Dio un paso al frente y sintió como si tuviera el corazón haciendo footing dentro de su pecho. Nervioso, sacó la pistola del abrigo y quitó el seguro. Quien hubiera hecho aquello podía estar aún dentro, se dijo, y no parecía buena idea llamar a la policía. Decidió echar un vistazo rápido. Quizás solo se trataba de que uno de los vagabundos que merodeaban por allí hubiera forzado la puerta para intentar rapiñar unos pavos. Solo esperaba que no se hubiera llevado su preciada máquina de sueños, ni por supuesto el vídeo que Kevin acababa de descodificar.
Sí, habrá sido un vagabundo. Uno calvo y con un traje de Armani.
Intentó caminar sin hacer ruido pero todo parecía crujir a su paso. El olor a humedad mezclado con el de pizza y otros «aromas» aún más rancios no le despistó de su objetivo. Vio a su amigo, sentado en su silla y aparentemente dormido sobre uno de sus teclados, salvo por el detalle de que tenía un agujero de bala en la nuca.
Richard se llevó la mano a la boca para ahogar un grito y volvió a respirar de forma agitada. El olor a comida se le introdujo en lo más hondo del estómago y sintió arcadas. Consciente de lo que supondría dejar no ya restos de ADN sino todo un vómito, hizo lo que pudo por relajarse. Cuando lo logró, sin dejar de mirar incrédulo a su amigo (bueno, en realidad ya no es tu amigo) buscó la máquina de sueños. Solo unos segundos después llegó a una más que evidente conclusión: no estaba allí. Intentó tranquilizarse. Tenía que largarse, tenía que hacer algo o se iba a volver definitivamente loco.
Tranquilo, no hay ninguna prisa: ya te has vuelto loco.
Bufó. No podía ser casualidad que estuvieran muriendo personas tan cercanas a él, concretamente las pocas que podían ayudarle. En definitiva, las que eran esenciales en su vida.
«No voy a dispararle, señor Anderson. No funciona así. Debe usted suicidarse.»
¿Por qué «no funcionaba así»? ¿Por qué ese maldito loco no podía dispararle a él pero sí matar a esas otras personas? Porque si algo tenía del todo claro era que el asesino había sido Bailey o quien quiera que fuese ese hombre. ¡Maldita sea!, pensó, llevándose la mano a la frente y dándose cuenta de que había tenido la explicación delante de sus narices todo el tiempo: ¡Porque así era más fácil inducirle al suicidio! Si ese desgraciado mataba a las pocas personas importantes que había en su vida y encima lo hacía implicándole en los asesinatos lograría arruinar su existencia. Tanto, que al final él mismo estaría deseando pegarse un tiro. Justo lo que ese hombre (Tiene un nombre, ¿cuántas veces tengo que recordártelo?) quería que hiciera. ¡Pero no es real!, se repitió una vez más.
No, no lo es, lo has inventado tú.
Y si no lo era, entonces solo quedaba una posibilidad. Que fuera él mismo quien estaba llevando a cabo esa locura.
Es un tema que deberíamos discutir tranquilamente, tú y yo solos. Como dos adultos. O mejor, en presencia del doctor Katzenbach, creo que él tendría mucho que decir. Como por ejemplo prepararte una habitación de Healthy Fields para una larga temporada. O para siempre.
Al borde de la desesperación se llevó las manos a la cara y cerró los ojos con fuerza. Al hacerlo le llegó un tenue olor que le hizo dar un brinco. Asustado, cogió la pistola y la acercó a su nariz. Sintió los brazos como si fueran de chicle cuando constató que la punta del cañón olía exactamente a lo mismo que sus dedos. A pólvora.
¡No, yo no he disparado este arma!
Claro que no, ha sido Bailey, la culpa siempre es suya, ¿verdad?
Si no hubiera tenido la prudencia de volver a colocar el seguro, probablemente sí que se hubiera disparado a sí mismo cuando oyó esa voz que conocía de hacía tantos años, justo detrás de él.
—Volvemos a encontrarnos, señor Anderson.