CAPÍTULO 3
Do serediny sentyabr

(Hasta mediados de septiembre de 1941)

 

 

 

Shostakóvich trabajó en los primeros movimientos con una velocidad y una concentración febriles. «Compuse mi Séptima, la Sinfonía Leningrado, muy deprisa. Me sentaba al piano y trabajaba, rápida e intensamente —declaraba tiempo después—. No podía no componerla. La guerra estaba por todas partes. Yo tenía que estar junto al pueblo, quería crear la imagen de nuestro país asediado, grabarlo en música.»[22] La mayoría de científicos y artistas combatían con sus propias armas. «Mi arma era la música. Quería crear una pieza que hablara de nuestras vidas, de aquellos días, del pueblo soviético, que estaba dispuesto a cualquier cosa en aras de la victoria.»

Su sensación de apremio derivaba de que los rusos eran conscientes de que aquélla no era una guerra en el sentido convencional de la palabra. Una derrota no vendría acompañada de un acuerdo entre el vencedor y los vencidos. Habría supuesto la extinción.

Por supuesto, los rusos no estaban al corriente de los detalles —de las instrucciones secretas y de las reuniones de alto nivel en Berlín que habían precedido la invasión—, pero sus intuiciones daban en el clavo. El general Franz Halder, el jefe de Estado Mayor del OKH, el Mando Supremo Alemán, tomó notas de un discurso que Hitler había pronunciado ante 200 altos mandos el 30 de marzo. «Ésta es una guerra de exterminio —apuntaba Halder—. Esta guerra va a ser diferente de la guerra en el frente occidental.» Los comandantes, añadía, «deben hacer el sacrificio de superar sus escrúpulos personales». Un documento sobre «El trato a los habitantes enemigos en la zona operativa de Barbarroja», repartido entre los oficiales alemanes en mayo, instaba a «erradicar de inmediato, con severidad y con la máxima fuerza» la «mínima resistencia por parte de los rusos». En la Kommissarbefehl (Orden de los comisarios) que Hitler difundió el 6 de junio, y que ordenaba la inmediata ejecución de los comisarios políticos del Ejército soviético que fueran detenidos, y de todos los prisioneros que se considerara que podían estar «totalmente bolchevizados», el preámbulo advertía a los oficiales que en aquella campaña «no es aplicable tratar al enemigo de acuerdo con las normas humanitarias o con los Principios del Derecho Internacional».[23]

 

Por si a sus hombres todavía les quedaba alguna duda a medida que se aproximaban a Leningrado, Erich Hoepner, comandante de la 4.ª Agrupación Pánzer, emitió una directriz comunicándoles que «el objetivo de esta batalla debe ser la demolición de la Rusia actual, y ha de llevarse a cabo con una severidad sin precedentes. Toda acción militar debe guiarse en su planificación y ejecución por la resolución interior de exterminar al enemigo, sin remordimientos y totalmente».

 

En cuanto a Leningrado en sí, la solución de Hitler se inspiraba en la Antigüedad clásica: Carthago delenda est: Cartago, la ciudad enemiga, debe ser destruida, dictaminaron los romanos. En 146 a.C., Escipión la había arrasado sin dejar piedra sobre piedra, y había vendido como esclavos a sus habitantes. «Es la firme decisión del Führer —había apuntado Halder el 8 de julio—, que arrasemos Moscú y Leningrado, y que las convirtamos en lugares inhabitables, para poder liberarnos de la necesidad de tener que alimentar a la población a lo largo del invierno. Ambas ciudades serán arrasadas por la Luftwaffe.»

 

El trato dado a los prisioneros dejaba claro de que aquélla era una campaña distinta de todas las demás. Los alemanes hicieron algo menos de 800.000 prisioneros rusos en junio y julio, cifra que aumentó hasta 3,3 millones a finales de año. A muchos de ellos —los comisarios políticos, los judíos, los bolcheviques— los fusilaban sin contemplaciones. Del resto, aproximadamente dos millones murieron durante los primeros meses de hambre, a consecuencia de las marchas forzadas, por enfermedades y falta de cuidados. La indiferencia de los alemanes hacia sus prisioneros era tan colosal como su número. Un Landser vio cómo un grupo de prisioneros se aproximaba a su unidad como si fuera «un ancho cocodrilo de color tierra, que iba arrastrándose lentamente por la carretera hacia nosotros. De aquel grupo salía un zumbido sordo, como el de una colmena. Los presos despedían al mismo tiempo el hedor penetrante de una jaula de leones y el repugnante olor de la casa de los monos». Otro soldado se preguntaba si eran realmente seres humanos, aquellas «figuras de color gris-pardo, aquellas sombras que venían tambaleándose hacia nosotros, tropezando y dando traspiés, unas formas que se movían con su último aliento, unas criaturas a las que tan sólo un último destello de su voluntad de seguir con vida les permitía obedecer la orden de marchar».

 

Por su parte, durante los primeros meses de la guerra, los rusos fusilaron al 95% de los alemanes que caían en sus manos. A algunos los torturaban y los desfiguraban. A principios de julio, 180 soldados alemanes de infantería y artillería de la 25.ª División cayeron prisioneros en un contraataque ruso. A la mañana siguiente, las tripulaciones de los pánzers encontraron 153 cuerpos desnudos, muchos de ellos sin ojos y con los genitales amputados. Los soldados del 5.º Ejército soviético son un buen ejemplo: «Encolerizados por los ladrones fascistas, no hacen prisioneros entre los soldados ni los oficiales alemanes, sino que los fusilan en el acto». Su comandante, el general de división Potapov, tuvo que prohibirlo terminantemente. Les explicó que sus oficiales de inteligencia únicamente podían interrogar a alemanes vivos.

La pauta de la ofensiva estaba clara. Los alemanes habían llegado para esclavizar a la gente, para destruir por igual ciudades y pueblos. Las brutalidades y los terrores de Stalin quedaron en un segundo plano frente a un mal mucho más inminente. Para Semión Lipkin, un traductor de poesía que escribía en secreto versos para sí mismo, la Revolutsiya era «una hechicera» cuya belleza de 1917 se había avejentado, a medida que «ejecutaba, perseguía y traicionaba». Y ahora Lipkin, y como él infinidad de rusos, tenían que enfrentarse a los «hitleristas», como les denominaba, un nuevo panteón germánico de inhumanidad. Volvían a mirar el rostro de la hechicera y descubrían que «el odio que le tenían se les ha pasado». La supervivencia de Rodina, de la Madre Rusia, era lo único que contaba, y, al menos mientras durara la guerra, eso incluía al Vozhd (al líder, Stalin) y al Partido.

Nikolái Glazkov,[24] un joven poeta de la ironía y el absurdo, había sido expulsado de la universidad por ser un «enemigo del pueblo». El Terror había acabado con su padre en 1938. Ahora escribía una plegaria irónica y privada:

 

¡O Señor! Apoya a los sóviets

protege al país de las razas superiores

porque todos tus mandamientos son infringidos

por Hitler con mayor frecuencia que por nosotros…

 

Se sentía un espanto especial ante los pueblos incendiados que iban marcando el avance de los alemanes. Stalin había destruido su espíritu durante la colectivización: Borís Pasternak enmudeció de horror cuando visitó el campo en un viaje para observar las consecuencias del programa, porque «lo que vi no podía expresarse con palabras […]. Había una miseria tan inhumana, tan inimaginable, un desastre tan terrible, que empezó a parecerme algo casi abstracto, no encajaba dentro de los límites de mi conciencia». Pero aquellas aldeas seguían siendo para muchos las depositarias del alma de Rusia, y la ira ante las llamas y el humo que las consumían acrecentaba la sensación de que aquélla era una guerra por la supervivencia de todo lo ruso:

 

 

 

Sobre el terreno sopla una ráfaga caliente,

¡el cielo gime, un gemido recorre el cielo!

Las nubes, como cisnes, vociferan por encima del grano quemado…

¿Pena? No… ¿qué clase de pena es ésta?…

Media valla de adobe ha quedado de este pueblo, media valla en un alto.

Las nubes vociferan. ¡Vociferan todo el día!

Y solo, bajo esas nubes, yo sacudo la valla con mis manos ennegrecidas.

 

Un segundo tren procedente del museo partió de Leningrado rumbo a los Urales el 20 de julio. Llevaba a bordo 1.442 cajas, con 700.000 piezas, y 14 empleados del Hermitage. Se estaban haciendo planes para evacuar también los tesoros vivientes de la ciudad, entre ellos los miembros de la Orquesta Filarmónica y los bailarines del Kírov. El personal del Conservatorio, y Shostakóvich, podían marcharse con el resto de músicos. Tan sólo tenía que permanecer en su puesto la Orquesta de la Radio, que era de un nivel más bajo.

Los equipos de vigilancia del NKVD de la ciudad detenían a la gente por repetir el cruel chiste que decía: «Nuestros soldados salen victoriosos por todas partes, pero los alemanes siguen avanzando». Los confidentes informaban de las «condiciones político-morales» de sus compañeros de trabajo. Irina Shcherbov-Nefedovich, del Instituto de Vacunas, fue denunciada por hablarle a una amiga del bombardeo de Sverdlovsk, del que había tenido noticia en un boletín oficial del Sovinform. Fue condenada a siete años en el Gulag por «propagar el pánico».[25] El director del Lenoblispolkom, el Comité Ejecutivo de la provincia de Leningrado, publicó un edicto donde se prohibía que la gente utilizara el teléfono para hablar de la situación militar o de las condiciones de la ciudad. Quienes lo hicieran podían ser acusados de «divulgación de secretos militares». La pena era la muerte. Se informó de un rumor infundado que decía que paracaidistas alemanes habían aterrizado en los suburbios.

 

El 29 de julio tuvo lugar una sesión fotográfica especial en la azotea del Conservatorio. Shostakóvich adoptó una pose heroica, con casco, guerrera y cinturón de bombero, y sujetando una manguera por la que salía un potente chorro de agua. Otros doce bomberos estaban de pie, formando un denso grupo detrás de Shostakóvich, blandiendo sus picos y sus palanquetas, y con sus bombas manuales preparadas. Aquellas fotos del compositor, con el rostro firme y sereno y el casco puesto, acabarían dando la vuelta al mundo y honrando con su presencia la portada de la revista Time un año después. Pese a lo dramático de la imagen, no se veía ni humo ni llamas. Leningrado todavía no había sufrido ni los bombardeos ni el fuego de la artillería.

Sin embargo, el peligro se aproximaba deprisa. Los alemanes se habían detenido momentáneamente a orillas del río Luga, el anillo más exterior de las defensas de la ciudad, a 160 kilómetros al suroeste. Sus vehículos blindados estaban maltrechos debido a los incesantes combates, y la infantería estaba agotada por las cuantiosas bajas y la melancolía: «Chozas de madera, bosques y ciénagas de aspecto triste. Llanuras inmensas, enormes bosques con tan sólo unas cuantas casetas para perros aquí y allá… No había límite. No podíamos ver el final, y estábamos muy desanimados». Se reagruparon y recuperaron la moral. El 8 de agosto, en medio de un diluvio, el XLI Cuerpo de Pánzers de Reinhardt atacó el sector septentrional de la línea del Luga, cerca de la localidad de Kingisepp. Consiguieron penetrar por tres lugares a lo largo de los tres días siguientes, con un coste de 1.600 bajas. Kingisepp, la principal ciudad a orillas del río, era una masa humeante de escombros cuando cayó poco tiempo después.

Arrestaron a 4.000 sospechosos de haber desertado del Ejército Rojo cuando las tropas intentaban regresar a Leningrado desde el frente. Se creía que hasta la mitad de las bajas podían serlo por heridas autoinfligidas. En un hospital, el número 61, de 1.000 heridos, 460 habían recibido un tiro en el antebrazo izquierdo o en la mano izquierda. Stalin reaccionó furiosamente con su Orden 270 del 16 de agosto. No se podía tolerar a los cobardes. Quienes se rindieran debían ser «destruidos por todos los medios a nuestro alcance, desde el aire o desde tierra». A los desertores había que fusilarlos en el acto, y era necesario detener a sus familias. La Orden no se publicó, por la terrorífica crudeza de sus amenazas, pero fue leída en voz alta a todas las unidades y a los altos funcionarios del Partido a lo largo y ancho del país.

Para entonces, los alemanes se encontraban ya a 50 kilómetros del golfo de Finlandia, y a menos de 110 kilómetros de Leningrado. Estaban asombrados por el brutal ardor con el que los rusos derramaban la sangre de las divisiones de voluntarios. Unos cuantos proyectiles de artillería aquí y allá anunciaban un ataque. Desde la lejanía, los alemanes oían profundos hurras, el grito de guerra tradicional de los rusos. Los voluntarios avanzaban «incluso en formaciones de 12 hileras». Algunos no llevaban fusil. Ninguna unidad tenía el apoyo de la artillería pesada. Las aniquilaron. «El número de bajas entre los rusos es increíble», señalaba Halder, el jefe de Estado Mayor alemán. Las autoridades soviéticas sacaron a 1.500 oficiales de infantería de los cursos de instrucción avanzada, los llevaron a cubrir un hueco en la línea del frente con oficiales cadetes y allí fueron masacrados. El comandante del grupo de operaciones del Luga, el general K. P. Piadyshev, pensaba que malgastar a unos hombres tan valiosos en ataques frontales a la desesperada contra fuerzas blindadas era una locura. Por sus esfuerzos, Piadyshev, un hombre experimentado, valiente, muy apreciado por sus compañeros oficiales, simplemente «desapareció del horizonte». Los hombres de las gorras azules se lo llevaron.[26]

 

Las ejecuciones que iban de la mano de la retirada eran casi fortuitas. El periodista Vasili Grossman estaba en la isba (cabaña de campesinos) que albergaba el cuartel general de campaña del teniente general Mijaíl Petrov. Después de la cena llegó un fiscal militar. Estuvieron sentados tomando té con mermelada de frambuesas mientras el fiscal informaba de los casos pendientes. En la lista de desertores y cobardes figuraba un comandante, junto con algunos campesinos acusados de simpatizar con los alemanes. «Petrov aparta a un lado su vaso. En una esquina del documento aprueba la sentencia de muerte en mayúsculas rojas escritas en letra pequeña.» El fiscal mencionó el caso de una mujer que debía ser fusilada por haber instado a los campesinos a recibir a los alemanes con pan y sal, el tradicional regalo de bienvenida. Petrov preguntó quién era aquella mujer. «Una solterona», dijo el fiscal entre risas. El general también se rio. «Bueno, si es una vieja solterona, le conmutaré la sentencia por diez años.» Siguieron tomando té. El fiscal se marchó, a ejecutar las sentencias. Petrov le pidió que le mandara su samovar. «Estoy acostumbrado a tenerlo a mi lado.»

Posteriormente, Grossman estaba con Petrov cuando fueron testigos de un ataque fracasado contra una aldea. El general había sido condecorado con una Estrella de Oro en la guerra civil española. A veces les gritaba a sus hombres en español, unas palabras extrañas en medio de la arcilla mojada y los campos encharcados bajo el cielo otoñal. Le dijo al comandante del regimiento que, si no lograba tomar la aldea en el plazo de una hora, le iba a relevar del mando y le iba a obligar a incorporarse al ataque como soldado raso. «Sí, camarada comandante del Ejército», respondió el oficial. Grossman advirtió que sus manos estaban temblando. Ni un solo hombre caminaba erguido. Todos corrían agachados o andaban a gatas de un hoyo al siguiente. «Tienen miedo de las balas —dijo—, pero no hay balas.» El comisario les gritaba: «¡Agachaos más, cobardes, agachaos más!».

 

Aunque acababa de incorporarse al Ejército, Semión Putiakov ya era el modelo perfecto del soldado desganado, se sentía muy maltratado, estaba harto y lleno de resentimiento. Ese tipo de hombres abundaba en todos los ejércitos, siempre había sido así: pero ser uno de ellos en el Ejército Rojo, y dejar constancia de ello por escrito, era sumamente peligroso. A Putiakov la vida le parecía «un caos». Su unidad no tenía ni cinturones ni insignias. «No se puede distinguir entre los mandos y la tropa —afirmaba en su diario—. Hace un mes que no recibo instrucción militar. Y para colmo, ha aparecido un joven teniente muy tonto para contribuir al desorden.» Estaba preocupado por su familia. No había vuelto a saber nada de ellos desde hacía más de un mes, pero se había enterado de que las autoridades locales de su pueblo habían huido. Temía por sus pertenencias y por su casa.

Entonces, al darse cuenta del riesgo que corría, escribió una nota: «Ya está bien de ver el lado malo, porque si alguien lee mis notas pensará de mí que soy el enemigo y un mal patriota. El objeto de mis notas soy yo mismo y lo que ocurre a mi alrededor». Y escribía imitando el estilo heroico: «Y ahora soy un soldado de nuestro glorioso Ejército Rojo. El Ejército Rojo descalzo, mal vestido, hambriento y mal equipado —el Ejército que el enemigo no consiguió derrotar en la guerra civil— y en lo más íntimo estoy seguro de que no será derrotado. Estoy lleno de odio por el vil fascismo, lucharé hasta la última gota de mi sangre». Tenía motivos para mostrarse cauto. Dos personas leyeron su diario, su sargento mayor y un interrogador del NKVD, y aquellas notas pudieron costarle la vida. Fue el agente del NKVD quien subrayó esas frases. El motivo de que las eligiera resultaba evidente: «derrotismo», «difamación del poder soviético».

En Leningrado, la evacuación de los músicos y los bailarines estaba comenzando en serio. El primer tren con los evacuados del Kírov partió el 19 de agosto. Después salió un segundo tren. La bailarina Shelest tenía que haber tomado aquel tren, pero su madre tuvo un leve infarto de miocardio. Su padre era un alto oficial médico del Ejército Rojo. Antes de partir rumbo al cuartel general del frente, le dijo a su hija que había alguien importante a quien debía recurrir si su madre necesitaba algo. «Le salvé la vida y él prometió salvarme a mí y a mi familia si fuera necesario.» Fue una decisión perspicaz. Aquel hombre era el responsable de un almacén de alimentos del Ejército.

El 22 de agosto, Shostakóvich fue a la Estación de Moscú para ver cómo su amigo Iván Sollertinski abandonaba la ciudad con la orquesta y el personal de la Sala Filarmónica. Le había enseñado a Sollertinski el primer movimiento de su sinfonía, que ya tenía casi acabado. Era una pieza larga, de más de veinticinco minutos, en forma de sonata, que empezaba con un emocionante tema interpretado por todas las cuerdas, repetido por las maderas y con un tono cada vez más agudo. A continuación iba un pasaje más lento y apacible, con las flautas y las cuerdas graves. Eso daba paso a lo que posteriormente el mundo denominaría el «tema de la invasión», con una marcha que empieza suavemente, con un pizzicato de cuerda, repetido una docena de veces, cada una de ellas más fuerte y más áspera, al tiempo que los metales y un tambor (la caja) le confieren un tono cruel e implacable, con resonancias del Bolero de Ravel. Aquel «vendaval» de música —«ante un tempestuoso fondo de violines golpeados con la varilla del arco», que a Sollertinski le parecía «que evocaba la imagen de unos esqueletos bailando»— posteriormente amaina, con un solo de fagot, y concluye suavemente.

Shostakóvich había examinado el movimiento con Isaak Glikman. A Glikman le parecía que el tema de la invasión era una «exposición magnífica, noble»: «Seguimos sentados, sumidos en el silencio, que al final se rompió con las siguientes palabras (las tengo apuntadas): "No sé cuál será el destino de esta pieza". Después de una pausa, Shostakóvich añadió: "Supongo que los críticos que no tengan nada mejor que hacer me crucificarán por copiar el Bolero. Bueno, pues que me crucifiquen. Así es como oigo yo la guerra"».

 

La Orquesta del Radiokom, suplente de la Filarmónica desde 1931, recibió la orden de permanecer en la ciudad como orquesta de reserva. Sus colegas más experimentados de la Filarmónica tuvieron la suerte de poder huir de la ciudad. El tren estuvo retenido en la intersección ferroviaria de Mga, porque los alemanes habían bombardeado un puente de la línea férrea principal a Moscú. El tren tuvo que desviarse por la línea secundaria de Pestovo, la única que permanecía abierta. Poco tiempo después de que partiera el tren, los alemanes arrasaron la estación de Mga. Al final, a Sollertinski y a la Filarmónica se los llevaron a Novosibirsk, al otro lado de los Urales, en Siberia. Isaak Glikman se marchó, junto con otros muchos trabajadores del Conservatorio. Se dirigieron a Tashkent. Por el momento, Shostakóvich se negó a reunirse con ellos.

Se había cortado el último enlace ferroviario directo con Moscú. Decenas de miles de personas se quedaron deambulando por los alrededores de la Estación de Moscú, o se vieron atrapados a bordo de los vagones en las estaciones de los suburbios. Muchas de ellas eran niños.

La malevolencia política que reinaba en la ciudad no remitía. A las 10.11 de la mañana del sábado 23 de agosto, la suerte de Daniil Jarms se agotó. El brillante escritor del absurdo, con una sensibilidad afín a La nariz, de Shostakóvich, tuvo una premonición, como recordaba su esposa, Marina Malich. Estaba a punto de ocurrir «algo espantoso».

«Sonó el timbre», recordaba Marina:

 

Dania [Daniil] dijo: «Sé que vienen por mí». Yo le pregunté por qué decía eso. «Lo sé.» No podíamos hacer nada. Estábamos en nuestra pequeña habitación. Fui a abrir la puerta. Había tres desconocidos. Dijeron que estaban buscándole. Yo dije: «Ha salido a comprar el pan». Ellos contestaron: «No importa. Esperaremos». Volví a la habitación. No sabíamos qué hacer. Miramos por la ventana. El coche de aquellos hombres estaba aparcado allí. Habían venido por él. No cabía duda.

Tuvimos que abrir la puerta, ellos le vieron, se abalanzaron sobre él, le agarraron de muy malos modos y lo sacaron a empujones a la escalera. Yo les dije: «Llevadme, llevadme a mí también». Uno de ellos dijo: «De acuerdo, que venga». Daniil estaba temblando. Fue terrible. Nos llevaron escaleras abajo y le metieron a empujones en el coche, y después a mí. Nos llevaron a la Bolshói Dom. No pararon el coche a la entrada, sino a cierta distancia. No querían que la gente viera lo que se traían entre manos. Tuvimos que andar unos pasos. Le llevaban bien sujeto, pero al mismo tiempo fingían que él iba andando por voluntad propia.

Entramos en el vestíbulo y dos hombres se lo llevaron, y a mí me dejaron sola.

 

El coche volvió a llevar a Marina a su apartamento. Los agentes del NKVD lo registraron. Hicieron un inventario. Dos de ellos, Yanyuk y Bespashnin, lo firmaron. Trajeron a un barrendero, un tártaro llamado Ibrahim Kildeyev, para que firmara como primer testigo. Marina fue el otro testigo. El papel, con guerra o sin ella, era impecable: «Cartas, 202, en sobres abiertos. Libretas con distintas notas, cinco. Diferentes libros religiosos, cuatro. Libro en idioma extranjero, uno. Una fotografía».

Fue una redada como las habituales, aunque bastante exigua. Los 24 objetos que Jarms llevaba encima cuando le registraron en la Bolshói Dom eran tan caprichosos como el propio escritor. Su pitillera de plata, su boquilla de ámbar, y las cajas de cerillas con sus iniciales evidenciaban que era una «persona de antes». Y de cierta categoría, como demostraba el icono bautismal que llevaba colgado al cuello, en «metal amarillo», oro, con la inscripción «Dios bendiga a Daniil» firmada nada menos que por el metropolita Antonio, el antiguo jefe de la Iglesia Ortodoxa rusa en el exilio. Jarms llevaba otros tres iconos en los bolsillos, y una cruz personal, un broche con ocho facetas y diferentes piedras preciosas, y una placa: «Apocalipsis de Jerusalén, capítulo XXI, San Petersburgo, 22 de abril de 1907». Tenía anillos de metal blanco y amarillo, de plata y oro, y un reloj de bolsillo de plata. Llevaba tres vasitos de licor y una taza de plata, y una lupa con un marco cuadrado de cobre. Tenía todo un lote de documentación: su certificado de matrimonio, su carnet del Sindicato de Escritores, un documento de una clínica de tuberculosos, y el documento que le eximía del servicio militar. Llevaba una libreta, seis fotografías, cinco hojas de papel con distintos dibujos, dos billetes de tren usados y una vieja cartera.

El expediente fue remitido al KRO 1, el Departamento de Contrarrevolución n.º 1 de Leningrado del NKVD, por un sargento del NKVD llamado Burmistrov, el oficial responsable de la detención. Formulaba contra el escritor las acusaciones de «orientación contrarrevolucionaria» y de «difundir difamación y derrotismo».

Burmistrov citaba algunos comentarios que Jarms había hecho ante los «agentes», el eufemismo que utilizaba el NKVD en vez de «confidentes». Algunos eran comentarios bastante normales en una conversación entre amigos: «La Unión Soviética perdió la guerra el primer día […]. Leningrado va a ser asediada, y morirá de hambre, o quedará arrasada por las bombas…». Otros comentarios, de ser ciertos y no una invención de los confidentes, eran insensatos, por no decir suicidas: «Si me llegan los papeles de movilización, le daré una patada al comandante. Que me fusilen, pero no pienso ponerme su uniforme. No quiero ser una mierda. Si me obligan a disparar desde las buhardillas durante la guerra callejera, no dispararé contra los alemanes sino contra ellos. Es muchísimo mejor vivir en un campo de concentración alemán que bajo el poder soviético». Estuvieron interrogándole hasta pasada la medianoche del 25 de agosto, y de nuevo durante los dos días siguientes. Las acusaciones eran suficientemente graves como para que le fusilaran, por supuesto, y su detención fue confirmada oficialmente por dos pesos pesados del Departamento de Contrarrevolución del NKVD, Hozhemiakin, director del KRO n.º 1 de Leningrado, y Zanin, el director general del KRO.

Jarms afrontó a sus interrogadores con la brillante espiritualidad del surrealista nato. Se negó a contestar a cualquier pregunta sobre su supuesta «participación en crímenes contra el poder soviético». Cuando habló, su cháchara resultaba tan absurda y delirante que el subdirector de interrogatorios de Leningrado, Artyemov, consideró inútil hacer que constara por escrito. Tiró la toalla el 28 de agosto. «Durante el interrogatorio, Jarms manifestaba síntomas de un trastorno psicológico —escribía Artyemov—. En virtud de los Artículos 202 y 203 del Código Penal de la RSFR, debe ser enviado a la sección psiquiátrica del hospital penitenciario para una evaluación de su condición.» Jarms fue trasladado desde la Shpalernaya, la cárcel provisional adyacente a la Bolshói Dom, al pabellón psiquiátrico del hospital penitenciario de la Arsenalnaya.

El NKVD tenía muchas otras cosas que hacer. Recibió la orden de deportar de la región de Leningrado a los soviéticos de origen alemán y finlandés. Se incluyeron, por si acaso, otras 27 categorías —como, por ejemplo, los católicos, los anarquistas, los trotskistas, los zinovievistas, «los bandidos blancos, los kulaks, las personas que tuvieran contactos en el extranjero, los "diversionistas", los saboteadores, y los ladrones y prostitutas». Fueron deportados desde Leningrado hasta Kazajistán en ferrocarril, y cada tren iba escoltado por guardias del NKVD y del Ejército Rojo, como parte de un programa de deportaciones a gran escala de alemanes, polacos, finlandeses y bálticos procedentes de Ucrania y de la región de Stalingrado.[27]

 

A medida que se aproximaban los alemanes —sus aviones ametrallaban los trenes de cercanías que transportaban a la gente desde los suburbios a la ciudad—, el NKVD se dio cuenta de que sus confidentes cada vez eran menos fecundos, probablemente porque temían que hubiera un ajuste de cuentas si la ciudad caía en manos de los alemanes. «En muchas fábricas los comunistas no unifican ni lideran las masas de los que no pertenecen al partido —informaba el secretario del Partido encargado de supervisar el estado de ánimo político—, ni desautorizan a los desorganizadores, a los que difunden el pánico, y a los elementos antisoviéticos. […] Numerosos comunistas están demostrando ser unos cobardes y se dejan llevar por el pánico.» Mucha gente imaginaba que los alemanes iban a dar caza y a ejecutar a los miembros del Partido. El número de afiliaciones al Partido llegó a su mínimo histórico: ni una sola de las fábricas más grandes recibió más de tres candidaturas para afiliarse durante los primeros tres meses de la guerra.

 

«Querido Iván Ivánovich —le escribía Shostakóvich a Sollertinski el 29 de agosto—, Partimos hacia Alma-Atá dentro de un par de días. Todos estamos bien. Te echo muchísimo de menos. He terminado el primer movimiento de la sinfonía, el que te enseñé antes de tu partida.» Shostakóvich había cambiado de opinión. Iba a marcharse con los Estudios de cine Lenin. Se le estaba haciendo demasiado tarde.

Los alemanes tomaron el enlace ferroviario de Mga el 30 de agosto, y al día siguiente consolidaron su control sobre la ciudad con la reforzada 20.ª División Motorizada. Ya no había ninguna línea férrea para salir de Leningrado. «Su último convoy salió por la noche —escribía la poeta Vera Ínber en su diario—. Leningrado está rodeada y estamos atrapados en una ratonera.»

Todavía era posible salir de la ciudad por carretera, a través de Shlisselburg, la histórica ciudad-fortaleza situada a 32 kilómetros al este de Leningrado. Está ubicada en el promontorio del lago Ladoga donde se origina el río Nevá, y de ahí forma un gran meandro, pasa por Leningrado, hasta desembocar en el golfo de Finlandia. La 20.ª División Pánzer se estaba aproximando a esa localidad. Se había abierto paso al sur de Leningrado y avanzaba hacia el lago por la orilla oriental del río. La lucha era encarnizada. Willy Tiedemann, un veterano de Polonia y Francia, había iniciado la campaña con una compañía de infantería al completo, formada por 180 hombres. En el plazo de tres días estaban en Vilna, la antigua capital de Lituania. En el plazo de un mes, habían llegado hasta Smolensk. «Nos dijeron que éramos la unidad que más se había adentrado en Rusia», recordaba Tiedemann con orgullo. Entonces, el 19 de agosto, su división viró hacia el norte, rumbo a Leningrado. Las bajas aumentaron drásticamente.

La mañana del 1 de septiembre, a orillas del Nevá, su compañía sufrió once bajas. «Estamos en unas trincheras inundadas, y estamos constantemente bajo un intenso fuego de artillería y de los carros de combate. A última hora de hoy mi compañía ha perdido 26 hombres.» Una incursión de aviones Stuka contra las posiciones de la artillería rusa supuso cierto alivio para la compañía de Tiedemann, pero nunca habían visto nada como aquello. Sólo sobrevivían menos de cincuenta hombres, pero siguieron avanzando.

Ese mismo día se prohibió la venta libre y sin restricciones de alimentos en Leningrado. Rimma Neratova era una joven estudiante de medicina. Su padre, guiándose por su experiencia —había sobrevivido a «dos guerras, la revolución, la cárcel y las hambrunas»—, predijo que Leningrado iba a sufrir un nuevo bloqueo, igual que el que padeció brevemente a manos del general Iudenich y el Ejército Blanco durante el otoño de 1919, pero esta vez durante más tiempo. Advirtió a Rimma y a su hermana de que el transporte iba a quedar suspendido y de que no se iba a retirar la nieve de las calles. Durante el invierno, dijo, podía utilizarse un trineo para transportar la leña «o lo que queráis, valdrá su peso en oro». Las dos jóvenes fueron corriendo a los grandes almacenes Passazh y compraron dos trineos para niños. Su padre se aprovisionó de una gran cantidad de zumo de tomate. Ya empezaba a florecer el mercado negro.

Para entonces Shostakóvich estaba trabajando en el segundo movimiento de su Séptima Sinfonía. Era el más corto, duraba menos de quince minutos, y lo compuso a toda velocidad. Originalmente le puso el título de «Recuerdos», y lo describía como un scherzo y al mismo tiempo como un intermedio lírico. Empezaba suavemente, con un tema interpretado por las cuerdas, y con un solo de oboe que recogía una variación de la melodía, y que a su vez quedaba interrumpido por un tema más crudo que tocaban las maderas, y a continuación se incorporaban los metales y las cuerdas. Seguidamente venía otro ostinato, un motivo repetido, pero menos insistente que el tema de la invasión, al estilo del Bolero, del primer movimiento.

Su colega Valerián Bogdánov-Berezovski estaba ocupado con un tipo de música más humilde. Convocó una audición de melodías militares en el Sindicato de Compositores a fin de recopilar un cancionero para las tropas. Pretendía montar una pequeña orquesta y coro móviles para entretener a los soldados del frente y a los heridos en los hospitales.

El Grupo Operativo del Nevá (NOG) se formó a toda prisa el 2 de septiembre para contrarrestar la amenaza que se cernía sobre Shlisselburg. La denominación del grupo era grandilocuente pero la realidad era bien distinta. El Grupo estaba formado por la 115.ª División de Fusileros y la 1.ª División de Fusileros del NKVD, esta última formada por los guardias fronterizos del NKVD y la 4.ª Brigada de Infantería de Marina. Tenía tres unidades de fusileros anticarro, los Batallones Destructores 1.º, 4.º y 5.º, y el 107.º Batallón Autónomo Anticarro. El apoyo de artillería e ingenieros con que contaba era escaso. Muy pronto la mayoría de sus hombres moriría o resultaría herida.

El 3 de septiembre, mientras los alemanes lograban repeler con facilidad y en medio de un baño de sangre un contraataque del NOG en la otra orilla del Nevá, cerca de la localidad de Gorodok, con los efectivos de una división, Anastasia Vialtseva, una niña de seis años, veía cómo el NKVD detenía a su padre. La habían bautizado con el mismo nombre que su tía abuela, la «Cenicienta Rusa», una mezzosoprano de asombrosa belleza, muy querida por el público en el San Petersburgo anterior a 1914, que murió joven, y que cantaba canciones gitanas y operetas con un fraseado exquisito. «Registraron el apartamento, y también a mi madre, a mi padre, a mi abuelo y a mí», recordaba Anastasia. Piotr Vladímirovich Vialtsev era un instructor de educación física en el Departamento de Bomberos, en excelente forma, atleta y nadador, que en 1932 había sido campeón de boxeo de Leningrado en la categoría semiligero. Habría sido de un gran valor durante el asedio, como bombero o como soldado, pero se lo llevaron. «Nunca volví a verle —dice Anastasia—. Mi madre y mi abuelo nunca hablaban de la detención.» Le acusaron de difundir el pánico y de estar preparándose para cruzar la línea del frente y unirse al bando alemán.[28]

 

La artillería pesada llevaba varios días retumbando en la distancia. Era el 4 de septiembre, un día con mucha niebla. Los sonidos se oían amortiguados, pero a mediodía la zona sureste de la ciudad fue alcanzada por los cañones de 240 mm de la artillería alemana. El ataque afectó a unos depósitos de mercancías y a unas fábricas. La presencia de muertos en las calles no impidió que el NKVD detuviera al profesor A. F. Valter, un experto en aislamiento de alto voltaje y en materiales dieléctricos, y se lo llevara a la Bolshói Dom.

Parecía que se avecinaba el final de la partida. El 5 de septiembre, Hitler confirmó que quería evitar las bajas y los combates callejeros que se producirían a raíz de un ataque directo contra una ciudad que, a su juicio, ya estaba condenada. Ordenó que sitiaran la ciudad, en colaboración con los finlandeses. Después, una gran parte de las unidades móviles del Grupo de Ejército Norte, y la 1.ª Flota Aérea se transferirían al Grupo de Ejército Centro. El esfuerzo alemán, en lo referente a carros de combate y aviación, debía concentrarse en el avance hacia Moscú. Halder escribió en su diario: «Leningrado. Ya hemos alcanzado nuestro objetivo. A partir de ahora pasará a ser un teatro de operaciones secundario».

 

Los bombarderos en picado y a baja altura diezmaban las tropas del NKVD que defendían Shlisselburg. Los alemanes incendiaron los muelles del Nevá y los edificios de madera de la parte vieja de la ciudad. La infantería alemana entró al amanecer del 8 de septiembre por la orilla oriental del río. El NKVD se replegó a través de las calles en ruinas, hasta los muelles, donde algunos se apiñaron a bordo de las cañoneras y las lanchas para huir, cruzando el río hasta la orilla occidental. El ataque duró menos de una hora. Una pequeña guarnición soviética resistió en la antigua fortaleza de Oreshek, que antiguamente había sido una cárcel zarista donde fue ahorcado Aleksandr Uliánov, el hermano de Lenin. La isla en la que se halla emplazada la fortaleza está protegida por los dos anchos canales que se forman en el punto donde el Nevá sale del lago. Los alemanes la dejaron estar. Ya tenían un firme control sobre la ciudad y la orilla oriental del río.

En aquel momento Leningrado quedó completamente aislada por tierra del resto de Rusia. Los leningradeses empezaron a hablar nostálgicamente de su país con la expresión «tierra firme», como si la ciudad se hubiera convertido en una isla.

 

Todavía se podía llegar a Leningrado por el agua, y después en tren. El lago Ladoga es gigantesco, está salpicado por cientos de islas, y sus aguas pardo-amarillentas se extienden más de 220 kilómetros de norte a sur, con una anchura media de 80 kilómetros. Es el lago más grande de Europa, los cielos que tiene por encima reflejan su luminosidad y sus tormentas como las de un mar. El perímetro costero mide casi 1.600 kilómetros, una costa escarpada y rota por profundas ensenadas en el norte, y más baja hacia el sur, con playas de roca o de arena, y una gran cantidad de sauces y alisos deja paso a los bosques de pinos y las turberas hacia el interior. El Ejército Rojo se aferraba a dos estrechos sectores del lago. Uno de ellos era una franja de la costa suroccidental, que contaba con un ferrocarril ligero que iba desde Leningrado hasta la bahía de Osinovets. Los nuevos búnkeres alemanes de Shlisselburg estaban a 15 kilómetros hacia el sur. Hacia el norte, las líneas del Ejército finlandés estaban todavía más cerca, a tan sólo 11 kilómetros. La pequeña localidad de Osinovets, a orillas del lago, estaba en el extremo de la línea férrea de Irinovski. Era una reliquia de la época de los zares, una línea de vía estrecha para dar servicio a los pueblos de las afueras de Leningrado, a las dachas de vacaciones, y a los excursionistas que iban al lago.

Los finlandeses controlaban la costa septentrional del Ladoga, y la costa oriental hasta la línea del río Svir. El control del Svir cortaba la ruta fluvial directa hasta Moscú, que discurría por una red de canales y por el Volga. Los rusos todavía controlaban la costa oriental y meridional del Ladoga, desde el Svir hasta las posiciones alemanas. Los alemanes tenían en su poder Shlisselburg, la orilla izquierda del Nevá, y un corredor a lo largo de ella, de tan sólo 20 kilómetros de ancho en su punto más estrecho. Ese corredor —los alemanes lo llamaban el Flaschenhals, «el cuello de botella»— tenía una longitud de 30 kilómetros a lo largo de la orilla meridional del lago. Al otro lado, la orilla controlada por los rusos, estaba conectada por ferrocarril con la línea que iba de Múrmansk a Moscú. Allí podían cargarse los suministros en barcazas, y remolcarse a través del lago hasta Osinovets. Desde ahí los trenes podían llevar la carga hasta Leningrado a través de los 55 kilómetros de la línea férrea de vía estrecha.

No eran unas aguas tranquilas. Las fuertes tormentas provocaban olas cortas y escarpadas de hasta cinco metros. Todos los años naufragaba algún barco de los pueblos de pescadores a orillas del lago que salían a pescar salmón, lota, eperlano y lucioperca. Los suministros llegaban por ferrocarril hasta Gastinopolye, un puerto fluvial a orillas del río Vóljov, a 10 kilómetros al sur de la localidad del mismo nombre. Los envíos se descargaban de los trenes de mercancías y se cargaban en barcazas de río. Se arrastraron hasta el puerto 30 viejas barcazas que se guardaban en las aguas estancadas de Novaya Ladoga y se acondicionaron para el transporte de alimentos.

El 12 de septiembre, un remolcador que arrastraba dos barcazas con 800 toneladas de trigo realizó el trayecto hasta Osinovets sin contratiempos. Tres días después les siguieron otras cinco barcazas que transportaban 3.000 toneladas de trigo. Un piloto de reconocimiento alemán las avistó cuando las estaban descargando en Osinovets. Media hora después, aparecieron varios bombarderos Stuka que se lanzaron en picado y hundieron tres barcazas. La aviación alemana empezó a patrullar regularmente el lago. Los puertos de Osinovets y Novaya Ladoga fueron bombardeados desde el aire y con fuego de artillería. La travesía duraba dieciséis horas. Los remolcadores partían de noche, pero los alemanes los atacaban al amanecer, cuando estaban a mitad de camino. Tan sólo el 10% de los alimentos que se cargaron en Novaya Ladoga durante la segunda mitad de septiembre llegó a Osinovets. El resto, junto con las barcazas y las tripulaciones, acabó en el fondo del lago.

 

Por la tarde del 8 de septiembre, un día despejado y caluroso, se representó Die Fledermaus (El murciélago) en el Teatro de la Comedia Musical (apodado el Muzkom). Vera Ínber estaba entre el público. Durante el entreacto sonó la alarma, y un altavoz pidió a la gente que se mantuviera lo más cerca posible de los muros del teatro porque no había vigas que sujetaran el centro del auditorio. A lo lejos, Ínber podía oír el fuego de la artillería antiaérea. «Seguimos las instrucciones y permanecimos allí aproximadamente otros cuarenta minutos.» Se suprimieron las arias y los duetos secundarios.

Los bombarderos que participaron en aquel primer gran ataque contra la ciudad llegaron en dos oleadas, procedentes de los aeródromos alemanes en Estonia. Poco antes de las siete de la tarde sobrevolaron la ciudad 27 bombarderos Junkers, que arrojaron más de 6.000 bombas incendiarias. Provenían del sur, a una altura tan baja que los vigías instalados en los tejados de la ciudad podían distinguir sus esvásticas y el disco de sus hélices en movimiento, y volaron por en medio de la ciudad. El compositor Gavriil Popov había ido a hacerle una visita a Liubov Shaporina. Estaba tocando con gran virtuosismo un pasaje de Ravel en el piano de Shaporina, pero se detuvo y se precipitó a la ventana. Vieron cómo una gran nube engullía el humo blanco del fuego antiaéreo. Otras nubes se unieron a ella, hasta ocupar todo el cielo, primero teñidas de ámbar y después de bronce por el sol crepuscular, un «inmenso espectáculo de una asombrosa belleza».

 

Unas horas antes la BBC había emitido un programa radiofónico titulado Aquí Londres: viva Leningrado. Los bombarderos alemanes habían intentado doblegar a la población de la gran ciudad a orillas del Támesis durante muchos meses antes de intentarlo con la ciudad del Nevá. El programa era un recordatorio de que los alemanes habían fracasado: por supuesto, no se mencionaba que el petróleo suministrado por los soviéticos había contribuido a alimentar los motores de la Luftwaffe en sus vuelos a Londres.

El principal objetivo de aquel bombardeo fueron los almacenes de alimentos. Los almacenes Badaev se habían construido en madera en la época zarista, en un solar de una hectárea y media al suroeste de la ciudad. Los edificios estaban apiñados, entre ellos había un espacio de apenas ocho metros. El grueso de los granos, la carne, las grasas, la mantequilla, el azúcar y los productos de confitería se almacenaba allí. A nadie se le había ocurrido dispersar los alimentos.

Nina Abkina era ingeniera en una fábrica de grasa y margarina. Estaba situada al lado de los almacenes Badaev, y se vio afectada por las bombas incendiarias de uno de los extremos del bombardeo. «Por inexperiencia —contaba Abkina—, nos abalanzamos a apagar las bombas que podíamos ver, las que habían caído sobre el tejado de madera.» Algunas bombas penetraron hasta los almacenes de la planta baja. Los enormes depósitos de linaza y de semillas de girasol contenían un 70% de grasa y tan sólo un 2% de humedad. También había 2.000 toneladas de cocos, todavía en fardos, que se habían comprado a los estadounidenses en Filipinas, y se habían enviado vía Vladivostok para procesarlas como copra. Eran igual de inflamables que las semillas secas y oleosas. Nadie detectó las bombas incendiarias que cayeron en los fardos. Cuando todo aquello empezó a arder, recordaba Abkina, provocó un incendio tal que las llamas se podían ver desde la isla Krestovski, al otro lado de la ciudad.

Los dos almacenes que contenían los cocos se convirtieron en un infierno al cabo de pocos minutos. Entre ellos había un edificio con 800 toneladas de tortas de prensa.[29] Abkina se reunió con el director de la fábrica, Vasili Trofimovski, para mojar aquel almacén con las mangueras. El calor era tan intenso que Abkina tuvo que rociar de agua a Trofimovski porque su chaqueta empezaba a echar humo, pero consiguieron salvar las tortas de prensa, y entregaron la mayoría de ellas a la panadería que había al otro lado de la verja de la fábrica. Ellos se quedaron con unas cuantas. «Indudablemente, eso nos salvó de morir de hambre —decía Abkina—. Molíamos las tortas de prensa y eso fue nuestra principal fuente de alimento. Las calentábamos, y gracias a eso conseguimos sobrevivir… Por eso, en nuestro lugar de trabajo no hubo nadie que se muriera de hambre.»

 

Ellos fueron los más afortunados. El humo que dejaron tras de sí los bombarderos resultaba extraño y aterrador. Muchos lo veían como la pira funeraria de la ciudad. Fue haciéndose cada vez más denso, alimentado por las grasas y la madera, a medida que devoraba 3.000 toneladas de harina y más de 2.000 de azúcar. En la base de la columna de humo se veía un pálido resplandor que, al caer la noche, a Olga Bergholz le recordaba un eclipse rojo de sol.

Aquella tarde, unas horas después, llegó una segunda oleada de bombarderos. Iban cargados con bombas de 225 y 454 kilos de explosivo de gran potencia, que causaron enormes destrozos en los barrios residenciales y dañaron gravemente la principal estación de bombeo de la depuradora. Los leningradeses se iniciaban así en la táctica de bombardeos para sembrar el terror con que ya estaban familiarizados los londinenses. El general Nikolái Voronov comparaba la situación con lo que había visto en Madrid. Voronov se convirtió en el oficial jefe de Artillería del Ejército Rojo, y posteriormente su retrato aparecería después del de Shostakóvich en la cubierta de la revista Time. Había sobrevivido al asedio de la Ciudad Universitaria de Madrid bajo el fuego de artillería y los bombardeos de las fuerzas de Franco durante la guerra civil. Voronov subió a la cúpula de la catedral de San Isaac y observó los cañones antiaéreos y los puestos de vigilancia contra incendios sobre las azoteas, mientras los buques de guerra amarrados a orillas del Nevá contribuían al estruendo con el ensordecedor fuego de sus cañones. Hacia el sur y el suroeste, Voronov podía ver las líneas rusas, y los fogonazos de los disparos contra la ciudad de las piezas de artillería pesada que los alemanes habían destinado al asedio. «Una y otra vez, mis pensamientos volvían a Madrid, y a lo mucho que había soportado la ciudad. Allí también el enemigo se acercaba cada vez más por todos lados.» Sin embargo, el tamaño era distinto. «Aquí todo se repetía a una escala aún mayor —la propia ciudad, la intensidad de la batalla, la magnitud de las fuerzas. Aquí, todo era infinitamente más complicado.»

Lidia Ojapina vivía en la avenida de Vóljov, cerca de la línea del frente. Salió corriendo con sus hijos hacia el refugio antiaéreo cuando sonó la sirena, pero el bombardeo la sorprendió al descubierto. Una mujer se la llevó a su apartamento. «Todo el aire, todo lo que nos rodeaba estaba lleno de sonidos de crujidos y torbellinos —recordaba—. Nuestro edificio tembló de arriba abajo. Parecía que el suelo sufría convulsiones, como en un terremoto. Mis dientes castañeteaban de miedo, me temblaban las rodillas. Me refugié en un rincón, abrazando a mis hijos contra mi cuerpo… Estábamos todos allí de pie, como prisioneros condenados a muerte.»

A la mañana siguiente descubrió que le habían salido canas. Habían demolido algunos edificios cercanos durante la noche. Las vigas «sobresalían como enormes cruces colocadas sobre la gente que había quedado sepultada allí». Encontró una habitación en la isla Vasilievski, de tan sólo ocho metros cuadrados, pero a ella le parecía un lugar más seguro. No lo era. Los bombarderos llegaron unos días después que ella. Tolia, el hijo pequeño de Ojapina, tenía impétigo. El farmacéutico le había recomendado que bañara al niño en agua muy caliente, lo más que fuera capaz de soportar, y que después le diera una friega con azul de metileno. «Estaba de pie, desnudo en un barreño redondo, y yo le lavaba con un agua tan caliente que apenas podía meter mis manos en ella», contaba.

 

El niño estaba llorando a gritos. De repente hubo una alarma de bombardeo. Justo en aquel momento me pareció que una llamarada entraba volando por la ventana. La vieja alfombra que hacía de cortina cayó al suelo. La ventana se hizo añicos. En la calle se oían explosiones ensordecedoras. Agarré primero al pequeño Tolia tal y como estaba, desnudo y mojado, y casi le lancé por los aires al suelo del pasillo. Después fui por mi hija. La estreché contra mí en un rincón del pasillo. «¡Monstruos! ¡Cerdos!», decía maldiciendo a los alemanes.

 

A la mañana siguiente Ojapina salió a por su ración de pan. La mitad del edificio de enfrente había desaparecido. Podía ver el papel pintado, de color rosa, azul, verde, o bien con dibujos de flores o a rayas, de las medias habitaciones que todavía se mantenían en pie. «Y lo que me pareció verdaderamente extraño —añadía—, era que en un cuadrado de una pared había un reloj colgando, y todavía funcionaba.»

 

Los bombarderos volvieron al día siguiente. En el Teatro de la Comedia Musical autorizaron al público a guardar consigo sus abrigos durante la representación. Los teatros de Leningrado eran muy exigentes en materia de etiqueta: todo el mundo dejaba el abrigo y el sombrero en el guardarropa, pero el Muzkom no tenía refugio antiaéreo. Cuando sonó la sirena, evacuaron al público con la mayor rapidez posible hasta el refugio de la Sala Filarmónica. Algunas bombas cayeron en el zoológico. Betty, una elefanta muy querida, resultó mortalmente herida, y sus aullidos de dolor se dispersaban por el aire nocturno, desgarrando de pena y alarma el corazón de quienes podían oírlos. Las martas cibelinas, enloquecidas de miedo, huyeron por las calles. En el Instituto Pávlov, los perros destinados a la investigación «gemían como almas en pena». Las orondas siluetas de 300 globos de barrera flotaban en el aire sujetas por sus amarras, mientras que los puestos de más de 3.000 vigías contra incendios salpicaban las azoteas. Shostakóvich estuvo de guardia en el Puesto n.º 5, en la azotea del Conservatorio. El Conservatorio no fue alcanzado por las bombas, pero los vigías del Hermitage y del Palacio de Invierno oyeron cómo la metralla «caía como la lluvia» sobre los adoquines de la plaza del Palacio, al tiempo que el estruendo de 600 cañones antiaéreos contribuía a la cacofonía de los motores de los aviones, las bombas y las sirenas.

Radio Leningrado empezó a transmitir el sonido de un metrónomo en los huecos entre programas, para mostrar que el corazón de la ciudad seguía latiendo. Lo controlaba el mando antiaéreo de la ciudad, desde su cuartel general de la plaza Lomonosov. El ritmo se aceleraba cuando una incursión aérea era inminente o se estaba produciendo. La emisora de radio podía captarse hasta en Moscú.

Las fotografías aéreas que llevaban encima los soldados alemanes que cayeron prisioneros estaban divididas en cuadrantes. Los hitos arquitectónicos estaban numerados —el Hermitage era el número 9— y una serie de flechas proporcionaban las distancias en kilómetros y metros hasta otros objetivos. Una arquitecta, Natasha Ustvolskaya, creó un pequeño grupo de camuflaje, que incluía a cuatro escaladores, para llevar a cabo sus diseños a fin de ocultar o modificar los rasgos característicos de las agujas, las cúpulas y los palacios. Tres de los escaladores eran mujeres. Olga Firsova era la directora del coro infantil del Palacio de Cultura Kírov, y licenciada por el Conservatorio. Firsova reclutó a dos chicas que también eran experimentadas escaladoras: Aleksandra Prigozheva, que era la gerente de un club deportivo, y Aloize Zemba, una joven técnico de iluminación de los estudios Lenfilm. Mijaíl Bobrov era el más joven, un escalador de diecisiete años, que también era el campeón nacional juvenil de descenso de esquí. Otros dos escaladores-músicos, los violonchelistas M. I. Shestakon y Andréi Safónov, ayudaban al equipo. Pintaron las agujas doradas del edificio del Almirantazgo de un color gris mate como el de los barcos de guerra, y modificaron la forma de las grandes catedrales por el procedimiento de taparlas con arpillera negra. Aquel trabajo se prolongó durante meses.

Se estaba embalando el cargamento de un tercer tren de tesoros de los museos cuando los alemanes cortaron la conexión ferroviaria. Las cajas se trasladaron a los sótanos del Hermitage. Se excavaron zanjas bajo los tilos del Jardín de Verano. Allí se enterraron las esculturas de mármol de las deidades griegas, del siglo XVIII, que habían dado un toque tan elegante a los paseos vespertinos. Se retiraron de sus pedestales los cuatro jinetes de bronce que estaban en el puente Anichkov, y se enterraron en los jardines del Palacio de los Jóvenes Pioneros.

No resultó tan fácil proteger la magnífica estatua de Pedro el Grande, obra de Falconet, que llevaba montado en su caballo erguido sobre dos patas en la Plaza del Senado desde que Catalina la Grande lo puso allí, sobre su inmenso pedestal de piedra en 1782. Se decía que la propia «Piedra del Trueno» era el mayor bloque jamás trasladado por el hombre —pesaba 1.250 toneladas, y fue arrastrada por un equipo de 400 hombres mediante cabrestantes sobre una pista de bolas de bronce, como bolas de rodamiento, a lo largo de siete kilómetros de tierra helada hasta el golfo de Finlandia. A continuación transportaron el gran bloque de piedra por mar.

La leyenda, así como las dificultades prácticas, desaconsejaban ocultar la estatua. Puede que la ciudad se llamara Leningrado, pero para su población seguía siendo, instintivamente, «Píter», la ciudad de Pedro, y aquella estatua era su símbolo. Pushkin la había inmortalizado hacía un siglo en su largo poema narrativo titulado El jinete de bronce. Se creía que la ciudad nunca sería conquistada mientras su jinete permaneciera en su puesto, custodiándola desde su imponente peana. La estatua permaneció en su lugar, bien protegida con gran cantidad de sacos terreros, y se colocó un marco de camuflaje de madera para disimular su contorno y confundir a los artilleros de los aviones alemanes.

Los bombardeos regresaron, una y otra vez. Reventaron la enorme fábrica de productos lácteos Estrella Roja, y destruyeron toneladas de mantequilla. Los astilleros Zhdánov resultaron gravemente dañados. Un avión pasó volando a baja altura por encima de la fábrica de acero e ingeniería Kírov. Se vio caer un paracaídas del avión. Un vigía contra incendios informó de que estaban aterrizando paracaidistas nazis. Cuando el hombre se dirigía corriendo hacia el paracaídas, una fortísima explosión le tiró al suelo. No era un paracaidista sino una bomba de una tonelada y efecto retardado. Hubo 700 víctimas, entre muertos y heridos. La calle donde vivía Shaporina quedó totalmente cubierta de pertenencias personales procedentes de los edificios afectados por la bomba. A uno de ellos le había arrancado una esquina, y Shaporina vio la pantalla de una lámpara de color naranja colgada del techo y bamboleándose con el viento, y una percha de la que pendían un abrigo de hombre y otro de mujer en la única pared que quedó en pie. Una casa de la calle Bolshaya Pushkarskaya empezó a arder por el impacto de una bomba incendiaria. El resplandor del incendio iluminó el apartamento de Shostakóvich durante toda la noche.

Los refugiados que habían llegado huyendo de los alemanes y los finlandeses fueron alojados en vagones de carga. Se instalaron hospitales provisionales para los soldados heridos en los edificios de las universidades, en el Palacio del Trabajo, en el Instituto Herzen y en algunos de los hoteles más grandes.

Se dividió la ciudad en seis distritos militares. Las principales avenidas se sellaron con barricadas de dos metros de altura y cuatro de grosor, hechas de adoquines, maderos y carriles de tren. Se instalaron bloques de cemento triangulares en las carreteras de entrada que supuestamente iban a utilizar los blindados alemanes. Se establecieron puestos de ametralladoras en las plantas bajas de los edificios que hacían esquina. Por las alcantarillas discurrían rutas subterráneas para los hombres y los suministros. Cada noche, en casi todas las azoteas había vigías contra incendios, equipados con cubos de arena y pinzas de metal para arrojar las bombas incendiarias a la calle o al patio de las casas, y entre esos vigías estaba Shostakóvich.

Dmitri Pávlov, un experto en distribución de alimentos del Comisariado de Alimentos, había llegado a la ciudad el 8 de septiembre en avión, en un Li-2, una especie de Douglas DC-3 de fabricación soviética. Tenía poderes para hacerse cargo de todo lo relacionado con los alimentos. Encontró granos y ganado vivo, y carne suficiente para 33 días, cereales para 30 días, grasas para 46, y azúcar y productos de confitería para dos meses. Estableció el sistema de racionamiento en cinco categorías. Los mejor alimentados tenían que ser los soldados y los trabajadores de los sectores prioritarios, después los trabajadores manuales, y por último los oficinistas, las personas dependientes y los niños.

La ración diaria de pan se fijó en 500 gramos para los trabajadores. Los empleados de oficinas y los niños de hasta doce años recibían 300 gramos. Las personas dependientes tenían derecho a 250 gramos. Esta última era una categoría muy amplia que englobaba a los jubilados, a las amas de casa, a los discapacitados, a los enfermos y a los escolares mayores de doce años.

A los trabajadores también se les asignaba la parte del león de las raciones mensuales. Cada uno de ellos recibía 1.500 gramos de productos a base de cereales, macarrones y productos cárnicos, 800 gramos de productos a base de pescado, 950 gramos de grasa, y 1.500 gramos de azúcar. Los dependientes tenían que vivir con mucho menos que eso, 400 gramos de productos cárnicos y de pescado, y 300 gramos de grasas.

No eran unas raciones escasas sino generosas. En 1940, el consumo medio diario de pan era de 531 gramos, tan sólo una pizca más que la ración de un trabajador. Sus raciones mensuales de cereales estaban por encima de la tasa de 1940, y muy poco por debajo en mantequilla y grasas. Tan sólo en azúcar y dulces las raciones eran claramente insuficientes.

La ciudad estuvo bien abastecida por Pávlov, un hombre enérgico y decidido, que no perdía el tiempo con la propaganda. Enseguida se dio cuenta de que no había la mínima esperanza de conseguir suministros de alimentos frescos a través de las líneas de asedio. El grano que había llegado desde Estonia y Letonia se había agotado. Las huertas familiares y las granjas que había alrededor de la ciudad, y que cultivaban sus verduras y sus patatas, también habían caído en manos de los alemanes. La única ruta que quedaba era a través del lago Ladoga, y no había suficientes barcos, camiones, almacenes y muelles para manejar la enorme cantidad de cargamentos que se necesitaban. Organizarlos iba a llevar su tiempo. Mientras tanto, era preciso aplicar medidas brutales para mantener con vida Leningrado. Las raciones que Pávlov había impuesto en un primer momento eran ilusorias, y resultaba imposible cumplir con ellas.

Leningrado estaba en estado de negación. Todavía se vendía pan blanco. El joven periodista Vsevolod Kochetov podía comprar artículos de lujo, como carne de cangrejo y caviar de máxima calidad sin cupones de racionamiento en la bien abastecida cafetería del Leningradskaya Pravda. Se aprovisionó con una caja de botellas de champán en un economato para militares. «Es muy alimenticio —le dijo la dependienta—. Tiene muchas vitaminas.» La bailarina Olga Iordan conseguía comprar caviar fresco, auténtico café y jugo de moras.

La burocracia era un campo minado. En el aprovisionamiento de alimentos intervenían diez organismos distintos. Cada uno de ellos respondía ante un jefe diferente en Moscú. Los restaurantes comerciales siguieron funcionando perfectamente, igual que en Moscú. Pávlov averiguó que los restaurantes estaban dilapidando un 10% de toda la carne disponible, y casi la misma cantidad de azúcar y mantequilla. Las grasas animales se almacenaban en depósitos militares, las grasas vegetales en almacenes comerciales. El ganado se sacrificaba sin ningún tipo de planificación. La Administración del Azúcar de Moscú seguía enviando la orden a su personal de Leningrado para que enviara vagones de azúcar a Vólogda, por una línea férrea que los alemanes habían cortado hacía varias semanas.

Las unidades alemanas de vanguardia ya podían ver claramente la ciudad ante sí. La 1.ª División Pánzer logró traspasar las defensas de los altos de Dudergof, que se elevan hasta los 150 metros a diez kilómetros al suroeste de Leningrado. Irrumpieron en los suburbios, en Slutsk y en Pushkin. Una vez allí, deambularon por los palacios de Alejandro y Catalina, entre sus columnatas de color azul, blanco y oro, y entre los árboles, praderas y esculturas de sus frondosos parques. Daniel Granin, uno de los rusos que había tenido que salir huyendo de aquellas colinas por los intensos bombardeos, pensó que Leningrado estaba perdida. «Los demás soldados de mi unidad se desperdigaron y me quedé solo. De modo que me subí a un tranvía que me llevó a casa, con mi ametralladora y mis granadas de mano. No me cabía duda de que los alemanes iban a estar en Leningrado en el plazo de unas horas.»

Hans Mauermann, un observador de artillería alemán, pensaba lo mismo. «Nuestra compañía paró un tranvía que había salido de Leningrado, y ordenamos a los pasajeros que se apearan. Consideramos la posibilidad de quedarnos con el conductor, para que pudiera llevarnos al centro de Leningrado al día siguiente.» Los soldados de la 58.ª División de Infantería llegaron hasta Uritsk. Wilhelm Lubbeck pensó que no era más que otra aldea rusa de casas de madera. «Entonces nos dimos cuenta de dónde estábamos. Podíamos ver los edificios más altos y las chimeneas del centro de Leningrado, a una distancia de doce o trece kilómetros.» La compañía de Lubbeck también apresó uno de los tranvías de color rojo de Leningrado. No sentían «ninguna euforia» —habían sufrido demasiadas bajas como para estar alegres— pero estaban seguros de que la guerra estaba prácticamente ganada.

El Observatorio de Pulkovo, situado en las colinas que dominan el principal aeropuerto de la ciudad, quedó destruido a medida que la línea del frente fue acercándose a él. Su director, el profesor Kiril Ogoródnikov, murió con el fusil en la mano, mientras los rusos resistían en los jardines del Observatorio. Su destrucción supuso una gran pérdida, ya que había sido la creación del astrónomo ruso-alemán Friedrich Georg Wilhelm von Struve. Los edificios en ruinas, su biblioteca en llamas, y los árboles de sus jardines, reventados por el fuego de artillería, eran una agresión contra la Europa del conocimiento. Lo que los nazis arrasaron en aquel momento ya había sido herido mortalmente por Stalin. Borís Gerasimovich, predecesor de Ogoródnikov como director, había sido fusilado en 1937, junto con otros astrónomos de renombre. Habían sobrevivido algunos miembros del personal actual. Estaban en el lejano Kazajistán, en una expedición para estudiar un eclipse total de sol que se produjo el 21 de septiembre.

El teniente J. Jewtuchewitsch, del 64.º Batallón de Ingenieros del Ejército ruso, se había despedido de su madre en su apartamento de Leningrado para marcharse a la guerra dos meses atrás. «Se sienta a mi lado, mi anciana madre —escribía el teniente en su diario—, guardándose para sí su preocupación, y casi sin poder contener las lágrimas. Me hizo la señal de la cruz.» Jewtuchewitsch llevaba varias semanas retrocediendo, ante el hostigamiento de los carros de combate y la aviación alemanes, y tenía la sensación de que la cosa estaba a punto de terminarse para él. «Marchamos de un lugar a otro todo el tiempo. […] La gente no tiene más que sus fusiles y unas pocas y patéticas ametralladoras. ¡No hay médicos! ¿Qué se supone que es esto? ¡Tampoco nos han dado granadas de mano! A decir verdad, esto no es una unidad militar. Es carne de cañón.» Unas horas más tarde, escribía: «Hemos acabado en la retaguardia del enemigo, y nos están dando caza por los bosques como a animales, y estamos intentando cruzar la carretera, ocupada por los alemanes, para poder huir y unirnos al resto de nuestras fuerzas».

Aquella noche Jewtuchewitsch hizo su última anotación en su diario. «Tiroteos y pánzers por todas partes. ¿Qué va a pasar? ¿Podré volver a escribir en este cuaderno mañana? De lo contrario, que la persona que encuentre este diario se lo entregue con un beso cariñoso y mi última palabra, "¡Mamá!", en Leningrado, avenida 25 de octubre, casa 114, apartamento 7, a Jewtuchewitsch, Anna Nikoláyevna…» Fue un alemán quien lo encontró.

A medida que la ciudad iba deslizándose hacia el abismo, y las defensas de Voroshílov iban desmoronándose, Stalin le relevó y nombró a un nuevo comandante militar. Georgi Zhúkov, un joven general, enérgico e implacable, que había derrotado a los japoneses en Jaljin Gol, en la frontera con Mongolia en 1939, fue convocado en el Kremlin. Estuvieron hablando sobre Leningrado. «¿Es un caso desesperado?», le preguntó Stalin. Zhúkov dijo que todavía podía salvarse. Quería ir allí de inmediato. Stalin tenía miedo de que derribaran su avión si el general volaba sin una escolta de aviones de combate. La aviación alemana, dijo, era dueña de los cielos sobre el lago Ladoga. La previsión meteorológica hablaba de frío, niebla y mala visibilidad, lo que brindaba cierta protección. Zhúkov podía ir. Stalin garabateó una nota donde ordenaba el regreso de Voroshílov a Moscú y nombraba a Zhúkov en su lugar.

El avión que transportaba a Zhúkov y a otros tres generales que éste había escogido a toda prisa como ayudantes, despegó del Aeropuerto Central de Moscú el 13 de septiembre por la mañana, al amparo del mal tiempo. De repente, el cielo se despejó cuando sobrevolaban el lago Ladoga. Dos cazas Messerschmitt divisaron el avión. Zhúkov tuvo suerte de escapar, gracias a que su piloto realizó arriesgadas maniobras evasivas a pocos metros por encima del agua. Zhúkov aterrizó en un aeródromo militar, y de ahí le llevaron al Smolny, que había sido un elegante colegio para las hijas de la aristocracia, de color blanco y amarillo, cuyas líneas clásicas se veían realzadas por los tonos barrocos blancos y azules de la antigua catedral, y que ahora era el cuartel general del Frente de Leningrado, y también del Partido. Los guardias de la entrada no parecían muy convencidos de la identificación de Zhúkov, quien estuvo esperando con impaciencia hasta que por fin el oficial de guardia le dejó pasar. Se reunió con Zhdánov y Voroshílov en una sala de juntas. Le entregó la nota de Stalin a Voroshílov, quien la leyó y después se la pasó a Zhdánov sin decir una palabra.

Ahora Zhúkov era el comandante del frente. Su primera orden puso de manifiesto la agresividad que iba a imprimir a su desesperada misión. Descubrió que Voroshílov había conseguido autorización de Stalin para hundir los buques de guerra de la Flota de la Bandera Roja del Báltico, que permanecían inactivos en los fondeaderos de los alrededores de la isla de Kronstadt. Se habían instalado explosivos a bordo de los barcos como preparativo para su hundimiento. «Prohíbo que se vuelen los buques de guerra —le dijo Zhúkov al comandante de la flota—. Ordeno que se retiren las minas de los barcos para que no sea posible volarlos. Acérquenlos a la ciudad para que puedan disparar con toda su artillería.» Zhúkov quería que se utilizara la formidable potencia de fuego de sus barcos para desbaratar las ofensivas de los alemanes. «¡Tenían cañones de dieciséis pulgadas! ¿Se dan cuenta de la fuerza que suponía aquello?»

 

En una advertencia que se leyó en voz alta a todas las unidades bajo su mando, en su Orden n.º 0064, Zhúkov afirmaba que quienquiera que abandonara su puesto sin un permiso por escrito sería fusilado de inmediato. En el frente, el general descubrió que la disciplina en el seno del 8.º Ejército estaba a punto de hundirse, con unos oficiales borrachos y unas tropas que salían huyendo al primer tiro. El comandante del 42.º Ejército, el general I. I. Ivanov, estaba en estado de shock, con las manos en la cabeza, y era incapaz de indicar siquiera la ubicación de sus tropas. Zhúkov relevó a los comandantes de ambas unidades.

El 12 de septiembre por la noche una pequeña patrulla de reconocimiento cruzó el río cerca de la localidad de Nevskaya Dubrovka hasta la orilla oriental del Nevá, en manos de los alemanes. Observaron las posiciones de la 20.ª División Motorizada alemana alrededor de la Estación Eléctrica n.º 8 y regresaron sin bajas a la orilla derecha. Zhúkov quería romper la tenaza alemana obligándoles a abandonar la orilla oriental del Nevá y la costa meridional del lago Ladoga. Los rusos seguían teniendo en su poder la orilla occidental, o derecha, del río. El río es ancho, la corriente es rápida y las orillas son escarpadas, salvo en las proximidades del pueblo. Allí, en la otra orilla tomada por los alemanes, la pendiente es mucho más suave. Una línea de ferrocarril ligero llegaba hasta allí. Se había construido para transportar turba como combustible para las centrales termoeléctricas. Una buena carretera discurría paralela al río, pasando por la central eléctrica, y llegaba hasta Shlisselburg. El terreno situado entre la carretera y el río se había despejado de árboles, ya que más allá el bosque se extendía interminablemente hacia el este. La patrulla descubrió que los alrededores estaban escasamente defendidos.

 

El 13 de septiembre el Izvestia publicó una entrevista con Shostakóvich. Decía que había terminado el primer movimiento de una nueva sinfonía, y que había empezado a componer el segundo. «Quiere que todo el mundo sepa que en Leningrado la vida normal sigue adelante para los científicos, los escritores, los artistas, los compositores, los actores.» Era una patraña, por supuesto, pero su optimismo resultaba oportuno. «Shostakóvich está seguro de que el enemigo no ha entrado en Leningrado, y que nunca lo hará.»

El teatro Muzkom, desafiante, acogió el estreno de Maritsa, una opereta de 1924 de Imre Kalman. Después programó una representación de otra obra de Kalman, Silva, que era como los rusos llamaban a su Princesa gitana, todo elegancia vienesa, trajes de noche y romanticismo gitano. El conjunto de Coros y Danzas del Ejército Rojo, bajo el mando político del Frente de Leningrado, actuaba para los hombres del 42.º Ejército, desangrado por las bajas. «Sólo allí comprendimos lo que es realmente la guerra —escribió en su diario el director del conjunto, A. Anisimov—. Nuestras canciones se veían interrumpidas por unos sonidos que no tienen nada en común con la música.»

El primer concierto del asedio se celebró en la Sala Filarmónica el 14 de septiembre. «El compositor Shostakóvich, el escritor E. Schwartz, artistas del Teatro Kírov, como O. Iordan, V. Legkov, S. Koren, V. Kastorski y otros, actuaron con gran éxito artístico», informaba el Leningradskaya Pravda. «La sala estaba abarrotada.» Fue un concierto asombroso y muy emotivo. Mientras Shostakóvich caminaba por la avenida Nevski hacia la Sala Filarmónica, se estaba produciendo un bombardeo. La sirena que indicaba el final de la alarma aérea sonó cuando Shostakóvich llegó al auditorio. «La gente se me acercaba y me hacía la misma pregunta: "¿Te sobra alguna entrada?" —recordaba el compositor—. Aquella gente estaba agotada tras muchas noches sin dormir, pero ansiaba disfrutar de un descanso moral y estético.» La dulzura de la música y la elegancia de la danza aliviaban los estragos de la guerra que se vivía al otro lado de los muros del auditorio. «Nunca había sentido en toda mi vida un vínculo tan estrecho con el público como en aquella ocasión —escribía Iordan—. Yo bailaba y bailaba, y quería bajar y dar vueltas entre el público.» Shostakóvich también sintió lo mismo: «Me sentí abrumado al tocar en aquella extraña atmósfera. […] Los que estaban congregados en el auditorio habían arriesgado sus vidas para estar allí, y demostrar que es imposible matar la belleza del arte».

El concierto tuvo cierto sabor al viejo terror. Yevgeni Schwartz era un buen narrador de anécdotas, una persona ocurrente, un artista de la improvisación muy apreciado, un hombre brillante y original que había sobrevivido a las purgas escribiendo cuentos para niños y obras para el teatro de marionetas. Era el compañero del alma de Daniil Jarms.

El profesor N. I. Ozeretski, psiquiatra jefe de la prisión de Arselnaya, acababa de emitir su dictamen médico sobre la imputación del NKVD contra Jarms. Éste había conseguido convencer al profesor de que estaba loco al mentir sin ningún motivo. Insistía en que su padre era un arqueólogo, y que había estudiado matemáticas en la universidad. Ninguna de las dos cosas era cierta, y el profesor lo sabía muy bien. El padre de Jarms, Iván Yuvachev, había sido un famoso miembro de La Voluntad del Pueblo, un grupo revolucionario que había asesinado al zar Alejandro II, y había cumplido una pena de cuatro años de cárcel en la fortaleza de Shlisselburg y de ocho años de trabajos forzados en la isla de Sajalín, donde había trabado amistad con Chéjov. Su hijo no era matemático: había estudiado en el Instituto Electrotécnico de Leningrado. El profesor llegó a la conclusión de que Jarms era esquizofrénico, pero no le pusieron en libertad. Se olvidaron de él, y Jarms acabó pudriéndose en el Arsenalnaya, donde empezó a morirse de hambre.

La guerra estaba cada vez más cerca de los músicos. «Un bombardeo destrozó nuestro apartamento —escribía en su diario Zoya Lodsi, catedrática del Conservatorio—. Nos hemos mudado al Conservatorio. Vivimos en un rincón de un aula. Tan sólo nuestro trabajo cotidiano nos salva de las dificultades de la vida.» Un nutrido grupo de docentes se mudaron al Conservatorio al mismo tiempo que ella. El compositor L. Portov se topó con una «visión muy horrible» en la esquina de las calles Zhukovski y Maykovski. Una bomba de media tonelada había destruido totalmente un edificio, y en el edificio de al lado se habían desmoronado cinco plantas. S. Bershadski, compositor y amigo de Portov, vivía en una de las casas en ruinas. «Tuvo la gran suerte de que no había ido a dormir a su apartamento. Pero todo lo que tenía había quedado destruido, incluyendo su violonchelo Amati, su archivo y su biblioteca de partituras.» El violonchelo había sobrevivido doscientos cincuenta años.

 

Shaporina estaba muy afectada. «Todos estamos en el corredor de la muerte, sólo que no sabemos quién va a ser el siguiente. En teoría, todos llevamos veintitrés años condenados a muerte, pero ahora hemos llegado al gran final de esta época. Un final ignominioso.» Los veintitrés años se referían al tiempo que llevaba Stalin en el poder. Los alemanes habían lanzado octavillas amenazando con «hacernos picadillo». A Shaporina le parecieron cómicas. ¿Acaso no llevaba Stalin haciéndoles picadillo a ellos —«a la gente corriente, una quantité négligeable»— todos esos años? «Stalin detesta Leningrado —añadía—. Aquí nadie le conoce ni le ha vuelto a ver desde la Revolución.»

 

Absorto en su sinfonía, Shostakóvich incluso se llevaba la partitura al tejado del Conservatorio durante su turno de guardia contra incendios, o eso contaban. En realidad, allí corría relativamente poco peligro: «Se suponía que yo tenía que estar de guardia todos los días en el Puesto 5, y decían que me había convertido en un buen bombero —decía Shostakóvich—, aunque en mi zona no cayó ninguna bomba, y no tuve ocasión de ponerme a prueba». Aron Ostrovski, un alto funcionario del Conservatorio, posteriormente le confesó a Shostakóvich que los jefes se aseguraron de que nunca le enviaran a la azotea durante los bombardeos o los ataques con fuego de artillería más intensos. No obstante, Shostakóvich demostró tener mucha sangre fría cuando la ciudad estuvo bajo el fuego.

«Una vez sonaron las sirenas mientras Shostakóvich estaba tocando el piano a cuatro manos con Kamenski —contaba Shelest recordando una interpretación improvisada—. Terminaron la pieza y pidieron al público que bajara al refugio. Pero algunos de nosotros, Shostakóvich, Kamenski, mi madre, [el bailarín Yuri] Gofman y yo nos juntamos en el salón azul y nos quedamos allí hasta que concluyó el bombardeo.»

La mezzosoprano Nadezhda Velter vivía en la calle Gorohovaya. Se encontró con Shostakóvich y las bailarinas Iordan y Vaganova cruzando a toda prisa la plaza del Palacio (Dvortsovaya) en el momento que sonaba la alarma. La casa de Velter estaba cerca de allí y fueron a su refugio. Después, todos subieron a su apartamento y tomaron el té con unos diminutos trozos de pan untados con mostaza. Velter recordaba que, mientras estaba hablando con Shostakóvich, él se puso de pie de repente y dijo: «Aviones volando». Escuchó con atención y dijo: «No oigo explosiones, no en nuestra zona».

«En aquel momento yo no tenía ni idea de lo que significaba aquello en su fuero interno, cuando estaba creando la Séptima, con el estruendo de los aviones y el silbido de las bombas. Pero pude ver cómo cambiaba su expresión —en sus ojos, en las arrugas del puente de su nariz, en su ceño fruncido—. Pude sentir una enorme tensión interna. Así fue como se creó la Séptima.»