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Capítulo 2

Cuando Liz llegó a casa de los Holbrook, vio el Jaguar azul metalizado junto al monovolumen de Isaac y Reenie y lo reconoció de inmediato. De no ser por su hija Mica y la hija mediana de Reenie, Ángela, Liz se hubiera dado media vuelta y se hubiera marchado de allí. Pero Mica y Ángela estaban jugando en el porche delantero y la habían visto.

—¡Mamá! —gritó Mica y se acercó corriendo al borde de la acera—. Nos preguntábamos cuándo vendrías. El señor Hudson ha llegado hace mucho tiempo.

¿Cómo podía Carter Hudson tener tan poca vergüenza e ir directamente a casa de los Holbrook después de lo mal que la había tratado?, se preguntó Liz. ¿O se habría pasado para culparla a ella de que la cita no hubiera ido bien?

—Enseguida voy —le dijo Liz.

Aparcó el coche en la casa de enfrente, la que había alquilado cuando Isaac y ella se habían mudado a Dundee. La casa le recordaba algunos de los momentos más oscuros de su vida. Menos mal que hacía seis meses que se había mudado, una vez que terminó el contrato de alquiler. Seguía viviendo de alquiler, pero su situación iba mejorando. Quizá en el aspecto amoroso no, pero en otros sí. E iba a asegurarse de que la tendencia seguía en alza.

Mica se abalanzó sobre Liz en cuanto se bajó del coche.

—¿Te lo has pasado bien en tu cita? ¿Te ha gustado él?

Liz evitó la mirada de su hija. Mica era muy intuitiva y adivinaría la verdad a la menor ocasión. Menos mal que había anochecido y así Liz podía disimular su rubor.

—Lo hemos pasado en grande —le aseguró Liz evitando la mirada de su hija.

—A él también le has gustado —intervino Ángela, por encima del hombro de Mica.

—Es verdad, lo ha dicho —secundó Mica.

Carter Hudson no acostumbraba a mentir, así que Liz se sorprendió.

—Le ha dicho a la señora Holbrook que eres atractiva —añadió Mica colocándose bien las gafas—. También ha dicho que algún día yo seré tan guapa como tú.

—Qué amable —dijo Liz, pero no creía que Carter hubiera hablado en serio—. Pero se equivoca. Las dos ya sois más guapas que yo.

Las dos niñas se echaron a reír.

—Vamos a avisar a todos de que has venido —anunció Mica cruzando la calle de nuevo.

Liz hubiera preferido llevarse a Mica y a Christopher casi sin que se notara, pero tenía que hacer acto de presencia. Así que siguió a las niñas al interior de la casa.

—Hola, ¿puedo pasar? —saludó a voces.

—Liz, ¿eres tú? Estamos en el jardín —respondió Reenie a lo lejos.

Liz atravesó la casa y llegó al patio. El senador Holbrook, su esposa Celeste, Reenie, Isaac y Carter estaban sentados relajadamente.

—Aquí está —dijo el senador y se levantó para besarla en la mejilla—. Carter, te dije que era una mujer especial, ¿no es así?

Las miradas de Liz y de Carter se encontraron un momento y ella creyó advertir un brillo de diversión en los ojos de él.

—Sí, me lo dijo —respondió Carter.

—¿Qué le ha sucedido a tu vestido? —preguntó Reenie.

—He pasado por la tienda —contestó Liz sacudiéndose el polvo y la pintura—. La reforma va bien.

—Siéntate —la invitó el senador sacando una silla para ella—. ¿Quieres beber algo?

—Gracias, pero no puedo quedarme. Los niños tienen colegio mañana.

Vio la expresión de decepción en los rostros de sus amigos. No podía decirles que no estaba a gusto en compañía de Carter, ni que quería llegar a casa cuanto antes para telefonear a Dave.

—Aunque supongo que puedo quedarme cinco minutos —añadió ella sentándose.

—¿Estás emocionada con lo de abrir la tienda? —le preguntó Celeste.

—Sí, pero creo que no voy a lograr tenerla lista para finales de mayo.

—¿Por qué no? ¿Keith no había prometido que te ayudaría? —preguntó Reenie.

—Ya lo conoces —contestó Liz y advirtió que Carter escuchaba con atención, seguramente preguntándose cómo podían Reenie y ella tener tan buena relación.

Reenie era una mujer admirable y no había tenido la culpa de lo que había sucedido.

—Keith no sabe suficiente de reparaciones del hogar —explicó Liz—. Y no puedo pagar a un profesional. Y todos vosotros ya tenéis suficientes cosas que hacer.

—Carter podría ayudarte —apuntó el senador—. Creció construyendo casas con su padre, ¿no es cierto, Carter?

Él dejó su bebida en la mesa y se recostó en su asiento. Liz sintió que él la miraba fijamente, pero ella no levantó la vista.

—¿Qué necesitas? —preguntó él.

Liz no quería contestar, no quería su ayuda. Pero sintió la presión de los demás.

—Sólo algunas mejoras —dijo por fin—. Poner un revestimiento a los suelos, pintar, colocar algunas estanterías y vitrinas. Pero por favor, no quiero causarte problemas. Estoy segura de que estás muy ocupado.

—Seguramente sería mejor que lo hiciera otra persona —comentó él.

Liz se dio cuenta de que Carter le tenía la misma simpatía que ella a él.

—¿Y por qué esperar? —intervino el senador—. Aparte de responder al teléfono, no hay mucho que Carter pueda hacer por mí hasta que no lleguen los ordenadores. Y aún falta una semana para eso por lo menos.

—Pero pintar será difícil —apuntó Liz—. Quería aplicar estuco.

—Seguro que Carter sabe hacerlo, ¿verdad? Y si no, ya buscaréis entre los dos cómo se aplica. ¿Qué te parece, Carter?

—Supongo que podría intentarlo —respondió él.

—Perfecto. Pues ayuda a Liz durante la próxima semana más o menos y ya veremos cuándo te necesito en la oficina.

Liz suponía que Carter iba a negarse, pero en lugar de eso esbozó una ligera sonrisa.

—De acuerdo —dijo y la miró a ella—. ¿A qué hora quedamos allí mañana?

No había forma de escapar de aquello, pensó Liz. Ella tenía un problema y el senador se lo había resuelto.

—¿Qué tal a las seis? —dijo ella, deseando que él se echara atrás.

—¿A las seis de la mañana? —preguntó él enarcando una ceja—. De acuerdo.

Liz sabía que debía de haber mucho más debajo de aquel rostro impenetrable.

—Carter se pasaría el día trabajando, si le dejara hacerlo —comentó el senador—. Es un hombre increíble.

—Según parecer has hecho muchas cosas diferentes en tu vida, Carter. ¿Cómo te metiste en política? —preguntó Isaac.

—Me lo planteé como profesión hace años. Ahora he regresado.

—¿Tienes intención de presentarte a algún cargo? —inquirió Liz, recordando la pregunta de Keith.

—No.

—¿Por qué no? —insistió ella.

—Me falta diplomacia, esa habilidad para llamar amigos a los enemigos. Mis enemigos siempre son mis enemigos. Pero un político no puede permitirse el lujo de separar las cosas en blanco y negro.

El senador Holbrook soltó una carcajada.

—Tienes toda la razón. El problema es que, en política, tus amigos y tus enemigos nunca están claramente definidos —miró a los demás—. Por eso necesito a alguien como Carter que me ayude a diferenciarlos.

Liz dejó la galleta que no había probado en un plato.

—Así que ¿te consideras un buen juez de la personalidad, Carter?

—Sólo soy cauto —resaltó él—. Es necesario en este tipo de trabajo.

—No hay nada malo en ser cauto —intervino Isaac y lanzó una mirada de advertencia a Liz.

Ella sabía que debía tranquilizarse, por educación, pero no podía. No cuando lo tenía arrinconado.

—¿Por qué es necesario? —presionó ella.

Él la taladró con la mirada.

—Soy una especie de estratega. Observo el terreno, intento imaginarme quién hará qué en determinadas circunstancias y a partir de ahí continúo.

—Es decir, que sacas conclusiones acerca de la gente a partir de una información limitada —dijo Liz cruzándose de brazos.

Reenie abrió la boca sorprendida e Isaac carraspeó, otro intento más de advertirle a Liz que estaba siendo una maleducada. El senador y Celeste se revolvieron inquietos en sus asientos. Pero Liz estaba demasiado empeñada en demostrar que tenía razón como para detenerse.

—¿Acaso no lo hacemos todos? —preguntó Carter.

Liz creía saber las conclusiones que él había sacado sobre ella. Su pasado no la dibujaba como alguien particularmente astuto ni perceptivo.

—La inocencia puede cegar a la gente.

—Eso no te lo discuto —admitió él—. Y, por lo que he visto, la inocencia raramente sobrevive.

—Algunas personas quizá sean más duras de lo que piensas.

—Eso siempre es una sorpresa más agradable que cuando sucede lo contrario —dijo él y se puso en pie—. Debo irme. Ha sido una reunión muy agradable, pero… mañana me levanto temprano.

Miró a Liz brevemente.

Celeste le dio un montón de galletas a Carter y lo acompañó a la puerta. Los demás se quedaron en el patio y Liz se removió inquieta en su asiento al notar todas las miradas puestas en ella.

—¿Qué ocurre? —preguntó por fin.

—¿Qué te ha hecho él? —preguntó Reenie conmocionada—. Nunca te comportas así. Tú hablas suavemente, eres educada, incluso reservada. Yo soy la temperamental.

—No me ha hecho nada —respondió Liz.

—Pues te has lanzado sobre él como una piraña — añadió Isaac—. ¿Por qué no te gusta?

Liz sonrió débilmente.

—Sí que me gusta, de veras.

—Ha venido muy recomendado —señaló el senador—. Solía trabajar para un senador estatal que ahora es miembro del congreso. Y, aunque Carter es muy discreto sobre su vida privada, según el congresista Ripley, es un hombre honesto, franco, que se cuida y trabaja duro. Yo he podido comprobarlo por mí mismo, si no estuviera seguro no le hubiera pedido que te ayudase.

—Lo sé —dijo Liz y le dio unos golpecitos afectuosos en el brazo.

El padre de Liz se había vuelto a casar ocho meses después de la muerte de su madre y desde entonces prácticamente había desaparecido de la vida de Liz. Para ella, el senador había ocupado ese espacio, aunque sólo lo conocía desde hacía año y medio. Ella no había querido ser maleducada con su ayudante. La frustración que había sentido en la cena y la que estaba viviendo en su vida amorosa la habían superado.

—Lo siento.

—No tienes que disculparte —le aseguró el senador—. Carter tiene sus aristas. Adelante, desafíalo, hazlo pensar. Si hay alguien que pueda manejar esa situación, es él.

 

Liz llevaba en casa apenas quince minutos cuando Reenie la telefoneó.

—¿Estás bien? —le preguntó Reenie.

—Claro, ¿por qué?

Con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja, Liz comenzó a estirarse. Aquella parte del día era la más difícil. Cuando los niños estaban acostados y el silencio invadía la casa, ella se paseaba por la casa sintiéndose más sola que nunca y buscando formas de llenar el vacío que Keith había dejado. Las últimas semanas, planear la apertura de La Chocolatérie la habían ayudado a pasar el rato, pero esa noche estaba demasiado agitada para concentrarse en nada.

—Pareces estresada —señaló Reenie.

«Y lo estoy», pensó Liz. Temía que la chocolatería fuera un error y no sabía qué haría si fracasaba. No quería volver a trabajar en la tienda de ultramarinos, allí el sueldo no le permitía llegar a fin de mes. Y, en un pueblo tan pequeño, no había muchos más empleos disponibles para una antigua azafata de vuelo.

—Es sólo que estoy abrumada con lo de abrir la tienda y todo eso.

—Necesitas relajarte. Isaac y yo estamos preocupados por ti.

El hermano de Liz siempre había estado a su lado cuando ella lo había necesitado. Cuando eran pequeños y su madrastra le había hecho la vida imposible a Liz, Isaac la había defendido, apoyado y consolado. Y también la había ayudado tras descubrir lo de Keith.

—Dile que estoy bien. Vosotros dos ya tenéis suficientes preocupaciones.

Hubo un breve silencio y por fin habló Reenie.

—Mica parecía muy contenta esta noche, no ha parado de hablar de la tienda. Está muy orgullosa de ti.

Tener una tienda de dulces había sido el sueño de la madre de Liz y se había convertido en el de Liz y Mica también. Ante la insistencia de Mica, Liz había pasado por la tienda de camino a casa para que los niños pudieran ver los progresos y darle las buenas noches a su padre.

—Los niños lo están haciendo muy bien.

Liz estaba convencida de que había hecho lo correcto al trasladarse a Dundee siguiendo a Keith. A pesar de lo que le había hecho a ella, Keith era un buen padre y sus hijos lo necesitaban. Ella no debía olvidarse de eso, de lo importante, o la soledad la volvería loca. Isaac y Reenie eran un gran apoyo, pero tenían sus propios asuntos de los que ocuparse.

—¿Ha sido Keith? ¿Ha dicho algo esta noche que te ha molestado? —preguntó Reenie.

—Yo no estaba molesta —aclaró Liz y, tras unos momentos de silencio, añadió—: Estaba frustrada.

—¿Por qué?

¿Por dónde empezar? ¿Por el descubrimiento, año y medio antes, de que su marido tenía otra esposa y tres hijas en Idaho? ¿Por la decisión de trasladarse a Los Ángeles para que Mica, de diez años, y Christopher, de siete, crecieran cerca de un padre al que amaban? ¿Por ir de cita en cita negándose a sí misma el volver a ver a Dave, que era el único hombre con el que deseaba estar? ¿Por haber invertido todo su dinero en un negocio que la dejaría en la bancarrota si fracasaba? No era la primera vez que ella se veía en una situación difícil, pero nunca se había sentido tan insignificante ni tan olvidada.

—Quiero telefonear a Dave —dijo.

—Liz, sé que sientes nostalgia de California y estás un poco sola…

—¿Un poco? —la interrumpió Liz.

—Por eso es más difícil animarte a que sigas adelante —continuó Reenie—. En este momento estás demasiado vulnerable. Dave sólo tiene veinticinco años. Si te enamoraras de él, ¿se casaría contigo? ¿Sería un buen padrastro para tus hijos?

—No quiero plantearme eso esta noche —respondió Liz agotada.

—Al menos una de nosotras tiene que ser realista —señaló Reenie.

—Me gustaría que por una vez me preguntaras si él hace que me sienta atractiva, o si soy feliz cuando hablo con él. ¡O incluso si es bueno en la cama!

—¿Te has acostado con él?

Liz se maldijo por ser tan bocazas. No le había contado a nadie que hacía tres meses, había pasado un fin de semana con él en Las Vegas. Se habían divertido, pero ella se arrepentía de ese viaje porque les había hecho plantearse más seriamente su relación y Dave llevaba desde entonces intentando que volvieran a verse.

—Sólo fue un fin de semana.

—Liz, dime la verdad, ¿cuánto crees que podría durar nuestra relación? Tú misma me dijiste que nunca lo habías visto dos vences con la misma mujer.

Era cierto, pero eso había sido hacía tiempo y parecía haber cambiado. Y ella se divertía con él, aunque se vieran de vez en cuando.

—Él es alguien con quien puedo hablar y soñar.

Reenie suspiró.

—No te acomodes en eso, Liz.

—Eso es un consejo muy fácil para ti, que estás casada y más feliz que nunca.

—A ti también podría sucederte —la animó Reenie—. ¿Qué tiene Carter de malo? Parece un buen candidato.

—Apenas lo conoces. ¿Qué te hace pensar que es más apropiado que Dave?

—Para empezar, vive en el pueblo. Y es mayor que Dave, más maduro…

—Eso no garantiza nada.

—Mi padre no se entusiasma con las personas a menos que se lo merezcan, Liz. Y con Carter está realmente impresionado. Además, el congresista Ripley no nos lo hubiera recomendado si no creyera en él. Y mi padre dice que va a ser un director de campaña magnífico.

—¿Director de campaña? Creía que era un simple ayudante.

—Carter puede llevar a mi padre a donde él desee llegar —apuntó Reenie.

—Carter parece muy capaz, pero a nivel personal, es… demasiado impaciente y estirado.

Reenie se quedó pensativa.

—¿Has deducido eso de una sola cena? ¿Estás segura de que lo has interpretado bien?

—Sí, seguro. ¿Ha comentado él algo de nuestra cita?

—No mucho. Sólo ha dicho que eres una buena compañía.

Liz se peinó su largo pelo con los dedos. Carter acababa de ganar puntos, no la había hecho quedar mal ante los demás.

—Nuestras personalidades chocan demasiado —dijo Liz.

De pronto sonó un pitido avisando de una llamada en espera. A Liz la recorrió un escalofrío de emoción. Comprobó el número y supo que era Dave.

—Estoy cansada, voy a dejarte —comentó.

—Liz, he oído el pitido y sé lo que significa…

—Mañana te llamo —se despidió Liz y colgó.