Capítulo 9
El sábado de la siguiente semana. Esa fue la fecha que fijaron. El dos de noviembre. Noah volvería a casa, esa vez para cenar.
Adelaide no podía creer que hubiera tenido el descaro de aceptar la invitación de la abuela, sabiendo que ella no le quería allí. Por una vez en su vida había intentado ser firme, aún a costa de ser grosera. Pero su rechazo había dejado a Noah en estado de shock… lo suficiente como para que tomara la decisión de conquistarla.
No debió haberlo desafiado. Un hombre como Noah no podía resistirse a un desafío. Era un atleta profesional, al fin y al cabo, alguien habituado a combatir lo difícil, a vencer. Debió haberlo mirado con ojos acuosos, desmayándose por él, como si esperara arrastrarlo al altar. Entonces él habría huido lo más rápido que se lo hubieran permitido sus musculosas piernas.
Había sido un estúpido error de cálculo por su parte. Y en ese momento tenía que enfrentarse a la perspectiva de pasar una tarde entera con él y comportarse con cortesía porque su abuela estaría presente.
No podría sentarse frente a él, al otro lado de la mesa, mirándolo durante toda la tarde. Sus sentimientos estaban demasiado revueltos. Había pasado dos años enteros fantaseando con Noah. Prácticamente le había acosado en el instituto, apostándose en lugares estratégicos de los pasillos simplemente porque él tenía que pasar por allí de camino a clase. Y no solo tenía que lidiar con las punzadas de aquellos recuerdos, sino también enfrentarse al hecho de que le recordaba demasiado al hombre que había cambiado su vida para siempre.
Anhelaba que la dejara en paz. Necesitaba espacio. Después de aquella fiesta de graduación de quince años atrás, había pasado el verano en suspense, intentando parecer «normal» mientras todo el mundo lloraba la muerte de Cody y ella fingía hacer lo mismo. Nadie le había preguntado por aquella noche, ni siquiera para saber si Cody había estado vivo cuando ella le vio por última vez. Quizá había resultado demasiado increíble que el muchacho más popular del instituto desperdiciara su tiempo con una simple alumna de segundo, porque ni siquiera la gente que la había visto en su compañía había mencionado su nombre. Aquello incluía a Kevin, Tom, Derek y Stephen, que la habían arrastrado a una zona distinta de la mina antes de violarla. Todos ellos se habían retirado ya cuando Cody volvió a la mina, pero por fuerza debieron de suponer que ella era la razón de su regreso.
Si ese había sido el caso, probablemente supusieron que ella no sería capaz de imponerse a Cody. O decidieron sin más mantener las bocas cerradas para proteger su propio secreto. Era todo lo que podía imaginarse.
En cualquier caso, conforme fue transcurriendo aquel verano, la gente dejó de hablar y, finalmente, la mayoría de aquellos que habían estado presentes en la fiesta se marcharon a la universidad. Y la vida de Addy se hizo algo más fácil. Se cruzaba con los padres de Cody y de Noah ocasionalmente. Pero no tenía que vivir, día tras día, con el constante recordatorio que Noah representaba.
Se había sentido tan agradecida por aquel respiro, tan aliviada cuando Noah se marchó a la universidad, que en realidad no le había echado de menos. Apenas había pensado en las ñoñas fantasías que él le había evocado, por mucho que la hubieran ocupado en otra época. Solo había experimentado angustia, miedo y arrepentimiento cada vez que había pensado en él.
Pero ahora que Noah había regresado a su vida, o, más bien, que ella había regresado a su vida, todo parecía haberse revertido de nuevo. Cody no era Noah y, pese a la conexión familiar y a su semejanza física, Addy lo tenía bastante claro. Noah no había asistido a la fiesta de graduación que había terminado de manera tan trágica. En ese momento él había estado con su mejor amigo, Baxter North, en una fiesta distinta, una que había incluido un partido de hockey a medianoche en lugar de alcohol.
–¿A dónde vas? –le preguntó la abuela, obviamente sorprendida cuando la vio recoger las llaves del coche.
–A dar una vuelta.
La abuela bajó el volumen del televisor, que había tenido puesto al máximo para compensar su deficiencia auditiva.
–¿Te sientes en condiciones de hacerlo?
Addy se subió la cremallera de la sudadera que se había puesto con unos vaqueros.
–Llevo todo el día encerrada y necesito salir de casa.
–Pero no sé si es seguro, no hasta que el jefe Stacy agarre a la persona que te secuestró –le discutió.
–Nadie me molestará mientras esté en el coche, abuela. Si el hombre que cortó la rejilla de mi puerta me imagina en alguna parte, será aquí.
A su abuela no le gustó nada que se marchara. Addy podía verlo en su expresión de desaprobación. Pero no intentó detenerla. Probablemente temía presionarla demasiado por miedo a provocar la misma reacción violenta que siempre había conseguido de su nerviosa hija.
–No tardes mucho en volver, ¿de acuerdo? Son casi las diez y media.
Addy se alegró de lo tardío de la hora. Le reportaba oscuridad y soledad, y una oportunidad de disfrutar del frío aire otoñal. Faltaba solamente una semana para Halloween, una de sus fiestas favoritas. Conservaba muchos recuerdos entrañables de los desfiles de las carrozas y de los recorridos por el pueblo pidiendo el truco-trato. Quería saborear todas las cosas buenas que asociaba con Whiskey Creek. Necesitaba también un respiro, necesitaba sentirse anónima e invisible y al mando de su propia vida, aunque su amor por su abuela la estuviera obligando a renunciar a todo aquello que la había aislado del pasado. Había imaginado que, cuando volviera, Noah y ella tendrían poca o ninguna interacción.
Su todoterreno arrancó inmediatamente, pero no sonaba bien. Durante los últimos meses, lo había llevado constantemente al taller. Estaba envejeciendo y debería cambiarlo… pero no podía permitirse un nuevo vehículo en esos momentos.
Sintiendo que el motor no iba bien, se preguntó si debería arriesgarse a salir. Pero no podía volver. Estaba empeñada en intentar encontrar aquello con lo que se habían golpeado cuando agarró el volante de la camioneta de su secuestrador. Fuera lo que fuera, habían chocado con la fuerza suficiente para producir algún daño.
Lo que quería decir que también debía de haberse producido un intercambio de pinturas.
Aunque durante todo el tiempo se había sentido muy desorientada, sabía la dirección que habían tomado nada más abandonar el sendero de entrada de la casa porque sabía a dónde él había planeado llevarla. Cualquiera que se dirigiera a la mina desde la casa de la abuela habría girado a la izquierda. Solo había una carretera en esa dirección, la principal que serpenteaba a través del pueblo, y apenas habían llevado unos minutos en el vehículo cuando ella causó el accidente.
Por lo que podía recordar, habría sido algo así como… unos trescientos metros.
Addy condujo con lentitud, estudiando cada obstáculo de su lado derecho. Cuando agarró el volante, se había echado encima, simplemente porque había sido la única manera de valerse de su peso, y se habían desviado hacia una ligera hondonada hasta dar con…
Allí estaba. El muro de bloques que separaba la tienda de máquinas cortacésped del local de Lovett’s Bridal.
Frenó tras echar un rápido vistazo al espejo retrovisor. Alguien circulaba detrás de ella, así que se detuvo donde Lovett’s y esperó a que pasara el coche antes de bajarse para examinar el muro de cerca. Aquel tenía que ser el lugar. Podía ver el golpe. El muro tenía una gran grieta y rastros de pintura. Pintura blanca.
Incorporándose, tomó una foto con su teléfono móvil. No sabía bien por qué. Simplemente deseaba tener algún tipo de prueba de que el vehículo que Kevin, Tom, Derek o Stephen había usado era blanco.
Sintiéndose inquieta por encontrarse sola y fuera de casa, se apresuró a volver a su vehículo. Pero una vez que estuvo dentro, con las puertas bien cerradas, descubrió que todavía no estaba preparada para regresar. Necesitaba tiempo para recuperarse. Así que siguió conduciendo a través del centro del pueblo, pasando por delante de A Room with a View, un hostal que había tomado el nombre de la famosa novela, y por Damsel’s Delights, lo cual le recordó que todavía tenía que darle las gracias a Noelle por la gargantilla. Pasó también por 49er Sweets, con sus barriles de caramelos; por el estudio fotográfico llamado Reflections by Callie, propiedad de una de las mejores amigas de Noah; por la ferretería de Harvey; por el Whiskey Creek Five & Dime así como por varias otras tiendas, la mayoría de las cuales no habían cambiado nada desde que se marchó.
Just Like Mom’s se acercaba desde la acera derecha. Aparte de unas cuantas decoraciones de Halloween actualizadas, tampoco había cambiado nada. Pintado de un morado algo chabacano, tenía todo un bosque de flores falsas asomando en los maceteros de las ventanas desesperadamente necesitados de un buen vaciado y limpiado. Si quería vender el local, sabía que debería vaciar aquellos maceteros, plantar flores de verdad y dar un lavado de cara al lugar entero. Pero había ido allí a ayudar a su abuela, no a hacerla enfadar. Tenía que conseguir familiarizarla con la idea de cortar lazos con Whiskey Creek.
El restaurante permanecía abierto hasta las once cada noche excepto los viernes y los sábados, que cerraba a las doce. Dado que eran casi las once, no había mucha gente dentro. Cuando pasó al lado pudo distinguir a Darlene, con su pelo rubio dorado, a través de una de las anchas ventanas, sosteniendo una cafetera de café mientras hacía la ronda.
Addy necesitaba saber cómo marchaba el restaurante, averiguar si resultaría incluso viable venderlo, y eso solo Darlene podía decírselo. Pero antes de zambullirse en la administración del restaurante, quería esperar a tener un aspecto más presentable, sin tantas evidencias de la dura prueba por la que había pasado.
Quizá lo visitara a la vuelta del fin de semana, el lunes.
Más allá del restaurante estaba el Crank It Up, la tienda de bicicletas de Noah. Se hallaba tan a oscuras como el resto de las tiendas, pero aparcó delante y miró los pósteres que resultaban visibles, gracias a la luz de las farolas, cerca de la caja registradora. Noah aparecía en uno de ellos, luciendo un moderno casco plateado, con una camiseta con el logo de la tienda y unos culotes negros que resaltaban los músculos de sus piernas, mientras se mantenía en equilibrio, perfectamente inmóvil, sobre una gran roca roja. No reconoció a los ciclistas de los otros pósteres, excepto uno autografiado del caído en desgracia Lance Armstrong.
Se inclinó hacia delante, estudiando los tuneados especiales de bicicletas para la fiesta de Halloween, así como otros objetos publicitados en el escaparate, el toldo verde que colgaba sobre la acera y los amarres para caballos de la fachada que habían sido convertidos en aparcabicis. A Noah parecía haberle ido bien.
¿Habría tenido a Cody como socio en su negocio si… si ella no hubiera causado aquel derrumbamiento?
El pensamiento del dolor que ella le había producido a Noah la ponía enferma. Ella no había tenido intención alguna de matar a Cody. Había actuado movida por la desesperación, el dolor y la humillación. Había querido escapar, simplemente.
Pero eso no cambiaba la dura realidad.
Con un suspiro, se volvió para contemplar la calle. Normalmente, adoraba las decoraciones de las tiendas en aquella época del año. Pero, esa noche, las calabazas iluminadas y los fantasmas de gasa que adornaban tantas ventanas, puertas y árboles parecían burlarse de ella. Los falsos cementerios eran todavía peores, desde que sabía que Cody había sido enterrado justo a la vuelta de la siguiente curva, en el verdadero camposanto situado junto al único hostal «encantado» de las laderas de la Sierra Nevada.
Se preguntó si el recientemente apodado Little Mary’s alojaba verdaderamente un fantasma… porque si la niña que había sido asesinada en 1871, posiblemente por su propio padre, podía volver, quizá también lo hiciera Cody.
Sintiendo un escalofrío, se frotó los brazos. No necesitaba el fantasma de Cody para sentir miedo. Sus cuatro amigos vivos ya entrañaban suficiente riesgo.
Se imaginó a Kevin, Stephen, Tom y Derek sentados en sus casas, viendo la televisión con sus mujeres o novias que no tenían la menor idea de que habían violado a una niña en sus años jóvenes. ¿Qué haría ella si fuera una de aquellas mujeres? ¿Si llegaba a descubrir que el hombre al que amaba, el hombre que dormía con ella por las noches, había cometido algo tan atroz?
«Cuéntale a alguien lo de la graduación y te mataré. Y apuñalaré también a la anciana».
Uno de aquellos hombres estaba aterrado ante la posibilidad de que se supiese lo ocurrido. Todos debían estarlo ante las posibles consecuencias. En California no existían atenuantes para la violación con agravante, y el agravante era la violación a manos de más de una persona. Habían pasado quince años, pero todavía podían ir a prisión.
El único problema era… que si daba un paso al frente, tendría también que enfrentar las consecuencias de sus propias acciones. Y aunque una parte de su ser se sentía terriblemente culpable por la muerte de Cody, la psicóloga que la había ayudado a recuperarse, una vez que salió del instituto y pudo permitirse una terapia, había insistido en que nada de todo aquello había sido culpa suya. La doctora Rosenbaum le había dicho que había sido demasiado ingenua y poco cuidadosa con la compañía que había elegido. Pero las adolescentes de dieciséis años solían ser demasiado inocentes para su propio bien. Le había dicho que Addy no había hecho nada para merecer lo que le había sucedido, nada para provocarlos. También le había advertido que necesitaba denunciar a los responsables, pero dado que Addy se había negado a darle los nombres, la cosa no había llegado muy lejos.
En cualquier caso, Addy sabía que jamás hablaría mientras su abuela estuviera viva, aunque decidiera hacerlo más adelante. La doctora Rosenbaum había convenido con ella en que sacarlo todo a la luz probablemente le haría más mal que bien, dado que no había ninguna garantía de que se hiciera justicia, de manera que al final dejó de presionarla para que le proporcionara toda la información.
Tras arrancar el todoterreno, recorrió dos manzanas más hasta detenerse frente al instituto. Seguía allí sentada, mirando la fachada de piedra con las palabras Instituto Eureka, cuando descubrió un par de faros que se le acercaban por detrás.
El corazón le dio un vuelco de pánico. Pensó que una vez más debió haber hecho caso a su abuela, hasta que descubrió el escudo de la policía en la puerta.
Derrumbada de alivio en su asiento, bajó la ventanilla mientras el coche patrulla del jefe Stacy se detenía a su lado.
–Aquí estás –le dijo él–. Tu abuela me dijo que habías salido.
–¿Me ha estado buscando?
–Tengo buenas noticias –sonrió.
Addy agarró con fuerza el volante. Dado que el jefe Stacy estaba tras la pista de un hombre que ella no deseaba que encontraran, no estaba muy segura de que su idea de una buena noticia coincidiera con la suya.
Sus siguientes palabras se lo confirmaron.
–He encontrado al dueño del cuchillo.
Intentó imaginarse, como tan a menudo había hecho, lo que pasaría si toda la horrible verdad llegara a saberse. Algunos de los ciudadanos de Whisky Creek tomarían partido, probablemente muchos. Ella tendría sus valedores, pero también sus detractores, gente que permanecería empecinadamente leal a los hombres que la habían violado. Noah y su familia probablemente se negarían a creer que Cody había hecho tal cosa. Les enfurecería que ella se hubiera atrevido a ensuciar su memoria. Y si el caso acababa en los tribunales, los abogados de la defensa harían todo lo posible por presentarla como si ella misma se lo hubiera buscado por haber vestido de manera provocadora, o por acercarse a Cody, o por… lo que fuera.
Quizá el caso ni siquiera llegara a juicio. Ella podía alegar que la habían violado, pero… ¿cómo demostrarlo después de todo el tiempo transcurrido?
Nada en aquel caso era sencillo, sobre todo en una pequeña población como aquella, en la que los Rackham y sus amigos tenían tanto poder. Solo una cosa estaba clara: nadie saldría indemne de aquello.
–¿Quién… –carraspeó– quién es?
–El agente Jones ha ido a por él. Nos veremos en la comisaría –señaló con el pulgar a su espalda–. Me gustaría que nos acompañaras, para ver si algo en él te resulta familiar de aquella noche.
¿Aaron Amos?
Addy casi se desmayó de alivio cuando vio quién estaba sentado en la dura silla de plástico de la comisaría de policía. Era imposible que Aaron hubiese sido el hombre que la atacó. No tenía ninguna relación con lo que había sucedido en la mina, ni siquiera había sido invitado a la fiesta.
–Se han equivocado de hombre –dijo antes de que Stacy pudiera preguntarle.
–¿Qué? –hizo una seña al agente Jones, que había estado sentado junto a Aaron, para que se hiciera a un lado.
–No puede ser él –insistió ella. Aaron no había tenido ninguna manera de saber lo ocurrido la noche en que murió Cody, y mucho menos tener una razón para arrastrarla hasta la mina. Además, apenas le conocía. Aunque habían estado en el mismo curso, habían sido como los polos opuestos del espectro social. Ella había sido una estudiante de matrícula, de los primeros de la clase; él había conseguido que le expulsaran del centro varias veces por pelearse o saltarse las clases, y a duras penas había conseguido graduarse. No habían tenido contacto real alguno. No se imaginaba alguien menos culpable que él.
–Ya os dije que no fui yo –Aaron se levantó como para marcharse, pero Stacy le bloqueó la salida.
–Espera un momento. Siéntate. No hemos acabado.
–Por supuesto que no –replicó Aaron–. Siempre anda inventando alguna excusa para meterse conmigo.
–Pues vas a meterte todavía en mayores problemas si no cierras la maldita boca –le advirtió Stacy.
Aaron se dejó caer nuevamente en su silla. Estaba más alto y fuerte de lo que Addy recordaba, y no había perdido su atractivo de chico rebelde: solo que parecía más inquieto, amargado y furioso. Era, después de todo, uno de los «Temibles Cinco», como llamaban en el pueblo a los chicos Amos. Desde que su padre fue a prisión por apuñalar a un hombre durante una pelea de bar, los cinco habían tenido que desenvolverse solos. Dylan, el mayor, había abandonado los estudios a los dieciocho años para hacerse cargo del taller de chapa y pintura de su padre. Se las había arreglado para sacar adelante el negocio y mantener juntos a sus hermanos, y ahora que eran mayores, los tenía a todos contratados. Pero no había conseguido que dejaran de meterse en problemas. Que se hubiera esforzado a fondo por evitarlo resultaba discutible; antes de que conociera a Cheyenne, a menudo había sido un entusiasta participante en esos mismos problemas. Addy había estado viviendo a una hora y media de allí y aun así había sabido de las ocasionales detenciones de Aaron y de sus hermanos. A Ed le encantaba escribir sobre los conflictivos hermanos Amos.
El jefe Stacy se volvió hacia ella.
–¿Cómo sabes que no es él? Este hijo de su madre siempre ha sido un alborotador.
–Eso no le convierte en culpable de haberme secuestrado.
–Es el dueño del cuchillo que encontré entre tus plantas –recogió la navaja del centro de la mesa, como si el hecho de verla pudiera recordarle lo irrecusable de la evidencia–. ¿Quién si no podría ser?
Addy podía entender que a Stacy le gustara que Aaron fuera el responsable. Esa era la respuesta fácil y rápida. Stacy se moría de ganas de dar una lección a los Amos, para enseñarles quién mandaba en el pueblo. Pero Aaron no era un secuestrador ni un violador en potencia. Aparte de alguna que otra pelea de bar de poca importancia, nunca había sido detenido por actos violentos, razón por la cual siempre se había librado de la cárcel mediante multas o trabajos para la comunidad. Stacy pensaba que por fin le había atrapado y pensaba hacérselo pagar.
–Yo… simplemente sé que no fue él –se preguntó por un momento si Kevin, Tom, Stephen o Derek le habrían sobornado con dinero o lo que fuera. Pero Aaron no era la clase de tipo que se dejara manipular por nadie. Quienquiera que fuera que la hubiera sacado de la cama, no era alguien tan duro y amargado. Su secuestrador había estado asustado, él mismo, de sus propias acciones. «¡Calla! ¡Yo… no soy de esos!», le había dicho con tono suplicante, desesperado.
Aaron no se habría comportado de esa forma.
–El hombre que me secuestró no tenía una voz distintiva, pero tampoco tenía la de Aaron –dijo.
El jefe de policía le sacó una silla, como indicándole lo mismo que le había dicho a Aaron: «siéntate porque aún no hemos terminado».
–Necesitas tomarte tu tiempo y pensar con calma –le advirtió–. Los recuerdos pueden ser traicioneros. Y, como te he dicho, tenemos una evidencia de peso que le vincula con la escena del delito. Este cuchillo es suyo. Tengo a varias personas que lo afirman –señaló a Aaron con la cabeza–. Él lo ha admitido incluso, dice que fue un regalo de Navidad de su hermano mayor.
Aaron entrecerraba los ojos cada vez que clavaba la mirada en el jefe de policía, pero a ella no parecía guardarle rencor alguno. Gracias a Dios. Aquella mirada, y la tensión de su cuerpo, le recordaban a una serpiente enroscada y lista para atacar.
–Alguien debió de haberla sacado de la guantera de mi coche –le dijo a Addy–. Ni siquiera la eché en falta hasta que este tarado… –señaló a Jones, que se hallaba de pie a su espalda– apareció en Sexy Sadie’s y me explicó lo de su hallazgo como una excusa para sacarme de bar. Yo no te he amenazado con matarte, y jamás amenazaría a una anciana. Puede que sea un granuja, pero no esa clase de granuja.
Addy creía en él, pero de la policía no podía afirmar lo mismo. Stacy parecía convencido de que ya había resuelto el caso.
–¿Cómo sabes que Milly fue amenazada si, según tú, no estuviste allí? –le preguntó el jefe de policía.
Aaron soltó una exclamación de incredulidad.
–¿Está de broma? Todo el mundo lo sabe. Vivimos en un pueblo pequeño, razón por la cual se da usted esos aires de importancia.
–Te dije que cerraras la boca…
Addy los interrumpió, antes de que la situación empeorara.
–¿De qué color es tu vehículo?
Ambos se miraron sorprendidos.
–Tiene una camioneta negra. ¿Por qué? –inquirió Stacy.
–Es igual, esto no nos va a llevar a ninguna parte, jefe. No es él. Él… él no tenía razón alguna para hacerme lo que me hizo el verdadero culpable.
El jefe de policía la miró ceñudo.
–Intentó violarte. Esa fue la razón.
Aaron dio una patada a la mesa.
–¡Ni siquiera sabía que Adelaide estaba en el pueblo! Además, ¿por qué necesitaría yo violar a alguien? La noche en que ella fue secuestrada yo estaba en la cama con Shania Carpenter.
Addy se le quedó mirando con la boca abierta.
–¿La novia de Cody Rackham?
–Hace ya bastante que murió Cody –se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa–. Ella sigue llorándolo, y preferiría tener a su hermano a falta del otro, pero a mí no me importa. Supongo que eso me hace sentirme seguro –añadió con una risita–. De cualquier forma –poniéndose serio, se dirigió nuevamente a Stacy– ella estuvo en mi casa durante toda la noche. Responderá por mí.
–¿Cómo es que entonces terminó tu cuchillo en el jardín de Milly? –le preguntó Stacy.
–Ya se lo he dicho. Alguien debió de sacarla de mi camioneta
–¿Quién?
–¿Cómo diablos voy a saberlo? Cualquiera pudo haberlo hecho. Yo nunca echo la llave a mi vehículo. Nunca he sentido la necesidad. La mayoría de la gente no quiere arriesgarse a lo que yo podría hacerles si les agarro robándome algo. Y la dejo aparcada por todo el pueblo: en Sexy Sadie’s, el body shop, mi casa…
–¿Dónde está?
Una voz firme y tranquila a la vez que amenazadora interrumpió la conversación, procedente de la entrada del edificio. Addy miró por la ventana interior y vio a Dylan Amos atravesando la zona de recepción como un toro cargando contra un trapo rojo.
Llevaba el pelo de un lado en punta, con lo que supuso que estaría durmiendo cuando recibió la llamada de que habían detenido a su hermano. En circunstancias distintas, aquel desaliño suyo le habría dado un aspecto juvenil, inofensivo incluso. Pero la manera que tenía de apretar la mandíbula y la dureza de su mirada la convencieron de que si pretendía desahogar su furia, iba a ser de todo menos inofensivo.
Alguien que había visto la detención de Aaron en el Sexy Sadie’s debía de haberlo alertado, pensó Addy. Dudaba de que a Aaron le hubieran permitido llamarle. Aquello podía ser lo que había enfurecido tanto a Dylan.
–¡Estoy aquí, Dyl! –gritó Aaron. Parecía casi más alterado que antes, ahora que su hermano estaba también involucrado.
Dylan pasó de largo por delante del agente Willis, que hizo un débil intento por detenerlo, sin éxito. Una vez superada la primera línea de defensa, entró en la pequeña sala de interrogatorios como si tuviera todo el derecho a hacerlo; incluso empujó con el hombro al agente Jones para que se hiciera a un lado.
–¿Qué diablos está pasando aquí? –le preguntó a Stacy.
El jefe de policía alzó las manos como para apaciguarlo, pero su voz adquirió un tono de advertencia.
–Tranquilízate, Dylan. Esto no tiene nada que ver contigo.
–Lo tiene si tiene que ver con mi hermano –la mirada de Dylan se posó en Aaron–. ¿Qué has hecho?
Aaron suspiró mientras se pasaba las manos por el pelo.
–Nada. Pero me acusan de un montón de cosas. Secuestro. Agresión. Intento de violación. Van a por mí con todo lo que pueden.
Dylan cerró los puños.
–¿Violación?
Aaron miró por un instante aquellos puños cerrados, pero ni se inmutó. Se enderezó en su asiento.
–Yo no lo hice.
–Esto es condenadamente grave, Aaron –le dijo su hermano–. No estaré a tu lado si has caído tan bajo.
–¿De qué estás hablando? –Aaron se levantó–. ¡Si quieres pegarme, pégame ya, maldita sea! Pero te lo juro por Dios, Dyl. Tú me conoces. Jamás le haría daño a una mujer.
Dylan le miró fijamente como si estuviera sopesando lo que acababa de oír con lo que sabía de su hermano. Luego, llegando aparentemente a la conclusión de que Aaron estaba diciendo la verdad, se relajó y se volvió hacia Stacy.
–Él no lo hizo.
–Nosotros no lo sabemos.
–Yo sí lo sé. Así que tal como yo lo veo, tiene dos opciones, jefe. O le acusa, en cuyo caso mi hermano contrata un abogado, paga la fianza y usted le deja en libertad con cargos. O le suelta ahora mismo.
Stacy odiaba a Dylan todavía más que a Aaron. Addy podía sentir la hostilidad en la habitación. Al igual que el agente Jones y que el agente Willis, que le había seguido hasta la puerta de la sala. Ambos movían los dedos, nerviosos. Hacer quedar a Stacy como un estúpido era un pecado capital. Pero Addy creía que Dylan sabía lo suficiente de derecho criminal como para saber que estaba en lo cierto. Si Stacy pretendía denunciar a Aaron, este tenía derecho a un abogado. Y si no iba a acusarlo, y Aaron se negaba a hablar, tenía que soltarlo.
Ella contuvo el aliento mientras esperaba, confiando en que Stacy diera un paso atrás. Lo único que tenía como prueba era una navaja que había sido encontrada en el lugar equivocado. Una navaja que no tenía huella dactilar alguna. A no ser que encontraran alguna prueba forense de que Aaron había estado en su habitación, o un testigo que le hubiera visto con ella aquella noche, el fiscal no tendría base suficiente para acusarle, sobre todo si Shania respaldaba la coartada de Aaron.
–Se ha equivocado de hombre –insistió ella de nuevo–. Yo creo… creo que debería soltarlo, jefe.
Una gota de sudor resbaló por el pelo de Stacy. No hacía calor en la habitación, pero el hombre estaba algo obeso y muy rabioso.
–Está bien –espetó–. Vete. Por ahora. Pero esto no ha acabado. Pienso hablar con Shania inmediatamente, y asegurarme por todos los medios de que me diga la verdad.
–Ya sabe dónde vive –Aaron les lanzó a todos una burlona sonrisa y se marchó, pavoneándose.
Dylan se quedó unos segundos más. Meneando la cabeza, se quedó mirando fijamente al jefe de policía.
–¿Es necesario que esto se convierta en un asunto tan personal?
Stacy enganchó los pulgares en su cinturón.
–Ese chico es una mala hierba.
Un músculo se tensó en la mejilla de Dylan.
–Todavía tiene que enderezar su vida.
El jefe de policía jugueteaba con la navaja, que Aaron ni siquiera se había molestado en recuperar. Probablemente sabía que no podía hacerlo. Se la consideraba una prueba.
–Si no lo hace, algún día se llevará su merecido.
–Yo se lo diré. La aprobación de usted significa mucho… para todos nosotros.
Si Addy hubiera estado de humor para reírse, habría soltado una carcajada ante el sarcasmo de Dylan.
Stacy masculló algo por lo bajo, pero Dylan la ignoró y la miró.
–Lamento lo que te ha pasado.
No conocía al mayor de los Amos. Le sacaba cuatro años y había salido ya del instituto para cuando ella era estudiante de primer año. Solo sabía lo que había oído de él. Poco de todo ello era bueno, y sin embargo le caía bien.
–Me recuperaré.
Él asintió con la cabeza, aprobador.
–Bien –repuso, y dicho eso se reunió con Aaron, que esperaba en la antesala.
Una vez que se hubieron marchado, Stacy empujó una silla contra la pared.
–Terminarás lamentándolo si me has obligado a soltar al culpable –despotricó.
Addy se levantó de la silla.
–Él no es culpable.
–Ni siquiera aunque Shania alegue que estuvieron juntos, me fiaré de él.
–No es solamente esa coartada lo que me convenció. Yo sabía que no era él desde el principio, ¿recuerda?
La miró ceñudo.
–¿Cómo?
Tuvo que desviar la mirada. Tenía miedo de que descubriera que no estaba apoyando del todo sus esfuerzos.
–No solo su voz no era la de aquel tipo. Su olor tampoco.
–Su olor. ¿Vamos a guiarnos ahora por su olor?
–La colonia del secuestrador. Era muy especial.
–¿En qué sentido?
–No puedo explicarlo. Pero lo sabré si la vuelvo a oler.
–Quizá no se la echó esta noche.
–Pero aun así habría olido a ella…
Stacy vaciló, y luego maldijo por lo bajo.
–Está bien, veremos por ahora si tus intuiciones y tus recuerdos funcionan. Pero de una manera o de otra, atraparé el canalla que te secuestró. Y si es uno de los hermanos Amos, tanto mejor.
Addy se marchó después de aquello. No quería seguir viendo al jefe Stacy. Era demasiado vehemente, estaba obsesionado. Y obviamente tenía una agenda propia.
A ella la había preocupado que pudiera acusar a la persona adecuada. ¿Pero y si acusaba a la persona equivocada? Por lo que a ella se refería, la consecuencia sería la misma, ¿no? Si Stacy intentaba armar una acusación contra Aaron Amos, ella tendría que intervenir. No podría quedarse de brazos cruzados y dejar que destrozaran la vida de un inocente.