. Llegó a la conclusión de que, si tuviera que resumir su vida en dos palabras, hubiera dicho «familia» y «gordura». ¿Cuándo, se preguntó, no había actuado movida por lo uno o por lo otro?
Oyó que sonaba el teléfono en el interior de la casa y entró para contestar. Era Hannah, informándola de que Charmie se encontraba en el hospital en estado grave. No, Hannah no sabía qué había sucedido. La señora Muncie, la encargada de cuidar del hijo de Charmie, había encontrado a Charmie gravemente golpeada al llegar a la casa. A Ron no se le veía el pelo por ninguna parte.
Minutos después, mientras circulaba con su Lincoln recién estrenado entre el tráfico nocturno del Van Nuys Boulevard, Philippa trató de reconstruir lo que habría ocurrido. Primero, Charmie se había presentado inesperadamente y después, de pie junto a la ventana, había anunciado de repente que tenía que marcharse y se había ido como alma que llevara el diablo.
Philippa aparcó frente al hospital, entró a toda prisa y preguntó el número de la habitación de Charmie. Para su asombro, era una habitación privada, cosa que la póliza del seguro no cubría. «Lo habrá hecho Ron, arrepentido de su acción», pensó.
- Hola, Ricitos -dijo sentándose al lado de la cama mientras procuraba reprimir las lágrimas al ver los vendajes y las sondas-. Tú eres capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención, ¿verdad? Y yo que pensaba organizar una fiesta en tu honor para celebrar tu trigésimo cumpleaños, con chicos para bailar y todo. ¿Recuerdas a Jamie, aquel encanto que trabaja en la Casa de los Bistecs de Monty? Va a salir del interior de un pastel. Vas a tener que estar en muy buena forma para eso…
Se le quebró la voz.
- ¿Te lo han dicho? -preguntó Charmie en un susurro a través de los hinchados labios-. He perdido al niño.
- ¿Al niño? -preguntó Philippa, mirándola sin comprender.
- Te… reservaba una sorpresa. Estaba embarazada… Philippa, creo que me voy a morir…
Philippa se inclinó hacia su amiga y le comprimió el brazo.
- No morirás. Todo se arreglará, ya lo verás. Tienes que superarlo. Te necesitamos, Charmie. Starlite te necesita. Las socias te aprecian, lo sabes muy bien. Cuando les haces tus demostraciones de maquillaje… se lo pasan de puta madre.
Charmie miró a Philippa y sus mejillas se movieron levemente. Trató de sonreír, pero le salió una mueca.
- No puedo creerlo, has dicho una palabrota.
- No nos decepciones, Charmie. Por favor. No te decepciones a ti misma.
Los ojos de Charmie se posaron sin la menor emoción en el rostro de Philippa.
- Tú sabes los devastadores efectos que produce en la gente el menosprecio de la propia persona -añadió Philippa en un susurro-. Yo lo padecí en otros tiempos, ¿recuerdas? ¿Y te acuerdas de la pobrecita Ratón que se creía tan fea…?
Charmie levantó una débil mano para acallarla.
- Sí, ya veo que te acuerdas de Ratón. Y yo te estoy echando otro sermón y quiero soltarte una de mis habituales charlas de animación. Pero por dentro estoy destrozada, Charmie. No sé cómo ayudarte y cómo llegar hasta ti. Mira, no debes pensar en el niño que has perdido sino en el niño que tienes. Nathan ha cumplido siete años y sabe lo que está pasando. Sé lo que piensas, que yo no tengo ni idea de lo que es eso. Pero quiero decirte una cosa que jamás le he dicho a nadie. Yo tuve una vez un niño, Ricitos, en Hollywood. Lo perdí en un aborto. Tú me dijiste una vez que yo no sabía lo que era amar a un hombre. Pero lo sé.
Los ojos de Charmie permanecieron clavados en el rostro de Philippa sin dejar traslucir lo que había detrás, pero sus oídos prestaron atención.
Philippa le habló con cierta vacilación de Rhys, pronunciando su nombre por primera vez en ocho años. Después, su relato se hizo más fluido hasta que, al final, Rhys adquirió forma en aquella habitación de hospital y ella le vio allí de pie, con su morena apostura, esbozando una sonrisa irónica como si quisiera decirle: «No me importa, utilízame como un mal ejemplo».
- Se menospreciaba tanto que se quitó la vida. Y eso es lo que tú estás haciendo, Charmie. Te estás matando poco a poco. Cualquier día de esos, Ron acabará contigo.
Charmie la miró fijamente sin decir nada.
- Escúchame bien. Por una vez. Y no quiero que me escuche Charmie, sino Ricitos. Soñemos juntas tal como hacíamos antes. Hagamos planes para el futuro. Starlite puede ser algo fabuloso, y tú lo sabes. También sabes lo mucho que te necesita Starlite. Ricitos, tú tienes ideas y una enorme energía. Piensa en lo que podríamos conseguir si tú te unieras a la empresa con plena dedicación. ¿Recuerdas que tu ambición era trabajar en el teatro? Bueno pues, Starlite es tu teatro. Te he visto actuar ante las socias. Ponte bien y únete a nosotras de verdad, Ricitos.
Charmie se agitó bajo las blancas sábanas. El dolor le atravesó el rostro. Abrió la boca y Philippa observó horrorizada que le faltaban dos dientes.
- ¿Recuerdas? -dijo Philippa-. ¿Cuando te metiste en un lío por haberte reído en la clase de sor Inmaculada?
Pero Charmie no sonrió. Sus mejillas ni siquiera se estremecieron.
- Ahora te voy a dejar dormir -Philippa se inclinó y besó a Charmie en la frente-. Volveré mañana.
Mientras se apartaba de la cama, oyó un leve murmullo.
- ¿Cómo? ¿Qué has dicho?
- No vuelvas.
- No Charmie, esta vez no voy a permitir que me eches.
- Por favor… si me quieres… -Charmie lanzó un doloroso suspiro-. Déjame descansar. Deja que me cure. Necesito… estar sola. No me visites aquí. Y no permitas que venga Hannah…
- No te dejaré.
- Sí… lo harás porque yo te lo pido. Tengo que… pensar… -la mano de Charmie se movió sobre la manta hasta encontrar la de Philippa. Le dio un leve apretón y la vena en la que llevaba clavada la aguja del suero se hinchó levemente-. Por favor -musitó-. Déjame hacer las cosas a mi manera.
Una lejana voz dijo:
- El horario de visita terminará dentro de diez minutos.
Charmie abrió los ojos y miró a su alrededor. La luz de la
luna llena penetraba a través de las persianas venecianas de
su habitación de hospital con la claridad del sol matinal. Tenía
la mente aturdida. No estaba muy segura del tiempo que llevaba allí ni de cuántos días hacía que Philippa la había visitado.
Al levantar la cabeza, vio que la habitación estaba llena de ramos de flores y de animales de peluche enviados por sus amigas de Starlite. Recordaba claramente una cosa, la visita de Ron, arrodillado junto a su cama y suplicándole entre sollozos que lo perdonara mientras ella le acariciaba la cabeza, diciéndole:
- Ssss.
Como si fuera él quien necesitara ser consolado.
Charmie se examinó por dentro para ver si las heridas habían cicatrizado. No experimentaba dolor, sólo una sensación de muerte como si su propia vida se hubiera perdido junto con la del niño no nacido… en una especie de aborto por partida doble.
Pensó en el pequeño Nathan de siete años. Lo habían llevado a casa de Hannah después de que la señora Muncie descubriera…
Charmie cerró los ojos. Esta vez lo que le había hecho Ron era imperdonable.
Empezó a sollozar muy quedo. Nada había cambiado. El mal anidaba todavía en él. Y esta vez el chiquillo había sido testigo, el pobre Nathan no había parado de gritar mientras Ron la golpeaba.
Al final, se le empezaron a aclarar las ideas. Recordó que su hijo estaba a salvo en casa de Hannah porque Ron se había ido a Fresno. Charmie juró solemnemente que Nathan jamás volvería a aquella casa de la Avenida Hacienda. Ni ella tampoco.
Todavía débil, pero sin las agujas de los sueros intravenosos en las venas, se levantó de la cama y se vistió con gran esfuerzo. Prestó atención a los sonidos procedentes del otro lado de la puerta y, mientras se aplicaba cuidadosamente un poco de maquillaje, cruzó por su mente otro recuerdo: Ivan Hendricks, el hombre que había conocido en el Cut-Cost… ¿cuántos días hacía? No podía acordarse. Pero no importaba. Ya nada importaba.
Asomó la cabeza por la puerta y vio que las enfermeras estaban atendiendo a los visitantes desde su mostrador. Tomó uno de los ramos de flores que le habían enviado y, a pesar de su debilidad, echó a andar por el pasillo como si se dirigiera a visitar a un paciente.
El Valley Memorial era un hospital de mucho ajetreo, pues estaba muy cerca de la autopista desde la cual llegaban muchos accidentados. En la gran calzada circular del exterior había dos taxis estacionados. Cuando subió a uno de ellos y le indicó al taxista su destino, éste la miró perplejo.
- ¿Está segura? Muy bien, señora -dijo el taxista, encogiéndose de hombros.
Mientras el taxi bajaba por el Sunset Boulevard pasando por delante de las luces de Hollywood, Charmie pensó que jamás regresaría junto a Ron ni volvería a aquella destartalada casa. Todo había terminado.
El taxi tomó finalmente una tortuosa carretera de montaña en la que se cruzó con unos cuantos automóviles.
- ¿Está segura de que es eso lo que quiere, señora? -volvió a preguntar el taxista, mirando con expresión dubitativa a su pasajera a través del espejo retrovisor.
Cierto que había conducido muchas veces a otras personas allí arriba, sobre todo, turistas, pero nunca a nadie recién salido de un hospital.
- Estoy segura -contestó Charmie.
Al final, llegaron a su destino. Charmie contempló las cúpulas de los edificios, los tejados de color verdoso iluminados por la luz eléctrica y también por la luz de la luna llena. El parking del Observatorio de Griffoth Park estaba lleno. Todo el mundo quería ver el más reciente espectáculo del planetario, La siguiente parada: Marie. Soplaba un viento muy frío, pero ella no lo notaba. No notaba nada.
Descendió del taxi dejando en su interior el ramo de flores, cruzó el asfalto y subió lentamente los peldaños de la parte lateral del edificio principal que conducían a uno de los telescopios de la azotea. Subió despacio porque se sentía muy débil tras haberse pasado tantos días en una cama de hospital, pero llegó arriba de todo, donde el telescopio apuntaba hacia las estrellas. Se alegró de que la azotea estuviera vacía. A veces había enamorados haciendo el amor como si en ello les fuera la vida. Pero de momento, mientras durara el espectáculo, la azotea sería para ella sola.
Contempló la ciudad mientras el viento le alborotaba el rubio cabello. Asió la baranda de piedra que le llegaba hasta la cintura, contrajo los músculos, respiró hondo y se inclinó hacia delante para contemplar el suelo de hormigón de abajo. Al final, se echó hacia atrás y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
- Ron Charmer, dondequiera que estés… ¡vete a la puta mierda!
Cinco minutos después regresó al taxi, a cuyo conductor había mandado esperar, y, cuarenta minutos más tarde, se presentó en la puerta de Philippa diciendo:
- Muy bien. Vamos a convertir Starlite en algo sensacional.