—Richard, siéntate, esto no va a gustarte.

Esas palabras, en boca de su psiquiatra, hicieron que sintiera un súbito peso sobre su pecho. El doctor Eduard Katzenbach acababa de volver a entrar en la consulta tras realizar un par de llamadas a raíz de todo lo que acababa de contarle durante cerca de una hora. Katzenbach tenía sesenta años, el pelo largo, gris y desgreñado y unos hombros anchos que hacían que las batas de médico le quedaran ridículas. Sin embargo, era dueño de una escrutadora y profunda mirada que parecía no perderse ningún detalle. Llevaba mirándole así desde lo de su «accidente» con la heroína.

«Deberías probarlo, no te va a pasar nada por hacerlo una vez»

Gracias a Katzenbach, al que consideraba realmente un amigo, había logrado superar las terribles secuelas del accidente cerebrovascular que le tuvo en coma durante una semana («Si crees que lo peor ha pasado, espera a salir de aquí») y que se habían presentado en forma de episodios de ansiedad, paranoia y un largo etcétera de procesos psiquiátricos que, con medicación y mucho trabajo, había logrado superar.

¿Las alucinaciones también?

Richard resopló. Si no hubiera sido por Katzenbach, al que apreciaba y había conocido cuando este tan solo tenía treinta años, probablemente su vida hubiera sido un completo desastre.

Algo así como lo que te está sucediendo ahora, ¿no?

Suspiró y pensó que quizás su precario equilibrio mental, el que se escondía detrás del escritor famoso y millonario, se había roto finalmente. Una vez más, e intuyendo lo que iba a escuchar, se sintió como ese gran conejo blanco con el número «815» pintado sobre su lomo. Una cobaya de laboratorio esperando una inyección de vaya-usted-a-saber-qué.

—Es posible —continuó el psiquiatra— que el estrés acumulado de estos días junto a tu patología de base te hayan jugado una mala pasada. ¿Has tomado tu medicación?

Un tiro certero, amigo.

—No —resopló—, con el estrés de las fechas de entrega... hay días que se me ha pasado tomarla.

En realidad eso no era del todo cierto, pensó. Había estado bebiendo un poco (¿Solo un poco?) para conciliar el sueño y así poder registrar las escenas que necesitaba en la maldita máquina. Se dio cuenta de que Katzenbach le miraba de forma escrutadora, casi parecía poder leerle la mente, y le resultó fácil imaginar que el psiquiatra estaba visualizando las muchas botellas de bourbon (del bueno, eso sí) que había vaciado en los últimos meses.

—De acuerdo —dijo Katzenbach—. Puede que esto sea serio. Necesitas ingresar en Healthy Fields, Richard.

Lejos de parecerle una mala noticia, respiró aliviado. La clínica privada de Katzenbach y sus socios estaba en las afueras de Haddon Heights, en Nueva Jersey, a solo ciento cincuenta kilómetros de Nueva York. Pero la confidencialidad estaba garantizada. Y por lo general, los resultados también. Era cara, terriblemente cara, pero desde luego una opción mucho más halagüeña que enfrentarse a personajes salidos de una novela que iban asesinando a gente.

—De acuerdo, Eduard —dijo, sintiendo como si se quitara el lastre de un traje de buzo—, pero hay una duda que me corroe. ¿He podido yo matar a esas personas, creyendo que quien lo hacía era... —la voz le tembló— él? ¿Mi alucinación?

—Comprobaremos todo eso —respondió el psiquiatra, apoyándole una mano sobre su hombro—. Pero creo que puedes estar bastante tranquilo. En primer lugar, ni siquiera tenemos la certeza de que haya muerto nadie, puede que simplemente te lo hayas imaginado todo.

Sabes que no ha sido así.

—Por otro lado —continuó el médico—, cabe la posibilidad de que hayas sufrido un acoso real por parte de un perturbado. Así que comprobaremos todos esos datos que nos has proporcionado y, si realmente existen esas víctimas, lo pondremos en manos de la policía. En caso de que ese hombre fuera real, ha debido de dejar algún rastro, así que antes o después darán con él y le cogerán.

Él no deja rastros, Eduard.

—¿Y... si he sido yo?

Sin soltarle el hombro, el médico le miró con sus ojos penetrantes, pero que en ese momento reflejaban comprensión.

—Richard, te he tratado desde que tenías quince años. Fui yo quien convenció a tu padre para que no volviera a darte palizas —(«Si crees que lo peor ha pasado, espera a salir de aquí»)—. Y estoy convencido de que tú no harías daño a nadie. Es más, creo que puedo ayudarte mucho más de lo que piensas, con esa historia de tus sueños y las grabaciones que hacían en esa empresa, Bioniris.

—¿Cómo? —preguntó, esperanzado.

—Ya sabes que en Healthy Fields tenemos a los mejores profesionales: psiquiatras, neurólogos y por supuesto, neurofisiólogos. Uno de los mejores de todo el país, Jason Campbell, trabaja para nosotros. Acabo de hablar con él —Richard se removió, inquieto ante la posibilidad de que otros pudieran tener acceso a su información. Como si le hubiera leído la mente, el doctor alzó una mano—. Tranquilo, aquí todo está bajo el más estricto secreto profesional. Dice que puede ayudarnos y ha accedido a venir a mi consulta.

Él negó con la cabeza.

—Es imposible, Eduard. No creo que él pueda...

—Sí que puede —dijo Katzenbach, con una sonrisa—. Le he llamado a él porque precisamente estuvo haciendo prácticas en Bioniris. Le consultaron a él, entre otros temas, para poder construir esa máquina. De hecho, llegó a trabajar con los primeros prototipos.

Él abrió la boca, aunque no pudo articular palabra.

—Pero lo mejor —continuó el médico— es que afirma que si realmente dispones de ese software, cree que puede seguir grabando y visualizando tus sueños. Por eso le he convencido para que acuda sin demora.

—Dios mío... —sintió cómo se le trababa la lengua— ¿Y de verdad piensas que eso nos ayudaría?

—Richard —Katzenbach se sentó a su lado—, estoy seguro de que la respuesta a todo lo que te está sucediendo está dentro de tu cabeza. Y Campbell dice que puede ayudarnos a encontrarla.