—Aquí tiene su bolsa —el empleado de seguridad de la entrada del edificio le miró extrañado—. Señor, ¿se encuentra bien?

No, no me encuentro nada bien porque unas plantas más arriba hay dos personas que, todo sea dicho, se encuentran bastante peor que yo. Y creo que las ha matado un tipo que dice ser el protagonista de mis novelas, al que tampoco doy mucho crédito, ya que padezco de alucinaciones desde que era un adolescente por culpa de un humo negro que me pusieron delante de las narices. Así que el sueño de esta mañana, que creía era el final perfecto para mi saga de libros si es que soy capaz de encontrar un nuevo agente porque el de arriba ya no me vale, se está transformando en una pesadilla conforme avanza el día.

—Sí —dijo, tras respirar hondo—, estoy bien. Un poco resfriado, eso es todo.

—En esta época del año se cogen los peores catarros—dijo el tipo.

Él asintió, solo quería coger la bolsa donde guardaba su Glock 19 y salir de allí. Agarró una de las asas de lona cuando el teléfono del guarda sonó. Tiró de la bolsa, pero el tipo aún tenía cogida la otra asa.

—Un momento, señor —dijo, sin soltar la maldita bolsa.

Su corazón se aceleró cuando vio cómo el hombre fruncía el ceño.

—Verá —tiró de la bolsa—, tengo un poco de prisa.

—¡¿Qué?! —preguntó el empleado, mientras su rostro se volvía tan blanco como un vaso de leche— ¡Voy inmediatamente! ¡Y llama a la policía!

Mierda mierda mierda, pensó Richard, dando un tirón a la bolsa, que por fin se soltó de la mano del hombre, obviamente distraído con lo que fuera que le estaban contando

Que han encontrado a tu agente y a su secretaria y que sí, que definitivamente tienen mal aspecto, que parece que algo, quizá la muerte, les ha sentado mal. Y que en las cámaras se aprecia que tú eres el último que ha salido de esa oficina. Y que en este edificio no son idiotas.

Dio un paso atrás. Antes de que alguien tuviera la feliz idea de impedírselo, se giró y caminó hacia la puerta.

—¡Oiga, señor! —oyó a su espalda, y varias personas se giraron hacia el origen de la voz— ¡Deténgase!

Varios ejecutivos se giraron y miraron desconcertados hacia el mostrador del que él pretendía alejarse, probablemente pensando que les llamaban a ellos. Así que optó por lo más sensato, no darse por aludido y avanzar entre los tipos, que miraban embobados al empleado de seguridad.

—¡Señor! —oyó a lo lejos— ¡Usted, el de la bolsa!

Se acabó la discreción, pensó. En un par de zancadas alcanzó la puerta y, a toda prisa, la atravesó con la enorme fortuna de encontrarse con un autobús parado delante. Sin apenas aire en los pulmones corrió hacia él y saltó al interior en el mismo momento en que las puertas del vehículo se cerraban. Oyó las exclamaciones de los otros pasajeros al ver su imprudente gesto.

—¿Pero qué hace?

—¿Está loco? ¡Se va a caer!

Sintió el impacto de la puerta sobre su hombro y supo que no lo iba a conseguir. Pero cuando perdió el equilibro y cayó hacia atrás, convencido de que se iba a romper el cuello contra la acera, algo tiró de él hacia dentro del vehículo.

—Ha faltado poco, hermano —le dijo un tipo de raza negra, con gorra a cuadros, abrigo y una barba canosa de tres días.

Y tan poco, pensó mientras el autobús avanzaba. A través del cristal y procurando no dejarse ver, vio aparecer a dos tipos de seguridad por la puerta del edificio. Miraron alrededor. Afortunadamente, ninguno de ellos lo hizo en la dirección del autobús.