—Por fin nos encontramos, señor Anderson.

Sintió la lengua pegada al paladar.

—Tú... ¡tú no existes!

El extraño (sabes perfectamente cómo se llama) arqueó las cejas, aparentemente sorprendido.

—Me resulta gracioso que diga eso...

—¡Eres una maldita alucinación! —le interrumpió Richard, pensando en lo absurdo que debía de resultar gritarle a una habitación vacía.

El tipo (lo sabes lo sabes lo sabes) se levantó y dio un paso hacia él. Richard dio un paso atrás y trastabilló.

—Si soy una alucinación, como usted dice, señor Anderson —dijo, con voz severa, grave y marcando cada sílaba al hablar, sin apenas abrir la boca—, ¿por qué está usted tan pálido y suda como un cerdo al verme? ¿Y por qué me hace la vida imposible?

Pequeñas gotas de saliva aterrizaron en su rostro, y Richard pensó extrañado que ese detalle no parecía muy propio de una alucinación. Se fijó en los poros de la piel del hombre y en su aliento, que olía como si acabara de masticar un caramelo de menta de esos que se disolvían en la lengua y que destacaba sobre un fondo de aroma de café.

—¿Quién... quién eres?

Lo sabes lo sabes lo sabes

—Me llamo Michael Bailey —dijo, clavándole sus ojos grises.

Richard sintió que sus huesos parecían transformarse en mantequilla. Aquello no podía estar pasándole. Definitivamente había perdido el juicio y estaba hablando, él solo, en su habitación, a un tipo que solo existía dentro de su cabeza. Tuvo la sensación de que le faltaba el aire.

—¡Tú no estás aquí! —gritó, abalanzándose sobre la visión— ¡Te creé para no volverme loco!

Si en algún momento pensó que con ese gesto la alucinación desaparecería y él podría volver a la normalidad de una vida donde los agentes secretos de las novelas no se volvían sólidos y mascaban pastillas de menta para quitarse el sabor a café, todo se vino abajo cuando, en un movimiento veloz, el tipo (no le llames así, ya te ha dicho cómo se llama) le agarró un brazo y se lo retorció detrás la espalda. Gritó de dolor cuando sintió cómo sus ligamentos se estiraron hasta crujir. El frío tacto del cañón de la pistola bajo su barbilla le hizo cerrar la boca.

—Si vuelve a hacer una tontería —el aliento a menta y café le impregnó las fosas nasales— le arranco el brazo.

—¡Suéltame! —gritó, sintiendo los ojos arder por culpa del calambre que le subió desde la muñeca— ¡¿Qué es lo que quieres?!

Pero todo aquello no podía ser cierto, se dijo. Michael Bailey era un personaje de ficción salido de su mente y que solo existía en sus libros, en las películas y en los sueños de cientos de miles de amas de casa. No existía en el mundo real como no existían James Bond, Superman ni Bilbo Bolsón. Sin embargo, el dolor que le subía por el brazo y el olor a menta y a café sí que eran muy reales, se dijo mientras oía su propia respiración entrecortada. Con alivio, sintió cómo la presión sobre su brazo se aflojaba. Se giró lentamente y pudo ver el rostro del tipo, que no había dejado de apuntarle con su arma.

—Ha intentado matarme, señor Anderson —dijo, con esa peculiar forma de hablar, sílaba a sílaba—. Y por lo tanto debe usted desaparecer de mi vida.

Hablaba exactamente de la misma forma que él había descrito en sus novelas, con su voz grave y con la que marcaba cada sílaba como si fuera a hacer una pequeña pausa en cada una de ellas. No aguantó más.

—¡Eres un sueño, una ficción, yo solo escribo libros! —gritó— ¡Y tú mueres en mi sueño, maldita sea, no en la vida real! —añadió, pensando en lo absurdo que era hablarle a ese tipo como si realmente fuera su personaje— ¡Yo no he intentado matarte porque tú no existes!

Bailey apuntó el arma hacia su cara y él cerró los ojos de forma instintiva. Fue a protegerse con los brazos. Un dolor sordo le ascendió desde donde el agente le había sujetado el brazo, recordándole que aquello desde luego no parecía una alucinación.

Es que no lo es, puntualizó la voz.

—No voy a dispararle, señor Anderson. No funciona así.

Sintió el sudor resbalar por su frente, no entendía nada. Aquello tenía ningún sentido, salvo que un puñado de células en el interior de su cerebro hubieran reventado por culpa de ese maldito aparato que le leía el coco. Se imaginó un grupo de neuronas, en algún sitio profundo, soltando chispazos eléctricos sin orden ni sentido alguno, generando una alucinación tan compleja y elaborada como aquella.

La heroína sí que reventó algo ahí dentro.

—¿Y qué... —tragó saliva, sin poderse creer que estuviera hablando con una alucinación— qué es lo que quieres que haga entonces?

Con movimientos calmados, el agente abrió el cajón de su mesita de noche, dejando su propia pistola a la vista.

—Suicidarse.