—No creo que funcione —dijo, con fastidio—. No voy a ser capaz de dormir, estoy bastante alterado con todo esto.
—Eso no es problema —le aclaró el doctor Campbell, al que acababa de conocer.
El neurofisiólogo tendría unos treinta años, más o menos la edad que tendría Katzenbach cuando Richard le conoció a raíz del «accidente» con la heroína. Campbell era alto, delgado, pelirrojo, de piel clara y llena de pecas y de aspecto desgarbado. Sus ojos, ocultos tras unas gafas gruesas, parecían inquietos. Era la típica persona que parecía estar pensando en varias cosas a la vez y que fuera de su ámbito de trabajo, donde probablemente era excepcional, solo sería un tipo del montón. Ese tipo al que no tendrías reparo en empujar en cualquier garito en tu camino hacia la barra.
—No quiero que me seden —replicó él—, no funcionará, si lo hago así dormiré pero sin sueños. Así que no serviría.
—No le sedaríamos —aclaró Campbell—, usaríamos ansiolíticos.
—¿Acaso no es lo mismo?
—No —dijo Katzenbach—, los ansiolíticos se limitan a yugular la ansiedad pero sin generar sueño. Los hay de muchos tipos y son ampliamente consumidos en nuestra sociedad. Desde jóvenes que quieren evitar taquicardias durante un examen hasta políticos que se suben al estrado y no quieren mostrar una camisa manchada de sudor bajo las axilas. Con una dosis adecuada te relajarás, lo que permitirá que puedas dormir dado el estrés que llevas acumulado hoy. Pero el sueño será completamente fisiológico y no inducido por la medicación.
Richard asintió, pensativo. En sus etapas de mayor dificultad para dormir había probado diferentes sedantes, casi todos ellos benzodiazepinas, con dispares resultados. En el mejor de los casos había logrado dormir pero no soñar, con la frustración que eso conllevaba. Por eso había confiado en el bourbon. Le daba unas resacas de caballo que encima empeoraban si se tomaba su medicación, que por ese motivo se había estado saltando. Pero al menos soñaba, así que lo daba por bueno. Aunque parecía que al final ese proceso se le había vuelto en contra.
—¿Realmente podréis registrar el sueño, en caso de que lo tenga?
—Estoy casi seguro —respondió Campbell, y el «casi» no le gustó ni un pelo—. En esencia, lo que hacen en Bioniris es utilizar aparatos muy parecidos a los que tenemos nosotros de registro electroencefalográfico. Los modelos antiguos eran analógicos y dibujaban hojas en un papel milimetrado, como si fueran electrocardiogramas pero con el reflejo de las ondas cerebrales. Ahora todo es digital y esos datos pueden almacenarse e interpretarse en un ordenador. Y con el software adecuado se pueden descodificar en imágenes y sonidos. Así que el problema no es el registro de la actividad cerebral. Aunque con menos nivel de detalle que con los sofisticados sistemas de Bioniris, eso lo podremos realizar aquí. El problema es la interpretación de los datos. Y precisamente, usted dispone del software que hace eso.
Richard respiró hondo. No estaba convencido del todo de que aquello fuera una idea tan buena. En cualquier caso, pensó, tampoco tenía demasiadas opciones. Al menos estaba en manos de profesionales de la medicina. Y tenía que averiguar de una vez si Michael Bailey solo existía en su mente (Malo) o si realmente existía fuera de ella (Mucho peor, ¿no crees?). No sabía qué prefería: si un mundo en el que Michael Bailey solo existía en los libros y en el cine pero su autor se volvía loco; o un mundo donde Michael Bailey sí existía... y donde él terminaba suicidándose por culpa del agente.
—Está bien —dijo, sintiendo la garganta rasposa—. Dadme ese maldito ansiolítico.