UN EFECTO DE LUZ DE LUNA

(A Moon-Light Effect)

—Temo no poder ofrecerles ningún relato humorístico ni conmovedor. Mi vida, como requiere el arte que practico, ha carecido de interés. Puede que eso haya sido lo mejor; el arte necesita de serenidad, si no de aislamiento, para alcanzar sus manifestaciones más elevadas. La perfección nunca se ha logrado entre el tumulto silencioso de los pensamientos en conflicto.

—¡Pip, pip! —volvió a decir el joven de Oxford.

El actor dramático se puso en pie de un brinco; el enojo le hizo olvidarse de manera momentánea de su habitual parsimonia de movimiento.

—Protesto contra esta interrupción indecorosa. Esta intromisión en la privacidad de nuestro arte por parte de patanes carentes de alma; esta invasión del núcleo del refinamiento por parte de los más ordinarios vulgarismos, procedentes de un mundo de ineptitud decadente. Más aún, cuando los perpetradores de semejante infamia innoble parecen ignorar el respeto más elemental debido a personas de reconocida superioridad, practicantes de un arte glorioso y miembros de una honrosa profesión. ¡Bah! No se preocupe, Turner Smith. Imagino que las bellas artes deben ser acometidas por turnos. Llegará su momento. Luego podrá usted extraer provecho profesional de este lamentable episodio. Tengo entendido que está usted construyendo el decorado para la pantomima que representaremos en Poole. ¿Por qué no elige como lema para su decorado inicial, el de la escena más lóbrega, La Casa del Patán? El público expresará a las claras cuánto detesta a ese ofensivo sector. Estoy seguro de que el sastre estará a la altura de las circunstancias y nos mostrará a un maníaco especialmente ofensivo, con todo un surtido de modales detestables. El director musical, asimismo, proporcionará un efecto satírico al incorporar a su partitura el: «¡Pip, pip!», cada vez que el patán haga aparición.

El actor dramático retornó a su sitio con aire victorioso. En el tenso silencio que siguió, la encargada del guardarropa susurró a la costurera:

—El señor Wellesley le ha dado un buen rapapolvo. El Buey nunca olvidará la lección.

Buey era el apodo del joven de Oxford, recibido al poco de sumarse a la compañía. Comenzaron a llamarlo así después de que, en el libro de registro de un hostal, escribiera su nombre añadiendo a continuación: «Oxon», lo que sus camaradas interpretaron no como una muestra de presunción sino como un error de ortografía[2].

El escenógrafo vio la oportunidad de proseguir y retomó el relato.

—En cierta ocasión trabajé como pintor de decorados para Schoolbred, el empresario. Fue un contrato un tanto especial pero que me convenía, pues yo había asumido por aquel entonces una gran cantidad de encargos y andaba a la búsqueda de un estudio de pintura. Schoolbred tenía un alquiler a largo plazo del Queen’s Opera House, que disponía, como algunos de ustedes quizás recuerdan, de un magnífico atelier. Schoolbred me pagaba un buen salario… O, mejor dicho, me lo prometió, porque nunca pagaba a nadie si podía evitarlo. Creo que sospechó que no me fiaba de él, porque añadió a nuestro acuerdo que yo gozaría de libre disponibilidad del estudio de pintura, para mi propio uso, desde que firmara el contrato hasta que empezara a trabajar en su encargo. Mi abogado me dio un buen consejo. Este sabía, por experiencias pasadas, que siempre había problemas con Schoolbred, e insistió en que yo firmara un contrato de alquiler del estudio. «En otro caso», me dijo, «tus pertenencias no estarán a salvo. Si Schoolbred acaba en bancarrota, los acreedores se apropiarán de todo cuando haya en el local, incluidas tus cosas».

Cuando manifesté mis dudas, dijo: «Para ti no supondrá ningún cambio. Cada semana, le das un recibo por tu salario, y él a ti, un recibo por el alquiler; uno por lo otro. En cualquier caso, al final no vas a ver ningún dinero».

Como Schoolbred corría con los materiales y los sueldos de los trabajadores, no vi ningún inconveniente, pues yo no tendría gastos. Todo cuanto arriesgaba era mi tiempo, y en contrapartida, disponía de los mejores marcos de Londres. El encargo de Schoolbred consistía en retocar los viejos decorados pertenecientes a la Opera House, y pintar otros para la nueva ópera de Magnoli, Il Campador. Mi ayudante, al que pagaba él, se podía ocupar de la mayoría de los retoques, y como la fecha de entrega era dentro de seis meses, yo disponía de ese plazo de alquiler gratuito y con todo el tiempo para mí.

»En cuanto trasladé mis materiales, me puse a trabajar. Me llevó medio día revisar el libreto de decorados con Grimshaw, el carpintero, y un par de días más examinar los decorados existentes. Estos eran anticuados; casi todo fondos; apenas maquetas, ya no digamos un trompe l’oeil. Todo era pesado y viejo, e imposible de plegar, y con tanta madera como para aprovisionar un astillero. Schoolbred había ordenado que los decorados fueran fácilmente transportables, para cuando llegara el momento de salir con las óperas de gira. Grimshaw iba a tener mucho trabajo en cortar en secciones todos aquellos decorados y unir las piezas mediante bisagras para poder plegarlos. Sin embargo, Grimshaw era un buen tipo al que no le asustaba el trabajo duro. Se arremangó y, cuando él y sus hombres se pusieron manos a la obra, no tuve necesidad de supervisar nada. A Schoolbred le corría prisa el trabajo; tanta que ni siquiera se quejó cuando le pedí otro ayudante y un par de trabajadores más. Piensen ustedes lo mucho que eso le suponía, ya que los salarios semanales requieren liquidez, y cada sábado debía apoquinar de su propio bolsillo. Había diecisiete óperas; despiezar y convertir en plegables todos los decorados no era ninguna minucia. Pero una vez solventada esa labor de carpintería, la producción se simplifica mucho y se ahorra tiempo. Pero cuantos más decorados —no de construcción, sino fondos, tules, laterales y bastidores— hay que disponer para su uso en las representaciones y para los viajes, y que sacar y meter del almacén, más faena hay también para el sufrido pintor.

»No obstante, una vez arrancaron los trabajos, y yo hube explicado a los ayudantes lo que quería, y les hube proporcionado bocetos que les sirvieran de guía, pude sacar un poco de tiempo para mi propio trabajo. Había aceptado muchos encargos. Como ustedes saben, acababa de empezar a trabajar por cuenta propia, y cada decorado que terminaba me suponía un buen beneficio que embolsarme. Me esforcé mucho para ganarme un nombre y poder disfrutar de cierta holgura, y así no tener que vivir siempre con un ojo puesto en el dinero. Todos trabajábamos sin descanso. Como Schoolbred no ponía reparos a pagar las horas extra, los hombres estaban dispuestos a trabajar todo el día. Nuestro trabajo incluye largas pausas, y como los hombres deben estar a mano siempre que se les necesite, se las apañaban para dormir allí mismo. Al principio les bastaban unos sacos viejos para tumbarse encima, pero luego fueron poniéndose exquisitos y no se conformaban con menos que terliz, paja fresca y mantas del ejército. A mí no me importaba. Hacía como que no los veía.

»Al fin y al cabo, los trabajadores tienen que descansar en algún momento, y si dormían en el teatro, se ahorraban el coste del alojamiento. Como ustedes saben, los escenógrafos, si estamos atareados, a menudo cocinamos y comemos en el mismo estudio, así que aquellos hombres vivían casi por nada. Naturalmente, yo cargaba todos los gastos, ya que Schoolbred tenía tanta prisa que no se aplicaban las normas de costumbre. Se alegraba de que el trabajo estuviera listo a tiempo, costara lo que costara.

»Yo tenía montados sobre bastidores un conjunto de decorados para Manfredo, encargados por Wilbur Winston. Me había quitado de encima el otro trabajo lo más rápido que pude para poder encargarme de eso. Se trataba de una producción importante para mí. El decorado de la Tormenta de Nieve en los Alpes me llevaría a lo más alto. Me detuve a reflexionar; quería hacer algo realmente bueno. Era mi primer trabajo para Winston y necesitaba que quedara satisfecho. Es más, él tenía un buen proyecto a continuación, y todos hablaban de un gran decorado para el British. El encargo de Winston, una vez terminado, era muy voluminoso e incluía gran cantidad de embalaje. Para entonces ya había arrancado la temporada operística. Winston no estaba listo todavía para recibirlo y me pidió que lo guardara hasta que comenzaran los ensayos. No me quedaba más remedio que plegarme a sus deseos, pero, por suerte, en el Queen’s había espacio de sobra, incluso después de haber ordenado los lotes de decorados para las óperas de manera que todos estuvieran a mano cuando llegaran las representaciones. No había ningún problema.

»La temporada prometía mucho, pero al cabo de un par de noches, el negocio se hundió. Schoolbred estaba desesperado. Ya se encontraba hasta las cejas de deudas, y el crédito adicional se vio condicionado a que los acreedores cobraran, al menos, algo de lo que se les debía. Se comportaron bien, eso hay que concedérselo. Ofrecieron a Schoolbred todas las oportunidades posibles, pero cuando vieron que, lejos de mejorar, el negocio iba de mal en peor, solicitaron una reunión.

»En aquella reunión se decidió tomar medidas, y poco después Schoolbred hubo de declararse en bancarrota. El tribunal designó a un síndico, y tomó posesión formal. Todos en el teatro estaban molestos, menos yo. Tenía mi contrato de alquiler, así que estaba a mis anchas.

»No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que descubriera que, pese al alquiler, no todo eran ventajas. Como empleado, yo debía recibir un salario, en caso de haber dinero para pagarlo; pero el liquidador había cortado todos los gastos y yo, junto a los demás trabajadores, había sido despedido. Pero como arrendador, seguía sujeto a mi contrato de alquiler y tenía que pagar la renta. Como he dicho, para entonces hacía mucho que el encargo de Schoolbred estaba terminado, y yo estaba trabajando en mis proyectos. No tenía derecho a quejarme porque la renta era baja, y aunque no había recibido prácticamente nada a modo de salario, había dispuesto del atelier. Así que pagué puntualmente, encantado de poder seguir trabajando. Cierto es que había un pequeño inconveniente; como toda la Ópera estaba bajo control del síndico, y como el estudio que yo tenía alquilado se encontraba dentro del edificio, cada vez que quería sacar uno de mis nuevos decorados, a medida que los iba terminando, necesitaba un permiso especial. No me apetecía tener problemas, así que nunca me quejé; siempre que necesitaba un permiso, lo solicitaba formalmente. El síndico era un buen tipo, muy cortés conmigo. Nos hicimos buenos amigos. Schoolbred seguía representando su espectáculo, con autorización del liquidador. Disponía de buenos activos y sus contratos con los cantantes se hallaban en orden.

»Un día me encontré con él. Schoolbred estaba rabioso. Cuando le pregunté qué le sucedía, apenas pudo articular palabra. Cuando se calmó un poco me dijo:

»—Es para volverse loco. He gastado dinero a manos llenas para fomentar la afición por la ópera, y ahora, cuando tengo una compañía sencillamente excelente y las cosas deberían ir como la seda, esto lo arruina todo. Y lo peor es que todas las deudas eran antiguas, salvo la del propietario del edificio, que es el peor de toda la banda. Me he encargado de restaurar esta ratonera, que llevaba tanto tiempo sin usarse que no había en ella ni un pie de madera que no estuviera podrido. Y va él, y me lleva a la bancarrota, ¡como si eso le beneficiara en algo!

»—¿Y por eso está tan enfadado? —pregunté—. ¿Por qué hoy, si ya lo sabía?

»—Es un motivo indirecto.

»—¿Cómo es eso?

»—Acabo de recibir una oferta de América, una oferta magnífica, una que haría que cualquier director se pusiera a bailar de alegría. Una fortuna, caballero, una fortuna inmensa. Una gira por todas y cada una de las grandes ciudades de los Estados Unidos, Canadá, México y Sudamérica, donde la ópera los vuelve locos.

»—Pero eso es un motivo de alegría —dije—, no de enfado. ¿Por qué patalea cuando una fortuna inesperada se le pone al alcance de la mano?

»—¡Porque es el colmo!

»—Me temo que no le entiendo —dije.

»—¡Ah! ¿Así que no me entiende? —dijo, con una medida de sarcasmo indicadora de que lo peor del enfado ya había quedado atrás—. En ese caso será mejor que se lo explique. ¿Cuál es la razón de poner una fortuna al alcance de mi mano… y luego no permitirme hacerme con ella?

»—A riesgo de parecer tonto, señor Schoolbred —dije—, sigo sin entenderlo.

»—¿Cómo puedo aprovechar una oportunidad de oro si no me es posible salir de aquí? ¿Acaso no tenemos alguaciles en el edificio? ¿Acaso no hay un síndico oficial? ¿Cómo voy a partir hacia América si no me dejan sacar nada de la Ópera? ¡No se puede interpretar ópera de verdad sin decorados, atrezo y vestuario, estúpido! Tenemos aquí dieciséis óperas, la mejores y más populares, todas listas para salir de gira, y ni siquiera podemos mover un dedo. Están todas ensayadas y pulidas hasta el último detalle. Dispongo de los intérpretes, con contrato de dos años y salario inglés, pero que pueden actuar donde y cuando yo lo desee. Si pudiera salir hacia América en algún momento de los dos meses siguientes, nada podría interponerse entre el éxito y yo. No tienen argumentos para impedírmelo y no podrían sacarse uno de la manga a tiempo. Por si fuera poco, cuento con todos los artistas populares, todos y cada uno. Sí, y al principio tendrán que echarme una mano trabajando el primer mes por la mitad del sueldo o incluso completamente gratis, además de tener que correr ellos mismos con sus gastos. Porque están entre la espada y la pared. Se hallan comprometidos conmigo, no pudiendo actuar para nadie más; si no trabajan conmigo, no trabajan en nada. Y aun así, aquí me tiene, aquí nos tiene a todos, bloqueados por culpa de un montón de astillas y trapos. ¡Es una crueldad! ¡Es una perversidad! ¡Es una vileza! Ojalá encontrara el modo de largarme.

»Mientras él hablaba, me vino a la mente un pensamiento que me inquietó mucho. ¿Cómo me afectaba todo aquello? Era cierto que se me había permitido sacar parte de mi trabajo cuando hubo urgencia de hacerlo, pero desde entonces la situación se había recrudecido. Hasta el momento el desastre no había sido más que una amenaza; ahora se trataba de un hecho. ¿Y si se apropiaban de mis pertenencias al igual que de las de Schoolbred? Recordé entonces mi acuerdo de arrendamiento y me felicité por lo inteligente que había sido firmarlo, ya que gracias a él no podrían quedarse con mis cosas. Schoolbred me miraba fijamente, y de pronto dijo:

»—Pero no puedo irme. Ninguno de nosotros puede. Tienen posesión formal de todo cuanto alberga el inmueble, y pondrán buen cuidado en que nada salga de aquí hasta que llegue el momento de que puedan apropiarse de todo.

»—¡Pero no pueden quedarse con mis cosas! —dije.

»Se frotó las manos, encantado.

»—Cierto. Tiene un arriendo. Me alegro por usted.

»Se quedó pensativo un momento y la expresión se le desmoronó. Pareció alegrarse por un instante, pero el cambio de humor pasó tan rápido como llegó, dejando tras de sí un rostro tomado por una tristeza irremediable. Esta también quedó manifiesta en su voz cuando me dijo:

»—El síndico ese es un tipo cauteloso. ¡Un villano astuto, frío e implacable! A la larga, no tendrá ninguna consideración conmigo ni con usted. Se lo digo, Turner Smith, a modo de invitación a la cautela. No se fíe de él y, si puede evitarlo, no le pida favores. Más adelante puede que no haya problemas, pero de momento, él tiene que pensar en sí mismo.

»—¿Qué quiere decir? —dije.

»—Él tiene que velar por su trabajo. Puede que esté dispuesto a echarle una mano a usted, pero su responsabilidad primera es con la Corte que le da empleo.

»Dos o tres días después se presentó en mi habitación y me dijo que tenía un encargo para mí, explicándome que iba a emprender un nuevo camino en el negocio de la ópera.

»—Pienso ofrecer al público una ópera realista y actual; en realidad será un drama anticuado, al estilo de Adelphi, pero cantado íntegramente. Se titulará Por el amor de una actriz. Los decorados consistirán todos en los interiores de un teatro, salvo en el tercer acto, que se desarrollará en el palacio que el billonario perverso tiene en Park Lane. La soprano es, claro está, la heroína, e hija del diseñador de decorados. Ella ama al tenor, siendo correspondida por él, que es el hijo no reconocido que el billonario tuvo con una mujer con quien se casó en secreto. El billonario (el bajo, por supuesto), que es viudo, quiere casarse con ella, pero ella lo rechaza. Entonces él se vuelve loco y la rapta. El tenor irrumpe en el palacio de Park Lane, y hay entonces un gran trío, que concluye cuando el rey y todos sus nobles, que van a cenar, llegan inesperadamente temprano. Resulta que el rey lleva en el bolsillo el certificado del primer matrimonio del billonario, así como el de nacimiento de su hijo. Luego, allí mismo, el rey organiza una asamblea de la Cámara de los Lores, en la que declaran al billonario culpable. Se convoca al verdugo, y el billonario está a punto de ser ejecutado cuando la soprano, mediante una súplica apasionada, ruega al rey que lo perdone. “¡Ayuda, oh, por favor, el Más Misericordioso de los Gobernantes, ayuda al abuelo de mi hijo no nacido!”. Luego el billonario lega todo su dinero a su hijo, al que el rey nombra duque, y todo acaba bien. ¿Qué le parece, muchacho? ¿Eh?

»—Bien, pues ya que me lo pregunta —dije—, me parece el mayor montón de basura que he oído en mi vida.

»De buen humor, me dio una palmada en el hombro, tras lo que explicó:

»—Cierto, muchacho, está más claro que el agua. Llamarlo basura es quedarse corto. Por eso tengo tantas esperanzas en el proyecto. Lo interpretaremos con toda la seriedad posible y no habrá ni una escena que no esté rebozaba con los tópicos más espantosos. Todo Londres irá corriendo a verla y reventará de risa. La música es buena, muy pegadiza, justo lo que le gusta a la sociedad elegante y sin criterio que solo busca divertirse. Vamos a llenarnos los bolsillos, se lo digo yo, muchacho.

»Seguidamente me hizo una oferta muy atractiva por pintarle los decorados. Dijo que me ofrecía una cantidad generosa porque no podría pagarme hasta el estreno de la ópera. Era razonable, así que acepté. Me dijo luego que, para el primer acto, lo mejor que podíamos hacer era reproducir mi propio estudio de pintura, tal y como estaba ahora.

»—Tiene un aire muy profesional. Todas las herramientas necesarias para la pintura de decorados listas y el pintor manos a la obra; un buen toque realista. Eso enganchará al público. El tenor irá vestido como usted; Willie Larkom se ocupará de eso. Y como nos vendrá bien dejarle claro al público lo cara que es una buena ópera, usted, o más bien él, contará con doce ayudantes, todos caracterizados como los miembros más conocidos de la Royal Academy. Naturalmente, ellos serán el coro, y cantarán una canción con un estribillo pegadizo; algo tan disonante como el chirrido de un torno.

»Cuando ya estaba en la puerta, se volvió para decirme:

»—Por cierto, dos cuestiones: ni una palabra a nadie. El efecto sorpresa es la mitad de la victoria, y quiero que esto vaya ágil, así que debe usted tener listo el primer acto lo antes posible. Como el decorado será una reproducción de su propio taller, y usted mismo se ocupará de la pintura, no hay necesidad de un modelo. Puede empezar a trabajar ya mismo. Para ahorrar tiempo, ya tengo listo el material para los fondos, los de todo el escenario, muchacho, y quiero lienzos nuevos en marcos plegables, fáciles de transportar, y que no haya ni una arruga. Una cosa más, muy importante. Quiero que esa escena, en la que los amantes se encuentran, esté iluminada por una luna radiante. Debe usted fabricar una bien grande, cuyos rayos entren por el techo de cristal del estudio. Quiero mostrar un efecto de luz de luna nunca visto.

»Empecé a trabajar sin demora, y al cabo de tres días lo tenía casi listo. Mantuve las puertas bien cerradas y nadie estaba al tanto del secreto, salvo Schoolbred, yo mismo y, como es lógico, mi gente, de la que me podía fiar.

»Fue una lástima que tuviera que sufrir una demora, pero supongo que fue inevitable. Resultó que Wilbur Winston fijó una fecha para el estreno de Manfredo, y necesitaba ya mismo el decorado de la tempestad de nieve, para comenzar con los ensayos de iluminación. Lo había decidido cuatro días antes, pero no se lo dijo a nadie, con la salvedad de unos pocos amigos, hasta que lo tuvo todo listo para acometer los ensayos. Acordé con él que el material sería transportado al British el sábado siguiente por la noche, después de la función. Conseguí un permiso de la policía, que era imprescindible, pues había una cantidad endiablada de material que transportar; parte de ella, de gran tamaño. Algunas de las partes rígidas tenían más de cuarenta pies de largo. Había un ciclorama que abarcaba casi los tres lados del escenario. Este tendría que viajar en dos carruajes unidos, uno a remolque del otro. Yo iría el domingo a primera hora para supervisar la colocación de todo en el escenario del British, y el equipo de Winston comenzaría con la iluminación esa misma noche. Los ensayos empezarían el lunes.

»Schoolbred fue de una gran ayuda a la hora de organizarlo todo. No cabe duda de que era muy resuelto, cuando se lo proponía. Se encargó de conseguir y supervisar el traslado. Le dije cuántos carruajes necesitaríamos, y todos los detalles. Él tenía un contrato con la Compañía de Transportes de Londres, que cubría personal, caballos y horas de faena, y me quedó claro que yo no podría conseguir nada a un precio mejor. Hubo que mantener vigilado al viejo, porque era el granuja más artero con el que me había topado nunca. Dije a mi ayudante que no le quitara el ojo de encima, y él se ocupó de que el material se transportara como es debido. Naturalmente, yo había acordado con el síndico la salida del decorado. Fue muy amable y me dio un permiso por escrito; todo estaba en orden. En absoluto se comportó como Schoolbred me había advertido que haría. Ahora sé bien lo artero que era el viejo estafador.

»Schoolbred me había pedido que colocara nuestro decorado en el escenario; bien elevado para que no molestara durante el ensayo del sábado. No tuvimos función aquella noche, así que el montaje fue sencillo. Utilicé a mis propios hombres y a unos pocos más, enviados por el patrón; el personal de día de la ópera tenía la tarde libre. El patrón había elegido ese día para el descanso del personal del teatro, y todos estaban disfrutando de una gran cena en Islington. El viejo les agasajó con una cena “de lo más generosa”, como luego dijeron. La iluminación no tenía nada de especial: solo con gas y cenital, como la que usábamos en el estudio de pintura. Schoolbred fue en persona a presenciar el montaje. No queríamos jaleo, así que no había nadie al margen de los que estábamos trabajando. Elogió mucho mi trabajo. Dijo que nunca habría creído que alguien pudiera dar al tristón estudio de pintura un aire tan lujoso.

»—Solo por haber hecho algo así, ya me compensa el haberle alquilado el estudio a cambio de nada —dijo, en un arranque de franqueza impropio de él.

»—¡Pero si no es más que lo que usted mismo me pidió! —respondí—. ¿No recuerda que me dijo que quería que pareciera el súmmum del lujo artístico? Me costó mucho esfuerzo, se lo aseguro, pintar todos esos preciosos muebles antiguos. Dagmar me permitió tomar apuntes en su casa; dijo que estaría encantado de dejarme traer aquí sus cosas.

»—¡Ya lo sabía! —respondió—. En realidad, yo tenía intención de amueblar un poco el escenario, así que fui a verlo y, cuando me confesó qué muebles había tomado usted como modelos, se los compré; él no habría permitido que salieran de su casa de otra manera. Los tengo ahora mismo en mis habitaciones. Haré que los bajen mañana, para que estén listos para los ensayos.

»Hubo un único incidente desagradable aquel día y, curiosamente, provino de quien no nos lo esperábamos. Los hombres encargados de vigilar el inmueble se pusieron irascibles porque a ellos no los habían invitado a unirse a la gran cena. Su queja era de lo más estrambótica, ya que todo su trabajo consistía en estar dentro del inmueble, y nunca fuera. Pero la gente en su situación puede ocasionar montones de problemas simplemente por no hacer nada; y todo el que haya tenido la desgracia de tenerlos en su local sabe que lo mejor es mantenerlos de buen humor. Yo estaba un poco preocupado, pues eran, al fin y al cabo, servidores de la Corte, y podían traerme la ruina si ponían pegas a mi permiso, ya que no podría conseguir otro en regla hasta el lunes. Si Winston no tenía su decorado de la tempestad de nieve el sábado por la noche, también él podía ponerse irascible y repudiar todo nuestro acuerdo, y, en ese caso, ¿dónde me vería yo?».

—En problemas, muchacho, en problemas —dijo el actor de farsa.

—Sssh —dijo toda la compañía a coro, querían oír lo que pasó luego.

—No obstante, Schoolbred los aplacó con la promesa de una cena para ellos solos. El sábado por la noche vi a los hombres sentarse a cenar. No cabe duda de que el viejo cuidó bien de ellos. Hizo que les enviaran la cena desde el restaurante Old Red Post: sopa de pescado, entrantes, carne, dulces, entremeses, queso, postre y café. Además de champán para hartarse, y licores: brandy y whisky, y para acabar, cigarros. Todo estaba dispuesto en la mesa y lo contemplaron relamiéndose con el espectáculo. Me dije: «Estos tipos no pondrán ni la menor pega a mi permiso. Este banquete, digno de Heliogábalo, los cegará. Es más, en breve estarán ciegos, salvo que de otro modo. Después de esto, van a estar durmiendo hasta mañana por la tarde».

»Mi ayudante, Rooke, estaba presente para supervisar el envío de nuestra mercancía, así que yo me fui a casa a disfrutar de un merecido sueño. Sabía bien que no habría ni un momento para dormir ni para descansar en cuanto Winston empezara a ensayar su gran escena.

»El domingo, cuando terminé de colocar mi decorado en el British y lo dejé todo dispuesto para que Winston fuera a inspeccionarlo, apareció Rooke, muy excitado, y me llevó a un lado.

»—¡Qué bribón del demonio! —comenzó. Estaba tan inquieto que me resultó difícil sacarle algo más. Por fin, conseguí que me lo contara todo.

»—¡Ese bribón de Schoolbred! ¿Qué cree usted que ha hecho? Resulta que había firmado un contrato para ir de gira por América, aquel que le dijo a usted que le habían ofrecido, y poner en escena dieciséis óperas. Las tenía preparadas, como sabe usted; el problema era sacarlas, pues estaban en manos de la Corte, y los vigilantes del inmueble no les quitaban el ojo de encima. Bueno, pues resulta que eligió la noche de ayer para largarse. Tenía un gran vapor trasatlántico, el Rockefeller, dispuesto en el muelle, y anoche hizo embarcar a la compañía: actores, coro, a todos. Para la medianoche tenía esperando una caravana de carruajes, debía de haber un centenar, y, con la disculpa de sacar el decorado de nuestra escena, arrambló con todo lo que había dentro de la ópera. No se pusieron a ello, claro, hasta no haber hecho lo nuestro, porque yo estaba allí y podría haber sido peligroso. Por supuesto, acompañé a nuestro material y los dejé solos. Viajé en el último de los carruajes y me aseguré de que todo llegara bien al British.

Lo de la nueva ópera no era más que una patraña. Lo de la nueva escena era también una pantalla de humo, para tener callada a la gente y no levantar sospechas. Lo de la luna fue una broma. Llevó todos los sofás al escenario, como dijo que haría, e invitó a los alguaciles a tumbarse a descansar después de la cena. Por lo que sé, allí siguen todavía. Tardarán todo el día en recuperar la consciencia. A ojos de la policía y del resto del mundo, pareció un único trabajo; tenían la orden del síndico y el permiso policial, y en apariencia estaba todo en regla. Una vez que los carruajes se pusieron en marcha, nadie se preocupó de comprobar adónde se dirigían. Así ha sido como el bribón se ha salido con la suya. A estas horas ya estará en alta mar, con todo su material, y volverá con una fortuna en los bolsillos. El propietario del inmueble no se quejará, porque Schoolbred sigue teniendo que pagarle el alquiler; en otro caso, lo detendrán por robar los decorados. Tampoco se quejará el síndico, porque, al menos durante un año, le aguarda un trabajo fácil, sin nada que hacer y con la certeza de que le seguirán pagando. Incluso los hombres a los que engañó deberán seguir en la ópera, sin otra tarea que rascarse la barriga. Me temo que esperan disfrutar a diario de un atracón como el de anoche. Pero no será así. No conocen a Schoolbred. Es de lo más generoso cuando quiere algo, pero no da a cambio de nada.

»Pero lo hizo, aunque solo fuera por una vez. Antes de regresar de América, me envió el recibo, firmado por el síndico, por la totalidad de mi alquiler. Él mismo lo había pagado».

En aquel momento se oyó un ruido lejano entre el viento. Provenía de debajo de sus pies. Hubo un silbido estridente. Poco después, se oyó un fuerte golpe en la puerta lateral del vagón salón, y la puerta se abrió de golpe, dejando entrar la nieve y un viento gélido. Dos empleados del ferrocarril entraron, cerrando la puerta con dificultad. Uno anunció:

—¡Todo arreglado! Dos locomotoras, una de ellas con rastrillo de cabeza, vienen para acá desde Dundee. Nos abrirán paso por los ventisqueros. Estamos encendiendo la caldera a toda prisa, así que esta noche dormirán en camas, en algún sitio. Y me parece a mí que no nos vendría mal un poco de ese ponche de Johnny Walker.