Esto no está pasando, pensó.
Pues para no estar pasando parece muy real, le contestó la voz mientras caminaba por Fifth Avenue y sin apenas notar el pegajoso olor a pretzel de los puestos ambulantes. Nervioso y mirando a los lados, tenía la sensación de que detrás de cada esquina podía aparecer ese tipo (Tiene un nombre, se llama Michael Bailey) y apuntarle con la misma pistola con la que había incrustado una bala en la sesera de Emmet.
Consciente de que algunas personas le miraban, intentó respirar más despacio. Estaba haciendo aspavientos sin darse cuenta, y por el sudor frío que le recorría el rostro supuso que debía de estar completamente pálido. Sin dejar de palpar el pendrive en su bolsillo (¿Me quieres explicar qué vamos a hacer ahora con eso?) intentó razonar. Había sido testigo de un crimen y había huido sin avisar a nadie.
¿Pensabas quedarte para explicar quién ha matado a ese chico?
No, eso hubiera sido absurdo, se admitió. No podía decir que el asesino era el protagonista de sus novelas. Bueno, o un tipo que se le parecía como una gota de agua a otra. Eso probablemente levantaría unas cuantas sospechas. Así que antes de hablar con la policía, porque sabía que ese momento llegaría, debía ordenar sus pensamientos. Era muy difícil, aunque no imposible, que alguien se hubiera caracterizado como su personaje original. Eso era algo que conocían solo unas pocas personas en el mundo.
Y ahora una de ellas está adornando el suelo de un laboratorio.
El sonido de unas sirenas le hizo girarse para darle la espalda a la calzada, llevándose la mano a la cara y simulando admirar el famoso cubo de cristal de la tienda de Apple. Varios coches patrulla pasaron por su lado a toda velocidad, en dirección al edificio del que él acababa de salir. Allí habría cámaras de seguridad por todas partes, así que no tardarían en asociar su entrada y salida con la muerte del técnico.
Tranquilo, solo tienes que explicar que ha sido el protagonista de tus novelas. Y como no le pueden detener, pues caso cerrado.
Negó con la cabeza. Otra posibilidad consistía en que su imaginación, azotada por el estrés de no dormir bien y la presión a la que estaba siendo sometido por Winston y la entrega de su libro le hubieran jugado una mala pasada. Y el tipo que había visto fugazmente se parecía al protagonista de sus libros, pero desde luego no era él.
¿Estás seguro?
¡Claro que no lo estoy!, masculló mientras una ambulancia pasaba también por su lado. Sí, esa era la posibilidad más realista. Un tipo con un traje oscuro que recordaba a Michael Bailey, personaje con el que llevaba años trabajando, se había colado en Bioniris y había robado información confidencial. Y con suerte, ese tipo ni sabría de él. Sí, seguro que era eso. Porque la otra opción que quedaba, pensó mientras se daba cuenta de que la voz de su cerebro le observaba atento... era que realmente hubiera visto a Michael Bailey. Y eso era imposible.
¿Cómo de imposible?
No había un «cómo» de imposible, se dijo, la imposibilidad no se podía medir: Bailey no existía porque era un mero fruto de su imaginación y punto. Sin embargo, él sabía que la mente podía jugar malas pasadas, sobre todo cuando pasaba por un cuadro traumático.
¿Como un accidente cerebrovascular provocado por la heroína?
Resopló. Tras aquel episodio había empezado a padecer unas terribles alucinaciones que habían mejorado gracias a la medicación y a la lectura, que le había ayudado a recuperar su capacidad de concentración y, sobre todo, a distinguir la realidad.
Ahí fue cuando aparecí yo, ¿te acuerdas? Para ayudarte, para que nunca volvieras a tomar una decisión estúpida, para que supieras lo que era real y lo que no.
También en aquella época había comenzado a escribir.
Sí, para no volverte loco. Curioso, ¿verdad?
¡Ya basta!, se recriminó, sudando y respirando agitado. Miró alrededor. Había más coches patrulla. Decidió seguir caminando. Sí, quizás debía llamar a su psiquiatra. Pero antes tenía algo más urgente que resolver.