Capítulo 7
Carter se mostró distante después de que Reenie se hubiera marchado, pero Liz no intentó hacerle hablar. Lo que había sucedido entre ambos era suficientemente osado, casi asustaba. Había surgido de repente y había brillado durante un instante, como una cerilla encendida.
Liz nunca había reaccionado tan fuerte a casi un completo extraño. Pero no quería pensar demasiado en ello, o tendría que admitir que seguía derretida por dentro y que además la idea de no esperar nada y no tener ninguna obligación le resultaba más atractiva de lo que hubiera creído. Quería experimentar lo que llevaba tanto tiempo echando de menos, quería creer que seguía siendo la misma persona plena y capaz de vibrar que cuando había estado felizmente casada. No quería volver a sentirse como el segundo plato de nadie.
Liz se imaginó que, con su padre en el pueblo, quizá un poco de fantasía le ayudara a escapar. Observó a Carter disimuladamente mientras él vertía pintura en su bandeja e imaginó cómo sería el tacto de aquel pelo corto y abundante entre sus dedos.
—Como sigas mirándome así, no me va a dar tiempo a ir a una farmacia —le advirtió él sin mirarla.
Avergonzada por su transparencia, el primer impulso de Liz fue sonrojarse y centrarse en su trabajo. Pero Carter no seguía las reglas del juego y eso significaba que ella tampoco tenía que hacerlo. Elevó la barbilla y esbozó una sonrisa desafiante.
—Hay una al final de la calle.
Él la miró fijamente, dejó su brocha en la bandeja y se acercó a ella hasta que estuvo a meros centímetros.
—No digas algo tan provocativo a menos que vaya en serio —le advirtió él.
Liz iba en serio. Al menos, una parte de ella. Podía imaginarse lo bueno que sería él con las manos. Pero otra parte de ella no podía ignorar la realidad: ella tenía más de treinta años, estaba divorciada y era madre de dos hijos. Sólo se había acostado con tres hombres en toda su vida: su novio del instituto, Keith y Dave. Debía de estar loca si tenía una relación íntima con prácticamente un extraño.
—Lo siento —dijo Liz por fin, decidiendo, al menos por el momento, no arriesgarse.
Carter clavó la mirada en su boca, como si se preguntara cómo reaccionaría ella si la besaba. Liz deseó que lo hiciera, necesitaba una mínima excusa para derribar la cautela que la estaba conteniendo.
Sospechó que comprendió la situación, pero no la utilizó. Vio que escribía algo en un papel.
—Avísame cuando estés preparada —dijo él y regresó a su lado de la habitación.
Después de ese encuentro tan explosivo, Liz no se atrevía a mirarlo. Era tremendamente consciente de cada uno de los movimientos de él, de lo que él decía sin palabras, pero también tuvo mucho cuidado de no provocarlo a cruzar la fina línea entre ambos.
Cuando Liz se dio cuenta de lo rápidamente que estaban completando un trabajo que le había parecido imposible hasta entonces, no pudo evitar dar las gracias a Carter. Habían terminado la fachada y estaban con la cocina y la despensa.
—Te agradezco mucho que estés ayudándome —dijo ella.
—No es ningún problema —respondió él secamente.
Liz no se permitió desmoralizarse. La tienda empezaba a parecerse a lo que ella había imaginado.
—Eres bueno en esto del bricolaje. ¿Crees que alguna vez volverás a construir casas?
—No.
Así, sin más. Ninguna explicación, ninguna referencia a su conversación anterior. Nada del deseo contenido que llenaba el aire.
Liz miró su reloj: eran las dos y media y estaba hambrienta. Carter también debía de estarlo, llevaba trabajando sin descanso desde que había llegado.
—¿Te apuntas a comer? —preguntó ella.
—En unos momentos.
Él era de los que se proponían tareas y las cumplían, sin excusas. A Liz le resultó algo muy atractivo. Keith había dicho que él haría las reformas, pero la noche anterior había sido la primera que se había pasado por la tienda. Siempre encontraba excusas para no ir.
—Voy a salir, compraré una pizza de paso. ¿De qué te gusta?
—No te preocupes por mí, ya me arreglo por mi cuenta.
—Voy a recoger a los niños y tengo que darles de comer también a ellos. Además, es lo menos que puedo hacer para agradecerte tu ayuda.
Carter se estiró para ajustar parte del zócalo a una esquina y Liz observó embobada sus fabulosos músculos. Hasta el cuerpo de Dave parecía poca cosa al lado de aquél.
—Cualquier cosa que traigas estará bien —dijo él.
La puerta se abrió justo en el momento en que Liz iba a salir y Mary Thornton entró como si fuera la dueña del lugar. Su sonrisa era tan falsa como sus uñas.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó a gritos porque Carter estaba cortando madera para el zócalo.
Liz intentó contenerse ante aquella intrusión.
—Bien, gracias por preguntar, pero iba a salir.
—No voy a quedarme mucho —dijo Mary y, después de inspeccionar el estuco de las paredes, miró alrededor—. ¿Quién está ayudándote?
—Carter Hudson, el nuevo ayudante del senador Holbrook —contestó Liz.
Al oír voces, Carter sacó la cabeza por una puerta abierta, miró a las dos mujeres y volvió a su trabajo sin decir nada. Aunque había sido un poco maleducado, a Liz le gustó que él no saludara a Mary. Esa mujer intentaba tener algo con todos los solteros con los que se encontraba, aunque sólo se quedaba con los que tenían mucho dinero.
Mary la miró un poco descolocada. Seguro que había esperado una acogida más calurosa.
—Qué amigable, ¿verdad? —dijo Mary.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Liz.
—He venido a que me des tu dirección de correo electrónico. Quería proponerte que compremos juntas un espacio en el periódico para anunciar nuestros negocios. ¿Abrirás la semana que viene?
Liz recordó el lavabo arrancado sin consideración. ¿La envidiaría tanto Mary que llegaría al extremo de realizar actos de vandalismo?
—Es posible, pero aún no lo sé seguro —respondió Liz —. He tenido algunos problemas que retrasarán mi planificación original.
—¿Algunos problemas? —preguntó Mary.
—Alguien arrancó anoche el lavabo del cuarto de baño —dijo Liz observando detenidamente la reacción de la mujer.
Pero Mary siguió igual.
—¿Y qué más?
—¿No te parece suficiente? —preguntó Liz.
Mary se encogió de hombros.
—Al menos el daño es fácil de reparar.
Tal vez fuera fácil para Mary, pero Liz no podía permitirse pagar al fontanero una segunda vez. Ojalá Carter lo arreglara, pero si pudiera, se habría ofrecido a ayudarla también en eso.
—A tu tienda no le ha sucedido nada, ¿verdad? —preguntó Liz.
—No, la tienda está perfecta y el negocio va bien.
Liz no se creía que el negocio fuera tan bien. Apenas veía clientes en la otra tienda, cosa que le preocupaba por si su chocolatería se veía en la misma situación. Pero no iba a decirle nada a Mary. Liz estaba más preocupada con el hombre que estaba martilleando en la otra habitación, porque había estado a punto de desnudarse delante de él hacía unos momentos. Y además estaba el tema del lavabo. O bien ella había sido elegida al azar para el acto vandálico, o alguien tenía algo personal contra ella.
—¿Y cómo entró el vándalo? —preguntó Mary poco preocupada.
—Keith se dejó abierta la puerta trasera anoche, después de terminar de alisar la pared.
Se dejaron de oír el martillo y la sierra y Liz supo que Carter estaba atento a la conversación.
—¿Keith fue el último que estuvo aquí? —preguntó Mary en tono acusador.
—No creo que fuera él, Mary.
—Los divorcios vuelven loca a la gente, Liz. Y Keith perdió más que los demás.
—Lo dices como si él fuera la víctima. Sólo obtuvo lo que se merecía.
—Cierto. Pero estoy segura de que él no lo ve así. Seguramente te culpa por haber roto su matrimonio con Reenie. Todo el mundo sabe lo mucho que la adoraba. Incluso ahora apenas puede pasar a su lado sin mirarla embobado.
Liz no quería oír aquello. Su autoestima ya estaba suficientemente por los suelos.
—Da igual —dijo.
Pero Mary continuó, tan falta de sensibilidad como siempre.
—Incluso aunque no te culpe, seguramente está molesto contigo —continuó—. El que vinieras al pueblo hizo su vida mucho más difícil. Tal vez esté celoso porque tú estés recuperándote más rápido que él. Debe de sentirse avergonzado de trabajar en la tienda de bricolaje después de haber sido capaz de mantener dos familias, dos hogares y un empleo de buen sueldo al mismo tiempo. Ahora vive solo en la casa que compartía con Reenie, conduce una camioneta vieja y gana un sueldo ínfimo por horas. Es un cambio considerable y difícil de digerir. A primera vista se sabe que está sufriendo. Ha perdido al menos quince kilos.
—No quiero seguir hablando de esto —dijo Liz.
—Deberías plantearle lo del lavabo, ver cómo reacciona.
—Ya lo he hecho. Asegura que él no ha sido.
Mary se ajustó el bolso en el hombro.
—¿Y quién podría ser si no?
«Tú», pensó Liz. Pero no tenía pruebas.
—¿Quién sabe? —dijo.
—Bueno, por lo menos es alguien que no quiere hacerte daño de verdad —señaló Mary.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Liz con la mano ya en el picaporte.
—Porque alguien realmente vengativo no se entretendría con esto —respondió la mujer señalando la tienda—. Destrozaría tu casa o secuestraría a uno de tus hijos.
A Liz la recorrió un escalofrío.
—Ni siquiera lo menciones —susurró con el corazón acelerado.
Mary le dirigió una misteriosa sonrisa.
—Relájate. Estás en Dundee. Esas cosas no suceden aquí, ¿recuerdas? —dijo y se marchó de la tienda.
Liz no la siguió. No podía moverse. Intentó convencerse de que las palabras de Mary no tenían sentido, pero no podía olvidar la sensación de pánico cuando había visto el lavabo arrancado de la pared. Si algo tan insignificante en el fondo la impactaba tanto…
Se giró para ver si Carter había oído a Mary. Él la miraba intensamente.
—Mantente tan alejada de esa mujer como puedas —le sugirió él.
Liz intentó convencer a Mica y a Christopher para que no fueran a casa de su padre, pero ellos se negaron. Iban a celebrar una fiesta con sus medio hermanas y no querían perdérsela. Menos aún, cuando la alternativa era pasar la tarde con su abuelo Russell, que les había sonreído durante las presentaciones pero luego no había sabido qué hacer. Era un extraño para sus nietos y no se le daban particularmente bien los niños. Liz comprendía que prefirieran irse a la fiesta.
—Mica y Christopher son fabulosos —dijo su padre bajando el volumen del televisor, después de cenar—. Me alegro de haber podido conocerlos.
Liz se removió inquieta en su asiento. «¿Y por qué no has venido hasta ahora?, ¿qué te ha impedido hacerlo? ¿Tanto significaba Luanna para ti?, ¿más que yo?», quiso decirle, pero se contuvo.
—Gracias. Estoy muy orgullosa de ellos.
—Eres una buena madre, se ve claro. Estás completamente entregada a ellos.
—Te agradezco que lo digas —dijo ella y se puso en pie para recoger los platos.
Su padre la sujetó del brazo. Aparte del sorprendente abrazo de bienvenida en la chocolatería, era la primera vez que él la tocaba en años. Liz no sabía si lanzarse en sus brazos para que la acunara como cuando era pequeña, o soltarse de aquel tacto que se le había hecho tan ajeno.
—¿Qué sucedió entre Keith y tú? —le preguntó él.
Liz sabía el tipo de preguntas que desencadenaría si le contaba la verdad. Y no quería verse enfrentada a ellas.
—Diferencias de carácter —respondió.
—El matrimonio puede ser duro a veces —comentó él—. ¿Hace cuánto os divorciasteis?
—Un año y medio.
—Entonces rompisteis casi cuando llegaste…
—¿Cómo lo sabes?
—Tú felicitación de Navidad del año pasado era la única con dirección de Idaho.
Se vio que él buscaba más temas de conversación.
—¿Qué haces para divertirte en un pueblo así, ahora que estás soltera?
Liz se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo con una vida social pobre, pero disfrazó su incomodidad con una sonrisa.
—De vez en cuando voy al Honky Tonk. Me gusta bailar.
—Me alegro de que te diviertas algo. Tienes que cuidarte, ¿sabes? Sólo porque estés divorciada no significa que tengas que vivir volcada completamente en tus hijos.
¿Era eso lo que ella estaba haciendo?, se preguntó Liz. Desde luego, de él no lo había aprendido.
—¿Y qué me dices de hombres? ¿Sales con alguien? —añadió su padre.
—No estoy enamorada, pero sí ilusionada con uno —dijo, refiriéndose a Dave.
Aunque ya no estaba segura, porque en todo el día no había logrado pensar en nada más que en Carter Hudson, que se había marchado de la tienda un poco antes que ella. Carter apenas se había despedido, pero cuando Liz había ido a su coche se había encontrado un papel en su parabrisas con su número de teléfono. No debería sentirse atraída hacia alguien tan dispar y tan peligroso para ella, se dijo Liz, y sin embargo había algo elemental y sensual en él que la excitaba sobremanera.
—¿Es de por aquí?
La pregunta de su padre la sacó de sus pensamientos.
—No, vive en Los Ángeles. Era mi entrenador de tenis.
—Creía que habías dejado de jugar —dijo su padre.
Y lo había hecho, durante un tiempo. Su padre había sido quien la había introducido en el tenis cuando ella tenía siete años. Pasaban horas en la cancha cada semana. Liz recordaba lo orgulloso que él se mostraba de ella. Pero cuando, a los catorce su padre había dejado de interesarse por ella, también habían dejado de jugar al tenis.
—En la universidad lo retomé como entretenimiento y perfeccioné mi técnica cuando Keith y yo nos casamos y nos asociamos a un club deportivo cerca de casa. Últimamente no practico casi nada. Aparte de Keith, aquí no hay nadie que juegue a mi nivel, no es un deporte muy popular aquí.
—Podríamos echar un partido por la mañana —sugirió Gordon—. A ver cómo estás.
Liz sonrió. Le encantaría demostrarle sus progresos en el deporte. Pero la mañana parecía muy lejana. Sobre todo, con el número de teléfono de Carter guardado como un tesoro en su bolsillo.