CAPÍTULO 6
Noyabr

(Noviembre de 1941)

 

 

 

A fecha de 1 de noviembre los alemanes habían sufrido 686.000 bajas. Eso equivalía a uno de cada cinco soldados del contingente original de la Operación Barbarroja y de todas las tropas de refresco y reserva que se habían enviado a Rusia desde junio. De ellas, casi 200.000 eran muertos, siete veces más que los soldados fallecidos en toda la campaña de Francia y los Países Bajos en 1940. Las divisiones Pánzer habían perdido dos tercios de sus fuerzas, lo que mermaba considerablemente su moral, hasta entonces muy alta. Cada tarde veían cómo se formaban las nubes por encima de las distantes estepas y bosques, y sentían escalofríos, porque sabían que «aquellas masas oscuras llevaban por la estratosfera la lluvia, el hielo y la nieve del invierno que se avecinaba».

A las afueras de Leningrado, Willy Tiedemann y sus camaradas habían superado un tétrico hito. Habían cruzado juntos la frontera polaca a las 4.45 de la madrugada del 1 de septiembre de 1939. Su objetivo, la ciudad de Chojnice, había caído en su poder a las ocho de la mañana, momento en que se le restituyó su nombre alemán, Konitz. Habían desfilado junto con el Ejército Rojo en Brest-Litovsk al tiempo que Alemania y la Unión Soviética desmembraban y se repartían Polonia. En mayo de 1940 habían cruzado la frontera holandesa en Maastricht, avanzando a través de Bélgica e invadiendo Francia. Habían luchado con los británicos, que se batían en retirada en Dunkerque. Tiedemann había estado al mando de un pelotón reforzado una noche en el departamento francés del Loira Atlántico. Oyeron caballos, y abrieron fuego. Cien hombres con ochenta caballos y un cañón anticarro se rindieron sin oponer resistencia. Le dijeron a Tiedemann que había más tropas francesas en camino para atacar su batallón. «Avanzamos sigilosamente en la dirección en la que oíamos ruido, como los pieles rojas. Empezamos a disparar desaforadamente para que los franceses creyeran que éramos muchos más de los que éramos en realidad. ¡Funcionó! ¡Capturamos a un coronel, nueve oficiales, quinientos soldados y cuatrocientos caballos! Lo logramos con cincuenta y tantos hombres, y sin bajas. Rusia no era así. Más de la mitad de los hombres de mi compañía están muertos —anotaba, para añadir a continuación—: ¡Esto ya no tiene ninguna gracia!»

Los paracaidistas recién llegados a orillas del Nevá opinaban lo mismo. La carretera a Shlisselburg estaba sembrada de caballos muertos, en el punto donde se habían desplomado o habían resultado heridos por la artillería. «Nos encontrábamos a muchas mujeres rusas en busca de carne —decía el Oberjäger Gottfried Emrich—. Despiezaban todos los caballos muertos allí mismo, en el acto. Lo único que quedaba tirado en la carretera eran los esqueletos.» Los hombres de Emrich estaban consolidando una nueva posición a las afueras de Víborgskaya. Un soldado ruso que nadie vio les lanzó una granada de mano mientras almorzaban después de una larga marcha. «Salimos corriendo en todas direcciones, uno de mis hombres se tambaleó y cayó al suelo —contaba Emrich—. Un trozo de metralla le había seccionado la arteria carótida.»

Estuvieron cavando toda la noche para preparar un búnker. Emrich y un joven Jäger, Edmund Gorski, empezaron a acarrear los troncos hasta el nuevo búnker. Tenían que cruzar un claro de terreno que había sido batido por el fuego de artillería. Al hacerlo, oyeron el zumbido de los obuses «como un monstruo bramando y gruñendo desde muy lejos». Por el claro volaban terrones y trozos de metralla. Se quedaron tumbados e indefensos sobre la nieve. Habían dejado sus armas en el búnker que estaban construyendo. Podían oír a los rusos gritando «¡Hurra!» a través del bosque. «¡Venían hacia nosotros, nos atacaban!» Disparos de fusil aislados cortaban el aire. Los gritos de los rusos estaban cada vez más cerca, aunque todavía permanecían ocultos entre los árboles. Emrich y Gorski corrieron de vuelta a través del claro mientras sentían los impactos de las balas a su alrededor. Mandaron avanzar a una compañía de ingenieros para contraatacar. Junto a ellos empezaron a pasar soldados heridos, pero poco a poco los disparos cesaron. El ataque había fracasado.

El joven Gorski salió del hoyo de un salto para ir a buscar más troncos, ignorando los ruegos de Emrich. Había llegado hasta el claro cuando los cañones de los rusos volvieron a abrir fuego. Se vieron nubes oscuras de humo de los disparos flotando por encima de la nieve, que ennegrecieron los rostros de los alemanes. Oyeron gritos gorgoteantes pidiendo ayuda. Dos hombres salieron apresuradamente del búnker y trajeron de vuelta a Gorski. Tan sólo hacía un par de minutos que se había marchado.

 

Con una expresión de súplica en los ojos, Gorski susurraba débilmente, y nos pedía que le matáramos. Su cuerpo estaba completamente desgarrado por la metralla, un impacto directo le había herido de un modo espantoso. Ordenaron a dos hombres que se lo llevaran al centro de bajas. Le acostaron en la lona de una tienda de campaña y se lo llevaron, con las piernas bailándole dentro de los pantalones. Con una última mirada me despedí de mi último camarada de Meissen, Edmund Gorski, el 3 de noviembre. […] Murió de camino a la enfermería. Ni siquiera llegué a ver su tumba.

 

El NKVD y el mando del frente pretendían aplacar la ira de Stalin ante el fracaso a la hora de avanzar desde la cabeza de puente del Nevá. El 2 de noviembre encontraron su chivo expiatorio. Era el comandante Stepan Sedih, natural de Moscú, que tenía una hija pequeña, Natalia, de nueve años. Había cruzado el Nevá con 500 hombres a finales de septiembre. Ya habían sido diezmados cuando el comandante resultó herido el 6 de octubre. Se lo llevaron al otro lado del río, y de allí a un hospital de campaña. Cuando sus heridas estaban parcialmente curadas se presentó voluntario para regresar, y la noche del 22 de octubre cruzó bajo el fuego las gélidas aguas. Sólo seguían vivos 82 de sus hombres. Una patrulla del NKVD fue a detenerle una semana después.

Sedih era una presa conveniente. Era prácticamente el único oficial que había sobrevivido desde el desembarco original en la orilla oriental: seguía ahí, y exceptuando los días que había estado en el hospital, siempre había estado ahí. En aquel paisaje acribillado, con sus cráteres y sus explosiones, con sus hombres ocultos en sus trincheras y sus zanjas, sacaron a Sedih de su búnker de mando y se lo llevaron a un lugar relativamente seguro a lo largo de la orilla del río. Allí, agazapado junto a la ribera arenosa, un oficial del NKVD le acusó de cobardía. La patrulla congregó a sus soldados supervivientes, demacrados, ojerosos y famélicos, y le fusilaron delante de ellos.[33]

 

Movilizaron el 1.º Regimiento Comunista de Choque y lo llevaron a la cabeza de puente. Estaba formado por voluntarios de Leningrado, con escasa instrucción. Mijaíl Pávlov formaba parte de un pelotón de intendencia que permanecía en la orilla occidental del río. Vio cruzar a los dos primeros batallones. Al rayar el alba les siguió el tercer batallón, que fue sorprendido por los artilleros y los bombarderos en picado alemanes y aniquilado. A lo largo de los tres días siguientes, Pávlov vio cómo la artillería, los bombardeos y los contraataques alemanes destruían el resto de su regimiento. El oficial al mando, el coronel Vasili Fiódorov, murió en el combate. Lo único que quedó fue el pelotón de Pávlov. Entonces le embarcaron en un bote por un pequeño afluente del Nevá en compañía de otros siete hombres. Cada uno de ellos llevaba una doble dotación de granadas y munición, una caja de munición, así como sus rifles y bayonetas. Al ponerse el sol, los cohetes volaron por encima de sus cabezas hacia las posiciones alemanas. Ellos remaron y entraron en el Nevá al caer la noche.

«Estábamos muy cerca de la orilla izquierda cuando un obús pesado explotó en el agua y volcó el bote», recordaba Pávlov.

 

El agua estaba gélida y la corriente era fuerte, y me arrastraba hacia el centro del río. Yo batía mis piernas desesperadamente. Más tarde descubrí por qué sobreviví. Un arroyo que confluía en el río había creado un banco de arena, y logré tocar el fondo con las botas. Me arrastré a la orilla con todas las fuerzas que me quedaban. La corriente me había arrastrado aguas abajo del punto de reunión. Un oficial me gritó. «¡Atrinchérate!» Durante varios días estuve recuperándome de aquel chapuzón, tirado en trincheras de comunicaciones y en zanjas para tres hombres.

 

Le ordenaron avanzar hacia la central eléctrica, la posición alemana más sólida.

 

Fue un ataque y contraataque constante, un tumulto, combates cuerpo a cuerpo, con granadas de mano. Estábamos resistiendo contra un ataque de los hitleristas cuando la ametralladora pesada que nos apoyaba dejó de disparar. Levanté la cabeza durante una fracción de segundo y vi que los ametralladores estaban todos muertos, pero que la cinta de munición todavía estaba en el arma. A mi alrededor todos gritaban: «¡La ametralladora! ¡La ametralladora! ¡Se ha parado!». Yo estaba familiarizado con ella. Me arrastré, aparté el cadáver del ametrallador y agoté lo que quedaba de la cinta, disparando breves ráfagas de fuego de cobertura. El cañón se puso al rojo vivo, el circuito de agua que la refrigeraba tenía agujeros de metralla.

Grité: «¡Que alguien me ayude a cambiar la cinta!». Un oficial al que no conocía se arrastró hasta allí y me preguntó: «¿Quién eres? ¿Dónde están los ametralladores?». Yo le respondí: «Soy del 177.º y los ametralladores están ahí, todos muertos, y la ametralladora no tiene agua». «De acuerdo —me ordenó—. Tú vas a hacer guardia en el puesto de mando de nuestro 330.º Regimiento. Tu división ha sido aniquilada. Todos los que sigáis vivos y podáis empuñar un arma estáis a partir de ahora bajo nuestro mando.»

 

Así fue como Pávlov acabó en el 330.º. Durante varios días hizo guardia en el puesto de mando con otros dos soldados del Ejército Rojo. Después se incorporó a un pelotón de ametralladores, a las órdenes de un sargento, destinado en las inmediaciones del puesto de mando. El 17 de noviembre, Pávlov apuntaba que Vladímir Spiridónovich Putin, padre del futuro líder ruso Vladímir Vladímirovich Putin, había resultado gravemente herido por la metralla en el tobillo y el pie izquierdos.[34] Tres días después, Pávlov celebraba su decimoctavo cumpleaños: «Nuestro sargento del puesto de ametralladores ha muerto, y yo he resultado herido por una esquirla de un obús en el omóplato derecho». Le vendó una enfermera, Elena Leontievna Tsvetkova, y le evacuaron. «Estoy seguro al ciento por ciento de que ella también vendó a Putin padre, a cientos de soldados de la cabeza de puente del Nevá, y a mí.»

Tsvetkova formaba parte del equipo médico del 330.º Regimiento. Había cruzado con su unidad hasta la cabeza de puente el 22 de octubre. «Durante el vadeo murió mucha de nuestra gente, y desembarcamos en medio de una batalla ininterrumpida y aterradoramente enconada», contaba Tsvetkova. Iba a pasar 161 días allí, hasta que fue evacuada por estrés de combate. Estuvo trabajando en una trinchera excavada en la orilla. «Nuestro equipamiento era absolutamente básico: un horno portátil, vendas secas y alcoholes —recordaba—. Todos los días nos llegaban centenares de heridos. […] A veces yo me acercaba hasta las trincheras, únicamente con una bolsa de vendas colgada del cinturón de mi abrigo, y me llevaba a los heridos a la trinchera cargados a la espalda.»

Tenía un trineo para los heridos más graves. Si los heridos estaban en lugares a los que el trineo no podía acceder, Tsvetkova utilizaba una hamaca casera con mangos de madera para llegar hasta ellos. «A veces nos caíamos cuando estábamos bajando a los heridos hasta la orilla, porque estaba muy resbaladiza y llena de hielo.» Otra enfermera, Olga Budnikova, cruzó por el hielo después de que se congelara la superficie del río, y estuvo ayudando a llevar a los heridos a la otra orilla. El puesto médico de la orilla derecha estaba atendido por mujeres, una doctora experimentada, Emma Samuilovna Sheimberg, y tres jóvenes estudiantes de medicina. Desde allí se enviaban los casos más urgentes a un batallón médico sanitario, a través de doce kilómetros de caminos cubiertos de nieve.

El número de bajas era tan elevado que el regimiento recibía constantemente refuerzos desde la orilla derecha. «¡Pero qué refuerzos! ¡Esqueletos! Nosotros ya estábamos medio muertos de hambre, pero les dábamos nuestros víveres.» Los heridos eran demasiados para que ella pudiera hacerse cargo de todos —«los soldados y los oficiales tenían que ayudarse unos a otros con los primeros auxilios»— o para que pudiera recordar sus rostros, «negros por la pólvora y el hollín».

 

El 4 de noviembre los alemanes lanzaron un ataque contra Leningrado que duró ocho horas y media. Hubo cuatro bombardeos de artillería, que se alternaban con incursiones aéreas. Las minas magnéticas navales, unos monstruos de tres metros de diámetro, caían flotando en paracaídas. Los bombarderos sobrevolaron el lago Ladoga. Localizaron un gran barco de transporte que llevaba a bordo 350 evacuados, y que casi había llegado a Novaya Ladoga. Un impacto directo lanzó a muchos de sus pasajeros al agua, donde los aviones los ametrallaron. Hubo más de doscientos muertos.

Al día siguiente se concedió prioridad en el reparto de víveres a los científicos y a los creadores —músicos, escritores, bailarines, actores y artistas—. Se les puso en el mismo régimen que a los trabajadores y a los directivos de las industrias de defensa. Los periodistas también entraban en la categoría: en el comedor del personal del Leningradskaya Pravda no se pedían cupones de cereales para el pan, y tan sólo se pedía medio cupón a cambio de un plato de carne. Los bolcheviques habían perseguido a los intelectuales con tanto ensañamiento debido a que sentían por ellos una forma retorcida de respeto. Ahora se restablecía la antigua veneración de los rusos por la intelligentsia —los rusos habían acuñado esa palabra en tiempos del zar—. Se daba prioridad a la subsistencia de los intelectuales: se les concedían privilegios, en la medida de lo posible, para que sobrevivieran.

El 6 de noviembre la ciudad sufrió un bombardeo de artillería desde las once de la mañana hasta las siete menos diez de la tarde. Aquella noche, la aviación alemana atacó la Estación de Finlandia con minas magnéticas. El lugar estaba abarrotado de mujeres, niños y ancianos, que estaban esperando los trenes que iban a trasladarles al lago Ladoga, de camino al interior del país y a un lugar seguro. Algunos ya estaban en los trenes, aparcados en los centros de clasificación. Dos trenes estaban cargados de soldados gravemente heridos. Recibieron el impacto de un racimo de bombas pesadas, que lanzaron sus cuerpos por los aires y los dejaron diseminados por las vías, o aprisionados entre los hierros retorcidos de los vagones. Las bengalas lanzadas en paracaídas iluminaban la carnicería y los rostros de los niños, de un color blanco fantasmagórico, que se aferraban a sus madres.

Aquella noche Serguéi Yezerski, un redactor del Leningradskaya Pravda, publicó un esbozo de la ciudad: «Medianoche. La ciudad está en silencio y vacía. Las grandes avenidas y plazas están muertas. No hay luces. Tan sólo oscuridad. Un viento frío levanta la nieve formando pequeños remolinos. El sonido de la artillería. Las nubes bajas reflejan el fuego de los cañones. Aquí al lado, una explosión. Los alemanes están bombardeando. […] En los cruces y en los puentes, patrullas. Salen al paso con severidad: "¡Alto! ¿Quién va?"».

 

El 7 de noviembre se celebraba el 24.º aniversario de la toma del Palacio de Invierno, el golpe de Estado que dieron los bolcheviques en Petrogrado en 1917, y que la propaganda del Partido había elevado a la categoría de revolución. En Moscú, Stalin dirigió un discurso a las tropas durante el tradicional desfile de la Plaza Roja, delante del Kremlin. Habló de sus «grandes antepasados», Aleksandr Nevski, que había derrotado a los caballeros teutones en 1242; Dmitri Donskói, vencedor de los tártaros en 1380; Suvórov y Kutúzov, que habían acabado con Napoleón en 1812. La proximidad de los pánzers reforzaba el efecto de vincular el régimen comunista con el antiguo patriotismo de la Santa Rusia. Los tanques que traqueteaban sobre los adoquines de la Plaza Roja iban cargados con munición de combate. Desde allí marcharon directamente al frente. La tormenta de hielo y el viento gélido que levantaba la arena que se había esparcido para el desfile provocó los primeros casos de congelación entre las tropas alemanas que se estaban aproximando a la capital. Estaba llegando el invierno que tanto temían.

En Leningrado se representaba una nueva comedia musical heroica, El ancho mar, en la Sala Filarmónica. El libreto era del dramaturgo Vsevolod Vishnevski, que pronunció un discurso por la radio aquel mismo día, y la música era del compositor Viktor Vitlin. Nikolái Tijónov, del Leningradskaya Pravda, escribió una emocionada reseña:

 

El público sale de buen humor, alegre, confiado. En estos rigurosos días de asedio, los intérpretes han demostrado verdadera valentía y firmeza. Debilitados por el hambre, con su elegante vestuario teatral, actuaron en una sala congelada, donde la temperatura llegó hasta los ocho grados bajo cero. Durante el bombardeo, un obús estalló cerca del teatro, y una persona del público se sintió mal y se puso de pie. A. Orlov realizó una divertida pirueta y dijo con una sonrisa: «Camaradas, no os preocupéis. Las claraboyas no se están viniendo abajo todavía». Una carcajada, un aplauso, y la representación prosiguió…

 

El pianista Aleksandr Kamenski, brillante con Schubert, Skriabin y Músorgski, excepcional con Liszt, dio un concierto en el Teatro Pushkin. Por la radio se ofrecía música de forma ininterrumpida, que también se oía a través de los altavoces de las calles. «Durante todo el día, los altavoces brindaban a los leningradeses sus canciones y arias favoritas, con el ruido de fondo de los cañonazos y la artillería», señalaba Olga Bergholz. El discurso de Vsevolod Vishnevski causó una impresión especial. Vishnevski era un joven marinero que iba a bordo del crucero Aurora cuando abrió fuego contra el Palacio de Invierno. Los obuses no dieron en su gigantesco blanco, y los defensores del palacio no eran más que un variopinto puñado de cadetes y oficiales borrachos. Daba igual. El Aurora estaba envuelto en un mito de heroísmo, seguía amarrado en un muelle del Nevá, y su aura englobaba a Vishnevski. Su voz todavía tenía el brío de un marinero dispuesto a jugarse la vida sin pensárselo dos veces, y Olga Bergholz pensó que en aquel otoño tan terrible la ciudad encontraba cierto consuelo en sus tradiciones guerreras, y en un antiguo eslogan de la guerra civil: «¡Preferimos morir antes que rendir nuestra amada Leningrado!».[35]

 

«La penumbra de la tarde ha caído sobre la ciudad a orillas del Nevá helado, una ciudad que está dispuesta a cualquier cosa —decía Vishnevski—. La ciudad en primera línea del frente está viva, y en su interior los latidos del corazón de la revolución son tan fuertes como siempre. […] Los altavoces están retransmitiendo Sebastopol, invierno de 1854, el cuento de Lev Tolstói. La ciudad escucha embelesada. La gente se reconoce a sí misma. El Cuarto Bastión de Tolstói es hoy Leningrado. […] Un tranvía con las ventanas tapadas se dirige a la línea del frente, al Cuarto Bastión […]. Esta gran ciudad es fiel a la Revolución de Octubre, conoce su destino y se conoce a sí misma.»

 

A pesar de todo, el día fue gris y lúgubre, sin desfiles y con pocas banderas rojas. Estaban por llegar cosas peores.

 

El 8 de noviembre, en medio de una violenta tormenta de nieve, los alemanes penetraron en la ciudad ferroviaria de Tijvin, a 200 kilómetros al este de Leningrado. Por allí pasaba la única línea férrea que todavía abastecía a Leningrado, a través del lago Ladoga. Los alemanes habían iniciado su avance hacia el este partiendo del «cuello de botella» a orillas del Nevá tres semanas antes. Lo hicieron con unos medios muy reducidos, contando únicamente con un cuerpo motorizado, el XXXIX Cuerpo, encabezado por la 12.ª División Pánzer. Su comandante era el general Rudolf Schmidt, un excelente táctico. Atacaron al 4.º Ejército ruso, a las órdenes del teniente general V. F. Yakovlev, en las lóbregas ciénagas y bosques del río Vóljov. El avance de los pánzers por los estrechos caminos forestales se había visto interrumpido por el rasputitsa, el barro profundo que se formaba con las lluvias del otoño. La lluvia pasaba a ser aguanieve y después nieve, y a continuación el terreno se helaba.

Los alemanes volvían a tener movilidad. A medida que avanzaban, su flanco sur iba haciéndose más y más vulnerable. Allí había inmensas ciénagas despejadas, con unos pocos puntos fuertes dispersos, defendidos por compañías gravemente mermadas por el combate, las enfermedades y el frío, y con enormes huecos por los que los rusos podían penetrar en masa. La División Azul —los voluntarios fascistas de la España de Franco que combatían con el uniforme alemán— asumió la misión de defender la línea sur. Cruzaron el Vóljov cerca de la localidad de Sito. La capa de hielo de la superficie del río se estaba haciendo más gruesa donde la corriente era más lenta y ancha. Se colocaban tablas para crear un sendero que aguantara el peso de un soldado de infantería. Alguien intentó cruzar con un caballo, pero el asustadizo bayo perforó el hielo y resultó imposible sacarlo. Se congeló allí mismo, mitad fuera del agua y mitad dentro, creando una grotesca escultura de hielo, y su cabeza parecía «una trágica máscara de impotencia y terror».

 

Las temperaturas bajaron hasta −30°C, mientras los rusos se replegaban. El Stavka, conmocionado por la catástrofe que se avecinaba, ordenó el traslado en avión de dos divisiones desde el interior de Leningrado para defender las rutas de aproximación a Tijvin. Yakovlev fue incorporando las tropas a la batalla poco a poco, a medida que desembarcaban de los aviones. Los hombres de Schmitdt les cortaron el paso, y lograron el impulso suficiente como para pillar desprevenidos a los rusos en sus búnkeres de madera entre las ciénagas heladas y las arboledas. Para el 6 de noviembre, el 4.º Ejército ya había quedado cortado en tres pedazos. El Día de la Revolución no les trajo ningún tipo de tregua. Una división, la 44.ª, estaba desintegrándose, y sus oficiales salieron huyendo en medio del caos. Aquella noche, el consejo militar del Ejército se reunió en Berezovik, una silenciosa aldea de casas de madera, pocos kilómetros al norte de Tijvin. El consejo llegó a la conclusión de que la ciudad iba a caer. Un grupo de oficiales de alto rango regresó a Tijvin de madrugada para sacar de allí los suministros y el equipo. Los depósitos de combustible ya estaban ardiendo, y las explosiones resonaron durante toda la noche a medida que los zapadores iban volando los depósitos de armas.

A la mañana siguiente, los alemanes llegaron en tropel entre el torbellino de copos de nieve de una ventisca. Recorrieron la ciudad de punta a punta, viendo cómo ardían violentamente los excelentes edificios de madera del centro histórico, pasando junto a los largos muros blancos y las cúpulas acebolladas de color gris verdoso del monasterio de la Dormición, de tiempos de Iván el Terrible, y al que Nikolái Rimski-Kórsakov rinde homenaje en la fuga titulada En el monasterio. Irrumpieron en la magnífica casa de madera donde nació el compositor, y la utilizaron como un improvisado centro de primeros auxilios y como cocina de campaña, y usaron los paneles de sus paredes y sus balaustradas como leña para calentarse. Un grupo de asalto tomó la estación de ferrocarril y se desplegó por los muelles de carga. A las cinco y media de la tarde, el mariscal de campo Von Leeb proclamó triunfalmente que la 12.ª División Pánzer tenía Tijvin fest in der Hand («firmemente en su mano»). De esa forma se cortaba la última conexión ferroviaria entre Moscú y el lago Ladoga.

Los alemanes no tenían recursos suficientes como para proseguir con sus planes de avanzar hacia el norte y conectar con los finlandeses a orillas del río Svir. En ese caso, Leningrado habría quedado aislada por agua, además de por tierra. Pero las tropas estaban demasiado agotadas para seguir. Las siete divisiones que participaron en la ofensiva habían perdido 10.032 hombres en un mes. El reabastecimiento se había interrumpido a lo largo de los helados caminos hasta Tijvin, y los alemanes estaban escasos de comida, combustible y munición. Los bosques estaban repletos de soldados rusos que se habían quedado aislados de sus unidades, y que se dedicaban a tender emboscadas a las columnas de abastecimiento y a poner minas en los caminos. Si una parte del cuerpo quedaba al aire más de unos segundos, uno corría el riesgo de que se congelara. Los alemanes habían entrado en Rusia con correajes plateados y lacados. Ahora se ataban las botas con harapos, despojaban a los rusos muertos de sus abrigadas chaquetas acolchadas, de sus gorros de piel y de sus botas de fieltro, se enrollaban las bufandas de las mujeres rusas por debajo de los cascos, y rasgaban las sábanas blancas para camuflarse. El aceite lubricante de sus camiones se convertía primero en una pasta y después en un pegamento que agarrotaba los motores. Hacían falta dos horas para arrancar los motores de los pocos carros de combate que les quedaban, y otra hora para descongelar a medias la caja de cambio. Las armas de la infantería se congelaban. Tan sólo eran de fiar las granadas y los lanzallamas.

A pesar de todo, la pérdida del enlace ferroviario de Tijvin era prácticamente una sentencia de muerte para Leningrado. Stalin le encomendó el mando del 4.º Ejército a Kiril Meretskov, sabiendo que el trato que había recibido recientemente de manos de Beria, su tortura y su confesión, y lo cerca que había estado de correr la misma suerte que el resto de los acusados, le había vuelto acomodaticio. El comandante de Artillería del 4.º Ejército, el general Georgi Degtiarev, temió por su vida cuando Meretskov le citó para explicarle por qué sus artilleros habían sido incapaces de salvar Tijvin. Degtiarev, al igual que el propio Meretskov, era políticamente vulnerable: también había sido detenido, en 1938, acusado de ser un «enemigo del pueblo», y posteriormente recuperó su puesto en el Ejército.

Sabía que Meretskov había participado en la caza de brujas que se había desatado unas semanas atrás contra otro ejército derrotado, el 34.º, por orden del muy odiado Lev Mejlis, el «general de la policía secreta», muy próximo a Beria. El general Goncharov, el homólogo de Degtiarev, había sido fusilado por cobardía delante de su Estado Mayor; Meretskov no hizo nada para protegerle. Un tal coronel Saveliev fue testigo de la escena en una aldea situada detrás del frente, cuando Mejlis convocó a los oficiales del Estado Mayor. «Empezó a andar rápidamente delante de la formación», recordaba Saveliev.

 

Se detuvo ante el comandante de Artillería y le gritó: «¿Dónde están tus cañones?». Goncharov hizo un vago gesto en la dirección donde nuestras unidades habían sido rodeadas por los alemanes. «Le estoy preguntando que dónde están», gritó Mejlis, y entonces, tras hacer una breve pausa, empezó a decir la frase estándar: «De conformidad con la Ordenanza 270…». Le ordenó a un comandante de avanzada edad que estaba a la derecha de la formación que ejecutara la sentencia. El comandante, incapaz de dominar sus emociones, y con gran osadía, se negó. Hubo que convocar a un pelotón de fusilamiento».[36]

 

Degtiarev le dijo a Meretskov: «Estoy dispuesto a asumir la responsabilidad de los fracasos que hemos sufrido en Tijvin». Estaba convencido de que le iban a fusilar. Por el contrario, se quedó atónito cuando Meretskov le dijo simplemente que lo más importante era «no repetir nuestros errores».

 

El 9 de noviembre, en Berlín se repitió durante todo el día un grito de triunfo: «Achtung! Achtung! ¡Tijvin ha caído!». En los periódicos de Leningrado no se publicó ni una palabra, pero la noticia voló de boca en boca por toda la ciudad. En Múnich, Hitler dijo: «Leningrado está manos arriba. Va a caer tarde o temprano. Nadie puede liberarla. Nadie puede romper el cerco. Leningrado está condenada a morirse de hambre». Los alemanes se acercaron lo suficiente a la localidad de Gostinopolye, donde se transbordaban los suministros, como para bombardear sus almacenes. Se incendiaron. El jefe de transbordo murió en el ataque. Un soldado impidió que los trabajadores salieran corriendo y les obligó a seguir cargando los suministros a punta de pistola.

 

Fue necesario abrir una nueva carretera por el bosque para poder llevar los suministros hasta el lago Ladoga. Lo que quedaba de una antigua pista comercial serpenteaba a través del bosque desde Zaborye, la última terminal ferroviaria que todavía seguía en manos de los rusos, a lo largo de más de doscientos kilómetros hasta Novaya Ladoga, a orillas del lago. Pasaba junto a arboledas pantanosas de alerces, por turberas cubiertas de arándanos, discurría por las orillas de los riachuelos y a través de densos bosques. A lo largo del camino había unas cuantas aldeas aisladas de casas de madera, localidades recónditas —Siasstroi, Karpino, Novinka, Veliki Dvor— que aparecían en muy pocos mapas. Se pretendía transportar por aquella carretera 2.000 toneladas de suministros al día, y que estuviera abierta en un plazo de quince días. Parecía imposible lograr una cosa así en una región perdida y abandonada, atenazada por el inerte invierno.

Entregaron picos, palas y sierras de mano para talar árboles a miles de personas, hombres, mujeres y niños, de las familias campesinas y de las granjas colectivas. A ellos se unieron los soldados, empezando en Novaya Ladoga. Unos cuantos camiones y tractores del Ejército y un puñado de carros de combate ayudaban a mover los miles de árboles que se talaban y se tendían sobre los trechos pantanosos como una carretera de pana. La mayor parte de aquel trabajo agotador corrió a cargo de los hambrientos civiles. Las obras proseguían las veinticuatro horas del día. Los trabajadores dormían a ratos en refugios improvisados, hechos de lona impermeable y ramas. Las tormentas de nieve arreciaban desde el lago, pero cuando amainaban llegaba el tranquilo y penetrante frío del norte de Rusia, punzante como el cristal. También la escena era totalmente rusa. Decenas de miles de personas como aquéllas habían trabajado así para erigir la ciudad de San Petersburgo por encima de sus marismas en tiempos de Pedro el Grande. Incontables miles de trabajadores se habían esforzado —y seguían haciéndolo— para construir canales y minas de níquel y serrerías para Stalin. Los muertos se enterraban a lo largo del camino. Los vivos se arrastraban rumbo a Zaborye.

En Leningrado, Dmitri Pávlov hacía inventario de las provisiones que le quedaban. En la ciudad había harina para siete días, cereales para ocho, grasas para catorce, azúcar para veintidós. Las reservas de carne se reducían a menos de una tonelada. En la otra orilla del lago Ladoga había harina para diecisiete días, cereales para diez, grasas para tres y carne para nueve. A los barcos de abastecimiento ya les resultaba difícil abrirse paso a través del hielo del lago. Pávlov tomó la medida desesperada de decretar una reducción inmediata de las raciones para los militares. Las tropas habían estado recibiendo 800 gramos de pan al día, a los que se añadía sopa caliente y caldo. Las raciones para las tropas de la línea del frente se redujeron a 600 gramos de pan y 125 gramos de carne. Las unidades de retaguardia recibían 400 gramos de pan y 50 de carne. Durante unos días, Zhdánov y Pávlov dejaron como estaban las raciones para los civiles. Sabían que reducirlas más supondría la muerte para mucha gente. Su apuesta era que muy pronto la capa de hielo de la superficie del lago fuera lo suficientemente gruesa como para soportar el tránsito de camiones.

Aquella noche se celebró el anunciado concierto en la Sala Filarmónica. Era un programa especial, con la orquesta y los coros del Radiokom, la orquesta de viento de la Región Militar de Leningrado, el coro Capella y solistas vocales. Lo dirigía Eliasberg: la Canción de Stalin de Jachaturián, la Novena Sinfonía de Beethoven, y el último movimiento de Iván Susanin, de Glinka. Vera Ínber temía que aquello fuera una despedida. «He escuchado la Novena de Beethoven en la Sala Filarmónica, pero da la impresión de que no va a haber más conciertos. Se está volviendo demasiado complicado y peligroso. La propia Sala Filarmónica parece sombría y deprimida. Hace un frío polar. Las alarmas son muy frecuentes e intensas.»

 

El coro del Radiokom cantó la Canción de la División de Guardias de Shostakóvich al día siguiente. En Kúibyshev, el compositor estaba escribiendo las notas de los primeros tres movimientos de la Séptima. La exposición del primer movimiento, decía, «habla de la vida feliz y en paz de un pueblo seguro de sí mismo y de su futuro»:

 

Ésa es la vida sencilla y pacífica que vivían antes de la guerra miles de milicianos de Leningrado, toda la ciudad, nuestro país. A continuación, la guerra estalla sobre la vida pacífica de esa gente. No pretendo hacer una descripción naturalista de la guerra, el traqueteo de las armas, la explosión de los obuses, etcétera. Estoy intentando transmitir la imagen de la guerra de una forma emocional. […] La reanudación es una marcha fúnebre o, mejor dicho, un réquiem por las víctimas de la guerra. La gente sencilla honra la memoria de sus héroes.

 

Shostakóvich decía que había sentido la necesidad de poner letra a ese episodio, e incluso se propuso escribirla él mismo, porque no lograba encontrar ninguna que fuera la adecuada. Al final se alegraba de que no hubiera palabras, porque habrían complicado demasiado la partitura. Después del réquiem, había un «episodio aún más trágico». No sabía cómo describirlo. «Tal vez lo que hay ahí son las lágrimas de una madre, o incluso ese sentimiento cuando la tristeza es tan grande que ya no quedan lágrimas.» Esos dos fragmentos llenos de lirismo, decía en sus notas, «llevaban a la conclusión del primer movimiento, a la apoteosis de la vida, del sol. Justo al final, vuelve a aparecer un trueno a lo lejos, que nos recuerda que la guerra continúa…».

Shostakóvich tan sólo había escrito un breve esbozo del segundo y tercer movimientos. Quería que «sirvieran como una tregua lírica»: «El segundo movimiento de la sinfonía es un scherzo muy lírico. Contiene un poco de humor, pero para mí de alguna forma tiene relación con el scherzo de mi Quinteto. El tercer movimiento es un adagio apasionado, el centro dramático de la obra». No conseguía avanzar mucho con la composición del cuarto movimiento.

En Leningrado, una escolar de 9.º curso escribía el 13 de noviembre —el día en que Pávlov volvió a reducir las raciones— que ella no podía vivir con la ración de una persona dependiente. «Es posible que la gente empiece a comerse los gatos, los perros, e incluso a sus propios hijos. Me da miedo pensar en el futuro.» Tenía razón. La gente ya estaba cazando y comiendo gatos y perros. Dos noches después, una madre cometió la locura de asfixiar a su hija de seis semanas de edad para poder dar de comer a sus otros tres hijos. La nueva ración daba 300 gramos de pan al día a los trabajadores. Para todos los demás era la mitad, 150 gramos. El consumo diario de harina de la ciudad se redujo a 622 toneladas. Ni siquiera pudo mantenerse ese nivel. La capa de hielo que se estaba formando en aquel momento sobre la superficie del Ladoga hacía imposible la navegación, pero no tenía el grosor suficiente como para soportar el peso de los camiones. La ciudad estaba aislada por tierra y por agua.

El 16 de noviembre se puso en marcha un puente aéreo. Los aviones de carga embarcaban los suministros en el aeródromo de Novaya Ladoga. Llevaban la mayor cantidad posible de alimentos concentrados: carne prensada, pescado ahumado, comida en lata, huevo en polvo, leche condensada, manteca y mantequilla. Era un vuelo de poco más de cien kilómetros, de modo que los aviones podían hacer cinco trayectos diarios. Los alemanes se dieron cuenta enseguida de lo que se estaba cociendo. Bombardearon intensamente el aeródromo. Los aviones de carga tuvieron que despegar desde aeródromos más lejanos, y tan sólo podían hacer dos viajes. Volaban en grupos de seis o nueve aviones, con una escolta de cazas, pero a menudo los Messerschmitts acababan con ellos. La unidad JG 54 «Grünherz» de aviones de combate alemanes que operaba en la zona del lago estaba formada por un grupo de pilotos de primera, a las órdenes de un as de la aviación, el comandante Hannes Trautloft. Había destruido 1.123 aviones rusos desde el comienzo de la guerra.

Proliferaban los ladrones de comida. Cada fábrica, cada empresa e institución, tenía su comedor. Las primeras detenciones en tiempos de guerra por robo de existencias de un comedor colectivo se produjeron el tercer día del conflicto. Se descubrió que un cocinero tenía casi media tonelada de comida, por valor de 300.000 rublos, en sus habitaciones. La magnitud del problema aumentaba en la misma proporción que el hambre. El director de un comedor del distrito de Krasnogvardeiski había saqueado dos toneladas de pan, 1.230 kilos de carne y 150 kilos de azúcar cuando se descubrió su tinglado. Antes de la guerra, la pena para un funcionario por robo de comida era de entre dos y tres años de cárcel, pero se incrementó a ocho años de cárcel al principio del asedio. Ahora pasaba a ser pena de muerte. Para respaldarlo, el 16 de noviembre el general Jozin, comandante del Frente de Leningrado, nombró responsable de las reservas de alimentos a la 23.ª División del NKVD. El comercio ilegal organizado se tipificó como «bandidaje». Los condenados por ese delito debían ser fusilados de inmediato.

Al día siguiente, los servicios de emergencia informaban de 20 solicitudes de ambulancia para pacientes incapaces de desplazarse hasta el hospital. Unos días después se recibieron 131 llamadas, y la cifra siguió aumentando. Casi todos los enfermos estaban demasiado desnutridos para andar. A mediados de mes murió el primer paciente por inanición en el hospital Perovskaya, y otros 19 habían fallecido al finalizar el mes. Los primeros en morir eran hombres, según informaban los médicos, sin ningún cambio patológico a destacar, aparte de bradicardia, una disminución del ritmo cardiaco. Los médicos del distrito de Frunze advirtieron una pauta sorprendente: el elevado «número de muertes "súbitas", o más correctamente, de muertes que parecen inexplicables a primera vista». Los pacientes llegaban por su propio pie para ser atendidos, y parecían estar razonablemente bien, pero unas horas o días después aparecían muertos en la cama.

 

Para entonces, el hielo del lago ya tenía el grosor suficiente como para soportar el peso de un trineo remolcado por caballos. Los caballos estaban débiles, y muchos de ellos no estaban herrados para el invierno. Se reunió aproximadamente a un millar de animales. Se cargaron los trineos con harina y comida concentrada, a razón de entre 100 y 150 kilos por trineo. Cruzaban por encima del hielo, manteniendo una distancia aproximada de veinticinco metros entre uno y otro, formando una columna de ocho kilómetros de largo, pero las escasas toneladas que transportaban tenían muy poco efecto.

El 20 de noviembre volvió a reducirse la ración de pan para todo el mundo, salvo para las tropas de la línea del frente, las tripulaciones de los buques y los pilotos. La ración de los trabajadores de las fábricas prioritarias y los ingenieros se redujo hasta los 250 gramos. Los demás —oficinistas, dependientes, niños, ancianos— recibían 125 gramos. Eso equivalía a dos rebanadas de pan adulterado. A ese nivel, la vida era insostenible. Los niños sanos de entre siete y once años necesitan 1.970 calorías diarias, y las niñas, 1.740; los adolescentes, respectivamente 2.220 y 1.845. Los varones adultos sanos necesitan 2.750, y las mujeres, 2.200. 100 gramos de un buen pan integral aportan aproximadamente 210 calorías —con 57 gramos de hidratos de carbono, 11 gramos de proteínas, 2,3 gramos de grasas y 1,5 gramos de fibras— y aquel pan distaba mucho de ser de buena calidad. El reparto empezaba a fallar. La gente empezaba a hacer cola a las cuatro o las cinco de la madrugada. La mayoría de la gente subsistía con un aporte de entre 500 y 600 calorías diarias.

Un editorial del Leningradskaya Pravda lo admitía abiertamente. Empezaba diciendo: «Los bolcheviques nunca le han ocultado nada al pueblo. Siempre dicen la verdad, por cruda que pueda ser». Por supuesto, eso era una patraña. Todo el mundo sabía que los bolcheviques muy raramente decían la verdad —«en Pravda no hay Izvestia, y en Izvestia no hay Pravda», rezaba un viejo chiste sobre los dos grandes periódicos bolcheviques («en La Verdad no hay noticias, y en Las Noticias no hay verdad»)— y precisamente por ese motivo la frase que venía a continuación resultaba tan escalofriante: «Mientras persista el bloqueo no es posible esperar mejora alguna en la situación alimentaria».

La nueva ración era una sentencia de muerte, y tanto Zhdánov como Pávlov lo sabían. El consumo diario de harina se redujo a 510 toneladas. Eso equivalía a treinta vagones de carga diarios, para dar de comer a 2,5 millones de personas. «No hay ni electricidad, ni agua, ni comida —le decía Zhdánov a los líderes de las Juventudes Comunistas—. La caída de Tíjvin nos ha encerrado en un segundo cerco. La tarea primordial es organizar la vida de los trabajadores —infundirles inspiración, valor, firmeza frente a todas las adversidades—. Ésa es vuestra tarea.»

El pan de las raciones, de color marrón oscuro, era poco alimenticio. Su harina de centeno estaba adulterada con un 25% de celulosas, y también con torta de aceite de algodón, harina de maíz y granzas. Se movilizó a la gente para recoger corteza comestible de pino y abeto. Se dio la orden a los distritos municipales para que cada uno de ellos suministrara dos toneladas y media de serrín diarias. Eso también se consideraba «comestible». Se barrían los almacenes y los montacargas de granos, se daba la vuelta a los sacos de harina para sacudirlos, y el polvo y los restos se añadían a la masa. Se barrían las curtidurías, y el polvo de cuero se añadía al serrín para hacer una pasta que se utilizaba en las «empanadas». En los muelles se encontraron 2.000 toneladas de vísceras de ovino. Se transformaron en una gelatina a la que hubo que añadir hierbas aromáticas para disimular su repugnante olor. Esa gelatina se mezclaba con aceite de linaza y lubricante de maquinaria y se ofrecía como parte de la ración de «carne». A los trabajadores de las fábricas de armamento se les daba un «café» hecho de bellotas, algas secas y leche de soja fermentada.

La mayoría de los gatos y perros habían acabado asados o en la olla del caldo. La gente cazaba ratas, las desollaba y se las comía. Se cocían durante horas los huesos de los animales sacrificados para sacarles el tuétano. Ese proceso ya se había hecho comercialmente para hacer cola de carpintero. Se arrancaban las tapas de los libros, y la cola que se había utilizado para encuadernarlos se fundía y se echaba en la sopa. Se arrancaba de las paredes el papel pintado, y la gente se comía la capa de cola seca. Se usaba la brillantina como sustituto de la grasa. El pienso para el ganado era un trofeo de un valor incalculable. Los estudios de los artistas eran como auténticas cuevas del tesoro, porque de ellos se obtenía caseína, que se utilizaba en la pintura al temple, y aceite de linaza, que se utilizaba para mezclar las pinturas y preparar los lienzos. El aceite de linaza, rico en ácidos grasos, también podía encontrarse en los talleres, ya que se utilizaba para endurecer la masilla, como lubricante, en la fabricación de hules, y como abrillantador. La glicerina de los jabones, del polvo dentífrico, de los jarabes para la tos y de la crema limpiadora, también tenía algunas calorías. Incluso la dextrina, que se utilizaba en las fundiciones para los vaciados en arena y como suavizante textil, tenía su valor.

 

El corazón artístico y la mente de la ciudad seguían vivos. El 20 de noviembre, Valerián Bogdánov-Berezovski asistió a un recital en el Sindicato de Compositores. Había quince miembros sentados en el gran auditorio, iluminado con velas, con el sombrero y el abrigo puestos para protegerse del frío. Borís Asafiev, compositor del ballet Las llamas de París, tocó con muy buen gusto y con temperamento, y se mostró «infantilmente entusiasmado ante la reacción general». En la Casa del Pueblo de la calle Italianska daba comienzo un torneo de ajedrez de nivel Gran Maestro. Se publicó el primer número de una hoja de noticias, Teatro Leningrado, con una sección dedicada a la cartelera de espectáculos. Bogdánov-Berezovski escribió un breve artículo para la nueva publicación, «Los compositores de Leningrado y la guerra», donde hablaba de un nuevo ciclo de canciones, Sobre la defensa de Leningrado. Mencionaba la Séptima de Shostakóvich.

Un nuevo conjunto estrenaba Eugenio Oneguin en el Kírov. Kondrátiev estuvo allí:

 

La representación empezó con retraso. Habían anunciado que iban a hacerlo sin decorados, pero con vestuario y atrezo. Y así fue. La temperatura era bastante baja, entre seis y ocho grados. El público no se quitó los abrigos. El coro y el ballet pusieron su mejor cara. Sin embargo, tengo mis dudas sobre la orquesta. El primer solista era I. Nechayev —interpretaba a Lenski [en Eugenio Oneguin]—, cantó bien y no se presentó mal.

 

Era la primera vez que Sasha Morozov, de doce años, asistía a la ópera. «Me gustó mucho, aunque se representó sin los decorados del teatro.» El público contribuyó con 14.000 rublos al esfuerzo de guerra.

 

Un grupo de jazz tocaba dos veces al día en el Circo. Por la radio retransmitieron un homenaje al joven compositor Minasai Leviyev a cargo de la Orquesta del Radiokom. Leviyev era uno de los alumnos más prometedores de Shostakóvich en el Conservatorio. Se había alistado en la milicia y resultó gravemente herido. En aquel momento estaba ingresado en un hospital militar, con una conmoción tan fuerte que se temía que se hubiera quedado sordo.

El 22 de noviembre se celebró un gran concierto en la Sala Filarmónica, con conjuntos corales y de baile, opereta, instrumentistas, bailarines de ballet y actores. Shelest bailó con Yuri Gofman. Él se había dejado bigote: «Decía que se había impuesto como penitencia no afeitarse hasta el final de la guerra. De modo que así bailó, con su traje y su bigote». Sin embargo, estaba muy debilitado, y muy pronto se vio incapaz de mover las piernas.

Shelest se encontraba muy afectada por los incesantes bombardeos. Estaba en la gran sala de ensayos de la escuela de ballet cuando sonó la alarma. «Sensación de suspensión, las ventanas temblando, miedo.» Acudió al refugio. Sofia Vasílievna Shostakóvich, la madre del compositor, estaba allí con su hija Maria Dmítrievna, hermana de Shostakóvich, y el hijo de ésta. En aquel momento Shelest y su madre vivían en el Castillo de los Ingenieros, donde su padre había trabajado en el hospital militar como oficial médico superior antes de trasladarse al cuartel general del frente. Se trataba del imponente castillo construido por el zar Pablo por miedo a que le asesinaran. Después de que efectivamente le asesinaran, la Facultad de Ingeniería de la universidad se había trasladado allí. «Teníamos una habitación diminuta en el sótano que compartíamos con otra familia —recordaba Shelest—. Pero en el castillo vivíamos comparativamente bien. Teníamos electricidad, agua y alcantarillado, porque también se utilizaba como hospital militar. El zar Pablo intentó ponerse a salvo en el castillo, aunque allí encontró la muerte, pero ahora los muros nos protegían a nosotras.» El padre de Shelest ya había pasado por tres guerras, decía, la Primera Guerra Mundial, la guerra civil y la guerra de Invierno, y estaba seguro de que Leningrado sobreviviría a la cuarta guerra de su padre, la guerra patriótica.

Había ido a visitar a su colega bailarina Agrippina Vaganova. Estuvieron dando un paseo juntas por la calle Rossi (dedicada al arquitecto). Cuando se estaban acercando a la Duma, empezó un bombardeo de artillería. Increíblemente, Shelest empezó a dar pasos de ballet. «Tuve una reacción muy extraña. Cuando explotó un obús, hice un movimiento de battement con la pierna. Llevaba puestas las valenki [botas de fieltro] de papá, del número 44. Vaganova tuvo paciencia durante un rato, y al final dijo: "¡Para! ¿Por qué haces battement?". Pero con cada explosión mis pies seguían levantándose. Yo no podía controlarlo, y estuve todo el resto del paseo gimiendo y haciendo battements.»

 

Lijachev se daba cuenta de que el director del Instituto Pushkin, donde trabajaba, se había puesto «muy nervioso» por culpa del hambre y los bombardeos. Le gritaba a su personal, y despidió a algunos de sus subordinados. Era terrible quedarse sin trabajo y sin cartilla de racionamiento, pero nadie era capaz de tranquilizar al director. Mucha gente estaba en el Instituto día y noche. Dormían vestidos en los sofás de Pushkin y de Aksakov, donde se sentaba Gógol, en el sofá de Turgeniev, y en la cama en la que había fallecido Aleksandr Blok.

Gracias a los sacos de galletas que había comprado Lijachev, su familia podía sobrevivir. La familia de Rimma Neratova también había comprado una reserva de provisiones «de un valor inestimable»: «Desde tiempo inmemorial, la maleta de lona color amarillo claro de la tía Marta se guardaba en una gran repisa negra del vestíbulo». Allí se guardaban biscotes viejos. A principios de la década de 1920, los petrogradeses habían acumulado reservas de biscotes por si se producía una nueva hambruna. Aquellos biscotes tenían más años que la propia joven estudiante de medicina, pero gracias a ellos logró sobrevivir.

 

Una mina magnética lanzada durante una incursión aérea destruyó los invernaderos del Jardín Botánico. Una helada acabó con gran parte de las plantas por la noche. Por la mañana, el personal del Botánico y sus familias trasladaron las plantas supervivientes a sus apartamentos y a los sótanos. El botánico Nikolái Kornikov y su esposa salvaron una valiosa colección de 2.500 cactus llevándoselos a su bloque de apartamentos.

El correo seguía funcionando, por lo menos en lo referente a la recogida de cartas, y los agentes del NKVD encargados de leer la correspondencia informaban de un alarmante aumento de «puntos de vista decadentes». Las amas de casa eran particularmente propensas a ello en las cartas que escribían al continente: «Nos alegraremos si nos matan las bombas. […] Estoy harta de padecer hambre. La vida se ha vuelto peor que los trabajos forzados. […] Morir por una bomba o por un obús ya no me parece tan terrible. El hambre que tenemos es mucho peor».

 

A orillas del Nevá, la matanza proseguía, implacable. Los paracaidistas alemanes sufrieron una crisis. Su principal línea de batalla rodeaba la cabeza de puente. Se había formado un profundo saliente, con forma de saco, en la línea de demarcación de la 1.ª y la 2.ª Compañías. Los rusos tenían gran cantidad de hombres en ese reducto, y lo fortificaron bien. El Oberleutnant Knoche, al mando de la 2.ª Compañía, lo sometía al fuego constante de un mortero de 50 mm. Los rusos sufrían muchas bajas, pero excavaron un profundo sistema de trincheras que se extendía desde el reducto como los dedos de una mano abierta. Allí estaban fuera de la vista de los alemanes, y bien protegidos. Knoche temía que los rusos salieran en tromba en el momento adecuado y atravesaran su línea, mal guarnecida. En ese caso podían atacar su compañía desde el flanco y desbordarla.

Knoche tenía que aislar el saliente, pero no tenía reservas. Había enviado hasta el último paracaidista a reforzar los sectores más amenazados de la principal línea de batalla. Las dos compañías habían quedado reducidas a entre 50 y 60 hombres cada una. Utilizando los efectivos del Estado Mayor y del cuerpo de inteligencia, los alemanes lograron reunir dos unidades de asalto potentes y móviles. Debían atacar simultáneamente por la noche, desde la izquierda y la derecha del saliente, aislándolo por la base. La bolsa resultante debía eliminarse antes del amanecer, momento en que los rusos se darían cuenta de que los alemanes habían desguarnecido su línea de batalla a fin de reunir tropas para la ofensiva. El riesgo de fuego amigo hacía que los ataques nocturnos fueran sumamente peligrosos, pero no había muchas opciones.

El ataque comenzó antes de medianoche, y pilló desprevenidos a los rusos. Se desató un intenso tiroteo. La sorpresa y el miedo que se creó en el saliente fue tan grande que algunos rusos se rendían sin ofrecer resistencia, como advirtió Knoche, pero la mayoría se mataban entre ellos en medio del caos y la confusión. «Un buen número de prisioneros lo confirmaron —decía Knoche—. Además, no había otra forma de explicar los montones de cadáveres que encontramos en la bolsa, sobre todo en las trincheras.»

Aproximadamente a las tres de la madrugada la bolsa estaba casi despejada. Knoche avanzó para preparar una nueva línea defensiva lo más rápidamente posible. Esperaba un contraataque masivo de los rusos al amanecer. Algunas ráfagas esporádicas de ametralladora barrían el terreno, y Knoche avanzaba saltando de una zanja a otra. Normalmente siempre encontraba algún ruso muerto en cada hoyo. «Saltaba dentro de otro hoyo y algo se movía debajo de mí —contaba Knoche—. En el hoyo había un ruso herido agazapado encima de dos muertos, y yo había saltado justo encima de él.»

Knoche estaba preguntándose qué hacer con aquel ruso herido, que «sólo imploraba y gemía», cuando oyó el traqueteo de una caja de munición, y recortada contra el fondo del cielo vio la silueta de una columna de soldados rusos que avanzaba hacia él. Pensó que los rusos debían de haber abierto brecha. Entonces oyó una voz que hablaba en alemán. Era un Oberjäger, Berndt, que había resultado herido, y dos rusos le llevaban acostado en una manta. Berndt se había ofrecido a llevar munición a las posiciones avanzadas, junto con siete prisioneros rusos. Al poco de ponerse en marcha, recibió un tiro en la pierna. Los rusos podían haberle atacado y huido. Por el contrario, le pusieron un vendaje de campaña en la pierna, le acostaron en una manta y colgaron la manta de un poste. Dos rusos le llevaban hacia el frente, y los otros cargaban con la munición.

Sin embargo, los rusos no estaban fuera de combate. Knoche perdió a uno de sus tenientes, Krüger, que salió corriendo hacia el frente desde el puesto de mando de la compañía. Cuando Knoche le preguntó qué estaba haciendo, Krüger le contestó: «Buscar a mis hombres». Un soldado herido que todavía estaba en estado de shock le había dicho a Krüger que todos sus hombres habían caído muertos o heridos en la ofensiva. «Los hombres de Krüger habrían hecho cualquier cosa por él —decía Knoche—, y él haría otro tanto por ellos. De modo que se marchó corriendo al sector de la batalla para comprobarlo por sí mismo.» Knoche le ordenó que volviera, pero Krüger recibió un tiro en la cabeza no lejos del puesto de mando.

Otro teniente, Karl-Heinz Enke, murió a la entrada de un búnker que habían tomado, donde Knoche acababa de explicarle, a él y a un Feldwebel, la ubicación de la nueva línea de batalla. Pensaban que en aquel búnker no había más que muertos. De repente apareció un ruso con una pistola ametralladora y mató al teniente y al sargento en el acto. Hirió a otros dos soldados, hasta que un paracaidista acabó con él. Knoche examinó atentamente el cadáver y se dio cuenta de que era un comisario político.

No hubo contraataque al amanecer. En cambio, los rusos estuvieron machacando el ala derecha con su artillería pesada un día tras otro.

El 21 de noviembre los paracaidistas recibieron la noticia de que iban a ser relevados. El contingente de las trincheras de las compañías del 1.º Batallón del 3.º Regimiento de Fallschirmjäger [paracaidistas] había quedado reducido a entre 30 y 50 hombres. A los soldados les molestaba el empleo de la expresión «contingente de trincheras», como si ellos fueran infantería vulgar y corriente y no la élite del Ejército alemán, entrenados para las operaciones más decisivas y audaces. Los paracaidistas estaban «simplemente tirados en las trincheras y dejando que les bombardearan hasta aniquilarlos —decía Knoche—, en vez de transformar las situaciones de la línea del frente mediante incursiones intrépidas. […] Cuando nos relevaron, el suelo ruso de los alrededores de Leningrado estaba cubierto de nuestros mejores paracaidistas».

 

El 23 de noviembre, antes de su repliegue a Alemania, pasaron lista al regimiento. Se había quedado reducido «a un puñado verdaderamente minúsculo». Las palabras del comandante del regimiento, el Oberst [coronel] Heydrich, estaban «cargadas de tristeza», y las lágrimas caían a raudales por su rostro. «Vosotros ya no sois mis soldados —concluía diciendo—. Sois mis muchachos.» A los oficiales y a los fusileros les impusieron sus condecoraciones. Los cinco batallones de paracaidistas que habían sido trasladados a toda prisa a orillas del Nevá apenas seis semanas atrás habían sufrido más de 2.700 bajas.

Los supervivientes, tras su largo viaje de vuelta a Wolfenbüttel, en Baviera, formaron para entrar en su cuartel desfilando como un regimiento que regresa a su base. En la compañía de Friedrich Else sólo quedaban 42 hombres. Cuando marchaban hacia su acuartelamiento, un posadero de Wolfenbüttel, que conocía bien a muchos de ellos, estaba apostado junto a la carretera. Les había visto partir dos meses atrás. Le asombraba que hubieran regresado tan pocos. «¡Eh, muchachos! —dijo en voz alta—. ¿Qué compañía es ésta?» Un Jäger le contestó bruscamente: «¡Cierre la boca! Esto es nuestro batallón».

Los Panzergrenadiere de Willy Tiedemann, que ahora defendían el flanco situado entre las localidades de Vóljov y Tijvin, habían sufrido una carnicería parecida. «¡Mi batallón ha tenido unas bajas enormes! 71 muertos, y además los rusos les trataron mal, les quitaron todos los uniformes y los dejaron desnudos en la nieve. Nuevas incursiones aéreas de los rusos, la temperatura es de −31°C.» Semejantes cifras de bajas, para unos ejércitos como los de la Wehrmacht, que abarcaban una extensión tan enorme, no eran sostenibles.

 

El hielo de la superficie del lago Ladoga debía tener como mínimo un grosor de 200 mm para soportar el peso de un camión. Lo alcanzó el 22 de noviembre. Los convoyes estaban bajo el mando del comandante V. Poshunov, del 398.º Batallón de Transportes. Los diez primeros camiones partieron desde Osinovets con rumbo a Lednevo, en la orilla oriental del lago. Dos de ellos desaparecieron, ya que sus conductores se perdieron en medio de una ventisca de nieve y se desviaron demasiado al norte. Allí la capa de hielo era más delgada, y no volvió a saberse nada de ellos. Los ocho camiones supervivientes regresaron a Osinovets con 33 toneladas de suministros. Aquello no era gran cosa en sí —en tiempos normales, la ciudad había estado consumiendo 3.000 toneladas de alimentos al día—, pero demostraba lo que se podía hacer.

Las condiciones del hielo siguieron siendo peligrosas durante el resto del mes. Tan sólo podía soportar los camiones ligeros GAZ-AA de dos toneladas, una copia casi exacta de los viejos camiones Ford-AA, y aun así la mitad de la carga se colocaba en trineos que iban arrastrando tras ellos para repartir el peso.

Los escasos ZIS-5 eran mejores, unos camiones de tres toneladas con motor de seis cilindros que funcionaban con combustible de bajo octanaje: su diseñador, Yevgeni Ivánovich Vazhinski, había sido fusilado por «provocar estragos» el 6 de marzo de 1938, pero su camión siguió fabricándose durante otros treinta años. Los camiones mantenían cierta distancia entre ellos y viajaban a escasa velocidad, pero se perdían algunos por las roturas de la capa de hielo y de los bombarderos alemanes. En el mojón de los siete kilómetros, saliendo desde Osinovets, los camiones se ponían a tiro de la artillería alemana. Sobre el hielo vivían permanentemente cuadrillas de trabajadores que tendían puentes de madera sobre las grietas que creaban las tormentas y el fuego de la artillería. Los conductores iban de pie sobre el estribo y manejaban el volante a través de la puerta abierta en los trechos donde el hielo era más delgado o estaba resquebrajado. Los habitantes de la zona pensaban que era una locura. El lago era propenso a las tormentas violentas durante todo el invierno, y unas fuertes y peligrosas corrientes fragmentaban el hielo y lo amontonaban en crestas de presión. Había sitios donde la superficie nunca se helaba.

El 24 de noviembre dieron Los tres mosqueteros, una comedia musical de Louis Varney, en el Muzkom. Se celebraron dos conciertos de jazz en el Circo. Se puso en escena una selección de fragmentos de La Traviata. La Orquesta del Radiokom interpretó la Sexta Sinfonía de Chaikovski en la Sala Filarmónica: la casita de la localidad de Klin donde la había compuesto su autor casi cincuenta años atrás estaba ahora en poder de los alemanes. La Sociedad Pushkin celebró un concierto con conferencia en el hospital de la calle 13, en la isla Vasilievski. No obstante, la noticia de que los camiones podían cruzar por encima del hielo no consiguió levantar el ánimo de la gente. El compositor L. Partov tan sólo hizo una anotación en su diario para resumir la semana anterior: «Todo sigue igual. Hambre, frío, debilidad, desmayos constantes. Sigue sin haber ningún cambio. Intento mantenerme ocupado, componer algo…».

Tampoco había cambios en la sangría de la cabeza de puente. Catorce carros de combate cruzaron el Nevá para apoyar las nuevas ofensivas. Los alemanes destruyeron ocho tanques e inutilizaron los seis restantes. Los dejaron semienterrados como puntos de disparo fijos. Para entonces el hielo bajaba flotando por el río en bloques lo suficientemente pesados como para poner en peligro cualquier nuevo puente de pontones. Resultaba imposible que los tanques más pesados cruzaran a la otra orilla. El comandante de carros de combate del frente, el general Nikolái Bolotnikov, le dijo a Zhdánov que no se podía dar apoyo de vehículos blindados a la infantería. «Hablar de una ofensiva desde la cabeza de puente del Nevá en semejantes condiciones raya en lo absurdo», dijo. Zhdánov, temeroso de la cólera de Stalin, insistía. Envió especialistas de transmisiones para que establecieran una comunicación directa entre su despacho en el Smolny y la cabeza de puente. Uno de aquellos especialistas era Mijaíl Neishtadt. «Aquello era un absoluto infierno —decía—. Todos nuestros intentos de romper el asedio desde aquel punto fracasaron. La artillería enemiga hacía añicos nuestras posiciones. Si de alguna manera uno lograba sobrevivir, era por pura chiripa.»

 

Enviaron otro «grupo de choque» de soldados procedentes de otras tres divisiones de infantería soviéticas, la 10.ª, la 80.ª y la 281.ª, a la otra orilla del Nevá. La 80.ª División de Fusileros original había sido borrada del mapa en las grandes batallas envolventes que habían tenido lugar en Ucrania en septiembre. La división se reconstituyó con voluntarios, reclutados entre los trabajadores del distrito de Volodarski de Leningrado. Tras unos intensos combates en la zona de Oranienbaum, la división regresó a la ciudad. Algunos de sus hombres, ya muy desnutridos, murieron de frío durante su marcha forzada hasta el punto de vadeo del Nevá.

Sus órdenes eran apoderarse de las dos colonias de trabajadores, Gorodok n.º 1 y n.º 2, que los alemanes había fortificado sólidamente. Era una misión que claramente estaba fuera de las posibilidades de una división en tal estado de agotamiento. El coronel I. M. Frolov, comandante de la 80.ª, le dijo al general Gusev en el cuartel general del frente que su división «no estaba preparada para ejecutar la misión que se le había encomendado». Algunas unidades carecían de munición. Zhdánov insistió en que se llevara adelante el ataque a cualquier precio. Tres horas antes de lanzarlo, al amanecer del 26 de noviembre, Frolov repitió que «no creía en el éxito de la operación». Una nota de su comentario y de la conformidad del comisario político de la división acabó en manos del NKVD.

Frolov tenía razón. Sus hombres estaban desorientados, se lanzaron al ataque sin tener idea de la configuración del terreno ni de las posiciones de los búnkeres alemanes. Muchos se cayeron entre el hielo, ya que los alemanes lo bombardearon con sus cañones, y se congelaron o se ahogaron. Otros, medio muertos de hambre, fallecieron por agotamiento. Los alemanes fueron abatiendo una tras otra las oleadas que conseguían cruzar. Apenas habían conseguido llegar a las ruinas de los edificios de las afueras del Gorodok n.º 1, cuando los supervivientes recibieron la orden de replegarse, reagruparse y volver a intentarlo.

Para entonces, los alemanes se burlaban de los esfuerzos de los rusos. «Observaban constantemente nuestros movimientos, y sabían cuándo y dónde íbamos a atacar», decía Aleksandr Sokolov. Cuando empezaba una ofensiva, los alemanes se mofaban de ellos en ruso a través de sus altavoces: «Es hora de que volváis a congregaros en vuestros puntos de exterminio. ¡Os enterraremos en las orillas del Nevá!». Y a continuación sus obuses, sus morteros y sus ametralladoras abatían a los rusos. El general Halder, jefe del Estado Mayor alemán, apenas se tomaba la molestia de mencionar aquellas ofensivas. «En el Frente de Leningrado, hemos repelido el ataque habitual», señalaba mordazmente.

 

Fue un día sombrío también para Daniil Jarms. Se había reabierto el proceso contra él, y volvieron a trasladarle a la cárcel de Shpalernaya. Para entonces sufría una grave distrofia, pero nadie sabía dónde estaba. A su esposa le habían dicho que estaba en Novosibirsk. El 26 de noviembre, su interrogador, Burmistrov, entrevistó a Antonina Oranzhereyeva, una bióloga que a la sazón trabajaba como traductora para la Academia Médica Militar. Jarms había sido detenido únicamente a raíz del testimonio de aquella mujer. El conocimiento de una lengua extranjera resultaba sospechoso, y los traductores eran sumamente vulnerables a las detenciones. Oranzhereyeva era una informadora del NKVD muy valorada. Le habían encargado que informara sobre Ajmátova —había sido amiga de su segundo marido, Vladímir Shileiko— sin que la poeta sospechara jamás que era una soplona. Oranzhereyeva había conocido a Jarms en el apartamento del escritor Yevgeni Sno en noviembre de 1940. Para entonces Sno ya había sido detenido y fusilado, pero ella había seguido viendo a Jarms.

Oranzhereyeva le contó a Burmistrov que Jarms, al sentirse «entre amigos», había arremetido contra el poder soviético. Dijo que la victoria de los alemanes era «inevitable», que el sistema soviético estaba podrido, y que «era imposible el orden en un país sin capital privado». Jarms le había dicho a Oranzhereyeva que «los defensores de Leningrado no tenían armas, y que muy pronto tan sólo habría un montón de piedras en el lugar donde antiguamente se alzaba la ciudad». Despreciaba a los trabajadores —«únicamente si nos libramos del proletariado podremos tener una buena vida en este país»— y se mostraba comprensivo con los enemigos del pueblo como Tujachevski. «Si todavía estuvieran vivos, salvarían a Rusia de los bolcheviques», le había dicho Jarms a Oranzhereyeva.

La documentación fue examinada por un fiscal, Gribanov, por el interrogador del NKVD, el teniente Artiemov, y por un tal comandante Podchasov. Enviaron el caso a una troika militar. Los tres hombres, Gerasimov, Orlov y el jurídico militar Marchuk, se reunieron en la ciudad azotada por el hambre tres días después. Declararon a Jarms culpable de propaganda contrarrevolucionaria y derrotista, capaz de provocar el deterioro y la desmoralización del Ejército Rojo. Su esquizofrenia implicaba que no se le podía considerar responsable, pero la naturaleza de su crimen le convertía en un peligro para la sociedad. La troika dictaminó su reingreso en el ala psiquiátrica de la prisión para recibir tratamiento. Eso equivalía a una pena de muerte. Jarms sólo iba a recibir la ración de pan que daban a los niños.

Para entonces era muy frecuente que la gente se desmayara por la calle o en el trabajo. Los más vulnerables eran los hombres de una edad comprendida entre los veintinueve y los cincuenta y nueve años, con ración de trabajador. A lo largo de noviembre se registraron 11.085 fallecimientos, una tasa que triplicaba la que había antes de la guerra.

«El futuro de Leningrado es alarmante —anotaba Vera Ínber en su diario el 28 de noviembre—. No hace mucho el profesor Z. me dijo: "Mi hija se ha pasado toda la tarde en el sótano, buscando un gato". Yo estaba a punto de felicitarla por tenerle tanto cariño a un gato cuando Z. me aclaró: "Nos los comemos".» Tres días después, Ínber vio un cadáver que estaban transportando por la calle sobre un trineo de niño. No estaba en un ataúd, sino envuelto en una sábana muy ceñida, bajo la que se marcaban claramente las rodillas y el pecho, como una momia egipcia. Nunca había visto nada parecido anteriormente. Muy pronto iba a volverse una visión tan habitual que nadie le prestaría la mínima atención.

El periodista Nikolái Tijónov paseaba por la ciudad desierta por las noches. Le recordaba al Infierno de Dante: una espesa capa de nieve, la débil luz de la luna, las nubes que un viento glacial llevaba a la deriva. Al pasar por el puente del Jardín de Verano, se cruzó con una mujer que llevaba una capa y una máscara negras. Parecía que se dirigía a un baile de disfraces. A lo lejos, un hombre acarreaba sobre sus hombros una pesada carga que centelleaba con la luz. El hombre pasó cerca, y Tijónov vio que se trataba de un cadáver. Cuando volvió a mirar, el hombre y su carga habían desaparecido. Tijónov se estremeció y siguió andando en medio del silencio glacial. Se inspiró en aquella figura misteriosa para escribir un poema, Kírov está con nosotros, que muy pronto sería legendario y muy apreciado, donde el líder asesinado regresa para traer consuelo a su ciudad.

 

Rotos están los muros de las casas

con la boca muy abierta están los arcos en ruinas

en las noches de hierro de Leningrado

Kírov pasea por la ciudad…

Por mucho que nuestra sopa no sea más que agua

por mucho que nuestro pan valga más que el oro

como hombres de acero nosotros resistiremos.

 

La música estaba decayendo. Eliasberg tenía que dirigir la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Obertura 1812 de Chaikovski en la Sala Filarmónica el 30 de noviembre. Vera Ínber apuntaba que se habían «cancelado debido a un intenso fuego de artillería».

 

A cientos de kilómetros al sur, los alemanes estaban dando su embestida final hacia Moscú. Los pánzers avanzaban por un terreno tan duro como el hierro, tan sólo ligeramente espolvoreado de nieve. Sin embargo, en el cielo se presentía una amenaza, un cielo «ni azul ni gris, sino extrañamente cristalino y luminoso, totalmente carente de calor o de poesía». El 28 de noviembre, los carros de combate de la 7.ª División Pánzer, que iban levantando a su paso nubes de nieve en polvo, cruzaron los congelados embalses de las afueras de Moscú y llegaron al canal Moscova-Volga.

La división, procedente de Leningrado, había sido destinada allí. Las tripulaciones de los carros de combate habían visto las agujas de la ciudad a través de sus prismáticos en septiembre. Ahora tenían al alcance de la mano las cúpulas acebolladas de Moscú, pero les fallaban las fuerzas. Una mujer de una aldea, a la que los alemanes habían tenido detenida durante unos días, le contaba al corresponsal de guerra Vasili Grossman cómo habían llegado:

 

Llamaron a la puerta, se apretujaron dentro de la casa y se pusieron al lado de la estufa como perros enfermos, con los dientes castañeteando, tiritando de frío, casi metiendo las manos dentro de la estufa, y tenían las manos rojas como la carne cruda. […] Bueno, cuando entraron en calor, empezaron a rascarse. Era algo espantoso, y a la vez divertido de ver. Como perros, rascándose con las patas. Los piojos habían empezado a moverse otra vez por sus cuerpos debido al calor.

 

La 7.ª División Pánzer se había ganado el título de Gespensterdivision, la división fantasma, a las órdenes de Rommel en Francia, porque su propio Estado Mayor tenía dificultades para saber dónde estaba, tal era su velocidad y su ímpetu. Ahora sus hombres eran verdaderos espectros. Llevaban chales sobre la cabeza, y algunos se ponían gorros de mujer debajo de sus cascos negros, y pantalones bombachos de punto de mujer. Muchos de ellos arrastraban trineos cargados de colchas, almohadas y sacos de comida. Para hacerles frente, los rusos habían traído divisiones siberianas de refresco desde el Extremo Oriente, soldados vestidos con uniformes blancos acolchados, que se sentían a sus anchas en los parajes más remotos y en la nieve, a bordo de sus carros de combate T-34 o a lomos de sus resistentes ponis.

El frío mataba por congelación a los centinelas alemanes. Encasquillaba sus armas automáticas, de modo que sólo podían disparar tiro a tiro, y solidificaba la grasa que envolvía los proyectiles de artillería en las cajas de munición. Los soldados tenían que quitarla raspando con un cuchillo para poder introducir la munición en la recámara. Provocaba que los soldados se apiñaran por la noche, lo que los hacía más vulnerables, y que quemaran un valiosísimo combustible para calentarse en los escasos edificios que los rusos no habían incendiado durante su retirada. Muchos padecían disentería, pero resultaba mortífero descubrir el cuerpo al aire libre. «Muchos hombres fallecían mientras realizaban sus funciones naturales, como consecuencia de una congelación del ano.» Y el frío les deprimía, tanto a los Landser como a los generales. Guderian anotaba:

 

Sólo quien haya visto las interminables extensiones de nieve rusa durante este invierno de nuestra desgracia y haya sentido el viento gélido que sopla por ellas, […] quien haya conducido horas y horas por esa tierra de nadie para encontrar al fin tan sólo un refugio precario, con unos hombres insuficientemente abrigados y medio muertos de hambre, […] quien asimismo haya visto a los siberianos, bien alimentados, con ropa de abrigo y descansados, […] sólo un hombre que haya conocido todo eso podría verdaderamente juzgar los acontecimientos que se produjeron a continuación.

 

El 29 de noviembre, Shostakóvich le escribió una carta a Sollertinski desde Kúibyshev. Hacía dos meses que había terminado el tercer movimiento de la Séptima. Se quejaba de que apenas había empezado a componer el cuarto movimiento, pese a los comentarios optimistas que había hecho en Moscú. Al día siguiente le confesaba a Glikman que ni siquiera lo había empezado. La razón principal, decía, «es que la tensión que he sufrido al concentrar todos mis esfuerzos en los tres primeros movimientos me ha dejado completamente agotado». Glikman había trabajado durante un tiempo como secretario de Shostakóvich, y le conocía bien. «Como ya has observado —confesaba el compositor—, todo lo que tiene que ver con la composición me pone en un estado de gran excitación nerviosa.»

Se avecinaba un cambio en las vicisitudes de la guerra, a las puertas de Moscú. Shostakóvich no lo sabía, pero ese cambio iba a devolverle la inspiración.