UNA TRAMPILLA DE ESTRELLA
(A Star Trap)
—Cuando yo era aprendiz de carpintero en el teatro, mi superior era John Haliday, que era jefe de operarios —entonces llamábamos a la gente en ese cargo «jefe de carpinteros»— en el antiguo teatro Victoria, en Hulme. En realidad, no estaba en Hulme, pero dejémoslo así. Dar la ubicación verdadera solo serviría para avivar recuerdos dolorosos. Sospecho que algunos entre ustedes (no entre las damas —dijo con una elegante reverencia—) recordarán el caso de un arlequín que murió en un accidente durante una pantomima. No hay necesidad de facilitar los nombres reales; digamos que se llamaba Mortimer, Henry Mortimer. El motivo del accidente nunca quedó esclarecido. Pero yo lo sé, y he guardado silencio durante tanto tiempo que ya puedo hablar sin causar perjuicio a nadie. Hace mucho que murieron todos los que podían conservar algún interés en la muerte de Henry Mortimer y en la identidad del causante.
»Los que conozcan el caso recordarán lo atractivo, atildado y fornido que era Mortimer. En mi opinión, era el hombre más atractivo que jamás he visto».
—Eso es mucho decir —se oyó gruñir al actor dramático, con una nota de advertencia en la voz.
Hempitch, sin embargo, no pareció oírlo, pues prosiguió.
—Naturalmente, yo entonces no era más que un niño, y no había conocido a ninguno de ustedes, caballeros. A usted, soberbio Wellesley Dovercourt y compañía. Y a ustedes, señoras, huelga que les diga lo bien que sienta la ropa de arlequín a alguien esbelto. No es de extrañar que, en estos tiempos de sufragistas, las mujeres quieran ser arlequines, además de columbinas. Aunque confío en que no conviertan el de columbina en un papel masculino.
»Mortimer era la persona más ágil que he visto a la hora de salir despedido por una trampilla. Tenía tanta seguridad en sí mismo que ponía carga extra en los contrapesos para que, cuando estos se liberaran, él fuera disparado cinco o seis pies más alto de lo que nadie ni siquiera se atrevía. Además flexionaba de tal modo las piernas cuando estaba en el aire —igual que una rana mientras nada—, que hacía que su salto pareciera todavía más alto.
»Todas las chicas estaban enamoradas de él, por el modo como se congregaban entre bastidores cuando se acercaba el momento de su entrada. Eso no habría tenido importancia, pues las chicas siempre se están enamorando de alguien, pero la situación comenzó a complicarse, como habitualmente sucede, cuando lo mismo les sucedió a las casadas. Había varias que siempre andaban tras él, sin pudor ninguno. Eso ya era bastante peligroso, y difícil de soportar para un hombre resuelto a actuar de manera decente. Pero la verdadera prueba —y el verdadero problema asimismo— no fue sino la joven esposa de mi propio jefe, y ella era más de lo que cualquiera de carne y hueso podría resistir. Se había sumado a la pantomima la temporada anterior, como corista, ¡y qué bien se le daba! Alzaba las piernas más arriba que chicas que eran un pie más altas que ella, pues era menuda y preciosa, de cabello dorado, ojos azules, tan esbelta que su figura parecía casi la de un chico, si no fuera por… lo que la salvaba de cualquier idea equívoca. Jack Haliday se volvió loco por ella, y cuando eso se hizo público, y en ausencia de algún joven bien provisto de dinero para cortejarla, la chica se casó con él. Al principio pareció lo que ustedes, señoras, llaman un matrimonio de conveniencia, pero al cabo de poco tiempo empezaron a llevarse muy bien y todos pensamos que a ella comenzaba a gustarle el viejo, porque Jack tenía edad suficiente para ser su padre, siendo generosos con él. En verano, cuando el teatro cerró, él la llevó a la isla de Man, y cuando volvieron, él no se calló que había sido la época más feliz de su vida. Ella también parecía feliz, y lo trataba con afecto, y todos comenzamos a pensar que aquel matrimonio no había sido en absoluto un error.
»Las cosas cambiaron, no obstante, cuando al año siguiente empezaron los ensayos de la pantomima. Jack parecía desdichado y no ponía interés en el trabajo. Loo —que así se llamaba la señora Haliday— ya no se mostraba tan encariñada con él, y solía estar incómoda cuando él se hallaba presente. Los hombres no dijimos nada al respecto, pero las mujeres casadas sonreían, asentían y susurraban que quizás hubiera razones para que se comportaran así. Un día, en el escenario, al comienzo del ensayo de la arlequinada, alguien dijo que a lo mejor la señora Haliday no bailaría ese año, y las chicas sonrieron como si compartieran un secreto. Entonces apareció ella y les echó una buena bronca por no ocuparse de sus asuntos y andar esparciendo mentiras, como a ustedes, señoras, les gusta hacer cuando se sueltan la melena. Los demás la aplacamos como buenamente pudimos, y ella se fue a casa.
»Un día, poco después, ella y Henry Mortimer se fueron juntos tras el ensayo, después de que él dijera que la llevaría a casa. Ella no puso objeciones. Les recuerdo que él era muy apuesto.
»A partir de entonces, ella no le quitaba los ojos de encima durante los ensayos, hasta llegar al último, que fue, claro está, con vestuario: “Todo el mundo y todo el equipo”.
»Jack Haliday no parecía percatarse de nada de lo que pasaba, a diferencia de los demás. Cierto es que en ese momento estaba absorbido por su trabajo, porque les aseguro que a un jefe de operarios no le sobra el tiempo cuando llega el primer ensayo con vestuario de una pantomima. Y, naturalmente, nadie en la compañía dijo ni hizo nada que pudiera darle una pista de lo que estaba sucediendo. Los hombres y las mujeres son criaturas extrañas. Están ciegas y sordas mientras el peligro se cierne, y solo cuando ya no hay forma de reparar el escándalo abren la boca, en el preciso momento en que la mayoría deberían estar callados.
»Yo veía todo lo que pasaba, pero no lo entendía. Me gustaba Mortimer y lo admiraba, al igual que a la señora Haliday, y pensaba que él era un buen tipo. Yo no era más que un crío, ya saben ustedes, y el aprendiz de Haliday, y no quería meterme en problemas, por muy inevitable que eso parezca ahora. Fue solo una vez que todo hubo pasado cuando lo comprendí; así que espero que acepten que lo que les cuento es resultado no solo de lo que vi y oí, sino también de lo que averigüé más tarde, y después de darle muchas vueltas en la cabeza a todo ello.
»La pantomima llevaba tres semanas en cartel cuando un sábado, entre una función y otra, oí hablar a dos chicas de la compañía. Formaban parte de las que cantaban, bailaban y buscaban hacerse imprescindibles. No creo que ninguna de las dos fuera intachable; les gustaban mucho las cenas bien regadas con champán y en compañía de jóvenes derrochadores. Esto no viene a cuento, salvo porque estaban celosas de las mujeres casadas —lo que ellas aspiraban a ser— y que llevaban una vida más recta que la suya. A las chicas así les gusta ver tropezar a las buenas mujeres; eso hace que aquellas parezcan mejores de lo que son. Sin embargo, las chicas malas que han llegado a tocar fondo ayudan a las decentes a evitar el camino que ellas siguieron. Siempre que sean jóvenes, porque una mujer mala con muchos años a cuestas ya no tiene remedio. Estas no ayudan a nadie en problemas a no ser que puedan obtener algo a cambio.
»¡No se ofendan, ustedes, señoras! Las dos chicas se estaban ensañando con la señora Haliday y el embrollo en que había metido a Mortimer. No se dieron cuenta de que yo estaba sentado en una caja, detrás de una pieza del escenario para el prólogo de la pantomima, ya listo para la siguiente función. Las dos estaban enamoradas de Mortimer, que ni sabía que existían, así que se regodeaban en su crueldad, como dos gatas sobre un tejado.
»—El viejo parece ciego —dice una—. No se entera de nada.
»—No estés tan segura —dice la otra—. No va a dejar escapar la oportunidad. Tú también pareces ciega, Kissie. —Así se llamaba una de ellas; al menos, ese era el nombre con que figuraba en los carteles, Kissie Mountpelier—. Él la acompaña a casa todas las noches, sin falta, después de la función. Tendrías que estar enterada, porque tú sueles estar en la entrada, esperando a que tu chico llegue del club.
»—¿Pero qué dices, bola de grasa? —dice la otra, cuyo lenguaje era de lo más soez—. ¿No sabes que cada historia tiene al menos dos versiones? ¡El viejo solo ve una!
»Las dos soltaron risitas y cuchichearon, hasta que una dice en voz alta:
»—Cree que solo pueden hacer algo cuando ya ha acabado la función.
»—Eso es —dice la otra—. Ella y él saben que el viejo tiene que estar metido en su puesto desde mucho antes de que se levante el telón, pero ella no entra en escena hasta el baile de la visión de Venus, en la segunda mitad, y él no entra hasta la arlequinada.
»Entonces me largué. No quería seguir escuchando.
»Durante el resto de la semana la cosas siguieron como de costumbre. El pobre Haliday no estaba nada bien. Parecía preocupado y estaba muy irritable. Yo lo sabía bien, porque lo que le tenía preocupado era el trabajo. Siempre ponía mucho empeño en su labor, y la temporada de pantomimas le suponía una faena enorme. Parecía pensar en nada más que el trabajo. Se me ocurrió entonces que el bulo de aquel par de cotillas surgía de eso; al fin y al cabo, toda difamación, por falsa que sea, debe partir de algo. Algo con apariencia de motivo, a falta de un motivo real. Pero al margen de lo ocupado que estuviera, Jack siempre encontraba tiempo para llevar a su mujer a casa.
»A medida que transcurría la semana, él se iba poniendo más y más pálido, y pensé que estaba enfermando. Generalmente, se quedaba en el teatro entre las funciones del sábado; no se iba a casa sino que se tomaba un té cargado en un café que había cerca, para así estar a mano en caso de que surgiera cualquier contratiempo durante los preparativos. Aquel sábado salió, como de costumbre, una vez que el primer decorado quedó montado y todos los demás dispuestos. Poco después hubo un alboroto —lo habitual los sábados— y yo fui a avisarle. No lo encontré en el café. Pensé que era mejor no hacer preguntas, como si yo nunca hubiera estado allí; volví al teatro, donde el problema se había resuelto por sí solo, como a menudo solía suceder, cuando los hombres que se habían estado peleando se fueron a tomar otra copa. Metí prisa a los demás y lo dejamos todo listo a tiempo para que pudieran ir a tomar el té. Yo también fui. Empezaba a percatarme de la responsabilidad de mi trabajo, así que no alargué la pausa. Volví para hacer una última revisión y asegurarme de que todo estuviera en orden, en particular la trampilla, que era a lo que Jack Haliday concedía más importancia. Podía perdonar un error en cualquier otra cosa, pero la trampilla debía funcionar de manera impecable.
Siempre decía a sus hombres que aquello no era trabajo corriente, sino una cuestión de vida o muerte.
»Acababa de concluir mi revisión cuando vi a Jack entrar desde el recibidor. No había nadie más a esa hora, y el escenario estaba a oscuras. Pero pese a la falta de luz llegué a ver que el viejo estaba pálido como un fantasma. No abrí la boca, porque no estaba cerca de él y porque, viendo lo sigiloso que se movía por detrás de los decorados, se me ocurrió que a lo mejor no quería que nadie supiera que andaba por allí. Pensé que lo mejor que podía hacer era largarme sin hacer ruido, así que fui a tomar otra taza de té.
»Regresé un poco antes que los demás técnicos, que no tenían ninguna preocupación más que estar en sus puestos cuando Haliday silbara. Fui a informar a mi jefe, que estaba en su cubículo con paredes de cristal, al fondo de la carpintería. Estaba encorvado sobre su banco de trabajo, afilando algo con tanta concentración que no me oyó, así que volví a desaparecer. Les informo, damas y caballeros, que un aprendiz no demuestra mucha inteligencia si se dedica a entrometerse en las cuestiones privadas de su jefe.
»Cuando sonó la señal de aviso y se encendieron las luces, Haliday se encontraba en su puesto. Estaba muy blanco y parecía enfermo, tanto que el director de escena, cuando lo vio, le dijo que si quería irse a casa a descansar, él se ocuparía de atender su trabajo. Haliday le dio las gracias y añadió que creía estar lo bastante bien como para quedarse. “Es cierto que me siento un poco flojo y enfermo, señor”, dijo. “Hace un momento creí que iba a desmayarme. Pero ya estoy mejor, y estoy seguro de que podré ocuparme de todo esta noche”.
»Las puertas se abrieron y el público de la noche del sábado entró a toda prisa, dándose codazos. El teatro Victoria funcionaba bien las noches de sábado. No importaba cómo fueran las demás, la del sábado siempre era buena. En la profesión se decía que el Victoria vivía de esa noche, y que la dirección se tomaba el resto de la semana de vacaciones. Los actores lo sabían y, al margen de lo perezosos que hubieran estado de lunes a viernes, el sábado todos daban lo mejor de sí mismos. Los sábados por la noche no había ensayos ni se perdía el tiempo en menudencias; a los haraganes se les ponía de patitas en la calle.
»Mortimer era uno de los que más empeño ponían. Nunca se le vio holgazanear; de hecho, la holgazanería no se cuenta entre los defectos de un arlequín, ya que si hay holgazanería ya no tenemos a un arlequín. Pero Mortimer siempre ponía un poco de carne extra en el asador las noches de sábado. Cuando saltaba a través de la trampilla de estrella, subía un par de pies más alto que de costumbre. Para que lo consiguiera, teníamos que cargar más el contrapeso. Él siempre supervisaba esta labor, ya que, no lo olviden, no es ninguna broma salir propulsado a través de una trampilla igual que si te dispararan con un cañón. Las puntas de la estrella debían estar sueltas, y las bisagras de las bases bien engrasadas; en otro caso, podía suceder un desastre. Además, había alguien con el propósito concreto de asegurarse de que el escenario estuviera despejado. Me contaron que, una vez, en Nueva York, hace muchos años, a un arlequín lo mató un “virutas” —como los yanquis llamaban a los carpinteros, lo que aquí conocemos como un tramoyista— que pasaba sobre la trampilla en el instante en que se liberaron los contrapesos. No fue un gran consuelo para la viuda saber que el “virutas” también murió.
»Esa noche, la señora Haliday estaba más linda que nunca, y en el escenario alzó la pierna más alto de lo que yo nunca le había visto hacer. Luego, ya con ropa de calle y lista para volver a casa, ocupó su lugar de costumbre entre bambalinas para ver el comienzo de la arlequinada. Jack cruzó el escenario y se situó a su lado; yo lo veía desde detrás del decorado deslizante que cerraba el Reino de las Delicias. No dejé de fijarme en que seguía tan pálido como un fantasma. No cesaba de lanzar vistazos a la trampilla de estrella. Como es natural, yo también miré hacia allí, temiendo que hubiera algún problema. Yo me había asegurado de que funcionaba correctamente y de que las bisagras estuvieran bien lubricadas cuando dejamos listo el escenario para la función de la tarde, y como no se había vuelto a manipular desde entonces, estaba tranquilo. De hecho, vi las bisagras de latón brillar bajo la luz de las candilejas. Había un cañón de luz en la pasarela, apuntando hacia la trampilla, para iluminar bien al arlequín en el momento de su gran entrada. El público solía aullar de placer cuando emergía a través de la trampilla y, en el aire, encogía las piernas y luego las abría un instante, antes de aterrizar, flexionando apenas las rodillas al tocar el escenario.
»Cuando se dio la señal, el contrapeso actuó correctamente. Supe, por el sonido que hizo, que esa parte había funcionado.
»Pero algo fue mal. La trampilla no se abrió con la facilidad debida, no se abrió inmediatamente en cuanto la tocó la cabeza del arlequín. Hubo un golpe y un chasquido de rotura, y la estrella saltó en pedazos, sembrando trozos por todo el escenario. Y entre ellos saltó la figura colorida y ataviada con lentejuelas que todos conocíamos tan bien.
»Pero no fue un salto como de costumbre. Salió erguido, pero sin la elasticidad habitual. Las piernas no se movieron, y, cuando llegó a cierta altura —alto, pero no tanto como solía subir—, fue como si se desplomara, y cayó al escenario de costado. El público gritó y la gente que estaba entre bambalinas, tanto actores como técnicos, se apresuró hacia él, algunos vestidos para la función, otros, listos ya para irse a casa. El hombre ataviado de lentejuelas yacía inmóvil.
»El mayor grito de todos fue el de la señora Haliday, y ella fue la primera en llegar al sitio donde él, ya muerto, se hallaba tendido. Jack fue tras ella, a tiempo de sujetarla cuando se desmayó. Yo vi poco más que eso, porque decidí ocuparme de los trozos de la trampilla; ya había mucha gente atenta al cadáver. Y el público estaba cruzando el foso de la orquesta y subiendo también al escenario.
»Me las apañé para recoger los fragmentos antes de que llegara la multitud. Me fijé en que algunos tenían profundos arañazos, pero no había tiempo para examinarlos con detenimiento. Coloqué un cajón tapando el hueco de la trampilla, para que nadie metiera un pie. Eso habría supuesto, en el mejor de los casos, una pierna rota; y si la víctima llegaba a caer del todo a través de la trampilla, algo peor. Entre otros restos, encontré una extraña pieza de acero, plana, con forma de estrella y algunas puntas dobladas. Sabía que no formaba parte del mecanismo de la trampilla, pero de algún sitio tenía que proceder, así que la guardé en el bolsillo.
»Para entonces, había una muchedumbre alrededor del cuerpo de Mortimer. Nadie dudaba que estuviera muerto. Su posición lo dejaba claro. El cuerpo yacía en una postura que nada tenía de natural; una pierna estaba plegada debajo de él, con el pie apuntando en dirección incorrecta. ¡Pero basta! No tiene sentido detenerse en los detalles de un cadáver. ¿Alguien puede servirme un poco más de ponche?
»Había otro numeroso grupo de gente alrededor de la señora Haliday, cerca de las bambalinas, donde su marido la había llevado y ayudado a tenderse. También ella parecía un cadáver, pues estaba igual de pálida e inmóvil, y parecía igual de fría. Jack estaba arrodillado junto a ella, frotándole las manos. Quedaba claro que estaba asustado por ella, porque también él estaba blanco como un muerto. Sin embargo, mantuvo la calma y convocó a sus hombres. Dejó a su esposa bajo el cuidado de la señora Homcroft, la encargada del vestuario, que había llegado corriendo. Era una mujer competente, que se hizo cargo de inmediato de la situación. Ordenó a uno de los hombres que levantara a la señora Haliday y la llevara al guardarropa. Supe luego que, cuando llegaron allí, la señora Homcroft echó a todos los que los habían seguido, tanto hombres como mujeres, y se ocupó de ella en persona.
»Yo dejé los trozos de la trampilla sobre el cajón que tapaba el hueco y encargué a uno de nuestros chicos que las vigilara, cuidando de que no las tocara nadie, pues luego podían reclamarlas. Para entonces, los policías que habían estado patrullando la calle ya estaban allí, y, como habían telefoneado a la comisaría central, muchos más no dejaban de llegar. Uno se ocupó de la trampilla rota, y cuando se enteró de quién había puesto allí un cajón y los fragmentos, me mandó llamar. Otros se ocuparon de trasladar el cuerpo al almacén de atrezo, una estancia amplia, con bancos y que se podía cerrar. Dos policías se ubicaron ante la puerta y no dejaban entrar a nadie sin permiso.
»El hombre que se ocupaba de la trampilla me preguntó si había presenciado el accidente. Cuando le dije que sí, me pidió que se lo contara. No debió de tener en gran consideración mis dotes descriptivas, porque enseguida me hizo cambiar de tema. Me dijo que le indicara dónde había encontrado los trozos de la trampilla.
»—La verdad, señor, no podría decírselo. Estaban desparramados por todas partes. Tuve que recogerlos entre los pies de la gente mientras subían en masa al escenario.
»—Muy bien, chico —dijo, de manera bastante amable para ser un policía—. No creo que nadie vaya a molestarte. Hay mucha gente, me han informado, que se encontraba cerca y que lo vio todo. A todos se les citará.
»Yo era un crío enclenque —tampoco es que ahora sea un gigante— y supongo que pensó que no tenía sentido llamar a un niño como testigo disponiendo de un montón de adultos. Luego hizo un comentario sobre mí y un asilo para idiotas que no tuvo nada de amable y que tampoco fue muy inteligente por su parte, porque yo cerré el pico y no solté ni una palabra más.
»El público se fue largando poco a poco. Algunos se fueron por iniciativa propia, a tomar una copa antes de cerraran los pubs y a comentar lo sucedido. A los demás los echamos a patadas, entre la policía y nosotros. Luego, cuando la policía se hubo ocupado de todo y asignado a dos agentes para que permanecieran de guardia toda la noche, apareció el forense y se llevó el cuerpo a la morgue, donde un médico de la policía le hizo un post mortem. A mí me dijeron que podía irme a casa. Así lo hice, y encantado, después de asegurarme de dejar el sitio en orden. El señor Haliday se llevó a su mujer a casa en un carruaje de alquiler. Supongo que fue lo mejor, porque la señora Homcroft y algunas otras almas amables habían hecho beber a la chica tanto whisky, brandy, ron, ginebra, cerveza y pipermín, que no habría sido capaz de dar ni un paso.
»Cuando me quitaba los pantalones al desvestirme, algo me rozó la pierna. Era la pieza metálica plana que había cogido del suelo del escenario. Tenía la forma de una estrella de mar, salvo por los brazos, que eran más cortos. Algunas puntas estaban dobladas y otras extendidas. La sostuve, preguntándome de dónde provenía y para qué podía servir, pero no se me ocurrió nada en todo el teatro de lo que pudiera formar parte. La examiné con más atención y vi que los bordes estaban afilados y brillantes. Pero eso no me dijo nada, así que la dejé en la mesa y decidí llevarla al teatro a la mañana siguiente; a lo mejor alguno de los hombres sabía qué era. Cerré el gas y me fui a la cama.
»Debí de empezar a soñar de inmediato y, como es natural, mis sueños versaron sobre el espantoso accidente. Pero, como sucede en los sueños, todo aparecía mezclado. Mortimer, con sus lentejuelas, siendo lanzado por la trampilla, y esta rompiéndose, y los fragmentos desperdigados. Jack Haliday mirando desde un lateral del escenario, junto a su esposa; él pálido como un muerto y ella más guapa que nunca. Y luego Mortimer cayendo, desarmado, y estrellándose contra el escenario, la señora Haliday gritando, y ella y Jack echando a correr, y yo recogiendo los restos de la trampilla rota entre los pies de la gente, y encontrando la estrella de acero con algunas puntas dobladas.
»Me desperté bañado en sudor frío y, a oscuras, me senté en la cama diciendo: “¡Eso es!”.
»La cabeza empezó a darme vueltas y tuve que volver a tumbarme. Ahora lo veía todo claro. El señor Haliday fabricó la pieza en forma de estrella y la colocó en la trampilla, en el lugar donde se juntaban las puntas, y lo había hecho porque su mujer y Mortimer eran amantes. Al final, resultaba que aquellas chicas tenían razón. Las puntas de acero habían bloqueado la apertura de la trampilla, y cuando Mortimer fue propulsado a través de ella, se partió el cuello.
»A continuación pensé, horrorizado, que si era Jack quien lo había hecho, era un asesino, y lo colgarían. Y, al fin y al cabo, su mujer y el arlequín eran amantes, y Jack la quería mucho y había sido bueno con ella, y ella era su esposa. Y si aquel trozo de metal salía a la luz, lo conduciría a la horca. Pero nadie, al margen de mí y de quien lo fabricó y lo colocó en la trampilla, sabía de su existencia, y el señor Haliday era mi jefe, y el otro ya estaba muerto, de todos modos, y había actuado mal.
»Yo vivía entonces en Quarry Place, y en la antigua cantera había un lago tan profundo que los niños decían que el agua del fondo hervía, de tan cerca que estaba del infierno.
»Abrí la ventana sin hacer ruido y lancé el trozo de metal, a través de la oscuridad, hacia la cantera, lo más lejos que pude.
»Nadie lo ha sabido nunca, porque hasta hoy no he contado ni una palabra. No fui citado en la investigación. Todo el mundo tenía prisa: el forense, el jurado y la policía. Nuestro director también prefería que todo se zanjara lo más rápidamente posible; quería que siguiéramos trabajando, y hablar mucho de la tragedia haría daño al negocio. Así que nada se supo y todo continuó como siempre. Salvo que, después de aquello, la señora Haliday ya no estaba entre bambalinas durante la arlequinada, y se mostraba muy afectuosa con su marido. Era a él a quien ella contemplaba ahora, y siempre con una suerte de adoración respetuosa. Ella sabía lo que había pasado, además de su marido y yo».
Cuando terminó de hablar, hubo un gran silencio. La compañía había escuchado atentamente, así que el único cambio fue la interrupción del discurso de Hempitch. Las miradas de todos se volvieron hacia el señor Wellesley Dovercourt. Era tarea del actor dramático tomar la palabra en una ocasión así. Este, bien consciente de los privilegios de su estatus, dijo sin demora:
—Hmm… ¡Excelente! ¡Sí, señor! Debería usted sumarse a las filas de nuestra profesión, señor jefe de operarios…, comenzando por abajo, claro está. Ha sido muy emocionante su relato, e inequívocamente verídico. Puede que haya algunos errores de detalle, como que la señora Haliday no volvió a flirtear. Yo… conocí al señor Haliday, bajo, naturalmente, su nombre real. Pero preservaré en secreto la información que usted, de forma muy juiciosa, ha suprimido. Una persona muy respetable. Era carpintero en el teatro Duke’s, en Bolton, allá cuando yo disfruté de mis primeros triunfos en el arte de los histriones, en el año… hmmm. Traté bastante con la señora Haliday por aquel entonces. Y no ha sido usted justo con ella. ¡En absoluto! Era una mujer mucho más atractiva que como la ha retratado. Mucho más.
La encargada del guardarropa susurró a la segunda anciana:
—Señora, todos están haciendo lo mismo esta noche. Me parece a mí que el señor Bloze los ha contagiado. No hay ni una maldita palabra cierta en todo lo que ha dicho Hempitch. Yo estaba presente cuando ocurrió el accidente, porque Jim Bungnose, el clown, murió en un accidente. Y era clown, no arlequín, y tampoco era el amante de la señora Haliday. A ella ni se le habría pasado por la cabeza cortejar a Jim; era forzuda en un circo y tenía otros gustos. Además, no había ninguna señora Haliday que valga. El carpintero en Grimsby, que es donde pasó esto, era Tom Elrington, que fue mi primer marido. Y en cuanto a eso que el señor Dovercourt recuerda… ¡Todo un cuento chino!
El relato del jefe de operarios fue tan deprimente que el maestro de ceremonias trató de animar las cosas. Cualquier cambio de humor sería para mejor, así que se apresuró a señalar al siguiente narrador.
—Señor Turner Smith, le toca a usted. Es una lástima que no dispongamos de caballete, lienzo y caja de pinturas, ni siquiera de papel de dibujo y carboncillo, para que pueda ofrecernos una demostración de su arte… Una diversión plástica alternativa al caudal de genio narrativo que nos ha venido distrayendo del yermo nevado que nos rodea.
El público, integrado por artistas, aplaudió el vuelo lírico de estas palabras; todos salvo el joven de Oxford, que se limitó a decir de manera que se le oyera bien: «¡Pip, pip!». Había oído algo parecido en las reuniones sindicato. El escenógrafo vio avecinarse el peligro, pues el actor dramático ya se había sacado la pipa de la boca y estaba aclarándose la garganta, así que dio comienzo a su relato: