Capítulo 5
El jefe Stacy aporreó la puerta de la casa a primera hora de la mañana. La abuela, siempre tan madrugadora, estaba levantada, pese a que se había acostado de madrugada. A pesar de los desafíos a los que se había enfrentado, se aferraba rígidamente a su rutina.
Cuando Adelaide la oyó saludar al jefe de policía e invitarlo a entrar, enterró la cabeza bajo la almohada. Le dolía todo el cuerpo y estaba tan cansada… Quería seguir durmiendo durante una semana entera, en vez de arrastrarse fuera de la cama para responder a un millón de preguntas. Ahora que estaba a salvo y tenía algo de perspectiva sobre lo ocurrido durante las treinta últimas horas, podía ver claramente que quienquiera que le hubiera arrojado a la galería de la mina lo había hecho a modo de advertencia, nada más. La había pegado, pero solo cuando ella intentó resistirse. Era incluso posible que, si ella no hubiera regresado al pueblo, él hubiera vuelto a la mima para asegurarse de que no había muerto. Si realmente hubiera planeado matarla, más fácil habría sido arrojarla al río.
«Cuéntale a alguien lo de la graduación y te mataré. Y apuñalaré también a la anciana, ¿me entiendes?».
¿Qué sentido habrían tenido aquellas palabras si hubiera dado por hecho que ella no seguiría viva para hablar?
Lástima que se hubiera tomado el esfuerzo de secuestrarla para nada. Adelaide no pensaba decir una palabra sobre lo que había sucedido cuando tenía dieciséis años… con o sin la posibilidad de un peligro inminente. Lo único que había conseguido el tipo era generar un misterio para que lo resolvieran los demás. Gracias a él, ahora ella tendría que lidiar con el jefe Stacy.
–Te habría llamado cuando ella llegó a casa, pero no quería despertarte de madrugada –oyó que le explicaba la abuela.
–Como te dije esta mañana, estoy disponible en cualquier momento en que me necesites –respondió él–. Forma parte de mi trabajo.
Adelaide casi podía verlo sacando pecho mientras hablaba. Si no hubiera seguido con la cabeza enterrada bajo la almohada, habría puesto los ojos en blanco y mirado al techo.
–Estás tan consagrado a tu oficio… –comentó la abuela con entusiasmo–. Whisky Creek tiene mucha suerte de poder contar contigo.
Que era, sin duda, el cumplido que él había estado buscando.
O quizá estuviera siendo sincero. Y quizá simplemente Adelaide se encontrara de un pésimo humor.
–¿Quieres una taza de café?
–No lo dudes. Tu café es el mejor del pueblo.
–¿Mejor que el del Black Gold? –inquirió sorprendida.
–Igual de bueno –bandeó la pregunta.
Solo en ese momento se convenció Adelaide de que era un mentiroso. El café de la abuela no era una de sus virtudes: era sencillo y barato, ya que ella era incapaz de detectar la diferencia con el bueno de verdad.
–Luego me gustaría hablar con Adelaide, si es posible –estaba diciendo Stacy.
–Por supuesto. Se lo diré para que se vaya vistiendo.
Oyó el ruido del andador de su abuela arrastrándose por el suelo de tablas del pasillo hasta que se detuvo ante su puerta. No se molestó en llamar. Respetar la intimidad de Adelaide no tenía para ella ningún sentido. Adelaide siempre sería su pequeña: no importaba que tuviera tres años o treinta.
–¿Addy? –asomó la cabeza–. El jefe Stacy está aquí. Le gustaría hablar contigo.
La electricidad estática hizo que se le pusiera el pelo de punta cuando apartó la almohada.
–Ya le he oído. Ya voy.
–Tienes unos minutos mientras le ofrezco una taza de café.
¿Unos minutos? En ese tiempo apenas sería capaz de vestirse y de pasarse un peine por el pelo. Consciente de que debía de parecer como si la hubieran arrastrado bajo los cascos de un caballo, reprimió un suspiro.
–Ahora mismo.
Clonc, ras. Clonc, ras. El ruido del andador de su abuela se fue apagando mientras Adelaide apartaba las mantas y se sentaba. Esperaba un dolor de cabeza. La noche anterior había tenido uno fortísimo. Pero su cabeza parecía ser la única parte de su cuerpo que no le dolía.
Dio gracias a Dios por aquel pequeño favor.
Se puso unos vaqueros y una camiseta naranja, evitando rozarse con los vendajes que le había puesto Noah. Y evitando también el recuerdo de sus manos firmes y tiernas. Fue luego al baño, se cepilló los dientes y se recogió el cabello antes de dirigirse al salón.
Sentado en la antigua mecedora de su abuela, el jefe Stacy parecía perfectamente cómodo con su humeante taza de café y su rebanada de tarta de castañas y canela. Quizá el café de la abuela no fuera nada especial, pero sus tartas eran de otro mundo. Por supuesto, sus recetas eran de la «vieja escuela», lo que quería decir que tenían azúcar, grasas y colesterol suficiente para provocar un ataque cardíaco a cualquiera. Hacía tiempo que Adelaide quería introducir unas cuantas opciones nuevas, sanas y ecológicas, por lo menos por lo que se refería a los platos del restaurante.
Pensó que todavía podía seguir intentándolo.
Eso si duraban lo suficiente en el negocio…
–Hola, Addy –dejando su plato y su taza en una mesa, el jefe se levantó para saludarla.
Fue una situación incómoda, ya que Adelaide no sabía si el hombre pretendía abrazarla o darle la mano. Había sido un agente normal y corriente mientras ella vivía en el pueblo, una posición ligeramente menos importante que la que en ese momento ostentaba, pero se acordaba de él. Había comido en Just Like Mom’s una vez por semana o así; ella misma le había servido.
Fue ella la que le tendió la mano, como indicándole que prefería esa clase de saludo, y él se comportó como si fuera también el que había esperado.
–Me alegro de que estés bien –le dijo.
Addy forzó una expresión agradable mientras se estrechaban las manos.
–Y yo.
Una vez que ella se hubo sentado, el jefe Stacy adoptó una expresión de aparente preocupación.
–¿Puedes contarme lo sucedido?
–Claro. Aunque no hay mucho que contar.
Él volvió a su asiento, pero no recogió ni el café ni la tarta. Sacó papel y bolígrafo. Whisky Creek era un lugar muy tranquilo. Un secuestro sería el gran caso de su vida para un policía rural como Stacy: algo que podía encumbrar o quebrar su carrera.
Lástima que ella no fuera a facilitarle nada que pudiera ayudarlo a resolverlo. Incluso aunque, como víctima, pudiera ser completamente sincera sobre lo que sabía y recordaba, no pensaba enfrentarlo con un secuestrador tan astuto. Stacy le parecía un tipo excesivamente confiado en sí mismo y a la vez excesivamente falto de experiencia. Por lo que ella podía recordar, a lo máximo que había tenido que enfrentarse había sido a la desaparición de algún perro o de algún caballo escapado. Para un policía de Whiskey Creek, el acontecimiento más importante del año era encargarse de la seguridad del desfile del Cuatro de Julio o del festival del Día de la Victoria cada Navidad.
–Empieza desde el principio –le pidió.
Entrelazando los dedos, Adelaide bajó la mirada a las uñas que se había roto.
–Antes de irme a la cama, abrí la puerta de mi habitación…
–¿La que da directamente a la calle?
–Al porche. Sí.
–Porque…
–Necesitaba respirar aire fresco.
Él enarcó las cejas.
–Estamos en otoño –dijo.
Poco deseosa de delatar la mano larga de su abuela con el termostato, quitó importancia al detalle.
–Mi habitación se ha usado muy poco desde que me marché. El ambiente era un poco… sofocante.
–Así que abriste la puerta para airearla.
–Sí. Estaba la rejilla, por supuesto. Cerrada.
–Una rejilla es muy poca protección.
Como si no se sintiera ya lo suficientemente estúpida, pensó Adelaide.
–No me preocupaba demasiado la protección. No aquí, en casa –no fue hasta que desobedeció a su abuela, en los tiempos en que estudiaba en el instituto, y se aventuró a acercarse a aquella mina, que empezó a meterse en problemas. Y señalarle que debería haberse sentido segura en un pueblo donde se suponía que él debía proteger a todo el mundo sería como echarle la culpa de lo sucedido.
–Nada como esto había sucedido antes aquí –repuso él, dando marcha atrás.
–Razón por la cual no me preocupé de nada. Pero alguien… un hombre, cortó la rejilla, me sacó de mi cama y me llevó a la vieja mina.
–¿La mina Jepson, donde se mató Cody Rackham?
El miedo de que, a largo plazo, pudiera verse implicada en la muerte de Cody le provocó un nudo en el estómago. Pero había esperado esa inmediata asociación. Whisky Creek había tenido su dosis de tragedias, como cuando el padre de Dylan Amos apuñaló a su oponente en una pelea de bar, o como cuando Phoenix Miller utilizó el Buick de su madre para atropellar a su rival, por citar solamente dos casos. Aunque la acaudalada, popular y atractiva familia Rackham siempre había generado un gran interés.
–Donde Cody… murió. Sí –respondió.
–¿Tu secuestrador te…? –la manera en que Stacy bajó la voz y lanzó una mirada de advertencia a la abuela le dijo a Adelaide lo que estaba a punto de preguntarle.
Ella se adelantó para ahorrarle el esfuerzo de formular el resto de la frase.
–No, no me violó.
Stacy infló su pecho como si su respuesta le hubiera permitido respirar profundo por primera vez desde que llegó. Incluso dejó el bloc y el bolígrafo sobre la mesa para requerir su café y su tarta.
–Me alegro de escuchar eso –le dio un gran mordisco, y se detuvo luego para lanzarle una mirada escrutadora–. Me lo dirías si lo hubiera hecho, ¿verdad? –dijo mientras masticaba–. Me doy cuenta de que existe un cierto… estigma asociado a la palabra, al acto mismo, pero yo no podría ayudarte si no fueras sincera conmigo…
Se le había secado tanto la garganta que apenas podía hablar.
–No me violó –pero podía recordar claramente la otra ocasión, cuando sí que lo hizo…
–Así que te despertó cuando estabas en la cama. ¿Y luego qué? Cuéntamelo con todo detalle.
Ella se aclaró la garganta.
–Me susurró que me haría daño a mí y a mi abuela si gritaba. Luego me ató las manos, me puso una venda en los ojos y me obligó a subir a su camioneta, o a su todoterreno.
–Estás segura de que era una camioneta o un todoterreno.
–Por el sonido del motor y la distancia al suelo… sí –eso era cierto, pero muy poco revelador. Prácticamente todo el mundo en aquella zona poseía un vehículo de ese tipo.
–¿Viste el color, o el modelo?
–No. Tenía demasiado apretada la venda –y cuando intentó quitársela, él se puso nervioso y la pegó. Esa fue la primera vez que la pegó, pero no la más dolorosa, solo un golpe en la mejilla.
–¿Y antes de que te pusiera la venda? ¿Fuiste capaz de verlo?
Deseó poder decirle al jefe de policía que se olvidara del incidente, pero sabía que eso solo le haría sospechar de su reacción. Tenía que actuar como si quisiera que capturaran a su secuestrador.
–Solo un vistazo.
–¿Y?
Tragó saliva.
–Me temo que no puedo darle una descripción. Estaba muy oscuro y él llevaba un pasamontañas.
Stacy frunció el ceño mientras formulaba otra pregunta.
–¿Llevaba los brazos al descubierto? ¿Algún tatuaje o alguna marca de nacimiento?
–Iba completamente cubierto.
–¿Qué llevaba?
–Pantalones y sudadera negros –eso era cierto, pero la sudadera llevaba un logo extraño, un logo amarillo con la dirección de una página web que era fácil de recordar. Gracias al resplandor de la luna llena que se filtraba por la rejilla, había distinguido la dirección web: www.SkintightEntertainment, antes de que llegara a ponerle la venda. Pero solo le estaba dando a Stacy una información genérica, la que consideraba suficientemente inofensiva. Por lo que sabía, esa dirección podía estar relacionada con el lugar de trabajo del culpable y llevar, por tanto, a la policía directamente a él.
–¿Era su ropa especialmente cara o barata? –inquirió Stacy–. Quiero decir… –se inclinó hacia delante, como suplicándole con su lenguaje corporal–, ¿advertiste algo que pudiera ayudarnos a identificarlo? ¿Qué clase de tipo era?
Un tipo que llevaba una marca de colonia que normalmente le habría gustado. Recordaba eso también… pero ese era un detalle que pretendía guardarse para sí misma.
–Un pantalón sencillo de trabajo y una sudadera sencilla, sin marca. Como comprados en cualquier tienda comercial.
Él volvió a dejar su taza sobre la mesa para tomar unas pocas notas.
–¿Puedes decirme lo alto que era?
Desde el principio había intuido el sentido de aquella visita, lo que le había inspirado un terror inmediato. Y el secuestro había sucedido muy rápido. Dudaba que pudiera contestar a todas las preguntas de Stacy incluso aunque hubiera querido que arrestaran al culpable.
–Más o menos de mi estatura –ignoraba si eso era cierto. Habría podido ser unos dos o cuatro centímetros más alto, o más bajo, pero la medida de uno ochenta y tres sonaba a estatura media masculina. Estaba adornando la descripción, cambiando esto o aquello, describiendo a una persona que no existía, así que… ¿qué importaba eso?
–¿Y su constitución?
Esa vez no tuvo que inventarse nada. La verdad describía a una proporción muy alta de la población masculina, de modo que podía responder con sinceridad.
–Era… bastante musculoso, supongo. Pero no exagerado.
–¿Podrías calcular su peso?
Eligió la respuesta más probable, dada la altura y la constitución que le había facilitado ya.
–Unos noventa kilos. No puedo recordarlo, para ser sincera.
Stacy dio otro mordisco a la tarta.
–¿Qué me dices de su edad?
–¿Mediana? –ciertamente no quería decirle que era cercana a la suya, que era lo que pensaba. De todas formas, eso no resultaba fácil de determinar en una situación semejante.
–¿Hablaba con algún acento, ceceo o… decía palabrotas? Su voz, ¿tenía algo distintivo?
Su secuestrador le había hablado con un ronco murmullo. Eso no le había evocado el recuerdo de nadie en particular, pero la había transportado de nuevo a lo que había experimentado quince años atrás, inundándola con las mismas imágenes que habían presidido sus peores pesadillas. Recordó sus palabras: «¡quédate quieta, maldita sea!».
En retrospectiva, sin embargo, cuando examinaba los detalles de su agresión más reciente, había percibido que el hombre no había disfrutado en absoluto con lo que había estado haciendo. Sobre todo una vez que ella empezó a temblar, a llorar y a suplicarle que no volviera a violarla. Había mascullado, y solo en ese momento ella se acordó de ello: «¡Calla! ¡Yo… no soy de esos!».
–¿Adelaide? –la voz de Stacy interrumpió sus reflexiones.
–¿Sí?
Ella levantó la mirada.
–Te he preguntado si su voz tenía algo distintivo.
–Oh –se secó las palmas de las manos en los muslos–. No.
Stacy dejó su taza sobre el plato.
–¿Sabes de algún motivo por el que alguien querría hacerte daño? Si no te… violó, ¿qué quería? ¿Te pidió algo? ¿Te exigió dinero?
–No –se encogió de hombros–. Al principio, yo… yo pensé que tenía intención de violarme, pero…
–Parece que te resististe con uñas y dientes. Lamento lo de tus heridas.
Su compasión hizo que se sintiera culpable por escamotearle la verdad, pero tenía que hacer todo lo posible por eludirlo.
–Ya estoy bien, gracias. Solo son… rasguños de poca importancia. Me recuperaré.
–Le obligaste a cambiar de idea. Me siento orgulloso de ti por eso.
Había sido su secuestrador quien había hecho posible su resistencia al atarle las manos por delante, y no detrás de la espalda. No pudo soltarse hasta que estuvo dentro de la mina, pero pudo usarlas… como cuando intentó quitarse la venda. Aquel error táctico le dio la impresión de que no era un hombre acostumbrado a secuestrar a gente. Había optado por lo más cómodo y rápido porque había tenido prisa y miedo a ser sorprendido, posiblemente por la abuela. Quizá había confiado en que sus amenazas y el cuchillo que llevaba bastarían para amedrentarla.
En cualquier caso, se sentía todavía más incómoda por culpa del cumplido de Stacy que lo que se había sentido antes. No estaba buscando elogios. Esperaba ofrecer un cierto grado de verosimilitud, armar una historia coherente, para que la curiosidad del policía quedara satisfecha y ella pudiera salir del foco de atención lo antes posible.
–En un momento determinado, murmuró que no podía seguir adelante con aquello y simplemente… me arrojó a la mina.
Se había inventado aquel cambio de intenciones en el tipo. Porque él ni siquiera había intentado violarla. Si ella había forcejeado había sido porque había tenido miedo de que pudiera hacerlo. Había estado tan convencida de que iba a volver a sufrir lo que había padecido con dieciséis años que, una vez que estuvo fuera de la casa y se convenció de que su abuela no corría peligro, se había resistido con todas sus fuerzas y a punto estuvo de provocar un accidente. El sonido de la carrocería al rozar con algo le dijo que el vehículo había sufrido algún daño. Fue entonces cuando él la golpeó, con fuerza. Aparte de eso, y del momento en que casi consiguió quitarse la venda, no la había pegado.
–Eso no quiere decir que no vaya a intentar violar a alguna otra –dijo Stacy–. Encontraré a ese tipo. Te lo prometo.
Esperaba que no. Eso era lo último que necesitaba: un hilo que acabara desenredando el pasado. Una minuciosa investigación podría acabar asustando al hombre que se había presentado en su dormitorio. Y entonces no cabía la menor duda sobre lo que podría llegar a hacer. El miedo podría empujarlo a correr riesgos que de otra manera no tomaría. Que era lo que le había pasado a ella cuando intentó estrellar el coche.
–¿Hay algo más que recuerdes?
Meneó la cabeza. Podría probablemente describir a Tom Gibby, a Kevin Colbert o a cualquiera de los demás y Stacy seguiría sin sospechar de ellos. Habían sido muchachos atletas, populares, buenos estudiantes… y aparentemente adultos que se habían instalado bien. Tom Gibby era funcionario postal y «el marido y padre más devoto de todos, un verdadero hombre de familia». Y el «entrenador» Colbert estaba casado con su amor del instituto y tenía tres hijos. Adelaide no había preguntado a Noah por Derek Rodríguez ni por Stephen Selby. No había querido hilvanar aquellos cuatro nombres juntos. Pero dudaba que Derek o Stephen figuraran a la cabeza de la lista de sospechosos del jefe Stacy, no más que Kevin o que Tom. Ciertamente no habían hecho nada fuera de lo normal desde sus tiempos del instituto. O, si lo habían hecho, nadie sabía nada. La abuela la había visitado regularmente durante todos los años que ella había estado fuera, y habían hablado por teléfono cada pocos días cuando no estaban juntas. Si algún conocido del pueblo hubiera sido acusado de algún delito, ella se habría enterado. También recibía el Gold Country Gazette, el semanario de Whiskey Creek, en su apartamento de Davis. Así que incluso aunque su abuela no hubiera mencionado un arresto, el periódico sí que lo habría hecho. Si se había suscrito había sido precisamente por eso.
Durante los trece años que ella estuvo fuera, todo había estado perfectamente tranquilo.
–No pasa nada –dijo Stacy–. Aun así, lo agarraré.
–Rezo para que lo consigas –quien habló fue la abuela, que había estado escuchando en silencio pero con atención.
El jefe Stacy se inclinó de nuevo hacia ella. Tenía que resolver el peor delito cometido en Whisky Creek desde hacía al menos una década, y acababa de prometer que encontraría al culpable, pero no tenía nada sólido para empezar.
–¿Por qué tú?
Deseosa de que aquello terminara de una vez, Addy entrelazó con fuerza los dedos mientras buscaba una explicación que él pudiera encontrar plausible.
–He visto… en varios programas sobre forenses que la mayor parte de los delitos son delitos de oportunidad. Supongo… supongo que se lo puse demasiado fácil al dejarme la puerta abierta –en esencia, estaba asumiendo ella misma la culpa. Se lo merecía en cierta manera, pero no por haberse dejado la puerta abierta, sino por haber metido la nariz y participado en aquella estúpida fiesta de graduación. La abuela ya le había advertido que no lo hiciera.
Ojalá le hubiera hecho caso.
–Tiene que haber algún detalle, alguna pista que nos estamos dejando –dijo Stacy.
–A mí no se me ocurre ninguna ahora mismo –repuso Adelaide–. Pero… si recuerdo algo, le llamaré.
Él se guardó su bloc y su bolígrafo en el bolsillo.
–Encontré un objeto interesante que quizá pueda ayudarnos.
Adelaide sintió una opresión en el pecho.
–El hombre que te atacó debió de perder el cuchillo cuando estuvo forcejeando contigo, porque encontré esto… –estiró una pierna para poder sacarse algo del bolsillo del pantalón– entre las flores que hay al pie de la puerta de tu dormitorio.
Si se hubiera tratado de una navaja normal y corriente, Adelaide no le habría prestado mayor atención. Pero tenía un lobo tallado en el mango, algo que no se veía todos los días.
Pensó a toda velocidad.
–¿No se le pudo haber caído a otra persona?
–Lo dudo. Con lo mucho que ha llovido en verano y la lluvia que está cayendo este otoño… –sacó la hoja–, se habría oxidado de haber quedado expuesta a los elementos durante cierto tiempo –señaló el reluciente acero–. Mira esto. Está perfecta. Alguien adoraba esta navaja.
Permaneció sentada en silencio, con el corazón latiendo acelerado, sudorosas las palmas de las manos.
–Entonces… ¿no lo viste con ella en la mano? –le preguntó él.
–Él… él me dijo que tenía un cuchillo. Pero… no se lo vi, no. Y yo… yo supuse que lo llevaba consigo durante todo el tiempo.
Stacy examinó el relieve.
–De acuerdo, seguiré preguntando. A ver si alguien puede identificar al propietario.
–Debió de haber usado esa navaja para cortar la rejilla –sugirió la abuela–. ¿Tenía huellas?
–Por desgracia, no. Supongo que las limpió bien antes de venir aquí.
–Él… él llevaba guantes –dijo Adelaide–. Lo recuerdo de cuando… de cuando estuvo atándome las manos. Los guantes le dificultaban la tarea.
–Guantes –el jefe Stacy suspiró como indicando que encontraba muy decepcionante ese detalle. Pero luego alzó la navaja–. Pero… esto sí que es esperanzador. A ver lo que encontramos.
El jefe de policía y la abuela pasaron a hablar de otros temas mientras él se terminaba la tarta y el café. Adelaide se enteró de que hacía poco que se había divorciado y que estaba litigando con su esposa por la custodia de sus dos hijos; y que su ex estaba «loca» si creía que iba a decirle a su hijo mayor que no jugara al rugby.
Finalmente, Stacy se levantó para marcharse… con la promesa de que su agresor terminaría detenido.
Cerrando los ojos, Adelaide se quedó donde estaba mientras la abuela le acompañaba hasta la puerta. Agradeció el silencio, lamentando que su retorno a Whiskey Creek hubiera sido tan poco discreto y preguntándose por lo que haría a partir de entonces.
–Estoy segura de que él puede atrapar al hombre que te hizo esto –le dijo la abuela cuando volvió.
–Y yo –Adelaide se giró para sonreírle, pero la perspectiva de una captura policial la asustaba más que cualquier otra cosa… porque sabía a dónde llevaría si Kevin, Tom, Derek o Stephen decidían mover un dedo en su dirección.