UNA LECCIÓN CON MASCOTAS
(A Lesson in Pets)
—Ya en otra ocasión tuve que pasar la noche en un coche salón, en unas circunstancias que tampoco eran las más deseables.
—Cuéntenoslo —dijo la primera actriz—. Nos esperan unas cuantas horas aquí y nos ayudará a pasar el rato.
—¡Atención! ¡Silencio! —exclamó el resto de la compañía, siempre deseosa de escuchar a su director.
El director se puso en pie e hizo una reverencia con la mano sobre el pecho como si estuviera ante un telón, volvió a sentarse y dijo:
—Sucedió hace muchos años, unos diez, creo recordar, cuando salí de gira con Revelaciones de Sociedad. Algunos de ustedes recordarán la obra. Estuvo largo tiempo en cartel, tanto en la ciudad como en provincias.
—La conozco muy bien —dijo el padre robusto—. Cuando yo era primer actor juvenil interpreté a Geoffroi D’Almontiere, el villano francés, en el Smalls con la compañía de George Bucknill, con Evangeline Destrude como Lady Margaret Skeffington. Una obra estupenda. Me pregunto a menudo por qué nadie la repone. Vale más que una docena de esas ñoñeces intragables de ahora.
—¡A callar! ¡A callar! —pidieron todos, y la creciente indignación del orador remitió.
—Aquella vez tuvimos una invasión de perros —prosiguió el director.
—¿De qué?
—¿Cómo fue?
—¿De perros?
—¿Cómo que «aquella vez»?
—¡Explíquese! —pidió la compañía.
—De perros y de algo más —continuó el director—. Pero será mejor que empiece por el principio. En la gira anterior yo había llevado La lección de la cruz, y como el objetivo era sacar todo el dinero posible a los santurrones, pensé que lo mejor sería hacerme con un equipo que tuviera un aire de ostensible moralidad. Los elegí basándome en cuestiones familiares. No había nadie que no estuviera casado, y no importaba lo viejas ni lo feas que fueran las mujeres, porque sabía que serían aceptables para el público al que nos dirigíamos. Pero no me esperaba lo que pasó. Todos llevaron a sus hijos. No me habría importado tanto si hubieran llevado a los mayores, que podrían haber servido para engrosar el público. Hasta les habría pagado. Pero solo llevaron bebés y niños pequeños, que necesitaban que alguien cuidara de ellos todo el tiempo. No se creerían ustedes la cantidad de niñeras y chiquillas sacadas de asilos y demás instituciones que llevamos con nosotros. Cuando llegué a la estación y el revisor me señaló nuestro tren privado, no pude creer lo que estaba viendo. No había ventanilla de la que no asomara un bebé, y el andén estaba atestado de ancianas y niños que reían, lloraban, hacían muecas a los críos, se enjugaban las lágrimas y sacudían pañuelos. La gente que pasaba por la calle se había enterado de lo que sucedía y, siendo domingo por la tarde y no teniendo nada mejor que hacer, no cesaba de entrar y sumarse a la pantomima. Yo no podía hacer nada, al margen de buscar mi vagón personal, echar las cortinillas y rezar para que saliéramos puntuales.
»Cuando llegamos a Mánchester, donde estrenábamos, nos aguardaba la habitual muchedumbre dominical, deseosa de ver a los actores. Al salir de la curva del Exchange miré hacia fuera y comprobé complacido la ansiedad general por ver por primera vez a la célebre compañía que pondría en escena La lección de la cruz, como anunciaba nuestra publicidad. Pero al igual que una ráfaga de brisa inclina los tallos de un maizal, vi surgir en la fila de rostros miradas de asombro, y a continuación los destellos de los dientes de cada hombre, mujer y niño cuando sus bocas se abrieron en una sonrisa. Miré hacia atrás, y allí volvía a estar la infernal hilera de bebés, mecidos frente a cada ventanilla. La multitud los jaleó; yo esperé hasta que rodearon a los bebés en el andén y hui a mi hotel.
»Pasó lo mismo, una vez tras otra, durante toda la gira. En cada sitio al que arribábamos o del que partíamos nos encontrábamos con la misma muchedumbre; llegábamos y nos íbamos entre coros de risas. No me habría molestado tanto si nos hubiera reportado algún beneficio, pero lo único que conseguíamos era que montones de personas que iban a ver la obra esperando encontrarse en ella a los bebés acabaran decepcionados. Con tacto, pregunté a los miembros de la compañía si podrían mandar a algunos de los bebés de vuelta a casa, pero todos me dijeron que sus familias ya habían hecho planes y no podían cambiarlos. El único motivo de diversión que encontré provino de una joven pareja de la que sabía que acababa de contraer matrimonio. Llevaban consigo a una niña de unos tres años, a la que habían vestido como a un niño. Cuando les expuse mis quejas, se sinceraron conmigo y me confesaron que, como todos los demás llevaban niños, pensaron que ellos llamarían la atención negativamente si iban solos, así que habían alquilado la niña a un pariente pobre durante lo que durara la gira. Me hizo tanta gracia que no les dije nada más.
»Tuvimos luego otro inconveniente por culpa de los niños; no hubo epidemia infantil en cien millas a la redonda de la que no se contagiaran: sarampión, tos ferina, varicela, paperas, tiña…, todas, hasta que el tren ya no pareció una guardería sino la sección de pediatría de un hospital. Les aseguro, si es que son ustedes capaces de creerme, que durante el año que estuve de gira con aquella dichosa compañía —y tuvimos una gira con enormes beneficios, todo hay que decirlo— toda la red de ferrocarriles de Inglaterra quedó sembrada de pañales y migas de galleta».
—Señor Benville Nonplusser, ¿cómo puede quejarse de semejante cosa? —se lamentó la primera anciana.
—Poco antes del final de la gira —continuó el director— reuní a toda la compañía y les advertí que nunca volvería a permitir bebés en una de mis giras, bajo ninguna circunstancia, jamás en uno de mis trenes privados. Y la decisión la he mantenido hasta el día de hoy.
»Bueno, nuestra siguiente gira fue muy distinta. Como ya he dicho, representamos Revelaciones de sociedad y, claro está, el reparto era muy diferente. Queríamos que la obra tuviera un aire elegante, refinado, así que invité a participar a unos aficionados de la alta sociedad. Los papeles principales los interpretaban, naturalmente, buenos actores, pero los pequeños fueron para todos aquellos encopetados. La gira nada tuvo de agradable pues hubo celos de principio a fin. Los aficionados eran, como resultaba de esperar, más teatrales que los profesionales del teatro; se reirían ustedes de los aires que se daban algunos. Esto irritó a nuestra gente, que formó una piña, se lo aseguro. Al principio intenté mantener la paz, porque todos aquellos engreídos de la alta sociedad eran exactamente lo que necesitábamos para la obra, pero la compañía no tardó en dividirse en dos bandos y yo me encontré con que todo lo que hiciera estaba mal. Cualquier cosa que uno hiciera o consiguiera, los demás la querían también; a nadie se le permitía ningún privilegio o distinción sobre los demás, por breve que fuera. Al final tuve que ponerme firme y tomar cartas en el asunto, pero cada vez que lo hacía me encontraba con la renuncia de alguien, así que debía tener cuidado si no quería quedarme sin actores para la obra.
»No pasaba ni una hora sin una crisis de celos. Si al menos las hubiera podido prever habría sido tolerable, pero lo peor es que no dejaban de surgir cuando uno menos se lo esperaba, y yo solo me enteraba cuando ya era demasiado tarde para impedir la riña.
»Habiendo prohibido a los niños en la gira anterior, no me pareció necesario prohibir nada más, y la consecuencia fue que me encontré de pronto en mitad de una invasión de mascotas. Mi primera actriz de entonces, la señorita Flora Montressor, que había estado conmigo en siete giras y que era la favorita del público en todas las salas de provincias, tenía un pequeño toy terrier trigueño que llevaba a todas partes desde que estaba conmigo. Varias veces otros intérpretes habían preguntado a mi jefe de actores si ellos también podían llevar perros, pero él siempre había respondido negativamente, diciendo que el personal del ferrocarril no lo permitía, y que era mejor no insistir, pues el caso de la señorita Montressor era excepcional, por ostentar ella una posición de privilegio. Esa respuesta siempre había bastado con la compañía habitual, pero todos y cada uno en el nuevo reparto tenían alguna mascota, y al cabo del primer viaje, después de que se les llamara la atención por la irregularidad, se limitaron a sacar billetes para los animales, que ellos mismos pagaron. A los actores profesionales les bastó ver eso para que en el siguiente viaje no hubiera ni un alma en todo el reparto que no llevara alguna clase de mascota. La mayoría eran perros, y una manada de lo más variada, desde los más diminutos hasta mastines enormes. El personal del ferrocarril no estaba preparado para aquello —habría hecho falta un vagón especial solo para los perros— y yo tampoco lo estaba; al principio no supe qué decir. El domingo siguiente reuní a todo el reparto y les dije que me temía que tras aquel viaje no permitiría que siguieran llevando a sus mascotas. La estación parecía una feria canina, y apenas podía oír mis propias palabras por culpa de los ladridos, gañidos y aullidos. Había mastines, san bernardos, collies, caniches, terriers, bulldogs, skyes, king charles spaniels, duchshunds y turnspits, todas las variedades del mundo canino, por raras que fueran, estaban representadas. Un hombre tenía un gato con un collar plateado, al que llevaba de una correa; otro tenía una rana amaestrada; varios, ardillas, ratones blancos, conejos, ratas, un canario en una jaula y un pato amaestrado. Nuestro segundo actor de farsa tenía un cochinillo, pero se le escapó en la estación y no fue capaz de atraparlo. Cuando me dirigí a la compañía guardaron silencio, me enseñaron sus billetes para los animales, todos con la salvedad de la señorita Flora Montressor, que tranquilamente dijo:
»—Me dio usted permiso hace años para llevar a mi perrito.
»Comprendí que no podía hacer nada sin provocar la clase de bronca que precisamente quería evitar. Me retiré a mi compartimento a reflexionar.
»Pronto llegué a la conclusión de que debía darles una lección ejemplar y se me ocurrió una idea brillante: Yo también me buscaría una mascota.
»Nos dirigíamos entonces a Liverpool, y a comienzos de la semana hice una rápida visita a mi viejo amigo Ross, el importador de animales, para realizarle una consulta. En mi juventud había trabajado con un circo y pensé que podría servirme de aquella experiencia. Ross había salido, así que pedí a uno de sus hombres que me recomendara una mascota que resultara incómoda para una persona nerviosa si tuviera que viajar con ella. No era alguien con sentido del humor, así que me sugirió un tigre. “Tenemos un adulto maravilloso”, dijo, “recién llegado de Bombay. No podría ser más salvaje. Tenemos que mantenerlo aislado porque, si lo ponemos con los otros, los aterroriza de tal manera que están a punto de escapar en masa”.
»Me pareció una solución demasiado drástica; no quería terminar la gira en el cementerio ni en la cárcel, así que le propuse algo más suave. Me ofreció pumas, leopardos, cocodrilos, lobos, osos, gorilas y hasta una cría de elefante, pero ninguno parecía apropiado. Llegó entonces Ross, que me llevó con él para enseñarme algo más.
»—Acaba de llegar —dijo—. Un lote de boas constrictoras de Surinam. Tres toneladas en total. Los mejores ejemplares que jamás he visto.
»Pese a que mi experiencia previa me había acostumbrado a cosas así, me sentí incómodo cuando me acerqué a verlas. Yacían en el fondo de una caja, como montones de melones, sin más cierre que una tapa de cristal que ni siquiera tenía cerrojo. Una masa inmensa, viscosa, multicolor que se plegaba y enroscaba en todas direcciones, y si no fuera por las cabezas que asomaban acá y allá, se podría haber pensado que se trataba de un único y enorme reptil. Ross me vio recular un poco.
»—No tienes que asustarte —dijo para tranquilizarme—. Con este tiempo están medio aletargadas. Hace bastante frío, y aunque hiciera calor tampoco se levantarían de repente.
»A mí seguían sin gustarme porque cada vez que una de ellas engullía lo que se ponía delante —una rata, un conejo o lo que fuera—, toda la masa se convulsionaba, se arrastraba y retorcía un poco. Pensé en el efecto que tendrían en mi compañía, así que allí mismo cerré con Ross el alquiler de las serpientes para el siguiente viaje. Uno de sus hombres nos acompañaría hasta Carlisle, adonde íbamos esa vez, para luego traerlas de vuelta.
»Dispuse con la compañía de ferrocarriles que para ese viaje contaríamos con uno de sus coches salón grandes, especiales para excursiones particulares, de modo que todos los miembros de la compañía tuvieran que viajar juntos en lugar de en compartimentos diferentes, repartidos en bandos. Cuando se congregaron en la estación nadie estaba satisfecho. No obstante, no se quejaron abiertamente. Yo había mencionado de pasada, y la voz había corrido, que viajaría en su compañía y que tenía una sorpresa muy especial preparada para ellos. Por sus insistentes preguntas a los mozos de estación y al jefe de equipajes sobre si ya había llegado mi equipaje, pensaban que la sorpresa iba a consistir en un pícnic. Yo había organizado cuidadosamente con la gente de Ross que mi contribución no llegara hasta el último momento, y, en privado, había dado una propina al guarda para que, cuando se produjera la entrega, partiéramos de inmediato. Se había programado que el tren privado realizara un viaje rápido, sin paradas entre Liverpool y Carlisle.
»Cuando se acercó la hora de salida, la compañía ocupó los sitios que habían reservado en el coche; los primeros ocuparon las plazas de los extremos. La selección natural dividió el vagón en dos campos. Los perros de ambos ocuparon el centro. Cuando mi jefe de actores gritó: “¡Todos a bordo!”, como era su costumbre, se sentaron los últimos. Varios hombres aparecieron entonces en el andén empujando una gran carretilla. Esta transportaba dos grandes cajas con las tapas sin asegurar, y que, habiendo abundancia de manos, fueron rápidamente montadas al coche salón. Una se colocó junto a la puerta del extremo del vagón y la otra, justo delante de la puerta de entrada, bloqueándola.
»La puerta se cerró, se le puso el seguro, sonó el silbato del guarda y partimos.
»Huelga decir que durante todo el tiempo los perros habían estado ladrando y aullando hasta desgañitarse, y algunos estaban empeñados en enzarzarse con los otros, y si no lo hacían era solo porque sus amos los retenían. El gato había buscado refugio en la parrilla de equipajes, desde donde lanzaba bufidos y mecía la cola erizada. La rana permanecía sentada, con aire satisfecho, en una caja junto a su amo, y las ratas y los ratones se habían escondido en el fondo de sus jaulas de manera que no se los veía. Cuando entraron las cajas, algunos perros se encogieron de miedo y se pusieron a temblar, mientras que otros se pusieron a ladrar furiosos y apenas se los pudo retener. Yo saqué mi periódico del domingo y me dediqué a leer tranquilamente, a la espera de lo que sucediera.
»El clamor de los perros furiosos persistió un buen rato, y uno de ellos, un mastín, se puso incontenible.
»—No puedo sujetarlo mucho más —me dijo su amo a gritos—. Debe de haber algo en esa caja que lo pone nervioso.
»—Puede estar seguro —dije, y seguí leyendo.
»Un par de miembros de la compañía empezaron a preocuparse y uno se acercó con curiosidad a echar un vistazo a la caja, se inclinó hacia ella, la olfateó sospechosamente y retrocedió de golpe. Eso avivó la curiosidad de los demás, y varios otros se acercaron a oler. Comenzaron los murmullos y una mujer me preguntó directamente:
»—Señor Benville Nonplusser, ¿qué hay en esa caja?
»—Mis mascotas. Nada más que eso —respondí sin levantar la vista del periódico.
»—Unas mascotas asquerosas, sean lo que sean —dijo ella con aspereza—. Huelen muy mal.
»—Cada uno tiene sus gustos, querida. Usted los suyos y yo los míos. Y puesto que todos los miembros de esta compañía llevan consigo a sus mascotas, he decidido traer también las mías. No dudo de que con el tiempo les terminarán cobrando afecto. De hecho, es mejor que empiecen ya mismo, porque a partir de ahora nos acompañarán en todos los viajes.
»—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó un joven.
»Asentí dando mi consentimiento, y cuando levantó la tapa, todos se apiñaron a su alrededor, todos menos el hombre del mastín, demasiado ocupado en contener a su clamorosa bestia. El joven alzó la tapa y cuando vio lo que había dentro retrocedió de inmediato; la tapa cayó al suelo, dejando el interior expuesto. Toda la multitud reculó con un escalofrío y algunas mujeres se pusieron a chillar. Me preocupé por si los gritos llamaban demasiado la atención, pues nos acercábamos a una parada, así que dije con calma:
»—Harán mejor en estar lo más callados que puedan. Nada irrita más a las serpientes que el ruido. Creen que es hora de salir en busca de presas.
»Tan seria afirmación quedó aparentemente corroborada por el hecho de que varias de las boas alzaron soñolientas la cabeza siseando suavemente. La muchedumbre echó a correr, empujándose y estorbándose entre sí, hacia los extremos más alejados del vagón. A esas alturas el hombre del mastín estaba agotado de luchar con el poderoso animal. Queriendo terminar de dejar claras las cosas, dije:
»—Será mejor que hagan callar a sus perros. Si no lo hacen, no respondo de las consecuencias. Si ese mastín ataca a las serpientes, como trata de hacer, ella se lanzarán a por él y pelearán, y entonces…
»En casos así el silencio es lo más elocuente. El miedo generalizado quedó manifiesto por la palidez de las caras y los temblores.
»—¡Me temo que no puedo sujetarlo más! —dijo el hombre entre jadeos.
»—En ese caso —dije—, algunos de sus compañeros que también tienen perros deberían ayudarlo, antes de que sea demasiado tarde.
»Varios respondieron y, con la ayuda de unas cuantas correas, ataron a la bestia a la pata de un banco. Al comprobar que todos estaban medio paralizados de miedo volví a poner la tapa a la caja, lo que los alivió un poco. Cuando me vieron sentarme encima, hubo algunos asomos de sonrisa. Seguí insistiendo para que hicieran callar a sus animales, y tratándose de una labor inacabable, eso los mantuvo bien ocupados.
»Reconozco que al principio yo también estaba un poco nervioso, y habría bastado con que una boa constrictor diera un cabezazo a la tapa de la caja para que hubiera salido corriendo. Sin embargo, como permanecieron absolutamente tranquilas, mi valor fue en aumento.
»Transcurrieron varias horas, no exentas de incidentes, cada vez que alguna de las muchas mascotas se hacía notar. El canto del canario, por ejemplo, recibió un coro de maldiciones. Pero la cólera llegó al extremo cuando el pato, hasta entonces mudo, arrancó con su sonsonete habitual: “¡Cuac! ¡Cuac!”.
»—¿Quiere hacer el favor de callar a ese maldito animal? —susurró rabioso el exhausto dueño del mastín. Lo que hizo sonreír a muchos.
»Cuando comprobé por la hora que nos acercábamos a Carlisle, me puse en pie sobre la caja y pronuncié unas palabras.
»—Damas y caballeros, confío en que el episodio de hoy, por desagradable que haya sido, nos traiga un beneficio a la postre. Han aprendido que el bienestar del grupo depende de todos y cada uno de ustedes, y que, tarde o temprano, hay que responder por la persecución egoísta de nuestra propia y mezquina satisfacción. Cuando me quejé ante ustedes sobre la cuestión de los animales, decidieron aferrarse a su parecer y llegaron incluso a dejar a un lado sus celos personales y profesionales para unirse en mi contra. Se me ocurrió entonces pagarles con su misma moneda pero con creces. ¿Lo he conseguido?
»Hubo un momento de silencio y al cabo empezaron a asomar aquí y allí sonrisas y asentimientos, así que continué:
»—Espero que se tomen ustedes lo sucedido tan bien como yo me tomé todo lo que pasó antes. En cualquier caso, mi decisión es firme. Las mascotas quedan incluidas, juntos con los bebés, en el Index Expurgatorius de mis giras. Por lo que respecta a lo que queda de la gira presente, si alguien trae su mascota, lo mismo haré yo con las mías. Y creo que se han dado cuenta ustedes de que sé elegirlas muy bien. Cualquiera que no esté de acuerdo puede cancelar su compromiso con la compañía en este mismo instante. ¿Alguien tiene algo que decir?
»Hubo quienes se revolvieron pero todos guardaron silencio, y vi que mi victoria había sido absoluta. Cuando me bajaba de la caja, sin embargo, mi mirada se encontró con la de los llorosos ojos de la señorita Montressor, que seguidamente se dirigieron a su perrito.
»—Lo que acabo de decir no se aplica a la señorita Montressor, que obtuvo permiso hace años para traer a su perro. No estoy dispuesto a privarla ahora de su privilegio.
»Y nadie osó objetar».
—¡El siguiente! —dijo el jefe de actores, el señor Wragge, que por exigencia de su trabajo era alguien enérgico y emprendedor, acostumbrado a asumir responsabilidades no asignadas o que nadie más deseaba, y que en el presente caso se convirtió, fruto de una suerte de selección natural, manifestada por el consentimiento tácito de toda la compañía, en maestro de ceremonias.
Hubo un silencio total, pues la sesión de narraciones acababa todavía de empezar y nadie deseaba tomar la palabra. El agudo maestro de ceremonias se percató de inmediato de lo que pasaba y volviéndose hacia la primera actriz, sentada a la izquierda del director, dijo:
—Tendrá usted que ser la siguiente, señorita Venables. Le toca hablar a quien le toca beber, si es que tenemos algo de beber.
El primer actor de farsa no dejó pasar indirecta. Desenroscó el tapón de su petaca y cortésmente ofreció esta, junto con un vaso y una botella de agua, a la ruborizada chica.
—He aquí la bebida —dijo—. Vin du pays.
Ella hizo un delicado amago de protesta pero el director le sirvió una pequeña cantidad de whisky, que rebajó generosamente con agua. Ella agradeció la amabilidad con una deliciosa y breve reverencia y dirigió una mirada seductora a la compañía.
—Haré encantada cuanto pueda por el confort de todos —dijo—, pero, de veras, no tengo ni idea de qué contar. Mi vida no ha sido rica en incidentes y no se me ocurre nada que me haya pasado y merezca la pena contar.
Uno de los jóvenes, que la admiraba en secreto, no pudo contenerse.
—Yo sé de algo que a todos nos interesaría.
—¿De qué se trata? —preguntó el maestro de ceremonias.
El joven enrojeció y tartamudeó al responder, mientras miraba aprehensivamente al objeto de su devoción, que lo observaba inquisitiva y con el ceño fruncido.
—Era una broma, o algo así, no sé qué, que contaba la compañía que puso en escena Su excelencia, la Blanchisseuse, justo antes de que yo me uniera a ella. Alguien les había obligado a jurar silencio sobre su origen, así que no conseguí que nadie me dijera por qué se referían siempre a la señorita Venables como «El accesorio de Coggins».
La chica rio encantada.
—Yo se lo hice jurar. Fue una historia muy divertida. A mí no me importaba, pero hubo alguien más, el pobre Coggins, un compañero excelente, que se tomó tan a pecho las continuas bromas de la compañía que acabó presentando su renuncia. Supe que tenía mujer e hijos, así que no habría dejado un buen trabajo si no se hubiera sentido realmente herido, y pedí personalmente a todos que no contaran de dónde venía el apodo, y ellos me lo prometieron. Pero yo no estoy sujeta a la promesa, así que lo puedo decir; además aquello pasó hace mucho tiempo y ahora Coggins es un próspero constructor en las Midlands.
—¡Eso! ¡Adelante! —exclamaron todos, despertadas sus expectativas.
Y la primera actriz comenzó su relato: