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Capítulo 11

Carter solía tener dificultades para dormir, pero como llevaba todo el día con las reformas de la tienda de Liz, esperaba tener mejor suerte esa noche. Sin embargo, a las doce y media estaba dando vueltas, insomne.

Comenzó a desempaquetar algunas cajas. Ya llevaba tres semanas allí. Pero se detuvo al poco de empezar. ¿Para qué sacar las cosas? En cuanto acabaran las elecciones se marcharía de allí. Así que volvió a meter lo que había sacado y se dirigió a su despacho, la única habitación sin cajas, en la que había colocado su ordenador y su escritorio para poder trabajar desde casa. Aparte de diseñar y gestionar la campaña del senador Holbrook, también ejercía de consultor en campañas pequeñas vía Internet o teléfono.

Habitualmente se sentía cómodo allí, pero esa noche no lograba concentrarse en ningún proyecto. No había luna y la oscuridad de la noche parecía aprisionarlo, recordándole otra noche oscura que intentaba olvidar.

La conversación con Johnson le volvió a la mente. «Creemos que hay tres más», le había dicho, implicando que Carter podría ayudar a que esas familias recuperaran la paz al poder despedirse de sus hijas, hermanas o esposas.

Pero significaría tener que verse cara a cara de nuevo con quien, a todos los efectos, había acabado con la vida de Laurel. Ella sólo había soportado vivir unos pocos años después de su encuentro con Charles Hooper.

Carter nunca había odiado a nadie como a ese hombre y ese odio generaba una furia en él que lo hacía distanciarse de todo el mundo, incluso del hombre que solía ser.

En un intento de agarrarse a algo lo suficientemente real para sacarlo de esa espiral de emociones que amenazaba con absorberlo, pensó en Liz. Se recostó en la silla y se imaginó su cuerpo junto a él. Recordó cómo se arqueaba según la tomaba y oyó de nuevo su gemido de liberación. La noche anterior había sido la primera que él había dormido en paz en dos años.

Quería más…

En el Honky Tonk él le había prometido que, cuando se acabara aquella historia, se habría acabado. ¿Cómo era posible que, tan sólo un día después, le pareciera tan difícil cumplir la condición que de primeras le había parecido tan sencilla?

Esa tarde, cuando Georgia se había pasado por la tienda, Liz casi había descubierto su relación a base de negarla tan categóricamente.

«La dama protesta demasiado». Él se había referido a esa cita de Hamlet. Ella había dicho algo de un poema de Tennyson… La dama de Shalott.

Tecleó el nombre en Internet y encontró el poema. Trataba de una mujer que vivía en la torre de un castillo cerca de Camelot, la ciudad del rey Arturo. Se dedicaba a tejer un tapiz mientras observaba el mundo exterior viéndolo reflejado en un espejo. No podía mirar el mundo directamente o caería sobre ella un hechizo, pero parecía contenta de vivir recluida en la torre… hasta que vio el reflejo de sir Lancelot. La dama estaba mirando por la ventana para verlo y entonces el espejo se rompía y la dama sabía que el hechizo acabaría con ella. Abandonaba su castillo, se tendía en una barca y la dejaba vagar a la deriva por el río hasta Camelot, mientras cantaba una canción hasta morir.

—De lo más animado —murmuró Carter después de leerlo.

No le gustó, le resultaba demasiado parecido a su propia realidad. ¿Por qué lo había citado Liz? Carter intentó volver a concentrarse en el trabajo, pero no podía dejar de pensar en ella y en la Dama de Shalott.

Abrió su correo electrónico, escribió la dirección que había oído que le daba Liz a Mary Thornton el día anterior y luego su mensaje:

¿Preferirías continuar a salvo en tu torre mientras la vida pasa a tu lado y tú la observas a través de un espejo?

Liz le había dicho a Carter que se tomara el domingo libre, se sentía culpable de que él estuviera trabajando tanto, sobre todo porque estaba ayudándola como un favor. Pero ella sí iría esa tarde a la tienda y haría lo que pudiera por su cuenta. Los niños le habían pedido permiso para quedarse con su padre hasta después de la cena. Keith tenía también a sus otras hijas con él e iban a celebrar una barbacoa todos juntos.

Liz hubiera pasado el día entero en la chocolatería, pero su padre la había convencido para que jugara al tenis con él por la mañana. Apenas habían hablado desde su encuentro en la cocina el día anterior y ahí estaban frente a frente en la cancha de tenis.

—¿Estás lista para demostrarme lo que sabes hacer? —le preguntó su padre y sirvió un saque.

Liz reaccionó demasiado tarde y no llegó a la pelota.

—¿Es demasiado difícil para ti? —se burló él con una sonrisa.

Lo difícil no era su saque, pensó Liz, sino ver a su padre jugando al tenis de nuevo contra ella, ver los cambios en aquel hombre, que le recordaban los suyos propios; era recordar y, sobre todo, perdonarlo.

—Puedo soportarlo —gritó Liz.

Su padre sacó de nuevo y esa vez Liz lo devolvió y realizaron una pequeña jugada.

—Eres mejor de lo que esperaba —dijo Liz impresionada.

Él pareció sorprenderse con aquello.

—Tú también —dijo.

Al cabo de un rato, Liz dominaba claramente porque tenía mejor forma física que él. Cuando terminaron de jugar, se sentaron en los bancos junto a la cancha mientras bebían y se secaban el sudor con unas toallas.

—Siempre supe que tenías talento —alabó Gordon.

Liz quería preguntarle por qué había dejado de jugar con ella al tenis, pero no lo hizo. Estaba claro que él quería fingir que no existía el pasado, que todo estaba perfecto. Le pasó una botella de agua y vio algo moverse por el rabillo del ojo.

Liz sonrió al ver a su hermano acercándose hacia ellos.

—¿Qué haces aquí, Isaac? —preguntó ella encantada.

—Iba camino del supermercado cuando he visto tu coche y he querido saber qué tal jugabas últimamente.

—Es buena —dijo su padre—. Ha mejorado mucho.

—¿Desde cuando? —replicó Isaac—. ¿Desde el año pasado… o desde hace diez años?

Gordon apartó la vista y, después de un incómodo silencio, volvió a mirarlo a los ojos.

—Admito que no siempre he sido el padre que debería —reconoció.

—¿Ahora lo admites? ¿Cuántas veces acudí a ti para rogarte que intercedieras cuando Luanna maltrataba a Liz? —se le enfrentó Isaac—. ¿Y dónde está Luanna ahora? Ella era la única persona que te importaba, la única a la que escuchabas.

—Isaac… —dijo Liz.

Ella ya era adulta, no necesitaba que él la defendiera. Pero él no escuchaba.

—También me preocupaba por vosotros, por los dos —respondió Gordon—. No me resultó fácil, yo no elegí perder a mi esposa, no elegí… otras de las cosas que me tocaron vivir.

En ese momento miró a Liz de una forma extraña.

—Me he enfrentado a mis retos lo mejor que he podido —añadió Gordon.

—¿Te refieres a no enfrentándote a ellos para nada? —replicó Isaac—. ¿Crees que puedes aparecer después de quince años y continuar como si no nos hubieras abandonado en favor de la bruja con la que te casaste?

A Gordon le temblaban las manos.

—Fui un buen padre para ti, Isaac. Quizá no lo fui tanto con Liz. Quizá ignoré lo que estaba sucediendo. Pero tú… tú no deberías tener ninguna queja. Liz era lo único que se interponía entre nosotros.

—¿Liz, interponerse? ¿Cómo puedes decir eso? ¡Es tu hija!

— ¡No, no lo es! —gritó Gordon.

A Liz le dio un vuelco el corazón. ¿Había oído bien?

—¿A qué te refieres? —le preguntó en un susurro mirándolo fijamente.

El pánico empezó a apoderarse de ella y le pareció que el mundo se detenía a su alrededor.

Gordon aún seguía con la vista clavada en Isaac.

—¿Qué esperabas que hiciera? —dijo Gordon con amargura—. ¿Que amara a la hija de otro hombre como si fuera mía, tanto como te amo a ti?

—Eres un hijo de perra —susurró Isaac, tan atónito ante aquella revelación como Liz.

Gordon maldijo y se marchó a grandes zancadas.

 

Liz se sentó en el suelo, en la esquina más escondida de la tienda, donde nadie pudiera verla desde el escaparate, y se apretó las rodillas contra el pecho. No quería ir a casa por si su padre, o el hombre que ella siempre había creído que era su padre, seguía allí todavía. Y tampoco quería ir a ningún otro lado porque no le apetecía encontrarse con nadie y tener que fingir que estaba bien. Estaba demasiado destrozada y vulnerable.

Isaac le había sugerido que hablara, que dejara salir su dolor. Pero ella no podía poner en palabras lo que sentía, ni siquiera podía llorar.

Menos mal que por fin estaba a solas. Necesitaba el silencio. Lentamente, empezó a recuperarse. Cerró los ojos y se tapó la cara con las manos mientras miles de preguntas la bombardeaban. ¿Quién era su auténtico padre? ¿Por qué nadie, y menos su madre, le había contado nunca la verdad?

Su madre y su padre llevaban casados diez años cuando ella nació, lo cual implicaba que debía de haber más explicaciones, más razones, para ese hecho. Temía conocerlas. Sabía que por un lado sería un alivio, pero no podía soportar la idea de que su madre, a la que siempre había admirado, no fuera la mujer que ella creía. Eso era demasiado, le robaría a la persona que más había querido en toda su vida.

—Liz, ¿estás ahí?

Era Reenie llamando a la puerta principal. A juzgar por su tono preocupado, Isaac ya la había puesto al día. Liz no se sentía suficientemente fuerte para verlos, prefería estar sola. Así que no respondió, confiando en que Reenie se marcharía.

—No está aquí —oyó Liz que Reenie le decía a Isaac por fin—. Debe de estar dando una vuelta.

Se marcharon y comenzó a llover. Liz se concentró en el sonido para evitar seguir pensando. Debió de quedarse adormilada porque, cuando recuperó el sentido, llovía con fuerza.

Alguien llamó enérgicamente a la puerta principal.

—¿Liz? ¡Hola! ¡Ábreme!

Era Carter, Liz reconoció su voz al instante. Él era la última persona que ella deseaba ver en aquel momento. Contuvo el aliento esperando que él se marchara igual que habían hecho Reenie e Isaac. Por fin Carter dejó de llamar. Aliviada, volvió a apoyar la cabeza en sus rodillas. Tenía que irse a casa y ver qué había ocurrido con Gordon. La vida debía continuar. Sólo necesitaba que Carter se marchara y ella saldría un poco después sin que nadie la viera.

—¿Liz? ¡Déjame entrar!

¡Fabuloso! Carter se había trasladado a la puerta trasera. Parecía muy seguro de que ella estaba allí dentro. Liz se tapó las orejas con las manos. ¿Cuándo se daría por vencido?

De pronto, hubo un estruendo y la puerta trasera salió volando. Liz gritó y se cubrió como si fuera un ataque del ejército. Pero sólo era Carter. Estaba en la puerta con una palanca de hierro en la mano y el pelo empapado. Clavó su mirada en Liz pero no dijo nada. Se dio media vuelta y al cabo de un momento volvió con una manta y la enrolló alrededor de Liz.

—Gracias —murmuró ella.

No le quedaban fuerzas ni siquiera para disculparse.

Carter no respondió. La subió en brazos y la llevó a su coche como si fuera un bebé. Luego clavó un par de tablones en la puerta para impedir que nadie entrara a la tienda y, cuando hubo terminado, se metió en el coche.

—¿Cómo es que has venido a por mí?

—Estaba en casa del senador cuando ha llamado Reenie —respondió él sin más detalles.

—Has roto mi puerta.

—No querías abrirla.

—¿Cómo sabías que estaba dentro? —inquirió ella.

—Para empezar, tu coche está aparcado frente a la tienda. Y además, éste es tu lugar favorito.

Ella nunca se lo había planteado así, pero Carter tenía razón, aquella tienda era un sueño convertido en realidad. Carter era muy perceptivo…

—Seguramente te preguntarás qué hacía yo ahí — dijo ella por fin sintiéndose obligada a dar una explicación.

Pero estaba hablando con Carter Hudson, que no veía la vida igual que los demás.

—No, no me lo pregunto.