CAPÍTULO 11
Mart

(Marzo de 1942)

 

 

 

El director de orquesta Karl Eliasberg fue convocado a una reunión con Borís Zagorski, director de la Gerencia de Asuntos Artísticos (MMA), el 1 de marzo. Estuvieron hablando de una posible reanudación de las actuaciones de la orquesta sinfónica. Eliasberg hizo un cuidadoso recuento de la orquesta con Babushkin, el director artístico del Radiokomitet. Contaron 27 músicos fallecidos tan sólo durante el mes anterior. De los supervivientes, únicamente 16 estaban plenamente capacitados para trabajar. La Séptima de Shostakóvich requería por lo menos 80. El Gorkom, la organización del Partido en Leningrado, accedió a dar raciones adicionales a los intérpretes de los instrumentos de viento-madera. Eliasberg y Babushkin suplicaron que también a los miembros del Coro de la Radio y a los intérpretes de instrumentos de cuerda les concedieran raciones de primera clase.

Hicieron un llamamiento por radio: «Pedimos que todos los músicos que sigan en Leningrado se presenten ante el Radiokomitet para su inscripción en un registro. La orquesta sinfónica va a empezar a actuar de nuevo».

Galina Leliuhina oía el «zumbido» de los altavoces de la radio mientras volvía a pie a su casa, en la calle Litovskaya, «famélica y agotada», desde su trabajo en la fábrica de automóviles Mólotov, en el Lado de Petrogrado. Antes de la guerra, Galina asistía a clases de flauta en la academia de música Músorgski. «Decían que todos los músicos que aún permanecieran con vida acudieran a registrarse a la Casa de la Radio. Sin pararme a descansar, agarré mi flauta y fui caminando a paso de tortuga.» Cuando llegó, la reclutaron para la orquesta, aunque padecía un escorbuto grave, y le resultaba sumamente difícil tocar. «No lograba doblar los brazos.»

 

La oboísta Ksenia Mijáilovna Matus fue otra joven a la que reclutaron. «Me encontré con la oboísta Kukleva en la plaza del Teatro. Acababa de enterrar a su marido, y estaban a punto de evacuarla —recordaba—. Me pidió que fuera al estudio de la Casa de la Radio.» Poco después su amiga Vera Petrovna Chernetskaya «llegó arrastrándose» —«ya no caminábamos»— para verla. Le confirmó la «emocionante noticia» de que tal vez la orquesta iba a volver a tocar. Matus descubrió que su oboe se había vuelto de color verde a causa del abandono. «Las llaves estaban verdes, las almohadillas se despegaban.» Acudió a un fabricante de instrumentos, al otro lado de la ciudad. Estaba sentado envuelto en una manta. En un rincón había un sillón con diversos retazos de cuero —«como gorgueras o cuellos»— encima. Matus sabía lo que eran. El hombre accedió a reparar el oboe. Ella le preguntó cuánto le iba a costar. «¡Tráeme un gatito! —le dijo—. Ya me he comido cinco gatos.» Ella le contestó que ya no quedaba vivo ni un solo gato, ni un pájaro, ni un perro. «Sólo puedo pagarle con dinero.» El hombre lo arregló de todas formas. A Matus le llevó cincuenta minutos recorrer andando el breve trecho que separa la calle Gertsen de la Casa de la Radio. A duras penas pudo reconocer a Aleksandr Romanovich Presser, el supervisor de la orquesta, pero estaba «todavía lleno de energía», y la inscribió como miembro del personal de la orquesta.

 

La violinista V. Petrova estaba de servicio en la división de defensa aérea local en la Casa de la Radio. Después de que la orquesta dejara de tocar a finales de diciembre, todos los miembros que tuvieran fuerzas suficiente pasaron a alojarse en el edificio, y prestaban servicio en distintas unidades. Eliasberg acudió a la Casa. Petrova sintió una gran alegría cuando el director dijo que la orquesta iba a reanudar su trabajo muy pronto. «La ciudad tiene que escuchar nuestra voz —le dijo—. La voz de la música.»

 

Aquel mismo día la ciudad añadió un nuevo capítulo a su largo historial de excelencia musical. El musicólogo Roman Ilich Gruber vio culminada la publicación del primer tomo de su Istoriia muzykalnoi kulture. Aquella majestuosa historia de la cultura musical era una obra hecha de valentía y de altruismo. Gruber había renunciado a la seguridad del Conservatorio de Moscú, donde daba clases, para volar hasta Leningrado a fin de trabajar con los editores. Se puso enfermo. Accedió a acudir a un puesto de alimentación cercano a la editorial, donde insistió en compartir su ración con los trabajadores de la imprenta. La grandiosa obsesión de Gruber fue la fuente de inspiración para que los tipógrafos terminaran la impresión. Gruber se desplomó en el momento que vio cumplida su misión.

Además, daba la sensación de que la orquesta estaba demasiado débil para seguir tocando. Cuando Matus fue al estudio de la Casa de la Radio para reunirse con sus compañeros, «casi me caigo» del shock. «De los 100 miembros de la orquesta, tan sólo quedaban 15», recordaba.

 

No podía reconocer a los músicos que conocía desde hacía tiempo, eran como esqueletos. No creo que Eliasberg convocara el primer ensayo para buscar músicos. Era evidente que no podíamos tocar nada, ¡casi no podíamos ni mantenernos en pie! No obstante, él dijo: «Queridos amigos, estamos débiles pero tenemos que obligarnos a empezar a trabajar», y levantó los brazos para empezar. No hubo ninguna reacción. Los músicos estaban temblando. Finalmente, los que podían tocar un poco ayudaron a los músicos más debilitados, y así fue como nuestro reducido grupo empezó a tocar los compases iniciales. Y ése fue el comienzo del primer ensayo.

 

Estaba previsto que durara tres horas. Se suspendió al cabo de tan sólo quince minutos.

 

Al margen de los destellos musicales, la negrura del régimen seguía siendo exactamente la misma. Borís Izvekov fue conducido de nuevo a la cámara de interrogatorios a las cinco de la tarde del 1 de marzo.

Ahora, el objeto de interés era Postoyeva, Natalia Ivanovna. ¿Tenía un trato habitual con ella?

«Sí. La conozco desde 1936-1937, cuando empezó a trabajar en el Instituto Electrotécnico.»

¿Qué sabía de ella?

«No estoy al tanto de sus convicciones personales, ni de su actitud hacia el Gobierno soviético. Nos veíamos muy de cuando en cuando, y nunca hablábamos de política.»

Postoyeva y sus amigos no iban a irse de rositas.

«Por favor háblanos de las personas que tengan estrechas relaciones con Postoyeva.»

«Postoyeva es amiga de la esposa del profesor Smirnov, y va a visitarla con frecuencia. También tiene una gran amistad con un catedrático del Departamento de Matemáticas de la LGU, el profesor Petraim, y con Koshliakov, a cuya esposa va a ver a menudo.»

¿Qué sabía de Smirnov?

«Es una persona bastante religiosa. Su padre oficiaba en la iglesia en Leningrado. Es partidario del sistema democrático burgués.»

«¿Cómo sabes que Smirnov tiene ese tipo de convicciones?»

«Cuando Friedmann vivía, Smirnov apoyaba sus convicciones. Y sé que Friedmann se oponía al Gobierno soviético, y deduzco que Smirnov también, teniendo en cuenta sus orígenes. Uno de sus hermanos fue detenido y desterrado. Teniendo todo eso en cuenta, tiendo a pensar que Smirnov no es un ciudadano soviético muy trabajador.»

¿Se había reunido con Smirnov o con Postoyeva en su casa? No. Entonces, ¿dónde? En casa de Friedmann. ¿Y Koshliakov? ¿Había estado en casa de Postoyeva?

«Sí. Sé que Koshliakov fue a su casa con felicitaciones de cumpleaños en 1938 o 1939. Y sé que Postoyeva era ayudante de Koshliakov en el Instituto Electrotécnico, y que había sido dozent de Smirnov en la LGU.»

¿Qué sabía de los vínculos de Smirnov con los blancos?

«Sé que durante la guerra civil Smirnov vivía en el sur, y que trabajaba como profesor en la Universidad de Simferopol cuando la ciudad estaba ocupada por los blancos.»

Efectivamente, Vladímir Smirnov había estado en Simferopol entre 1919 y 1922, antes de regresar a Leningrado, donde le nombraron director del Instituto de Matemáticas y Mecánica. Además, era un hombre de una «nobleza, benevolencia y cultura excepcionales», según los biógrafos de su amigo Aleksandr Friedmann, unas cualidades «burguesas» que no le habrían granjeado las simpatías del NKVD. Su fuerte, las funciones conjugadas en el espacio euclidiano multidimensional, sin duda estaba fuera del alcance de sus perseguidores.

¿Hace cuánto tiempo que conoces a Koshliakov? Y así una y otra vez.

 

Eran las dos de la madrugada del 2 de marzo. Llevaban con Izvekov nueve horas, para conseguir cinco nombres nuevos. Probablemente ellos estaban tan agotados como él. Lo dejaron ahí.

 

Unas horas después, Hitler ordenaba que el Grupo de Ejército Norte estrangulara el reducto del Vóljov por la base. La entrada al reducto tan sólo tenía diez kilómetros de ancho. En el centro, separadas por una distancia de aproximadamente un kilómetro y medio, había dos rutas de abastecimiento de una anchura de 60 metros que conectaban el 2.º Ejército de Choque con las fuerzas rusas de la orilla oriental del río Vóljov. Se habían talado los árboles y la maleza, y la nieve endurecida había elevado la superficie de los caminos por encima de los tocones de los árboles. Los alemanes les pusieron nombres de mujer: Erika a la ruta del norte, Dora a la del sur. Eran las líneas de subsistencia para los 100.000 rusos que había dentro del reducto.

La operación se denominó Raubtier («depredador»), y estaba previsto que su tenaza se cerrara en las proximidades de Myasnoi Bor, un pueblo que estaba en la parte inferior del reducto. De ese modo, los potenciales salvadores de Leningrado se encontrarían asediados en un área de 51 kilómetros cuadrados de bosques y ciénagas. Una vez cumplido ese objetivo, anotaba aquel mismo día el general Halder, «no hay que desperdiciar sangre para reducir al enemigo en las ciénagas. Sólo hay que esperar a que se muera de hambre».

 

Sin embargo, Stalin seguía confiando en que su 54.º Ejército, que avanzaba hacia el sureste, fuera capaz de unirse al 2.º de Choque que avanzaba hacia el norte, rumbo a Liubán. Tres días antes, el Stavka había ordenado a Meretskov que reanudara el ataque del 2.º de Choque contra Liubán, que había quedado en punto muerto, sin detenerse para reagruparse. El general Jozin, comandante del Frente de Leningrado, recibió la orden de poner inmediatamente en marcha al 54.º Ejército hacia la ciudad ferroviaria. Si lograban establecer contacto entre sus fuerzas —Stalin les había prometido un generoso apoyo aéreo, igual que Hitler con la Operación Raubtier— los alemanes quedarían atrapados, y se levantaría el asedio.

La posición de los alemanes era precaria. Al sur del lago Ilmen, un cuerpo de ejército alemán y la mitad de otro estaban inmovilizados en un reducto en Demiansk. La contraofensiva del Ejército Rojo los había dejado atrapados allí desde enero. Dependían enteramente de los vuelos diarios de abastecimiento, mediante aviones y planeadores, como le contaba a Hitler el general Von Brockdorff, comandante del II Cuerpo, en la reunión que mantuvo con él el 2 de marzo en el Führerhauptquartier. La mitad de los 5.500 hombres de la guarnición que estaban atrapados desde enero en Jolm, otro de los «erizos», las posiciones fortificadas que construían para pasar el invierno, ya habían muerto o estaban heridos. El general Scherer temía que la próxima ofensiva seria del Ejército Rojo liquidara a su unidad ad hoc, denominada Kampfgrüppe Scherer.

El reducto del Vóljov era un lugar inhóspito para combatir. Tan sólo quedaban en pie las chimeneas de ladrillo de Myasnoi Bor. Su nombre significaba «bosque de la carne», en memoria del ganado que se había ahogado en las ciénagas y los bosques a lo largo de la antigua cañada que conducía al mercado de San Petersburgo. El terreno firme estaba debajo de varios metros de hielo y nieve, que se convertían en barro y agua cuando llegaba el deshielo. En algunos lugares, los abedules y los cañaverales de las aguas cenagosas le conferían una belleza vaporosa durante el verano, pero no ofrecía ningún tipo de alimento para los soldados, ni siquiera bayas, ni tampoco forraje para sus caballos.

Cuando el terreno estaba helado, las carretas y los trineos (panje) tirados por caballos transportaban hasta el frente los suministros de los rusos. Cuando se deshelaba, las únicas carreteras que iban de este a oeste estaban hechas de troncos de árboles talados en los sombríos bosques, despojados de sus ramas, y tendidos unos junto a otros. Los soldados del Ejército Rojo que construían aquellos caminos trabajaban como los zeks del Gulag. Estaban agotados, y únicamente disponían de las herramientas que llevaban para excavar trincheras. «Carecíamos incluso de limas para afilar las sierras —recordaba P. P. Dmitriev refiriéndose a su pelotón—, ¿y cuántos troncos pueden serrarse con una herramienta roma? A pesar de todo, trabajábamos día y noche.» Tan sólo el comandante y el artillero de cada batería permanecían en sus puestos. El resto se dedicaba a construir la carretera o a traer suministros y munición de los almacenes que se encontraban a más de cincuenta kilómetros en la retaguardia. «Tardábamos cinco o seis días en ir y volver. Es fácil imaginar cuánto podía acarrear un hombre, teniendo en cuenta que un solo proyectil con su detonador pesaba treinta kilos.» Cuando el camino quedó terminado, los camiones de abastecimiento a menudo atravesaban la superficie, y los troncos se hundían en el terreno cenagoso. Se destacaron trabajadores a lo largo del camino para sacar los camiones que quedaban atrapados. «Era un trabajo verdaderamente infernal.» La superficie era poco idónea para los soldados de a pie, y peligrosa para los caballos, que a menudo se rompían las patas. Ambos bandos tendieron vías férreas de paso estrecho sobre largas traviesas. Los alemanes llamaron a su vía el «Expreso del Vóljov». Las locomotoras que circulaban por la vía rusa eran vulnerables al fuego de la artillería y a los ataques aéreos. A menudo no quedaba más remedio que remolcar los convoyes con caballos o a mano.

Los intentos a la desesperada para abrirse paso hasta las tropas rusas atrapadas en los bosques de las afueras de Liubán fracasaron bajo el fuego de los morteros y de la artillería pesada. Dmitriev perdió al comandante de su batería. «Le condujimos hasta las posiciones de fuego, le enterramos con todos los honores militares y juramos venganza contra los invasores.» Los proyectiles de los morteros alemanes explotaban entre las copas de los árboles y desperdigaban una nube de mortíferas astillas. Dmitriev se encontraba en el puesto avanzado de observación de la batería, en la posición de combate de un batallón del 1098.º Regimiento de Fusileros. La visibilidad a través de la masa compacta de abedules y de arbustos era escasa, y resultaba difícil señalar los blancos para las dos baterías de obuses. La munición empezaba a escasear, y «nuestro fuego iba debilitándose cada vez más». El 8 de marzo, el propio Antiufeyev visitó las posiciones de combate. Llamó a Dmitriev por su nombre de pila, y le ordenó ponerse al mando de una fuerza combinada para lanzar un ataque en dirección a las unidades atrapadas.

Dmitriev reunió a 16 soldados —de transmisiones, cocineros, conductores y ocho para el combate—. Examinó su armamento y su munición. Todos ocuparon sus posiciones de partida. «Las ametralladoras se pusieron a trabajar, y al grito de "¡Hurra!" nos lanzamos al ataque —escribía—. En aquel momento, para mí, el tiempo se detuvo. […] Recuperé la conciencia cuando, a través de una densa niebla, alcancé a ver a unas personas con bata blanca y oí el sonido de alguien que gemía.» Estaba en un hospital de campaña.

Las tropas de caballería y de fusileros encontraron su final. Los pocos aviones que intentaron reabastecerlas fueron derribados. Los equipos de radio se estropearon y se perdieron las comunicaciones. Se agotó la comida y la munición. Al final, destruyeron sus vehículos y su armamento pesado —«incluso las ametralladoras», apuntaba Antiufeyev— e intentaron abrirse paso por la noche con sus armas de mano. Tan sólo lo lograron ocho soldados del 1100.º Regimiento de Fusileros.

 

La fuerza ofensiva de la 327.ª División de Fusileros estaba agotada, admitía Antiufeyev. «Se puso a la defensiva.» Eran los alemanes los que se preparaban para pasar a la ofensiva. El 154.º Regimiento de Infantería de Wilhelm Lubbeck fue trasladado desde las afueras de Leningrado al frente del Vóljov. Fueron relevados por una división de las SS formada por suecos, noruegos y daneses. Lubbeck señalaba que los altos e inexpertos soldados escandinavos sufrieron una docena de bajas por los disparos de los francotiradores el día del relevo. Los pilotos de los Stukas de la Luftflotte I, junto con los soldados de la 58.ª División de Infantería y la División de Policía de las SS recibieron instrucciones sobre la Operación Raubtier. Era un tipo de operación que a los alemanes se les daba muy bien.

 

Borís Izvekov volvió a la cámara de interrogatorios el 3 de marzo, un día en que hizo un frío tan excepcional que el padre de Dmitri Lijachev falleció entre «terribles sufrimientos». Dmitri se lo llevó al mortuorio del parque del Narodni Dom en un trineo de niño. El recuerdo del momento en que dejó el cuerpo de su padre entre los muertos nunca le abandonó. El joven compositor Borís Golts murió prestando servicio en una compañía de fusileros del frente, donde no cesaban los ataques a la desesperada para abrirse paso a través del saliente del Vóljov. Golts tenía veintiocho años, y había sido uno de los alumnos más prometedores del Conservatorio, admirado por Shostakóvich.

El interrogatorio surrealista de Izvekov se prolongó todo el día. Había sido el editor del libro Climate Through the Ages [El clima a lo largo de las eras], una explicación clásica de los cambios climáticos a cargo de C. E. P. Brooks, el destacado climatólogo británico.

«¿Qué crímenes políticos cometiste mientras editabas este libro?» No sabemos qué condicionantes —el miedo, el agotamiento, el hambre, los puñetazos, el deseo de agradar— dieron lugar a la siguiente confesión: «Permití que se publicaran afirmaciones antisoviéticas, […] que el desarrollo de una persona no depende únicamente del desarrollo económico sino del clima de su entorno». Izvekov admitía que aquello era «anti-marxista» y una «teoría burguesa».

La sesión concluyó a las 17.30.

 

El Teatro Muzkom celebró su reapertura tras muchas semanas de silencio con una función de tarde y otra representación por la noche de Silva, en el Teatro Pushkin el 4 de marzo. La opereta había triunfado en Nueva York y en Londres con el título de The Gipsy Princess,[53] y era una excelente obra de evasión. «La magnífica creación de Carlo Rossi [el teatro] en la desolada plaza Ostrovski, cubierta de grandes montañas de nieve. En el crepúsculo del día, alrededor de las dos de la tarde, la plaza cobró vida», recordaba T. Karskaya en sus memorias:

 

Por los estrechos senderos que discurrían entre los montones de nieve, llegaban arrastrándose, de una en una, figuras humanas, formas oscuras sobre la nieve. Las numerosas puertas del teatro estaban cerradas. Las ventanas estaban tapadas con tableros de contrachapado para protegerlas de las explosiones de artillería. El público entraba al gélido vestíbulo por una sola puerta. Ni alfombras, ni cuadros, habían quitado las arañas, todos llevaban puesto el abrigo, el uniforme, el sombrero, el chal, al acceder al auditorio.

La gente fue ocupando sus asientos —muchos militares, y adolescentes, y niños—. Cerca de la orquesta, en el pasillo central, hay un gran cajón con arena y palas, contra las bombas incendiarias. En las plantas superiores también han puesto esos mismos cajones. Aparece el director. No lleva ni frac ni chaqué. Al igual que el público y los músicos, lleva un abrigo y un sombrero de piel. Tiene las manos congeladas, pero con un movimiento de su batuta empiezan a volar delicados sonidos por la sala en silencio.

 

Por la tarde hubo bombardeo de artillería. Un músico que estaba de guardia contra incendios en la Casa de la Radio abandonó su puesto para hacer sus necesidades durante el bombardeo. Su nombre apareció en un lugar prominente en el tablón de anuncios para que todo el mundo se enterara de su vergüenza: Isaak Yasenovski, uno de los mejores violistas de su época. El violonchelista K. Annayan le escribía a su hermana, que estaba en Armenia: «He estado dos meses y medio en el hospital. He sobrevivido a enfermedades muy graves. Actualmente sólo tenemos un motivo de angustia: la falta de comida. Por eso esperamos vuestros paquetes como maná del cielo. Da igual que sólo sea pan negro seco, o una corteza, una patata, harina barata, o grasa —cualquier cosa por el estilo para nosotros es la felicidad, un sueño—. Tengo que confesar que en toda mi vida nunca había conocido unos días tan terribles». Semión Putiakov, el soldado decepcionado que escribía un diario en su puesto de Sosnovka, en los suburbios del norte, fue fusilado por un delito de propaganda antisoviética en virtud del Artículo 58-10. Las frases que se subrayaron en su diario se consideraron «difamatorias contra el abastecimiento de víveres del Ejército Rojo».

Aquel día, Alla Shelest decidió abandonar la ciudad. Su madre había sufrido un ataque al corazón. Ella sabía que la perdería si se quedaban. Le dijo a Agrippina Vaganova que se marchaba, y la anciana bailarina le pidió: «Alla, llévame contigo». Empezó a hacer las maletas para que la evacuaran. «Cogí ropa interior y ropa de paisano para papá. Si sobrevive a la guerra, la necesitará. Metí toda nuestra ropa en la maleta, y la cubertería de plata de la familia, un juego de té, joyas y bronces para venderlos a cambio de comida.» Pero el hielo de las calles tenía un grosor de 45 centímetros. El padre de Alla le había prometido que le enviaría un coche del Estado Mayor desde el cuartel general del frente. No apareció ninguno. «Yo estaba en un estado terrible, y mamá no podía ni moverse. Después de que me sorprendiera la explosión de aquel obús ya no salía de día, pero salir después del anochecer daba muchísimo miedo.»

Lidia Karasyova, una niña de tres años, fue evacuada el 4 de marzo. Se trataba de una superviviente excepcional. Estuvo a punto de morir en diciembre. Vivía en una sola habitación con su madre, su tía y su abuela —que había comprado una paloma poco antes de que desaparecieran—. Hizo un caldo con la carne y fue dándoselo taza a taza a la niña pequeña, que tenía mucha fiebre. Su madre y su tía renunciaron a sus raciones de pan para dárselas a la cría. Poco a poco, la pequeña Lidochka fue reviviendo. El 4 de marzo ya estaba lo suficientemente recuperada como para marcharse de la ciudad con su madre. Los alemanes bombardearon el convoy en el lago Ladoga. La onda de choque lanzó a la niña de un lado a otro del camión y le abrió la cabeza. Le prestaron primeros auxilios en uno de los puestos instalados sobre el hielo. Los cirujanos la operaron cuando los evacuados llegaron a la otra orilla. La embarcaron en un vagón de ganado junto a su madre, con una mísera estufa de leña para combatir el frío. Durante el largo trayecto, todos los días moría por lo menos una persona, y los cuerpos se sacaban en las paradas. Lidochka llegó viva al refugio de Moscú.

 

El estreno mundial de la Séptima tuvo lugar en Kúibyshev el 5 de marzo. Shostakóvich siempre estaba muy animado durante los ensayos, pero el primer concierto fue para él una terrible ordalía. «No hacía más que entrar y salir de nuestras habitaciones todo el día —recordaba Slonim—, y nunca permanecía más de diez minutos, estaba todavía más pálido que de costumbre, y, casi tartamudeando, nos imploraba que no asistiéramos al concierto, con la esperanza de que no apareciéramos por allí. Inmediatamente después estaba llamando al teatro y suplicando que le dieran "sólo una entrada más" para una chica de la oficina de correos que le había pedido asistir.» Se llevaba ese estado de «agitación y tensión febriles» consigo al teatro, corría de una habitación a otra, mascullando saludos al cruzarse con alguien. Estaba pálido y apretaba los puños.

Nina le dijo a Flora Litvinova que Shostakóvich siempre se ponía así antes de un estreno. «Se obsesiona terriblemente. Le da miedo que resulte un fracaso —observaba Flora—. El propio DD reconocía que se sentía físicamente enfermo, hasta el extremo de tener náuseas antes de un estreno.» A pesar de todo, tuvo el detalle de firmar un programa para todos y cada uno de los músicos de la orquesta: eso podía «animarles a intentarlo con más ganas». El público pidió su aparición en el escenario antes del concierto. «Estaba muy tenso y hierático —observaba Slonim—, ante una despiadada multitud de admiradores.»

 

La sinfonía suponía una dura prueba para el director y los músicos. Era larguísima, duraba ochenta minutos, y Samosud decidió poner un entreacto después del primer movimiento. Aquello era música a gran escala, con una partitura escrita para una orquesta anormalmente grande. Ocho trompas, seis trompetas y seis trombones componían la sección de metales. Las maderas requerían tres flautas, dos oboes, un como inglés, tres clarinetes, un clarinete bajo, dos fagotes y un contrafagot. La sección de cuerda se llevaba dieciséis primeros violines, catorce segundos violines, una docena de violas, diez violonchelos, ocho contrabajos y dos arpas.[54] No se arredraba ante nada. En una Rusia medio muerta de hambre, medio invadida, medio desangrada, aquel abundante despliegue de talento musical resultaba sorprendente y desafiante. Era una sinfonía tan gigantesca como la ciudad a la que retrataba.

Fue un éxito apoteósico, y los aplausos no dejaban de resonar en el auditorio abarrotado de gente. El público vitoreaba y aclamaba al compositor para que saliera al escenario. A Tania Litvinova le llamó la atención el nerviosismo de Shostakóvich cuando subió al escenario a saludar. El nerviosismo iba acompañado de «la reserva típica de un leningradense y el talante juvenil de un eunuco». Ninguno de los presentes sería capaz de olvidar nunca su «figura encorvada, su mueca de sufrimiento, y aquellos dedos que nunca cesaban de tamborilear en su mejilla». El simple hecho de verle era una tortura. «Caminaba con afectación y hacía reverencias como un caballito de circo», decía Iliá Slonim, coincidiendo con su esposa. Decía que, al final de la Séptima, el público estaba extasiado, pero «el joven y adusto compositor accedió al escenario como quien sube al cadalso».

 

A partir de aquel momento, la sinfonía ocupó su lugar en el paisaje emocional de la guerra. Era el sonido de Leningrado, la actitud desafiante y la valentía de la ciudad sitiada convertidos en música. Extendía un manto de decencia y humanidad sobre los hombres de gorra azul, sobre los pelotones de fusilamiento, sobre los interrogadores: ocultaba a los aliados de aquel régimen su incesante vileza bajo una pátina de cultura. Chaikovski había tocado un elocuente acorde de guerra con su 1812, la obertura que conmemoraba la resistencia de Rusia frente a Napoleón, y que Radio Leningrado emitía una y otra vez. Pero la había compuesto sesenta años después de los acontecimientos. La Séptima era contemporánea. Fue concebida durante las incursiones aéreas y las andanadas de artillería que seguían cayendo sobre Leningrado. Provenía del corazón de la guerra, y millones de personas, en Rusia y mucho más allá, la acogieron en sus corazones.

El estreno se retransmitió por las emisoras de radio a lo largo y ancho de Rusia. El violinista David Óistraj, que lo escuchó en Moscú, hablaba del «enorme orgullo» que sintió por el hecho de que Rusia hubiera producido un artista «capaz de responder a los terribles acontecimientos de la guerra con una fuerza y una inspiración tan convincentes». Aquella música «resonaba como una afirmación profética de victoria sobre el fascismo, una manifestación poética de los sentimientos patrióticos del pueblo, y de su fe en el triunfo final del humanismo y de la luz». Glikman estaba en Tashkent, acurrucado junto a una radio decrépita y de sonido metálico, en compañía de Pável Serebriakov, director del Conservatorio de Leningrado, y otros catedráticos. Glikman contaba que, a pesar de que muchos «valiosísimos detalles» se perdían por culpa de la pésima recepción, todos se sintieron abrumados por la fuerza de aquella música. «Pudimos escuchar la música fatídica y trágica del primer movimiento, el intenso lirismo del scherzo, la belleza salvajemente triunfante del adagio, y el heroico espíritu del final.»

 

El compositor daba su propio veredicto en una carta que le escribió a Sollertinski. «Fue un éxito considerable», decía. La orquesta tocó «extraordinariamente bien», pero a Shostakóvich le convencía menos el director. «Samosud lo hizo bastante bien en las tres primeras partes, pero en la cuarta se cansó un poco. Tiene cincuenta y ocho años. Pero, en cualquier caso, el cuarto movimiento sonó bastante convincente.» Maksim, su hijo, no se acordaba de los ensayos, pero sí recordaba el estreno. «El tema de la invasión en la primera parte, la llegada de algo horrible, hizo efecto en mi alma —recordaba—. Galia y yo teníamos una niñera religiosa llamada Pasha. Una vez oí aquella música en sueños —los tambores suenan a lo lejos y van acercándose cada vez más, van sonando cada vez más fuerte—. Yo me desperté de aquella pesadilla y fui corriendo en busca de Pasha. Ella me hizo la señal de la cruz y dijo una oración.» Maksim también recordaba el praliné de chocolate que le dieron después del concierto. «Nunca volví a probar unos dulces como aquéllos.»

 

Al mismo tiempo que se interpretaba la Séptima, el corresponsal de guerra Pável Luknitski regresaba a su casa en Leningrado tras una visita al 54.º Ejército. A la luz del crepúsculo, vio a una mujer caminando hacia él y exclamando: «¡La muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!». La mujer le miró fijamente en el momento en que Luknitski se cruzó con ella «como un espíritu aterrado», y siguió aullando. «La muerte por inanición nos llevará a todos. Los soldados vivirán un poco más. Pero nosotros vamos a morir. Nosotros vamos a morir. Nosotros vamos a morir.» Cuando Luknitski subió las escaleras que llevaban a su apartamento, se encontró con que el tejado de la casa había volado.

 

El 6 de marzo, a las 19.40, se produjo el final de la partida para Borís Izvekov.

Kruzjov empezó: «No nos has dicho los nombres de todos los contrarrevolucionarios».

«Admito que se me olvidaban los siguientes miembros de nuestra organización:… Obrazov, archivero, Ainovski, catedrático del Instituto de Hidrofísica… Budkov, catedrático de la Facultad de Física… Izakson, profesor de la LSU. Proviene de una familia burguesa y sus convicciones son las mismas que las mías…»

Kruzjov terminó con Izvekov a las nueve de la noche. Para entonces ya tenía suficientes nombres.

 

Llevaron a Izvekov de vuelta a su celda de la cárcel de Shpalernaya, en espera de sentencia, siempre y cuando los caníbales y la ración infantil de pan que le daban le permitieran vivir hasta entonces.

Lidia Ojapina estaba cruzando el hielo del lago Ladoga. Aquella mañana casi se había sentido sin fuerzas para llegar al punto de reunión de la calle Chaikovski con sus dos hijos. Se levantó una tormenta de nieve, agitada por un intenso viento. Ella se había puesto ropa limpia, dos vestidos de lana, y encima de todo un traje de su esposo, «para no pasar frío y por seguridad».

Temía llegar demasiado tarde. «Un último esfuerzo, un paso más, otro más…» Su camión seguía allí. Cuando arrancó rumbo al lago Ladoga, Lidia se despidió: «Adiós, ciudad mía, que llevas tanto tiempo sufriendo». Seguía nevando cuando el convoy empezó a cruzar el lago. El camión redujo la velocidad a paso de tortuga. Un hombre con esquís iba delante, cuidando de que no hubiera agujeros de proyectiles que pudieran haber resquebrajado el hielo. El camión estaba cubierto con tableros de contrachapado, y en su interior se acumulaba el humo del tubo de escape. Lidia vomitó varias veces. Le estaba subiendo mucho la fiebre y perdió el conocimiento varias veces. «Cuando recobré la conciencia pregunté dónde estaba y dónde estaban mis hijos. Me dijeron que estaba en el camión, que mis hijos estaban sanos y salvos. Alguien les había dado de comer.»

En la primera parada, después de cruzar el lago «unas personas bondadosas y de buen corazón» la ayudaron a bajar y la recostaron sobre un banco. Dieron de comer a los niños con sémola y leche condensada. A ella le dieron un poco de caldo de carne. «Tenía toda la boca pastosa, y también la garganta… no podía tragar.»

 

Prosiguió hasta Cherepovets, donde estaba destinado su marido. Él subió de un salto al camión, echó un vistazo y se apeó. Los niños no le reconocieron de uniforme. La emoción de volver a verle había dejado sin habla a Lidia. A él le dijeron que su familia estaba de verdad en aquel camión, y volvió a subir. Por fin les vio. «¿Eres tú? ¿Eres tú?» Aquella noche, cuando Lidia se desvistió, se mostró desnuda a su marido. «"Mira en lo que me he quedado", le dije. No era más que piel y huesos. Mi pecho tenía un aspecto particularmente espantoso —no se veían más que las costillas—. Y cuando empezó la guerra, yo estaba amamantando a mi hijo recién nacido. […] Vasili me miró y empezó a pestañear de nuevo. "No te preocupes", dijo. "Si los huesos están en buen estado, el resto del cuerpo irá detrás."»

 

La fama de la Séptima estaba difundiéndose más allá de las fronteras de Rusia. En Londres, el periódico The Times publicó un artículo sobre el estreno el 7 de marzo, junto a la crónica de los avances de los japoneses en Birmania y en Java, y de la «gran batalla que en estos momentos se está librando a orillas del río Vóljov para acudir en auxilio de Leningrado». El artículo describía la sinfonía como «una obra de gran elocuencia y urgencia donde se amplía el habitual estilo tenso e inquieto del compositor». La obra tenía «en parte un tono de réquiem», pero concluía de forma optimista, «en lo que el compositor califica de "la victoria de la luz sobre la oscuridad, de la humanidad sobre la barbarie"».

Por supuesto, así era como los Aliados percibían su propia causa, y la sinfonía parecía ser la prueba de que los rusos habían asumido esos mismos valores. Del Japón imperial y de la Alemania nazi venía la barbarie; de la Rusia soviética venía la música. Ya se estaba preparando el terreno para los viajes de la sinfonía al extranjero. «Cabe esperar que muy pronto se interprete en Inglaterra —concluía el corresponsal de The Times—, pues es una composición de gran carácter.»

 

También en Rusia empezaba a levantar el vuelo. Serebriakov estaba empeñado en que los intérpretes del Conservatorio de Leningrado evacuados a Tashkent tocaran una obra creada por un compositor que había sido uno de sus más ilustres alumnos y catedráticos. Propuso que su subdirector realizara el largo viaje a Kúibyshev para conseguir una copia de la partitura. Se molestó cuando Shostakóvich le envió un telegrama pidiéndole que la persona encargada de hacerlo fuera Glikman. Serebriakov dudaba de que el desconocido amigo de Shostakóvich fuera capaz de conseguir papel pautado y realizar una copia exacta de la partitura. Shostakóvich insistió.

El compositor se sintió «absolutamente entusiasmado» al recibir un telegrama de su madre desde Cherepovets, una escala de su evacuación. «He conseguido salir sana y salva de Leningrado. Con ganas de veros a todos. Babka.» Shostakóvich se había trasladado de las habitaciones de la calle Frunze a un apartamento independiente de cuatro habitaciones en el número 2a de la calle Vilonovskaya. Necesitaba ese espacio. «Me conformo con que consigan llegar aquí sanos y salvos —le escribía a Glikman—. Esperamos la llegada de ocho personas en total: mamá, Marusia, Mitia, Sof. Mij. Vas. Vas., Irina, G. G. Efros y Allochka. De una u otra forma conseguiremos acomodarnos.»

Y añadía que tenía previsto volar a Moscú unos días después. «Samosud ya ha salido para allá a fin de organizar una orquesta para mi sinfonía.»

 

En el número 12 de la avenida Nevski subsistía un recordatorio de la antigua elegancia de las grandes dames de Leningrado: un taller de alta costura. El 8 de marzo estaba particularmente atareado. Era el Día de la Mujer, una fecha para hacer regalos a las esposas y las novias, y tenía una resonancia especial, ya que fue ese día de 1917 cuando las mujeres que trabajaban en las fábricas textiles de la ciudad se pusieron en huelga, y precipitaron la Revolución.[55] Antes de la guerra, el taller había sido una boutique llamada Smert Muzhyam («Muerte a los maridos»). Lo dirigía el diseñador «F», que creó magníficos vestidos de fiesta y de noche, y ropa interior exótica, para los que hacía de modelo su esposa, Maria Yelizarovna F. Ambos seguían muy atareados confeccionando aquellas embriagadoras creaciones, que se llevaban en maletas y por avión a Moscú, para uso y disfrute de las esposas del Kremlin y de las amantes de los generales del Ejército.

El Teatro Muzkom celebró la efeméride con una representación en la Casa del Ejército Rojo. A todos los asistentes se les entregó una pequeña bolsa con comida. Las mujeres que residían en el Conservatorio disfrutaron de un desayuno, almuerzo y cena de fiesta. A las mujeres del teatro Kírov les pidieron que encabezaran un zafarrancho de higiene, y se aseguraran de que todo el mundo se lavara las manos y la cara.

El director del Comité de las Artes (M Á) se presentó ante la asamblea del Partido en la ciudad. Dijo que la reapertura del Muzkom era un «gran acontecimiento». El teatro siempre estaba lleno. «Tienen que ir con abrigo de piel y botas de fieltro, pero durante un rato se olvidan del mundo exterior y se dejan llevar por el espectáculo.» Pidió que se reabriera la Sala Filarmónica para un amplio abanico de funciones, los conjuntos del Ejército Rojo y de la Armada Roja, conciertos de cámara, sinfonías, veladas de ballet. «El auditorio está en buenas condiciones: lo único que hace falta es dar la orden a Lenenergo para que den la luz.» La corriente volvió al auditorio cinco días después.

Para entonces estaban muriendo músicos y directores. Ígor Mijlachevski falleció el 8 de marzo. Era el director artístico y el director de Capella, el coro más antiguo de Rusia, que había acompañado al zar en las campañas militares, y que desde 1703 honraba con su presencia a San Petersburgo desde su elegante edificio junto al muelle de Moika. Al día siguiente fallecía V. Maratov, el director artístico del Coro de la Radio. La plaza que el Radiokom le había conseguido en el centro alimenticio del hotel Astoria había llegado demasiado tarde.

Elena Martilla vivía sus horas más bajas. «En una cola del pan, alguien me llamó "abuela". Tengo dieciocho años. Camino con bastón.» Recorría toda la ciudad a pie para llegar a la Escuela de Bellas Artes. Tenía la ambición de ser diseñadora de decorados. Iba a la universidad por calles estrechas, caminaba sobre el hielo para cruzar el Nevá hasta el Campo de Marte. Tenía que cruzarlo para llegar al puente del Cisne, rodeada por la belleza de la ciudad. Al llegar a la avenida Liteiny pasaba por delante de la Bolshói Dom. «Por el camino veía a más muertos que vivos —diez muertos por cada cinco vivos, algunos abatidos por el hambre, otros por la artillería y los bombardeos-», anotaba. Era consciente de que, en caso de que tuviera que tirarse al suelo, nunca conseguiría volver a ponerse de pie. Tenía amagos de desvanecimiento entre dos y cuatro veces al día. Se salvó, igual que muchos otros, aferrándose a un asunto de interés. Volvió a pintar, y dibujaba su propia cara en un espejo poniendo pintura azul en el pincel. Le daba ánimos el hecho de estar desobedeciendo a Hitler, que había dado la orden de exterminar a todos los leningradeses. «Me daba cuenta de que no iba a morir —lo sentía con todas y cada una de las células de mi distrófico organismo, y ello me infundía fuerzas—. Así recobraba mis energías. Incluso me sentía feliz y… tranquila.»

 

También el teatro levantaba los ánimos. El Muzkom estrenó El amor del marinero, de Benatzki y Friml, el 14 de marzo. Valerián Bogdánov-Berezovski asistió con su esposa. «Fue una buena representación —señalaba—, pero nuestro estado de ánimo era muy serio.» L. Vasten, una cantante del coro, recordaba que llevaba puesto un grueso abrigo debajo del vestuario, un quimono de geisha. Nadie se dio cuenta. Estaba orgullosa de la forma en que los miembros de la compañía disimularon su agotamiento y su distrofia. En la radio se hablaba de los planes. Iba a montarse una nueva comedia, Los muros rotos, con música de N. Timofeyev y un libreto basado en las aventuras de los partisanos. Casi todos los días se celebraban conciertos de algún tipo delante de los hospitales. Se asignaron veinte cantantes del coro Capella para reforzar el Coro de la Radio. Los demás supervivientes de Capella fueron evacuados a través del hielo.

El 16 de marzo, el Radiokom le pidió al Gorzdravodel (el Departamento Municipal de Sanidad) cuatro plazas más en el Astoria. También solicitó al Departamento de Energía que les diera una casa o un edificio de apartamentos de madera en ruinas para desmantelarlo y hacer leña. Una semana después volvió a pedir otras cinco plazas para miembros de la orquesta y el coro.

La cantante Zoya Lodsi no tuvo tanta suerte. No logró que le concedieran una ración de académica en el Conservatorio. Le escribió una carta a Borís Zagorski, del M Á. Era un buen hombre, que había resultado herido en el frente, y Zoya recurrió a él: «Intento estar contenta y vivaz. Confío en que usted me salvará. Le pido que me conceda la ración por razones médicas. De lo contrario, todo mi arte habrá sido en vano. Lo he creado a pesar de las dificultades de mi enfermedad. Borís Ivánovich, por favor, compréndalo, me estoy muriendo. Es la primera vez en mi vida que tengo tanto miedo».

 

La Operación Raubtier comenzó a las siete y media de la mañana del 15 de marzo, con oleadas de Stukas bombardeando en picado las posiciones rusas a la entrada del reducto. Al caer la noche se habían realizado 263 misiones. Los pilotos tenían que juzgar con exactitud el punto donde tenían que soltar las bombas. Si lo hacían demasiado cerca de los combates en tierra, podían matar a sus propios compañeros; si lo hacían demasiado lejos, los rusos tenían tiempo de recuperarse antes de que la ofensiva de la infantería y la policía de las SS acabaran con ellos. Al final del primer día, tan sólo había una separación de seis kilómetros y medio entre las vanguardias de los dos bandos.

T. I. Obujova, una joven enfermera, recibió la orden de incorporarse a la 111.ª División de Fusileros en los bosques situados al oeste del reducto. Estaba con otras enfermeras y tres médicos en el 120.º Batallón Médico. Cerca de Myasnoi Bor tuvieron que cruzar una ciénaga medio helada. Una de las enfermeras se cayó y dio un grito. Los alemanes la oyeron y ella resultó herida por el fuego de las armas automáticas. Cuando llegaron al puesto médico ya anochecía. Estaba formado por tiendas y pequeñas chozas con literas hechas de tablas. Habían recogido musgo para aislar las chozas.

Los heridos yacían donde podían, cientos de ellos. «Se realizaban operaciones día y noche, así como vendajes y cura de heridas —recordaba Obujova—. Había sangre y gemidos por doquier; […] yo veía constantemente hombres ensangrentados e indefensos, que apretaban los dedos a medida que iban quedándose fríos, les miraba a los ojos que iban apagándose, e intentaba tranquilizarles: "Aguanta, sólo un poco más. ¡Te vas a poner bien!". Y oía la respuesta: "No, enfermera, no me queda mucho tiempo en este mundo. […] Aquí tiene, ésta es mi dirección, mi hijo está ahí…".» Cuando fallecía un soldado, Obujova lloraba unos instantes en un rincón y después volvía con los heridos. «Iban llegando en un flujo incesante, a cuestas, a rastras… Te obligabas a sonreír, les liabas cigarrillos con las manos temblorosas, les aliviabas, les tranquilizabas, al tiempo que sentías su misma angustia.»

 

Las mujeres prestaban servicio en combate en el frente, como guerrilleras, francotiradoras y pilotos, pero el mayor efecto sobre la moral lo obtenían como enfermeras. Se decía que «todo soldado de primera línea sin excepción» conocía la canción Medestra Anyuta («Enfermera Anyuta»), aunque nunca se hubiera grabado ni emitido por la radio. La escribió el compositor Yuri Slonov, y contaba la historia de una enfermera que le había salvado la vida a un soldado:

 

Nunca podré olvidar

Nuestro encuentro y aquella noche de invierno.

Soplaba un viento frío y racheado

Y el agua se había congelado en mi cantimplora.

 

La ruta Erika, reventada por las bombas, cubierta de carros destrozados y de cadáveres, cayó en manos de los alemanes el 18 de marzo. Después llegaron a la ruta Dora. A última hora de aquella tarde, el 19 de marzo, sus vanguardias entraron en contacto. Las líneas de abastecimiento quedaron cortadas. La caballería del Ejército Rojo podía comer carne de sus caballos muertos. Sokolov recordaba que un telefonista salía cada mañana con un hacha en busca de carne de caballo. «La cocinábamos sin sal. Era repugnante, pero nos la comíamos de todas formas.» Los caballos supervivientes se alimentaban de paja de los tejados y de ramas de abedul cocidas al vapor. La infantería empezó a pasar hambre. A medida que el clima iba haciéndose más templado, el hedor de la putrefacción resultaba cada vez más palpable. Se organizaron cuadrillas de enterradores. Una noche, al volver al cuartel general, Sokolov se topó con una extraña escena. «En un claro cubierto de nieve vi unos cadáveres de pie a la luz de la luna. Las cuadrillas de enterradores habían colocado los cuerpos de pie en la nieve para poder encontrarlos cuando regresaran.» A medida que los caballos muertos iban descongelándose, sus cuerpos iban hinchándose, se volvían incomestibles y se llenaban de gusanos.

El 21 de marzo, el teniente general Andréi Vlásov llegó en avión hasta el reducto. No asumió oficialmente el mando del 2.º Ejército de Choque hasta después de casi un mes, pero el comandante al que relevó, el general Krukov, ya estaba enfermo. Vlásov era un hombre alto y carismático, y su estatura se veía incrementada por el gran gorro de astracán que llevaba. Sólo tenía cuarenta años, pero había ganado prestigio por su hábil manejo del 20.º Ejército durante las batallas del mes de noviembre a las puertas de Moscú. Stalin y su alto mando, el Stavka, confiaban en él lo suficiente como para presumir de sus hazañas en la prensa británica y estadounidense. Su energía y su aura de éxito le convertían en el hombre ideal para romper el impasse de las turberas heladas. La posición era sumamente delicada, pero no desesperada. Aunque ya estaba rodeado, el 2.º Ejército de Choque no cejaba en sus esfuerzos para abrirse camino hasta Liubán. Les faltaban menos de 80 kilómetros. En su avance hacia el suroeste rumbo a la ciudad, el 54.º Ejército había introducido una profunda cuña entre las líneas alemanas en la localidad de Pogostye, estaban a 16 kilómetros de la ciudad, y seguían avanzando. Tan sólo era necesario un mínimo error de los alemanes para dar al traste con su control del Frente del Vóljov, y para levantar el asedio sobre Leningrado. El general Georg Lindemann, comandante del 18.º Ejército alemán, advirtió al jefe de su cuerpo de Ejército, Von Chappuis, de que «la situación exige decisiones difíciles y un liderazgo inspirado, porque de lo contrario el Ejército está perdido». Después de que los carros de combate de Vlásov reabrieran la línea de abastecimiento Erika, Lindemann sustituyó en el mando a Von Chappuis, una deshonra que le llevó a suicidarse el verano de aquel mismo año.

Fue el tiempo, y su incesante destreza táctica, los que acudieron en ayuda de los alemanes. El comienzo de la rasputitsa (estación del fango) se fijó el 23 de marzo, un poco más tarde de lo habitual. El deshielo de primavera convirtió los caminos sin asfaltar en ríos de barro, y las trincheras y hondonadas en barrizales. Durante el invierno, el suelo se congela hasta una profundidad de entre dos metros y medio y tres metros —por lo menos así ocurrió con el tremendo frío que hizo en 1941-1942—, y con ello se solidifican las lluvias de otoño y la nieve del invierno. Durante la primavera, hacen falta entre cinco y seis semanas para que el terreno se vaya descongelando de arriba a abajo, y el barro se va haciendo cada vez más profundo. La nieve seguía cayendo, densa y acuosa, para después derretirse. Todos los cauces, todos los cráteres de las bombas se llenaban de agua. El barro tenía más de 90 centímetros de profundidad en los caminos. El único transporte fiable eran los carros de los campesinos (panje). Con sus grandes ruedas, su reducido peso y su chasis de madera, salían a flote como las barcas. Ambos bandos utilizaban los caballos de tiro. Algunos se hundían en el barro y se ahogaban.

Los rusos, por supuesto, estaban acostumbrados al deshielo, pero en este caso para ellos fue una desventaja. El 27 de marzo, utilizando carros de combate con apoyo de infantería, lograron desalojar a los alemanes de Erika y reabrieron el carril de abastecimiento. Era objeto de constantes bombardeos, estaba cuajado de barro y de cráteres, y sólo podía utilizarse de noche y sin luces. La rasputitsa convirtió en una pesadilla el reparto de suministros que conseguían llegar a su destino. Los cazas Messerschmitt sobrevolaban constantemente la zona, contaba Sokolov, a la caza de cualquier vehículo, de cualquier carreta, de cualquier peatón».

Al igual que Leningrado, el 2º Ejército de Choque estaba sitiado. Y también empezaba a pasar hambre.

 

Sofia, madre de Shostakóvich, su hermana Maria y su sobrino llegaron a Kúibyshev el 19 de marzo. Estaban famélicos. «Mi madre no es más que piel y huesos —le contaba Shostakóvich a Glikman en una carta—. Vasili Vasílievich tenía un aspecto absolutamente espantoso, y daba la impresión de estar un poco ido.» Sin embargo, al escultor Slonim le fascinaron los «ojos rusos de color azul brillante» de Sofia: «El hijo es asombrosamente parecido a su madre, y comparten muchos intereses». Sofia se sorprendía de ver tantos perros vagando por las calles. Hacía semanas que no veía a un perro vivo en Leningrado. Maria les impresionó a todos diciendo, como quien no quiere la cosa: «Veréis, una vez nos comimos un gato. Por supuesto no se lo dije ni a mamá ni al pequeño Mitia». Estaban en unas condiciones mucho mejores que los padres de Nina, que llegaron a finales del mes de marzo. «Mi suegro tiene un aspecto horroroso —escribía—. Mamá también tiene bastante mal aspecto. Los otros están en unas condiciones pasables. Ahora me toca a mí darles de comer y lograr que recobren la salud.»

 

Shostakóvich voló en avión a Moscú el 20 de marzo con los primeros artistas de la orquesta del Bolshói. Estaban preparándose para tocar la Séptima en la capital. Cada vez parecía menos probable que sobrevivieran suficientes músicos para interpretarla en Leningrado. Aquel día murieron otros dos, A. Budishev y A. Nomerovski, así como el crítico musical N. Malkov. La viuda de Malkov, que deseaba que tuviera un entierro digno, encargó que convirtieran un fastuoso armario de caoba en un ataúd.

El M Á imploraba que se estableciera un comedor privilegiado para poder dar de comer con raciones extra a 300 de las personas más creativas de la ciudad. Decían que a lo largo del invierno habían fallecido 538 «personas artísticas» como aquéllas. Unas semanas después se inauguraba el comedor en el Teatro Dramático Bolshói, a orillas del Fontanka, para «personas artísticas que reaniman la vida cultural de la ciudad». A cambio, se pedía que el Radiokom transmitiera más música, y que incluyera programas en directo con conjuntos de coros y otros grupos musicales.

Eliasberg iba recorriendo todos los apartamentos donde sabía que los músicos guardaban cama. «Les sobornaba —recordaba la oboísta Matus—. Les decía: "Ven a trabajar y habrá comida". Lo organizó todo para que nos dieran de comer en el comedor del teatro Bolshói.» Los que acudían a las audiciones a menudo estaban demasiado débiles para tocar en condiciones. Era lo que ocurría con la mayoría de los trombonistas, de los trompetistas y de los tubistas. Los instrumentos de cuerda no requerían tanto esfuerzo físico. «No tenían intérpretes de instrumentos de viento, de modo que recurrieron al Ejército, y preguntaron si podían servirse de nosotros», recordaba el clarinetista Viktor Kozlov. Prestaba servicio como clarinetista militar en el cuartel general del Ejército en Leningrado. «Así fue como pasé a formar parte de la orquesta.» «El primer violinista y el percusionista mueren de camino al trabajo», escribía Olga Bergholz aquellos días. El percusionista era Dzhaudat Iaydarov, y no murió. Eliasberg se lo encontró tirado junto con otros a los que habían dado por muertos. Vio que sus dedos se movían levemente, y gritó: «¡Está vivo!». Reanimaron a Iaydarov y le dieron raciones especiales. Sobrevivió y alcanzó a tocar la Séptima.

Todos los que tocaban en las audiciones recibían una paga. Kriukov vio una nota que escribió el director de orquesta para el departamento comercial de la radio sobre un músico: «Quiero que le paguen de inmediato, porque de lo contrario se encontrará demasiado débil para volver». Fue un proceso lento, pero once nuevos músicos fueron admitidos en la orquesta después de las audiciones del mes de marzo.

El propio director seguía encontrándose débil. El Radiokom solicitó que siguieran dándole de comer en el Astoria, aunque eso no garantizaba su supervivencia, y un contrabajista de la radio, N. Trakan, falleció en el centro de alimentación. «El camarada Eliasberg trabaja duramente para resucitar una gran orquesta sinfónica —decía el Comité—. Es el único director de orquesta de renombre que queda en Leningrado.»

 

Una voluntaria llamada Olga Symanovskaya, que era profesora de matemáticas, había estado levantando la moral a lo largo de las cinco últimas semanas en una casa de acogida para niños donde vivía Svetlana Magayeva. Se ponía ropa de colores vivos y una boina blanca y resplandeciente, llegaba por la mañana y descorría las cortinas que exigía la normativa sobre oscurecimiento para permitir que la pálida luz invernal entrara a raudales. Después decía: «Venga, vamos a hacer todos juntos nuestros ejercicios matinales». Quería decir ejercicio mental —los niños estaban demasiado débiles para hacer educación física—, y les hacía repetir una pequeña copla que había compuesto para ellos:

 

Hemos sobrevivido al mes de enero

sobreviviremos al mes de febrero

cuando llegue marzo cantaremos canciones de felicidad y alegría.

 

Muchas mañanas, al llegar, se encontraba con un nuevo fallecimiento, pero Olga ponía a los niños a hacer sus ejercicios e impedía que «se quedaran adormilados y que pensaran en el hambre y en la muerte». Los niños aguardaban con impaciencia su visita, y el brillante colorido de su ropa. Un día de marzo, Olga dejó de acudir. A los niños les dijeron que se había caído cuando iba caminando hacia su casa. Siguieron haciendo sus ejercicios, y los niños nuevos que llegaban a sustituir a los muertos se aprendían su copla. Para entonces, se prometían que en abril iban a cantar canciones de felicidad y alegría.

 

Algunos de ellos no llegarían a ver la primavera. «La muerte llevaba tiempo de pie junto al cuerpo de Olia —recordaba Svetlana—. Pero no era capaz de llevársela porque su hermano Seriozha seguía vivo.» Olia tenía doce años. Compartía su cama con su hermano Seriozha, de cinco años, un niño diminuto para su edad, delgado y rubio. El niño se pasaba casi todo el tiempo durmiendo. Tan sólo se incorporaba cuando le acercaban a los labios una cuchara con comida. Nunca abría los ojos. Se comía su ración, entonces Olia le daba la suya, y después se tumbaba y volvía a quedarse dormido. El médico y las enfermeras intentaban convencerla para que comiera, pero Olia se negaba, y le daba su comida a su hermano. Cada vez estaba más delgada y más débil. A pesar de su ración adicional, el niño murió. Olia besó su rostro frío y durante un rato no permitió que el médico y la enfermera se lo llevaran. Cuando finalmente se llevaron su cuerpo, Olia «simplemente dio su último suspiro y se murió».

 

Las ganas de vivir también abandonaron a Sasha, otro huérfano. Tenía once o doce años cuando llegó a la casa. Su madre y su hermano se habían muerto de hambre. Él había envuelto sus cuerpos en sábanas, los había cargado en un trineo, uno cada vez, y los había arrastrado hasta el mortuorio. Regresó a su casa, y el edificio de apartamentos donde vivía recibió varios impactos de un proyectil de artillería. Uno de ellos le arrancó el extremo de su brazo izquierdo y le mutiló gravemente la parte inferior de una pierna. Los vecinos se lo llevaron al hospital. Los cirujanos le amputaron el brazo izquierdo hasta el codo y la pierna hasta la rodilla. Por la noche, en su habitación, Svetlana le veía llorando en silencio. Cuando le cambiaban el vendaje y le arrancaban las costras de las heridas, él ponía una mueca de dolor pero permanecía callado. Un día Sasha dijo en voz alta que no quería seguir viviendo. Se dio media vuelta y se quedó mirando a la pared. A la mañana siguiente, su cama estaba vacía. Sus muletas seguían apoyadas junto a ella. Svetlana compuso un poema, y se lo susurró a Lena, la niña de la cama de al lado, que lo puso por escrito.

 

En nuestra casa de los niños

ahora sólo las muletas

quedan en pie

cogiendo polvo junto a su cama

no podía andar

y ayer dijo

que no quería vivir.

Guardó silencio para siempre.

Sasha, Sasha, por favor, vive.

Yo tengo dos brazos

yo tengo dos piernas,

yo te ayudaré.

 

La muerte de Sasha hizo que los niños se dieran cuenta de que tenían que poner más interés unos en otros si querían vivir. Descorrieron las pesadas cortinas. Fuera las calles estaban nevadas, pero el sol era visible por detrás de las nubes invernales, y a pesar de todo sus débiles rayos seguían iluminando la habitación. «Para nosotros, la luz representaba la vida, y al entrar en la habitación ahuyentaba la oscuridad de la muerte.»

 

El Sábado de Pascua cayó el 22 de marzo.[56] En Moscú, las iglesias consiguieron permiso para celebrar procesiones a la luz de las velas, ya que se levantó el toque de queda durante una noche. El escritor Iliá Ehrenburg, que había estado en Kúibyshev con Shostakóvich, recuerda que asistió a una misa a medianoche. «Después de la oscuridad de la noche, las velas me parecían de una luminosidad insoportable, y el coro cantaba Vencer a la muerte con la muerte.» Radio Leningrado emitió una grabación de la Quinta Sinfonía de Chaikovski. «Con unos sonidos como ésos, uno puede morirse feliz», escribía el bibliotecario V. Liublinski en su diario. Los bombarderos alemanes hicieron su aparición sobre la ciudad un poco después, a las cinco de la tarde. Dos bombas cayeron en la parte suroeste de la catedral de San Vladimiro. El padre Lomakin había sido trasladado a ese templo unas semanas antes. «En aquel momento los fieles estaban haciendo cola, esperando para acceder a la tumba de nuestro Señor —contaría posteriormente ante el Tribunal de Núremberg—. Vi a unas treinta personas heridas y tiradas en el suelo junto al altar. Había más gente así alrededor de la iglesia. Yacían indefensos […]; la sacudida de las bombas fue tan fuerte que durante un rato se produjo un incesante desprendimiento de vidrios rotos, argamasa y piedras.»

Se quedó conmocionado por lo que vio: personas heridas, otras acurrucadas contra los muros y aterrorizadas. «La gente se congregó a mi alrededor. "Padre, ¿está usted vivo? Padre, ¿cómo se explica esto? Nos habían dicho que los alemanes creían en Dios, que aman a Cristo… Pues ¿dónde está su fe, si son capaces de comportarse así la noche de Pascua?"» La incursión aérea prosiguió durante la noche. «Esta noche de amor, esta noche de alegría para todos los cristianos, la noche de la Resurrección, se convirtió por obra de los alemanes en una noche de sangre.» Lomakin estaba convencido de que la Luftwaffe y la artillería alemana programaron sus bombardeos no sólo para arrasar las iglesias, sino también para matar a los creyentes que buscaban refugio en ellas. Al día siguiente, entre los escombros de la catedral, cantaron el himno pascual Cristo ha resucitado.

Sin embargo, los rusos no sólo estaban interesados en dar caza a los alemanes. Seguían persiguiendo a su propia gente. La esposa de Iván Zhilinski falleció mientras dormía durante la Semana Santa. A él lo detuvieron unos días más tarde. Zhilinski era un oficinista del ferrocarril, una presa menos exótica y más propia del NKVD que Izvekov y la intelligentsia. Dejó de trabajar cuando los tranvías dejaron de circular, y había intentado salir adelante tomando fotos de los evacuados a cambio de 100 gramos de pan por retrato. El cadáver de su madre yacía en la habitación que Zhilinski utilizaba como estudio, oculto entre un aparador y un piano. A pesar de sus esfuerzos, no había conseguido salvar a su esposa. Puede que sus vecinos le hubieran denunciado por derrotista. Encontraron su diario cuando le detuvieron. Su perdición fue su visión absolutamente precisa de la vida de la posguerra. Pensaba que los Aliados iban a presionar a los soviéticos para que concedieran libertad de expresión y de culto. «Nuestro destino variará justo lo necesario para que Estados Unidos e Inglaterra se echen atrás y permitan que nos cuezan en nuestra propia salsa», escribía. Aquello fue suficiente para que le condenaran a muerte por «difamar la realidad soviética». Le conmutaron la pena a diez años de cárcel, donde probablemente falleció.

La magnitud de las deportaciones de indeseables y de minorías étnicas no se le pasó por alto a N. Mervolf. En su diario señalaba que su padre «está más y más débil cada día, hinchado, anormal». Y a continuación añadía: «Están sacando de Leningrado a todos los polacos, los estonios, los letones, los finlandeses y los alemanes. Les dan veinticuatro horas para prepararse, y después los depositan en la zvanka [límite del término municipal], y se quedan solos». La Orquesta de la Radio perdió así a un violinista, V. Skibnievski. Su nombre le delató como polaco al NKVD.

 

El comisario político de la 59.ª Bridada Independiente de Fusileros, el coronel I. J. Venets, informó de un insólito éxito de la inteligencia en el reducto del Vóljov. El Estado Mayor del 2.º Ejército de Choque quería que se hicieran prisioneros para interrogarles sobre las intenciones de los alemanes. «Eso fue lo que hicimos —decía Venets—, y menudo éxito cosechamos —¡un oficial de enlace del Estado Mayor alemán!—» Venets organizó una batida —«con algunos de los mejores comunistas y miembros del Komsomol» de una compañía de zapadores, decía— por la retaguardia alemana. Entre aquellos bosques y cañaverales anegados la línea del frente no era continua, tan sólo constaba de puntos fuertes hechos de troncos en los altos, con troneras para disparar y plataformas elevadas para los morteros. El buen hacer de una partida de búsqueda consistía no tanto en infiltrarse como en conservar el sentido de la orientación y de la dirección para poder encontrar el camino de vuelta.

Durante el día, los rusos descubrieron un rastro alemán a través de los bosques. Esperaron al acecho al caer la noche. Por el sendero aparecieron dos figuras, una de ellas cantando alegremente una canción a voz en grito. Los uniformes les identificaban como un oficial y un soldado de escolta. Los rusos mataron al soldado, sin hacer ruido, con un cuchillo, y amordazaron al oficial. Le llevaron de vuelta a sus líneas, hasta la trinchera del comisario político. «Parecían cansados pero felices», decía Venets, y «traían consigo un Oberleutnant alemán que llevaba el espléndido uniforme de oficial de Estado Mayor». El teniente Lindemann llevaba encima condecoraciones, documentos y órdenes, y había decidido ir a hacerle una visita a un amigo. Eso explicaba que fueran cantando. Venets descubrió que aquel encuentro había dado lugar a un buen número de copas, lo que desembocó en el «final un tanto ignominioso» del visitante.

Venets y el comandante de su brigada, I. F. Glazunov, empezaron a interrogar al prisionero. Llevaba las insignias de su rango ocultas debajo del abrigo, y al principio el teniente se mostró «insolente». Se arrellanó en su silla y dijo que Alemania estaba ganando la guerra. Venets le ordenó que se pusiera de pie y, señalando a Glazunov, le dijo que estaba ante un coronel. Lindemann «se puso inmediatamente firme, transformado». Entonces Glazunov señaló a Venets y dijo: «Y él es un comisario político». El alemán se puso pálido, y preguntó con voz temblorosa: «¿Van a fusilarme?». Venets le tranquilizó: «Nosotros no fusilamos a los prisioneros». Eso, como hemos visto, no era cierto. Los rusos sí fusilaban a los prisioneros, y los alemanes, como Venets sabía muy bien, tenían la orden de fusilar a cualquier comisario político que cayera en sus manos. Sin embargo, ambos bandos eran conscientes de que iba en contra de sus propios intereses fusilar a cualquier prisionero que pudiera estar en posesión de información valiosa. Indudablemente, el joven oficial del Estado Mayor entraba en esa categoría, y Venets le dijo que incluso iban a enviarle a Moscú.

El alemán se relajó, sobre todo cuando Venets le devolvió sus fotografías, entre las que estaban las de su esposa y las de «dos niños pequeños y regordetes». En una de las fotos se veía a un general de pie junto a un magnífico coche del Estado Mayor, y en compañía de numerosos oficiales, incluido el Oberleutnant. A la pregunta de quién era aquel general, el teniente respondió: «Mi padre». Tanto el cuartel general del cuerpo como el alto mando del Ejército exigían que les enviaran al prisionero de inmediato. Venets tuvo poco tiempo para interrogarle. Lo que averiguó no era nada tranquilizador. El alemán pidió una hoja de papel y dibujó «los límites exactos» de la posición del 2.º Ejército de Choque. Marcó en rojo la posición exacta de la 59.ª Brigada, y decía que portaba la orden de rodearla. Sacó la orden de un bolsillo de su guerrera, y añadió que la brigada estaba kaputt —liquidada, aniquilada.

«Comuniqué por teléfono las intenciones del enemigo a Tkachenko, el comisario político del cuerpo —decía Venets—, y él me contestó: "No te preocupes… ¡lograremos hacer frente a los alemanes!".»

 

Se equivocaba. El 2.º de Choque estaba siendo aniquilado poco a poco. El Oberleutnant tenía motivos para mostrarse confiado. Un sargento mayor alemán de la 20.ª División de Infantería llamado A. Gütte lo expresaba sucintamente. El saliente era «demasiado estrecho, y los flancos eran demasiado largos […]; todos los intentos por ensanchar el corredor daban lugar a cuantiosas pérdidas. En los bosques de los alrededores del Vóljov yacían abandonados los cuerpos de miles de soldados del Ejército Rojo».

 

Con un clima más templado, señalaba un Landser, los alemanes están «recobrando el valor y la vitalidad». Sabían que no iban a poder soportar las bajas durante mucho tiempo: los «huertos de cruces» donde enterraban a sus muertos estaban a rebosar. Los que regresaban a casa de permiso veían que sus familias los observaban «con una mirada especial en los ojos, esa curiosidad animal de quien contempla algo que está condenado. […] Y en nuestro fuero interno muchos de nosotros estábamos convencidos de ello. […] Algún francotirador mongol de ojos rasgados estaba esperándonos a todos y cada uno de nosotros». En términos de estrategia y de moral, los alemanes estaban obligados a acabar con Rusia en 1942. Esa certeza recorría todo el escalafón, y confería un tinte desesperado a su campaña.

 

El Muzkom estaba haciendo su agosto en Leningrado. «Para huir de la cárcel del hambre y del espantoso olor a muerte, he ido arrastrándome hasta el teatro —anotaba en su diario N. Mashkova el 23 de marzo—. El teatro estaba rodeado de gente y no quedaban entradas. Había reventa por todas partes.» Hizo una larga cola, y su paciencia se vio recompensada con entradas para todos los espectáculos en cartel: Silva, Una boda en Malinovka, una opereta de Borís Aleksandrov, La bayadera y El amor del marinero. Las funciones eran a las diez y media de la mañana y a las cuatro de la tarde. «Si vas a la función de las cuatro, te ayuda a olvidar el hambre de por la tarde», apuntaba.

 

Primero vio La bayadera. Ese relato del amor de un príncipe indio por una diva francesa, escenificado en su palacio y en un bar de París, transportaba al público muy lejos de sus terribles e inmisericordes circunstancias. La actriz protagonista, L. Kolesnikova, recordaba que se ponía muy nerviosa durante la representación. «Hacía un frío terrible en el teatro, pero La bayadera, sin su vestuario, no tiene sentido. De modo que tenía que ponerme una blusa de chifón y unos zapatos muy pequeños sobre el escenario, carente de decorados. La opereta, que se había interpretado en Nueva York con el título La princesa yanqui, era obra de Imre Kalman.

Las raciones para los músicos no fueron suficientes para salvar a Aleksandra Mayger, de la orquesta sinfónica, que falleció el 24 de marzo, pero había indicios de un rebrote de la vida. El pianista Aleksandr Kamenski convocó una reunión de compositores en su habitación del Teatro Pushkin. Tocó piezas nuevas para piano, y Valerián Bogdánov-Berezovski presentó parte de su concierto para piano.

Alevtina Ivanova, una niña de siete años, embelesó a los heridos de las salas del hospital militar donde trabajaba su madre. Había visto El lago de los cisnes en el Teatro Mariinski antes de la guerra, y el ballet la cautivó. Estaba decidida a bailar para los soldados. Su madre le hizo un traje de bailarina y creó un tocado con los rollos de algodón que se utilizaban para vendar las heridas. Se puso unas zapatillas blancas de gimnasia. Aquella niña menuda, con unas piernas como palos, tarareaba la música para sí misma mientras bailaba por las salas del hospital. Al cabo de un rato se mareó y tuvo que parar. Los soldados aplaudieron y la ovacionaron, y su madre fue a buscarla y se la llevó a casa. Los soldados le hicieron un certificado de honor, con una foto de unos carros de combate T-34 y la leyenda: «¡Por la Patria, por Stalin!». Nada podía enorgullecer tanto a Alevtina.

 

El estreno en Moscú de la Séptima tuvo lugar el 29 de marzo. El Pravda reproducía las palabras de Shostakóvich sobre su nueva sinfonía: «A nuestra lucha contra el fascismo. A nuestra inminente victoria sobre el enemigo. A Leningrado, mi ciudad natal. A todas esas cosas dedico mi Séptima Sinfonía». A Iliá Ehrenburg le llevaron en coche, a través de la ciudad oscurecida y sus sombrías calles, desiertas salvo por alguna que otra patrulla, a la luz de un puñado de estrellas, lo que reforzaba la sensación de misterio. «A veces el cielo se aviva con el fuego de las explosiones —escribía—. En las casas, los cristales de las ventanas hacen ruido al vibrar por el rugido de las baterías antiaéreas. […] Incluso los gorriones están acostumbrados a la guerra. Tan sólo los grajos están alterados, ellos no pasaron el otoño en Moscú, acaban de volver, así que para ellos los Junkers son una cosa nueva.»

 

El estreno se celebró en la Sala de Columnas de la Casa de los Sindicatos. Anteriormente había sido la sede de la Asamblea de la Nobleza de Moscú, un palacio monumental donde se reunía la aristocracia de la ciudad para celebrar los bailes más esplendorosos. Pushkin describe uno de aquellos bailes en su poema Eugenio Oneguin, y Tolstói también escribe al respecto en Guerra y paz. La acústica era igual de perfecta que el espacio, rodeado de columnas. Memorables conciertos de Chaikovski, Rimski-Kórsakov y Liszt habían precedido a Shostakóvich. En tiempos de los bolcheviques tuvo usos más solemnes. Allí se instaló la capilla ardiente de Lenin antes de que su cuerpo fuera trasladado al mausoleo de la Plaza Roja. Más tarde también se instalaría la de Stalin. Y también fue allí donde, en 1936, juzgaron a Bujarin, Kámenev y Zinóviev, y los condenaron a muerte.

Samosud volvió a ser el director. Los músicos del Bolshói unieron sus fuerzas con la Orquesta de la Radio de la URSS. Ehrenburg asistió. El público se sintió «muy conmovido. Por las calles aullaban las sirenas —escribía—. Los aullidos no penetraban hasta el auditorio. Al público se le informó de la alarma aérea una vez finalizado el concierto, pero la gente no acudió apresuradamente a los refugios, se quedó allí de pie, aplaudiendo a Shostakóvich. Todavía estaban poseídos por la música.» Olga Bergholz había volado hasta Moscú (durante el trayecto su avión fue perseguido por cazas Messerschmitt alemanes), y vio a Shostakóvich ponerse en pie y hacer una reverencia. En aquel momento, aquel hombre frágil y con gafas le pareció más fuerte que el mismísimo Hitler.

 

El atractivo de la música y de su marco fue inmenso —un estreno desafiante que se celebraba al mismo tiempo que las esvásticas se paseaban por el cielo en la cola de los bombarderos Ju-88— y el mensaje se entendió con facilidad. El propio Shostakóvich lo explicaba en una alocución por radio que pronunció para el Congreso Paneslavo, que se reunía en Moscú. «Nos alegra la certeza de que nuestros hijos y nuestros nietos algún día dirán: "En aquellos días memorables, la cultura rusa, la ciencia rusa y el arte ruso alcanzaron la cima de su esplendor". Produjeron maravillosos inventos que ayudaron al Ejército Rojo a cumplir su histórica misión. También produjeron maravillosas creaciones artísticas, en recuerdo de la gran lucha contra el fascismo.» Eso, decía, «ponía de manifiesto las cualidades intrínsecas del pueblo eslavo, su inveterado esfuerzo para ayudar a toda la humanidad en la lucha contra las oscuras fuerzas de los opresores».

 

Algunos de los que estaban produciendo «maravillosos inventos» para el Ejército Rojo lo hacían en los sharaskas, los laboratorios / campos de trabajos forzados del NKVD donde encerraban a los científicos. Originalmente se llamaban Organismos Técnicos Especiales del NKVD. Por si acaso ese nombre pudiera delatar su cometido, en 1941 Beria los había rebautizado como el 4.º Departamento Especial. No lejos de donde Shostakóvich pronunciaba aquellas palabras, en el sharaska para diseñadores aeronáuticos de Bolshevo, a las afueras de Moscú, Andréi Tupolev y su equipo de presos-ingenieros diseñaban bombarderos para la Fuerza Aérea Roja. En su discurso no había la más mínima alusión a ese hecho, ni al Terror que durante tanto tiempo había acosado al propio compositor. Al contrario, su sinfonía distraía la atención de unos asuntos tan desagradables. La Séptima Sinfonía de Shostakóvich fue galardonada con el premio Stalin de Primera Clase, coincidiendo con su estreno en Moscú.

Bergholz conocía muy bien el cinismo que se ocultaba tras aquellas aparentes recompensas. Sus programas de radio le habían granjeado la fama suficiente como para que la convocaran en Moscú para dar un ciclo de recitales de poesía y de recepciones. Aprovechó uno de aquellos eventos, en el cuartel general del NKVD —«Supongo que entre ellos hay algún ser humano. Pero, ¡qué zoquetes, qué patanes son!»— para interceder en favor de su padre. Seguía en tránsito hacia el este. «En su vagón ya han muerto seis personas, y muchas más esperan su turno.» Eso la llenaba de espanto. «Dios mío, ¿por qué estamos luchando?… Por un sistema en que una persona maravillosa, un distinguido médico militar y un auténtico patriota ruso es insultado, aplastado y condenado a muerte.» El secretario del Comité del Partido del NKVD le prometió examinar el caso de su padre. Ella sabía que no iban a hacer nada. Descubrió que en Moscú nadie tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo en su ciudad natal, tan sólo se sabía que los leningradeses eran unos «héroes». «No sabían que estábamos pasando hambre, que la gente se moría de inanición, que no había electricidad ni agua.» Tampoco podía decir ni una palabra al respecto en sus charlas por la radio, afirmaba. «Me dijeron: "Puedes hablar de lo que quieras… del valor, del heroísmo…, pero ni una palabra sobre el hambre".»

 

Aquella noche también hubo intensos bombardeos en Leningrado. Marshkova fue a ver Una boda en Malinovka y advirtió que la función empezaba con retraso porque se habían avistado bombarderos.

A la una de la madrugada siguiente hubo bombardeos de artillería. A Vera Ínber le pareció que se trataba de un bombardeo aéreo. «En aquella atmósfera extraña, escuchando explosiones a lo lejos, sentí un miedo que nunca había experimentado en toda mi vida.» No podía dormir. La noche era tan clara como el día, por la luna y la nieve, y con la esponjosa nieve de primavera los árboles parecían manzanos cuajados de flores. Se puso a leer una novela francesa para calmar los nervios, pero le parecía demasiado irreal —«esa vida, esos amoríos, en algún lugar de la Costa Azul, en Niza»—, como un sueño dentro de un sueño. «Estoy alterada y tengo mucho miedo. He escrito sobre ello sin falsa vergüenza. TENGO MIEDO. Hoy Marietta nos ha dicho que los alemanes están muy cerca de la ciudad. Evidentemente yo ya había notado algo, aunque no lo sabía. Han traído una potente batería a bordo de un tren y han bombardeado la ciudad.»

 

Cada vez parecía más dudoso que se pudiera escuchar la Séptima en Leningrado. El Lengorsovet (Consejo de delegados de los trabajadores de Leningrado) había organizado un servicio de comidas privilegiado para 150 trabajadores artísticos, pero los efectos todavía no se notaban. Dmitri Lijachev acudió al Instituto Pushkin para conseguir cartillas de racionamiento. Ya no le pagaban su sueldo, pues no quedaban oficinistas en la pagaduría: estaban todos muertos. El edificio estaba terriblemente vacío, únicamente permanecía allí el anciano conserje, a las puertas de la muerte, calentándose junto a la caldera. La gente salía del Instituto y muchos fallecían sin dejar rastro, porque no conseguían llegar a sus casas. El propio Lijachev se cayó una vez por la calle y a duras penas logró volver a su casa.

Le llevaron a una «clínica de distrofia» ubicada en el Dom Uchenyj (Casa de los científicos). Allí le dieron de comer más abundantemente, pero eso no hizo más que incrementar sus ansias de comida. Nunca dejó de pensar en ella durante el tiempo que pasó allí. Dormía vestido y comía en el comedor, con unas temperaturas de −30°C. Al contemplar el Nevá por la ventana, podía ver las explosiones de las nuevas andanadas de artillería.

La hija del violinista Viktor Zavetnovski le escribió a su madre, que estaba en el continente: «Está dándose por vencido. […] Se ha puesto débil aunque está comiendo en el comedor privilegiado del Bolshói». A la muerte de Aleksandra Mayger le sucedieron menos de una semana después las de otros dos pilares de la orquesta, P. Konev y G. Shreyder.

Y otros muchos. Shostakóvich le escribió a Glikman una carta desde Moscú el 31 de marzo. La madre de Valerián Bogdánov-Berezovski le había llevado una carta suya. «Me decía que Golts, Kalafati, Fradkin, Budykovski y muchos otros compositores habían muerto.» Golts y Kalafati estaban en la cosecha de fallecidos del mes de marzo. Golts era en muchos aspectos la imagen especular de Shostakóvich. Había tocado el piano en los cines cuando tenía quince años para ayudar a su familia a ganarse el pan. Concluyó sus exámenes en el Conservatorio de Leningrado con una interpretación pública de su propio concierto para piano. Tan sólo dejó un levísimo rastro. El concierto se perdió. Un scherzo y veinticinco preludios que grabó Vladímir Sofronitski, cada uno de ellos una miniatura evocadora, y que entrelazaban un género con otro, «cristalinos y perfectos», demostraban el gran talento que se apagó cuando Golts murió en el frente a los veintiocho años de edad. La muerte de Vasili Kalafati no resultó tan chocante. Era un veterano, que había sido alumno de Rimski-Kórsakov. Hoy en día se le recuerda, sólo ocasionalmente, por su ópera Cygany, por una polonesa para orquesta y por una sinfonía en la. Sin embargo, en aquella época, era uno de los pilares del Conservatorio, su música era muy conocida, y su muerte por inanición el 20 de marzo produjo una gran conmoción.

Había sido un mes espantoso. La Compañía Funeraria de Leningrado era la empresa estatal que se encargaba de los entierros individuales y colectivos. No guardó registros de los meses de enero y febrero. La Compañía registró 89.968 entierros en marzo. El número de muertes registradas ascendía a 10.000 más, y la cifra total debió de ser todavía mayor.

En aquel momento, y por primera vez, morían más mujeres que hombres. El desequilibrio había persistido a lo largo de febrero, con 57.990 varones muertos frente a 38.025 mujeres. Pero para entonces el número de hombres en la ciudad se había reducido tanto que era inevitable que la mortalidad femenina superara a la masculina. Y eso fue lo que ocurrió en la segunda decena de marzo, en que se registraron 15.084 muertes de mujeres frente a 13.175 de hombres. En abril, la mortalidad femenina fue un 20% mayor que la masculina, y en mayo, casi el doble.

 

Y a pesar de los pesares, la música volvía a insuflar ánimos a la ciudad. El Muzkom estaba abarrotado. La gente hacía cola para comprar entradas desde las seis de la mañana. La Compañía de Construcción de Máquinas recompensó a 500 trabajadores con una reserva de todo el aforo para una representación especial de El amor del marinero. Los tres mosqueteros, la comedia musical clásica de Louis Varney, volvió a representarse por primera vez desde noviembre.

La renacida orquesta sinfónica celebró su primer ensayo en la Casa de la Radio el 30 de marzo. «Yo estaba asustada —recordaba la joven oboísta Ksenia Matus—. La antigua orquesta era un recuerdo lejano. Tan sólo quedaban unos pocos músicos de antes. Estaban negros por culpa de las lamparillas de aceite, iban vestidos a la buena de Dios, encogidos y encorvados. […] Los piojos deambulaban por el cuello de la camisa de alguno de ellos. Puede que yo también los tuviera y que ni siquiera me diera cuenta.» Eliasberg seguía en tratamiento en el statsionar del Astoria. «No sé cómo era capaz de mover la batuta con los brazos en alto. […] ¡¡¡Era un milagro!!!»

 

Tenía dificultades. Algunos músicos que venían del frente habían olvidado el tacto de los instrumentos en sus manos. Los que formaban parte de los grupos musicales militares habían desarrollado estilos y hábitos no orquestales. «Eran buenos músicos, pero tuvimos que empezar por lo más elemental», contaba Eliasberg. Incluso escaseaban los diapasones. «Intentamos tocar la introducción y el gran vals de El lago de los cisnes —recordaba—. Pero les dije que se marcharan a casa al cabo de cuarenta minutos. Era imposible hacer más.» Era un director muy exigente. Utilizaba la amenaza de retirarle las raciones especiales a cualquier músico que a su juicio estuviera haciéndose el enfermo. En una ocasión el primer trompetista se quedó en silencio cuando llegó el momento de su solo. «Lo siento. Es que simplemente no tengo fuerza en los pulmones», dijo. Eliasberg insistió: «Pues yo creo que sí la tienes». El trompetista advirtió la mirada fulminante del director y tocó. El clarinetista Viktor Kozlov recordaba que algunos ensayos duraban tan sólo doce minutos, y producían muy poca música de verdad. «Los que tocábamos instrumentos de viento no podíamos tocar en condiciones —decía—. No conseguíamos apretar los labios, no podíamos hacer fuerza, y nuestros labios estaban débiles.» Al violonchelista Nikolái Kramov tenían que llevarle a los ensayos en un trineo mientras él se aferraba a su instrumento. Aun así, Borís Zagorski, el director del M Á, anotaba en su diario: «Es imposible describir la abrumadora sensación de volver a escuchar a la orquesta después de una pausa tan larga».