Capítulo 9
La remota cabaña que había alquilado Carter estaba en mitad del bosque. Era pequeña pero acogedora y olía a madera recién cortada, como la que había junto a la chimenea. Era la típica cabaña de vacaciones, salvo que había cajas de mudanza en todas las habitaciones; estaban abiertas y parcialmente vaciadas, como si Carter hubiera sacado lo estrictamente necesario para el día a día, siempre con la idea de que era un alojamiento provisional.
Carter encendió la chimenea y sirvió dos copas de vino.
—¿Qué tipo de música te gusta? —le preguntó a Liz.
Su cadena de música era una de las cosas que había desempaquetado, junto con una extensa colección de CDs.
—Sí que te gusta la música… —comentó Liz mientras él elegía uno de los CDs y lo ponía.
—La música y la fotografía —apuntó él.
No había fotografías por ninguna parte, pero Liz recordó la cámara que él llevaba en el coche.
Carter encendió unas cuantas velas y apagó las luces. Liz se sintió más arropada, menos expuesta, que seguramente era lo que él pretendía. Carter subió el volumen de la música, que junto a las velas y la vista desde la ventana creaban un ambiente embriagador.
—Casi podría acostumbrarme a vivir aquí —dijo él acercándose a Liz por la espalda.
Apartó el cabello de ella de su cuello y la besó en la nuca. Liz ahogó un grito de sorpresa. Él la sujetó por la cintura, indicándole sin palabras que se recostara sobre él.
Liz cerró los ojos y se apoyó sobre él mientras él seguía besándole el cuello, la oreja, la mandíbula… Si seguía así, dentro de poco a ella no la sostendrían las piernas.
Liz había creído que el contacto inicial sería algo embarazoso, Carter y ella apenas se conocían. Pero sus inhibiciones estaban desvaneciéndose rápidamente. Las sensaciones que la bombardeaban, según Carter iba familiarizándose con su cuerpo, la estaban elevando a un estado de euforia que no experimentaba desde hacía años. Habían desaparecido sus preocupaciones, sus dolorosos recuerdos, saber que vería a su padre a la mañana siguiente… Sólo existía la música, el frío dentro de la cabaña que aliviaba su piel enardecida, el crepitar del fuego en la chimenea y la luz de las velas que hacía bailar las sombras como en una fiesta.
Y además estaba Carter, que le levantó la falda, apartó sus bragas y la exploró de una forma mucho más íntima.
Cuando Liz alcanzó el clímax, Carter se detuvo, sin soltarla de la cintura.
—Eso es —murmuró él con aprobación.
Entonces la acostó sobre el sofá mientras sonreía con picardía, le separó las piernas y se inclinó sobre ella.
El canto de los pájaros despertó a Liz. Abrió los ojos lentamente, agotada y feliz. Hizo ademán de levantarse pero Carter, medio dormido, la retuvo. Habían hecho el amor varias veces y tenían intención de continuar, por eso se habían trasladado al dormitorio. Pero debían de estar demasiado exhaustos. Liz recordaba que se habían quedado dormidos un instante y…
Recuperando el sentido, se incorporó bruscamente en la cama. ¿Qué hora era? El sol se colaba por la ventana, advirtió histérica. Se levantó por fin tapándose con la sábana y buscó frenéticamente el reloj despertador que había visto en la mesilla de noche. Por fin lo encontró bajo la cama. ¡Maldición, eran las siete y media! Había quedado con su padre a las siete para jugar al tenis.
—Carter, tengo que salir de aquí —dijo nerviosa.
Él murmuró algo incomprensible. Dormido parecía mucho más joven.
—Carter, tienes que llevarme a mi coche —insistió ella moviendo la cama en lugar de tocarlo a él.
—Aún es temprano. Dijiste que no teníamos que estar en la tienda hasta las ocho —dijo él—. Además, tus hijos están con Keith.
—Sí, pero mi padre debe de estar preguntándose dónde demonios estoy.
—¿No puedes llamarlo y decirle que estás conmigo? —preguntó él y al ver la cara que puso ella reculó—. Tienes razón, no es una buena idea. A él no le haría gracia saberlo.
—No sólo a él. Ya tengo suficientes preocupaciones como para arriesgarme a crear otro escándalo.
Él se incorporó sobre un codo. Era un hombre escultural, ahí desnudo.
—¿Por qué tanto problema? —preguntó él con el ceño fruncido.
—Esto no es la gran ciudad. Aquí no puedes acostarte con alguien y esperar que la gente no hable de ello. Y si Keith se entera… Si ha sido él el responsable del vandalismo en mi tienda, no quiero provocarlo.
—¿No habías dicho que no creías que fuera él?
—No estoy segura. Podría haber sido Mary, o cualquier otra persona. Pero por si acaso… —dijo Liz y empezó a recoger su ropa desperdigada por el salón—. Keith podría enfadarse lo suficiente como para decirles algo a mis hijos, usarlo para hacerme quedar mal.
— Si hiciera eso, yo le daría una paliza —le aseguró Carter.
—Seguramente yo también, pero eso no repararía el daño. Es mejor no proporcionarle munición. Sobre todo, porque lo que sucedió anoche no volverá a ocurrir.
Carter no respondió. Liz se imaginó que estaría vistiéndose, igual que ella, que se puso la falda, el sujetador y el suéter pero no las bragas. No las encontraba y no quería preguntarle a Carter dónde estaban.
—¿Vienes o no? —le metió prisa ella mientras se calzaba.
—Me lo estoy pensando —respondió él desde el dormitorio—. Supongo que me está llevando más tiempo del habitual encender motores. Ésta es la parte en la que fingimos que nunca hemos estado juntos, ¿no?
Liz carraspeó.
—Ese era el acuerdo.
—¿Y crees realmente que vamos a ser capaces de hacerlo? —preguntó él escéptico.
Habían decidido eso para evitarse futuros problemas. Quizá ignorar la intimidad que habían compartido requeriría un poco de teatro y mucha autodisciplina, pero ella no podía permitirse dejarse arrastrar a una aventura arrebatadora.
—¿Por qué no íbamos a serlo?
Liz no obtuvo respuesta. Se dedicó a buscar sus bragas entre las cajas. Le llamó la atención un marco de fotos. Pensando que sería una muestra de las fotografías que hacía Carter, Liz sacó el marco y se hundió en el sofá. No era una imagen de un bonito río ni de una puesta de sol. Era un retrato de boda. Había una despampanante rubia con un elegante vestido blanco y velo. Carter estaba a su lado vestido de esmoquin.
—Vámonos —oyó que él le decía a su espalda.
Liz devolvió rápidamente la fotografía a la caja y se puso en pie. Carter estaba en la puerta del salón. Miró la esquina del marco que había quedado fuera de la caja y luego clavó la mirada en Liz. Durante un largo rato no dijo nada.
—¿Estás lista? —preguntó al fin.
Liz asintió y se apresuró a la salida. No sabía dónde podían estar sus bragas, pero no quería seguir buscándolas. Lo que acababa de descubrir la había conmocionado. Ella creía que conocía algo a Carter, creía que él era un tipo duro que nunca se había entregado lo suficiente para tener una relación comprometida y plena. Pero después de la noche que habían pasado juntos, Liz tenía que admitir que el sexo con él no había sido tan «sin ataduras» como ella había esperado. Y, según la expresión de él en la fotografía, no sólo había estado casado alguna vez, además había estado profundamente enamorado.
¿Dónde estaba su esposa? ¿Y por qué nunca hablaba de ella?
Hicieron el camino de regreso al pueblo en silencio. Liz lo estudió de reojo, preguntándose qué papel tenía la mujer de la foto en la vida de él, y cómo él podía ser tan cálido y atento haciendo el amor mientras que en otros momentos era tan distante. Pero ella no podía permitirse embrollarse con las contradicciones que hacían de Carter Hudson quien era. Ella no necesitaba ni quería a alguien así a su lado, alguien que acabaría haciéndole daño porque él mismo sufría terriblemente.
—¿En qué piensas? —le preguntó él justo cuando entraban en el pueblo.
—En que eres un amante increíble —respondió ella con sinceridad.
—Y a pesar de todo no quieres volver a visitar mi cabaña —dijo él enarcando las cejas.
—No. No quiero engancharme contigo.
Él no dijo nada, pero cuando llegaron junto al coche de ella y Liz estaba a punto de salir, la sujetó de la muñeca.
—Comprendo lo que dices de no querer engancharte. Pero hay otra forma de verlo: aprovechar algo al máximo mientras dura.
Liz miró nerviosa a su alrededor. No quería que ningún vecino la viera con Carter y luego esparciera el rumor de que estaban juntos. Además, seguro que su padre estaba preguntándose dónde estaba.
—Lo hemos hecho una vez —dijo—. ¿Por qué invitar a los problemas repitiéndolo? Te veré en la tienda más tarde, ¿de acuerdo?
—Allí estaré.
—Te lo agradezco. Te debo una —dijo ella, queriéndole expresar su gratitud por su ayuda pero sin poder olvidar lo que habían compartido la noche anterior.
Liz sonrió y se bajó del coche.
—Liz —comenzó Carter cuando ella estaba a punto de alejarse caminando—. Anoche fue increíble.
La casa olía a café. Liz supo que su padre ya estaba levantado, y no tenía ni idea de qué decirle. Quería que él le diera su aprobación por fin, lo ansiaba desde la muerte de su madre. Entonces, ¿por qué no se había esperado a enrollarse con Carter después de que su padre se hubiera marchado de la ciudad? ¿O por qué no había regresado a casa la noche anterior en lugar de quedarse a dormir en casa de Carter?
Su padre estaba en la cocina, vestido para jugar al tenis y preparando unos huevos revueltos.
—Fui a despertarte esta mañana para nuestro partido. ¿Dónde has estado? —le preguntó él—. No me digas que en la tienda.
Durante el camino, Liz había decidido que no le daría ninguna excusa. Ella tenía treinta y dos años. Por mucho que deseara recuperar lo que había perdido hacía tanto tiempo, ya no tenía que darle explicaciones de sus acciones. Pero decidió aprovecharse del acto vandálico.
—Anoche me fui al Honky Tonk para tomar algo y bailar un rato, y he pasado la noche en La Chocolatérie.
Le contó lo del lavabo arrancado de la pared y que ella deseaba atrapar a quien lo hubiera hecho.
—Debería haber sido Keith quien se quedara en la tienda anoche. O yo. Si me lo hubieras contado, lo hubiera hecho —le aseguró su padre.
El afán protector de esas palabras hizo saltar todas las preguntas que Liz tenía desde hacía tanto tiempo. Estaba tan agotada que no pudo contenerlas.
—¿Qué nos sucedió, papá? —susurró.
—No sé a qué te refieres —dijo él frunciendo el ceño.
—Deja de fingir —le rogó ella—. Tengo que saberlo. ¿Qué hice mal? ¿Por qué perdí tu afecto? Yo sólo tenía catorce años, ¿qué pude hacer a esa edad para destruir el amor de mi padre hacia mí? Hubo un tiempo en que tú y yo teníamos una relación muy estrecha, ¿lo recuerdas?
Su padre se quedó en silencio un rato, con la mirada clavada en los huevos revueltos, que empezaron a quemarse.
—Lo recuerdo —contestó él por fin sin levantar la cabeza.
—¿Fue tu dolor por haber perdido a mi madre lo que nos separó? —preguntó ella y no obtuvo respuesta—. ¿Fue el hecho de que Luanna y yo no nos lleváramos bien?
Seguía sin obtener respuesta. Se quedaron en silencio, Liz no iba a llenarlo. Él debía ser sincero con ella. Si de pronto iba a convertirse en parte de su vida y de la de sus hijos, ella tenía derecho a saber aquello.
—Fue por dolor —dijo él al fin.
Luego tiró los huevos quemados a la basura y se marchó a su habitación.
Liz se quedó mirando los restos quemados del desayuno de su padre y luego se cubrió la cara con las manos. Ni siquiera en aquel momento él podía darle lo que ella necesitaba.