EL CAMARERO SUSTITUTO

(A Deputy Waiter)

—Cuando empecé mi carrera, ambicionaba brillar en los escenarios de la lírica… ¡No, señor! No en Shaftesbury Avenue. —Dijo esto en respuesta al actor dramático, que una vez más se había sacado la pipa de entre los labios, como paso previo a una nueva demostración de hiriente sarcasmo—. Aspiraba a la ópera, a lo más alto. No hacía mucha comedia por aquel entonces. De hecho, pensaba que la comedia era vulgar. —Esto motivó un gruñido de aprobación del actor dramático. Sin mirarlo, ella continuó—: ¡Tan vulgar como ridícula era la tragedia! No se rían, niños y niñas, eso fue cuando yo era joven, muy joven. Ahora sé un poquito más del mundo.

»En el Conservatorio de París me dijeron que podía triunfar si algo le sucedía a mi garganta, y que en ese caso yo sería una estrella, porque mi voz sería alta en una medida fuera de lo normal. Sin embargo, ese algo no tuvo lugar, y tuve que buscar mis triunfos en otro sitio. Yo no sabía entonces que poseía, latente, el talento cómico que me ha elevado hasta la actual altura de mi carrera. Esto, no obstante, carece de importancia; lo traigo a colación nada más que para explicar cómo llegué a ser amiga íntima de la gran cantante de ópera Helda, de quien fui compañera de clase. Ella ascendió como un cohete, se podría decir; y cuando la varilla cayó por fin, lo hizo sobre su tumba. A pesar de todos sus éxitos, nunca se olvidó de mí, y siempre que se enteraba de que yo estaba en la misma ciudad, o cerca, me invitaba a alojarme con ella. Era una buena persona y sabía recibir con elegancia los honores que no cesaban de hacerle. Pero estos también la agobiaban en ocasiones, porque cuando yo me quedaba con ella, le encantaba simular que yo era la gran estrella, y me hacía sentarme frente a ella en la comida, o en la cena, después de la función, cuando estábamos solas, cargada con las magníficas joyas que le habían regalado reyes y reinas. Al principio eso me agradaba, pero al cabo de unos pocos años, cuando la falsedad del mundo se me hizo insoportable, empecé a verlo como una burla cruel. Claro está, yo no le habría dicho por nada del mundo lo que pensaba; eso la habría herido en lo más hondo. Así que nada cambió; seguimos con aquel juego infantil hasta el final.

»Estaba con ella en Chicago cuando viví una rara aventura. Puede que alguno de ustedes haya oído hablar de ello».

Miró alrededor interrogativamente. El silencio fue roto por la voz del actor dramático.

—Lo han olvidado, querida, los que ya no estén chochos.

—¡Huesos! ¡Nunca hay que dar golpes bajos a una dama! —dijo uno de los jóvenes, que había estudiado en Oxford.

El actor dramático le lanzó una mirada furiosa; la enorme insolencia de aquel crío, que parecía de veras enfadado y hablaba muy en serio, no tenía precedentes. ¡Por todos los…! Se dio cuenta, no obstante, de que lo que había dicho estaba mal, y guardó silencio, a la espera. La doncella cantante miró con descaro en derredor; pero los labios le temblaban y en sus ojos había una borrosidad esquiva, como de lágrimas contenidas. El comentario le había dolido.

—Fue hace mucho —dijo—, no tiene sentido negarlo. Pero lo recuerdo con tanta claridad como si hubiera sucedido ayer mismo. Allí estaba yo, completamente sola, en la suite de Helda. Era en el Annexe, cuyas suites tienen una puerta al corredor que se cierra con un simple pestillo. Helda estaba cantando Fidelio y todas sus doncellas habían ido con ella. Yo me había quedado porque estaba indispuesta y no participaba en El legado fatal, que nuestra compañía representaba esa noche en el McVicker’s. Estaba tumbada en un sofá confortable, medio dormida, cuando oí abrirse la puerta. No me volví para comprobar quién era porque había un camarero asignado a cada suite y pensé que venía a preguntar si me apetecía un café, como acostumbraba a hacer alrededor de esa hora cuando estábamos en la habitación. Al mismo tiempo, oí entrar a las camareras en el dormitorio por la otra puerta para preparar las camas. El camarero no dijo nada, a diferencia de lo que tenía por hábito, así que dije adormilada:

»—Fritz.

»No hubo respuesta.

»—Creo, Fritz, que esta noche tomaré una taza de té en lugar de café. —Él seguía sin decir nada, así que me erguí y vi que era un camarero desconocido—. Oh, pensaba que era Fritz. ¿Dónde está?

»El hombre me respondió con perfecta educación.

»—Ha salido, señora. Es su noche libre, pero yo le sustituyo.

»—Entonces, ¿sería usted tan amable de traerme el té en cuanto pueda? Me duele la cabeza y quizás me ayude. —Volví a tumbarme en el sofá. No le oí salir, así que me volví hacia él y dije—: Dese prisa, por favor —porque su demora me molestaba.

No se había movido, sino que seguía allí plantado, mirándome fijamente. Me asusté un poco porque me pareció ver algo feroz en su mirada, semejante a la de alguien perseguido o desesperado. Oí trajinar a las camareras en el dormitorio de Helda. Me levanté a toda prisa y me dirigí hacia la puerta, con intención de enviar a alguna de ellas a por el té en lugar de al nuevo camarero, de quien para entonces ya pensaba que estaba loco. Sin embargo, en cuanto mi mano tocó la manilla, una voz cortante dijo detrás de mí, con un fiero susurro:

»—¡Deténgase!

»Me volví y me encontré cara a cara con el cañón de un revólver apuntándome a la cabeza. Por un instante, me quedé tan petrificada que no pude ni gritar, y pensé que el único modo de manejar a un loco era quedarme muy quieta y conservar la calma. Déjenme decirles, sin embargo, que quedarse quieto y conservar la calma no es tarea fácil, bajo determinadas circunstancias. Gustosa habría entregado mi salario de un año por haberme podido comportar de manera nerviosa y confusa.

»—¡Siéntese ahí! —dijo, señalando el taburete del piano. Tomé asiento—. La conozco. Es la doncella cantante, ¡así que cante!

»—Pese a la situación, me reportó cierto alivio ver reconocidas mis habilidades profesionales, aunque fuera por un lunático. Cuando alcé la vista hacia él para preguntarle qué tenía que cantar, vi que los ojos se le desorbitaban de un modo espantoso. Me pareció que sería mejor no hacer preguntas, así que, sin preámbulos, arranqué con “George’s Kiss is not Like Daddy’s”, mi gran canción, que había hecho famosa en la farsa Desde el Oeste. Al principio pareció que no le gustaba. A lo mejor algunos de ustedes la han oído; claro está, en su lejana juventud —dijo con una mirada de reproche al actor dramático—. Empieza de modo maravilloso y sigue subiendo y subiendo con cada estrofa. Es una canción para ser interpretada, y, por aquel entonces, yo solía concluir el estribillo con una nota alta, dando una impresión de sorpresa repentina, como cuando alguien te da un pellizco inesperado. El Interocean lo bautizó “El gritito de la señorita Pescod”. A los chicos de la galería les encantaba, y los últimos versos siempre los cantaba con un acompañamiento de coros por parte del público.

»Estaba claro que mi amigo el lunático no conocía la canción, aunque yo la había cantado tres veces a la semana en Chicago durante todo un mes, así que supuse que, puesto que sabía que era actriz, me había visto en alguna otra ciudad. Él, no obstante, se dejó llevar por la música y cuando llegué al final de la primera estrofa, relajó la expresión y exclamó: “¡Sí, señor! ¡Sí, señor!”. Después me hizo cantar el estribillo varias veces y me hizo el coro. Parecía satisfecho con mi colaboración, porque aunque no soltó el revólver, ya no me apuntaba con él.

»En mitad de una estrofa, la puerta del dormitorio se abrió nada más que una rendija y tan suavemente que, si yo no hubiera estado mirando hacia allí, no me habría percatado; las camareras estaban escuchando. Era mi oportunidad.

»—¡Adelante! —dije en tono imperativo y resuelto.

»La puerta se cerró al instante, tan rápido que esta vez sí hizo ruido; a la vez, el cañón del revólver se levantó y volvió a apuntar hacia mí.

»—¡Silencio! —susurró él, cortante—. Esta función es solo para mí. Si alguien intenta compartirla, morirá.

»Me esforcé por seguir cantando, pero el terror era excesivo. Me masajeé las sienes para calmarme. Oí entonces el pestillo de la otra puerta; las camareras se habían ido.

»Miré al lunático. Sonreía de placer, un placer despiadado, y, viéndome por completo a su merced, caí al suelo de rodillas.

»—¡Es mía! ¡Toda para mí! ¡La maravilla, la fascinación de la música de una voz genial!

»Apuntándome con el revólver, añadió:

»—¡En pie, doncella cantante! ¡Cante! ¡Cante para mí! ¡Cante por su vida!

»Es asombroso lo reconstituyente que puede resultar un revólver bien utilizado. Creo que cuando sea dueña de mi propio teatro, daré uno a mi director de escena. ¡Será una gran ayuda, con efectos inmediatos!».

—¡Eso es! ¡Sí! —dijo el director de escena, entusiasmado.

—Bueno —prosiguió ella—, me puse en pie a toda prisa y retomé la canción en el punto donde la había dejado. En semejantes circunstancias no debía hacer tonterías. Canté dando lo mejor de mí, y el lunático se sumó a los coros con un entusiasmo que me crispaba los nervios. Me habría gustado arañarle la cara.

»Después de que me hiciera repetir la canción dos veces, empecé a cansarme. Aquello no tenía nada de fácil, y si no hubiera sido una cuestión de vida o muerte, no podría haber continuado. Cuando me quejé, endureció la expresión y alzó la mano con que empuñaba el revólver. Se quedó pensativo un momento, tras lo que dijo:

»—Puede tomarse cinco minutos de descanso. Deje de cantar pero siga tocando.

»Me puse a tocar. Pensé que algo alegre quizás lo tranquilizara, y escogí un tema folclórico escocés. Funcionó tan bien que él empezó a chasquear los dedos y a seguir el ritmo con los pies. Mi cerebro, mientras tanto, no dejaba de trabajar, y se me ocurrió de pronto que si podía controlarlo de aquel modo mediante la música, quizás hubiera algún medio de librarme de él. Tan esperanzadora era la idea, que no pude evitar reírme. En el mismo instante que mis manos se detuvieron y dejaron de tocar, la suya se levantó con el revólver.

»—¡Toque o está acabada! —dijo con un susurro perentorio.

»La naturaleza es la naturaleza, y la necesidad es la necesidad, e imagino que la histeria surge del conflicto entre ambas. En cualquier caso, seguí tocando el tema escocés, sin cesar de agitarme de risa sobre el taburete del piano. Al final, una palabra autoritaria me llamó al orden.

»—¡Tiempo!

»Seguía apuntándome.

»—¡Han pasado los cinco minutos! ¡Doncella cantante, haga su trabajo! ¡Siga su vocación! ¡Ejerza su profesión! ¡Practique su arte! ¡Cante!

»—¿Qué debo cantar? —pregunté desesperada.

»—Vuelva a cantar la misma canción de antes —dijo con una sonrisa de sarcasmo—. Mientras lo hace tendrá tiempo de pensar algo más.

»Acometí de nuevo la canción. Antes me parecía muy divertida, provista de una pintoresca melancolía, pero ahora la veía como una basura: un montón de sentimientos falsos, sin tacto, pura necedad. Desde entonces, no he podido volver a cantarla sin sufrir un nauseabundo sentimiento de humillación».

—¡Sí! ¡Muy bien! —exclamó el actor dramático, pero no dijo más, acallado por la enojada petición de silencio por parte de toda la compañía.

La doncella cantante le lanzó una mirada de reproche y continuó.

—Poco después, mi camarero lunático se me acercó y susurró:

»—¡No pare! ¡Si lo hace, aunque sea nada más que un momento, está muerta! Ahí viene Fritz. Oigo sus pasos.

»Era dueño de un oído portentoso, pensé; pero la locura tiene cosas así.

»—Cuando abra la puerta, dígale que está usted ensayando unas canciones, y que no quiere que la molesten. ¡Recuerde: la estoy vigilando! Aunque no haga nada más que titubear, despídase de su vida. ¡Estoy desesperado! ¡La música es solo para mí, y nadie más que yo la tendrá!

»Se metió en el dormitorio, dejando la puerta un poco abierta. No se le podía ver desde la puerta exterior, pero él me veía a mí. Y yo lo veía a él, con el revólver apuntando a mi cabeza y una expresión rígida, rencorosa y amenazadora. Supe que me mataría en caso de no hacer lo que él quería, así que cuando Fritz abrió la puerta, me dirigí a él del modo más ufano que fui capaz; de algo debía servir la práctica sobre el escenario.

»—Estoy ensayando, Fritz, y no deseo ser molestada. No necesitaré nada hasta que la señora regrese.

»—De acuerdo —dijo el agradable Fritz, retirándose de la misma.

»Mi loco amigo salió del dormitorio y con una sonrisa macabra que dejaba a la vista toda su dentadura, me dijo:

»—¡Ha demostrado usted su valor y su buen juicio, doncella cantante! Y ahora, ¡cante!

»Canté y canté, todas las canciones que se me ocurrieron, hasta acabar tan cansada que no podía sentarme con la espalda recta ni pensar bien. El maniaco, al mismo tiempo, empezó a desesperarse. Cuando di muestras de fatiga, me apuntó con la pistola y me obligó a continuar por puro miedo a la muerte. Se le crispó la cara, los ojos le giraban en las cuencas de una manera horrible y tenía espasmos en la boca.

»—¡Siga! —me ordenó con un susurro salvaje—. ¡Cante! ¡Cante! ¡Más rápido! ¡Más rápido! ¡Más rápido!

»Me hizo ir más y más rápido, marcándome el ritmo con el revólver, hasta que me quedé sin aliento. Continué un poco más, por miedo a que me matara, hasta que ya ni siquiera el terror pudo sostenerme. Lo último que vi antes de caer desmayada del taburete fue su gesto ceñudo y los movimientos admonitorios del cañón del revólver, mientras él no dejaba de repetir: “¡Más rápido! ¡Más rápido!”.

»Lo siguiente que recuerdo es la voz de Helda, que parecía llegar hasta mí desde muy lejos. Reconocí la voz antes incluso de comprender lo que decía, pero todo se fue aclarando poco a poco, hasta darme cuenta de que me hallaba entre sus brazos y de que me sostenía la cabeza en alto. A continuación oí claramente lo que estaba diciendo.

»—¡No tiene importancia! ¿Cuál es el problema? ¡Me preocupa más su bienestar que todas las joyas de la cristiandad!

»—Compréndalo, señora —dijo una voz ronca y fuerte—, en este momento la rapidez lo es todo. No podemos ponernos manos a la obra hasta que tengamos alguna pista. Usted, simplemente, cuéntenos lo que sepa; nosotros nos ocuparemos del resto.

»—No sé nada —respondió ella, impaciente—, salvo lo que ya les he dicho. Vine aquí al salir de la ópera y me la encontré desmayada. Quizás, cuando ella vuelva en sí, pueda decimos algo.

»Volví a oír seguidamente la voz fuerte.

»—Y usted, Fritz Darmstetter, ¿no tiene nada que añadir a: “Vine varias veces a lo largo de la tarde y la oí cantar, casi siempre la misma canción, una vez tras otra. Algo sobre un tal George y un papaíto. Cuando, al final, abrí la puerta, me dijo que me fuera, que estaba ensayando y que no quería que la molestaran. No necesitaría nada hasta que volviera la señora”?

»—Eso es.

»Terminé entonces de despertarme. Abrí los ojos y, cuando vi a mi querida Helda junto a mí, me aferré a ella y le supliqué que me protegiera. Me prometió hacerlo. Luego, un poco más calmada, miré alrededor y me descubrí rodeada por una multitud. Por un lado, había una fila de policías gigantescos, con un inspector aún más gigantesco al frente; por otro lado, había un montón de empleados del hotel, tanto hombres como mujeres, además de las doncellas de Helda, que no dejaban de estrujarse las manos. Un policía trajo el joyero tapizado en cuero ruso de Helda, con la cerradura forzada. Cuando el inspector vio que me había recuperado, se agachó y, con toda facilidad, me puso en pie.

»—Y ahora, jovencita —dijo, autoritario—, dígame todo lo que sepa.

»Imagino que las mujeres reconocemos el tono de los hombres y, al igual que hicieron nuestras madres antes que nosotras, hemos aprendido a obedecer, así que respondí por puro instinto.

»—El lunático vino y me apuntó con un revólver, y me hizo cantar durante toda la tarde, hasta que caí desmayada de puro cansancio.

»—¿Cómo era él, señorita? —preguntó el gigantesco inspector, de nuevo autoritariamente.

»—Delgado —respondí—. Tenía el pelo oscuro y llevaba el labio superior afeitado, ¡y no dejaba de hacer girar los ojos!

»Le conté todo lo que recordaba de lo que el lunático había hecho. Mientras yo hablaba, fue asomando una suerte de sonrisa extraña en la cara de los policías; el inspector habló en nombre de todos ellos cuando dijo:

»—Señora, el caso está bastante claro. Creo que ha sido Dimeshow Pete. Nuestro buen amigo nos ha vuelto a engañar. ¡Es muy astuto! Ha sido muy ingenioso por su parte hacer que la joven cante una y otra vez, una y otra vez, la misma canción con una nota alta, como si estuviera ensayando, mientras sus compinches se largaban con el botín. Imagino que se subieron al tren rápido a Lake Shore hace horas, y que él se bajó en Lake. ¡Pete es un fuera de serie! Esta vez se nos ha escapado, pero le aseguro que acabaremos pillándolo».

Desde hacía unos momentos, las miradas de la compañía se habían ido centrando en el actor dramático, que era el siguiente al que le tocaba hablar. Los ojos expertos se habían percatado de una cierta inquietud, aunque él, sirviéndose de la habilidad de su oficio, intentaba ocultarla bajo un manto de serenidad despreocupada.

Cuando la última hablante hubo terminado —lo que sucedió, tratándose su público de actores, una vez que concluyeron los aplausos y pasada la oportunidad de un bis o de una última reverencia—, el maestro de ceremonias tomó la palabra.

—Ahora, señor Dovercourt, ansiamos tener el honor de escucharle.

Toda la compañía se sumó de inmediato a la petición; siendo el director el más moderado —no exactamente condescendiente, sino logrando el punto medio exacto entre la condescendencia y el respeto—, mientras que todos los demás manifestaban un serio interés, desde el compañerismo y la deferencia del actor de farsa, hasta la autodegradación de la costurera.

Esta última, que con el correr del tiempo había llegado a ver con perspectiva histórica sus aspiraciones literarias, y a la que la ingesta de ponche había hecho sentir rodeada de un halo de gloria imaginativa, añadió su llorosa petición:

—Si se me permite, señor Wragge, viendo que puedo reclamar un puesto en la hermandad del arte, aunque sea uno muy humilde, me atrevería yo a pedirle que, con todo su arte trágico, nos cuente algo, pero que no trate de un bebé muerto, porque eso me toca a mí, y —lo siguiente lo dijo con cruel determinación— estoy decidida a hacer valer mis derechos, aunque no sea yo más que una pobre mujer que sabe bien cuál es su sitio en…

Su elocuencia quedó zanjada gracias al maestro de ceremonias, que dijo, con una resolución capaz de atravesar las nubladas facultades de la costurera hasta llegar a su cerebro:

—¡Ya basta, señora Wriggleswoth! Cuando llegue su turno, la invitaremos a hablar, no se alarme. Mientras tanto, no debe usted interrumpir a nadie; en especial, no a nuestro actor dramático, al que todos respetamos y admiramos tanto, la gloria de nuestra compañía, el orgullo de nuestra vocación, la sublime excelencia de nuestro arte. Señor Dovercourt, ¡va por usted! Damas y caballeros, a la vieja usanza: hip, hip, ¡hurra!

Brindaron en pie, con respeto manifiesto por parte de todos, un verdadero tributo a su rama del oficio. Por muy gruñones que fueran, los compañeros del actor dramático siempre habían albergado en secreto un gran respeto, si no por el hombre, al menos sí por el artista.

El actor dramático tomó la palabra: