Capítulo 5
Liz se restregó las manos, nerviosa delante del aula de Isaac, mientras esperaba a que él terminara la clase. No sabía muy bien qué podría hacer él respecto a la inesperada visita de su padre, pero quería advertirle de ello. Isaac llevaba muchos años sin hablar con Gordon, ni siquiera le había mandado alguna felicitación por Navidad. Su hermano no tenía intención de reconciliarse con su padre, no comprendía cómo había permitido que su segunda esposa tratara tan mal a Liz.
Liz tampoco lo entendía. Lo justificaba diciendo que su padre estaba enamorado, que él también tenía sus necesidades. Pero Luanna había sido cruel con ella y Gordon no había hecho nada al respecto.
Por fin sonó el timbre. Liz esperó a que saliera el aluvión de adolescentes y entró en el aula.
— Me alegro de verte —la saludó su hermano—. Pero ¿qué haces aquí? La última vez que te presentaste por aquí, acababas de dejar tu empleo y habías alquilado el local para poner una chocolatería. Temo lo que pueda ser esta vez.
Liz carraspeó.
—Esta vez no se trata de la tienda… Es papá. Está en el pueblo.
Isaac se tensó ligeramente y suspiró.
—¿Te ha llamado o se ha pasado a verte?
—No, yo no lo he visto. Keith se lo encontró en la gasolinera hace un par de horas.
—Supongo que es mucho desear que haya sido un encuentro casual, que papá sólo pasaba por aquí de camino a otro lado.
—Supongo que sí —dijo Liz desviando la mirada.
No quería que su hermano leyera en su rostro la mezcla de emociones que sentía. Él había logrado olvidarse de lo que alguna vez había sentido por su padre. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo, o al menos canalizar su frustración a través del odio, pero no era capaz.
—Luanna lo ha dejado —añadió Liz.
Isaac soltó un improperio.
—Esa bruja ha esperado hasta ahora. Seguramente ha durado tanto tiempo con nuestro padre sólo para fastidiarnos.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —le preguntó Liz.
—Ignorarlo hasta que se marche, supongo.
—Eso no es realista.
—¿Por qué no? Él nos ha ignorado durante años —replicó Isaac—. O se ha puesto del lado de Luanna en todas las discusiones.
—Ella era su esposa, Isaac —le recordó Liz.
—Me da igual, ella estaba equivocada.
Liz no podía discutir eso. Luanna siempre la había tratado mal, incluso al principio cuando ella se esforzaba por complacerla todo lo posible. Le decía lindezas como «¿cómo puedes ser tan desastre?» o «me sentiría humillada si fueras hija mía». Liz todavía escuchaba su voz a veces y seguía minando su confianza en sí misma. Y desde que había decidido arriesgarse con la tienda, recordaba más sus frases desdeñosas. Pero eso era algo entre Luanna y ella, Isaac no tenía por qué sentirse afectado.
—No quiero que odies a papá por mi culpa.
—No lo odio por tu culpa, él se ha ganado mi desprecio.
—Eso pertenece al pasado.
—Te ha tratado como una basura durante años y ¿cuando aparece de repente, le das la bienvenida con los brazos abiertos? —preguntó él atónito.
Lo cierto era que Liz estaba nerviosa, asustada y esperanzada, y ésas eran sólo algunas de las emociones que lograba identificar.
—Quiero hablar con él y saber qué tiene que decir.
—Si estás esperando que haya venido a disculparse, Liz, yo no me emocionaría con eso. Él no va a admitir que ha hecho las cosas mal, sólo dice que Luanna y tú no os llevabais bien, como si el problema fuera así de sencillo; como si él no tuviera ninguna responsabilidad al respecto.
—Tal vez yo no fui tan buena chica como creía.
Isaac puso los ojos en blanco.
—Ni te plantees eso. Yo también estaba ahí, tú eras dulce, inocente… no fue justo.
—De acuerdo, pongamos que mi madrastra me trataba mal sin razón y mi padre lo consintió… pero tengo treinta y dos años, no puedo quedarme colgada del resentimiento para siempre. Tengo que dejarlo atrás.
—¿Puedes hacerlo?
Esa era la gran pregunta y Liz no estaba segura de si podía deshacerse de su resentimiento. No esperaba tener que enfrentarse a aquello, y menos en aquel momento ni después de tanto tiempo. Su padre no se había preocupado de mantener el contacto con ellos. ¿Qué hacía allí?
—¿Y si quiere ser mejor abuelo de lo que ha sido padre? —preguntó Liz—. Sería bueno para Mica y Christopher que lo conocieran.
Isaac tamborileó sobre su mesa.
—¿Y si Luanna regresa con él después de un par de semanas y las cosas vuelven a ser como antes? ¿Cómo te sentirías entonces?
Engañada y traicionada, igual que antes. Liz se dio cuenta de que no estaba preparada para eso. Ya tenía suficientes problemas en su vida. Se puso en pie.
—Tienes razón, no es un buen momento para mí. Tal vez dentro de un par de años…
La puerta se abrió y entró un estudiante. En breve, el aula estaría llena de ellos.
—No importa —dijo Liz—. Ahora tienes clase, ya hablaremos después.
La acompañó a la puerta.
—Puedes decirle que te deje sola si es lo que deseas, Liz, recuérdalo.
—De acuerdo, lo recordaré.
—Y llámame cuando hayas hablado con él, ¿de acuerdo?
—¿Cómo sabes que él ha venido aquí a verme a mí? —preguntó ella ya en el pasillo.
—Porque él ya sabe que no debe intentar contactar conmigo —respondió Isaac y la despidió.
—¿Qué es una chocolatérie?
Carter dejó de pintar un momento y miró al hombre sin afeitar pero bien vestido. El padre de Liz, que se había presentado como Gordon Russell, miraba por la ventana del local. Se había presentado allí al poco de volver Carter de la tienda de bricolaje. Y había preguntado muchas cosas sobre Liz: dónde estaba, cómo podía encontrarla, dónde vivía…
Carter no tenía ninguna de esas informaciones, pero aunque las hubiera sabido no se las hubiera dado a ese hombre. Le parecía muy raro que un padre no estuviera familiarizado con esos aspectos de su hija.
—Pues una chocolatería, evidentemente —respondió Carter volviendo a la pintura.
—¿Y por qué no la ha llamado así, que es más sencillo?
Carter mojó la brocha en la pintura. Le gustaba la idea de Liz de recrear la película. Pero aquel hombre de actitud tan condescendiente no se merecía ninguna explicación.
—No habrá querido —dijo fríamente.
El padre de Liz se puso en jarras, dejando ver sus manos perfectamente cuidadas y un anillo con un enorme diamante. O tenía mucho dinero o le gustaba aparentarlo. Carter se inclinaba más por lo segundo.
— ¿Y usted quién ha dicho que es? —preguntó Gordon.
—Un amigo de un amigo.
—¿Así que conoce a Keith?
—No muy bien.
—¿En un pueblo tan pequeño?
— Soy nuevo aquí.
Gordon debía de tener unos sesenta años, pero aparentaba al menos diez o quince menos. Era evidente que se cuidaba y, a juzgar por su físico, debía de hacer ejercicio a menudo.
—¿Conoce bien a Liz? —preguntó Gordon.
—No mucho —admitió Carter.
—Ustedes dos no estarán saliendo, ¿verdad? —preguntó él como si le desagradara que su hija saliera con un simple pintor.
Carter no mostró que lo había molestado.
—No, no estamos saliendo.
El padre de Liz consultó impaciente el reloj de oro que llevaba en la muñeca. Dio una vuelta por el local.
—Tal vez debería volver a la cafetería del final de la calle —comentó—. La camarera que me ha dicho que Liz estaría aquí, tal vez me indique dónde está su casa.
—Tal vez, pero no creo que su hija haya ido a casa —señaló Carter.
—No hay tantos lugares en este pueblo de mala muerte —dijo Gordon y golpeó con un pie el envoltorio de la nueva brocha de Carter—. Sinceramente, no sé cómo puede usted soportarlo.
—Tiene sus ventajas. Todo depende de qué es lo que uno busque.
—¿Y usted qué busca? —preguntó Gordon.
Carter necesitaba aquel espacio. Había perdido el idealismo que una vez había sido tan característico en él, esa creencia de que lo bueno prevalecía por encima de todo. Pero ya no tenía la misma paciencia, ni la amabilidad, la diplomacia o la comprensión de entonces. Ni siquiera tenía el deseo de intimar con alguien.
Charles Hooper, que estaba encerrado de por vida en la cárcel, había sido el responsable de eso.
—Yo quiero vivir tranquilo —murmuró él.
De pronto la puerta principal se abrió y entró Liz.
—Siento haber tardado… —comenzó, pero se interrumpió al ver a su padre.
—¡Sorpresa! —exclamó Gordon abrazándola.
Liz no lo apartó, pero tampoco respondió al abrazo.
—Keith me ha dicho que te había visto en la gasolinera —dijo ella con un hilo de voz.
—¿Puedes creerlo?, ¿yo en este lugar? —preguntó su padre excesivamente alegre—. Me estoy volviendo loco sin cafeterías de diseño ni campos de golf a la vista. ¿Qué te hizo mudarte a este rincón perdido?
Gordon se comportaba como si Liz acabara de mudarse, cuando Carter sabía que ella llevaba en Dundee casi dos años.
—Me gusta esto —contestó ella.
Todo el que conociera ligeramente a Liz sabía lo que Keith le había hecho y que ella estaba allí sólo por los niños. ¿Cómo era posible que su padre no supiera eso?, se preguntó Carter.
—A cada uno lo suyo, supongo —dijo Gordon y señaló a Carter—. Tu pintor dice que sólo quiere vivir tranquilo. No pide mucho, ¿verdad?
Liz sonrió a Carter como pidiéndole disculpas.
—Él no es mi pintor. Trabaja para el senador Holbrook. Sólo está ayudándome un poco.
—¿Hay un senador en esta zona? —preguntó Russell, obviamente impresionado.
—Un senador estatal —aclaró Liz—. Es el suegro de Isaac.
Al mencionar el nombre de Isaac, se produjo un silencio tenso, pero Russell mantuvo su expresión.
—Así que Isaac está casado, ¿eh?
—Sí, desde hace un año.
—Me alegro por él. Parece que ya era hora de que me pasara por aquí. Tenemos muchas cosas que contarnos.
Liz agarró fuertemente su bolso. No se había movido del lugar donde su padre la había abrazado.
—¿Dónde te alojas? — le preguntó.
—No lo sé aún —respondió él—. ¿Hay algún motel por aquí?
Carter sabía que el padre de Liz tenía que haber pasado junto al Timberline antes de entrar en el pueblo. Era evidente que estaba lanzando una indirecta con la esperanza de que Liz le ofreciera su casa.
—Sí que hay uno, pero… —balbuceó ella.
—El Timberline sólo cuesta sesenta y cinco dólares la noche —intervino Carter.
Russell lo miró sorprendido.
—Supongo que podrías quedarte en mi casa. Sólo por unos días —ofreció ella.
Carter negó con la cabeza. No podía proteger a la gente de ella misma, lo había aprendido a base de sufrimiento.
—Unos pocos días serán suficientes —dijo Russell—. Sólo he venido a conocer a tus hijos.
Carter escuchó anonadado. ¿Dónde había vivido ese hombre? Los hijos de Liz tenían al menos nueve y seis años.
—De acuerdo —accedió ella confusa—. ¿Cómo es que estás aquí? ¿Te has jubilado? ¿Has vendido tu participación en el bufete… o lo has cerrado?
—Se lo vendí a mis socios hace un par de años. Me dieron una buena suma. Así que ahora me dedico a viajar y a jugar al golf. Una vida completamente distinta a la anterior.
—¿Y Luanna? —preguntó Liz.
Al padre de Liz se le ensombreció el rostro. Carter se dijo que debía seguir pintando, que la escena que estaba ocurriendo delante de él no era asunto suyo. Pero no había sido testigo de un encuentro tan tenso desde que estaba en Dundee. Aminoró su ritmo de pintura para poder seguir la conversación.
—Ya no estamos juntos —contestó el padre de Liz—. Es demasiado difícil vivir con ella. Tú lo sabes mejor que nadie.
Liz no dijo nada, aunque a Carter le pareció que se mordía la lengua.
Russell dio una palmada, evidentemente decidido a cambiar de tema.
—¿Qué hago con mi equipaje? —preguntó.
Liz miró a Carter y él, al ver la inseguridad en su mirada, no pudo evitar volver a intervenir.
—Tal vez prefiera alojarse en el Running Y, un bonito complejo hotelero. Tienen incluso un campo de golf propio, y se puede ir de caza, de pesca, montar a caballo…
Liz se giró hacia su padre deseosa de que aceptara, pero él negó con la cabeza.
—No hará falta. ¿Para qué voy a gastarme dinero cuando tengo familia en la ciudad?
Liz había agarrado el bolso con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—En ese caso… ¿qué tal si vienes conmigo a casa?
—Suena bien. Ha sido un placer conocerlo —le dijo a Carter, pero era falso evidentemente.
—Lo mismo digo —respondió Carter, igual de falso.
La sonrisa forzada de Liz se desvaneció en cuanto su padre le dio la espalda. Inspiró hondo, como si estuviera reuniendo fuerzas, y lo siguió. Pero Carter la detuvo justo antes de que saliera por la puerta.
—¿Se puede saber qué haces? —le preguntó él en voz baja.
Carter esperaba que ella le dijera que se metiera en sus asuntos, tenía razones para decírselo. Pero ella no lo hizo.
—No tengo ni idea —respondió sacudiendo la cabeza.
—Tal vez deberías replantearte lo de alojarlo en tu casa.
—¿Cómo voy a hacerlo? Él es mi padre.
Carter la vio marchar y frunció el ceño. Ojalá ella le dejara hacerse con el control de la situación. Pero ¿a él qué demonios le importaba? Tal vez bloquear sus emociones lo convertía más en un robot que en un hombre, pero al menos así podía funcionar.
Carter inspiró hondo y regresó a su trabajo. La presencia del señor Russell no era una situación de vida o muerte, no como la que él había tenido que afrontar en el pasado. Él no tenía ninguna responsabilidad moral en eso y podía seguir con su vida como si aquello no existiera.
Pero para Liz, la llegada de Russell sí parecía catastrófica.