—Todo eso suena bastante raro —le había dicho Winston Banks por teléfono—. Muy raro, Richard.

Se dirigía a su oficina de Tribeca, al oeste del Soho.

—¡Por supuesto que «suena raro»! —había contestado él, furioso— ¡Un tipo ha matado a una persona en Bioniris y luego se ha colado en mi casa para decirme que me suicide! ¡Sentado en mi cama! Pero lo peor —había dicho, imaginándose a Winston, exhalando humo y con los pies sobre la brillante caoba de su mesa— es que ese tipo es clavado al Michael Bailey original, el que yo sueño. Algo que, por si no te habías dado cuenta, es algo que apenas sabían unas pocas personas. Una de ellas, precisamente, eres tú.

Un largo silencio en la línea le había hecho pensar que la llamada se había interrumpido.

—Está bien —había escuchado por fin—, ven a mi oficina. Charlaremos.

Y acto seguido Winston sí que había colgado, lo que aumentó su sensación de ira. Evidentemente esa conversación le había resultado de lo más extraña y no tenía del todo claro que Winston no estuviera detrás de aquello. Quizás fuera una forma de meterle presión, de demostrarle que le seguía necesitando. Así que no había dudado ni un instante en llevar consigo la pistola, que había cogido del cajón de su mesita de noche. Al fin y al cabo Winston conocía lo de sus alucinaciones y podía haberle tendido una trampa, por ejemplo haciéndole creer que estaba loco, para quedarse con sus derechos de autor. Sería tan fácil como pagar a un tipo para que se disfrazara como Bailey y le asustara hasta hacerle perder la razón. Y de hecho, solo él y Emmet (Sí, el que ahora hace de alfombra) conocían los rasgos originales de Michael Bailey. Y dudaba de que el técnico estuviera implicado en aquella historia.

Desde luego su papel no parece no el mejor, puntualizó la voz.

Veinte minutos después, y dándose cuenta de que le dolía el brazo (Ánimo, con suerte es un síntoma de infarto) salía del ascensor que conducía a la oficina de Winston. Desgraciadamente le habían obligado a dejar su arma en el control de seguridad de la entrada. Algo normal, dado que allí entraban y salían continuamente escritores bestsellers, estrellas y directores de cine, cantantes, guionistas y un largo etcétera. Así que lo que menos le convenía a los tipos que se arrellanaban en sus enormes sillones de cuero y fumaban puros (como solía hacer Winston) era que alguien armado se paseara por sus oficinas.

Caminó por la mullida moqueta de la planta. En el ascensor había sentido los ojos de los otros ocupantes clavados en su nuca. Era consciente de que sudaba y de que su traje debía de estar arrugado. Paró un segundo para alisárselo, y de nuevo sintió un calambre en los brazos. En el derecho, que era el que le había retorcido Bailey, tenía sentido. ¿Pero en el izquierdo? Probablemente se debía al estrés, se dijo. No todos los días se vivían situaciones como las que él estaba viviendo (Ni se tienen alucinaciones con el protagonista de tus novelas, no lo olvides) así que debía de ser normal sentir calambres y pinchazos. En un recodo del pasillo vio un sofá y decidió sentarse. Solo un momento, pensó. Cerró los ojos un instante y respiró despacio. Casi notaba los latidos de su corazón, bajando de frecuencia y de intensidad. Meditó durante unos segundos sobre los acontecimientos y miró su reloj. Con asombro comprobó que era más tarde de lo que pensaba y se levantó como un resorte. Winston le esperaba en su despacho, a tan solo unos metros.

La policía de Nueva York también te espera. Con una celda como regalo de bienvenida.

Llegó a la puerta de la pequeña oficina de su agente. Como siempre, estaba entornada. Normal que fueran confiados, pensó, cuando requisaban las armas en la entrada. Si alguien pretendía agredirles tendría que hacerlo con las manos, lo que complicaba ligeramente las cosas. Así que, como había hecho en cientos de ocasiones anteriores, entró empujando la puerta e inhaló el suave olor a vainilla que su agente usaba como ambientador, mezclado con el de la rancia moqueta.

Su primera sorpresa fue no ver a Penny, la secretaria de Winston, aunque tampoco era raro que hubiera salido a comprar una primera edición de un autor de la competencia o un café de Starbucks de seis pavos, a los que Winston se había hecho casi adicto en los últimos años

«Deberías probarlo, no te va a pasar nada por hacerlo una vez».

Con cautela por si Winston le había tendido una trampa, caminó sin hacer ruido hasta su puerta. También estaba entornada, señal de que no estaba ocupado. Escuchó atentamente y oyó música clásica. Aunque no logró reconocer la pieza, estuvo seguro de que era Mozart. Su agente sentía pasión por él. Con cautela, se asomó pero apenas pudo ver el interior. Así que sin hacer ruido y conteniendo el aire empujó la puerta con delicadeza. Si Winston estaba allí prefería sorprenderle él. No le había gustado nada la conversación que habían mantenido.

—Winston, soy Richard, necesito tu ayuda... ¿estas ahí?

Empujó un poco más y notó que algo no encajaba en la silueta de su agente, sentado en su sillón de piel de varios miles de dólares. Sin poder aguantar más, abrió la puerta completamente, esperando la reacción del gigantesco hombre que le había abierto las puertas de la fama pero que en ese momento podía ser su peor enemigo. En función de la expresión que mostrara su rostros, sabría si tenía algo que ver en aquella historia.

Banks por fin le miró, lo hizo con ojos vidriosos. Unos ojos que de hecho no hubieran podido mostrar ninguna otra expresión ya que del cráneo del gigante de casi dos metros sobresalía el atizador de la falsa chimenea que adornaba su despacho. Un reguero de masa blanquecina le caía por la mejilla, junto a la sangre que en ese momento empapaba su cara, su chaqueta cara y el reposabrazos de su sillón. Al lado colgaba el auricular de su teléfono fijo, como si el golpe hubiera interrumpido no solo su vida, sino también la conversación que al parecer estaba manteniendo.

Sintiendo que le faltaba el aire, Richard comenzó a ver cómo la habitación comenzaba a girar alrededor suyo. Con dificultad, se agarró a una silla primero y a una estantería después. Evitando caerse casi de milagro, consiguió dar dos pasos hacia atrás sin dejar de mirar en ningún momento a Winston (Ha sido él, ha sido bailey) y sin apenas conseguir que entrara aire en sus pulmones. Lo que estaba padeciendo era, en toda regla, un ataque de ansiedad.

Yo sigo diciendo que es un infarto...

Trastabillando, logró girarse, pensando de forma irracional que en cualquier momento iba a escuchar la voz de Winston («¿Dónde se supone que vas? Haz el favor de no joderme y terminar de una vez la novela»), levantándose de la silla con su atizador colgando del cráneo y recriminándole. Angustiado y con el corazón amenazando con desbocársele, salió del despacho sin poder evitar golpearse la rodilla con una mesita. Al agacharse de forma refleja para ahogar el delator grito que hubiera deseado proferir, se dio cuenta de algo más.

Penny no había salido a por ningún café. De hecho, no había salido de la oficina de Winston Banks. No había ido a ninguna parte porque estaba tumbada en el suelo, detrás de su escritorio y al lado de un abrecartas, un objeto muy útil para abrir sobres y por supuesto cuellos, como el de esa mujer que reposaba sobre un charco de sangre en el suelo. Sintió cómo el pecho le comprimía, impidiéndole no ya gritar, sino simplemente inhalar aire.