EN EL VALLE DE LAS SOMBRAS

(In the Valley of the Shadow)

Las ruedas con neumáticos de caucho dan tumbos sobre el pavimento irregular de adoquines de granito. Reconozco vagamente las familiares calles grises y las plazas con jardines centrales.

Nos detenemos y, pasando entre la pequeña multitud de la acera, me llevan adentro y me suben a la buhardilla. Con gran cuidado, me levantan de la litera y me dejan en la cama.

—¡Qué cortinas tan raras tienen aquí! —digo—. Tienen caras bordadas en el bajo. ¿Son amigos suyos?

La jefa de enfermeras sonríe y pienso que es muy raro. Me asalta la idea de que he dicho alguna tontería, pero las caras siguen ahí. (Incluso cuando me puse bien, seguí viéndolas a veces, dependiendo de la luz).

Una de las caras me es familiar, y estoy a punto de preguntar cómo conocen a aquel tipo cuando me dejan solo.

Durante horas y horas (o así me lo parece) nadie se me acerca. Al principio conservo la paciencia pero, poco a poco, me domina un gran enfado. ¿Acepté ser traído aquí nada más que para morir en soledad y bajo una oscuridad sofocante? No me quedaré en este sitio. ¡Es mucho mejor volver a casa y morir allí!

De pronto, una máquina alada me eleva, atravesando la fresca atmósfera. Muy por debajo, e infinitesimalmente pequeña, se halla la Ciudad Nueva, semioculta entre tenues nubes; más lejos, nítido, azul y brillante, está el fiordo de Forth, y más lejos aún, las colinas de Fife, iluminadas por el sol, son la avanzadilla de los Grampianos. Un único instante de éxtasis absoluto y palpitante; a continuación, la desmoralizadora caída al negro abismo del olvido. (Hago al señor H.G. Wells responsable en parte de esta pequeña excursión).

Vuelve a haber luz, ¿pero qué me impide ver la ventana? ¿Un biombo? ¿Qué presagia?

Me aferra una negra desesperación. ¡Todo ha terminado! No más montañismo, no más vacaciones placenteras. Es el fin de mis pequeñas ambiciones. Es esta, ciertamente, la amargura de la muerte.

Finalmente una enfermera aparece con un refresco, y, haciendo un tremendo esfuerzo por parecer despreocupado, le pregunto si puede retirar el biombo. Ella se ríe y lo pliega, y entonces veo otro biombo, al otro lado, que oculta parcialmente una cama. Así que tengo compañía. (Aquel fue un momento comparativamente lúcido).

¡Qué sitio tan raro para escribir algo! Alrededor de la cornisa de la habitación. Y los textos cambian constantemente. «El Señor es mi pastor…», «Yo me levantaré…». Es muy molesto. No consigo terminar de leer ninguno. ¡Si las letras quedaran fijas aunque solo fuera un momento!

¿Qué es eso de abajo? Una ancha playa y un mar azul. En el extremo de un poste, al fondo, hay… ¿Qué es? Una cabeza humana, sí. (En realidad era una bombilla colgando de un cable, que, por alguna razón inexplicable, vi invertida).

—Hermana, estoy seguro de que de esto puede salir un relato estupendo. Por favor, deme un poco de papel y mi estilográfica. Si no lo escribo ahora mismo, se me olvidará, como ya me ha pasado otras veces, cuando se me han ocurrido ideas por la noche.

(En realidad, mientras me hallaba convaleciente, no solo quise escribir este relato en concreto, sino un informe completo de mis visiones. Claro está que no me lo permitieron, y ahora, lamentablemente, todo se ha perdido, para unirse a una gran cantidad de ideas, en apariencia magníficas pero en realidad elusivas, tenidas en sueños).

—De veras, hermana, tengo que salir un rato. El hombre se halla en un gran peligro, y yo soy el único que puede salvarlo. Existe una trama endiablada para arrebatarle la vida. Vive muy cerca de aquí, en una de las casas que hay junto a esta, a los lados.

La hermana me promete ver qué puede hacer y yo me tumbo, a medias satisfecho.

Poco después, mi cama empieza a moverse ruidosamente. Entra en la casa contigua atravesando la pared. Visito habitación tras habitación pero mi amigo condenado a muerte no aparece. Las demás casas son asimismo inspeccionadas, sin resultado. Tengo la sensación de que él se desvanece justo en mis narices, para así estar siempre en la siguiente casa. La hermana está en el fondo de todo esto, estoy convencido. (Aquí comenzaron mi odio y mi sospecha absurdos hacia ella, que solo dejé atrás cuando superé los delirios).

—¡Doctor, me alegro de verle! Resulta intolerable que, en un país libre, una petición tan sencilla como la mía no pueda verse satisfecha, y además para salvar la vida de un hombre. Usted mismo puede ver que hablo con sensatez y muy en serio. Póngame a prueba.

El médico me pregunta qué día de la semana es. Yo respondo al estilo escocés.

—¡Eso es fácil! Si yo soy el hombre que vino el lunes, entonces es miércoles, pero si llegué el jueves, entonces es sábado. Si me dice usted quién soy yo, yo le diré qué día es.

Superado por semejante lógica, el médico se rinde, pero me propone un acuerdo, al que yo accedo. Consiste en que las cuatro casas vecinas sean traídas aquí dentro y expuestas frente a mi cama, para que yo pueda, ahora sin lugar a error, encontrar y advertir a mi amigo en peligro.

—No, no beberé whisky. Sabe usted perfectamente que soy musulmán y, por tanto, tengo prohibidas las bebidas alcohólicas. ¿Pretende que viole mis principios religiosos?

La hermana me asegura que la bebida no es whisky y me acerca el vaso a los labios.

Horrorizado, lo tiro al suelo de un manotazo.

—¡Diablo en forma humana, me tientas para conducirme a la destrucción! Aléjate de mí y déjame morir en la fe verdadera.

(Por supuesto, no era whisky, sino algo completamente distinto. Semanas después, al repasar este incidente, me recordaron que, un día, había leído por casualidad un par de páginas de una novela en que a un mahometano se le tienta a beber vino. En el momento no me causó ninguna impresión particular, pero se me debió de quedar grabado).

Poco después la hermana vuelve acompañada por otras tres enfermeras y con una nueva dosis de la bebida maldita. Lo intentan por todos los medios, desde la negociación, método en el que salen notablemente mal paradas, pasando por la persuasión y concluyendo en la amable fuerza bruta.

De pronto resuelvo huir, y consigo alcanzar la puerta de la habitación antes de ser reducido y llevado de vuelta a la cama. Me invitan luego a mojar el dedo en la bebida y probarlo para asegurarme de que no es whisky. Tras la propuesta, distingo el ingenio malicioso de la hermana, así que mojo el dedo, lo huelo y, triunfante, aseguro que es whisky.

Cuando dicen que son las doce de la noche y que, por mi culpa, no se han acostado todavía, les respondo que no tienen que quedarse aquí por mí, y, en cualquier caso, ¿qué es eso comparado con la perdición de mi alma?

Me acaban forzando a abrir los dientes para verter el contenido del vaso en mi boca. Rezo en silencio pidiendo auxilio en situación tan extrema. ¡Un momento! ¡Qué gran idea! Me haré el muerto. Me quedo rígido y contengo la respiración. (No recuerdo haber hecho nada más, pero luego me dijeron que mi interpretación fue magnífica. Hasta las enfermeras se alarmaron, y llamaron al médico. Tengo un vago recuerdo de su visita, y, antes de que yo supiera lo que estaba pasando, me inyectaron algo, que creí que era whisky, en el brazo).

Me siento en la cama y los miro con todo mi odio, luego me desplomo, con el corazón destrozado por mi abjuración forzosa, y lloro y lloro.

Sufro por mi pecado. La hermana me apuñala en la espalda con una daga al rojo. (Era una picadura de mosquito; tengo la piel muy sensible). Me duele todo el cuerpo.

De pronto estoy a solas en una planicie desértica. Estoy sentado con la espalda apoyada en uno de los pilares de piedra de una inmensa puerta cerrada que se eleva hasta el cielo. Frente a mí se exhibe un espectáculo cinematográfico a escala colosal. (No recuerdo gran cosa al respecto, salvo que se trataba de una larga serie de películas breves, todas de temática de horror. Tras cada escena aparecía un cartel que informaba del contenido de la siguiente. Tuve la impresión de que no se trataba de películas en absoluto, sino de hechos reales que estaban sucediendo en esos mismos momentos; ignorando una pregunta formulada por una voz misteriosa, vi la serie de películas hasta el final; pese a que conocía la respuesta, escapaba a mis capacidades verbalizarla. Inmediatamente a continuación de mi fracaso a la hora de responder, en algún sitio a mi espalda empezó a sonar un órgano, y un coro arrancó a entonar una cancioncilla burlona, que daba forma a mi respuesta, además de incluir mofas dirigidas a mi persona. Hasta hace poco, esa cancioncilla seguía metida en mi cabeza y me asaltaba de cuando en cuando, pero me satisface decir que ya he olvidado tanto la melodía como la letra. Todo cuanto sé es que tenía un ritmo rápido y que nunca antes la había oído. Cuando la horrible canción llegó a su fin, me sumí en un estado de condena autoimpuesta combinada con una expectación desesperada, tan agudo que continúa afectándome cuando pienso en ello).

Las imágenes muestran guerras, terremotos y montañas en llamas. Debajo aparecen las palabras: «El fin del mundo». Tengo una visión de miríadas incontables de personas arrodilladas, agónicamente, al otro lado de la puerta. Un murmullo multitudinario se eleva hasta convertirse en un espantoso alarido en solicitud de compasión.

—¿Quién soy yo, Señor, para que se me haga portador de esta carga? ¿Acaso soy el guardián de tan innumerable multitud? Desconozco la respuesta.

Mientras hablo, un temblor recorre la atmósfera, un espejismo cataclísmico se torna visible, el órgano bombea y el coro endiablado retoma su torturante soniquete.

Bajo esas imágenes no aparece cartel alguno.

Cesa la aterradora música y la horrible escena que se muestra ante mí prosigue en silencio. Concluye, y entonces ya no hay ni luz ni tinieblas. El desierto desaparece, ya no hay puerta alguna, la muchedumbre infinita se ha evaporado, como rocío matutino, y me encuentro en presencia de la nada.

La constatación es espantosa; el cerebro me da vueltas; debo hallar algún alivio; la naturaleza humana no está hecha para soportar algo así. Ah, gracias a Dios, me estoy volviendo loco. Ahora, de alguna parte, no sé de dónde, llega una risa alegre y burlona, y una voz satánica dice: «¡Otra vez lo hemos engañado!», asciende el volumen del órgano, el coro invisible canta de nuevo y la serie de imágenes vuelve a comenzar desde el principio. Por un momento, se relaja la tensión, «Dios está en el cielo», al fin y al cabo, cuando, como un repique metálico, la Voz formula la pregunta imposible de responder. Oh, Dios, tengo que hablar, debo hacerlo. La respuesta es, la respuesta es…

—¿Qué hora es, Russell? (Russell era el enfermero del turno de noche, cuya presencia era muy necesaria, como ya se habrá percatado el lector a estas alturas).

—Las cuatro y media, señor.

—Tengo que levantarme para coger el primer tren a Glasgow. Es cuestión de vida o muerte. Por favor, dame mi ropa.

Russell consigue aplacarme asegurándome que iré mañana y con otras promesas similares, cuya falsedad reconozco con total claridad. Al final, como amenazo con despertar a todo el edificio, me envuelven en mantas, me llevan en silla de ruedas ante la chimenea y colocan un biombo detrás de mí.

—No puede usted coger ningún tren, señor, antes de las seis y media.

—Disculpe, pero hay uno a las cinco cincuenta y cinco, y pienso cogerlo. Por cierto, ¿estás seguro de que la hermana no anda por aquí? Me ha parecido verla asomada detrás del biombo. ¿No? Entonces dame un poco de soda con leche, ¿y tiene un cigarrillo?

Russell, claro está, niega tener cigarrillos, así que, como más tarde me contó, yo arremetí a maldecirlo, y a su familia, incluyendo tanto a sus antepasados como a sus descendientes, en tal abundancia y con tanta meticulosidad que hablé sin descanso durante hora y media. Hago responsable al señor Kipling por, al menos, la minuciosidad india de mis conminaciones. En cualquier caso, el esfuerzo me dejó exhausto, así que cuando Russell me dijo que había perdido el tren y que era mejor que volviera a la cama, accedí sensatamente.

Aquel fue el clímax, y cuando desperté varias horas después de un sueño pacífico, descubrí que la crisis había pasado y que volvía a estar sano. El primer libro que pedí fue El progreso del peregrino y, en cuanto me permitieron leer, busqué el pasaje del paso de los cristianos por el Valle de las Sombras. Siempre me había parecido que los demonios de Bunyan parecían actores disfrazados, y que sus ciénagas y fosos no eran más que meros decorados, accesorios como los que se podrían ver con mofa en Drury Lane. Ahora estoy convencido de ello. La dificultad, claro está, es hacerlo mejor.