Richard abrió los ojos y supo que algo iba mal. Lo primero que pensó es que se iba a encontrar a los dos médicos, Katzenbach y Campbell, tumbados sobre un charco de sangre (O algo peor) y que de nuevo iba a verse implicado en un doble homicidio. Si eso fuera así (Entonces es que eres tú, eres tú y no Bailey) solo le quedaría una opción: se suicidaría. No podía vivir con la duda de haber asesinado a todas esas personas.

No tengas dudas, Richard, has sido tú.

—Creo que ha funcionado, señor Anderson.

La voz del neurofisiólogo le hizo incorporarse bruscamente, aunque algo se lo impidió. Cuando giró la cabeza vio que a su lado estaba Katzenbach, con su imponente y desgarbada figura, pero con su escrutadora mirada sobre él.

—No sabéis la alegría que acabáis de darme, pensaba que...

—¿Que nos ibas a atacar en sueños? —dijo el médico— No sería el primer caso, Richard, por eso tomé mis medidas —dijo, señalando las correas que sujetaban sus brazos a la cama—. Pero tengo una buena noticia, durante el sueño no has hecho el más mínimo movimiento. Así que puedes estar tranquilo, eso casi confirma mi teoría de que no eres peligroso. Harán falta más pruebas, claro, pero mi grado de certeza es bastante elevado —dijo, desatándole.

Richard se frotó las muñecas en un gesto tan reflejo como inútil ya que en realidad no tenía la más mínima marca de roce en ellas. Si había dormido con esas fijaciones desde luego no se había movido apenas. Así que eso solo podía significar una cosa.

Que él sí existe.

Pues mal asunto, ¿no?

Sintió cómo su respiración se aceleraba. Si ese tipo existía y era un loco, tenía que acudir a la policía antes de que le implicaran en los asesinatos y por supuesto, antes de que Bailey acabara con él.

—Señor Anderson, creo que vamos a poder ver lo que ha registrado el dispositivo —dijo Campbell, invitándole a que se acercara a un monitor.

—No creo que sea preciso —dijo él—. Tengo motivos para pensar que todo lo que he visto de ese tipo que ha sido real.

—Richard —le interrumpió Katzenbach—, mi afirmación ha sido que no creo que seas peligroso. Pero no hemos descartado la posibilidad de que estés sufriendo alucinaciones.

Meditó sobre lo que acababa de decir el médico, y ni siquiera respirando rápido consiguió coger todo el aire que le exigían sus pulmones. Otra vez el maldito ataque de ansiedad. Un pañuelo imaginario pareció ceñirse alrededor de su garganta.

—Pero si ese tipo no existe... —notaba que le costaba hablar— ¿Quién ha matado a esas personas?

—Puede que también hayas imaginado eso —dijo Katzenbach, con voz firme y clavándole sus ojos grises—. Doctor Campbell, por favor.

El pelirrojo de gafas gruesas pulsó una tecla y un vídeo borroso se dibujó en el monitor del ordenador.

—¡Espectacular! —dijo Campbell.

Sin embargo, el silencio cayó como una losa sobre la sala. Richard sintió cómo el imaginario pañuelo de su cuello parecía ceñirse sobre la carne cuando en el monitor se visualizó, como si lo viera en primera persona, el despacho de su agente, Winston Banks. Vio a su secretaria, Penny, sonreírle desde su asiento.

—Buenos días, señor Anderson —se oyó por los altavoces del ordenador—. El señor Banks está hablando por teléfono y le atenderá en un momento. ¿Desea un...?

La imagen pareció acelerarse pero en realidad lo hizo porque él, en su sueño, se acercaba a la mesa de Penny y cogía un abrecartas mientras con su mano izquierda la agarraba de la cabeza y tiraba de ella hacia atrás, exponiendo así su cuello. Cuando la mujer articuló la palabra «café» ya tenía la garganta abierta de lado a lado. La sangre comenzó a manar y él se apartó para que no le salpicara.

No, eso es un sueño, pensó.

No, no lo es y lo sabes perfectamente.

Penny, con el cuello borboteando sangre pero sin poder emitir ningún sonido, cayó al suelo detrás de la mesa. Él limpió el abrecartas sobre la falda de la mujer y lo dejó a su lado. La imagen se dirigió al despacho de Winston, cuya puerta abrió. Este alzó la mano en un gesto de saludo.

—¡Hola, Richard! —exclamó, masticando su puro— Enseguida estaré contigo —frunciendo el ceño, añadió— ¿No está Penny ahí? Dile que nos traiga un café de Starb...

Pero en el tiempo que tardó en decir aquello la imagen se acercó a la falsa chimenea y vio su mano cogiendo el atizador, que sí era auténtico y de aspecto pesado. Winston intentó levantarse del sillón cuando vio cómo él alzaba el objeto pero no pudo conseguirlo, ya que un segundo después el extremo metálico aterrizaba en su cráneo, produciendo un repulsivo sonido como a hueso y a algo blando deshaciéndose debajo, que le estremeció a pesar de la escasa calidad de los altavoces. Los enormes ojos oscuros del agente se quedaron fijos en él y, poco después, comenzó a sufrir pequeños espasmos. Soltó el teléfono y su cabeza cayó del lado del que le colgaba el atizador, incrustado varios centímetros en su cráneo. Todos vieron cómo parte de su cerebro salió por el agujero del que aún colgaba el metal. Se oyó una voz, apagada, sonar por el auricular.

—Winston, ¿estás ahí? No te oigo...

Su dedo (porque ese era su dedo) se apoyó lentamente sobre el interruptor de la base del teléfono, cortando la comunicación y silenciando la voz. Durante los siguientes segundos del sueño vio cómo salía de la oficina de Winston Banks mientras se alisaba la ropa.

Sintió que definitivamente le faltaba el aire y que lo que parecía tener al cuello era una cadena cuando, a mitad del pasillo, vio un sofá en el que se sentaba. Inmediatamente se levantaba de nuevo y volvía a entrar en el despacho, pero esa vez asomándose con aparente cautela. Desde esa perspectiva no vio a Penny. Se dirigió hacia la puerta de Winston, entornada como él la había dejado, y se asomó al interior. Aunque con algunas interferencias, pudo reconocer su propia voz

—Winston, soy Richard, necesito tu ayuda... ¿estas ahí?