CAPÍTULO 15
Simfonya Nr. 7

(Sinfonía n.º 7)

 

 

 

El domingo 9 de agosto amaneció frío. Nikolái Gorshkov anotaba que a las seis de la mañana la temperatura era de 10°C, con cielo despejado. La artillería empezó a disparar a las nueve. Después del mediodía aparecieron nubes de tormenta, y estuvo lloviendo a ratos. Para él, era un día normal. «No ocurrió nada especial.» Un maestro llamado Zinkorov esperaba no tener que hacer el servicio militar. Le habían convocado en la comisaría militar. Pasó el reconocimiento médico, pero estaba contentísimo porque le habían declarado de «idoneidad limitada». «Me dejaron ir en paz», anotaba en su diario. Insensatamente, añadía: «¿Cómo se explica eso? Puede que haya escasez de armas. Por la ciudad a menudo se ven comandantes que llevan la pistolera rellena de tela y que no tienen revólver». Posteriormente, un interrogador del NKVD se topó con ese comentario, y lo subrayó, por «derrotista».

 

Isfir Levin, un arquitecto responsable del camuflaje de un sector del frente, anotaba que la Séptima Sinfonía de «Shestakovich» iba a interpretarse unas horas más tarde. Hacía unas breves reflexiones. «La vida de antes de la guerra es una época diferente, como la infancia que se recuerda sin problemas. De la vida después de la guerra: —sueño de una increíble belleza— todo el mundo tiene su propia visión.» Por ahora, para Levin la distrofia seguía siendo «algo muy profundo» en el alma de la ciudad. La gente «no habla de otra cosa». Una amiga suya, Tatiana, «especula con los vales de comida» —un comentario que resultaba peligroso anotar en papel en caso de que el diario cayera, como así ocurrió, en manos del NKVD— a razón de veinte rublos por un vale de grano. Tatiana los utilizaba para conseguir verduras y para ascender a la categoría de la cartilla de los trabajadores. Pero le estaba sirviendo de poco. «Está cada vez más delgada.»

 

El equipo de camuflaje de la ciudad disfrutaba de uno de sus escasos días libres. Eliasberg había invitado personalmente a Olga Firsova y a Tatyana Vizel a asistir al concierto como gesto de admiración por su valentía. Las dos consiguieron pedir prestados sendos trajes de noche —estaban decididas a ponerse elegantes como signo de su actitud desafiante y de su feminidad— y se pasaron toda la mañana retocando su maquillaje. Otros dos miembros del equipo, Mijaíl Shestakov y Andréi Safónov, iban a estar sentados entre los miembros de la orquesta, añadiendo brillantez a la sinfonía con sus violonchelos. Al día siguiente, los cuatro volverían a colgarse de sus cuerdas, a aferrarse a otro campanario y a coserle su funda de protección.

 

Al otro lado del globo, en medio de los aguaceros y de la oscuridad, los japoneses hundían cuatro cruceros pesados estadounidenses en aguas de Guadalcanal, mientras la Infantería de Marina norteamericana se aferraba a su perímetro en la isla del Pacífico. El monzón había convertido en arenas movedizas las pocas carreteras y pistas de las salvajes y escarpadas tierras de la frontera entre Birmania y la India. Las tropas británicas aguardaban, consumidas por la malaria y la disentería, a que prosiguiera la ofensiva japonesa. Al rayar el alba del 9 de agosto, las tropas del acuartelamiento de Bombay acudieron a detener a Mahatma Gandhi y a otros líderes nacionalistas del movimiento Quit India (Marchaos de la India). En el norte de África, donde Tobruk había caído en manos de los alemanes, el teniente general William Strafer Gott había resultado muerto dos días antes cuando su avión fue abatido. Su sucesor como comandante del 8.º Ejército británico, el general Montgomery, todavía no había llegado a su nuevo destino en el desierto. Erwin Rommel, el brillante comandante del Afrika Korps, estaba planificando una nueva ofensiva alemana para avanzar hacia el canal de Suez.

A 2.200 kilómetros al sur de Leningrado, las unidades del 1.º Ejército Pánzer de Von Kleist estaban abriéndose paso por los arrabales en llamas de la ciudad de Maikop, en los campos petrolíferos del sur de la Unión Soviética. Manstein, al mando de cinco de sus divisiones —con la moral por las nubes tras su victoria en Sebastopol y, que gracias a sus «extraordinarias dotes de liderazgo, combinadas con su valentía personal», había inculcado a sus tropas «la convicción de que podíamos lograr casi cualquier cosa»—, iba de camino a Leningrado con su artillería pesada.

Parecía que la ciudad corría más peligro que nunca. Ahora Hitler quería que sus tropas la asaltaran, en una operación cuyo nombre en clave era Nordlicht, «Aurora Boreal». Estaba seguro de sí mismo. El 6 de agosto, durante un almuerzo, Hitler había declarado que la ciudad «debe desaparecer completamente de la faz de la tierra. Y también Moscú. Entonces los rusos se retirarán a Siberia». Manstein planeaba romper las líneas rusas por el sur de la ciudad, concentrando allí la artillería y los bombardeos aéreos. Posteriormente, una parte de sus fuerzas se dirigirían hacia el este, para aislar y destruir las unidades del Ejército Rojo que mantenían abierta la línea de abastecimiento desde el lago Ladoga. «A partir de ese momento —añadía cáusticamente el mariscal de campo alemán—, será posible provocar la rápida caída de la ciudad.»

La sinfonía era un destello que resplandecía en la oscuridad. Para mantener a raya la artillería alemana durante el concierto, estaba previsto que los cañones rusos mantuvieran un feroz fuego de contrabatería. El mando del Lenfront, consciente del impacto que iba a tener la música en todo el mundo, la protegió con «artillería sinfónica». La planificación, como decía M. S. Mijálkin, general de artillería, fue «concienzudamente difícil». Las patrullas de reconocimiento localizaron los depósitos de munición de los cañones alemanes que se encontraban a tiro de la plaza de las Artes. «Incluso conocíamos los apellidos de algunos de los comandantes de las baterías.» M. S. Olshanski, oficial de inteligencia del 14.º Regimiento de Artillería, recordaba que por la mañana sus artilleros recibieron «una gran cantidad de artillería: ¡tres lotes!». Los cañones de la unidad de Olshanski no habían dejado de disparar a lo largo de toda la retirada desde la frontera con Polonia. Sentía que el hecho de que ahora rugieran en defensa del concierto cumplía algún antiguo mito.

 

El teniente coronel Serguéi Nikoláyevich Selivanov fue el encargado de confeccionar el mapa del fuego de artillería para el 9 de agosto. Provenía de la ciudad de Izmail, de una antigua familia noble con una larga tradición militar. Tuvo suerte de sobrevivir al Terror: igual que la había tenido su hermano Vasili, un pintor que también había sobrevivido a sus raíces aristocráticas, y que ahora era el principal artista de la agencia TASS en la ciudad, y se dedicaba a crear los gigantescos carteles que cubrían las fachadas de los edificios en ruinas y de las tiendas vacías. Selivanov, que moriría dos años después por el impacto directo de un proyectil de artillería pesada, era un leningradés adoptivo. Se había licenciado en el Instituto de Artillería de la ciudad, donde había destacado en matemáticas. Su plan para acallar la artillería alemana era meticuloso. El fuego de contención debía comenzar a las cinco y media de la tarde, media hora antes del inicio del concierto.

 

A primera hora de la tarde una multitud empezó a afluir hacia la plaza de las Artes. Los soldados acudían a pie desde el frente de Pulkovo. Un grupo de mujeres de la fábrica Sverdlovski fue andando hasta el auditorio directamente desde el trabajo. Una trabajadora del Departamento de Propaganda del Partido, Nina Mijáilovna Zarubinskaya, a la que apodaban «Dolores Ibárruri», la ardiente oradora comunista de la guerra civil española, instó a las trabajadoras a arreglarse un poco antes de ponerse en marcha. «Dijo que no estaría de más que nos adecentáramos un poco la ropa —recordaba Eliza Petropavlovskaya—. Nos miramos unas a otras. Realmente, éramos una procesión patética.» Después de cepillarse el cabello y de alisarse las blusas y las faldas, se pusieron en marcha. Tenían mucho camino por delante. Algunas se quedaban rezagadas. Una estudiante de arte dramático, Yliusha Olshvanger, iba dándoles ánimos. Daba repentinos saltitos al andar para hacer reír a sus compañeras. Les explicaba su teoría de las largas caminatas a pie, y que había que dividirlas en etapas. «¿Vais muy lejos, caminantes?» «Sí, no te quepa duda.» «Primera meta: andar hasta el cruce. ¿Eso está suficientemente cerca? Pues adelante… Después está el sendero… después… el edificio gris. ¡Ya habéis llegado!»

Llegaron hasta la conocida entrada de la Sala Filarmónica, donde la gente se afanaba por encontrar una localidad sobrante. El cielo estaba de un color azul brillante, las columnas blancas resplandecían, y «únicamente aquel auditorio podía tener a aquel peculiar público melómano, personas con dignidad y con un entusiasmo contenido —pensaba Eliza Petropavlovskaya—. Realmente, uno se siente especial al estar en esta sala de conciertos. Era un milagro, el 335.º día de asedio. ¿Qué es un milagro? ¿Un milagro es sencillamente la verdad más sublime».

 

Hacía tiempo que habían retirado el cristal de las ocho grandes arañas que iluminaban la sala. Las bombillas que había en el armazón de las lámparas daban una luz tenue, y un foco iluminaba el escenario para suministrar un poco de calor adicional a la orquesta. El trombonista Viktor Orlovski recordaba que la gente del público entrecerraba los ojos. «No estaban acostumbrados a la luz eléctrica. Pero todo el mundo iba vestido para la ocasión, y algunas mujeres incluso se habían hecho un peinado. El ambiente era muy festivo y optimista.»

Cuando quedaba media hora para el comienzo, la artillería rusa abrió fuego. Vasili Gordeyev, jefe del Estado Mayor del 14.º Regimiento de Artillería de Krasnoselski, lo recordaba como «una granizada de fuego: primero apuntamos contra las baterías alemanas, después contra sus puestos de observación, y después contra sus centros de comunicaciones. En pocas palabras, atacamos sin compasión los centros de dirección del fuego. Después apuntamos a su cuartel general, y los mantuvimos bajo un fuego incesante durante un total de dos horas y treinta minutos. […] ¿El resultado? En las calles de Leningrado no cayó ni un solo proyectil de artillería. La tormenta de granizo abarcó todo el frente. Garantizamos la interpretación de la Séptima». En realidad, una unidad de artillería alemana siguió bombardeando la ciudad desde una posición ubicada entre Pushkin y el golfo de Finlandia. Los artilleros de un regimiento de la Guardia revelaron su propia posición utilizando proyectiles trazadores para tentar a la unidad alemana a iniciar un duelo artillero. La plaza de las Artes y el resto de la ciudad quedaron incólumes.

Y menos mal, porque la plaza estaba abarrotada de gente. «Parecía que había venido toda la ciudad —decía Bogdánov-Berezovski—. Muchos eran una presencia insólita en la Sala Filarmónica, gerifaltes de las Fuerzas Armadas y del Partido.» El comandante de la defensa aérea alternaba con los poderosos miembros del Comité municipal. De repente, el público empezó a murmurar: «El mariscal Govórov…». Todo el mundo se quedó mirando en dirección a la puerta de entrada del lado derecho. Los oficiales se pusieron en pie, y el resto del público los siguió. El mariscal entró acompañado de su bella esposa. «Parecía como si estuviera en un baile, con su vestido de satén rosa cubierto de encaje.» Los peces gordos estaban en el Palco B, el segundo más cercano a la orquesta, el antiguo palco del zar. Zhdánov era la única figura de máximo nivel que estaba ausente. Decía que tenía miedo de la artillería alemana. «De hecho, cuando Zhdánov y sus subordinados querían oír un concierto, la orquesta tenía que acudir al Smolny —recordaba Krukov—. Y exigían un informe detallado de todos y cada uno de los miembros de la orquesta antes de permitirles el acceso al edificio.»

 

Habían retirado los asientos de la última planta para hacer sitio. El público se apretujaba de pie. «Nos quedamos asombrados por la cantidad de gente que acudió —recordaba el trombonista Mijaíl Parfiónov—. Algunos llevaban traje, otros habían venido directamente desde el frente. La mayoría estaban famélicos y descarnados. Y nos dimos cuenta de que aquellas personas no sólo estaban hambrientas de comida, sino también de música. Nos propusimos tocar lo mejor que pudiéramos.» Ksenia Matus recordaba que cuando entró en la sala con su oboe «me sentía extrañamente feliz, por primera vez desde que empezó el bloqueo». Les dijeron que llevaran ropa oscura. Las mujeres del público se habían puesto sus mejores vestidos, pero «parecía que los vestidos estaban colgados de perchas», por lo delgadas que estaban todas. Al llegar a la Sala Filarmónica, Matus había visto numerosos jeeps en la puerta, y muchos soldados con botas y chaquetas de borrego y armados con metralletas apeándose de ellos.

«No podíamos ponernos nuestros trajes de concierto porque estábamos demasiado delgadas —decía la flautista Galina Yershova—. Sabíamos que Govórov había dado aquella orden de acallar a los alemanes. Y entonces oí cómo temblaban las arañas del techo, y me asusté. Pero era nuestra artillería. Las puertas del auditorio se abrieron de par en par, y pudimos ver a mucha gente escuchando desde fuera. Algunos llevaban uniforme de Infantería o de la Armada, con condecoraciones por heridas de guerra y galones de medallas.»

El programa de mano mencionaba a 80 músicos, al director Eliasberg, a su ayudante Arkin, a los directores de orquesta de viento A. Genshaft y M. Masolov, al inspector de orquesta A. Presser y a la bibliotecaria O. Shemiakina. Posteriormente Yevgeni Lynd, autor del libro Sedmaya [La Séptima], encontró diez erratas cuando examinó con detalle el programa después de la guerra. La mayoría eran suplencias debidas a enfermedad o fallecimiento. En total, identificó a 27 músicos que habían participado en los ensayos pero que no tocaron en el estreno. De ellos, 25 habían muerto de inanición. Los otros dos, cuyos nombres eran Kats y Kutik, eran músicos militares, y fallecieron en el frente.

 

Las notas citaban el artículo de Tolstói que había publicado el Pravda en febrero: «La sinfonía sale de la conciencia del pueblo ruso, que entró sin vacilar en la batalla contra las fuerzas de la oscuridad, y en Leningrado se convirtió en arte para el mundo entero, un arte que puede comprenderse en todas las latitudes y todos los meridianos porque cuenta la verdad sobre el ser humano en unos años de grandes dificultades y sufrimientos». El programa reproducía la dedicatoria con la que el autor había encabezado la obra: «A nuestra lucha contra el fascismo, a nuestra inminente victoria sobre el enemigo, a mi ciudad, la ciudad donde nací, Leningrado, dedico esta sinfonía».

 

Olga Bergholz identificó al núcleo de la orquesta sobre el gigantesco escenario de la Sala Filarmónica. Vio a los bastiones de la Orquesta de la Radio: I. Yasinarski, que había apagado la primera bomba incendiaria que cayó sobre el tejado del estudio, el violinista A. Presser, jefe del equipo de vigilantes contra incendios, A. Safónov y Y. Shaj, que habían ayudado a excavar trincheras en los alrededores de Pulkovo. Algunos músicos llevaban puesta la guerrera del Ejército o el chaquetón de la Armada.

Karl Eliasberg subió al podio, vestido con un frac que parecía estar colgado de su demacrado esqueleto. Había conservado cuidadosamente su ropa de director de orquesta: por lo demás, su vestuario era tan escaso que se envió una petición al Lensoviet para que le proporcionaran un traje y un jersey de lana, y un abrigo para Nina Bronnikova, la pianista.

 

«Todo el mundo se puso de pie y aplaudió cuando Karl Ilich salió al escenario —contaba Matus—. Nos hizo un gesto para que nos levantáramos y así estuvimos largo rato. Y la sinfonía en sí dura cincuenta [sic] minutos, sin pausas para descansar. No hay tiempo para recuperar el aliento.» Ella se preguntaba si conseguirían tocarla de principio a fin, y cuándo aparecerían los bombarderos. Temía que sonaran las sirenas de ataque aéreo. Oía que la gente decía: «Ya vienen, están sobrevolando la ciudad». Ella pensaba: «Ahora empezará el bombardeo». Pero no ocurrió nada.

 

A las seis de la tarde, Eliasberg presentó la obra en un discurso que se retransmitió por la radio: «Camaradas, éste es un gran acontecimiento en la vida cultural de nuestra ciudad. Es la primera vez que vais a escuchar, dentro de unos momentos, la Séptima Sinfonía de nuestro compatriota Dmitri Shostakóvich. Su sinfonía nos invoca a la fuerza en el combate y a la fe en la victoria. La interpretación de la Séptima en la propia ciudad sitiada es el resultado del invencible espíritu patriótico de los leningradeses. De su fuerza, su fe en la victoria, su voluntad de luchar hasta la última gota de su sangre, y de lograr la victoria sobre sus enemigos. Escuchad, camaradas».

No hizo mención ni a Stalin ni al Partido.

Después de unos momentos de silencio, comenzó la sinfonía. «Hacía que se te partiera el corazón —y una vez más, volvían a cobrar vida las imágenes del comienzo de la guerra—. Los rostros de los músicos eran irreconocibles. Se parecían a las imágenes de los antiguos iconos, con la piel apergaminada, con los pómulos prominentes, pero con unos ojos brillantes, iluminados por la creatividad interior», escribía V. A. Jodorenko. Y a continuación preguntaba: «¿De dónde salía aquella fuerza, camaradas? ¿De una ración adicional de sopa de levadura? ¡No! La victoria espiritual de la música le demostró clara e incondicionalmente al mundo que la energía de un pueblo que cree en una justa causa es inagotable».

 

A Bergholz le parecía que ya desde los primeros compases «nos reconocíamos a nosotros mismos y el camino que habíamos recorrido, la épica de Leningrado, que ya se había hecho legendaria: un enemigo implacable que se abatía sobre nosotros, nuestra resistencia desafiante, nuestra pena, nuestro sueño de un mundo luminoso. […] La orquesta era digna de tocar aquella música, y la música era digna de ellos, porque expresaba todas las dificultades que habían superado». A través de aquella música maravillosa, Bergholz podía oír la «voz contenida, tranquila y sabia de su creador», y recordaba lo que había dicho Shostakóvich en septiembre de 1941: «Os aseguro, camaradas, en nombre de todos los leningradeses, que somos invencibles, y que siempre permanecemos en nuestros puestos».

 

Mientras escuchaba el concierto desde la sala de control de la radio, N. Belyaev, el supervisor de sonido, tenía la certeza de que se trataba de un acontecimiento mucho más importante que un simple estreno y una fiesta para la música.[76] Además, miles de leningradeses estaban escuchándolo por la radio, y Belyaev tenía la sensación de que aquello los unía a todos en la esperanza de la victoria. Tiempo después volvería a retransmitir la sinfonía, y a escucharla interpretada por las mejores orquestas, y dirigida por los directores más famosos. «Nunca he vuelto a experimentar la misma impresión incomparable que me dejó el concierto del 9 de agosto de 1942, con Eliasberg en el podio del director, e interpretada por las personas famélicas que eran mis compañeros de trabajo, y con los que montaba guardia durante los ataques de artillería y los bombardeos que engullían nuestra querida ciudad.»

 

El escritor V. Vishnezitski señalaba: «La gente estaba cautivada, y sus ojos se llenaban de lágrimas provocadas por un sentimiento profundo». No habían llorado junto a los cadáveres de sus seres queridos durante el invierno, pero ahora sí brotaban las lágrimas, «amargas y consoladoras», y sin reparos. Fue un momento de catarsis, entremezclada con la pura felicidad de estar en la Sala Filarmónica. El público tenía una sensación de esplendor al ver al maltrecho grupo de músicos que ocupaba el escenario. Olga Bergholz pensaba que «esa gente se merecía interpretar la sinfonía de su ciudad, y la música era digna de ellos, porque transmitía todo lo que habían vivido». Vera Ínber observaba que «los músicos estaban emocionados, y el director también. Mientras la escuchaba, me daba cuenta de que hablaba justamente de Leningrado. El estruendo de los carros de combate alemanes que iban acercándose —allí estaba-». Para Nikolái Tijónov la sinfonía «se estremecía de entusiasmo: Tal vez no sonara tan grandiosa como en Moscú o en Nueva York. Pero en Leningrado tenía algo auténtico, algo que aunaba la tormenta de la música con la tormenta del combate alrededor de la ciudad. Había nacido en la ciudad, y tal vez sólo podía haber nacido en esta ciudad».

 

En el frente, un artillero escuchaba la retransmisión por unos altavoces, mientras el primer movimiento iba intensificándose en un crescendo: «Para entonces los soldados de mi unidad estaban escuchando la sinfonía con los ojos cerrados. Daba la impresión de que por encima de nosotros el cielo despejado se hubiera convertido en una tormenta, repleta de música». También pudieron oírla los alemanes, a través de unos altavoces de la propaganda rusa. Dzhaudat Iaydarov, el percusionista que Eliasberg había rescatado del depósito de cadáveres en marzo, tocó el tambor con tal rabia durante el tema de la invasión que daba la impresión de que «tenía en las manos el casco con cuernos de un fascista, en vez de un instrumento musical». Su pasaje de tambor era «aterrador por su estupidez —implacable y sin sentido». Dzhaudat contempló los rostros serios y atentos de los asistentes, y se alegró al ver que la detestable música de la invasión no lograba infundirles miedo. Por el contrario, «los ojos de los oyentes reflejaban odio y determinación de seguir luchando».

 

Al cabo de cinco minutos, el trombonista M. Smoliak oyó ruido de fuego de artillería. Como tenía mucha experiencia en el combate, se dio cuenta de que era fuego propio. «Pensé: "esos deben de ser los nuestros". Las andanadas iban en aumento, parecía que estaban dando la réplica al intenso forte de la orquesta. Comprendimos que la artillería rusa estaba protegiéndonos. Eso nos dio más fuerza.» El fagotista Y. Y. Karpets decía: «Había cierta grandiosidad en aquel momento, terrible pero hermoso, en un sentido peculiar».

 

Eliza Petropavloskaya se quedó petrificada ante la mujer que estaba sentada casi delante de ella. Llevaba puesto un vestido austero, el cabello entrecano recogido en una apretada trenza, y el flequillo le caía sobre la frente. Creyó que se trataba de Anna Ajmátova, sin saber que la poeta había sido evacuada a Tashkent. Su acompañante le susurró que se equivocaba, pero aun así Eliza se sintió inspirada por el parecido: «Mirar su perfil y su rostro me ayudó a comprender mejor la música, que estaba cargada de júbilo, de triunfo y de paz».

Galina Yershova se sentía entusiasmada mientras tocaba. «Sabíamos que era un momento histórico. Estábamos débiles, agotados, los alemanes estaban muy cerca. Pero era una auténtica señal de esperanza, aquel concierto. Ahora sabíamos que podíamos arreglárnoslas.»

El músico que estaba más nervioso era el trompetista Nikolái Nosov. Había sobrevivido a grandes peligros en el frente. «Recuerdo que fui a llevar un paquete para el 42.º Ejército bajo un intenso bombardeo de artillería, saltando de barranco en barranco. Fue un milagro que no me mataran», recordaba. No tenía ninguna experiencia en música clásica. «Cuando me enteré de que yo, un antiguo trompetista de la banda de jazz de Utyesov, iba a tocar en la Séptima, me di cuenta de lo difícil que iba a ser.» Sintió alivio por el hecho de que Dmitri Chudnenko, un músico experimentado que había tocado con la orquesta del Teatro Muzkom, fuera el encargado de interpretar el difícil solo de trompeta de la sinfonía. Y entonces, para espanto de Nosov, Chudnenko sufrió un edema pulmonar y tuvo que dejar de tocar. Le dieron a él la parte del solo, aunque en el programa seguía figurando que el intérprete era Chudnenko.

Durante los ensayos, Nosov se encontró con que «no era capaz de tranquilizarme para tocar una parte muy difícil». El solo de trompeta describía el tema de la invasión en un pianissimo. «En todos y cada uno de los ensayos se me escapaba una nota ajena a la partitura en la última frase, la octava de re a re.» Había llegado a ser algo normal. Durante el estreno, Eliasberg indicó el comienzo del preludio sin mirar siquiera a Nosov. «Y entonces ocurrió algo insólito: la octava sonó inmaculadamente limpia. Karl Ilich se volvió hacia mí y me mandó un beso —contaba el trompetista—. Fueron unos momentos increíblemente felices en mi vida.»

 

Cuando la sinfonía se acercaba al final, algunos músicos ya lo habían dado todo, y empezaban a desfallecer. «Sonaba tan fuerte y tan potente que yo creía que me iba a desmayar», decía el trombonista Mijaíl Parfiónov. El público se puso de pie de forma espontánea, como queriendo animar a la orquesta, lo que les dio nuevos bríos.

Al terminar, hubo un momento de silencio. Lo rompieron unos aplausos desde el fondo, y la ovación fue creciendo hasta hacerse atronadora. Una niña pequeña le llevó a Eliasberg un ramo de flores.[77] Llevaba prendida una nota: «Con eterno agradecimiento por haber preservado e interpretado la música sinfónica en la ciudad sitiada de Leningrado. La familia Shitnikov». La niña, Liubov Zhakova, era una huérfana que había sido adoptada por aquella familia.

«La gente sencillamente estaba de pie, llorando y llorando —decía Eliasberg—. Sabían que aquello no era un episodio pasajero, sino el comienzo de algo. Lo habíamos oído en la música. El auditorio, la gente desde sus casas, los soldados en el frente —la ciudad entera se había reencontrado con su humanidad—. Y en aquel momento triunfamos sobre la desalmada máquina de guerra nazi.»

«Nos pidieron que nos marcháramos en cuanto terminaran los aplausos. Los alemanes habían empezado un contrafuego de contención», decía Galina Yershova. Pero el público no quería irse. Las hermanas Sofia y Ruzanna Lalayan, cirujanas militares que gozaban de un breve permiso antes de volver a su quirófano del frente, estaban charlando en armenio cuando el violonchelista Koiryun Anayan casualmente oyó su conversación. Les dijo que tenía una gran nostalgia de su tierra, que visualizaba la cumbre del monte Ararat resplandeciendo bajo el sol de agosto, con el valle a sus pies, cubierto de viñedos. Ellas quedaron en enviarle un paquete de tabaco, porque él no tenía, pero se estaba muriendo. Había tocado con las últimas fuerzas que le quedaban.

 

«Puede que la Séptima se hubiera podido interpretar mejor en algunos momentos, pero nunca se ha tocado como la tocamos nosotros —decía S. A. Arkin, el concertino—. Porque la sinfonía hablaba de nosotros, el pueblo de Leningrado, durante la terrible ordalía, de una ciudad que habíamos lavado con nuestra sangre.» El entusiasmo y el éxtasis fueron «universales» después del concierto. «El enemigo seguía estando cerca, pero ya nada podía socavar la fe en una victoria total e inevitable sobre él.»

El sentimiento distaba mucho de ser universal. Muchos temían que Leningrado estaba a punto de caer. Al Radiokom le asignaron una casa derruida por los bombardeos en la calle Gógol, y los músicos aptos para el trabajo recibieron la orden de recoger de las ruinas 50 ladrillos cada uno en el plazo de tres días, a fin de construir nuevas defensas para la temida ofensiva. Al cabo de unos días, llegó Von Manstein, recién ascendido a mariscal de campo por su triunfo en Crimea, y lo primero que hizo fue contemplar una panorámica de la ciudad desde un puesto avanzado de artillería. Pudo distinguir «las siluetas de la catedral de San Isaac, la torre puntiaguda del Almirantazgo, y la fortaleza de Pedro y Pablo». Muy pronto, pensaba Von Manstein, la ciudad sería suya.

Tampoco, todo hay que decirlo, había mucha verdad en la afirmación que hacía Bogdánov-Berezovski en su reseña del siguiente número del Leningradskaya Pravda en el sentido de que aquella «sinfonía antifascista» era un «extraordinario manifiesto musical» que había sido posible gracias a un sistema soviético que «refleja el progreso humano, una victoria para la cultura, el pensamiento y la libertad de carácter». El sistema seguía siendo tan inhumano como siempre, y los pobres desgraciados que agonizaban entre los muros de ladrillo rojo de la cárcel de Kresty, y de muchas otras, daban fe de ello, y cuando acabara la guerra, ese sistema volvería a concentrar su terror contra Leningrado, y contra Shostakóvich.

A pesar de todo, aquel concierto en la ciudad mártir es tal vez el momento más grandioso, y sin duda el más emocionante, que puede encontrarse en la historia de la música. Gracias a él, la gran ciudad a orillas del Nevá pudo conservar su alma artística frente a los intentos de aniquilación a manos de Stalin y de Hitler. Los que tocaron en aquel concierto dieron muestra de una valentía que trajo consuelo y confianza a un público, que, al igual que ellos mismos, ya había superado con creces lo que cabría suponer que era el límite de sus fuerzas.

Durante aquellos ochenta minutos de música en la Sala Filarmónica se vio que todo lo mejor que hay en la humanidad había sobrevivido a todos los ataques que había lanzado contra ella lo más bajo y cruel del ser humano.