EL ACCESORIO DE COGGINS

(Coggins’s Property)

—Cuando estaba haciendo Su excelencia, la Blanchisseuse, yo acababa de empezar en el teatro e interpretaba montones de papeles pequeños, de una o dos frases. A veces era un cuerpo sin voz, y otras, una voz sin cuerpo.

Vox et praeterea nihil —murmuró otro de los jóvenes, que había asistido a una escuela pública.

—Entre mis papeles consistentes en nada más que una voz, estuvo el de una reina tendida en una cama, en una habitación junto al salón representado en el escenario. Se entreveía el borde de la cama y yo tenía que sacar una mano sosteniendo una carta y decir un par de frases. Un sirviente tomaba la carta, la puerta se cerraba y eso era todo. Claro está que no tenía que vestirme para el papel, salvo ponerme una chaquetilla de seda y encaje, y enfundarme una manga de un camisón, así que me presentaba justo antes de mi pie y entraba en escena, o más bien me metía en la cama. A continuación un utilero aparecía con una colcha bordada con las armas imperiales, me tapaba con ella y remetía el borde que quedaba a la vista del público. El hombre a quien inicialmente asignaron este trabajo se llamaba Coggins, y como tenía mucho que hacer, tratándose de una obra con cantidad de atrezo, se presentaba justo a tiempo de colocar la colcha y de retirarse antes de que se abriera la puerta y mi sirviente se acercara a por la carta. Coggins era un tipo excepcional, serio, educado, puntual, sobrio y tan firme e impasible como una roca. La escena era silenciosa y lo que pretendía ser mi dormitorio estaba prácticamente a oscuras. El público veía, más allá del salón iluminado, la habitación en penumbra, una mano pálida con una carta que asomaba entre las cortinas de la cama y oía una voz adormilada, como de alguien que se acabara de despertar. No había oportunidad para que el utilero hablara, ni necesidad de ello. Coggins conocía muy bien su trabajo y el director de escena y sus ayudantes insistían en que se mantuviera el más absoluto silencio. Después de varias noches, en las que Coggins había sido siempre de lo más escrupuloso en su trabajo, le deseé buenas noches cuando me crucé con él en la puerta de actores y le di un chelín. Él se sorprendió un poco, pero se levantó el sombrero con sumo respeto. A partir de entonces nos saludamos siempre, cada uno a su estilo, y yo a veces le daba un chelín, que él recibía con cierta sorpresa. En otros momentos del trabajo yo entraba a menudo en contacto o, más bien, en yuxtaposición con Coggins, pero él nunca mostraba el mismo delicado detallismo que ponía al arroparme en Su excelencia, la Blanchisseuse. La obra, como ustedes sabrán, estuvo mucho tiempo en cartel en Londres, y después la compañía original salió de gira por «los Grandes» durante toda una temporada. Naturalmente, el director llevó a toda la gente que era necesaria, de los que habíamos trabajado en Londres, y entre ellos estaba el excepcional e impasible Coggins.

»Al cabo de meses de trabajo en todas las condiciones imaginables, nos sabíamos tan bien nuestros pies que ajustábamos muy bien el tiempo; a menudo nos colocábamos en nuestras marcas justo antes de nuestros pies. Mi papel invitaba especialmente a ello, y me temo que empecé a apurar demasiado, porque llegaba a mi puesto apenas un par de segundos antes de que Coggins hiciera aparición con la colcha imperial.

»Al final, una noche, en el Gran Teatro de Leeds —ya saben ustedes lo grande que es y lo complicado que resulta dar con la puerta correcta— fui demasiado lejos. Estaba charlando en el camerino con Birdie Squeers y el recadero apareció a la carrera por el pasillo, gritando: “Señorita Venables, señorita Venables. ¡Llega usted tarde! ¡Dese prisa o habrá una interrupción en la obra!”. Me levanté de un brinco, corrí por el pasillo y llegué a la parte de atrás del escenario justo a tiempo de encontrarme con el impasible Coggins, cuya impasibilidad, por una vez, se hallaba destruida. Como de costumbre, llevaba la colcha imperial plegada sobre un brazo, pero con la otra mano gesticulaba desesperado.

»—¡Venid aquí! —susurró enfadado a un grupo de trabajadores—. ¿Quién demonios ha cogido mi accesorio?

»—¿Tu accesorio? —dijo uno—. ¡Serás bobo! ¿No lo llevas en el brazo?

»—¿Esto? No, esto está bien —respondió—. No me refiero a esto. Lo que quiero es lo que tapo con esto.

»—¿Y no tienes ahí la cama? Espabila y deja de hacer el imbécil.

»No oí nada más porque me escabullí por detrás de ellos y me metí en la cama. Coggins estaba decidido a no dejar de hacer su trabajo. Él no era responsable de lo que había en la cama sino de nada más que colocar la colcha, y eso hizo. Me causó gracia su cara de completo asombro cuando extendió la colcha y vio que no quedaba lisa, como la primera vez. Le oí murmurar para sí:

»—¿Qué broma es esta? ¡Han vuelto a poner el accesorio! Hablaré con ellos en cuanto termine la obra.

»Coggins era fornido, había quienes decían que era un verdadero gorila, así que decidí presenciar con mis propios ojos las consecuencias de la broma que le habían gastado. Supongo que fue un poco cruel por mi parte, pero yo también me sentía ofendida. Era una novata y hasta entonces había sentido cierto interés por Coggins. La ternura y devoción constante que ponía en su trabajo, del cual yo era la figura central, tenía, en mi opinión, un lado romántico. Él era de clase humilde y yo de clase alta, pero él era un hombre y yo una mujer, y la devoción masculina siempre resulta dulce a una mujer. Recordaba a menudo lo que Claude Melnotte esperaba que Pauline respondiera a su petición de mano: “Lo mismo que la reina de Navarra dijo al pobre trovador: Mostradme al oráculo capaz de decir a todas las naciones que soy hermosa”.

»Pero yo empezaba a sospechar que mi amigo y humilde admirador, Coggins, no albergaba ningún interés por mí. Mi intervención en la obra terminaba antes del final de la escena, así que cuando se cerraba la puerta de mi dormitorio, me escabullí como de costumbre. Esa vez, sin embargo, no fui al camerino, como solía hacer, sino que esperé para ver lo que hacía Coggins. Siguiendo su rutina, apareció y retiró la colcha, y una vez más quedó sorprendido al ver que yacía lisa sobre la cama.

»—Así que han vuelto a llevarse el accesorio —murmuró—. Tendré que hablar claro con ellos.

»Después de que retirara la colcha, llegaron otros dos hombres para llevarse la cama; el dormitorio de la emperatriz no volvía a aparecer en la obra. Como no había nada más que hacer hasta el final de la función, fui a la entrada de artistas, pretendiendo comprobar si había alguna carta para mí, pero en realidad porque los trabajadores acostumbraban a reunirse allí cuando no se les requería en el escenario, por lo que esperaba que el desenlace del incidente se produjera allí. Varios carpinteros y utileros fumaban fuera de la puerta de artistas, y al poco rato apareció Coggins y se encaró con ellos con aire combativo.

»—Vamos a ver, muchachos —dijo—, hay algo que quiero saber, y quiero que me lo digáis ahora mismo. ¿Cuál de vosotros me está tomando el pelo?

»—¿De qué hablas? —dijo uno, con idéntica agresividad. Era vecino de la ciudad y tenía pinta de luchador—. ¿De qué va esto?

»Coggins, reconociendo a un antagonista digno de consideración, contestó con toda la calma que pudo:

»—Quiero saber quién está jugando con mi accesorio.

»—¿Qué accesorio, Coggins? —preguntó uno de sus compañeros.

»—Lo sabéis muy bien. El que suele estar en la cama y yo tapo con la colcha.

»Los hombres respondieron con un ataque de carcajadas y lo bombardearon con pullas.

»—Si ese es tu accesorio, Coggins, me pregunto qué dirá tu mujer cuando se entere.

»—¡Eso no es ningún accesorio! ¡Es una chica!

»—¡Eh, muchachos! Cuando su mujer le pida el divorcio, nosotros podremos declarar que no había nada entre ellos. Y cuando ella oiga que este no conocía la diferencia entre un accesorio y una chica, se pondrá en pie y dirá: “No culpable. El prisionero sale del tribunal sin la menor mancha en su reputación”.

»Coggins se puso muy pálido, mirándolos perplejo.

»—Chicos, ¿es una broma o qué? —preguntó en un tono muy distinto.

»—De broma nada —dijo uno—. ¿De verdad no sabías que lo que arropas cada noche es una de las chicas?

»—¡No! —respondió con vehemencia—. ¿Cómo iba a saberlo? Siempre llego con el tiempo justo de poner la colcha y remeterla. ¡Está oscuro y ella nunca dice nada! ¡Cómo demonios iba a saber que la dichosa cosa estaba viva!

»Dijo esto con tanta sinceridad que me desarmó y rompí a reír. Coggins se volvió enfadado pero, al verme, se quitó el sombrero, como acostumbraba a saludarme.

»—¡Ahí tienes a tu accesorio, Coggins! —dijo uno de los hombres; y Coggins se quedó mudo.

»Por supuesto, se burlaron de él sin piedad, y de mí también. Hubo varios de la compañía que tomaron la costumbre de acercarse a mí en cualquier momento, y, después de mirarme fijamente a los ojos y tocarme, decir: “¡Vaya, la dichosa cosa está viva!”.

»Coggins llegó a las manos con algunos. Pasó semanas con algún ojo morado, y eso en el mejor de los casos, y no solo muchos de nuestros hombres estaban en una condición similar, sino que allá adonde íbamos siempre dejábamos detrás una muchedumbre de contusionados. Yo sabía que no serviría de nada quejarme, porque pedir a un grupo de amigos que se olviden de un buen motivo de broma es como pedirle al viento que deje de arrastrar las hojas caídas de los árboles; pero me compadecí del pobre Coggins cuando acabó presentando su renuncia. Yo sabía que estaba casado y que tenía hijos, así que no habría dejado un buen trabajo si no hubiera sido sufrió una presión intolerable. Hablé con él. En la explicación que me dio había más de humor inconsciente que de equivocación. Pero mostraba asimismo un padecimiento verdadero, y Coggins se comportó, dentro de sus limitaciones y de acuerdo a su entendimiento, como un auténtico caballero.

»—Hay dos cosas, señorita, que no puedo pasar por alto. Mi mujer es muy buena y cuida de maravilla de los críos. Pero cree que no hay nadie mejor que yo en el mundo, y como tengo que pasar mucho tiempo fuera de casa con las giras, cree que hay otras mujeres tan tontas como para pensar como ella. Eso la pone un poquito celosa, y si llegara a enterarse de que yo me dedicaba a arropar todas las noches en la cama a una guapa joven, disculpe usted mis palabras, ella me daría puerta ya mismo. Y además, señorita, y confío en que usted me perdone, quiero hacer lo que es correcto. No dejé de trabajar de carpintero para meterme en el teatro sin aprender algo sobre cómo se comporta la gente de alcurnia. Yo estaba en el Teatro Duque de York cuando pusieron aquella obra en la que decían que cuando en la alta sociedad un hombre mete a una chica en problemas, sin que importe lo inocente de su intención, y eso le acarrea a ella pública vergüenza, lo que él tiene que hacer para enmendar su error es casarse con ella. Y yo, señorita, como ya estoy casado, no puedo hacer lo correcto, por eso he renunciado y tengo que buscarme el pan en otro sitio».

—¿Qué les parece oír una historia sobre un bebé muerto? —preguntó de pronto la costurera, dirigiendo una mirada interrogativa a toda la compañía—. Me sé una desgarradora.

El silencio que siguió fue de lo más expresivo.

Nadie dijo palabra; concentrados todos en el fuego. El segundo actor de farsa suspiró. Ella prosiguió en un tono mitad reflexivo, mitad de disculpa, más como si pensara en voz alta que como si hablara a los demás.

—No es que yo sepa mucho de bebés, porque nunca he tenido ninguno, en parte por no haberme casado. De todas formas, nunca he tenido oportunidad de tenerlos, casada o no casada.

La encargada del guardarropa, conocida en la compañía como Ma, por ser la matrona del grupo, se sintió interpelada.

—Los bebés son cosa interesante, vivos o muertos. Aun así, no sé si se merecen tanta atención, ya estén vivos, agonizantes o muertos. Me parece a mí que siempre hay que seguir adelante, por mucho que grites o llores, o por muy a pecho que te tomes el duelo. Así que, queridos míos, es mejor aceptar las cosas tal como vienen y tratar de sacar lo mejor de ellas.

—Puede usted apostar su alma inmortal —dijo el segundo actor de farsa—. ¡Ma ha hablado con sentido común!

Con el instinto propio de su profesión, todos aplaudieron el acierto, y Ma miró encantada a su alrededor. Recibir aplausos no era algo a lo que estuviera acostumbrada.

—¡Muy bien, sigamos! —dijo el animoso maestro de ceremonias—. Escoja usted el tema del que nos hablará, señora Wrigglesworth, o, más bien, señorita Wrigglesworth, como corresponde decir tras la confesión de su soltería.

La costurera tosió, se aclaró la garganta y realizó todos los preparativos habituales del orador sin experiencia. Durante aquella pauso resonó la profunda voz del actor dramático:

—Los bebés muertos son de lo más alegre. Me encanta verlos en las paredes de los museos. Me encanta cuando el bajo de los Christy Minstrels canta el villancico «Cuna vacía, bebé muerto», me estremece de gusto. En una noche como esta, rodeados por las letales fuerzas de la naturaleza en sus más desatadas manifestaciones, el tema resulta bastante apropiado. Se me ocurre que las guirnaldas de nieve que la tempestad escupe contra las ventanillas de nuestra prisión son los bebés muertos golpeando con sus manitas los cristales, reclamando helarnos el corazón con sus caricias.

Toda la compañía, en especial las mujeres, se estremeció, y hubo comentarios de toda índole.

—¡Por Dios! —dijo la encargada del guardarropa.

—¡Huesos! —que era el apodo del actor dramático—, ni se le ocurra mentarlo. Querrá usted que alguien escriba una obra sobre ello —dijo el actor de farsa.

El actor dramático lo fulminó con la mirada, resoplando, pero no dijo nada. Se contentó con engullir de un trago lo que restaba de su ponche de whisky.

—¡Rellenemos el cáliz de la muerte! —dijo el segundo actor de farsa con tono sepulcral—. Vamos, tipo elegante —dijo al primer actor juvenil—, pase el whisky.

El servil deseo de complacer, habitual en ella, animó a proceder a la costurera.

—Bien, señor Benville Nonplusser —comenzó— y damas y caballeros. Confío en que no esperen de mí nada muy literario. De coser botones, de eso sí que sé, porque lo he hecho en toda clase de sitios. Podría contarles muchas historias curiosas de eso, si pudiera recordarlas y si las damas no tuvieran objeción, ¡aunque veo que algunas, pobre criaturas, ya se están sonrojando! Con aguja e hilo, soy capaz de todo, aunque sea con prisas y a oscuras y entre escena y escena.

La interrumpió el actor de farsa, que dijo insinuante:

—Adelante, querida. No es el momento ni el lugar para objetar nada. El sonrojo ayudará a las damas a entrar en calor, y a los demás nos hará sentir jóvenes de nuevo. Además —y aquí dirigió un guiño a la compañía—, el humor, consciente o no, que seguro salpicará sus palabras añadirá fuerza por contraste a la horripilante historia del homúnculo difunto.

—No sea usted malo, señor Parmentire —le susurró la doncella cantante—. Si nos hace sonrojar, usted será el responsable.

—¡Asumo esa responsabilidad! —respondió él cortésmente, añadiendo sotto voce al apuntador—: Y no necesitaré ningún seguro de vida en Lloyd’s para protegerme de ese riesgo.

—En cuanto al bebé muerto —prosiguió la costurera—, que me hace llorar solo de pensar en él, y de su pobre y joven madre, cada vez más y más fría pese a las cataplasmas…

Su voz empezaba a adoptar el tono nasal que en una mujer de su clase es a la vez preludio y motivo para las lágrimas. El director se apresuró a interrumpirla.

—Estamos en éxtasis con ese niño, pero a modo de introducción de la historia, ¿no podría usted contarnos alguna vivencia personal? El bebé no fue suyo, por lo tanto fue solo algo de lo oyó hablar.

—Dios lo bendiga a usted, señor, pero yo no tengo vivencias que recordar.

—¿Y algo que haya visto u oído en el teatro? Vamos, lleva usted mucho tiempo en el negocio, ¿nunca ha sido testigo de algo heroico?

—No me he cruzado con muchos héroes, señor. Ni ahora ni nunca.

—Veamos, ¿nunca ha sido testigo de alguna situación difícil que se resolviera gracias a la prontitud, o la fuerza de resolución, o la osadía, o la resistencia al sufrimiento?

—Sí, señor. Todo eso lo vi, todo junto en una misma ocasión, pero no tiene nada que ver con el bebé muerto.

—Cuéntenos eso primero: cómo la prontitud, la resolución, la osadía y la resistencia al sufrimiento permitieron salvar la situación.

Al mismo tiempo que decía esto, el director dedicó a la compañía una mirada cargada de intención. Luego la mujer procedió: