Capítulo 3
—Por fin doy contigo —dijo Dave—. ¿Dónde has estado? Llevo intentando localizarte varios días.
Liz había estado evitando sus llamadas y no contestando a sus mensajes al móvil. Pero, a pesar de su decisión de olvidarlo y encontrar a otro hombre, seguía deseando escuchar su voz, verlo, estar con él.
—He estado ocupada —mintió Liz.
—¿Preparándote para abrir tu tienda de chocolates?
—Intentándolo.
Hablaron de cosas superficiales, pero Liz notó nerviosa la tensión que había ido construyéndose entre los dos desde que ella se había ido de California. La última vez que había llamado a Dave, él no había parado de decir que quería volver a hacerle el amor. En parte por eso ella se había retirado mientras aún podía.
—¿Qué te queda por hacer? —preguntó él.
Su voz grave era como una caricia. Dave había sido su monitor de tenis, pero mientras estaba casada con Keith, Liz no se había permitido ser infiel. Pero una vez que su matrimonio se había roto, Dave la había hecho sentirse deseable y ella echaba de menos sus atenciones.
—Mucho —respondió por fin—. Empiezo a pensar que nunca voy a terminarla.
—¿Y quieres abrir la semana que viene?
—Me gustaría. El invierno es mala época aquí, querría aprovechar la temporada de turistas lo más posible.
—En California los inviernos son suaves. Aquí siempre hace buen tiempo. Y también tenemos muchos turistas —dijo él en tono seductor.
—Lo recuerdo —contestó Liz y rió.
—¿No echas esto de menos? ¿No crees que ya es hora de volver a casa? Cuanto más tiempo pases en Idaho, más difícil te resultará abandonarlo.
—No puedo hacerlo. No puedo apartar a los niños de Keith ni de sus medio hermanas. Al menos, hasta que no sean más mayores.
—Entonces yo ya tendré canas —preguntó Dave.
Liz rió.
—No creo, pero yo seguramente sí.
Ella no podía evitar recordar la diferencia de edad que existía entre ellos. A él parecía no importarle y normalmente ignoraba sus comentarios al respecto.
—No puedo competir con la dedicación de una madre hacia sus hijos.
—Las madres solteras tienen que tomar decisiones duras —comentó ella.
—Y todo gracias a Keith.
Liz se estiró en el sofá. Dave era como un cachorro, siempre cálido y amigable. No como Carter Hudson, que le recordaba a un tiburón deslizándose por aguas oscuras.
—Si Keith no hubiera hecho lo que hizo, tú y yo no estaríamos hablando… —le recordó Liz.
—Tienes razón —dijo Dave más alegre—. ¿Te está ayudando él a preparar la tienda para abrir?
—Lo está intentando. Pero las cosas no van tan rápidas como yo esperaba. Hoy quedé con él después del trabajo para que me ayudara a alisar una pared, pero una de sus hijas le pidió que le diera un paseo en bicicleta y Keith llegó a la tienda dos horas tarde.
—A mí me suena a que te está retrasando, quizá no quiera que abras tu propio negocio.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—¿No me dijiste que él quería otra oportunidad contigo? Pues cuanto más independiente seas, más difícil será que quieras volver a estar con él.
Liz nunca se había planteado así la situación, ella sólo había querido tener su propio negocio en lugar de tener que fichar todos los días a cambio de un sueldo muy reducido.
—Cuanto mejor vaya el negocio, más seguridad tendrán Mica y Christopher, por lo que Keith no tendría tanta presión respecto a mantenerlos.
—¿Cuándo va a buscarse un empleo mejor? No puede trabajar el resto de su vida en la tienda de bricolaje.
—Está buscando y tiene varios proyectos, pero no es sencillo encontrar una empresa de programación informática que lo deje trabajar desde Dundee. Y no quiere irse lejos porque creo que teme perder su estatus de «padre número uno» con Jennifer, Ángela e Isabella. Se siente amenazado por Isaac y por eso ha decidido permanecer como figura importante en sus vidas.
—¿No te parecen divertidos los divorcios? —preguntó Dave—. De pronto, los padres compiten por el afecto y la admiración de sus hijos en lugar de comportarse como adultos. Pero tú no pierdes la perspectiva de lo que realmente es importante, por eso te admiro.
Liz no supo qué responder pero le gustó el halago.
—Gracias —dijo suavemente.
—Ojalá estuviera allí para abrazarte —dijo él muy cariñoso.
Liz se lo imaginó inclinándose hacia ella y besándola. No podía seguir así, debía romper el contacto con él. Se irguió y se obligó a pensar en otra cosa.
—Ni siquiera te acordarás de mí cuando encuentres a una chica de tu edad.
—¿Bromeas? No quiero encontrar a ninguna otra mujer. ¿Por qué te importa tanto la diferencia de edad? Sólo nos llevamos siete años. Si fuera yo el mayor, nadie se plantearía esto.
—No lo digo sólo por eso. Yo tengo dos hijos.
—¿.Y qué? A mí se me dan bien los niños. ¿Tengo que haber cumplido los treinta para que me los presentes?
—Por supuesto que no. Si viviéramos más cerca, podrías conocerlos —le aseguró ella, aunque no estaba segura de que fuera así.
—Apuesto a que, si estuviera allí, haría que te olvidaras de la diferencia de edad. Ya lo conseguí una vez… ¿Lo intento de nuevo?
Liz parpadeó sorprendida. Hablaban a menudo de su viaje a Las Vegas y de la posibilidad de repetirlo. Dave tenía un primo cerca de Dundee, pero era la primera vez que mencionaba la posibilidad de aventurarse en el mundo de ella.
A Liz le pareció que eso sería demasiado para los dos. Si lo rechazaba en aquel momento, seguramente no volverían a hablar del tema.
—Sería mejor que vinieras en invierno, cuando no estés tan ocupado en el club, ¿no te parece?
—Queda mucho para que llegue el invierno.
—¿Mamá?
Liz se giró bruscamente, como si la hubieran pillado haciendo algo malo. Christopher estaba en la puerta, restregándose los ojos de sueño.
—No puedo dormir —se quejó el pequeño—. ¿Te tumbas un rato conmigo?
Liz no había terminado su conversación con Dave, pero sabía lo que debía hacer.
—Tengo que irme —le dijo a Dave.
—¿Me llamas más tarde? —preguntó él.
—Mañana —respondió ella y colgó.
Carter Hudson contempló impaciente el cartel de la chocolatería de Liz. Él nunca había oído hablar de una tienda así, pero era ella quien tenía que preocuparse de si su negocio tenía éxito o no. El único problema de Carter era que tenía que pasar el día entero con ella, lo cual no era sencillo porque le recordaba mucho a Laurel.
Cuando él le había tocado la mano en el restaurante, había deseado cerrar los ojos, olvidarse de lo que los rodeaba y simplemente sentir el pulso de ella en sus dedos. Había ansiado tanto tener un momento más con Laurel, poder despedirse de ella…
Había sido demasiado agresivo con Liz, pero no le importaba. Todo el encuentro había sido ilógico. Además, él no tenía interés en conocerla a fondo. Y menos mal, porque esa mañana tampoco estaban empezando con buen pie. Después de hacerlo levantarse antes de que saliera el sol, ella llegaba tarde. Ojalá se hubiera tomado un café antes de salir. Además, por la noche había tenido otra terrible pesadilla.
Laurel…
Sintió un repentino y doloroso vacío en su pecho, aunque supo que se le pasaría. Tenía mucha práctica al respecto, sólo debía mantener su mente ocupada.
Sacó un periódico de una máquina y se sentó en una de las mesitas de fuera de la chocolatería. Si Liz no aparecía en quince minutos, él se marcharía. Ayudarle en las reformas de su tienda no formaba parte de su trabajo. Debería haberlo dicho la noche anterior, pero el ambiente de apoyo y ayuda del senador y su familia lo habían influido. Dundee era tan distinto de la gran ciudad, tan rejuvenecedor… Y él necesitaba ese cambio, tanto si quería admitirlo o no.
Claro que a veces las ganas de ayudar se acercaban más a una oportunidad de fisgonear. Pero al menos aquellas personas tenían buena intención y se preocupaban de los demás.
Contempló la calle. ¿Habría sido distinto si hubiera llevado a Laurel a ese lugar? Con cierto esfuerzo, apartó esos pensamientos de su cabeza. Hacer suposiciones no iba a ayudarlo, él había hecho todo lo que había podido. Ya no tenía más opción que erguirse y afrontar cada día.
Se concentró en el periódico y, lentamente, el dolor fue calmándose. De pronto sonó una bocina. Liz había llegado, por fin. Carter plegó el periódico y la observó aparcar y bajarse del coche. Iba vestida con una camiseta, shorts vaqueros, zapatillas de deporte y una sudadera para protegerse del frío matutino. No se había maquillado, pero tampoco lo necesitaba. Sus enormes ojos avellana resaltaban en un rostro que, Carter admitió, poseía una delicada belleza. Igual que Laurel. Pero la boca de Liz era única; demasiado expresiva para una mujer de aspecto tan reservado y sofisticado, le daba un toque humano a un rostro que, si no, hubiera sido demasiado perfecto.
—¿Llevas mucho esperando? —preguntó Liz al llegar junto a él.
—Desde las seis —contestó él fulminándola con la mirada.
—Claro, has sido puntual, cómo no —dijo ella y carraspeó—. Lo siento, me ha costado un poco despertar a la madre de Keith. Se había olvidado de que había quedado en llevar a los niños al colegio por mí.
—No hay problema —afirmó Carter y la siguió al interior de la tienda.
El local, que conocía por la conversación de la noche anterior, había sido antes una barbería. Carter observó el suelo gastado, la pared recién alisada, la carretilla en un rincón.
—¿Qué pretendes con las mejoras? —le preguntó a Liz.
Ella desenrolló unos planos sobre una de las vitrinas para que Carter los viera.
—¿Has visto Chocolat? Fue nominada a varios Oscar hace unos años, incluido el de Mejor Película.
Él ya había empezado a anotar en su cabeza lo que había que hacer y a calcular cuánto tiempo necesitaría. Lo que iba a requerir mayor trabajo era la cocina, el resto simplemente sería aplicar un revestimiento al suelo, pintar, y colocar algunas estanterías y vitrinas más.
—¿Esa película tiene alguna pelea de karate o alguna explosión? —preguntó él—. Porque si no, no creo que me gastara el dinero en verla.
Estaba bromeando, pero Liz no pareció comprenderlo.
—Tú te lo pierdes —le dijo ligeramente ofendida—. Es fabulosa, casi tan buena como el libro. Pues quiero recrear la atmósfera de la tienda de la película. Discurre en un pueblo francés.
—Igualito que éste en Estados Unidos, ¿eh?
Por fin Liz pareció darse cuenta de que él la estaba provocando. Hizo un amago de sonreír pero luego frunció el ceño.
—No puedo transformarlo hasta ese punto. Pero quiero algo decadente y atractivo para los sentidos con un toque latinoamericano.
—Eso empieza a sonar bien —comentó Carter con doble intención..
—En la película, Vianne, la propietaria de la chocolatería, sirve algo más que chocolate.
—Cada vez suena mejor…
—¿Sólo puedes pensar en sexo? —le reprochó ella exasperada.
Satisfecho de haberle dado la impresión de que era un bruto, Carter se puso serio.
—De acuerdo, ¿y qué ofrece ella?
—Amor, aceptación, cambios… renacer, en suma. Me parece una idea maravillosa.
Por mucho que había decidido que no le gustaría Liz, a Carter le encantó aquella idea. Sus palabras resonaron en el vacío de su interior, haciéndole desear todo eso que ella quería ofrecer.
—¿Tú elaboras el chocolate?
—No, compro distintas clases y las combino para crear un sabor único y característico. Haré bombones, tartas y brownies. Pero, igual que en la película, el especial de la casa va a ser el chocolate caliente.
La pasión con la que hablaba volvió a despertar recuerdos de Laurel en Carter, que se giró hacia la pared y la examinó minuciosamente.
—Vamos a tener que arreglar algunas partes más. ¿Tienes todo el material necesario?
Liz enarcó las cejas ante el tono enérgico de él.
—Debería. Keith trajo mucho material anoche, está en la habitación trasera. Si necesitamos algo más, la tienda de bricolaje está en esta misma calle. La buena noticia es que por fin tenemos lavabo en el baño y funciona, el fontanero lo instaló ayer.
Carter se dirigió al cuarto de baño que señalaba Liz.
—¿Dices que lo instaló o que tenía que hacerlo?
Liz se alarmó y llegó rápidamente junto a Carter. Su expresión conmocionada cuando vio que el lavabo había sido arrancado de la pared, lo dijo todo.