EL PRÍNCIPE ROSA

(The Rose Prince)

Hace mucho mucho tiempo, tanto que, por mucho que te remontes en el pasado para recodar, no es suficiente, el rey Mago reinaba en el País Bajo el Ocaso.

Era un rey anciano, y su barba blanca era tan larga que casi llegaba al suelo, y había dedicado todo su reinado a hacer que su pueblo fuera más feliz.

Tenía un hijo, al que quería mucho. Este hijo, el príncipe Zaphir, era digno merecedor del amor de su padre, pues era tan bueno como una persona puede ser.

No era más que un niño todavía, y nunca había conocido a su hermosa y dulce madre, que murió cuando él solo era un bebé. A menudo se sentía muy triste por no tener madre, sobre todo cuando pensaba que otros niños sí la tenían, madres afectuosas sobre cuyas rodillas aprendían a rezar y que les daban un beso de buenas noches después de acostarlos. Le resultaba extraño que mucha gente pobre que vivía en los dominios del rey tuviera madre, mientras que él, el príncipe, no. Pensar eso lo volvía humilde, ya que sabía que ni el poder, ni las riquezas, ni la juventud, ni la belleza salvan a nadie de la condena de los mortales, y que lo único que existe en el mundo capaz de conservar su belleza eternamente es un alma pura. Recordaba siempre, no obstante, que, aunque no tenía una madre, sí tenía un padre que lo amaba, y eso lo reconfortaba y alegraba.

Acostumbraba a reflexionar sobre numerosas cuestiones y, a menudo, durante el caluroso intervalo de la Hora del Descanso, mientras todo el mundo dormía, paseaba por el bosque junto al palacio y pensaba y pensaba sobre todo cuanto era hermoso y sincero, mientras que su fiel perro, Gomus, se enroscaba a sus pies y a veces meneaba la cola como si dijera: «Estoy aquí, príncipe. Yo tampoco duermo».

El príncipe Zaphir era tan bueno y amable que nunca hacía daño a ninguna criatura viviente. Si veía un gusano que se arrastraba por el camino frente a él, pasaba con cuidado por encima para no herirlo. Si veía a una mosca que había caído al agua, la tomaba con cuidado y la lanzaba de nuevo al volar, por el aire limpio y radiante. Tan amable era que todos los animales que lo habían visto en alguna ocasión lo reconocían, y cuando él iba a su rincón favorito del bosque, las criaturas vivientes elevaban un murmullo de bienvenida. Los insectos relucientes, cuyos colores cambian a medida que transcurre el día, se ataviaban con sus tonos más brillantes y revoloteaban en los rayos oblicuos de sol que se colaban entre las ramas de los árboles. Los insectos ruidosos se ponían la sordina para no molestarlo, y los pajarillos que reposaban en las ramas abrían sus redondos y brillantes ojos, parpadeaban ante la luz y entonaban trinos de bienvenida con las más dulces notas. Así sucede siempre con las personas buenas y amables: los seres vivos dotados de voces tan dulces como la del hombre o la mujer, y que poseen lenguajes propios, que nosotros no alcanzamos a entender, todos se dirigen a ellos con notas de júbilo y les desean la bienvenida, cada uno a su particular modo.

El rey Mago estaba orgulloso de su valiente, buen y gallardo hijo, y disfrutaba vistiéndolo con ropas igual de hermosas, y todo el mundo gozaba contemplando su rostro radiante y las alegres prendas. El rey pidió a los mercaderes que buscaran por todas partes hasta dar con la pluma más larga y bella que se hubiera visto. La colocó luego en la delantera de un hermoso sombrero de color rubí, ceñida por un broche fabricado con un inmenso diamante. Regaló el sombrero a Zaphir por su cumpleaños.

Cuando el príncipe Zaphir recorría las calles, la gente veía desde lejos cómo se mecía la gran pluma blanca. Todos se alegraban de verla y corrían a sus ventanas y puertas, y no cesaban de hacer reverencias, sonreír y saludar con la mano al paso del bello príncipe. Zaphir siempre asentía y sonreía en respuesta; quería a su pueblo y se enorgullecía del cariño que le prodigaban.

En la corte del rey Mago, Zaphir tenía una compañera a la que quería mucho. Se trataba de la princesa Bluebell. Era la hija de otro rey, quien había sido injustamente privado de sus dominios a manos de un enemigo cruel y traicionero, y que había acudido al rey Mago en busca de ayuda y luego fallecido, después de vivir muchos años en la corte. El rey Mago había acogido a su huérfana y la había criado como si fuera su propia hija.

Una cruel venganza había caído sobre el perverso usurpador. Los gigantes habían penetrado en sus dominios y lo habían masacrado, junto a toda su familia, habían matado a todos los habitantes del país y a continuación destruido a todos los animales, salvo a los que eran tan salvajes que se asemejaban a los propios gigantes. Más adelante, las casas comenzaron a derrumbarse por el paso del tiempo y el abandono, y los bellos jardines, sin nadie que los atendiera, se tomaron en espesura, y de ese modo, cuando al cabo de muchos años los gigantes se cansaron y regresaron a su hogar en las tierras salvajes, el país de la princesa Bluebell se había convertido en un paraje tan desolado que nadie que acertara a transitarlo pensaría que allí, alguna vez, habitaron personas.

La princesa Bluebell era muy joven y muy muy hermosa. Ella, al igual que el príncipe Zaphir, nunca había conocido el amor de una madre, ya que la suya también había muerto cuando ella era muy pequeña. Quería mucho al rey Mago, pero la persona a quien más quería del mundo era el príncipe Zaphir. Habían sido amigos desde siempre, y no había nada que él sintiera de lo que ella no se diera cuenta, antes incluso que él. El príncipe Zaphir también la amaba, más de lo que con palabras se puede expresar, y habría hecho por ella lo que fuera, sin importarle lo peligroso que pudiera ser. Él confiaba en que cuando se convirtiera en un hombre y ella en una mujer, Bluebell se casaría con él, y juntos ayudarían al rey Mago a gobernar el reino con justicia y sabiduría, y que, si ellos podían impedirlo, no habría en el país lugar para el dolor ni la necesidad.

El rey Mago había ordenado la fabricación de dos tronos en miniatura y, cuando él tomaba asiento en el suyo, los niños se sentaban en los pequeños, uno a cada lado, y se instruían para llegar a ser rey y reina.

La princesa Bluebell tenía un manto de armiño, como el de una reina, y un pequeño cetro, y una pequeña corona, y el príncipe Zaphir, una espada, reluciente como un rayo, que pendía en una vaina dorada.

Tras el trono del rey, se congregaban los cortesanos, y entre ellos había muchos que eran nobles y buenos, y los había asimismo que eran tan solo vanidosos y egoístas.

Estaba Phlosbos, el primer ministro, un hombre muy muy viejo, con una larga barba, blanca como la leche, y portador de un bastón blanco con un anillo de oro.

Estaba Janisar, el capitán de la guardia, de fieros mostachos y ataviado con una pesada armadura.

También estaba Tufto, un cortesano anciano, un viejo necio que no hacía nada más que rondar a los nobles mostrándoles deferencia, y al que todos, altos y bajos, despreciaban. Era gordo y no tenía ni un pelo en la cabeza ni en la cara, ni siquiera en las cejas, y era muy gracioso, con aquella cabezota calva, blanca y reluciente.

Estaba Sartorius, un cortesano joven y estúpido, que pensaba que los atavíos eran lo más importante que existe en el mundo, y que, en consecuencia, lucía siempre las mejores ropas que pudiera conseguir. Pero la gente sonreía a su paso, y a veces llegaba a reírse, porque la ropa, por hermosa que sea, no otorga honor a la persona, sino que este surge de quien las viste. Sartorius siempre se las apañaba para estar en primera fila, y así lucir sus bellas vestiduras, y creía que, como el resto de cortesanos no se lo impedían, le concedían el derecho a hallarse siempre bien visible. Pero no era eso lo que pasaba; los demás, que nunca se rebajarían a actuar como él, lo despreciaban.

Estaba también Skarkrou, que era exactamente lo opuesto a Sartorius, y que pensaba —o pretendía pensar— que el desaliño era un rasgo a su favor, y estaba tan orgulloso, o más, de sus harapos que Sartorius de sus lujosas ropas. A él también se le despreciaba, ya que era vanidoso, y su vanidad lo hacía ridículo.

A continuación estaba Gabbleander, que no hacía más que hablar de la mañana a la noche, y que también habría hablado de la noche a la mañana en caso de tener a alguien que lo escuchara. También de él se reía la gente, porque las personas que hablan demasiado no pueden decir siempre cosas con sentido. Se recuerdan las palabras necias pero no las sabias; y así, a quienes hablan en exceso se les acaba viendo como a unos necios.

Pero no hay que pensar que todo el mundo en la corte del rey Mago era como esta gente. ¡No! Había muchos muchos hombres buenos, grandes, nobles y valientes; pero lo mismo sucede en todos los lugares, incluido el País Bajo el Ocaso: hay hombres necios y hombres sabios, cobardes y valientes, malos y buenos.

Los niños y niñas que desean convertirse en hombres buenos y relevantes, y en mujeres buenas y relevantes, deberían tratar de conocer lo mejor posible a las personas con quienes se topan. De ese modo aprenderán que no hay nadie que no sea bueno en parte; y cuando sean testigos de alguna gran necedad, o de alguna maldad, o de alguna cobardía, o de alguna muestra de flaqueza en otra persona, deberían examinarse a sí mismos con atención. Descubrirán entonces que, quizás, también ellos sean portadores de algún defecto, aunque a lo mejor este no se manifieste del mismo modo, y que deben tratar de vencerlo. Así se irán convirtiendo en mejores personas a medida que se hagan mayores, y los demás los examinarán, y cuando descubran que ya no son portadores de defectos, los querrán y los honrarán.

Un día, el rey Mago tomó asiento en su trono, provisto de todos sus atavíos y la corona, y empuñando el cetro.

A su derecha se sentaba la princesa Bluebell, con su vestido, la corona y el cetro, y su perrito Smg a su lado.

Quería mucho a aquel perro. Al principio lo llamó Sumog, porque el perro del príncipe Zaphir se llamaba Gomus: el mismo nombre pero escrito al revés. Pero luego prefirió llamarlo Smg porque este era un nombre que no se podía pronunciar gritando, solo en susurros. Bluebell no tenía necesidad de más, ya que Smg nunca andaba lejos; siempre estaba junto a su ama, cuidando de ella.

A la izquierda del rey se sentaba el príncipe Zaphir, en su pequeño trono, con su brillante espada y la enorme pluma.

Mago elaboraba leyes por el bien de su pueblo. A su alrededor se hallaban congregados todos los cortesanos, y numerosas personas aguardaban en pie en el salón, y muchas más aún en la calle.

De pronto se oyó un fuerte sonido: el chasquido de un látigo seguido del bramido de un cuerno, y el sonido fue acercándose y acercándose, y la gente que estaba en la calle empezó a cuchichear. Hubo gritos, el rey se puso en pie y la gente se volvió para ver quién se acercaba. La multitud se abrió y un mensajero fatigado y cubierto de polvo entró a toda prisa en el salón, hincó una rodilla ante el rey y tendió un papel que el rey Mago tomó y leyó sin demora. La gente aguardaba en silencio a oír las noticias.

El rey se hallaba conmocionado, pero sabía que su pueblo estaba ansioso, así que, irguiéndose, se dirigió a todos:

—Pueblo mío, un serio peligro amenaza nuestras tierras. Este despacho proveniente de la provincia de Sub-Tegmine nos informa de que un terrible gigante ha salido de las marismas más allá de la Tierra de Nadie y está devastando el país. Pero no temáis, pueblo mío, pues esta noche nuestros soldados tomarán las armas, partirán, y, para la puesta de sol de mañana, el gigante habrá sido derrotado. Estamos seguros de que así sucederá.

La gente agachó la cabeza murmurando su agradecimiento y todos volvieron en silencio a sus hogares.

Esa noche, un cuerpo de soldados seleccionados partió resuelto a luchar contra el gigante, acompañado por los vítores del pueblo.

Durante todo el día siguiente, y también durante la noche, todo el mundo, y también el rey, estuvieron muy preocupados; a la segunda mañana, esperaban noticias de la derrota del gigante.

Pero no llegó ninguna noticia hasta la caída del sol; entonces, un hombre exhausto, cubierto de polvo y sangre, y herido de muerte, entró arrastrándose en la ciudad.

La gente se apartó para dejarle paso, él llegó ante el trono, hizo una reverencia y dijo:

—¡Ay de mí! Majestad, debo deciros que vuestros soldados han sido masacrados, todos salvo yo. El gigante triunfó y avanza hacia la ciudad.

Pronunciadas estas palabras, el dolor de sus heridas se hizo tan intenso, que el soltado gritó repetidas veces y se desplomó en el suelo, y cuando lo levantaron estaba muerto.

Ante tan tristes nuevas, un lamento se elevó de la gente. Las viudas de los soldados muertos chillaron, se abalanzaron ante el trono del rey y, alzando las manos al techo, dijeron:

—¡Oh, majestad! ¡Oh, majestad! —y el llanto les impidió añadir nada más.

El corazón del rey estaba muy muy dolido, pese a lo que trató de consolarlas, aunque el mayor consuelo que les proporcionó residió en sus lágrimas, ya que las lágrimas de un amigo ayudan a aligerar las penas, y el rey se dirigió al pueblo diciendo:

—Nuestros soldados eran demasiado pocos. Esta noche enviaremos todo un ejército y, por ventura, el gigante caerá.

Esa noche, un gallardo ejército provisto de grandes máquinas de guerra, pendones ondeantes y bandas de música partió al encuentro del gigante.

A la cabeza del ejército cabalgaba Janisar, el capitán, cuya armadura de acero con incrustaciones de oro resplandecía a la luz del atardecer. Los arreos escarlata y blancos de su gran caballo de batalla negro lucían espléndidos. A su vera, durante el trecho inicial del camino, cabalgó el príncipe Zaphir sobre su palafrén blanco.

El pueblo se congregó para desear buena suerte al ejército en su partida, y muchos necios creyentes en la suerte arrojaron zapatos a su paso. Uno alcanzó a Sartorius, que, como siempre, trataba de abrirse paso hasta la primera fila para exhibirse, y le puso un ojo morado, y la suela le manchó el traje nuevo. Otro zapato, pesado, con tacón de hierro, golpeó a Tufto, que iba hablando con Janisar, en su calva coronilla, abriéndole un corte, y todo el mundo se rio.

Imaginaos el desprecio de que alguien se ría de ti cuando estás herido. Tufto pataleó y se enfureció, y eso hizo reír todavía más a la gente, porque no hay nada más divertido que ver a alguien tan enfadado que pierde el autocontrol.

Toda la gente vitoreó al ejército en su partida. Hasta las pobres viudas de los soldados masacrados lo animaban, y los hombres que iban a la lucha las miraron y decidieron que triunfarían o perecerían, como valientes soldados en cumplimiento de su deber.

La princesa Bluebell subió con el rey Mago a la cima de la torre del palacio y juntos contemplaron la marcha de los soldados. El rey no tardó en volver a entrar, pero Bluebell continuó allí, observando los destellos de la luz declinante en los yelmos, hasta que el sol terminó de ocultarse tras el horizonte.

El príncipe Zaphir, que acababa de regresar, se reunió con ella. En el crepúsculo, en lo alto de la torre, mientras muchos miles de corazones latían de ansiedad en la ciudad que se extendía bajo ellos, y con el hermoso cielo como techo, los dos niños se arrodillaron y rezaron por el éxito del ejército al día siguiente.

Nadie en la ciudad durmió esa noche.

A la mañana, todos estaban angustiados, y a medida que progresó el día, sin que ninguna noticia llegara, la angustia no cesó de aumentar.

Cerca del atardecer, oyeron un gran tumulto en la lejanía. Supieron que estaba teniendo lugar una batalla, y esperaron y esperaron por nuevas.

Nadie se acostó esa noche; se encendieron hogueras por toda la ciudad y todos permanecieron despiertos, aguardando noticias.

Pero ninguna noticia llegó.

El miedo se hizo tan grande, que a hombres y mujeres la cara se les quedó tan blanca como la nieve, e igual de frío el corazón. Durante mucho mucho tiempo, guardaron silencio, pues nadie se atrevía a hablar.

Finalmente, una de las viudas de los soldados masacrados se puso en pie y dijo:

—Saldré de la ciudad y me acercaré al campo de batalla a ver cómo van por allí las cosas, y luego os traeré noticias para aliviar vuestros angustiados corazones.

Entonces muchos hombres se alzaron y dijeron:

—¡No! No puede ser. Iremos nosotros. Supondría la vergüenza para nuestra ciudad que una mujer fuera adonde no se atrevieron a ir los hombres. Iremos nosotros.

Pero ella les respondió con una triste sonrisa:

—¡Ay! Yo no temo a la muerte, desde que mi valiente esposo fue muerto. No deseo seguir viviendo. Vosotros debéis defender la ciudad, así que iré yo.

Sin demora, salió a pie, bajo la fría y gris luz del amanecer, rumbo al campo de batalla. Cuando se alejó, desdibujándose en la distancia, la angustiada gente la contempló como si fuera un fantasma de esperanza que los dejara atrás.

Salió el sol y brilló en el cielo hasta la Hora del Descanso, pero nadie le prestó atención, concentrados todos en la vigilancia y la espera.

Finalmente, vieron correr a una mujer a lo lejos. Corrieron ellos también a su encuentro y descubrieron que se trataba de la viuda. Esta llegó junto a ellos y exclamó:

—¡Ay, desgracia! Nuestro ejército se ha dispersado; nuestros paladines, pese a toda su fortaleza, han caído. El gigante ha triunfado y temo yo que todo se haya perdido.

Se alzó un gran lamento de la gente, que a continuación quedó en silencio, pues inmenso era su miedo.

El rey convocó a la corte y al pueblo, y escuchó consejos sobre el mejor modo de obrar. Muchos opinaban que había que formar un nuevo ejército con todos cuantos estuvieran dispuestos a dar la vida, si era necesario, por el bien del país; pero abundaba la indecisión.

Mientras se hallaban discutiendo, el príncipe Zaphir guardaba silencio en su trono, con los ojos llorosos por el sufrimiento de su amado pueblo. De pronto, se puso en pie y se plantó ante el trono.

Se hizo el silencio para que pudiera hablar.

Mientras el príncipe se hallaba allí en pie, sombrero en mano, ante el rey, en su rostro había tal expresión de firme resolución que quienes la vieron no pudieron evitar que su esperanza se reavivara.

—Oh, majestad, padre —habló el príncipe—, antes de que toméis decisión alguna, escuchadme. Cierto es que si algún peligro amenaza nuestra tierra, el primero que ha de ir a su encuentro es el príncipe, en quien el pueblo confía. Si lo que aguarda es sufrimiento, ¿quién, sino él, debería padecerlo en primer lugar? Si la muerte se hallara reservada para alguien, sin duda debería caer primero sobre él. Majestad, padre, aguardad un día, nada más. Permitidme partir mañana para enfrentarme al gigante. La viuda nos ha dicho que ahora duerme tras el combate. Mañana me enfrentaré a él en duelo. Si caigo, será entonces hora de arriesgar las vidas de vuestro pueblo; y si es él quien cae, todo habrá acabado.

El rey Mago supo que el príncipe había hablado bien, y pese al dolor que le causaba ver a su querido hijo correr a enfrentarse a peligro tan grande, no trató de detenerlo, sino que dijo:

—Oh, hijo, bien merecedor de convertirte en rey, tus palabras han sido sabias. Ve y haz tu voluntad.

El pueblo desalojó el salón, y el rey Mago y la princesa Bluebell besaron a Zaphir.

—Zaphir, has hecho bien —le dijo Bluebell, orgullosa de él.

A continuación el príncipe se retiró a la cama; debía descansar para tener fuerzas al día siguiente.

Durante esa noche, los herreros, los maestros armeros y los joyeros trabajaron con ahínco y sin pausa. Las fraguas resplandecieron y los yunques repicaron hasta el amanecer, y todos cuantos eran diestros en el oficio dieron lo mejor de sí mismos.

Por la mañana llevaron al salón y depositaron frente al trono, como presente para el príncipe Zaphir, una armadura como nadie había visto jamás.

Estaba toda ella fabricada de escamas de acero y oro. Cada escama reproducía la forma de un tipo de hoja, y todas ellas se hallaban tan bruñidas que resplandecían como el sol. Entre las hojas había joyas, y muchas piedras preciosas más estaban engastadas sobre aquellas, simulando gotas de rocío. La armadura brillaba de tal modo que deslumbraba a cuantos la miraban, pues era el plan de los astutos armeros que, durante la lucha, el príncipe relumbrara de tal modo que cegara a su enemigo, quien así erraría los golpes.

El yelmo tenía forma de flor, con el blasón del príncipe forjado sobre él, y la pluma y el gran diamante de su sombrero se habían dispuesto en la frente.

Una vez equipado, el príncipe lucía tan noble y valiente que el pueblo lo vitoreó, convencido de su victoria, con sus esperanzas renovadas y tan altas como nunca.

Su padre, el rey, lo bendijo, y la princesa Bluebell lo besó, derramó unas lágrimas y le regaló una preciosa rosa, que él se puso en el yelmo.

Entre los gritos de la gente, el príncipe Zaphir partió a la lucha contra el gigante.

Su perro, Gomus, quería acompañarlo, pero no podía ser. Lo retuvieron y aulló, a sabiendas de que su querido amo se hallaba en peligro, y él quería estar a su lado.

Cuando el príncipe Zaphir hubo partido, la princesa Bluebell subió a lo alto de la torre para ver cómo se alejaba, hasta que ya no pudo distinguir los destellos de la bella armadura. Antes, mientras se despedía de Zaphir, siendo ella consciente de que podía ser la última vez que lo viera con vida, no había derramado ninguna lágrima, para no afligir a su querido príncipe, ya que este partía a la batalla y necesitaría de toda su valentía y firmeza. Así que la última vez que Zaphir vio a Bluebell, en el rostro de esta había una sonrisa de amor, esperanza y fe. Partió así, fortalecido por la idea de que el corazón de Bluebell viajaba con él, y, aunque su cuerpo se hallara lejos, su espíritu permanecería a su lado.

Cuando él estuvo, lejos, muy lejos, tanto que se perdió de vista, Bluebell continuó a solas en lo alto de la torre, y entonces rompió a llorar en abundancia, y el temor de que Zaphir fuera asesinado casi la mató de tristeza. Pensó que podría acabar muerto a manos del malvado gigante que ya había masacrado dos ejércitos, y que, en ese caso, ella nunca volvería a verlo, nunca volvería a ser testigo del amor reflejado en sus sinceros ojos, nunca volvería a escuchar su tierna voz, nunca volvería a sentir los latidos de su generoso y gran corazón.

Y amargamente lloró. Pero mientras sollozaba acudió a su mente la idea de que la vida no depende de la decisión de los hombres, ni siquiera de la de los gigantes, y se enjugó las lágrimas, se arrodilló y rezó humildemente, tras lo que se levantó reconfortada, como les sucede a quienes rezan con auténtico fervor.

Bajó al gran salón, pero el rey Mago no estaba allí. Lo buscó, deseosa de prestarle consuelo, a sabiendas de que el corazón del rey se estaría desangrando de dolor por el peligro al que se enfrentaba su hijo.

Lo encontró en su habitación, donde también él estaba rezando.

La princesa se arrodilló a su lado, se abrazaron —el anciano rey y la huérfana— y rezaron juntos, obteniendo ambos consuelo.

Esperaron uno al lado del otro, con paciencia, el retorno del ser querido. Toda la ciudad aguardaba, y ni de día ni de noche durmió nadie en todo el País Bajo el Ocaso, porque todos deseaban el retorno del príncipe.

Cuando Zaphir salió de la ciudad, se encaminó sin pausa en la dirección en que se hallaba el gigante, hasta que el sol resplandeció en el cielo, tan brillante que su armadura relucía como el fuego; y después continuó caminando al refugio de los árboles y no se detuvo ni siquiera en la Hora del Descanso. Cerca ya del atardecer, comenzó a oír y ver cosas extrañas.

En la lejanía, el suelo parecía temblar, y hasta él llegó el estruendo apagado de rocas aplastadas y de bosques enteros derribados. Eran las pisadas del gigante, que se dirigía hacia la ciudad. Pero el príncipe Zaphir, pese a lo terrible de los sonidos, no sintió miedo, y prosiguió, valeroso, su camino. Se encontró seguidamente con numerosas criaturas, que pasaban corriendo a su lado, pues se trataba de las más veloces de su clase, y escapaban del gigante a mayor velocidad que el resto.

No cesaban de llegar, a cientos, a miles, su número no paraba de crecer, a medida que el príncipe y el gigante se aproximaban uno al otro.

Allí se hallaban todas las bestias del campo, y todas las aves del aire, y todos los insectos que vuelan y se arrastran. Leones y tigres, caballos y ovejas, ratones y gatos y ratas, gallos y gallinas, zorros, gansos y pavos, todos mezclados, grandes y pequeños, todos tan asustados del gigante que habían olvidado el miedo que sentían unos de otros. Juntos corrían gatos y ratones, lobos y corderos, zorros y gansos, y los débiles no estaban atemorizados y los fuertes no sentían deseo alguno de herirlos.

Cuando llegaban a la altura de Zaphir, no obstante, todos los seres vivientes se percataban de que el príncipe era más valiente que ellos y se apartaban para dejarle paso. Las criaturas más débiles y las más asustadas no continuaban huyendo, sino que buscaban la proximidad del príncipe, y fueron muchas las que prefirieron seguirlo en dirección al gigante con tal de no apartarse de él.

Poco después, más adelante, el príncipe se encontró con los animales que no eran tan rápidos, así como con los que estaban heridos, y los que eran de paso corto. Tampoco estos continuaron adelante, ya que supieron que estarían más seguros junto a un hombre valiente que lanzados a una huida desesperada.

El príncipe Zaphir vio entonces algo, aún muy distante, con la apariencia de una montaña majestuosa.

Lo que vio se acercaba hacia él, y el corazón se le aceleró, en parte por la perspectiva de entrar en batalla, en parte de esperanza.

El gigante se acercaba y se acercaba. Sus pisadas trituraban las rocas, y con su inmensa cachiporra barría bosques a su paso.

Las criaturas que seguían al príncipe se estremecieron de temor y ocultaron el rostro en el polvo. Algunos animales, al igual que la gente necia, piensan que si no ven lo que no quieren ver, esto cesa de existir.

Es muy tonto por su parte.

Cuando el gigante estuvo más cerca, el príncipe supo que había llegado la hora de la batalla.

Una vez cara a cara con un enemigo más poderoso que todo cuanto él conocía, Zaphir sintió algo que nunca antes había sentido. No se trataba de que le asustara el gigante, ya que el príncipe era tan valiente que, por el bien de su pueblo, gustosamente se habría enfrentado a la más dolorosa de las muertes. Se percató de lo pequeño que él era en la inmensidad del mundo.

Comprendió con una claridad inédita que no era más que una mota, un simple átomo, en el gran mundo viviente, y supo en un instante que, si la victoria estaba de su lado, no sería porque su brazo fuera fuerte ni valiente su corazón, sino porque tal habría sido la voluntad de Quien gobierna el universo.

A continuación, llevado por su humildad, rezó pidiendo fortaleza. Se desprendió de su espléndida armadura, que resplandecía como un sol descendido a la superficie de la tierra, se quitó el espléndido yelmo, depositó en el suelo la espada reluciente, y todo ello formó una pila inerte a su lado.

Era algo digno de ver, el niño arrodillado junto a la armadura descartada. El brillante montón era hermoso, brillaba al sol con millones de destellos multicolores, de modo que casi parecía un ser vivo. Aun así, comparado con el niño, no era más que un triste, pobre y lamentable apilamiento de objetos. Él permaneció arrodillado humildemente, mientras en sus sinceros ojos brillaban la sinceridad y la confianza albergadas en su limpio corazón y en su alma inmaculada.

La resplandeciente armadura parecía obra de la mano del hombre; como en efecto era, de muchos hombres buenos y de fiar; pero el hermoso niño de rodillas, rodeado por un aura de confianza y fe, era obra de las manos de Dios.

Mientras rezaba, el príncipe Zaphir vio toda su vida pasada, desde los primeros días que alcanzaba a recordar hasta aquel mismo momento, cuando se hallaba cara a cara con el gigante. No hubo ni un pensamiento indigno, ni una palabra de enojo ni una mirada de enfado y motivo de aflicción que no acudieran a su memoria. Mucho le entristeció que hubiera tantos errores por su parte, pues se acumulaban en tal cantidad y a tal ritmo que su número resultaba asombroso.

Siempre sucede del mismo modo con nuestros errores —aunque en su momento nos puedan parecer poca cosa, y pese a que por la dureza de nuestros corazones los consideremos a la ligera—: su recuerdo nos colma de amargura, siempre que el peligro nos hace pensar en lo poco merecedores que somos de ayuda, y en lo muy merecedores que somos de castigo.

El corazón del príncipe Zaphir quedó purificado de todos los errores cometidos en el pasado, por vía del arrepentimiento y de la firme resolución de ser bueno en el futuro; y una vez que su humilde plegaria hubo concluido, se levantó y sintió sus brazos provistos de una fuerza nueva. Sabía que no era la suya propia, sino que su persona no era más que un humilde instrumento para la salvación del pueblo, y su corazón desbordó de agradecimiento.

El gigante terminó por ver los destellos de la armadura dorada y supo que otro enemigo se aproximaba.

Lanzó un rugido de rabia y enfado, que sonó como una salva de truenos. El rugido rebotó en las colinas distantes, se propagó por los valles y penetró en las cavernas y en las gargantas montañosas, adquiriendo los tonos de los murmullos y los roncos gruñidos de las alimañas.

El gigante siempre daba inicio a sus combates con ese sonido, con el que aterrorizaba a los enemigos; pero el bravo corazón del príncipe no se amilanó. Zaphir conservó toda su templanza cuando oyó el ruido, pues sabía que necesitaba todo su valor; si no disponía de él, su pueblo, el rey, su padre, y Bluebell caerían en poder del gigante.

Mientras las pisadas del gigante continuaban destrozando rocas y bosques, y mientras alrededor de sus pies se alzaba el polvo fruto de la desolación causada, el príncipe Zaphir recogió unos cantos rodados en un arroyo.

Colocó uno en la honda que llevaba consigo.

Cuando alzó el brazo e hizo girar la honda sobre su cabeza, el gigante lo vio, y se rio y se burló de él señalándolo con sus manazas, que inspiraban más temor que las zarpas de un tigre. La risa atronadora del gigante fue tan terrible, tan ronca, lúgubre y aterradora, que las criaturas que habían alzado sus tímidos ojos para presenciar el enfrentamiento, volvieron a enterrar la cabeza en el polvo y se estremecieron de miedo.

Se rio y burló de su enemigo, pero la condena del gigante ya estaba dictada.

La honda giró sobre la cabeza del príncipe y el canto salió despedido, silbando. Alcanzó al gigante en el centro de la sien y, aún con una sonrisa de desdén en los labios y la mano extendida en gesto de mofa, se derrumbó boca abajo.

Al desplomarse emitió un único grito, pero tan fuerte que se propagó sobre colinas y valles como un trueno. Hizo que los animales volvieran a encogerse y redoblaran sus temblores.

Muy lejos, las gentes de la ciudad oyeron el portentoso sonido, aunque no supieron interpretarlo.

Cuando el corpachón del gigante cayó boca abajo, la tierra tembló en muchas millas a la redonda, y cuando soltó su gran cachiporra, esta aplastó muchos grandes árboles del bosque sobre el que se encontraba.

Entonces el príncipe Zaphir se dejó caer de rodillas y, con fervor, rezó dando las gracias por su victoria.

Pronto se levantó y, recordando la amarga angustia del rey y de su pueblo, ni siquiera se detuvo a recoger la armadura, sino que partió rápidamente hacia la ciudad para llevarles las alegres noticias.

Ya había caído la noche y el camino estaba a oscuras, pero el príncipe Zaphir tenía fe, continuaba adelante, a través de la oscuridad, con ánimo resuelto y esperanzado.

Pronto, todos los animales nobles se le aproximaron agradecidos, y todos lo que fueron capaces lo siguieron. Muchas nobles bestias se contaban entre ellos: leones, tigres y osos, además de criaturas más mansas; y sus grandes y fieros ojos asemejaban lámparas, y le ayudaron a seguir el camino.

No obstante, a medida que se fueron acercando a la ciudad, los animales comenzaron a detenerse, pues, aunque confiaban en Zaphir, temían al resto de los hombres. Emitieron un suave gruñido de disculpa y se pararon, y el príncipe Zaphir prosiguió en solitario.

Toda la ciudad había pasado la noche en vela. En la corte, el rey Mago y la princesa Bluebell aguardaban y escrutaban el horizonte, sin despegarse uno del otro. La gente que estaba en las calles tomó asiento alrededor de hogueras y nadie osaba pronunciar palabra si no era mediante susurros.

La larga noche fue transcurriendo.

Finalmente, el cielo oriental comenzó a palidecer, y una franja de fuego rojizo asomó sobre el horizonte, y el sol se elevó en toda su gloria, y se hizo de día. El pueblo, al ver la luz y oír los trinos madrugadores de los pájaros, se sintió esperanzado y aguardó ansioso la llegada del príncipe.

Ni el rey Mago ni la princesa Bluebell se atrevieron a subir a la torre; esperaron pacientemente en el salón, pálidos como cadáveres.

Los vigías de la ciudad y quienes se habían unido a ellos escrutaban el largo camino, esperando ver de un momento a otro la dorada armadura del príncipe Zaphir resplandecer con la limpia luz matutina, y su gran pluma blanca, tan bien conocida por ellos, mecerse empujada por la brisa. Sabían que podían verlo desde muy lejos, así que solo de cuando en cuando se molestaban en mirar hacia la distancia.

De pronto, un grito se alzó de la gente, y a continuación se hizo un repentino silencio.

Todos se pusieron en pie y, como si se hubieran acordado su modo de obrar, quedaron a la espera de noticias.

Pues, ¡oh, alegría!, allí mismo, ante ellos, desprovisto de su brillante armadura y la pluma, pero sano y salvo, se hallaba su querido príncipe.

Su expresión decía VICTORIA.

Les sonrió, alzando las manos, como si los bendijera, y señaló hacia el palacio del rey, como si dijera: «Nuestro rey, a él le corresponde ser el primero en escuchar las últimas noticias».

Entró al salón y el pueblo lo siguió.

Cuando el rey Mago y la princesa Bluebell oyeron el grito, así como el silencio que siguió, sintieron cómo se aceleraba su corazón, y, temerosos, aguardaron.

La princesa Bluebell se estremeció y lloró un poco, y se acercó al rey, apoyando la cabeza en su pecho.

Mientras ella se encontraba así, con el rostro oculto, sintió al rey erguirse de pronto. Se apresuró a alzar la mirada y allí —¡oh, alegría suprema!— se hallaba su querido príncipe, que penetraba en el salón con todo el pueblo siguiendo sus pasos.

El rey descendió los escalones que llevaban al trono, lo estrechó entre sus brazos y lo besó, y Bluebell lo abrazó también y lo besó en la boca.

El príncipe Zaphir habló:

—¡Oh, majestad, padre, y pueblo mío! Dios ha sido bondadoso con nosotros y Su brazo nos ha concedido la victoria. El gigante ha caído, pese a toda su fuerza.

Se alzó tal grito de la gente, que rebotó en el techo, y el sonido se propagó por toda la ciudad, ayudado por el viento. La feliz multitud gritó una y otra vez, hasta que el sonido se extendió en oleadas por todo el territorio, y en aquel momento, en Bajo el Ocaso no hubo espacio más que para la dicha. El rey llamó a Zaphir: «mi bravo hijo», y la princesa Bluebell volvió a besarlo y lo llamó: «mi héroe».

En aquel instante, muy lejos de allí, en el bosque, el gigante yacía tendido, pese a toda su fuerza, conformando lo más nauseabundo de todo el país, y sobre el cadáver correteaban los zorros y los armiños. Las serpientes reptaban a su alrededor; y hacia allí también se arrastraban las criaturas más infames, que antes, cuando él vivía, habían huido.

De muy lejos llegaron buitres, que se congregaron para dar cuenta de la presa.

Cerca del gigante abatido, brillando bajo la luz, reposaba la armadura dorada. La gran pluma blanca se erguía desde el yelmo y cabeceaba, mecida por la brisa.

Cuando la gente llegó para ver al gigante muerto, vio que, allí donde se había derramado su sangre, habían crecido malas hierbas, pero que alrededor de la armadura de la que el príncipe se había desprendido, había brotado un cerco de flores adorables. La planta más hermosa de todas era un rosal en flor, pues la rosa que la princesa Bluebell le había regalado había echado raíces y florecido, formando alrededor del yelmo un cerco de rosas vivas, que se apoyaban contra la pluma.

El pueblo portó con reverencia la armadura de regreso a la ciudad, pero el príncipe Zaphir dijo que no era una armadura así lo que mayor protección proporcionaba, sino un corazón sincero, y que él no osaría volver a vestirla.

Así que la colgaron en la catedral, entre los grandiosos pendones de antaño y los yelmos de los antiguos caballeros, como recordatorio de la victoria sobre el gigante.

El príncipe Zaphir tomó del yelmo la pluma que el rey, su padre, le había regalado hacía tanto tiempo y se la puso de vuelta en el sombrero. El rosal que había florecido fue trasplantado al centro del jardín del palacio, y tanto creció que mucha gente podía sentarse debajo, a resguardo del sol.

Para el cumpleaños del príncipe Zaphir, el pueblo había planeado en secreto una ceremonia. Cuando él se levantó aquella mañana para acudir a la catedral, todo el pueblo se había congregado a los costados de la calle, jalonándola. Cada persona, joven o vieja, sostenía una rosa. Los que tenían varias, las llevaban para repartirlas entre los que no tenían ninguna, y así todos tuvieron una y nada más que una, para mostrarse iguales ante los ojos del príncipe al que amaban. Habían cortado las espinas de los tallos para que no se hirieran los pies del príncipe. Arrojaron las rosas a su paso, hasta que toda la larga calle quedó cubierta por una espesa alfombra de flores.

Una vez que el príncipe había pasado, recogían las rosas tocadas por sus pies y las atesoraban con cariño.

En cada cumpleaños del príncipe hicieron lo mismo, durante el resto de su vida. Cuando Zaphir y Bluebell se casaron, el pueblo cubrió el camino de rosas de igual modo, ya que amaban a ambos.

Una larga y feliz vida tuvieron el príncipe Rosa —pues así lo llamaban— y su bella esposa, la princesa Bluebell.

Cuando, llegada su hora, el rey Mago falleció —como todos los hombres deben hacer—, ellos gobernaron como rey y reina. Lo hicieron de manera justa y generosa, anteponiendo siempre el bien y la felicidad de los demás a su propio interés.

Fueron bendecidos con la paz.