—¿Por qué narices no coges el teléfono? —dijo en voz alta, mientras a lo lejos oía el ronroneo de las embarcaciones del East River y por supuesto su peculiar olor a húmedo.
Se dirigía al cuchitril de Kevin con la esperanza de poder ver de nuevo el vídeo de la escena que había soñado esa mañana. Se sintió extraño al pensar que hacía tan solo unas pocas horas que se había despertado para afrontar un día que parecía de lo más normal.
Salvo porque duermes conectado a una máquina que te chupa los sueños, el protagonista de estos se ha mosqueado y se ha hecho real para matar a todo el mundo, incluido tú. También puede que te hayas vuelto loco y seas tú el asesino. ¡Hagan sus apuestas, señores!
Se restregó los ojos. Se sentía agotado y sin fuerzas, los brazos y las piernas le dolían y pensó que lo último que necesitaba era caer enfermo con gripe. Su teléfono sonó, era la cuarta vez que lo hacía pero eran números sin identificar o que no conocía, así que había decidido no contestar porque imaginaba que era la policía. Sí, tenía pensado hablar con ellos, al fin y al cabo él no había hecho nada (¿Seguro?) pero antes tenía que volver a ver ese vídeo y hablar con su psiquiatra. Tenía claro que podía estar padeciendo un episodio de psicosis y sufriendo alucinaciones. Pero estas no mataban a nadie y él había visto ya tres muertos. Y para colmo de males, uno de los cadáveres le había mandado un email desde el jodido infierno. Así que sí, hablaría con la pasma pero antes tenía que ver a Kevin y al doctor Katzenbach.
Llegó al edificio del hacker y no tuvo excesivo problema en entrar ya que la puerta estaba rota y no encajaba bien en el marco, quedando por tanto entreabierta, circunstancia que decenas de vagabundos conocían y aprovechaban para orinar, defecar o incluso pasar la noche en el interior del bloque, generando ese tufo a orina agria que flotaba en el inmueble. Aunque lo sensato hubiera sido arreglar la puerta, esa idea no parecía pasar por la estrecha mente del dueño, que prefería alquilar los apartamentos a cualquier inmigrante que le pusiera unos dólares arrugados en la mano cada mes. Y a tíos tan extraños como Kevin, claro.
Subió los escalones hasta el segundo piso, sintiendo que le faltaba el aire. Ser un escritor famoso y con dinero le obligaba a asistir a muchos más actos sociales de los que hubiera deseado, en los que generalmente la comida era abundante y de primera. Y en los últimos meses, obcecado en terminar su saga de novelas, había dejado de lado el ejercicio físico. Para cuando llegó al rellano de la planta de Kevin se había prometido varias veces que en cuanto acabara todo aquello retomaría el deporte.
Podrás hacer mucho ejercicio en Healthy Fields.
Furioso, hizo un gesto con la mano como para espantar a esa maldita voz interior. Healthy Fields era una institución psiquiátrica terriblemente cara, por supuesto, que regentaban varios psiquiatras de prestigio entre los que se encontraba su doctor, Katzenbach. El programa de recuperación generalmente incluía ejercicios físicos en una enorme área recreativa que ya había tenido el «placer» de probar durante una estancia voluntaria, como muchos otros neoyorquinos a los que les sobraban problemas psiquiátricos y dinero.
Nos vendrá bien a ambos pasar un tiempo allí, ¿verdad?
—¡Cállate! —gritó.