EL ENTIERRO DE LAS RATAS
(The Burial of the Rats)
Si se sale de París por la carretera de Orleans, cruzando el Enceinte, y se gira a continuación a la derecha, se va a parar a un distrito desolado y nada respetable. A derecha e izquierda, delante y detrás, por doquier, se alzan enormes apilamientos de basura y desperdicios acumulados con el transcurso del tiempo.
París tiene una vida diurna, así como una nocturna, y el visitante que llegue a su hotel en la rue de Rivoli o en la rue St. Honoré tarde por la noche y salga por la mañana temprano deducirá, si es que no lo ha hecho ya, al acercarse a Montrouge, el propósito de todos esos grandes carromatos de madera, parecidos a calderas sobre ruedas, con los que se encuentra por todas partes.
Toda ciudad cuenta con instituciones peculiares en respuesta a sus particulares necesidades, y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera hora del día —y en París el día comienza muy temprano— pueden verse en la mayoría de las calles, en los callejones aledaños a los patios y entre los edificios, como aún sucede en algunas ciudades de los Estados Unidos, incluso en partes de Nueva York, grandes cajones de madera donde los criados o los propios inquilinos de los edificios de apartamentos vacían la basura acumulada durante el día anterior. Alrededor de tales cajones se congregan, y luego parten rumbo a nuevos campos que explotar, hombres y mujeres escuálidos y de mirada ansiosa, consistiendo las herramientas de su oficio en una maltratada bolsa o cesta colgada al hombro y un pequeño rastrillo con el que revuelven, exploran y examinan de la manera más minuciosa el contenido de los cajones de basura. Recogen y depositan en sus cestas, sirviéndose del rastrillo, lo que sea que encuentran, con la misma facilidad con que un chino usa los palillos.
En París impera la centralización; y centralización y clasificación van siempre de la mano. Al principio, cuando la centralización comienza a manifestarse, la clasificación es su precursora. Todo lo que sea similar o análogo es agrupado, y de la asociación de grupos surge un núcleo o punto central. Numerosos y largos brazos, a semejanza de tentáculos innumerables, irradian en todas direcciones, mientras que en el centro se eleva una cabeza gigantesca provista de un cerebro exhaustivo, ojos que escrutan a todo su alrededor, oídos agudos y una boca voraz.
Otras ciudades guardan similitud con aves, bestias y peces cuyos apetitos y digestiones son normales. París se diferencia de todas por su apoteósica analogía con el pulpo. Producto de la centralización llevada ad absurdum, mantiene un estrecho parecido con la diabólica bestia marina, y en nada se asemejan más que en su aparato digestivo.
Los turistas inteligentes que, habiendo dejado su criterio personal de lado para ponerse en manos de los Messrs. Cook o Gaze, «hacen» París en tres días, se quedan perplejos al descubrir que la cena por la que en Londres tendrían que pagar seis chelines la pueden disfrutar por tres francos en un café del Palais Royal. No se asombrarían tanto de eso si se detuvieran a pensar en una de las especialidades de la vida parisina: la actividad clasificatoria, en la que tiene su génesis la figura del chiffonier.
El París de 1850 no era como el de hoy, y los que ven el París de Napoleón y del Barón Hausseman difícilmente se pueden imaginar cómo eran las cosas cuarenta y cinco años atrás.
No obstante, entre lo que no ha cambiado se hallan los distritos donde se deposita la basura. La basura es basura en todas partes y en todas las épocas, y la semejanza de sus amontonamientos es perfecta. Por lo tanto, el viajero que visita los alrededores de Montrouge puede fácilmente viajar de vuelta al año 1850.
Aquel año me encontraba yo haciendo una larga estancia en París. Estaba muy enamorado de una joven que, pese a corresponder mi pasión, se avenía en tal medida a los deseos de sus progenitores que había prometido no verme ni escribirme por espacio de un año. También yo me había visto obligado a acceder a esas condiciones, aferrándome a la vaga promesa de recibir la aprobación de los padres. Prometí permanecer fuera del país durante el periodo de prueba y no escribir a mi amada hasta el cabo de un año.
Huelga decir que el tiempo pasaba despacio. No había nadie de mi familia ni de mis amigos que pudiera darme noticias de Alice; tampoco nadie de su círculo, lamento decirlo, con suficiente generosidad como para tranquilizarme sobre su salud y bienestar. Pasé seis meses viajando por Europa, pero al no hallar ninguna distracción satisfactoria decidí instalarme en París, donde, al menos, estaría cerca de Londres en el caso de que la buena fortuna me permitiera volver antes de la fecha señalada. Que «la esperanza pospuesta amarga el corazón» nunca fue más cierto que en mi caso, ya que, además del anhelo perpetuo de ver el rostro que amaba, cargaba siempre con la angustia de que un accidente me impidiera presentarme ante Alice y rendir cuentas de que, durante el largo periodo de prueba, yo había sido fiel tanto a su confianza como a mi propio amor. Por lo tanto, toda aventura que acometía me generaba un gran placer, ya que entrañaba unas consecuencias mucho mayores de las que acarrearía en circunstancias ordinarias.
Igual que todos los viajeros, agoté todos los lugares de interés en el primer mes de estancia, y en el segundo no me quedó más remedio que buscar entretenimiento donde fuera. Habiendo hecho varias excursiones a los suburbios más conocidos, descubrí que existía una terra incognita, al menos por lo que concierne a las guías de viaje, en el paraje social que media entre esos puntos señalados. Emprendí pues una investigación sistemática, y cada día retomaba el hilo de mi exploración allí donde lo había interrumpido la víspera.
Con el paso de los días, mis paseos me condujeron a las proximidades de Montrouge, y descubrí allí la Última Thule de la exploración social, un paraje tan poco conocido como las fuentes del Nilo Blanco. Resolví así investigar meticulosamente al chiffonier: su hábitat, costumbres y medio de vida.
Era una labor desagradable, difícil de llevar a cabo y con escasos visos de recompensa. No obstante, pese a lo que recomendaba el sentido común, la obstinación se impuso y afronté mi nueva investigación con mayor entusiasmo del que pondría en cualquier otro proyecto más útil y beneficioso.
Un día, a última hora de una bonita tarde de finales de septiembre, me adentré en el corazón del corazón de la ciudad de la basura. El sitio servía de morada a numerosos chiffoniers, a juzgar por la disposición nada casual de los montones de basura cerca del camino. Pasé ente ellos, que se alzaban como centinelas firmes, decidido a penetrar más y más, hasta el destino último de la basura.
Vi entre los montones unas siluetas nerviosas, que observaban con interés la aparición de un desconocido en un sitio semejante. El distrito era como una Suiza en miniatura, y el tortuoso camino se perdió de vista a mi espalda tras una curva.
Llegué finalmente a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de chiffoniers. Había unas cuantas chabolas o cabañas, como las que pueden encontrarse en zonas remotas del Bog de Allan: toscas construcciones de zarzo y barro y techumbres de paja de mala calidad, desechada por los establos; sitios donde uno no querría entrar bajo ninguna circunstancia y que ni siquiera en pintura resultarían pintorescos, a no ser que fueran plasmados con mucha generosidad. Entre aquellas cabañas había una de las adaptaciones —no puedo denominarla residencia— más extrañas que hubiera visto nunca. Un armario inmenso y viejo, un remanente del algún boudoir de Carlos VII o Enrique II, había sido transformado en alojamiento. Las puertas dobles estaban abiertas de par en par, así que el interior quedaba a la vista de quien pasara por delante. En una mitad del armario había una salita de estar de unos cuatro pies por seis, donde estaban sentados, fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, seis antiguos soldados de la Primera República, con los uniformes sucios y harapientos. Saltaba a la vista que entraban en la categoría de mauvais sujef, los ojos llorosos y las mandíbulas flojas eran pruebas evidentes de su amor compartido por la absenta, y sus miradas ojerosas mostraban la fatiga y la ferocidad sedada consecuencia de la bebida. El otro lado del armario permanecía como había sido originariamente, con sus seis estanterías, salvo que estas habían sido recortadas hasta dejarlas con la mitad del fondo, y en cada una había ahora una cama fabricada con harapos y paja. La media docena de ilustres personajes que ocupaba semejante habitáculo me miró con curiosidad al pasar, y cuando miré hacia atrás poco después vi sus cabezas arracimadas, cuchicheando. Aquello no me gustó nada; era un sitio solitario y aquellos hombres parecían de la peor calaña. No obstante, no encontré motivos para tener auténtico miedo y seguí adelante, adentrándome más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso y, después de recorrer varios tramos en forma de semicírculo, como cuando practicas el balanceo holandés al patinar sobre hielo, acabé por perder la orientación.
Poco más tarde, al rodear un montón de basura a medio levantar, vi, sentado sobre una paca de paja, a un viejo soldado con un abrigo raído.
«¡Vaya!», me dije. «La Primera República cuenta aquí con una buena representación de sus soldados».
Cuando pasé ante él, el viejo no me miró, sino que permaneció con la vista resueltamente clavada en el suelo. Una vez más, me dije: «He ahí las consecuencias de la guerra. A ese hombre ya no le queda ninguna curiosidad».
Unos pasos más allá, sin embargo, miré de pronto hacia atrás y vi que su curiosidad no había muerto; el veterano había erguido la cabeza y me observaba con expresión extraña. Se parecía mucho a los seis hombres del armario. Al ver que lo estaba mirando volvió a agachar la cabeza, y, sin volver a pensar en él, retomé mi camino, satisfecho de haber hallado cierta semejanza entre los antiguos guerreros.
Pocos después me encontré con otro viejo soldado, similar a los anteriores. Él tampoco dio muestras de verme cuando pasé por delante.
Para entonces ya se estaba haciendo tarde y yo empezaba a pensar en dar media vuelta. Volví sobre mis pasos pero me topé con varios caminos diferentes que se perdían entre las pilas de basura y no sabía cuál debía tomar. Esperaba encontrar a alguien a quien preguntar cuál era el camino correcto, pero en ese momento no vi a nadie. Decidí seguir adelante unos pocos amontonamientos más, con la esperanza de ver a alguien; a ser posible, que no fuera un veterano.
Lo conseguí, pues al cabo de unas doscientas yardas apareció ante mí una chabola como las vistas antes, con la salvedad de que esa no estaba destinada a servir de vivienda, pues contaba con nada más que un tejado sostenido por tres paredes, con el frente abierto. Por las evidencias que ofrecían los alrededores, deduje que era un lugar donde clasificar basura. En el interior de la chabola había una vieja arrugada y encorvada.
Su puso en pie cuando me acerqué y le pregunté el camino. De inmediato se enfrascó en una conversación conmigo, y se me ocurrió que aquel, el mismísimo centro del Reino de la Basura, era el mejor sitio para recabar detalles sobre la historia de los traperos parisinos, sobre todo si contaba con el testimonio de quien parecía la moradora más vieja del lugar.
Arranqué con mis preguntas y la vieja me dio respuestas de lo más interesantes; había sido una de las mujeres que a diario se plantaban ante la guillotina y que destacaron durante la revolución por su violencia. Mientras hablábamos, dijo de pronto:
—Pero m’sieur debe de estar cansado de permanecer de pie.
Quitó el polvo a un taburete viejo y tambaleante para que yo tomara asiento. No me apetecía hacerlo, por razones varias, pero la pobre vieja era tan educada que no quería arriesgarme a ofenderla rechazando su ofrecimiento, por no mencionar que la conversación de alguien que había tomado parte en la toma de la Bastilla era de lo más atractivo, así que me senté y proseguimos la charla.
Mientras hablábamos, un viejo —mayor e incluso más encorvado y arrugado que la anciana— apareció por un lado de la chabola.
—Este es Pierre —dijo la vieja—. Él puede contarle muchas historias al m’sieur, porque Pierre estuvo en todo, desde la Bastilla a Waterloo.
Respondiendo a mi invitación, el viejo cogió otro taburete y nos enfrascamos en un mar de recuerdos revolucionarios. Aquel viejo, pese a vestir como un espantapájaros, era como los seis veteranos del armario.
Yo estaba sentado en el centro de la baja chabola, con la mujer y el hombre frente a mí; ella a la izquierda y él a la derecha. El sitio estaba atestado de toda clase de curiosas muestras de basura, y de muchas cosas a las que yo no quería ni acercarme. En un rincón había un montón de harapos que parecía moverse, de tantos gusanos como albergaba; y en otro, una pila de huesos de olor mareante. De cuando en cuando, entre los montones veía brillar los ojos de algunas de las ratas que infestaban el lugar. Aquello ya era bastante repugnante, pero más espantosa aún era una vieja hacha de carnicero con mango de hierro y manchas de sangre que había apoyada contra la pared derecha. Pese a todo, nada me preocupó. La charla de la vieja pareja eran tan fascinante que perdí la noción del tiempo, hasta que anocheció y las pilas de basura arrojaron oscuras sombras sobre los valles entre ellas.
Al cabo de un rato empecé a inquietarme. No sabía por qué, pero no estaba tranquilo. La inquietud responde al instinto y es una advertencia. Las facultades físicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando hacen sonar la alarma la razón empieza a actuar, aunque quizás de manera inconsciente.
Fue eso lo que me pasó. Recordé dónde estaba y lo que me rodeaba, y me pregunté qué haría en caso de verme atacado, y entonces me asaltó la idea, pese a carecer de causa manifiesta, de que me hallaba en peligro. La prudencia me susurró: «Quédate quieto y no des señales de inquietud». Y eso hice, consciente de que tenía cuatro astutos ojos fijos en mí. «Cuatro… ¡por lo menos!». ¡Dios mío, qué idea tan horrible! ¡La chabola podía estar rodeada por tres de sus costados por malvados! Podía estar a merced de un grupo de bandidos resultado de medio siglo de revolución periódica.
El peligro agudizó mi intelecto y mi capacidad de observación, volviéndome más atento que de costumbre. Me fijé en que la mirada de la vieja se veía atraída constantemente hacia mis manos. Yo también las miré y descubrí el motivo: mis anillos. En el meñique izquierdo llevaba un sello de buen tamaño y en el derecho un diamante de calidad.
Pensé que, en caso de existir verdadero peligro, mi primera precaución debía ser evitar sospechas. Conduje la conversación hacia el oficio de los traperos, hacia las cloacas, hacia las cosas que podían encontrarse allí, y así, paso a paso, hasta las joyas. Viendo una buena oportunidad, pregunté a la vieja si sabía algo de este último tema. Respondió que sí, un poco. Extendí la mano derecha y, enseñándole el diamante, le pregunté qué le parecía. Me respondió que su vista era mala y se acercó a mi mano.
—Discúlpeme —dije de la manera más despreocupada que pude—. Lo verá mejor así.
Sacándomelo del dedo se lo tendí. Una luz impía alumbró su marchito rostro cuando lo cogió. Me lanzó una mirada tan fugaz y aguda como el destello de un rayo.
Se inclinó sobre el anillo, quedando su rostro fuera del alcance de mi vista mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente hacia el exterior de la chabola, al mismo tiempo que rebuscó en sus bolsillos y sacó un pellizco de tabaco envuelto en un papel y una pipa, que procedió a cargar. Aproveché el momento de serenidad y el descanso que me habían concedido los escrutadores ojos de la pareja para examinar con cuidado el lugar, ahora borroso y repleto de sombras con la llegada del crepúsculo. Allí seguían los pestilentes montones de detritus diversos, la terrible hacha manchada de sangre apoyada en un rincón a mi derecha, y por doquier, pese a la penumbra, el siniestro brillo de los ojos de las ratas. Los vi relucir incluso a través de las grietas entre las tablas de la parte baja del fondo de la chabola, cerca del suelo. ¡Un momento! ¡Aquellos ojos parecían más grandes, brillantes y siniestros!
Se me encogió el corazón y la cabeza me dio vueltas, presa de esa suerte de embriaguez espiritual durante la que no llegas a desplomarte tan solo porque al cuerpo no le da tiempo, pues te recuperas antes. Un segundo después volvía a estar sereno, imbuido de una fría calma, repleto de energía, gobernado por un autocontrol se diría que perfecto y con los sentidos e instintos alerta.
Conocía ahora la dimensión del peligro que se cernía sobre mí: ¡me observaba y rodeaba una banda de desesperados! No podía imaginar cuántos había tendidos en el suelo tras la chabola, a la espera del momento de atacar. Yo sabía que era grande y fuerte, y ellos lo sabían también. Sabían asimismo, al igual que yo, que era inglés y que por lo tanto presentaría batalla; así que todos aguardábamos. Pensé que en los últimos segundos había ganado cierta ventaja, ya que era consciente del peligro y me había hecho una composición de la situación. Ahora, pensé, se pone a prueba mi valor, también mi resistencia; ¡mi capacidad de pelea la comprobaremos luego!
La vieja levantó la cabeza y me dijo en tono de complacencia:
—Muy buen anillo, claro que sí. ¡Un anillo precioso! Yo antes tenía muchos así, montones, ¡y también brazaletes y pendientes! Es que en los buenos tiempos yo llevaba de cabeza a toda la ciudad. Pero ya no se acuerdan de mí. No; en realidad, no. La gente de ahora nunca ha oído hablar de mí. A lo mejor sus abuelos me recuerdan, ¡los que quedan! —dijo, y se rio de una manera rasposa, similar a un graznido. Y debo decir que la vieja me asombró cuando a continuación me tendió el anillo de vuelta con un asomo de anticuada elegancia no carente de patetismo.
El viejo le clavó una mirada rabiosa, levantándose a medias del taburete, y me dijo súbitamente y con aspereza:
—¡Déjeme verlo!
Estaba yo a punto de dárselo cuando la vieja dijo:
—¡No! ¡No se lo deje a Pierre! Es descuidado. Pierde las cosas. Y es un anillo muy bonito.
—¡Cierra la boca! —dijo el viejo, rabioso.
De pronto, la vieja dijo, más alto de lo que parecía necesario:
—¡Espere! Le contaré una historia sobre otro anillo.
Algo en su tono de voz me hizo ponerme en guardia. Quizás fuera mi hipersensibilidad, agudizada por el estado de excitación nerviosa, pero me pareció que no se dirigía a mí. Eché un vistazo y vi los ojos de las ratas en los montones de huesos pero no vi los que antes se asomaban a las grietas de la parte trasera de la chabola. De inmediato, estos volvieron a aparecer. La orden de la vieja —«¡Espere!»— me había dado un respiro al posponer el ataque; los hombres habían vuelto a tumbarse en el suelo.
—Una vez perdí un anillo, un precioso anillo de diamantes que había pertenecido a una reina, y que me regaló un recaudador de impuestos que más tarde se cortó el pescuezo cuando lo abandoné. Pensé que me lo habían robado e interrogué a mi gente, pero no encontré ninguna pista. Vino la policía y dijo que a lo mejor se había caído por el desagüe. Bajamos a las alcantarillas, yo con mis preciosas ropas, porque no me fiaba de ellos si encontraban mi precioso anillo. Ahora conozco mejor las alcantarillas, y a las ratas, pero nunca olvidaré la primera vez que entré en aquel sitio horrible, repleto de ojos resplandecientes, todo un muro de ellos, justo donde terminaba la luz de nuestras antorchas. Llegamos debajo de mi casa. Buscamos bajo la salida de mi desagüe y allí, entre la porquería, encontramos mi anillo, y nos dispusimos a salir.
»Pero antes nos encontramos con algo más. Cuando ya casi estábamos en la salida, una banda de ratas de cloaca —estas humanas— se nos acercó. Dijeron a la policía que uno de los suyos se había adentrado en la alcantarilla y no había vuelto. Había sido poco antes de que nosotros anduviéramos por allí, así que, en caso de haberse perdido no podía andar muy lejos. Pidieron ayuda para dar con él, por lo que dimos media vuelta. Intentaron impedirme ir con ellos, pero yo insistí. Era una experiencia nueva, y había recuperado el anillo. No tardamos en dar con algo. Había poca agua y el fondo de la alcantarilla quedaba a la vista: ladrillos e inmundicia de toda clase. El tipo había presentado batalla, incluso cuando ya se le había apagado la antorcha. ¡Pero eran muchas para él! ¡No hacía mucho que se habían ido! Los huesos todavía estaban calientes, y mondos. Hasta se habían comido a las que habían muerto de las suyas; había huesos de ratas además de los del hombre. Sus compañeros se lo tomaron fríamente y se rieron de su camarada cuando lo encontraron muerto, aunque de haber llegado a tiempo le habrían ayudado. ¡Bah! ¿Qué importa morir o vivir?».
—¿Y no tuvo usted miedo? —pregunté.
—¿Miedo? —preguntó ella riendo—. ¿Miedo yo? ¡Pregunte a Pierre! Entonces era joven y mientras avanzaba por aquella cloaca horrible, con el muro de ojillos hambrientos moviéndose a la vez que la luz de las antorchas, no estaba nada tranquila. ¡Pero caminaba por delante de los hombres! ¡Esa es mi costumbre! Nunca dejo que un hombre vaya por delante de mí. Todo cuanto necesito es la oportunidad y los medios. Y ellas lo devoraron, no dejaron más que los huesos, y nadie se dio cuenta, ¡no oímos nada!
Al decir esto rompió en el arranque de carcajadas más escalofriante que yo hubiera oído jamás. Una gran poetisa describió a su heroína con las siguientes palabras: «¡Oh! ¡Verla u oírla cantar! ¡Nada más divino conozco!».
Lo mismo puedo afirmar de aquella bruja, salvo por lo divino, porque no podría decir qué fue más endiablado: la risa rasposa, malvada, satisfecha de sí misma y cruel, o la sonrisa lasciva y la horrible abertura cuadrada de su boca, semejante a una máscara trágica, y el brillo amarillento de los pocos dientes que le quedaban en sus deformes encías. Sus carcajadas, su sonrisa y su graznante satisfacción me informaron, tan claramente como lo habrían hecho palabras estruendosas, de que mi asesinato estaba decidido, y que los asesinos solo aguardaban el momento idóneo. Entre las líneas de su espantoso relato leí las instrucciones dirigidas a sus cómplices. «Esperad», parecía decir. «Aguardad el momento. Yo daré el primer paso. Conseguidme un arma y yo crearé la ocasión. No escapará. Que no hable y nadie se enterará. No habrá alboroto. ¡Las ratas harán su trabajo!».
Cada vez estaba más oscuro; la noche se aproximaba. Eché un vistazo alrededor, todo seguía igual. El hacha ensangrentada en el rincón, los montones de hediondez y los ojos en las pilas de huesos y en las grietas al pie de la pared.
Pierre había estado aculatando su pipa con gestos exagerados; encendió una cerilla y chupó por la boquilla.
—Querido —dijo la vieja—, qué oscuro está. Pierre, sé bueno y enciende la lámpara.
Pierre se levantó y tocó con la llama de la cerilla la mecha de una lámpara colgada a un lado de la entrada de la chabola, y que tenía un reflector que arrojaba luz sobre todo el sitio. Debía de ser la que usaban en sus salidas nocturnas.
—¡Esa no, estúpido! ¡Esa no! ¡La linterna! —le gritó la vieja.
Él la apagó inmediatamente de un soplido.
—Muy bien, mamá. La buscaré —dijo, y se puso a rebuscar en el rincón izquierdo de la estancia.
—¡La linterna! ¡La linterna! —no cesaba de repetir la vieja en la oscuridad—. Es la luz más útil para nosotros, la pobre gente. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del chiffonier! ¡Nos ayuda cuando falla todo lo demás!
Apenas había dicho esto cuando se oyeron crujidos por todas partes y algo se arrastró, claramente, sobre el tejado.
Una vez más, leí entre líneas. Interpreté sus palabras sobre la linterna.
«¡Que uno de vosotros suba al tejado con una cuerda y lo estrangule si se nos escapa!».
Miré hacia fuera y vi un lazo recortado sobre el fondo brillante del cielo. Ahora sí que me hallaba rodeado.
Pierre no tardó en dar con la linterna. Yo no perdía de vista a la vieja. Pierre encendió otra cerilla y durante el fogonazo vi que la vieja se erguía tras haber cogido del suelo, donde había aparecido misteriosamente, un cuchillo largo y afilado, o quizás una daga, que ocultó entre los pliegues de su ropa. Parecía un afilador de carnicero, con el extremo en punta.
Se encendió la linterna.
—Tráela aquí, Pierre —dijo ella—. Ponla junto a la entrada, donde podamos verla. ¡Qué bonita es! ¡Expulsa la oscuridad para nosotros! ¡Es perfecto!
¡Perfecto para ella y sus propósitos! La luz me daba en la cara, dejando en sombra los rostros de Pierre y de la mujer, sentados frente a mí.
Se acercaba el momento de entrar en acción, pero sabía que la orden y el primer movimiento vendrían de la mujer, así que no la perdía de vista.
Yo estaba desarmado pero había decidido lo que haría. En primer lugar cogería el hacha de carnicero que estaba a mi derecha y me abriría paso con ella. Al menos, vendería cara mi vida. Eché un vistazo para asegurarme de su ubicación exacta y poder cogerla a la primera porque, más que nunca, la rapidez y la precisión serían cruciales.
¡Dios mío! ¡Había desaparecido! El horror de la situación me embargó, pero lo más terrible fue pensar en que, si yo salía perdiendo, Alice sufriría. O bien pensaría que la había engañado —y cualquiera que ame a alguien o que lo haya hecho comprende lo amargo de tal perspectiva— o bien continuaría amándome cuando yo ya hubiera desaparecido para ella y para el resto del mundo, con lo que su vida acabaría rota, hecha añicos por la decepción y la desesperanza. Imaginar la dimensión de su dolor me dio fuerzas y me permitió resistir el horrible escrutinio de los conspiradores.
Pienso ahora que no me fallé a mí mismo. La vieja me observaba como un gato mira a un ratón; tenía la mano derecha oculta entre los pliegues de la ropa, aferrada, estaba seguro, a la larga daga de cruel apariencia. En caso de haber visto un asomo de flaqueza en mi rostro, habría sabido que el momento había llegado y se habría abalanzado sobre mí como una tigresa, segura de tomarme desprevenido.
Miré hacia la noche y me encontré con una nueva fuente de peligro. Frente a la caseta y a su alrededor, a escasa distancia, atisbé varias siluetas; permanecían inmóviles pero supe que estaban alerta y a la espera. En aquella dirección no tenía muchas posibilidades.
Eché otro vistazo a mi alrededor. En momentos de gran excitación o de gran peligro, que es motivo de excitación también, la mente trabaja muy rápido y la agudeza de las capacidades dependientes del cerebro aumenta en proporción. Eso sentí entonces. Me bastó un instante para percibir la totalidad de la situación. Supe que habían sacado el hacha a través de un agujero abierto en una tabla podrida de la pared. En qué estado se hallaría esta para poder hacer tal cosa sin el menor ruido. La chabola era una trampa mortal, bien guardada por todas direcciones. En el tejado yacía un estrangulador presto a atraparme con su lazo en caso de que yo consiguiera escapar de la daga de la bruja. Por la parte delantera el camino estaba cortado por no sabía cuántos hombres. Y en la parte trasera aguardaba una fila de desesperados —había visto sus ojos entre las tablas la última vez que miré— a la espera de una señal para levantarse de un salto. Si había que hacerlo, ¡ahora era el momento!
Tan despreocupadamente como pude, me giré un poco sobre el taburete, como si quisiera acomodar la pierna derecha. A continuación, con un salto repentino, agachando la cabeza y protegiéndola con las manos, y con el instinto luchador de los caballeros de antaño, exclamé el nombre de mi amada y me lancé contra la pared trasera de la choza.
Pese a hallarse atentos, lo súbito de mi movimiento sorprendió a Pierre y a la vieja. Mientras atravesaba las tablas podridas vi a la vieja levantarse de un salto como un felino y oí su exclamación de frustración y rabia. Pisé algo que se movió y supe que era la espalda de uno de los hombres que aguardaban bocabajo fuera de la chabola. Me arañaron clavos y astillas pero no sufrí heridas mayores. Sin aliento, subí la pila de basura que me encontré delante, oyendo a mi espalda el ruido blando que la chabola hizo al venirse abajo.
Fue una escalada de pesadilla. El montón, pese a no ser excesivamente alto, sí era muy empinado, y a cada paso la masa de basura y ceniza se deshacía y yo perdía pie. Se levantó el polvo, asfixiándome; era asqueroso, fétido, insoportable, pero sabía que era cuestión de vida o muerte así que seguí subiendo. Los segundos parecían horas, pero los instantes ganados gracias a la sorpresa, unidos a mi juventud y fortaleza, me proporcionaron una gran ventaja, y, pese a que varias siluetas luchaban por seguirme, en un completo silencio más aterrador que cualquier sonido, alcancé la cima con facilidad. Después de aquello he escalado el cono del Vesubio, y mientras me esforzaba en aquella temible pendiente, entre fumarolas sulfurosas, el recuerdo de aquella espantosa noche en Montrouge volvió a mí con intensidad tal que a punto estuve de padecer un mareo.
El montón era uno de los más altos del basural, y mientras trepaba hacia la cumbre, jadeando en busca de aire y con el corazón palpitando como un martillo pilón, vi a mi izquierda el brillo rojizo del cielo, y más cerca luces de casas. ¡Gracias a Dios! ¡Ya sabía dónde estaba y en qué dirección se encontraba París!
Hice un alto de dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores seguían a bastante distancia, pero lejos de ceder, y avanzando en un silencio mortal. Más allá la chabola había quedado reducida a ruinas: una masa de tablas y de siluetas en movimiento. Podía verla bien porque de ella brotaban las llamas; la linterna había prendido fuego a los harapos y la paja. ¡Y aun así de allí no llegaba sonido alguno! ¡Nada más que completo silencio! Aquellos engendros aún podían ganarme la mano, en cualquier caso.
No tuve tiempo más que para una mirada rápida, porque cuando, antes de iniciar el descenso, eché un vistazo alrededor del apilamiento de basura, vi varias figuras oscuras que corrían por ambos laterales para cortarme el paso. Me tocaba correr por mi vida. Intentaban cerrarme el camino a París, y respondiendo a lo que me dictó el instinto me lancé por el lado derecho. Justo a tiempo, porque aunque llegué abajo en lo que me parecieron unas pocas zancadas, los viejos que me perseguían se acercaron mucho y, cuando me abalancé por el hueco entre dos montones de basura, a punto estuvo de alcanzarme un golpe asestado con la terrible hacha de carnicero. ¡Era imposible que hubiera dos armas como aquella!
Arrancó entonces una horrible persecución. Saqué terreno fácilmente a los viejos, e incluso cuando algunos más jóvenes y unas pocas mujeres se sumaron a la cacería seguí ganando distancia. Pero no sabía por dónde ir y ni siquiera podía guiarme por la luz del cielo, que había quedado a mi espalda. Yo había oído que, salvo que tomara una decisión consciente, alguien que se ve perseguido siempre gira a la izquierda, y eso me descubrí haciendo; imagino que mis perseguidores, siendo más animales que personas, lo sabían también, ya fuera por perversidad o instinto, porque después de un gran esfuerzo tras el que confiaba poder hacer un alto para recobrar el aliento, vi pasar a toda prisa frente a mí a dos o tres siluetas que bordeaban una pila.
¡Iba a caer en una tela de araña! Pero la consciencia de este nuevo peligro trajo consigo la resolución del hombre acosado, y en el siguiente giro me lancé hacia la derecha. Seguí en esa dirección unos cientos de yardas y volví a doblar a la izquierda, convencido de que al menos ya no estaba rodeado.
Pero me seguían persiguiendo. La muchedumbre se acercaba, terca, tenaz, incansable y siempre en un absoluto y lúgubre silencio.
Al aumentar la oscuridad —casi era ya de noche— los apilamientos parecían más altos que antes. Sacaba una buena ventaja a mis perseguidores, así que me lancé a trepar una pila de basura.
¡Mi alegría no podría haber sido mayor! Casi había salido de aquel infierno de desperdicios. Frente a mí, el brillo rojizo de París alumbraba el cielo, y más allá se erguían las alturas de Montmartre: una semiluz salpicada de puntos brillantes como estrellas.
Recuperada la energía en un momento, superé los pocos montones que quedaban, cada vez de menor altura, y llegué a terreno llano. No obstante, ni siquiera allí la perspectiva era halagüeña. A mi alrededor no había más que oscuridad y desolación; había ido a parar a uno de esos lugares húmedos, oscuros y llanos que hay en los alrededores de las grandes ciudades. Lugares sucios y deprimentes, destinados a la aglomeración última de cuanto es nocivo, y donde la tierra es tan pobre que ni los más necesitados sienten deseos de ocuparla. Con los ojos habituados a la penumbra del atardecer, y lejos de las sombras de las horribles pilas de basura, veía mucho mejor que un momento atrás. También podía suceder, claro está, que el reflejo de las luces de París en las nubes, pese a hallarse la ciudad a unas cuantas millas, proporcionara claridad suficiente. En cualquier caso, podía ver a cierta distancia.
En frente se extendía un basural desolado y, en principio, llano, salpicado del oscuro brillo de algunas charcas de agua estancada. A la derecha, y lejano en apariencia, entre un cúmulo de luces, se elevaba la oscura masa de Fort Montrouge, y a la izquierda, entre la oscuridad, la luz en las ventanas de unas casas aisladas señalaba la localidad de Bicêtre. Me bastó un momento para decidirme por la derecha e intentar llegar a Montrouge. Allí encontraría al menos alguna protección y era posible que no tardara en toparme con algún cruce de caminos conocido. En alguna parte, no muy lejos, debía estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.
Miré atrás. Encima de los montones de la basura y recortadas contra el resplandor parisino, vi acercarse varias siluetas negras, y a la derecha, a buena distancia todavía, unas cuantas más se desplegaban entre donde yo estaba y mi objetivo. Estaba claro que pretendían cortarme el paso en esa dirección, así que mis opciones se habían reducido; se limitaban ahora a seguir de frente o hacia la izquierda. Me agaché y escruté el horizonte en busca de más siluetas recortadas, sin ver rastro de enemigos. Deduje que si no habían protegido aquella dirección ni parecían tener intención de hacerlo, era porque albergaba algún peligro. Decidí por tanto continuar hacia el frente.
No era una perspectiva prometedora, y no tardó en empeorar. El terreno se volvió blando y limoso, y cada pocos pasos mis pies se hundían, lo que resultaba de lo más desagradable. Pese a que me había parecido que el terreno era llano, debía de descender porque pronto me vi rodeado de puntos más altos que donde yo estaba. Miré a mi alrededor sin ver a mis perseguidores. Era extraño, porque durante toda la noche aquellas aves nocturnas me habían seguido con tanta facilidad como a plena luz del día. Me maldije por haber elegido aquella mañana un traje de turista de tweed claro. El silencio y el no poder ver a mis enemigos, sintiendo que ellos me observaban, era aterrador, así que con la esperanza de que alguien que no perteneciera a aquella temible banda pudiera oírme, grité varias veces. No hubo ni la más mínima respuesta, ni siquiera un eco recompensó mis esfuerzos. Me quedé paralizado un instante, con la vista fija. En uno de los puntos elevados vi moverse una sombra, y luego otra, y otra más. Sucedía eso a mi izquierda; querían adelantarme para cortarme el paso.
Pensé de nuevo que mis dotes como corredor me permitirían volver a librarme de mis enemigos, y me lancé adelante a toda velocidad.
¡Splash!
Mis pies se habían hundido en una masa de desperdicios viscosos y había caído de cabeza en una charca hedionda. La mezcla de agua y barro en que mis brazos se hundieron hasta los codos era nauseabunda en una medida que escapaba a la descripción, y al caer de improviso había tragado algo de aquella materia repugnante, que a punto estuvo de asfixiarme y que me hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los instantes que pasé tratando de recuperarme, al borde del desmayo, rodeado por la fetidez de la inmunda charca, de la que se alzaba una neblina blancuzca y fantasmagórica. Y lo peor de todo, la agudeza fruto de la desesperación con que el animal acosado vislumbra la manada que se cierne sobre él me permitió ver, mientras seguía quieto e indefenso, que mis perseguidores me cercaban a toda velocidad.
Es curioso qué cosas tan extrañas nos detenemos a pensar incluso cuando todas nuestras energías mentales se concentran en una amenaza terrible y urgente. Mi vida estaba en peligro, mi integridad dependía de que me pusiera en acción, y debía tomar decisiones cruciales casi a cada paso que daba, y pese a todo no podía dejar de admirar la extraña persistencia de aquellos viejos. Su callada resolución, su firme y lúgubre empeño eran motivo no solo de temor sino asimismo de cierto respeto. Lo que debieron ser en el vigor de su juventud. Comprendí entonces la carga arrolladora en el puente de Arcola y los gritos de desdén de la Vieja Guardia en Waterloo. La actividad mental inconsciente tiene momentos de recreo, incluso en ocasiones como aquella, pero por fortuna no acalla los pensamientos que llaman a la acción.
Me bastó un vistazo para saber que había fracasado en mi objetivo. Mis enemigos habían conseguido cercarme por tres lados y me forzaban a dirigirme hacia la izquierda, donde algún peligro me aguardaba, pues ellos no se habían molestado en ir por allí. Acepté la alternativa; era eso o nada. Mis enemigos tenían tomadas las posiciones elevadas, así que hube de conformarme con las bajas. Sin embargo, pese a los impedimentos del cieno y del terreno irregular, la juventud y la buena forma física me permitieron mantener la distancia y, tomando un curso diagonal, incluso les gané terreno. Eso me dio ánimo y energía; el entrenamiento habitual me permitía sacar fuerzas de flaqueza. Ante mí el terreno se elevaba un poco. Corrí pendiente arriba y me vi en una extensión fangosa, con un dique o terraplén oscuro y lúgubre al fondo. Pensé que si era capaz de llegar sano y salvo allí, donde dispondría de terreno sólido bajo los pies y un sendero que me guiara, podría encontrar con comparativa facilidad una escapatoria a mis problemas. Tras mirar a derecha e izquierda y no ver a nadie cerca, durante unos minutos no despegué la vista de mis pies, para ayudarme a cruzar la ciénaga. Era un trabajo sucio y duro, pero que no albergaba gran peligro, solo requería esfuerzo, y no tardé en alcanzar el dique. Exultante, trepé la pendiente, solo para toparme con otra desagradable sorpresa. A cada lado había siluetas encorvadas. Corrieron hacia mí desde la derecha y la izquierda. Sostenían una cuerda entre todos.
El cerco casi se había cerrado. No podía pasar por ningún lado y se me agotaba el tiempo.
Solo había una opción y la tomé. Crucé el dique a toda velocidad y, eludiendo en el último segundo a mis enemigos, me lancé a la corriente.
En cualquier otra ocasión aquella agua me habría parecido fétida y repugnante, pero entonces la agradecí tanto como el viajero sediento agradece un arroyo de aguas cristalinas. ¡Era una vía de salvación!
Mis perseguidores se abalanzaron tras de mí. Si la cuerda la hubiera llevado solo uno de ellos, habría sido mi fin, porque podría haberme echado el lazo antes de que tuviera yo tiempo de dar una sola brazada, pero al sostenerla entre todos se entorpecían, lo que los retrasó, y para cuando la cuerda golpeó el agua yo ya me había distanciado. Braceé con fuerza durante unos minutos. Refrescado por el chapuzón y animado por haberme librado de ellos, volví a trepar al dique con la moral más alta.
Desde arriba miré hacia atrás. A través de la oscuridad vi a mis acosadores dispersos a lo largo del dique. La persecución no había concluido, y yo debía elegir una nueva ruta para escapar. Más allá del dique se extendía un paraje desolado y pantanoso como el que había cruzado antes. Decidí evitarlo y dediqué unos minutos a pensar hacia qué lado del dique dirigirme. Creí oír algo: el chapoteo apagado de unos remos; agucé los oídos y grité.
No hubo respuesta, pero el sonido cesó. Mis enemigos se habían hecho con un bote. Eché a correr hacia el sentido del dique opuesto a donde ellos estaban. Cuando pasé a la izquierda del punto donde me había lanzado al agua, oí chapoteos, suaves, sigilosos; un ruido como el de una rata al zambullirse en el agua, salvo que más fuerte, y vi el lustre oscuro de la superficie roto por las estelas de varias cabezas que se aproximaban. Varios de mis enemigos se acercaban a nado.
A mi espalda, corriente arriba, el golpeteo y los crujidos de unos remos rompieron el silencio; mis enemigos no estaban dispuestos a abandonar. Saqué fuerzas de flaqueza y aceleré la carrera. Al cabo de un par de minutos miré atrás y un rayo de luz que se coló entre las nubes iluminó varias siluetas que trepaban por el terraplén. Se había levantado viento; la superficie se había rizado y contra el dique rompían olitas. Tenía que mirar bien dónde pisaba si no quería tropezar, sabiendo bien que un traspié suponía una muerte segura. Unos minutos después volví a mirar atrás. En el dique había solo unas pocas personas, pero había muchas cruzando la llanura pantanosa. No sabía qué nuevo peligro me auguraba eso; apenas podía imaginarlo. Retomé la carrera, al tiempo que me percataba de que mi camino trazaba una lenta curva a la derecha. Miré hacia delante y vi que el río era mucho más ancho que antes, y que el dique descendía, y que al otro lado, a cierta distancia, había una nueva corriente de agua, desde cuya orilla más cercana unas cuantas personas corrían hacia mí a través del cenagal. Estaba en una suerte de isla.
Mi situación era ahora desesperada: los enemigos me habían rodeado por completo. Por detrás se aproximaba el golpeteo de los remos, ahora acelerado, como si mis perseguidores presintieran la proximidad del fin. A mi alrededor no había más que desolación; ni un tejado ni una luz hasta donde alcanzaba mi vista. Lejos, a la derecha, se alzaba una masa oscura, pero no sabía de qué se trataba. Me detuve a pensar qué hacer durante un instante, no más, pues los perseguidores se acercaban. Tomé una decisión. Me deslicé terraplén abajo y me metí en el agua. Me zambullí de cabeza para alcanzar lo antes posible el centro de la corriente, dejando atrás el remanso tras la isla, si es que en efecto se trataba de eso. Aguardé hasta que una nube se deslizó sobre la luna, dejándolo todo a oscuras. Me quité el sombrero y lo abandoné en el agua para que la corriente se lo llevara, y al segundo siguiente me zambullí y buceé con todas mis fuerzas. Pasé, calculo, medio minuto bajo el agua, y cuando emergí lo hice tan silenciosamente como pude, y miré hacia atrás. Mi sombrero marrón claro se alejaba despacio. Lo seguía de cerca un bote viejo y bamboleante, impulsado desesperadamente por un par de remos. La luna seguía cubierta en parte por las nubes pero incluso con aquella luz parcial alcancé a ver a un hombre en pie en la proa, sosteniendo, dispuesto a asestar un golpe, lo que me pareció la espantosa hacha de la que yo había escapado antes. El bote se acercó más y más, y el hombre golpeó con rabia. El sombrero desapareció. El hombre cayó hacia delante y a punto estuvo de ir a parar al agua. Sus camaradas lo agarraron, pero había perdido el hacha, y luego, cuando invertí todas mis energías en alcanzar la orilla más alejada, oí una exclamación entre dientes: «Sacre!», manifestación del enojo de mis frustrados perseguidores.
Era el primer sonido proveniente de boca humana que oía en aquella cacería aterradora, y pese a toda la amenaza y el peligro que suponía, lo agradecí, dado que rompía el silencio terrible que hasta entonces me había estremecido y espantado. Era una señal manifiesta de que mis oponentes eran personas, no fantasmas, y de que tenía al menos una oportunidad, aunque yo fuera solo uno contra muchos.
Roto el hechizo del silencio, los sonidos empezaron a llegar más claros y en rápida sucesión. Desde el bote hacia la orilla y a la inversa hubo un intercambio de preguntas y respuestas susurradas. Miré atrás, lo que fue un gran error, porque al instante alguien vio mi cara, una mancha blanca entre la oscuridad del agua, y dio un grito de alarma. Varios dedos me señalaron y un instante después el bote, sobrecargado de gente, me seguía apretando la marcha. Yo estaba cerca de mi destino pero el bote se acercaba muy rápido. Unas pocas brazadas más y habría alcanzado la orilla, pero sentía el bote a mi espalda y esperaba recibir, en cualquier momento, el golpe de un remo o de otra arma en la cabeza. Si no hubiera visto aquella hacha aterradora perderse en el agua creo que no habría tenido fuerzas para llegar a la orilla. Oí los juramentos murmurados de los que no remaban y los resoplidos de los remeros. Con un esfuerzo supremo alcancé la orilla y trepé por ella a toda velocidad. No había ni un segundo que perder; justo detrás de mí el bote tocó tierra y varias personas saltaron en mi persecución. Llegué a lo alto del dique y eché a correr hacia la izquierda. El bote se apartó de la orilla y me siguió descendiendo la corriente. Viendo peligro por ese costado, di un quiebro, bajé por el otro lado del dique y, tras un superar un trecho cenagoso, llegué a terreno seco y llano, donde apreté la carrera.
No me despegaba de mis incansables perseguidores. A lo lejos volví a ver la masa oscura de antes, pero más próxima y grande. El corazón me dio un brinco de alegría; tenía que ser la fortaleza de Bicêtre. Con nuevas energías, seguí adelante. Había oído que, uniendo las fortalezas que protegían París, había vías estratégicas, caminos hundidos en el terreno por donde los soldados podían marchar a cubierto del enemigo. Si conseguía llegar a una de aquellas vías estaría a salvo, pero en la oscuridad no veía rastro de ninguna, así que seguí adelante confiando ciegamente en dar con una.
Poco después llegué a un desnivel acusado, por cuyo fondo discurría un camino protegido a cada lado por un foso de agua y un alto muro.
En el límite de mis fuerzas y a punto de desplomarme mareado, seguí adelante; el terreno era cada vez más irregular, trastabillé, caí, me levanté y continué corriendo con la ciega desesperación de la presa. Pensar en Alice volvió a proporcionarme ánimos. No cedería y arruinaría su vida; pelearía hasta el final. Con gran esfuerzo alcancé la cumbre del muro. Mientras forcejeaba como un puma para trepar, sentí que alguien me rozaba un pie. Me encontraba ahora en una especie de calzada elevada y ante mi vi una luz tenue. A ciegas y mareado, corrí, me tambaleé y caí, volviendo a levantarme cubierto de polvo y sangre.
—Halt là!
Aquellas palabras parecieron proceder del mismísimo cielo. Me rodeó un rayo de luz y grité de júbilo.
—Qui va là?
Chasquidos de mosquetes, acero destellante ante mis ojos. Instintivamente, frené en seco, pese a la cercanía de los pasos de mis perseguidores.
Hubo más gritos, y de una puerta manó una marea roja y azul al desplegarse la guardia. A mi alrededor todo eran destellos, luces reflejadas sobre acero, tintineos y chasquidos de armas, y órdenes pronunciadas en voz alta y rasposa. Cuando me desplomé, completamente exhausto, un soldado me sostuvo. Miré atrás, expectante y aterrado, y vi al grupo de sombras dispersarse entre la noche. Luego debí de desmayarme. Cuando recobré el sentido estaba en la sala de la guardia. Me dieron brandi y al cabo de un rato pude explicarles lo que me había sucedido. Apareció un comisario de policía, aparentemente caído del cielo, como suelen presentarse los oficiales de policía en París. Me escuchó con atención y se retiró a consultar con el oficial al mando. Debieron de coincidir en lo que había que hacer, porque me preguntaron si estaba capacitado para acompañarlos.
—¿Adónde? —pregunté.
—A las montañas de basura. Puede que todavía los cojamos.
—Lo intentaré —dije.
El comisario me miró fijamente.
—¿Prefiere usted esperar un poco, quizás hasta mañana, inglesito? —preguntó. Eso hirió mis sentimientos, quizás como era su intención, y me puse en pie de un salto.
—¡Vayamos! —dije—. ¡Ahora mismo! ¡Un inglés siempre está presto a cumplir con su deber!
El comisario era un buen hombre, además de perspicaz; me dio una amable palmada en el hombro.
—Brave garçon! —dijo—. Discúlpeme, sabía que eso le ayudaría. La guardia está lista. ¡Adelante!
Atravesamos la sala de la guardia, un pasaje abovedado y salimos al exterior. Algunos de los hombres que marchaban delante llevaban potentes linternas. Cruzamos varios patios siguiendo un camino en pendiente y, cruzando una gran arcada, pasamos a un camino por debajo del nivel del terreno, el mismo que había visto durante mi huida. Se dio la orden de formar en columna de a dos, y los soldados marcharon a paso ligero, a medio camino entre el paseo y la carrera. Sentí retornar mis energías, transformado ahora en cazador en lugar de presa. Al cabo de escasa distancia llegamos a un pontón bajo que cruzaba la corriente, no muy lejos de donde yo la había atravesado a nado. Habían intentado sabotearlo; las cuerdas estaban cortadas y había una cadena rota. Oí que el oficial decía al comisario:
—¡Justo a tiempo! Unos minutos más y habrían destrozado el puente. ¡Adelante, más rápido!
Allá fuimos. Llegamos a otro pontón que cruzaba la corriente agitada por el viento; al acercarnos oímos golpes de metal contra metal, también intentaban destruir aquel puente. Se dio una orden y varios hombres alzaron los rifles.
—¡Fuego!
Hubo una descarga. Se oyó un grito acallado y las siluetas se dispersaron. Pero el mal ya estaba hecho, y vimos el extremo opuesto del pontón derivar arrastrado por la corriente. Esto supuso un importante retraso; transcurrió casi una hora hasta que hubimos cambiado las cuerdas y reparado el puente lo suficiente como para poder cruzarlo.
Retomamos la persecución. Más y más rápido, nos dirigimos a los apilamientos de basura.
Al cabo de un rato llegamos a un lugar que me era conocido. Quedaban los restos del fuego, unos pocos maderos seguían ardiendo sin llama y emitían un resplandor rojizo, pero la mayor parte de las cenizas ya estaba fría. Identifiqué el emplazamiento de la chabola y la colina de basura que había detrás, por la que había trepado a la carrera, y el parpadeante brillo de los ojos de las ratas, con su suerte de fosforescencia. El comisario dijo algo al oficial, que gritó:
—¡Alto!
Los soldados recibieron orden de desplegarse y vigilar, y nosotros examinamos las ruinas. El comisario en persona levantó tablas y restos carbonizados, que los soldados tomaban y apilaban. Poco después retrocedió, sorprendido por algo, se inclinó y me hizo señas para que me acercara.
—¡Mire!
Era una estampa desagradable. Un esqueleto yacía bocabajo, una mujer por sus dimensiones, y de avanzada edad, a juzgar por la basta textura de los huesos. Entre las costillas asomaba una larga daga, confeccionada a partir de un hierro para afilar, con la afilada punta clavada en la espina dorsal.
—Como pueden ustedes comprobar —nos dijo el comisario al oficial y a mí mientras sacaba su cuaderno de notas— la mujer debe de haber caído sobre su propia arma. Aquí hay muchas ratas, miren cómo relucen sus ojos entre los montones de desperdicios, y pueden ustedes comprobar asimismo —sufrí un escalofrío cuando lo vi posar una mano desnuda sobre el esqueleto— que hace poco que se han ido. Los huesos apenas han comenzado a enfriarse.
No había rastro de nadie más en las cercanías, ni vivo ni muerto, así que, formando en columna una vez más, los soldados siguieron adelante. Poco después llegamos al viejo armario convertido en morada. Nos acercamos. En cinco de los seis compartimentos dormía un anciano, tan profundamente que ni siquiera la luz de las linternas los despertó. Su aspecto era ajado, lúgubre, gris, con los rostros chupados, arrugados y tiznados y sus grandes mostachos canos.
El oficial exclamó una áspera orden y un instante después los cinco estaban levantados y en posición de firmes.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
—Dormir.
—¿Dónde están los otros chiffoniers? —preguntó el comisario.
—Se han ido a trabajar.
—¿Y ustedes?
—Nosotros estamos de guardia.
—Peste! —soltó el oficial, riéndose con dureza, mientras miraba a los ancianos a la cara uno por uno, y añadió con crueldad deliberada—: ¡Durmiendo cuando se encuentran de servicio! ¿Es ese el estilo de la Vieja Guardia? ¡En ese caso no me extraña lo que pasó en Waterloo!
A la luz de las linternas vi empalidecer las caras viejas y tiznadas, y a punto estuvo de hacerme retroceder la mirada de los viejos ante las risas con que los soldados corearon el cruel chiste del oficial.
Me sentí vengado en parte.
Por un instante pareció que iban a lanzarse sobre el bromista, pero años de instrucción los habían enseñado bien y permanecieron inmóviles.
—Ustedes son solo cinco —dijo el comisario—, ¿dónde está el sexto?
La respuesta llegó junto con lúgubres risitas.
—¡Ahí! —El que había hablado señaló al fondo del armario—. Murió anoche. No queda mucho de él. ¡El entierro de las ratas es muy rápido!
El comisario se agachó sobre los restos. Se volvió a continuación hacia el oficial y dijo con calma:
—Podemos irnos. Aquí no queda ninguna pista, nada que pruebe que este era el hombre al que hirieron las balas de sus soldados. Seguramente ellos lo mataron para ocultar el rastro. Fíjese. —Se agachó de nuevo y apoyó las manos sobre el esqueleto—. Las ratas actúan rápido y las hay a montones. ¡Estos huesos aún están calientes!
Sufrí un escalofrío, como muchos de los que estábamos allí.
—¡A formar! —dijo el oficial, y marchando en columna, con las linternas columpiándose al frente y los veteranos esposados en el centro del grupo, salimos a paso ligero del basural y regresamos a la fortaleza de Bicêtre.
Hace mucho que concluyó mi año de prueba y Alice es mi esposa. Pero cuando rememoro aquellos doce meses, uno de los episodios que recuerdo con más nitidez es el de mi visita a la Ciudad de la Basura.