EL MISTERIO DEL VIEJO HOGGEN
(Old Hoggen: A Mystery)
—Él iría, si fuera un hombre de verdad —dijo mi suegra.
—En realidad, creo que deberías hacerlo, Augustus. Sé que muchas veces cedo y me esfuerzo por complacerte, y tú sabes que a mi querida mamaíta le encantan los cangrejos —dijo la hija de mi suegra.
—Dista mucho de ser mi intención interferir en vuestra charla —dijo la prima Jemima, como ellas la llamaban, mientras se alisaba las cintas de su toca—, pero pienso de veras que estaría bien que la prima Kate, quien, al igual que yo, no es en absoluto tan fuerte como aparenta, tuviera algo que le animara el apetito.
La prima Jemima, que era prima de mi suegra, era tan robusta como un guía suizo, y tenía el apetito y la buena digestión de un indio salvaje. Yo empezaba a sulfurarme.
—¿De qué diantres estáis hablando? —dije—. Se diría que padecéis todas algún mal terrible. Tú dices que quieres cangrejos, mientras engulles uno de los más grandes que yo he visto jamás. ¿Qué significa esto? ¡A no ser que solo pretendáis fastidiarme!
Mi suegra posó su tenedor con gesto mayestático y me miró fijamente.
—Si el sitio más cercano donde hay cangrejos es Bridport, allí debes ir —dijo, y su hija rompió a llorar.
Esto, claro está, zanjó la cuestión. Cuando mi suegra se ensaña conmigo, puedo soportarlo, aunque me haga sentir incómodo y desgraciado, pero cuando es su hija quien llora, no puedo hacer nada, estoy vencido; así que traté —de manera más bien débil, me temo— de mostrar buen humor a la hora de ofrecer mi capitulación, para salir honrosamente del entuerto.
—Te conseguiré unos cangrejos —dije—, querida suegra, de los que ni siquiera tú podrás dar cuenta, y tampoco la prima Jemima, con sus malas digestiones.
Siguieron todas muy serias, así que lo intenté otra vez.
—Pues sí —continué—, os traeré unos cangrejos gigantes, aunque para ello tenga que encontrar antes al viejo Hoggen.
La única respuesta en forma de palabras provino de mi suegra, que me interrumpió en seco.
—Si el viejo Hoggen era bruto como tú, no sé cómo se las apañaron para deshacerse de él.
La prima Jemima respaldó el sentimiento mediante una serie de inspiraciones nasales y silencios, tan elocuentes y expresivos como las estrellas y los capítulos en negativo de Tristram Shandy. Lucy me miró, pero fue una mirada amable, más próxima a las de mi mujer, y menos a las de la hija de mi suegra, como habían sido hasta ese momento, así que, de forma tácita, formamos un frente unido.
Siguió un silencio, roto por mi suegra:
—No lo comprendo… Me resulta imposible entender por qué siempre traes a colación ese tema repulsivo.
Como fue ella la primera en abrir fuego, y como Lucy estaba de mi lado, no rehuí la lucha, sino que contraataqué.
—¿Los cangrejos? —pregunté, en un tono que a mí mismo me pareció peligroso.
—No, no los cangrejos. ¿Cómo puedes pensar que me refiero a mi comida? Y ya sabes el apetito tan delicado que tengo… Es repugnante…
—Bueno, entonces, ¿a qué te refieres? —insistí.
—Considero repugnante el tema de conversación al que vuelves una y otra vez, sin descanso: el de ese viejo de mala fama, de quien se dice que ha sido asesinado. He hecho algunas indagaciones, numerosas indagaciones, al respecto, y he descubierto que tenía la peor fama posible. Algunos detalles de sus amoríos son de lo más indecente. ¿Qué opinas, prima Jemima?
Mi suegra susurró algo a la otra mujer, que, ávida, inclinó la cabeza hacia ella para oír mejor.
—¡No! ¿De veras? ¿Diecisiete? ¡Menudo viejo verde! —dijo la prima Jemima, antes de caer absorta en un ensueño moral.
Mi suegra prosiguió.
—Cuando tú, Augustus, traes perpetuamente a colación en nuestra presencia el nombre de ese pervertido, insultas a tu esposa.
En ese momento, el gusano, que hasta entonces se había retorcido tratando de creerse una serpiente, plantó cara y dije:
—Creo que mencionar un tema de interés general, y que, además, nos es impuesto a cada hora del día desde que llegamos aquí, es mucho menos censurable que la acusación que acabas de dirigirme. Respeto y amo demasiado a mi mujer —atraje hacia mí a Lucy, que cedió de buena gana— como para insultarla, aunque solo sea por accidente. Es más, señora, creo que sería mucho mejor si, en lugar de hacerme usted blanco de esas pullas absurdas y monstruosas me dejara en paz durante la comida teniendo usted la boca cerrada y limitándose a hartarse de cangrejos hasta la náusea. No he disfrutado ni de una comida desde que llegué aquí sin que usted me la haya arruinado con alguna discusión. Consigue que todo se me indigeste. ¿Acaso no puede dejarme en paz?
El efecto del ataque fue aterrador.
Mi suegra, que para entonces ya había dado cuenta de hasta el último trozo de cangrejo, se quedó con la vista clavada en mí, sin palabras, y por primera vez en su vida, rompió a llorar.
Sus lágrimas no tuvieron, ni mucho menos, el mismo efecto sobre mí que las de Lucy, y permanecí impasible. La prima Jemima, que tenía una tendencia innata a ponerse a buen resguardo en el bando dominante, dijo:
—Tú te lo has buscado, prima Kate, por interrumpir a un hombre mientras está cenando.
Lucy no dijo nada, pero me dedicó una mirada comprensiva.
Poco después, y gracias a un gran esfuerzo, mi suegra se recompuso y dijo:
—Bueno, Augustus, a lo mejor tienes razón. El viejo Hoggen ha sido suficiente causa de sufrimiento para nosotros como para que su nombre nos haya acabado siendo familiar.
Y cierto era que habíamos sufrido. A lo largo de las últimas semanas, la historia de Hoggen había acabado escrita en nuestras almas con tinta indeleble. Habíamos llegado a Charmouth con la esperanza de hallar en aquel bonito rincón la paz que anhelábamos tras la vorágine y los problemas del pasado año. Con el lugar nos sentimos muy satisfechos, tratándose de un enclave privilegiado. Se encuentra en el silencioso y tranquilo Dorsetshire. Cerca del mar, pero al abrigo del mismo. El pueblo, disperso e integrado por casas de notable tamaño, ocupa la ladera de una colina paralela a la costa. Arroyuelos de agua dulce discurren por doquier, y por todas partes se aprecian confort y una aparente abundancia. Las sonrisas y los cumplidos elaborados son cosa frecuente, sin que tampoco falten los saludos, vieja costumbre que allí no se ha extinguido. Un atuendo de corte apreciablemente urbano inspira reverencias a las mujeres y saludos de estilo marcial a los hombres, ya que todos los jóvenes son miembros de la milicia o voluntarios.
Llevábamos tres semanas en Charmouth. Con nuestra llegada nos habíamos henchido de importancia, ya que, desde que salimos de Axminster en el ómnibus diurno hasta que nos dejaron en nuestro bonito cottage, con un jardín de un verde lujurioso y provisto de flores de todo el mundo, la noticia de nuestro advenimiento se había convertido en motivo de interés y atención. Naturalmente, yo conjeturé que la mente rústica había quedado abrumada ante la evidencia de la sofisticación urbana, manifiesta en nuestras ropas y […]. Lucy lo achacaba —para sus adentros, aunque su madre se encargaba de verbalizarlo por ella— al efecto que nuestro encanto arrebatador ejercía sobre todo el mundo. La prima Jemima lo atribuía al respeto por la estirpe; y mi suegra lo interpretaba, simplemente, como un reconocimiento a la inhabitual, si no única, combinación de alta cuna, elegancia, delicadeza, educación, talento, sabiduría, cultura y poder en ella encarnados. Pronto supimos, no obstante, que la causa real era otra muy diferente.
Recientemente habían salido a la luz ciertas informaciones que nos situaban más como objetos de sospecha que de veneración.
Unos días antes de nuestra llegada, había sido motivo de gran excitación en Charmouth la desaparición y el posterior y lamentable asesinato de un antiguo miembro de la comunidad, Jabez Hoggen, célebre en la localidad por ser poseedor de una vasta fortuna, así como de ser en extremo tacaño. Esa reputación le había reportado un gran reconocimiento, no solo en Charmouth, sino a lo largo de la costa, desde Lyme Regis, por un lado, hasta lugares tan distantes como Bridport, por otro.
Tierra adentro, se sabía de la riqueza de Hoggen en Axminster e incluso en Chard. Esa buena reputación proporcionada por su dinero era, sin embargo, toda la buena reputación con que contaba, ya que sus desencuentros sociales eran de tal calibre y tan continuados que ninguna de las estrellas de la sociedad de Lyme se había librado de ellos. Eran estas las damas que habitaban las acogedoras villas de la parte alta de Lyme, y que reclamaban por derecho propio los bancos […] del paseo de la linda localidad, y que eran demasiado selectas como para codearse con otras personas en grupos numerosos […]. Los pecadillos de Hoggen les proporcionaban un fértil tema para el cotilleo. […] era una fuente inagotable de minuciosos […] y perversos detalles sobre el célebre pecador. Año tras año, el viejo Hoggen había convivido con los vecinos de Charmouth, siempre respetuosos de la ley, mientras él no cesaba de revolcarse en su vileza, a la vez que [… ] su provisión de bienes para esta vida y la del más allá.
Por extraño que resulte, en todo aquel tiempo, nunca, ni siquiera una vez, la tierra se abrió en dos para engullirlo. Al contrario, Hoggen nunca cesó de prosperar. Sin que importara en qué dirección soplara el viento, él siempre salía beneficiado. Aunque la lluvia […] una de sus cosechas, […] obtenía grandes beneficios. Si había tormenta, acumulaba algas; cuando había calma, pescaba. Muchos de sus vecinos comenzaron a albergar serias dudas de que alguna vez la tierra llegara a tragárselo; e incluso las ancianas damas de Lyme Regis, las que habían dejado atrás la edad de […] y empezaban a contemplar su juventud con arrepentimiento, o al menos a reflexionar sobre ella, pensaban en ocasiones que quizás la inmortalidad estaba un poco […] al fin y al cabo.
De repente, aquel hombre desapareció, y Charmouth se enfrentó al hecho de que era la persona más conocida, más respetada y más importante del lugar. Su […] quedó reducido a la insignificancia, y su […] manifestó sus proporciones gigantescas. Los hombres señalaban su entrega a la comunidad, los […] por él instituidos, los cargos que había desempeñado; las mujeres reclamaban atención sobre la cordialidad que siempre había exhibido con ambos sexos, y de lo injusta que había sido la […] vergonzosa que había ensombrecido la […] de su vida. A más de una sabia matrona se le oyó decir que si Hoggen hubiera dado con una buena mujer en lugar de con aquella panda de frescas, su vida habría sido muy diferente.
Merece la pena señalar que en la lógica de «lo que podría haber sido», que es la senda hacia el cielo de la mujer compasiva, la premisa principal consiste, precisamente, en ser una mujer compasiva.
No obstante, fuera su vida respetable o no, la cuestión era que Hoggen había desaparecido, y, naturalmente, se pensó en el asesinato. Circulaban dos suposiciones, sin que nadie supiera dónde se habían originado. La más popular era que alguna de sus compañeras despechadas, a sabiendas de la riqueza del viejo y codiciando su gran reloj de oro o su anillo con un diamante, había involucrado a algunos conocidos de mala reputación para urdir al asesinato. La creencia alternativa era que algún pariente —porque se creía que alguno tenía, aunque nadie había visto nunca a ninguno ni tenido noticia de él— lo había quitado discretamente de en medio para, a su debido tiempo, una vez que la ley siguiera su curso, convertirse en heredero de sus posesiones.
Como consecuencia de esta última suposición, cada recién llegado al pueblo se convertía en motivo de sospecha. Parecía lógico que los parientes carroñeros hicieran acto de presencia en el lugar a la mayor brevedad posible, y cada persona que llegaba era escrutada por miradas ansiosas. Como pronto supe, mi respetada pariente política, la prima Jemima, guardaba una estrecha semejanza con el desaparecido, lo que atrajo sobre nuestro coqueto lugar de reposo toda la curiosidad de Charmouth y concentró allí la atención de los secretos mirmidones de la ley.
De hecho, la policía de Charmouth rondaba la casa, y hombres extraños, con ropa sobada y calzado reglamentario llegaba desde Bridport, Lyme Regis e incluso Axminster.
Estos últimos eran buenos representantes de la agudeza intelectual de Devon. Dorset y Wilts abundaban, de hecho, en hombres ricos en ardides y artimañas.
La mente bucólica tiene momentos inflexibles, en que el reconocimiento sincero de que no se cuenta con toda la información es un tributo a una comunicación eficaz; pero también hay otros momentos en que su funcionamiento es más… lento; incluso entonces, cuando la ebriedad apenas permite la vocalización y enturbia la consciencia, hay un rasgo en el que se continúa insistiendo: la certeza.
En las mentes simples, de la mano de la certeza van la tenacidad de propósito y la fe.
Fue por eso por lo que, una vez sugerida y recibida la idea de nuestra culpabilidad, ninguna prueba, directa o circunstancial, podría haber borrado la idea de la cabeza de los rústicos detectives. Todos aquellos hombres astutos, compitiendo entre sí, fingiendo incluso no conocerse entre ellos, se lanzaron a la caza de evidencias de nuestra culpabilidad. Me sorprendió y me pareció muy curiosa la principal inclinación intelectual de los habitantes de la diócesis de Salisbury, así como que todos sus demás esfuerzos se vieran subordinados a tal principio. Puede que la idea surgiera de la contemplación, a lo largo de la historia, de su bella catedral y a un deseo inconsciente de emular la labor de sus constructores.
O puede que no.
En cualquier caso, todos los esfuerzos de aquella gente se centraban en tomar medidas. Renuncio a comprender cómo sus mediciones, que ni siquiera eran precisas, podrían haberles servido de alguna ayuda. Es más, se me escapa comprender cómo un rígido y exacto escrutinio de esta índole podría haber sugerido una combinación de hechos de la que habría emanado una idea espontanea. Aun así, no dejaron de medir, sin descansar ni de día ni de noche, durante más de una semana, y siempre subrepticiamente. Una noche midieron todo el exterior de nuestro cottage. Los oí en la oscuridad, subidos al tejado, como gatos gigantescos, y aunque luego tuvimos noticia de que un hombre se había caído y roto un brazo, nunca fuimos informados de manera oficial de lo sucedido. Realizaban incursiones en la casa, bajo toda clase de pretextos, con el fin de medir el interior.
En cada caso empleaban una treta diferente. Una mañana, mientras estábamos fuera dándonos un baño, un hombre se presentó con la misión de medir las conducciones de gas y, después de recorrer varias habitaciones tomando medidas de las paredes, fue informado por un criado de que no había gas, no solo en la casa, sino en todo el pueblo. No contando con otra excusa, respondió, con toda la despreocupación de que fue capaz, que «no tenía importancia», y se largó. En otra ocasión, un obrero británico, como él mismo se presentó, ataviado con ropa de críquet y sombrero de paja, apareció en casa con la intención de inspeccionar la caldera de agua por orden de nuestro casero, y sugirió empezar por el tejado. Yo vi las omnipresentes regla y cinta métrica, y le dije que nuestro casero vivía en la casa de al lado, y que la caldera estaba enterrada en el jardín. Él se retiró, agradeciendo efusivamente mis palabras, y anotando en un cuaderno: «enterrado en el jardín».
Otro día se presentó un hombre vendiendo pescado; no tenía más que un lenguado, que sostenía en la mano. La cocinera no estaba, así que yo mismo le dije que nos lo quedábamos. Me preguntó a continuación si podía pasar al jardín para limpiar el pescado. Le dije que sí y volví adentro. Cuando salí de nuevo, al cabo de casi una hora, me encontré con que seguía allí, tomando medidas. Había medido todo el jardín y los muros que lo rodeaban, y se hallaba ahora enfrascado en anotar la altura de algunas de las flores. Le pregunté qué diantre continuaba haciendo allí y por qué estaba tomando medidas. Respondió evasivamente que no estaba midiendo nada.
—No me venga con cuentos —dije—. Le he visto hacerlo; de hecho, sigue haciéndolo.
Se puso en pie para responder.
—Verá, señor, le diré la razón. Comprobaba si habría sitio para enterrar los restos del pescado.
No había limpiado el lenguado, abandonado al sol encima de una losa, y que empezaba a tener mal aspecto.
Incluso llegaron a medir, como buenamente pudieron, la altura de cada miembro de la familia. Cada vez que alguno de nosotros pasaba por delante de un muro, junto al que había alguno de esos hombres, este marcaba de inmediato en la piedra nuestra altura, y en cuanto nos alejábamos un paso, sacaba la cinta métrica.
Un hombre de alta estatura pidió una noche a nuestra cocinera que le apoyara la cabeza en el hombro. Ella, tan sorprendida que no supo reaccionar, así lo hizo, como nos contó más tarde. Cuando llegó a casa vimos en la tela negra de su sombrero, en la zona de la sien, unas manchas de tiza: cifras invertidas. Cinco pies y seis pulgadas y media.
Una tarde, dos hombres detuvieron por la calle a la prima Jemima, quien era de constitución robusta, por expresarlo de modo elegante, y le rodearon la cintura desde lados opuestos. Ella insistió en que llevaban algo que parecía una larga cuerda señalada en yardas, o, como ella insistía, en cadenas, y que, cuando ella escapó, procedieron a examinar con gran interés, tras lo que hicieron una entrada en los cuadernos que llevaban consigo, mientras se doblaban de risa y se daban codazos en las costillas uno al otro, sin dejar de señalarla con el dedo.
A nuestro perro lo midieron repetidas veces, y una tarde oímos unos maullidos espantosos, causados por un respetable señor que intentaba pesar a nuestro gato en una báscula que había pedido prestada en una tienda cercana.
Mi suegra, que no imaginaba que era motivo de sospecha, se indignaba con furia por la descortesía de todos quienes deambulaban alrededor de la casa, y en más de una ocasión manifestó su sentir de forma tan violenta que consiguió asustarlos de veras. Durante el cortejo, yo desconocí por completo que aquella notable señora poseyera tal poder de invectiva. Demostró ser una actriz consumada al ocultármelo como lo hizo, ya que a lo largo de aquel periodo de embeleso y agonía, yo tan solo fui testigo de una dulzura inmaculada y siempre presta. Mi esposa y yo comprendíamos los motivos de los detectives locales, y siempre los identificábamos pese a sus disfraces. Para nosotros dos, suponía un motivo inagotable de risas disfrutar del espectáculo de la curiosidad frustrada de la prima Jemima y de los periódicos ataques de cólera de mi suegra. Por diversión, todos los momentos de descanso que nos dejaban los torpes fisgones, los llenábamos trayendo a colación al viejo Hoggen ante las señoras. Yo me divertía llevando conmigo un cuadernito donde escribía toda clase de medidas, con la intención de dejarlo luego abandonado en algún sitio, para perplejidad de los detectives.
Fue así como la repulsiva idiosincrasia de Hoggen se convirtió, en cierta medida, en motivo de interés para nosotros, y como su nombre pasó a ser un hilo más en el tejido de nuestra conversación diaria.
Yo sabía que mencionar a Hoggen a mi suegra cuando ella ya estaba enfadada por algo o si se había sentido víctima de cualquier vejación menor, tenía el mismo efecto que agitar un capote rojo ante un toro; como se ha visto, el truco nunca fallaba.
Sin embargo, ahora que la cena había concluido y que se habían comido todos los cangrejos, me veía obligado a proveer a la familia, para el día siguiente, de una nueva remesa de ese suculento plato. No permití que eso me angustiara, pues ya me imaginaba un delicioso paseo por la costa hasta Bridport, algo que hasta entonces no había tenido ocasión de hacer. Por la mañana, me levanté temprano, poco después del amanecer, y, dejando a mi esposa dormida, me puse en marcha.
La atmósfera de primera hora de la mañana era deliciosa y refrescante, y la visión del mar me causó un gran placer, pese a que unos nubarrones mar adentro y un viento helado predecían tormenta.
En esa zona de la costa de Dorset, el mar realiza continuas incursiones en tierra. Como la región es muy ondulada, la costa adopta la forma de una sucesión inacabable de acantilados escarpados, algunos de los cuales alcanzan cotas moderadamente imponentes.
Los acantilados son de arcilla azul o bien de arenisca, materiales blandos y desmenuzables que no cesan de ceder bajo el efecto minador de las mareas y las filtraciones de los arroyos, dando como resultado una sucesión interminable de morrenas. Las playas son de grava fina o guijarros, salvo en los tramos donde acumulaciones de rocas repletas de fósiles se adentran en el mar.
Los guijarros, que cubren la mayor parte del camino, hacen que a veces sea difícil caminar.
Pasé por un recinto destinado a las prácticas de tiro con rifle, por el rincón reservado exclusivamente para el baño de los caballeros y bordeé el primer cabo, cuya cumbre amarillenta se halla cubierta de oscuros pinos inclinados hacia el este por el predominante viento del oeste de la zona.
El volumen de guijarros aumentaba. Acumulados por las mareas y las tormentas, recordaban a un ventisquero, y había que avanzar por la cresta, de la que, a cada paso, caían rodando piedrecillas.
El viento comenzaba a arreciar, y las olas fueron cobrando brío, hasta que toda la costa quedó cubierta por una capa de espuma procedente de sus crestas. A veces grandes lechos de algas, un curioso producto de comercio en la costa de Dorset, subían y bajaban cuando las olas se enroscaban sobre sí mismas y rompían.
Yo seguía adelante como buenamente podía. La tierra negroazulada de los acantilados de Charmouth dejó paso a la arenisca, y grandes cantos rodados con forma de huesos de mamut, como probablemente eran, cubrían el borde de la costa. Me detuve a examinar uno de estos, simulando interés científico, aunque en realidad para descansar. Para entonces ya estaba un poco cansado, y bastante hambriento, dado que, cuando me puse en camino, lo hice con idea de desayunar en Bridport, para comprobar las capacidades culinarias del lugar.
Mientras me hallaba sentado en una piedra, vi que algo asomaba, mecido por el agua, entre los cantos rodados. Fijándome mejor, distinguí que se trataba de un sombrero: de un sombrero humano, lo enganché con un trozo de madera de deriva. Al darle la vuelta, vi asomar algo blanco bajo el forro de piel. Tras examinarlo con todo el cuidado del mundo, descubrí que era una masa de papeles, en uno de los cuales figuraba escrito: «J. Hoggen».
—¡Vaya! —me dije—. Por fin sabemos algo del viejo Hoggen.
Saqué los papeles, los estrujé entre dos piedras planas para sacarles toda el agua posible y me los guardé en el bolsillo del chaquetón. Dejé el sombrero encima de un canto rodado y eché un vistazo alrededor, en busca de indicios añadidos del desaparecido. La brisa, mientras tanto, no cesaba de refrescar, y las olas llegaban a la costa en tamaño y cantidad crecientes.
A unas veinte yardas de la orilla, vi algo oscuro en el agua, que subía y bajaba con las olas. Al cabo de un momento llegué a la conclusión de que se trataba de un cadáver. Para entonces mi excitación se hallaba en su cumbre, y apenas pude esperar hasta que las olas terminaron de acercar el cuerpo.
Allá venía, aproximándose un poco más con cada ola, hasta que al final estuvo tan cerca como para poder enganchar la ropa con mi trozo de madera. Tiré del cadáver hacia mí.
Lo agarré por el cuello del abrigo para acabar de acercarlo. El tejido, podrido por el agua salada, se desgarró y me quedé con un trozo en la mano.
No sin dificultades, pues debía ser cuidadoso, subí el cuerpo a la playa, donde procedí a examinarlo.
Mientras lo hacía, di en mi bolsillo con una cinta métrica, y pensé que, como tendría que responder a muchas preguntas por parte de la policía local, lo mejor sería tomar las medidas del cuerpo.
Medí su altura, el largo de las extremidades, de las manos y de los pies. Tomé el contorno de los hombros y de la cintura; de hecho, tomé las suficientes anotaciones en mi cuadernito como para que un sastre pudiera ponerse manos a la obra. En un primer momento, algunas medidas me parecieron un tanto extrañas, pero, tras verificarlas, procedí a tomar nota de ellas.
Mientras examinaba la ropa y los bolsillos, encontré el gran reloj de oro, colgado del extremo de una cadena, y el gran anillo con un diamante, piezas a las que la opinión local achacaba el haber inspirado el asesinato. Las puse en mi bolsillo, junto con el monedero, los gemelos, los papeles y el dinero del muerto. Al revisarlo, el abrigo siguió rompiéndose, lo que reveló gran cantidad de billetes bancarios ocultos entre el paño y el forro; de hecho, toda la prenda se hallaba acolchada de billetes. Había asimismo una pequeña cartera, con la documentación necesaria para un viaje a Queensland, en un barco que zarpó de Southampton la semana anterior.
Estos descubrimientos me parecieron tan valiosos que creí mi deber llevar el cuerpo ante la autoridad más cercana, que supuse estaría en Chidiock, un pueblo en el camino a Bridport que había visto en el mapa.
Soplaba para entonces un auténtico vendaval y las olas rompían estruendosamente en la playa, arrastrando los guijarros en su reflujo con un sonido similar a un grito. La lluvia caía de modo torrencial, y al ver que la tempestad proseguía en aumento, terminé de decidirme a acarrear el cuerpo.
Me lo cargué al hombro con esfuerzo, ya que con cada movimiento, la ropa, muy dañada ya al sacarle todo el dinero, se caía en pedazos. Sin embargo, conseguí acomodarlo al hombro, el cuerpo colgando boca abajo, y me puse en marcha. Apenas había dado un paso cuando, respondiendo a un impulso irreprimible, lo dejé caer al suelo; o, mejor dicho, lo tiré.
Me había parecido como si estuviera vivo. Sin ninguna duda, lo había sentido moverse. Cuando lo vi, formando un montón en la playa, con la lluvia lavándole el rostro lívido, me avergonzó mi reacción y, con un nuevo esfuerzo, volví a cargármelo y a ponerme en camino.
El mismo impulso, respondiendo a la misma razón: el cuerpo parecía estar vivo. Esa vez, no obstante, yo estaba prevenido, y seguí adelante; poco después, ya me había olvidado de lo sucedido.
Llegué a un tramo donde una gran acumulación de peñascos cubría la costa. Trepar por ellos y saltar de uno a otro hizo que mi carga acabara bien meneada, y cuando salté de la última roca a la arena que había a continuación, noté una repentina disminución del peso con el que cargaba. Desequilibrado, caí en la arena de cualquier modo, bajo el cadáver.
Hoggen se había partido en dos.
Como se puede imaginar, no me entretuve allí tumbado. Al examinar el estropicio vi, para mi inmenso asombro, unos cangrejos enormes que salían de dentro del cuerpo. Eso explicaba los extraños movimientos del cadáver. Pensé que la presencia de aquellos crustáceos suponía una prueba incontrovertible de la existencia de cangrejos entre Bridport y Lyme Regis, y, con la prima Jemima y mi suegra en mente, cogí dos o tres y los guardé en el bolsillo del chaquetón.
Sopesé a continuación si debía dejar las dos mitades de Hoggen donde estaban o si era mejor seguir cargando con ellas.
Consideré los pros y los contras, y concluí que lo llevaría conmigo, o los llevaría. No era, en absoluto, una tarea seductora, y solo con gran esfuerzo afronté el que creía mi deber.
Junté los pedazos, que formaron una pila de lo más extraña: extremidades lívidas que asomaban de un montón de harapos.
Me puse a levantar los trozos. Llevar el cuerpo cargado al hombro había sido una tarea comparativamente fácil; ahora tenía que llevar todos los trozos en las manos y bajo los brazos. Yo me había reído muchas veces, mientras recorría Victoria Street, al ver a personas de ambos sexos, muy respetables, pero carentes de capacidad de organización y previsión, que salían de los grandes almacenes cargadas de paquetes adquiridos en los diferentes departamentos sin seguir ningún sistema. Me sentí como una de ellas. Hiciera lo que hiciera, no podía sujetar, al mismo tiempo, los diversos segmentos de mi acompañante. Acababa de encajarme todas las partes del viejo Hoggen bajo los brazos, cuando vi un trozo de su ropa en la orilla, y al tratar de cogerlo, perdí parte de mi carga. Por si fuera poco, tanto trajín llevó a que el difunto se resintiera. Cuando estaba levantando la parte superior del cuerpo, se desprendió un brazo; de la inferior, un pie.
No obstante, con un esfuerzo supremo, me las apañé para juntar todas las piezas y, con la gran masa entre los brazos, retomé la marcha. Pero ahora la tormenta descargaba en la cumbre de su fuerza, y comprendí que debía darme prisa, o las olas, que cada vez llegaban más alto en la orilla, alcanzando casi la base de los acantilados, me cortarían el camino. Alcancé a divisar, entre la lluvia cegadora, un cabo ante mí, y supe que si conseguía superarlo, me hallaría en una situación comparativamente segura.
Apreté el paso todo lo que pude, perdiendo de cuando en cuando una porción de mi carga, pero sin detenerme nunca a recogerlas. Si se hubiera tomado nota de lo que se me pasaba por la cabeza, así como de mis exclamaciones, se podría leer algo como lo que sigue:
«Ahí va una mano. Fue una suerte que le cogiera el anillo».
«Medio abrigo. Menos mal que encontré los billetes».
«Allá va el chaleco. Por suerte, guardé el reloj».
«Una pierna… ¡vaya! ¿Es que nunca vamos a llegar a nuestro destino?».
«Otra pierna».
«Un brazo menos».
«Su tumba va a tener una milla de largo».
«Tendremos que consagrar toda la costa para que pueda descansar en suelo santificado».
«La parte inferior del tronco perdida también. Pobre tipo, ya nadie podrá darle un golpe bajo».
«Un brazo fuera. Me temo que ya no podrá defenderse».
«¡Asesinato! Pero no está quedando rastro del cuerpo».
«Toda la ropa desaparecida, también. Tendría que haberlo dejado donde estaba».
«¡Agg! Allá va el tronco. Ya solo queda la cabeza».
«¡Agg! Eso sí que ha sido un afeitado apurado. No importa, yo cuidaré de ti».
Sujeté con fuerza la cabeza, que era todo lo que me quedaba del cuerpo. Era extremadamente complicado sostenerla, ya que era tan resbaladiza como el cristal, y el esfuerzo por sujetarla me consumía las energías y me entorpecía al saltar de roca en roca o al vadear las olas, que ya bañaban la orilla hasta la base del acantilado.
Al menos, entre la lluvia cegadora, vi el cabo muy cerca, y, aprovechando el reflujo de una ola grande, eché una carrera, lo rodeé, y me detuve un momento en la orilla, al otro lado, a recuperar el aliento.
Hice una pausa para recobrar mis facultades, siendo lo único que podía recuperar de todo lo que había perdido a lo largo de la última media hora.
Lamenté que mi esfuerzo por proporcionar un entierro en condiciones a Hoggen hubiera sido un fracaso. Lo había perdido todo, menos la cabeza, que ahora reposaba sobre la arena, y que parecía lanzarme guiños cuando la espuma se le posaba sobre los ojos y se disolvía. Tenía sus bienes a buen recaudo, me parecía a mí. Metí la mano en el bolsillo del chaquetón y la saqué de inmediato, a la vez que lanzaba un grito de dolor, pues había recibido un serio pellizco. Me había olvidado de los cangrejos.
Con gran cuidado, saqué uno de los crustáceos y lo sostuve con las patas hacia arriba, mientras él realizaba unos esfuerzos frenéticos por alcanzarme con sus pinzas. Parecía muy codicioso, ya que estaba tratando de comerse el anillo con el diamante, que ya había desaparecido a medias en su misteriosa boca, cubierta con una solapa como la que protege la cerradura de los baúles de viaje. También de la boca asomaba el final de la cadena del reloj. Aquel bicho ya se había tragado el reloj, y me costó bastante recuperarlo, junto con el anillo. Tuve buen cuidado de poner esas valiosas pertenencias en un bolsillo diferente al de los cangrejos.
Levanté mi cabeza —o, más bien, la de Hoggen— y me puse en marcha, llevando bajo el brazo esa última reliquia.
La tormenta empezaba a amainar, y se extinguió con tanta rapidez como se había desencadenado, y antes de llegar a la mitad de la larga franja arenosa que se extendía ante mí, la tormenta había cedido el paso a una intensa calma, y a la lluvia cegadora la había reemplazado un calor casi insoportable.
Me esforcé por seguir avanzando por la arena, y al cabo vi un entrante en el acantilado. Cuando me acerqué, descubrí que era el resultado de una pequeña corriente de agua que había excavado una profunda entalladura en la roca terrosa y negroazulada; el agua, brincando sobre el terreno, acababa perdiéndose en la playa.
La arena tenía allí un aspecto peculiar. La superficie era lisa y brillante, con una suerte de extraños hoyuelos acá y allá. Después de tantos tumbos sobre las rocas y los guijarros y de andar con dificultad por la arena seca, parecía tan llana e invitadora que, entusiasmado, me lancé hacia delante, y de inmediato empecé a hundirme.
Por la extraña ondulación que recorrió su superficie, supe que había caído en arenas movedizas.
Me hallaba en una situación desesperada.
Ya me había hundido hasta las rodillas y, a menos que alguien me ayudara, estaba completamente perdido. En aquel momento, me habría alegrado de ver hasta a la prima Jemima.
Lo peor de esa clase de personas es que nunca se puede contar con ellas cuando son necesarias, como en aquel momento.
No había posibilidad de ayuda; a un lado estaba el mar, donde no había ni una vela a la vista, y las olas, aún alborotadas por la reciente tormenta, seguían azotando con saña la orilla; por el otro, el oscuro acantilado; y a lo largo de la costa, por delante y por detrás de mí, una inacabable franja arenosa.
Traté de gritar, pero la angustia y el terror me abrumaban de tal modo que me arrebataron la voz, y ni un sonido salió de mi garganta. Seguía sujetando la cabeza de Hoggen bajo el brazo. En momentos de peligro como aquel, la mente trabaja con rapidez y se aferra a la menor escapatoria posible, y se me ocurrió de pronto que, si lograba hacer pie en algo sólido aunque solo fuera por un momento, conseguiría liberarme. Estaba al borde de las arenas movedizas, así que me bastaría con un poco de ayuda. Nada más pensarlo, vi el medio de conseguirlo: la cabeza de Hoggen.
Dicho y hecho.
Dejé la cabeza sobre la arena delante de mí, y apoyándome en ella con las manos, noté cómo mis pies se libraban de parte del peso que soportaban. Alcé una pierna y apoyé el pie sobre la cabeza, que para entonces ya se había hundido unas pulgadas en la traicionera arena. A continuación, cargué todo mi peso sobre ese pie, liberé el otro, y salté a la arena firme, donde resbalé, caí y, por espacio de unos minutos, permanecí tendido, exhausto.
Estaba a salvo, pero la cabeza de Hoggen se había perdido para siempre.
Me puse en marcha en dirección al acantilado, tanteando el camino a cada paso, antes de apoyar el pie. Alcancé el acantilado y, apoyándome en su firme base, rodeé las arenas movedizas y proseguí mi camino hacia la playa firme que se extendía a continuación.
Avancé lentamente, hasta llegar junto a un grupo de casas construidas en una entalladura herbosa, allí donde un pequeño riachuelo —el mismo a cuyas orillas se alzaba la coqueta localidad de Chidiock— se abría paso por los acantilados, rumbo al mar.
Había allí una estación de guardacostas: una parcela delimitada por un cerco de cuerda, con una fila de atildadas casitas ante las que se alzaba un mástil de bandera.
Al aproximarme más, un guardacostas y un agente de policía salieron corriendo de detrás de un cobertizo y me aferraron, uno por cada lado, con un vigor que me pareció desproporcionado.
Sabiéndome inocente, me resistí por puro instinto.
—¡Suéltenme! —exclamé—. Suéltenme. ¿Qué es lo que quieren? ¡Les digo que me suelten!
—Nada de eso —dijo el policía.
Continué forcejeando.
—Es mejor que se calme —dijo el guardacostas—. De nada sirve resistirse.
—No pienso calmarme —exclamé, forcejeando aún con más saña.
El policía me dedicó una mirada furiosa y me retorció el cuello del chaquetón, estando a punto de estrangularme.
—Voy a decirle una cosa, si sigue resistiéndose, le arreo en la cabeza con la porra.
Dejé de moverme.
—Ahora —dijo él— recuerde que todo cuanto haga o diga será utilizado como prueba en su contra.
Me pareció que una política conciliatoria era lo más adecuado, así que, con todo el entusiasmo que pude, dije:
—Amigo, comete usted un error. No sé por qué me están sujetando.
—Nosotros sí lo sabemos —me interrumpió, y soltó una risotada áspera—, y si dice usted que no, es porque es un mentiroso.
Me atraganté de la rabia. Que te retengan ya es bastante malo, pero si a eso se le suma el insulto de llamarte mentiroso, la rabia bien se puede disculpar. Mi impulso, al oír el insulto, fue el de liberarme y golpear a aquel hombre, pero él previó mi intención y me sujetó más fuerte.
—¡Tenga cuidado! —dijo, alzando la porra.
Tuve cuidado.
—Se lo pregunto formalmente —dije, con toda mi dignidad—, ¿con qué autoridad me tratan de este modo?
—¡Con esta! —respondió aferrando la porra, y volviendo a reírse en tono áspero y exasperante. Hizo unas piruetas juguetonas con la porra, como si pretendiera impresionarme con su destreza.
Sacó a continuación un par de esposas, que procedió a ponerme. Forcejeé con fuerza, pero aquellos dos hombres eran demasiado para mí, y acabé por sucumbir.
Seguidamente me cacheó. En primer lugar metió la mano en un bolsillo de mi chaquetón y sacó el reloj con su cadena. Lo contempló con júbilo.
—Es el reloj de Hoggen —dije.
—Ya lo sé —respondió, al mismo tiempo que sacaba un cuaderno de notas donde puso por escrito mis palabras. A continuación sacó el anillo con el diamante, y la cartera.
—Eso también —dije yo—, y eso.
Volvió a anotar mis palabras, esta vez en silencio. Después metió de nuevo la mano, y la sacó diciendo:
—¡Solo papel mojado!
Metió la mano en el otro bolsillo, pero la sacó de inmediato.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Pero qué es esto?
Sonrió mientras, con mucho cuidado, sacó el cangrejo del bolsillo, lo miró y volvió a dejarlo caer dentro.
—Y ahora, muchacho —dijo—, ¿qué tienes que decir en tu defensa?
En los últimos minutos, una idea nada tranquilizadora había ido cobrando cuerpo en mi cabeza, hasta alcanzar proporciones colosales. Resultaba evidente que estaba siendo detenido por el asesinato de Hoggen, y hallándome en poder de sus pertenencias y sin ningún testigo que respaldara mi historia. Me asusté ante lo que se avecinaba.
—Lo que tengo que contarles es muy extraño —dije—. Salí de Charmouth muy temprano, esta mañana, para ir a Bridport dando un paseo y comprar unos cangrejos para mi suegra.
—Ya tienes cangrejos —dijo el policía.
—Los encontré allá atrás, en la costa —dije señalando hacia el oeste.
—¡Anda ya! ¡No nos vengas con esas! —dijo el policía—. ¡Eso no nos lo tragamos! No hay ni un cangrejo en toda la costa entre Bridport y Lyme.
—Es verdad. Eso lo sabe hasta el último tonto —añadió el guardacostas.
—Encontré el cuerpo de Hoggen flotando en el agua —proseguí—. Intenté traerlo hasta aquí, pero entonces llegó la tormenta, y bastante tuve con escapar de ella. Además, el cuerpo se desmoronó en pedazos, y al final…
—¡Qué bonita historia! —dijo el policía—. Pero si se desmontó en pedazos, ¿por qué no has traído alguno contigo?
—Lo intenté, pero se deshacían.
—La cabeza seguro que no —dijo él—. ¿Por qué no la has traído, eh?
—La traje —dije—, pero se hundió en las arenas movedizas y la perdí.
El guardacostas intervino.
—Solo hay un punto en toda la costa con arenas movedizas, por lo que se dice, porque yo nunca lo he visto. En realidad, nadie lo ha visto en los últimos veinte años.
—¿Y los cangrejos? —preguntó el policía.
—¡Estaban dentro del cuerpo de Hoggen!
—¿Y qué ibas a hacer con ellos?
—Se los llevaba a mi suegra.
—¡Menudo sinvergüenza! —soltó el guardacostas.
—¿Los llevabas contigo cuando caíste en las arenas movedizas? —quiso saber el policía.
—Sí —respondí—, y cuando salí, me encontré con que el grande se había comido el reloj e intentaba tragarse también el anillo.
El policía y al guardacostas me agarraron con dureza, mientras que este decía:
—Venga, soltémoslo. Es el mayor mentiroso que he visto en mi vida.
—Antes terminemos de registrarlo —dijo el policía, retomando el cacheo.
La idea de que me hallaba en una situación que fácilmente podía despertar sospechas me hacía sentir cada vez más incómodo. «¡Mi pobre esposa! ¡Mi pobre esposa!», me decía una y otra vez.
El policía, enfrascado en su quehacer, volvió a meter la mano en el bolsillo donde estaban los cangrejos, y la sacó con un chillido. Sacó el cangrejo más grande, el cual, por cierto, como a veces sucede, tenía una pinza mucho mayor que la otra. La izquierda era la grande. Lo tiró al suelo, y a punto estaba de aplastarlo de un pisotón cuando el guardacostas lo empujó a un lado diciendo:
—Un momento, compañero. Los cangrejos no abundan tanto por aquí como para pisotearlos. No hay ni uno entre Bridport y Lyme.
El policía continuó su registro. Sacó la masa de billetes y papeles mojados del otro bolsillo, y la dejó caer al suelo, tras lo que continuó escarbando. El guardacostas se quedó perplejo mirando los papeles, dio la vuelta a algunos y cayó de rodillas a la vez que soltaba un grito. Con un susurro excitado, dijo:
—¡Mira! ¡Mira, compañero! Todo esto es dinero. Miles de libras.
El agente de policía también se arrodilló, y, cada uno a un lado de la masa de papeles, intercambiaron una mirada de excitación.
—Cuida de todo esto. ¡Cuida bien de ello! —dijo el policía.
—¡Puedes estar seguro! —dijo el otro apresuradamente.
—¡Menuda fortuna!
Volvieron a mirarse, y luego me miraron a mí, furtivamente, y me quedó claro que tramaban algún plan infame para el que yo suponía un estorbo. Me quedé todo lo quieto y callado que pude.
Examinaron los papeles.
—¿Dónde está lo demás? —preguntó el guardacostas.
—¡Aquí! —dijo el policía, dándose una palmadita en el bolsillo.
—Es mejor que lo pongamos todo junto.
—De eso nada. Está a buen recaudo conmigo.
Los hombres intercambiaron una mirada, y debieron de entenderse sin necesidad de palabras, porque el policía sacó el reloj, el anillo y la cartera del bolsillo y lo dejó todo en el suelo.
Estudiaron, codiciosos, el botín. De pronto el policía miró alrededor y echó a correr hacia la playa gritando como un maniaco.
—¡Alto, ladrón! ¡Alto, ladrón!
En el mismísimo borde del agua, atrapó al cangrejo que trataba de escapar. Lo trajo de vuelta y lo depositó, de espaldas, junto al resto de las cosas. Mientras examinaba el lote con sospecha, como si comprobara que no faltara nada, dijo, amenazando al cangrejo con el puño:
—¡Bestia infernal! ¡Podrías haber robado algo!
El tono con que pronunció la palabra «robado», dejó claro que se trataba en realidad de una manifestación de sospecha, así como de una amenaza, dirigida al guardacostas. Este así lo interpretó, porque respondió enojado:
—¡Basta ya!
Procedieron entonces a registrarme con mayor detalle si cabía. Me quitaron todo lo que llevaba encima, impulsados por la codicia. Rasgaron mi abrigo para examinar el interior del forro.
Luego, se retiraron un poco y se pusieron a cuchichear; después me ataron los pies, me amordazaron y me llevaron tras una roca para dejarme fuera de la vista de cualquiera que pasara por allí. Llevaron al mismo sitio las pertenencias de Hoggen y, tras tomar asiento en el suelo, hicieron recuento de ellas.
Desplegaron uno por uno los billetes bancarios y fueron depositándolos extendidos en el suelo. Los había tanto viejos como nuevos, y eran de números de serie no correlativos; no habría forma de rastrearlos. Dejaron en un montoncito aparte el oro, junto al reloj y el anillo.
Había una cantidad de dinero inmensa; en oro solo había unas setenta libras, pero en billetes, unas cincuenta y siete mil trescientas.
Cuando lo contaron todo, me miraron de un modo que me heló la sangre, pues me dejó manifiesto que planeaban matarme.
Volvieron a mirarme, cuchichearon un poco y se alejaron para debatir.
Me giré un poco para verlos, cosa que hice sin dificultad, aunque esto hizo aumentar mi miedo, ya que, si ellos no temían que yo tomara nota mental de sus movimientos, eso solo podía significar que tenían claro lo que iban a hacer conmigo.
Volvieron junto a mí poco después. Mientras se acercaban, la campana de la antigua iglesia de Chidiock comenzó a sonar. Aún era muy temprano; la campana llamaba a maitines.
El guardacostas se detuvo; la campana le trajo algún recuerdo, que despertó sus dudas.
—Compañero… —dijo.
En su tono vacilante, el policía leyó la compasión, y, volviéndose a toda prisa, dijo en tono áspero, amenazador casi:
—¿Qué?
—Compañero, ¿tenemos que matarlo? ¿No bastará si nos promete tener la boca cerrada y nosotros nos largamos con el dinero? Nadie sabe nada y no hay forma de que se enteren.
—No tendrá la boca cerrada —dijo el otro—. Es mejor que le rajemos el gaznate y lo enterremos en la playa.
El marinero me miró, y yo, leyendo la interrogación en sus ojos, respondí de la forma más convincente que me fue posible a través de la mordaza:
—¡No diré nada!
Estaba más claro que la luz del día que mi vida dependía de que me creyeran, así que no vacilé.
Subrayé mi colaboración con un guiño.
Pese a todo, los dos hombres discutieron violentamente; siendo el preservador de la paz el más violento de ambos.
El guardacostas no cesaba de recomendar e insistir que no tenía sentido cometer un asesinato cuando ya podían conseguir lo que querían. El policía se aferraba tercamente a su argumento de que era mejor cortarme el cuello.
Yo padecía una angustia inmensa. Recordé todos los errores cometidos a lo largo de mi vida, así como cada una de las razones por las que merecía la pena seguir viviendo. Imploré al marinero con la mirada para que me dejara hablar, y un momento después me liberó de la mordaza, no sin antes advertirme que, si levantaba la voz por encima de un susurro, mi primera sílaba sería la última.
Susurré el único argumento que podía ofrecer.
—Si me matáis, me buscarán. Estaréis más seguros si me dejáis vivir, bajo la promesa de no decir nada sobre vosotros.
El argumento era contundente y convincente, como acostumbra a serlo lo que es lógico. Así que, después de dejarme bien claro lo que me harían si rompía mi promesa, me desataron los pies y me quitaron las esposas.
Me condujeron a continuación al cobertizo de botes que había en la playa, donde me adecentaron un poco, eliminando todo rastro de violencia. Seguidamente me hicieron subir a un carruaje, ya dispuesto junto al camino a Chidiock, y me llevaron a Charmouth, donde me dejaron delante mismo de mi puerta. No nos cruzamos con una sola persona en todo el trayecto.
Las últimas palabras que oí de ellos fueron una invitación a la prudencia susurrada por el policía:
—Nadie nos ha visto: ni a ti ni a nosotros. Vuelve a la cama y haz como que nunca has salido de allí.
A continuación se largaron.
Seguí el consejo; me quité las botas y subí con sigilo las escaleras. Mi mujer continuaba durmiendo; me desvestí y me metí en la cama. Para no despertarla, me hice el dormido, pero poco después, pese a mi agitación mental, caí dormido de verdad.
Me despertó mi mujer, ya levantada y vestida.
—Sí que has dormido esta mañana, Augustus. Son más de las diez y hace mucho que hemos desayunado. La prima Jemima no podía esperar. Pero no importa, te hemos mantenido caliente tu desayuno.
Yo ya estaba espabilado del todo, pero me pareció más recomendable simular que seguía medio dormido.
—Enseguida me levanto.
—Pero, querido, tienes que levantarte ahora mismo, si no quieres perder el autobús a Bridport. Recuerda que prometiste conseguir unos cangrejos para la prima Jemima.
—Al diablo la prima Jemima. Ya he tenido bastantes cangrejos por hoy —dije en un arranque repentino, y luego me mordí la lengua.
—Espero, querido, que no hayas tenido indigestión tú también. La prima Jemima dice que ha pasado muy mala noche y que debe de haber sido por el nuevo pan que compramos.
—Seguro que sí —dije, tras lo que pensé: «Me alegro de que ella también lo haya pasado mal, porque todo lo que he tenido que sufrir ha sido por su culpa».
Me levanté y bajé a la planta baja. Todo estaba como de costumbre, lo que me llevó a dudar si no habría soñado los sucesos de esa mañana. La idea se afianzó, y cuantas más vueltas le daba, más irreal y onírico me parecía todo.
Cuando estaba terminando de desayunar, la criada me dijo que había dos hombres en la puerta vendiendo cangrejos.
—Diles que se larguen —respondí de mal humor—. No quiero cangrejos.
La criada volvió poco después diciendo:
—Disculpe, señor. Esos dos hombres dicen que seguramente querrá usted comprarles un cangrejo. Dicen que tienen uno que han cogido entre Bridport y Lyme.
Eso me dejó pasmado, y experimenté una punzada de temor al pensar que mis asaltantes habían ido a hacerme una visita. Dije a la criada que me ocuparía en persona del asunto y salí a la puerta. Me encontré con dos hombres, pero que en nada se parecían a los otros dos. El guardacostas era bajo y tenía una gran barba, y el policía, alto e iba afeitado. En cuanto a los hombres que me esperaban en la puerta, uno era alto y el otro bajo, pero el alto tenía una barba poblada y el bajo iba afeitado. Tuve la impresión de que me miraban con dureza, pero simulé no percatarme de ello y me centré en la cuestión de la venta, así que, tan despreocupadamente como pude, les dije:
—Y, bien, caballeros, me han dicho que tienen ustedes cangrejos. Echémosles un vistazo.
—Solo nos queda uno —dijo el alto—. Aquí está.
Dedicándome una mirada inquisitiva, sacó de una cesta un cangrejo con la pinza izquierda grande y la derecha pequeña. No pude reprimir un sobresalto, del que ellos no dejaron de percatarse, así que me pareció más adecuado continuar simulando despreocupación.
—No, no me complace. Creo que no lo quiero.
Mientras estaba hablando con ellos, llegó mi esposa, que volvía a casa en compañía de mi suegra y de la prima Jemima.
Los dos hombres no se percataron, pero el alto me dijo, en tono cortés:
—Muy bien, señor. No tiene importancia. Pero pensé que debía enseñárselo.
Cuando devolvía el cangrejo a la cesta, la prima Jemima lo vio, y se adelantó a toda prisa.
—¿Qué es eso, Augustus? ¡No estarás rechazando un cangrejo! ¡Miserable! —Esto último lo dijo sotto voce.
Al cabo de un breve regateo, la prima compró el cangrejo, que los hombres, por extraño que parezca, parecían poco deseosos de venderle, tras lo que yo disfruté del placer añadido de tener que pagar.
Triunfante, la prima Jemima llevó el cangrejo a la cocina y los hombres partieron hacia Axmouth.
Cuando regresé al salón, me vi asaltado por todos los frentes. La prima Jemima, echa un mar de lágrimas, me dijo que me había comportado como un animal, que había estado a punto de rechazar el único cangrejo del que habíamos tenido noticia en días, y solo por sacarla a ella de quicio.
Mi suegra dio por sentado que yo había actuado de ese modo porque estaba deseando tener una disculpa para ir a Bridport, donde, sin que nadie me viera, podría ir a jugar al billar y a achisparme; eso si no pretendía ver a «alguna». Su hija, en menor medida, compartía su parecer; sobre todo en lo referido a lo último.
Yo insistí en negarlo todo.
Más tarde, ese mismo día, la esposa del párroco, George Edward Ancey, fue a tomar el té; su marido era juez de paz y, como vecino habitual, era en la práctica el magistrado del lugar. Durante nuestra conversación, ella comentó que George Edward había tenido una mañana muy atareada y desagradable, debiendo lidiar con dos casos de insubordinación. El protagonista del primero había sido un guardacostas, que había afrentado a su superior en presencia de otros hombres, y que, después de ser severamente censurado, renunció de inmediato a su puesto, tras lo que procedió a abandonar el pueblo. El otro había sido un agente de policía, que se había negado a cumplir con sus obligaciones, motivo por el que había sido sumariamente despedido. El señor Ancey lamentaba en especial esta pérdida, ya que, hasta el momento, el oficial había sido el más fiable y activo de la localidad.
Cuando me enteré de esto, me sentí más perplejo que nunca, ya que la coincidencia de los hechos y el modo como encajaban con lo que había sucedido por la mañana parecían pruebas concluyentes de que no se trataba de un sueño.
Antes de cenar salí a dar un paseo. Cuando estaba a punto de salir, mi mujer me dijo:
—Asegúrate de volver a tiempo, Gus. Tenemos un cangrejo para cenar y la prima Jemima se va a encargar en persona de prepararlo.
El paseo por la playa me vino bien, me aclaró las ideas y, en la serena atmósfera del ocaso, comencé a pensar de nuevo que el episodio del hallazgo de Hoggen no había sido más que un sueño, o una pesadilla.
Volví a casa de mejor humor y, sintiéndome inmunizado contra el miedo, dispuesto incluso a mostrarme amable con la prima Jemima y tolerante con sus manías.
Mi buena disposición se vio puesta a prueba en el umbral mismo de la casa.
Sentada en una silla en el recibidor, la prima Jemima aguardaba mi regreso; era el vivo retrato de la insatisfacción agresiva. En cuanto entré, ella sorbió por la nariz. Comprendí que algo iba mal, así que me mantuve a la espera. Me siguió al salón, donde ya nos esperaban sentadas mi mujer y mi suegra; la cena estaba servida.
—Dije que no te merecías que esperáramos por ti, después de tu conducta —dijo mi suegra.
—¿Qué pasa ahora? —dije yo.
—¡Qué pasa, dice él! —respondió mi suegra con indignado sarcasmo—. Qué forma tan elegante de reírse de dos damas con poco apetito.
—¡Oh! —dije, con lo que pretendía que fuera el mayor sarcasmo posible, expresado de la forma más sutil posible—. Entonces te refieres a algo que he hecho por correspondencia.
—¿Por correspondencia? ¡Claro que no! ¿De qué estás hablando?
—Dices que me he reído de dos damas con poco apetito, así que doy por sentado que lo he hecho por correspondencia. ¿No lo comprendes? Sean quienes sean mis víctimas, deben de estar lejos, porque aquí no conozco a nadie que responda a esa descripción.
—¡Animal! —fue la reacción de la prima Jemima, mientras que mi suegra no dijo nada, pero miró fijamente a mi mujer, que sonrió.
Tomé asiento y traté de quitar hierro a la situación.
—Ya es suficiente, madre —dije—. Cuéntame qué he hecho y de qué va todo esto.
—El cangrejo —dijo la prima Jemima, en tono a la vez sepulcral e histérico.
—¿Qué sucede con él?
—Lo has hecho a propósito.
—¿El qué? No sé de qué me hablas.
Entonces intervino mi esposa.
—Lo cierto es, querido, que el cangrejo era un fraude, y mamá y la prima Jemima, que te vieron hablar con aquellos dos hombres, creen tú lo has urdido todo para gastarles una broma. Que ha sido lo que tú llamas una «treta».
—Querido, sigo sin saber de qué estáis hablando. ¿Por qué dices que el cangrejo era un fraude?
—Tenía algo muy raro. Estaba fresco, eso sí, pero lo habían abierto, y por dentro lo habían cortado en pedacitos, que luego habían vuelto a meter, como si alguien hubiera estado buscando algo en su interior.
Ahí estaba la prueba definitiva de que no lo había soñado. Me quedé sin aliento y empalidecí.
Las tres mujeres se percataron.
—¿Te encuentras mal, cariño?
—Ojalá que sí —dijo mi suegra.
—¡Lo tiene bien merecido! —dijo la prima Jemima.
Me recuperé un momento después y me las apañé para reírme.
—Sois unas bobas, y yo no tengo nada que ver con esto. Además, prima Jemima, fuiste tú la que compró el cangrejo.
Al cabo de un rato, la conversación derivó hacia otros temas. Yo era presa de una gran duda. ¿Mi aventura había sido un sueño, o no?
No sabía decirlo.
Unos tres meses después de que volviéramos a la ciudad, leímos en el South Dorset News, que uno de nuestros amigos de la costa nos enviaba de manera regular, la siguiente noticia:
EL MISTERIO DEL SEÑOR HOGGEN
El extraño misterio referente al difunto señor Jabez Hoggen, el millonario de Charmouth, cuya desaparición dejó perplejo a todo Dorset, así como a los condados vecinos, ha quedado finalmente aclarado. Nuestros lectores recordarán la desaparición, a principios de agosto, del señor Hoggen, cuya riqueza y excentricidad fueron nutridos temas de conversación no solo en la tranquila localidad de Charmouth, su pueblo natal, sino también en los alrededores. Lyme, por un lado, y Bridport, por el otro, así como las localidades interiores de Axminster y Chard estaban familiarizadas con el nombre del excéntrico adinerado. El señor Hoggen llevaba una vida muy apartada y era poco comunicativo, razones por las que, cuando se supo de su desaparición, nadie pudo ofrecer explicación para la misma. Nadie de su confianza. Durante un tiempo, la suposición generalizada fue que había sido víctima de un asesinato, a causa de su bien conocida riqueza, y la policía dirigió sus sospechas, de manera infundada, hacia algunos visitantes veraniegos de nuestra acogedora costa de Dorset. El Bridport Banner, con el mal gusto y la mendacidad característicos de ese periodicucho, sugirió —si recordamos bien, después de que algún conservador borracho nos gritara al oído sus miserables calumnias, ya que nosotros no leemos ese periódico de mala muerte— que quizás en su vejez el señor Hoggen había comprendido lo erróneo de su comportamiento hasta la fecha, y, abrumado por el remordimiento de su adhesión a los principios del liberalismo, se había suicidado. El tiempo, como siempre sucede, ha dejado en evidencia la falsedad de tan miserable ataque dirigido a una noble persona. Se ha descubierto que el señor Hoggen adquirió un pasaje bajo el nombre de Smith, con destino Queensland, en el Tamar Indien, que zarpó del Southampton el veintiséis de agosto. Tenemos firmes razones para sospechar que el pobre caballero, ofuscado por el espíritu decadente que permite que periodicuchos y otros órganos conservadores florezcan en la que una vez fue nuestra pura tierra, y anhelando una atmósfera más saneada, libre de la polución del conservadurismo, abandonó apenado su costa natal. A bordo, fue reconocido por un vecino de Charmouth; un tal Miles Ruddy, un camarero del Tamar Indien. Al parecer, le molestó mucho verse reconocido. A la noche siguiente, cuando sonaba la campana que avisaba del apagado de luces a bordo, se oyó un chapoteo, seguido del temible grito: «¡Hombre al agua!». Se llevaron a cabo todos los esfuerzos posibles para rescatar al desgraciado, cuya cabeza asomaba entre la espuma de la estela del buque. Pero no sirvió de nada. No consiguieron dar con él, y el barco hubo de retomar su rumbo. Tras convocar a toda la tripulación y al pasaje, se dedujo que el desaparecido era Jabez Smith, o, más correctamente, Jabez Hoggen. Una vez en Queensland, el capitán, los oficiales y algunos pasajeros del barco prestaron declaración sobre lo sucedido, y nosotros nos apresuramos a ofrecer a nuestros lectores las informaciones recién recibidas.
Un par de meses después, en el mismo periódico apareció la siguiente noticia:
LA EXTRAÑA HISTORIA DE DOS HOMBRES DE CHARMOUTH
El correo de Australia nos trae desde Victoria los detalles —los que se conocen hasta el momento— de la novelesca, si bien trágica, historia de dos antiguos vecinos de Charmouth. Al parecer, los dos hombres, hasta hace pocos meses bien conocidos en nuestro acogedor Dorset, uno agente de policía y el otro guardacostas, habían llegado recientemente a Melbourne. Al principio no se hicieron notar especialmente, hasta que tuvieron un golpe de suerte que, lamentablemente, resultó fatal para ambos. Al cabo de una breve ausencia, es de suponer que en los campos auríferos del norte, descubrieron algún filón cuantioso, ya que, a su regreso, comenzaron a adquirir terrenos y viviendas, dejando de manifiesto que eran poseedores de una gran riqueza. De pronto, discutieron entre ellos, sin que se sepa la razón, vendieron todas sus propiedades y desaparecieron en el interior del país. Unos días después, sus cuerpos mutilados fueron descubiertos entre los restos calcinados de un campamento. O habían peleado entre ellos hasta matarse o los habían asesinado. La hoguera del campamento se había propagado, consumiendo parcialmente los cadáveres, lo que impedía dilucidar lo sucedido. Esta novelesca historia nos habla a las claras de la vanidad de la riqueza.
Cuando leí la noticia, experimenté un gran alivio, ya que tenía ante mí la prueba de que no lo había soñado.
Una tarde, bastante después, conté a mi esposa, a mi suegra y a la prima Jemima toda la historia.
Mi mujer me dio un abrazo y susurró:
—Augustus, querido, puede que lo hayas soñado, ojalá sea así, pero te agradezco que lo hayas compartido con nosotras.
Mi suegra dijo:
—Me parece a mí que podrías habértelas apañado para guardarte algo del dinero, pero tú nunca estás a la altura en ocasiones así. En cualquier caso, nos lo podrías haber contado antes, pero supongo que tienes tantas cosas que ocultar que se te habrá olvidado.
La prima Jemima, después de mucho arrugar el ceño y fruncir los labios, como si estuviera pensando, dijo, sorbiendo por la nariz:
—Yo creo que es mentira.
—¡Mi querida prima Jemima! —me quejé.
—Bueno, a lo mejor no —respondió con dureza—. En cualquier caso, cogiste los cangrejos que salieron del cadáver de Hoggen con intención de traérmelos… No los trajiste, pero luego compraste uno, ¡para que yo me lo comiera! ¡Agh! ¡Animal!
Continúo albergando dudas.
¿Fue un sueño?
No lo sé.