CAPÍTULO 14
Iyul
(Julio de 1942)
Un avión que transportaba la partitura de la Séptima aterrizó en Leningrado a comienzos de julio. Se desconocen la fecha y la hora exactas —los detalles de los vuelos que rompían el bloqueo eran secreto militar—, pero a los mandos del avión iba un piloto llamado Litvinov. Los cazas alemanes estaban activos cuando el avión atravesó sus líneas, y Litvinov tuvo que volar rozando la superficie del lago Ladoga para esquivarlos. El Leningradskaya Pravda anunció su llegada el 2 de julio.
El artículo, que llevaba como titular «La interpretación pública de la Séptima Sinfonía de Shostakóvich» dejaba constancia de que: «La partitura ha sido entregada en Leningrado por vía aérea. Es una de las más grandes de todas las sinfonías, inspirada por la heroica lucha de los leningradeses. El compositor participó en esa lucha y fue testigo de ella. El concierto, previsto para mediados de julio, lo dirigirá Karl Eliasberg».
Lo cierto es que, desde el primer momento, después de examinar la partitura de principio a fin, Eliasberg dudaba de que fuera posible tocar la sinfonía en Leningrado. Requería demasiados músicos. Le parecía que exigía demasiado —tanto física como técnicamente— a muchos de los intérpretes de los que ya disponía. La orquesta tampoco se mostraba demasiado entusiasta.
«No comprendíamos aquella música», decía una flautista, Galina Fiódorovna Yershova. Era una reacción típica. Galina era una adolescente en 1942. No tenía ni diploma ni cualificación. La guerra había llegado antes de que ella terminara sus estudios en la Universidad de Música Músorgski. «Yo estaba trabajando en la fábrica Kírov haciendo proyectiles de artillería —decía—. En la fábrica tenían puesta la radio, y decían que todos los músicos vivos tenían que presentarse ante el Comité de la Radio. De modo que acudí. Recogí mi flauta y casi no podía caminar derecha. Sufría distrofia y escorbuto. Pero me apuntaron y me pidieron que volviera cuando estuvieran listas las partituras para cada uno de los instrumentos.» La Séptima la intimidaba. «Era muy difícil. Era demasiado compleja. En el fondo, no queríamos tocarla.»
El presentimiento estaba justificado. La Sinfonía Leningrado es excepcionalmente larga, ochenta minutos, sin entreacto. Cada uno de sus cuatro movimientos exige que el director y la orquesta aborden unas emociones que van cambiando, de forma constante y brutal, y que involucran a todo el abanico de instrumentos. Cada uno de esos movimientos tiene su propia estructura, pero la sinfonía sigue siendo una obra que debe interpretarse como un todo. Tocarla resulta físicamente agotador para una orquesta en perfecto estado de salud. Si una de las partes falla, cosa que parecía inevitable en el caso de los demacrados músicos del Radiokom, la ejecución degenera rápidamente en algo rimbombante y trillado. La concentración que exige la pieza es intensa y constante. El director tiene que mantener ese máximo nivel de atención a través de los muchos estados de ánimo y de las sutilezas medio ocultas de la obra.
Shostakóvich era un compositor teatral nato —el excelente director de orquesta británico sir Mark Elder está seguro que habría sido el mejor compositor de ópera del siglo, de no haber sido porque Lady Macbeth de Mtsensk no fue del agrado de Stalin— y la sinfonía está llena de dramatismo musical. Al principio, cuando Shostakóvich bosqueja la belleza de la vida en paz, la música tiene un aire de canción, pastoral —Alexéi Tolstói, cuando la escuchó en Kúibyshev, la llamó la «pequeña e impecable felicidad» de los tiempos de paz—, va haciéndose más dulce, y ascendiendo cada vez más hasta que, ¡ay!, el redoble del tambor acaba con ella, y surge con violencia el pasaje de la «invasión». Esa parte acabaría siendo la más famosa, y en ese motivo el público reconoce los chirriantes sonidos metálicos y el traqueteo de las orugas de los tanques nazis, una música vulgar, basta, que agrede a la sensibilidad, un escalofriante retrato de la fuerza bruta, «ese monstruo con hocico de zinc», como lo describía Yevgeni Petrov «que se abate sobre ti».[71]
Los metales adicionales que exigía el compositor están ahí para conferirle un tono de grotesca exageración. Shostakóvich la orquestó oficialmente para «cuatro trompas», pero en realidad la sinfonía requería ocho: ocultó a los intérpretes adicionales, ya que sus críticos lo habían considerado «decadente» cuando los utilizó en su Cuarta Sinfonía, que tuvo que retirar de la circulación.
El pasaje es insensible y vociferante, aunque se trata de una música que los instrumentistas de metal, reclutados entre las bandas militares del frente, estaban bien preparados para interpretar. Para Tolstói, se asemejaba a «un baile de ratas amaestradas con la música de un exterminador», con unos tambores triunfales, mientras los violines aúllan «de dolor y desesperación». Pero también requiere aplomo y delicadeza del tamborilero, aunque parezca algo crudo y repetitivo, ya que dura tres veces más de lo que cualquiera podría imaginar. El director tiene que controlar la caja con sumo cuidado, para que vaya creando lentamente una sensación de algo siniestro. Y, tras ese maltrato a los sentidos, la orquesta tiene que sostener un pasaje de apasionada tristeza, hasta que la música va apagándose lentamente.
El segundo movimiento parece más ligero desde el punto de vista emocional. Tolstói lo describía como «un renacimiento —la belleza que renace del polvo y las cenizas. Es como la visión de un moderno Dante, […] la amenaza de muerte al arte con mayúsculas, a la bondad con mayúsculas, se ve contrarrestada por el rostro de una contemplación austera y lírica». Si uno mira la música en la partitura, dicen los directores, el movimiento parece transparente y fácil. Pero si uno se pone a tocarla, exige aplomo y sutileza. El oboísta y el clarinetista solistas soportan una pesada responsabilidad, dado que el solo de oboe es difícil y exigente, y el clarinetista tiene que asumir muchos riesgos. El movimiento es agridulce, está empapado de la naturaleza enigmática de gran parte de la obra de Shostakóvich, y de la influencia del klezmer, la música de los judíos de Europa oriental, llena de éxtasis y desesperación, que él tanto admiraba. El fagot, para Shostakóvich, también posee una personalidad muy importante en la orquesta, plañidero, emotivo y melancólico en unas ocasiones, satírico y burlón en otras.
Después del tono íntimo y delicado del segundo movimiento, el tercero se inspira en los inmensos paisajes de Rusia, que se describen en grandes pasajes cuyas exigencias físicas ponen a prueba la resistencia de los intérpretes de cuerda. Tienen que conferirle grandiosidad y majestuosidad, y mantener un difícil control del arco. Un amplio pasaje lento en medio del movimiento exige brillantez al flautista, dado que la flauta toca una conmovedora canción, muy hermosa, pura y consoladora. El movimiento es difícil para el público —es meditativo, pero tiene momentos de aflicción y desesperanza— y los arcos, junto con el piano en su más desaforado fortissimo, tienen que articularlo con la suficiente fluidez como para mantener la atención del oyente.
El cuarto movimiento, cuando uno espera el retumbar de los tambores y los fuegos artificiales de la victoria, es el más difícil para que el director acierte en los tempos. Su núcleo central debería tener un tono de elegía —«como si la orquesta llorara las almas perdidas»— y debería ir creciendo poco a poco hasta los momentos finales. Superficialmente, el final se enciende y celebra la victoria en una llamarada en do mayor. Pero conseguir ese do mayor ha costado tanto, y la victoria que encierra es tan vacua, que, como dice Mark Elder, «a mí me sugiere al pueblo ruso, a las lágrimas que corren por sus rostros, un pueblo empujado hasta la última frontera de la supervivencia y la cordura». El director tiene que asegurarse de que el final no sea estimulante, sino conmovedor, «de modo que parezca que la orquesta en su conjunto habla en nombre de todo el pueblo» y en nombre de Leningrado. «Ninguna otra sinfonía ha significado tanto para un pueblo, para una causa, como la Sinfonía Leningrado —dice Elder—, y ninguna otra sinfonía podrá volver a transmitir esa misma energía emocional y política.»
La sangría que suponía para las energías de Eliasberg era inmensa. Se trataba de una obra heroica, de la aspiración a gran escala, escrita en grandes arcos de música, una música fuerte, cantarina y segura de sí misma. Requiere cierta ferocidad por parte del director, para que pueda instigar a la orquesta a plasmar la profunda humanidad de la música, una ferocidad que parecía estar más allá de sus consumidas fuerzas. La adrenalina que se genera al tocar ante el público contribuiría a animar a los músicos durante el estreno. Pero los ensayos de la Séptima eran como una pesadilla. Trabajar con simples fragmentos de música exige mucho y resulta agotador, y la temperatura emocional, tan crucial para la obra, se echa a perder rápidamente con la dinámica de empezar y parar de los ensayos.
Uno de los principales inconvenientes era que ni el director ni la orquesta tenían contacto con Shostakóvich. «No podíamos consultar al compositor, y no teníamos ni idea de cómo habían construido su interpretación las otras orquestas —decía S. A. Arkin, el concertino de la orquesta—.[72] «El carácter de la gran composición y su ritmo eran, en gran medida, un misterio. Para el joven Eliasberg, sentarse y crear una interpretación de una obra musical totalmente desconocida y difícil era una gran hazaña.» Arkin decía que Eliasberg «estaba ansioso por penetrar en el mundo del compositor» a través de los mínimos trazos y signos que había dejado en la partitura.
Además, Eliasberg consiguió plasmar la «inexorabilidad de la lucha de nuestro pueblo»: y, por supuesto ésa era la persistencia que los soldados alemanes habían llegado a conocer y a temer. «El tremendo descontento de los miembros de la orquesta, las duras condiciones de la guerra, la terrible ordalía a la que estaba siendo sometida Leningrado» —no se permitía que ninguna de esas cosas socavara su empeño en que sus agotados músicos alcanzaran lo «impecable»—. Y, en los momentos más desesperados, Eliasberg le decía a su concertino, en un tono contundente: «Recordarás este momento como el más feliz de tu vida».
Primero había que hacer copias de la partitura. Aquello no era Nueva York. Hubo que hacerlo a mano. Los copistas —y Jodorenko, el presidente del Radiokom fue categórico en ese aspecto— fueron «personas ancianas que no habían sucumbido […]. Lo suyo también fue una hazaña».[73] Trabajaban hasta que ya no había luz, a pluma, y con tinta que gorroneaban por ahí o que fabricaban ellos mismos. El violinista Grigori Fesechko fue el copista de las partichelas de cuerda, y trabajaba después de las actuaciones y los ensayos. Se construyó su propia herramienta para escribir las cabezas de las notas en el papel con un delgado tubo de cobre. Afiló el extremo del tubo con un ángulo especial para conseguir que las cabezas de las notas se parecieran lo más posible a las de las partituras impresas. Colocó una pequeña pipeta en el otro extremo del tubo y un tapón de corcho. Utilizaba la pipeta para llenar el tubo con la tinta suficiente para anotar más de diez cabezas de notas. Las claves de sol, las alteraciones, los corchetes y algunos otros elementos los dibujaba a mano, y utilizaba un tiralíneas para dibujar los pentagramas, las plicas y las ligaduras. Sus penalidades eran de lo más completas, ya que se encargaba de copiar la música, y después la ejecutaba.[74]
A mediados de junio el Radiokom se había dado cuenta de que sus cuarenta y tantos músicos no eran suficientes. Eliasberg iba a necesitar por lo menos ochenta para tocar la sinfonía de Shostakóvich. El Ejército accedió a dar permiso a los músicos que estuvieran prestando servicio en el frente y en las bandas militares. Les entregaron un pase especial para que pudieran cruzar los controles y que les dejaran pasar las patrullas que iban buscando desertores. «Permiso de entrada en Leningrado para interpretar la 7.ª Sinfonía con Eliasberg.»
A una orquesta militar le robaron un conjunto de viento. Los músicos regulares denominaban a aquellos soldados «la Tripulación». El trompista M. T. Parfiónov estaba en la orquesta del Lenfront. Sus obligaciones militares habían sido deprimentes. «Me ordenaron que me presentara con una palanqueta y una pala a fin de exhumar los restos de las fosas comunes de Piskariovskaya —recordaba—. Era un espectáculo terrible.» Sufría dolores en las piernas desde que un techo se le desplomó encima durante un bombardeo. Sin embargo, le parecía que la música era su salvación, y se tomaba con entusiasmo su trabajo en una banda del Ejército. «Está en la naturaleza de las personas recordar los hechos relacionados con la vida y la creación. Y, a pesar de todas las tragedias que sufrimos en la guerra, nunca podría olvidar que llevé a dieciséis músicos a la Séptima.»
Otro trompista, Y. Pávlov, recordaba que un día iba desde su banda militar rumbo al Radiokom cuando vio a una anciana con bastón. Estaba apoyada contra el muro de un edificio. Él le preguntó: «¿Puedo ayudarla, abuela?». Ella respondió con una voz muy débil: «¿Abuela? Sólo tengo diecinueve años». El flautista S. Karelski prestaba servicio en la banda del Lenfront. También había tenido que trabajar como enterrador.
La crisis con los instrumentos de viento se mitigó cuando la banda de la región militar de Leningrado aportó trece instrumentistas de metal y madera. También se rapiñaron músicos de otras orquestas. El capitán Parfiónov era el oficial de mayor rango en la orquesta de la 45.ª División. Había estudiado en la Universidad Músorgski de Leningrado, y se sentía frustrado por el hecho de que «lo único que alcanzábamos a tocar eran conciertos breves durante las pausas entre los combates». Su alegría cuando le ordenaron tocar con el Radiokom fue efímera. «Los ensayos eran entre las diez y la una. No había tiempo para las bromas ni para preguntarle a nadie quién era. Llegábamos, hacíamos nuestro trabajo y nos marchábamos —recordaba—. La gente estaba en unas condiciones terribles. A menudo Eliasberg tenía que repetir dos o tres veces sus instrucciones para que la gente le entendiera. Repetíamos el mismo pasaje musical una y otra vez, simplemente para adquirir la fuerza suficiente. Para ser sincero, nadie demostraba mucho entusiasmo.»
Los que estaban destinados en las baterías antiaéreas abandonaban los ensayos cuando sonaban las sirenas. A otros los reclamaban por emergencias contra incendios. Murieron algunos músicos. «Tres, que yo recuerde, entre ellos un flautista llamado Karelski —decía Parfiónov—. «La gente caía como moscas, así que, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con los miembros de la orquesta? Hambre y frío por doquier. Cuando tienes hambre, sientes frío por mucho calor que haga. A veces, la gente se desmayaba sin más mientras tocaba.»
Unos pocos músicos muy ancianos insistían en tocar. Zavetnovski, el antiguo primer violinista de la Sociedad Filarmónica, estaba demacrado, pero «más en forma y más sereno que nunca». El músico más veterano de la ciudad, Nagorniuk, tenía más de setenta años. Había tocado la trompa en orquestas a las órdenes de Rimski-Kórsakov. Su hijo había sido desmovilizado con heridas graves, y le suplicó a su padre que pidiera que le evacuaran a él también, pero el anciano se negó. Tenía que tocar la Séptima. Aun así, la orquesta todavía andaba escasa de personal. El 21 de julio, el Comité de la Radio le pidió al director del hotel Astoria que pusiera a su disposición una habitación para siete músicos que «han sido asignados por la Dirección Política del Frente de Leningrado para actuar en el estreno de la Séptima Sinfonía». Los siete habían salido directamente de la línea del frente.
Uno de ellos era M. Smoliak, un trombonista. Antes de la guerra tocaba en una banda de baile en el cine Rot Front de la ciudad de Dnepropetrovsk. Se incorporó a una división del NKVD como ametrallador, y a mediados de agosto resultó herido mientras combatía en Narva, la ciudad estonia más cercana a Leningrado. Después de darle el alta, le trasladaron a una brigada de construcción. A finales de julio se quedó atónito al recibir un impreso oficial con una orden de servicio. Me apartaban del Ejército y me ponían a las órdenes del Radiokomitet para que tocara en la Séptima Sinfonía de D. D. Shostakóvich. «Mi "arma" volvía a ser el trombón.»
La música era el único destello de esperanza en medio de una oscuridad que volvía a abatirse sobre la ciudad. Se agotaron las localidades para una representación de Carmen el 1 de julio en la Sala Filarmónica. El Coro del Radiokom estuvo acompañado por la orquesta sinfónica. El baile español lo interpretó la inagotable Olga Iordan. Pero unos cantantes con distrofia y con los pies hinchados, y que a duras penas eran capaces de moverse, cubrían los laterales del escenario.
Aquel mismo día, la policía empezó a registrar de nuevo los carnets de identidad. Les llevó tres semanas. Su informe revelaba —a las pocas personas que fueron autorizadas a leerlo— una catástrofe en la ciudad heroica. La población se había desmoronado. Quedaban 775.364 personas en los 15 distritos del término municipal de Leningrado, de los que 134.614 eran niños de entre cero y dieciséis años. La población de Kronstadt había quedado reducida a 7.633 adultos y 1.913 niños, y la de Kolpino, a 4.417, de los que 272 eran niños. La cifra total de personas que recibían raciones en el gran Leningrado era de 836.788.
En octubre la cifra era de 2.371.000. La población de la ciudad se había visto diezmada en más de un millón y medio de habitantes. A lo largo de aquellos diez meses, 100.000 personas habían sido reclutadas en el Ejército Rojo, y 813.000 habían sido evacuadas. Se habían registrado 575.325 defunciones, y puede que 80.000 fallecimientos hubieran quedado sin registrar. Desde el inicio del asedio, habían muerto unos 653.000 leningradeses. Esa cifra no incluye a los cientos de miles de bajas militares ni a las personas fallecidas fuera del término municipal.
Habían desaparecido tres de cada cuatro personas que figuraban en el censo de 1939. Seguían en la ciudad una de cada tres mujeres y uno de cada siete hombres. El equilibrio entre sexos se había ido al traste. Había 291 mujeres por cada cien hombres. En el rango de edades de mayor fertilidad, las cosas estaban todavía peor. A finales de julio de 1942, había 4.247 varones civiles de entre veinte y veinticinco años en la ciudad y sus alrededores. El número de niños entre cero y un año era 30 veces más bajo que en 1939, y la cifra de los de entre uno y cuatro era cuatro veces y media menor. De los 180.000 niños nacidos durante el baby boom de los años 1937 y 1938, cuando se decretó la prohibición de abortar, tan sólo permanecían en la ciudad 32.000.
La tasa de natalidad era 67 veces más baja que antes de la guerra. Durante un mes de aquel otoño de 1942 (octubre), tan sólo nacieron 62 bebés, incluidas dos parejas de gemelos. Las cifras de bodas, 3.238 a lo largo del año, y de divorcios, que se redujeron a 652, fueron respectivamente 12 y 17 veces más bajas que en tiempos de paz. Ese dato también venía a demostrar lo profundamente perturbadas que habían quedado las pautas naturales de la población. Un memorándum adjunto a las cifras de aquel nuevo registro de población señalaba que 72.922 madres tenían un solo hijo, 14.963 tenían dos, y tan sólo 3.096 tenían tres o más. Las purgas habían provocado el comienzo del declive de la vida familiar. El asedio lo disparó.
Las estadísticas oficiales de los fallecimientos en 1942 no mencionaban la distrofia ni las heridas de guerra. Estaban englobadas con la avitaminosis, la deficiencia vitamínica, bajo el epígrafe «otras causas de muerte». Se citaban las enfermedades del corazón, la gastroenteritis, la neumonía y demás enfermedades pulmonares, la tuberculosis, así como 587 asesinatos y 318 suicidios: todas ellas, en conjunto, suponían menos de la mitad de las muertes por «otras causas».
Seguía muriendo una gran cantidad de gente. En julio fallecieron 15.716 personas. Era una mejora respecto a la cifra de junio, 24.673. Bajó hasta 7.612 en agosto. En octubre ya estaba en el nivel de antes de la guerra, 3.518. Pero esas muertes provenían de una población de vivos cada vez menor: si ahora las mujeres representaban dos tercios de los fallecidos, se debía a que quedaban muy pocos hombres.
Las evacuaciones alcanzaron un nuevo máximo a medida que aumentaban los temores a una nueva ofensiva alemana. La caída de Sebastopol fue un duro revés. Leningrado, sede de la Flota del Báltico, alimentaba un sentimiento de camaradería por aquella ciudad portuaria, sede de la Flota del mar Negro. El joven Krukov escribía el 9 de julio, la fecha en que cesó cualquier tipo de resistencia: «Examen en la escuela de música. He tocado muy bien. Los acontecimientos del frente son terribles. Cae una ciudad tras otra —recientemente hemos cedido Sebastopol—. Dicen que van a empezar a evacuar a las mujeres que tengan un hijo. Actualmente lo están haciendo con las que tienen dos hijos». Él era hijo único: cabía la posibilidad de que le evacuaran.
Para entonces, las unidades de combate alemanas estaban atacando los suburbios del este de la ciudad de Voronezh, en la Operación Blau, el gran avance de verano del Grupo de Ejército Sur hacia Stalingrado y el Cáucaso. Los pánzers ya habían llegado hasta el Don. Ni el frío ni la nieve ni los bosques acudieron a socorrer a los rusos en las onduladas estepas y los campos de trigo del sur. Las unidades rusas, perseguidas por la aviación alemana con el tiempo cálido y despejado del pleno verano, perdían el contacto entre ellas, vagaban hasta que se les agotaba el combustible o las fuerzas, y acababan apiñándose alrededor del edificio de una granja o junto al cauce de un río a esperar el final. Sebastopol fue una advertencia, para el 6.º Ejército Alemán que avanzaba hacia Stalingrado, de la Némesis que les esperaba entre los ladrillos abrasados y los edificios en ruinas de la gran ciudad a orillas del Volga. Pero eso se dijo después. Para el mundo expectante, Sebastopol había sido un gran triunfo de los alemanes. Eso pensaba Hitler. «Los rusos están acabados», le dijo a Franz Halder, su jefe de Estado Mayor, el 20 de julio. «Tengo que admitir que eso parece», le contestó el cauto general.
Había indicios amenazadores de una nueva concentración de hombres y artillería alemanes alrededor de Leningrado. Hitler le envió la directiva n.º 45 al mariscal de campo Von Kücher, recién nombrado comandante del Grupo de Ejército Norte, y al general Lindemann, del 18.º Ejército.[75] Tenían que prepararse para tomar Leningrado a principios de septiembre. Los aviones de reconocimiento alemanes sobrevolaban la ciudad casi todos los días, un indicio seguro de que se avecinaban problemas. El 11.º Ejército del general Von Manstein recibió la orden de avanzar hacia el norte desde Crimea rumbo a Leningrado. Se concedió prioridad en la red ferroviaria a cuatro divisiones de Von Manstein, que hicieron acto de presencia en el Frente de Leningrado. Poco después se les unió una división de montaña. La caída del gran puerto del mar Negro dejaba libre la artillería de asedio de los alemanes para atacar Leningrado. Schwerer Gustav y Dora, los gigantescos cañones de asedio que habían machacado Sebastopol, dos monstruos de 1.350 toneladas que disparaban proyectiles de siete toneladas a más de 30 kilómetros de distancia, fueron embarcados en vagones plataforma que se sumaron al tráfico con rumbo al norte. A finales de julio, los alemanes ya habían acumulado 21 divisiones de infantería, una división de carros de combate, y una brigada de infantería alrededor de la ciudad.
Las autoridades de Leningrado estaban inquietas, y temerosas, aunque organizaron un desfile de prisioneros alemanes por la ciudad para reforzar la moral de los civiles. Obligaron a los alemanes a marchar por la avenida Nevski, «sin afeitar, sucios, llenos de piojos, con chaquetas de sucedáneo de lana», mientras las mujeres sedientas de venganza gritaban: «¡Dejádnoslos a nosotras! ¡Dejádnoslos a nosotras!». La policía y las tropas se encargaban de contenerlas.
Valerián Bogdánov-Berezovski escribía sobre el renovado temor a que muy pronto los alemanes asaltaran la ciudad. Un mes antes estaba trabajando en una nueva ópera, y se sentía confiado. «Pensaba en el Destino», cavilaba, y concluí que «a pesar de las pérdidas irreparables, la guerra me ha dado muchas cosas en términos de modelar mi carácter y mi personalidad». Ahora, anotaba: «Incluso los que estaban seguros de que iban a permanecer en Leningrado hasta el final han empezado a marcharse. Yo acepto la idea de la muerte. Todas mis esperanzas están rotas. No hay ninguna meta para la creatividad, ni necesidad de ella, en este reino de odio e insensibilidad que hoy se ha apoderado del mundo».
Cada vez más gente intentaba vender sus pertenencias por las calles. Había muy pocos compradores, salvo para los discos de gramófono: los oficiales que venían de permiso del frente se los quitaban de las manos a los vendedores.
Se evacuaba de la ciudad a todas aquellas personas cuya lealtad resultaba dudosa para el NKVD, debido a su etnia o a su origen burgués, a fin de reducir ulteriormente la población. El 4 de julio, Bogdánov-Berezovski anotaba: «Esta noche, evacuación urgente y forzosa de Lipatov. Mañana otro tanto con Gan». Ambos eran compositores. Vasili Lipatov había cometido el error de poner música a unos poemas de Serguéi Yesenin: Yesenin, que había estado casado con Isadora Duncan, se había suicidado en Leningrado en 1925, y sus poemas estaban prohibidos.
Proseguía la persecución contra los finlandeses y los rusos de etnia alemana. Muchos de los finlandeses que se congregaban en los alrededores de la estación de tren de Irinovskaya ya habían sido enviados a Yakutia, una región de las inmensidades del norte de Siberia. Todavía permanecían en la ciudad 80.000, y se les acusaba de ser una amenaza para la seguridad. Se decía que las tropas del Ejército Rojo acuarteladas alrededor de Irinovskaya se habían familiarizado demasiado con ellos. También quedaban todavía en la ciudad numerosos rusos de etnia alemana. El Consejo Militar decretó que debían someterse a una «evacuación forzosa» a las tundras árticas de la República de Komi y a la ciudad de Arjánguelsk.
A raíz de la comprobación de los documentos, se descubrió que los pasaportes internos de 241.684 personas no estaban en regla. La mayoría eran de personas cuyo empadronamiento había caducado, o no era válido para Leningrado. Otros intentaban eludir su reclutamiento. La precisión de esa enorme cifra era algo típico de la obsesión soviética por los inventarios de seres humanos: su exactitud real importaba mucho menos que la apariencia de exactitud.
Otra cifra, más modesta, sin duda se ajustaba más a la realidad. Se actualizaron las estadísticas del NKVD. Desde los primeros días de la guerra, habían descubierto a 1.246 «espías y saboteadores enviados por el enemigo». Los servicios secretos afirmaban haber desenmascarado a 625 «grupos contrarrevolucionarios», en los que habían encontrado a otros 169 «espías traidores».
Las unidades especiales del NKVD habían detenido y «reprimido» —fusilado, enviado a los campos o deportado— a un total de 9.574 personas. Entre ellos figuraban 31 «terroristas», 34 «rebeldes», 226 «nacionalistas», en su mayoría finlandeses, alemanes del Báltico y polacos, y siete miembros de «sectas eclesiásticas». La redada de científicos, catedráticos y profesores de las instituciones de Leningrado —que incluía a Izvekov y a su «círculo», así como a los catedráticos del Instituto Politécnico N. P. Vinogradov, L. V. Klimenko y V. S. Verzhbitski, un distinguido físico y académico— se cifraba en algo menos de 100 personas. Todos ellos habían sido declarados culpables de «ayudar a los invasores».
Los delincuentes habituales se enumeraban por separado. Durante los primeros ocho meses de 1942, 192.832 personas fueron procesadas por delitos administrativos, que iban desde la especulación con alimentos, los atracos a mano armada, los hurtos en tiendas y almacenes, hasta el robo de cartillas de racionamiento y la infracción de la normativa sanitaria.
A Eliasberg y su orquesta los mataban a trabajar. El 4 de julio tocaron la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Quinta de Chaikovski en un concierto retransmitido desde la Sala Filarmónica. Unos días después interpretaron un magnífico popurrí de Mendelssohn, Strauss, Massenet, Verdi y Berlioz en el Jardín del Descanso. A eso le siguió un concierto por la radio de la Sinfonía Italiana de Mendelssohn.
A los músicos les molestaba tener que ensayar para la Séptima. Se quejaban de la sobrecarga de trabajo. Eliasberg les exigía perfección, y ellos temían que eso estuviera fuera de su alcance. El director les marcó una pauta desde el principio. Una entonación clara, la precisión en el ritmo, el entrelazamiento e interrelación de los timbres, la unidad de ataque en los instrumentos de cuerda y de emisión en los de viento eran sus constantes preocupaciones. Confiaba plenamente en la experiencia de los pocos músicos de que disponía —el violonchelista I. O. Bric, el oboísta E. A. Yelizarov— y que conocían las peculiaridades y las tradiciones de la composición y de la interpretación sinfónicas. Arkin admitía que Eliasberg era un director muy exigente, y que la forma en que imponía disciplina provocaba «una grave irritación y constantes quejas».
El clarinetista Viktor Kozlov compartía el temor de que la Séptima fuera demasiado larga y demasiado compleja para ellos. «Empezábamos a ensayar y nos mareábamos, la cabeza nos daba vueltas al soplar. La sinfonía era demasiado larga. La gente se desmayaba durante los ensayos. De vez en cuando hablábamos con el compañero que teníamos al lado, pero el único tema de conversación era el hambre y la comida. No la música.»
Pável Orejov era un soldado en activo, y también trompista de la orquesta. A veces sentía que estaba a punto de desmayarse. «Toda la orquesta estaba tensa —recordaba—. Además de atender a nuestras obligaciones como músicos, teníamos que buscar a los saboteadores y los saqueadores, y arrestar a los desertores. Sabíamos que en caso de emergencia, habría que volar los puentes y las fábricas, y nosotros los vigilábamos.» Servía como enlace con el Lenfront. Entregaba en mano las órdenes de máximo secreto en los puntos más peligrosos del frente, y guiaba a las tropas hasta sus nuevas posiciones. Tenía que recoger las octavillas de propaganda que lanzaban los aviones alemanes, y custodiar los equipos de radio que se confiscaban a los particulares. Le parecía que Eliasberg era siempre muy estricto. «Mis labios a duras penas podían tocar la boquilla, de lo fría que estaba, y el propio Eliasberg iba envuelto en prendas de lana —contaba—. Pero esperaba a que yo estuviera en condiciones de soplar.»
Ensayaban todos los días excepto los domingos, algunos días dos veces, en los gélidos estudios de la Casa de la Radio. «Nos daban un poco de comida extra en el comedor del Teatro Pushkin —decía la joven oboísta Ksenia Matus—. No era exactamente una sopa, era más bien agua con unas pocas alubias, y una cucharadita de germen de trigo. Empezamos tocando pasajes cortos, y poco a poco fuimos añadiendo más. Pero nunca lo tocamos todo hasta un ensayo general que hubo tres días antes del concierto —la primera y única vez que tuvimos la fuerza suficiente como para tocarla de principio a fin—.» Eliasberg se mostraba implacable. Matus recordaba que un día el primer trompetista estaba sentado con su instrumento sobre las rodillas, demasiado agotado para tocar. «No está usted tocando», le dijo bruscamente el director. «No me siento con fuerzas, Karl Ilich.» «¿Como que usted no se siente con fuerzas? ¿Acaso cree que nosotros nos sentimos con fuerzas?»
Eliasberg achacaba a su nerviosismo un incidente brutal. Le preguntó a uno de los músicos por qué había llegado tarde al ensayo. El hombre le contestó que venía de enterrar a su esposa. «Pues asegúrese de que sea la última vez», le espetó bruscamente el director. Le preguntaron si aquello era crueldad. ¿O acaso era porque la muerte era algo demasiado corriente para utilizarlo como excusa, o porque los miembros de la orquesta eran los soldados de la música y tenían la obligación de obedecer y luchar?
«Yo estaba alterado y nervioso —explicaba Eliasberg—. Aquel día llegaron tarde tres. Él fue el último. Para entonces, yo sólo era capaz de pensar una cosa: que los miembros de la orquesta no estaban preparados para el concierto, y tenían que estarlo.» Él tenía la sensación de que cuando agitaba la batuta no había ni bombas ni obuses, tan sólo había música. Estaba devolviéndole a la gente algo que le habían quitado. Para él, la distrofia moral era peor que la física, porque suponía la muerte del espíritu, y eso incluía la impuntualidad.
Sin embargo, Eliasberg tenía que ajustarse a unos límites. Los ensayos eran breves. «Dedicábamos más tiempo a descansar que a tocar», decía Matus. Siempre que podía, el director trabajaba con un grupo, sobre todo con los violines. «Pero en el caso de los instrumentos de viento, las flautas, los oboes y la percusión, trabajaba separadamente con la parte de cada músico.»
Eliasberg era preciso en todo. Sabía exactamente el tiempo que se tardaba en ir andando desde la tienda de música que había en la esquina de la avenida Nevski con la calle Sadovaya hasta la Sala Filarmónica. Un músico recordaba que quedó en encontrarse allí con Eliasberg a las 2.17 de la tarde. «Yo llegué tan sólo con unos segundos de retraso, y le vi de espaldas, subiéndose a un tranvía en el momento que se cerraban las puertas. Yo me quedé un poco triste, y se lo mencioné a Tatiana Vasílievna, que dirigía la tienda. Ella se limitó a decir: "Bueno, Eliasberg es Eliasberg".» Hacía todo lo posible por ir bien vestido en público, con la camisa almidonada, con el frac limpio y los pantalones planchados. Con aquella elegancia, y su puntualidad —la gente aprendió a llegar con dos o tres minutos de antelación a una cita, y a esperar al momento exacto escondida a la vuelta de una esquina—, Eliasberg se convirtió en una leyenda tranquilizadora. La gente preguntaba: «¿Eliasberg lleva su pajarita y su frac?». «Sí.» «Entonces todo va bien», concluían.
Las tensiones se agudizaron tanto que el Comité de las Artes —el M Á— y el Radiokom prepararon una directiva sobre «el exitoso trabajo de la orquesta sinfónica». Dijeron a los músicos que tenían que estar agradecidos a Eliasberg «por sus esfuerzos en favor del desempeño artístico de los miembros de la orquesta». También tenían una deuda de agradecimiento con Arkin, el concertino, y con Zavetnovski, el primer violinista. Y había una advertencia final. «El M Á y el Radiokom confían en que los miembros de la orquesta tendrán una actitud responsable respecto a los preparativos para la Séptima Sinfonía.»
Se trataba de una amenaza verdaderamente siniestra, ya que los jefes políticos de la ciudad eran implacables en su deseo de que la sinfonía fuera un rotundo éxito.
Poco a poco, los músicos acabaron cediendo. «Estábamos débiles y cansados —decía Galina Yershova, la flautista adolescente—. Era difícil. La música de Shostakóvich es muy complicada. A mí no me gusta demasiado. Pero la Séptima era diferente. Llegaba exactamente en el momento oportuno. Reflejaba lo que estaba ocurriendo. Mostraba lo espantoso de aquella época, pero la esperanza que había cobrado vida se reflejaba en la música. Estábamos totalmente decididos a tocarla bien.»
Eran conscientes de la calurosísima acogida que estaba teniendo la sinfonía en otros lugares. El Leningradskaya Pravda informaba de la «profunda impresión» que había causado en el gran público de Londres. Los músicos sabían que Shostakóvich había viajado hasta Novosibirsk para oír a la Orquesta Filarmónica de Leningrado —de la que ellos eran los parientes pobres— interpretar la Séptima a las órdenes de Mravinski, el director favorito del compositor. El periódico afirmaba: «Éxito de la Séptima Sinfonía de Shostakóvich en Estados Unidos». El poeta Carl Sandburg se dirigía directamente al compositor en una reseña publicada en el periódico The Washington Post que provocó que los propagandistas soviéticos se relamieran de gusto:
El pasado domingo se ha emitido tu Sinfonía n.º 7 a lo largo y ancho de Estados Unidos, y millones de personas han escuchado tu retrato musical de una Rusia bañada en sangre y sumida en las sombras. […] En un amplio frente de batalla que se escora hacia Moscú, el Ejército Rojo combate contra la mayor máquina de guerra que jamás se desató contra ningún país. […] El mundo exterior observa y contiene el aliento. Y oímos cosas sobre ti, Dmitri Shostakóvich —oímos que estás ahí, sentado un día tras otro, componiendo la música que relata esa historia—. En Berlín […], en París, Bruselas, Ámsterdam, Copenhague, Oslo, Praga, Varsovia, allí donde los nazis han arrasado, […] no se oirán nuevas sinfonías. […] Tu canción nos habla de un gran pueblo cantor más allá de la derrota o la victoria, que a lo largo de los años venideros saldará su participación y contribución al significado de la libertad y la disciplina del ser humano.
La música tuvo un éxito absoluto. Ocultó los campos de concentración y las salas de interrogatorios. Ahora los soviéticos no sólo eran civilizados y cultos: también eran defensores de la libertad.
El régimen dejó bien clara su satisfacción. El Sóviet Militar estaba preparando la ciudad para la temida ofensiva alemana. Se construían nuevos fortines, posiciones para las ametralladoras y trampas anti-tanque. Se reducía la población civil todo lo posible. Pero los músicos tenían expresamente prohibido abandonar la ciudad. Los límites de personal para las instituciones musicales de la ciudad que seguían funcionando eran excepcionalmente generosos. El Teatro de la Comedia Musical tenía autorizada una plantilla de 270 trabajadores, y el Teatro de la Ópera y el Ballet, de 234. El Conservatorio todavía tenía 85 trabajadores, la Sala Filarmónica 50, las ocho academias infantiles de música, 37, y el Sindicato de Compositores, 15.
Los miembros de la orquesta estaban exentos de las tareas de retirada de malas hierbas de los huertos de las afueras de la ciudad, donde eran vulnerables a los bombardeos de la artillería alemana. Sin embargo, les exigían recoger 50 ladrillos cada uno para ayudar a construir las nuevas defensas.
Eliasberg dirigió un breve concierto por la radio —un poco de Haydn, Eine kleine Nachtmusik de Mozart— el 25 de julio. Después, él y su orquesta se concentraron totalmente en la Séptima. El 2 de agosto, Eliasberg envió un telegrama al M Á de Moscú: «El estreno de la Séptima de Shostakóvich será el 9 de agosto. Por favor, asegúrense de su asistencia, y de la del compositor, si es posible».
La ruta aérea seguía siendo demasiado peligrosa como para que autorizaran a Shostakóvich a viajar en avión a Leningrado. En cualquier caso, Eliasberg siguió adelante. Concedió una entrevista a la prensa, que se publicó el 7 de agosto. «Todo el trabajo de preparación ha concluido. Ahora la orquesta se dedica a pulir la sinfonía. La obra de Shostakóvich es especialmente valiosa para nosotros, los leningradeses. No sólo porque la escribió bajo los bombardeos y el fuego de artillería, sino porque, tal vez por esa misma razón, fue capaz de expresar tan profundamente los vulnerables sentimientos de libertad, cultura y felicidad del pueblo soviético.»
Hubo un ensayo general de la sinfonía a las ocho de la mañana del 8 de agosto. Las localidades se iban a agotar con total seguridad. «Era un acontecimiento que nadie quería perderse —decía Tamara Korolevich—. Aquella música estaba dedicada a nosotros y a nuestra ciudad. ¿Puede alguien imaginarse la fuerza que tiene eso?»
La suerte estaba echada.