CAPÍTULO 1
Repressii

(El Terror)

 

 

 

El Terror —hasta el día de hoy los rusos hablan de «la Represión», un término deliberadamente inocuo, como si el recuerdo de aquella auténtica malevolencia mutua les resultara demasiado difícil de soportar— empezó con un asesinato, y con una bofetada en la cara en el andén de una estación.

El muerto era Serguéi Kírov, el principal dirigente bolchevique de Leningrado. Dos ciudades, una clase de cruceros de guerra, lagos, fábricas y la mejor compañía de ballet de Leningrado iban a ser bautizados con su nombre para recordarle. Y también la gran avenida donde vivía Kírov, maltrecha pero rebosante de belleza, que discurría desde el puente de la Trinidad, sobre el Nevá, a través del barrio de Petrogradski, y cuyos edificios de granito rojo y de estuco de tonos pastel resplandecían bajo la fría luz de las latitudes nórdicas. Hoy la avenida ha recuperado su nombre de los tiempos del zar, Kamennoostrovski, al igual que la propia ciudad ha vuelto a ser «Píter», San Petersburgo, por el zar que la había levantado dos siglos atrás sobre las marismas y los hielos de la desembocadura del Nevá. Sin embargo, el apartamento de Kírov, ubicado en el número 26-28 de la avenida, sigue igual que como él lo dejó cuando salió a trabajar, y a encontrar la muerte, el 1 de diciembre de 1934.

El tamaño de la vivienda reflejaba por sí mismo el estatus de su inquilino: ocho habitaciones de techos altos, en una ciudad donde una sola habitación dividida con sábanas o cortinas albergaba a tres familias. En el salón y en el comedor había sendas baterías de cuatro teléfonos vertushka, conectados con el Kremlin. El teléfono que conectaba directamente con Stalin estaba marcado con una estrella roja. En el dormitorio, que tenía dos camas de madera clara de estilo modernista, había otro vertushka con una estrella roja sobre la mesilla de noche a juego. A Stalin le gustaba llamar a Kírov por la noche. Las fotografías enmarcadas de Lenin y Stalin ocupaban un lugar de honor en la pieza.

Las habitaciones ponían de manifiesto los intereses personales de Kírov. Era cazador. Había una alfombra de piel de oso polar (un regalo) y una piel de oso pardo (un trofeo) en el salón. Tenía dos faisanes y un gran halcón disecados, y una maqueta de una barca de pesca de arrastre bautizada con su nombre, como reconocimiento a su fama de apasionado de la pesca. La biblioteca de Kírov contenía miles de volúmenes, un globo terráqueo y los libros raros que coleccionaba. Era un gourmet en una ciudad hambrienta, y en la cocina había una gigantesca nevera General Electric, una de las diez que se habían importado a Rusia, y una pila muy profunda en el cuarto de fregar para mantener fresco el pescado, con losas de piedra para cortar la carne en filetes.

A Kírov le encantaba la música. Un pase con funda de piel, que llevaba grabado «Número 1», le daba derecho a dos entradas gratis en cualquiera de los ocho teatros de la ciudad, para asistir a la ópera, al ballet, al teatro, a los conciertos de la Sala Filarmónica, al auditorio de música y al circo estatal. A pesar de la enorme carga de trabajo que tenía, Kírov utilizaba aquel pase con frecuencia: estaba casado pero no tenía hijos, y se decía que le gustaban las bailarinas. En su apartamento había una conexión por cable telefónico a través de la cual podía escuchar las actuaciones en directo del ballet y de la ópera. Guardaba cuidadosamente su invitación al Palco 1 del anfiteatro de la Ópera Maly para el estreno de Lady Macbeth de Mtsensk, la ópera de Shostakóvich, el 24 de enero de 1934. Era un valiosísimo recuerdo de un compositor que admiraba muchísimo. También tenía un cartel de la obra.

Kírov estaba rodeado de un aura, de un afecto como ninguna otra personalidad del régimen. Podía ser cruel. Siendo comisario político del Ejército Rojo durante la guerra civil que estalló a raíz de la Revolución rusa, ordenó el «exterminio inmisericorde de los cerdos de la Guardia Blanca» durante una sublevación en Astracán. En aquella matanza murieron 4.000 personas, pero para Kírov supuso la consagración de su carrera. Conoció a Stalin y, lo que es igual de importante, se enemistó con Trotski.

A pesar de todo, era un hombre apuesto y cordial, y resultaba fácil entablar amistad con él. Hacía ocho años que gobernaba Leningrado, y su popularidad era real, no forzada. Tenía una gran intimidad con Stalin, más que ningún otro dirigente, y ambos eran más que amigos, ya que Kírov había sido una fuente de afecto y de consuelo tras el suicidio de la esposa de Stalin, Nadezhda Alliuyeva, que se había pegado un tiro dos años atrás. Stalin le llamaba «mi Kírich», y «mi amigo y hermano». Durante las vacaciones ocupaban villas cercanas en Crimea. Iban juntos a la banya (sauna) —aunque la piel de Stalin estaba picada de viruelas y de psoriasis, cosa que ocultaba a la mayoría de la gente— y Stalin se quedaba esperando en la playa mientras Kírov salía a nadar. Durante sus visitas a Moscú, Kírov se alojaba en el apartamento de Stalin en el Kremlin, jugaba con sus hijos, que le adoraban, y asistía a la función de marionetas que la pequeña Svetlana Stalin montaba para él.

Ambos se vieron por última vez el 28 de noviembre en Moscú. Todo parecía estar en orden. Stalin acompañó personalmente a Kírov a su compartimento del tren expreso Flecha Roja para despedirle antes de su viaje nocturno de vuelta a Leningrado.

Sin embargo, había tensiones. El XVII Congreso del Partido Comunista, a principios de 1934, había agasajado a Stalin proclamándole el «Vozhd amado con ardor», el gran líder. Lev Trotski, que había menospreciado a Stalin, estaba en el exilio. Los demás altos mandatarios bolcheviques se esmeraban a la hora de elogiarle. Sin embargo, el público puesto en pie también le había dispensado a Kírov una ovación espontánea y sentida. Al final del Congreso, el nombre de Stalin aparecía tachado en por lo menos 100, y puede que hasta en 300, de las papeletas que debían ratificarle en su puesto en el Comité Central del Partido. Kírov tan sólo aparecía tachado en tres o cuatro de las papeletas. Las papeletas se anularon, pero Stalin estaba dispuesto a dejar brutalmente claro su descontento. De los 1.966 delegados del Congreso, 1.108 acabaron detenidos. De ellos, dos tercios fueron fusilados, igual que lo fueron, sin excepciones, los altos mandatarios que habían manifestado algún indicio de hostilidad o de indiferencia hacia Stalin. Leningrado sufrió más que ninguna otra ciudad. Sus siete miembros del Comité Central, el órgano más poderoso del Partido, y los directores de todas sus principales fábricas, fueron purgados. De los 154 delegados por Leningrado al XVII Congreso, únicamente dos sobrevivieron para ser reelegidos en el XVIII. De los 65 miembros del Comité Provincial de la ciudad, sólo reaparecieron nueve.

A Stalin le molestaba la popularidad de Kírov. Había hablado de apartarle de su base de poder en Leningrado, pero Kírov se resistía. Hubo intentos de relevar a Fiódor Medved, el jefe de la policía secreta, el NKVD, en Leningrado, y sustituirlo por uno de los colegas de borracheras de Stalin. A Kírov le gustaba Medved, confiaba en él, y se negaba a que le destituyeran. Sin que nadie lo pidiera, cuatro agentes del NKVD procedentes de Moscú se incorporaron al destacamento de seguridad de Kírov, cuyo número a su vez se redujo.

Kírov estuvo toda la mañana del 1 de diciembre en su casa, trabajando en un discurso, y por la tarde salió para acudir a su despacho. Su oficina estaba en el Smolny, el antiguo instituto para las hijas de la nobleza, que en parte había sido convento y en parte colegio, un edificio con una fachada de sobrio estilo palladiano fácilmente reconocible por sus tonos blancos y ocres, parte de un complejo que incluía una catedral de tonos azules y dorados, rebosante de elegancia barroca. Lenin lo había utilizado como cuartel general de los bolcheviques durante la Revolución. Pasó a manos del Partido cuando el Gobierno se trasladó al Kremlin en Moscú.

Kírov iba acompañado de su escolta, Borísov, al que probablemente entretuvieron durante unos instantes los hombres del NKVD de Moscú. Subió por la escalera principal y, al llegar a la tercera planta, giró por el pasillo que conducía a su despacho. Un joven de cabello oscuro, delgado y de baja estatura, le cedió el paso y, a continuación, echó a andar detrás de él. Leonid Nikoláyev, un hombre nervioso, inestable, era un personaje molesto. Había sido expulsado del Partido, y posteriormente readmitido, y él le echaba la culpa de todo a sus deudas y a su infeliz matrimonio. Unas semanas atrás le habían encontrado vagando por el Smolny con una pistola cargada, pero tan sólo le ordenaron que saliera del edificio.

Nikoláyev le pegó un tiro en la nuca a Kírov con un revólver Nagant, y a continuación apuntó la pistola contra sí mismo. Un electricista que estaba muy cerca de allí le agarró, y la segunda bala fue a alojarse en el techo. Kírov cayó al suelo boca abajo.

Llamaron a tres médicos. La respiración artificial no dio resultado. Informaron a Stalin por teléfono. Uno de los médicos era georgiano, como Stalin, y ambos estuvieron hablando del asesino en su lengua materna. La respuesta de Stalin fue inmediata. Se promulgó un decreto donde se ordenaba la ejecución inmediata de los terroristas tras su sentencia. A última hora de la tarde Stalin partía rumbo a Leningrado a bordo de un tren especial.

Llegó a Leningrado aproximadamente a las siete y media de la mañana siguiente. Medved estaba esperándole en el andén de la estación de Moscú. Stalin le dio una bofetada sin quitarse los guantes. A continuación se dirigió al Smolny. El testigo principal, Borísov, murió al día siguiente, aparentemente después de caerse de un camión del NKVD. Medved y los principales responsables del NKVD de la ciudad fueron enviados a las minas y a los campos de trabajo del gulag.

Antes de regresar a Moscú, Stalin interrogó personalmente a Nikoláyev. Todavía no está claro si Stalin ordenó el asesinato de Kírov. Había suficientes misterios —el hecho de que anteriormente no hubieran detenido a Nikoláyev, el relevo de los hombres encargados de la seguridad escogidos por el propio Kírov, la muerte de Borísov— como para que Valerián Kúibyshev, el principal economista de Stalin, y un consumado músico y poeta, exigiera una investigación. Al cabo de menos de un mes Kúibyshev ya había muerto, según la versión oficial debido a un ataque al corazón. Posteriormente su esposa y su hermano fueron fusilados, pero Stalin, con el humor negro que le caracterizaba, de la misma forma que había portado el féretro de Kírov, ahora homenajeaba a Kúibyshev decretando su entierro en la muralla del Kremlin y rebautizando la ciudad de Samara, a orillas del Volga, con su nombre. Allí fue donde más tarde Shostakóvich concluiría la partitura de la Séptima Sinfonía.

No obstante, lo que sí es seguro es que aquel asesinato le vino muy bien a Stalin. A Nikoláyev lo juzgaron en secreto a finales de ese mes, y lo fusilaron aquella misma noche, en virtud del nuevo decreto. Además, fusilaron a otras 13 personas. Se identificó un «centro de Leningrado», un nido de partidarios del exiliado Lev Trotski, al que se podían endilgar todos los individuos que no fueran del agrado de Stalin. La viuda de Borísov fue ingresada en un manicomio.

Tres integrantes del reducido grupo que acompañó a Stalin desde Moscú fueron asimismo ejecutados. Guénrij Yagoda, el director general del NKVD, fue fusilado, junto con su segundo, y el director del Komsomol (las Juventudes Comunistas), Aleksandr Kosarev, un fanático del fútbol, igual que Shostakóvich, que iba a ver jugar a su equipo, el Spartak de Moscú, cuando se encontraba en la capital.

Había un cuarto hombre, Andréi Zhdánov. Stalin le eligió para suceder a Kírov en Leningrado. Era sobre todo un superviviente. Durante el resto de su vida iba a gobernar la ciudad y a acosar a Shostakóvich. La propia Leningrado estaba a punto de verse desbordada.

 

Dmitri Dmítrievich Shostakóvich tenía veintiocho años. Ya había compuesto una asombrosa variedad de piezas: tres sinfonías, un par de ballets, un concierto para piano, scherzos, preludios, bandas sonoras de películas, música para teatro, orquestaciones y dos óperas. Su Primera Sinfonía, que compuso como pieza de fin de carrera cuando tenía diecinueve años, había sido interpretada por Arturo Toscanini y por Otto Klemperer. Su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, que tanto le había gustado a Kírov, le había granjeado fama mundial. Se interpretó simultáneamente en Leningrado y en Moscú, y por toda Europa. Su tema, el de la lujuria y el asesinato, causó sensación en Nueva York, Cleveland y Filadelfia. La BBC la emitió por la radio en Londres. «La conquista del pensamiento musical soviético», rezaban los titulares.

La madre de Shostakóvich empezó a darle clases de piano el día que Dmitri cumplió nueve años. Sofia Shostakóvich era una excelente pianista, licenciada por el Conservatorio de Leningrado. «Tenemos ante nosotros un chico de un talento extraordinario», dijo Sofia al cabo de dos días. Una semana más tarde, Dmitri ya tocaba a cuatro manos con su madre. Tenía un oído perfecto para la música, y se aprendía las piezas instantáneamente, sin que hiciera falta repetírselas. «Las notas sencillamente se quedaban por sí solas en mi memoria —decía Shostakóvich—. Además, podía repentizar bien… Poco después realicé mis primeros intentos de componer.»

 

Sus padres habían nacido en Siberia, y entre sus familiares había suficiente sangre revolucionaria como para que no les tacharan fácilmente de burzhui (burgueses), aunque su madre había bailado para el zarévich Nicolás en el colegio donde estudió, en Irkutsk. Para entonces disfrutaban de una posición desahogada, tenían una dacha y un gran apartamento en la ciudad —«enorme», recordaba Maria, la hermana del compositor, no sin cierta nostalgia de aquellos tiempos del zar: «Seis habitaciones, y otro cuarto junto a la cocina donde dormían los sirvientes»—, y su padre tenía un coche, una rareza en Rusia.

El joven Dmitri también demostró tener un don para las matemáticas, cuando le enviaron al colegio Maria Shidloskaya, el colegio favorito de la intelligentsia de Petrogrado.[2] Dmitri era un niño avispado y alegre, y también travieso. Con once años fue a ver Ruslán y Liudmila, de Glinka. La ópera «me causó una enorme impresión, en un sentido puramente musical —independientemente del drama que tenía lugar en el escenario, decía Shostakóvich—, sobre todo el aria de Ratmir». Poco después el primer concierto sinfónico al que asistió, un ciclo de obras de Beethoven, le dejó frío, pero Dmitri ya había decidido dedicarse a la música.

Con doce años ya componía preludios para piano. Un amigo suyo le recordaba tocando la Sonata n.º 5 en do menor de Beethoven en un concierto. Irina, una compañera de colegio, hija de Borís Kustódiev, un pintor parapléjico dotado de una fuerza y un uso del color muy peculiares, recuerda cómo Dmitri tocaba para su padre. «Era un niño pequeño, con el pelo revuelto, que venía a ver a mi padre, le saludaba y le entregaba una larga tira de papel, donde figuraba todo su repertorio, en una pulcra columna —contaba Irina—. A continuación se sentaba al piano y tocaba todas las piezas de la lista, una detrás de otra.»

 

En otoño de 1919, a la edad de trece años, Shostakóvich dejó el colegio para ingresar en el Conservatorio. El enorme edificio gris parecía demasiado austero y clásico para un niño, un lugar para los adultos que, durante los años de hambre de la guerra civil que siguió a la Revolución, era frío y húmedo, y apestaba a repollo, el único alimento de que se disponía en abundancia. Sin embargo, su prestigio resplandecía gracias a las figuras que habían pasado por él: Anton Rubinstein, Rimski-Kórsakov, Chaikovski, Prokófiev, Diághilev. Dmitri se acostumbró inmediatamente al Conservatorio y a componer.

Trabajaba a un ritmo desaforado, ajeno a los ruidos y las distracciones, y raramente ejecutaba una secuencia en el piano para oír cómo sonaba. «Componía su música escribiendo directamente en la partitura —contaba su hermana Zoya—, y después se llevaba a clase sus partituras sin haberlas tocado siquiera.» Nunca necesitó probar sus piezas en el piano. «Simplemente se sentaba y escribía lo que estuviera oyendo en su cabeza, y después lo ejecutaba de principio a fin en el piano.» Entre aquellas primeras piezas había ocho preludios para piano, un tema y variaciones para orquesta, «Dos fábulas de Krylov» para mezzosoprano, coro femenino y orquesta de cámara, tres «Danzas fantásticas» para piano, y una suite en fa sostenido menor para dos pianos.

La composición de la suite, en 1922, puso de manifiesto una obstinación inquebrantable que, en caso de que llegara a disgustar a Stalin y a Zhdánov, en cualquier momento podría resultarle mortífera. Para Shostakóvich fue una incesante fuente de desgracias que ambos hombres fueran aficionados a la música, que se interesaran personalmente por ella y por quienes la componían. Los dos mandatarios compartían el mismo tipo de educación religiosa, con resonancias de los cánticos del rito ortodoxo, y la misma afición por el canto gregoriano. Cantaban juntos. Stalin tenía una excelente voz de tenor. Le gustaban el ballet y la ópera, y asistía con frecuencia al Teatro Bolshói de Moscú, donde tenía un palco blindado a prueba de atentados, con una cortina que le permitía ocultar su rostro. Disfrutaba con la música clásica en la radio, escuchaba todas las novedades que se grababan, y garabateaba en las fundas de los discos comentarios como «bueno», «regular» o «basura». Zhdánov había cursado sus estudios en el Conservatorio de Moscú. Su madre era una excelente pianista, y enseñó a tocar a su hijo. Lavrenti Beria, el sádico que más tarde llegaría a ser director del NKVD, le puso el apodo de «El Pianista».

Quienes no se plegaban a los caprichos de Stalin y Zhdánov no llegaban muy lejos. En su música, Shostakóvich no tuvo más remedio que abandonar géneros enteros —el ballet, la ópera, con un enorme coste para él, ya que eso significaba acallar la voz de un maestro— y aceptar que sus obras, incluso toda una sinfonía, se esfumaran durante décadas sin que nadie las escuchara. Pero no se plegaba en su forma de componer. Cuando su profesor del Conservatorio le ordenó que volviera a escribir la suite para piano, Shostakóvich se negó. El profesor insistió y Dmitri obedeció. La pieza se tocó en un concierto de los alumnos. «Tras el concierto, destruí la versión corregida y me dediqué a restaurar la original», recordaba años más tarde, respondiendo a las preguntas de Roman Gruber, el musicólogo del Conservatorio. Shostakóvich creía que las críticas desde arriba, y lo que él denominaba la «dictadura de las "normas"» podían echar a perder el instinto creativo. «No está bien anular a la gente —decía—. Algunas personas tienen una voluntad más débil que yo, y es posible que queden incapacitadas de por vida.» Y efectivamente, era muy posible.

Al margen de la música, sus pasiones, las de un joven de veintiún años, eran, en primer lugar, la literatura: Los demonios, de Dostoyevski, y Almas muertas, de Gógol, y Chéjov. «Y adoro a Goethe», añadía. Después estaba el ballet clásico, y a continuación la escultura y la arquitectura —sobre todo la catedral de San Isaac de Leningrado, y el monumento a Pedro el Grande, obra de Falconet, una estatua ecuestre de bronce en la que el caballo se yergue sobre dos patas en su pedestal de piedra, dominando el Nevá.

«Me gusta mucho el arte del teatro —decía—, y me siento muy atraído por él.» Vsevolod Meyerhold era su ídolo. «En general, considero que Meyerhold es un genio como director escénico. […] Me gusta muchísimo el circo, y voy muy a menudo.» Le atraían sobre todo los acróbatas, «y los malabaristas». También tenía un vivo interés en el remolino de la historia, de las revoluciones, la violencia y los cataclismos sociales, en los que se sentía atrapado. «En general —afirmaba—, compongo mucho bajo la influencia de los acontecimientos externos.» Eso no iba a cambiar.

«Mi necesidad de crear es constante», decía. Le preguntaron si eso tenía que ver con algún «estado externamente poco saludable del organismo». Eso significaba las drogas o el alcohol, pero Shostakóvich respondió que la única constante de sus periodos creativos era el insomnio, y que «Fumo más de lo habitual, doy largos paseos, […] ando de un lado a otro de mi habitación, anoto cosas estando de pie, y en general no soy capaz de quedarme quieto».

 

Ese impulso de crear, decía «es siempre interior. La fase de preparación dura entre varias horas y varios días, no más de una semana. […] El timbre siempre me llega antes que cualquier otra cosa, después la melodía y el ritmo, y luego todo lo demás». Componía con la ayuda de un piano, en general, «aunque también puedo apañármelas sin él». Cuando una pieza estaba terminada, ya no quería saber nada más de ella. «Nunca vuelvo a una composición una vez que he terminado de ponerla por escrito.»

 

El padre de Shostakóvich falleció a principios de 1922, un año de tremenda hambruna en la ciudad, tras contraer una neumonía durante una excursión por el campo, con temperaturas bajo cero, en busca de comida. De repente, la familia se vio sin dinero y sin sustento. La madre de Shostakóvich daba clases de piano a cambio de pan, y encontró un trabajo temporal como cajera en una tienda.

Dmitri padeció tuberculosis. Se puso «pálido y consumido», como decía su madrina, y «no tenía calzado decente, ni botas de goma, ni ropa de abajo». Aleksandr Glazunov, el director del Conservatorio, estaba tan preocupado que suplicó hasta conseguir una «ración académica», aunque no era más que un poco de azúcar y doscientos gramos de cerdo cada dos semanas para «alimentar a este chico de gran talento y conseguir que recupere las fuerzas».

En la primavera de 1923, una operación dio resultado. En junio, Dmitri terminó su carrera de piano en el Conservatorio, con el cuello todavía cubierto de vendajes. La familia vendió uno de sus pianos para financiar la recuperación del muchacho al calor sureño de Crimea. El piano que quedaba, «suena como un bote viejo», se quejaba Dmitri. No obstante, había recobrado la salud, y empezó a ganar dinero como pianista en un cine, acompañando las películas mudas que proyectaban en el Piccadilly, en la avenida Nevski, la calle más grandiosa de la ciudad, en el Barricadas o en el Palacio Espléndido. Cuando el director de otro cine, el Bobina Luminosa, se negó a pagarle el salario de dos semanas, Shostakóvich le demandó —«ahora me doy cuenta de que sólo es un granuja y un explotador»— y ganó. Bajo su aspecto infantil había cierta dureza.

El trabajo en las salas de cine supuso una excelente formación. Dmitri aprendió a improvisar en un enorme abanico de registros, de lo cómico a lo trágico, de lo luminoso a lo sombrío, y cómo hacer vibrar al público. Se divertía. Su colega pianista, Nathan Perelman, recordaba que tocaban marchas fúnebres cuando en la pantalla se veía gente bailando, y música de baile cuando había tragedia. A veces se llevaba consigo a un par de amigos —un violinista y un violonchelista— para tocar como un trío. Su ejecución era «asombrosa» —«una técnica maravillosa, con brillantes pasajes en octava, decía Perelman; «todo lo sentía de una forma muy íntima y precisa en su cabeza»—, y Dmitri empezó a salir de gira como pianista de concierto.

 

Su experiencia en el foso de los cines le fue de gran ayuda a la hora de componer bandas sonoras de películas. La primera fue para Nueva Babilonia (1929), una historia de amor ambientada en la Comuna de París. Utilizaba yuxtaposiciones chocantes, y en su partitura daba una versión del cancán de la ópera Orfeo en los infiernos, de Offenbach, en el momento en que en la pantalla se veía cómo un pelotón de fusilamiento ejecutaba a los comuneros. A lo largo de la década siguiente, Shostakóvich trabajó en dieciséis películas. Su «Canción del contra-plan», para la película Vstrechnyy (El contra-plan), de 1932, se convirtió en un éxito internacional. Se utilizó en algunos musicales de teatro estadounidenses, y en la película El desfile de las estrellas de la Metro-Goldwyn-Mayer. Los juzgados de paz de Suiza la utilizaban como marcha nupcial. Era una de las melodías favoritas de Stalin.

 

La ciudad en sí le inspiraba. A medida que iba dejando atrás la Revolución y la guerra civil, en Leningrado abundaban los movimientos artísticos de vanguardia y de experimentación salvaje. Vladímir Mayakovski, poeta, futurista, actor y aficionado a la música, había escrito:

 

Las calles son nuestros pinceles.

Las plazas son nuestras paletas.

Sacad los pianos a la calle.

 

Exactamente eso era lo que había ocurrido. Los pianos, de cola y verticales, se sacaron de los salones de las casas burguesas y se instalaron en camiones, cada uno con un conductor, un pianista y un cantante, y algunos con un violonchelista y un violinista. Recorrían los barrios obreros y los cuarteles del Ejército Rojo dando conciertos improvisados. A menudo los músicos eran alumnos del Conservatorio.

La FEKS (Fabrika ekstsentricheskogo aktera, Fábrica del Actor Excéntrico) se lanzó de cabeza al futuro. En su «Manifiesto excéntrico», rebautizaron Leningrado con el nombre de Excentrópolis. En el campo de la canción, de la pintura y de la música, manifestaban su devoción por «las canciones sentimentales, por el grito del subastador, por el argot […], los carteles de circo, las cubiertas de las novelas baratas de suspense […], las bandas de jazz, las orquestas callejeras negras, las marchas de los circos». En ballet y en teatro estaban a favor de «la rutina de la canción y la danza estadounidense […], el teatro de variedades, el circo, el cabaret, el boxeo». Shostakóvich no era un futurista, pero le encantaban muchas de las cosas que ellos adoraban, por ejemplo lo que denominaban miuzik-joll, la adaptación rusa del music hall. Su primer ballet, La edad de oro, que compuso en 1929, era una rápida sucesión de bocetos y de escenas ambientadas en un teatro de variedades de una «gran ciudad capitalista», con una «bacanal a ritmo de foxtrot», un cancán, y el capitán de un equipo de fútbol soviético menospreciando a los agentes encubiertos del fascismo.

 

Los amigos fueron importantísimos para Shostakóvich en los sombríos años siguientes. Su amigo más querido era Iván Sollertinski, un hombre de grandes entusiasmos y de mucha fuerza, lingüista, clasicista y persona de ingenio, que introdujo en Leningrado la música de Mahler y Bruckner, asesor artístico de la Sala Filarmónica, cuyas charlas previas a los conciertos a menudo entusiasmaban más al público que las interpretaciones. «Tenían una amistad demencial —decía Zoya, la hermana de Shostakóvich—. Se pasaban el día juntos, riéndose y gastando bromas.»

Dmitri conoció a Vsevolod Meyerhold en 1927. El director de teatro se encontraba en la cumbre de su potencial, con su propia compañía y su propio teatro, y sin el mínimo atisbo de los horrores que estaban por venir. Era un admirador de la Primera Sinfonía de Shostakóvich, y era consciente de que el amplio abanico de aptitudes del joven compositor hacían de él un colaborador ideal para trabajar en el teatro. El compositor trabajó con él en la producción en Moscú de La chinche, una obra de Mayakovski, en enero y febrero de 1928. Se llevaban bien. Meyerhold llamaba a Dmitri con los diminutivos afectuosos de «Dima» y «Mitenka», y le alojó en su apartamento. En una carta irónica y divertida, Shostakóvich le hablaba a Sollertinski de los elogios mutuos que se prodigaban entre sí los «genios» con los que vivía: el propio Meyerhold, su esposa, la famosa actriz Zinaida Raij, y los dos hijos de su primer matrimonio con el poeta Serguéi Yesenin. Tanto Meyerhold como Raij pedían la opinión de Shostakóvich para que les confirmara el talento de los niños: «¿Es verdad, Dima, eh, Dima?».

 

El pintor Nikolái Sokolov recordaba al director y al compositor sentados al lado de Mayakovski durante los ensayos. Shostakóvich tenía un aspecto aniñado, se mostraba «muy modesto y tímido», con un paso «nervioso y rápido», y su música era «brusca, angular e insólita», pero Meyerhold le elogiaba: «¡Eso arrancará las telarañas de nuestros cerebros!». Shostakóvich perdió la partitura de un pasaje —años después temió haber perdido la partitura de la Séptima a bordo de un tren abarrotado durante la guerra— y vagaba por el teatro «angustiado y preocupado». Meyerhold le hablaba como un padre, y «le decía suavemente, rodeándole los hombros con el brazo: "No te preocupes, querido, tu marcha aparecerá. Y en el peor de los casos, nos apañaremos sin ella"». Apareció, y «el compositor, feliz, enseguida volvió a dar vueltas por el teatro, con una sonrisa en los labios».

Dmitri también conoció a un militar muy distinguido. «Ocupa un alto cargo, tiene su propio coche, pero como le ocurre a tantas personas famosas, tiene una debilidad», le escribía a un amigo. «Adora la música, y él mismo toca un poco el violín. […] Toqué para él y me preguntó si quería irme a vivir a Moscú.» Se trataba de Mijaíl Tujachevski, todavía joven, de familia noble, y oficial condecorado del Ejército del zar, que se había unido a los bolcheviques y había contribuido a reprimir implacablemente al Ejército Blanco, a los polacos, a los marineros y a los campesinos sublevados después de la Revolución. En aquel momento era jefe de Estado Mayor soviético.

Tres años después le nombraron comandante de la región militar de Leningrado. Shostakóvich mantuvo su amistad con él después de que destinaran al general de vuelta a Moscú.

 

Sin embargo, el carácter del compositor y sus amistades no estaban exentos de riesgos. Porque se trataba precisamente del tipo de cualidades y compañías que iban a dejarle más brutalmente expuesto a los terrores de la época y el lugar en que le tocó vivir.

Ya había ocurrido con Mayakovski. Su entusiasmo se había agotado. En abril de 1930, distanciado del bolchevismo y de su esterilidad, escribió una nota de suicidio con un poema inacabado:

 

Y así, como suele decirse —

«Incidente disuelto»

la barca del amor se hizo añicos

contra la deprimente rutina.

 

Y acto seguido se pegó un tiro.[3]

 

Misha Kvadri también había muerto. Fue un amigo muy querido, en cuyo sofá dormía Shostakóvich cuando iba a Moscú, y era el enérgico espíritu que había detrás de «los Seis», un grupo de compositores de Moscú. Shostakóvich le había dedicado su Primera Sinfonía. Kvadri le devolvió el cumplido con sus propias Variaciones para piano, y armó un escándalo en el estreno de la Primera en Moscú, en 1926, para el que se habían agotado las localidades. Kvadri llegó sin entrada, exigiendo que le dejaran pasar. «Es mi sinfonía», vociferaba; el propio autor así lo había dicho. Kvadri era demasiado rebelde como para sobrevivir mucho tiempo: le fusilaron, por «antisoviético», en 1929, y la dedicatoria de la Primera se eliminó de las publicaciones de la Unión Soviética.

Las cualidades de Shostakóvich fueron enumeradas por su amigo el pianista Mijaíl Semenovich Druskin. El compositor era «frágil y nerviosamente ágil […], muy observador, y mostraba curiosidad por todas las facetas de la vida […]. Tenía mucho ojo para lo ridículo, y a menudo se daba cuenta de lo absurdo cuando los demás no se fijaban». En una dictadura, cuestionar y observar con demasiado detalle resultaba peligroso. Y lo que es peor, Dmitri estaba «dotado de un abundante sentido del humor. […] Le encantaba el humor satírico». Reírse podía resultar letal. A juicio de Druskin, Shostakóvich era consciente de su vulnerabilidad personal, y eso «provocó su predilección por lo trágico en el arte. Su vocación fue hacer realidad el concepto de la tragedia, porque así era como él percibía el mundo. […] No cabe duda de que su destino individual no fue fácil, vivir con los nervios a flor de piel y reaccionar plenamente a todo lo que le rodeaba». Ese punto de negrura le confería profundidad incluso a la edad de diecinueve años, cuando estaba componiendo su Primera Sinfonía. «A veces sólo tengo ganas de gritar —le decía en una carta a un amigo suyo, el pianista Lev Oborin—. Gritar de terror. Dudas y problemas. Toda esta oscuridad me asfixia.» Además de aquellas virtudes, que le costaban muy caras, tenía una que le salvaba. «También poseía un autocontrol asombroso —opinaba Druskin—, y por muy grandes que fueran las dificultades, siempre era capaz de dominarse.»

Y menos mal. La reacción de Stalin ante el asesinato de Kírov, y su instrumentalización del suceso, se puso en marcha. Se dictaminó que Leningrado estaba especialmente infectado de «elementos enemigos» y de admiradores de Trotski y del «oposicionista» Grigori Zinóviev, al que Stalin tanto detestaba. En un informe secreto del 18 de enero de 1935, el Comité Central del Partido calificaba Leningrado como «la única ciudad de su categoría donde, más que en cualquier otro lugar, subsisten funcionarios zaristas y sus camarillas, así como gendarmes y policías del antiguo régimen». Dichos elementos se «arrastran por todas partes, y consiguen infiltrarse para socavar nuestro apparaty». Su proximidad a las fronteras de otros países les facilitaba la huida.

 

Empezaron expulsando del Partido de Leningrado a todos los que supuestamente tenían vínculos con Trotski y con Zinóviev, quien se había enfrentado a Stalin, y posteriormente se había sometido a él. En las fábricas y en las oficinas se celebraban asambleas que duraban siete horas, o incluso más, donde los trabajadores denunciaban a sus compañeros de trabajo por cualquier actitud —«la compañera tiene una actitud irónica. […] Él no estudia política y siempre guarda silencio. […] Ella ocultó que su marido era un oficial blanco»— que se considerara antibolchevique.

 

Las detenciones no se hicieron esperar. El arqueólogo Borís Piotrovski, un orientalista de la Academia de la Historia de la Cultura Material, estaba disfrutando de unas creps en una fiesta del martes de carnaval cuando irrumpió en la sala un grupo de soldados armados y de agentes del NKVD de paisano. Detuvieron a Piotrovski, a su anfitriona, Marchenkova, y a otro arqueólogo. Se los llevaron en unos chernye vorony («cuervos negros», furgones celulares) hasta la cárcel de Shpalernaya, un antiguo edificio de ladrillo rojo, cómodamente ubicada cerca de la Bolshói Dom, el grandioso nuevo cuartel general del NKVD en el centro de Leningrado.

La celda donde encerraron a Piotrovski estaba repleta de detenidos, tumbados encima y debajo de las literas. Estaba plagada de ratas. Piotrovski descubrió que los presos políticos, es decir, los que tenían que ver con los grupos contra los que ahora arremetía Stalin, se comportaban de una forma diferente que el resto. «Estaban más callados y se mostraban reservados.» Entre los demás había un poco de todo. Un camarero del vagón restaurante de un tren estaba acusado de «estragos», porque el queso de tipo gruyer de los bocadillos que había servido tenía agujeros. Un artista —Piotrovski conocía a su esposa— estaba encerrado porque se consideraba que sus dibujos de Lenin eran «caricaturas». Un «francotirador» del Intourist —los funcionarios de turismo temían que los extranjeros adinerados que pagaban por ir a cazar osos tan sólo los hirieran y acabaran siendo atacados por ellos, de modo que un francotirador profesional les disparaba simultáneamente desde un puesto oculto— había sido oficial zarista. Un joven, hijo de un académico, había sido detenido por viajar en un coche en compañía de un diplomático extranjero. Un enterrador estaba acusado de ocultar armas en su cementerio, aunque no se había encontrado ninguna.

Como muchos otros después que él, Piotrovski suponía que su detención había sido un error, y que muy pronto le dejarían en libertad. «Al cabo de tres días —contaba—, empecé a comprender que aquello era un asunto serio.» Su interrogador le dijo que Marchenkova, su anfitriona en la fiesta de las creps, era la líder de una organización terrorista. Piotrovski tuvo otra reacción muy habitual: «Empecé a pensar que realmente Marchenkova quería involucrarnos a todos». Sin embargo, tuvo el acierto de permanecer callado. Al cabo de cuarenta días le pusieron en libertad. Regresó a su Academia, donde el director, F. Kiparisov, le recibió con frialdad. Le dijo que le habían destituido. Un año después, Kiparisov fue detenido. Murió en los campos de trabajo.

Se sucedían las oleadas de deportaciones masivas a los campos de trabajo y a las desoladas inmensidades de Siberia y Asia Central. Las «personas de antes» —los sacerdotes, los oficiales y gendarmes zaristas, los policías, los burgueses, los kulaks (agricultores propietarios de tierras expropiados por la colectivización)— fueron enviadas al gulag.

El Krestianskaya Pravda, un periódico de Leningrado, publicó una serie de artículos de denuncia contra los «enemigos de clase ocultos» que había desenmascarado en los colegios y los hospitales de la zona. Había encontrado a un tal Troitski, doblemente condenado por ser un antiguo oficial blanco e hijo de un sacerdote, trabajando en la administración de un hospital. En su lugar de trabajo estaba bien considerado, se quejaba el periódico: su superior protestaba diciendo que era «insustituible». En aquel mismo hospital encontraron a dos antiguas monjas y a un ex monje, Rodin, el ayudante de un médico, que era tan apreciado que «incluso sustituye al médico a la hora de hacer las visitas a domicilio». El periódico recordaba tajantemente a sus lectores que cualquiera, ya fuera un amigo o un familiar, que estuviera en contacto con aquellos «enemigos al acecho» podía ser a su vez acusado de «mantener contactos con elementos antisoviéticos».

 

El antiguo barón Tipolt fue sacado de su escondrijo en el comedor industrial donde trabajaba como contable. Al general zarista Spasski le descubrieron vendiendo tabaco en un kiosco. Se hacían redadas entre la población marginal: gitanos, hojalateros, sastres ambulantes, mujeres «al borde de la prostitución», y entre todos los que se englobaban bajo el término «elementos socialmente degenerados». Los mendigos se clasificaban como «agitadores eclesiásticos», igual que los stranniks, los trotamundos religiosos que habían recorrido el imperio zarista de un lado a otro.

Los habitantes de Leningrado aprovecharon la oportunidad para denunciar a sus vecinos con tal entusiasmo que sorprendió «incluso a los propagandistas del Partido». El motivo era la vivienda. Todo el mundo vivía hacinado en kommunalkas (apartamentos comunales), en dormitorios, en pasillos y pasadizos, y cada uno de ellos tenía «su loco, su borracho, su alborotador, su confidente, etcétera». El mínimo indicio de civilización —«una radio, las cañerías, el teléfono, el baño, la electricidad»— era convertido por los inquilinos en un «arma de tortura» que utilizaban para «atormentar y hostigarse mutuamente y a muerte».

 

Había gran cantidad de niños huérfanos, los besprizornye, que carecían de hogar. El NKVD se quejaba de la multitud de «inválidos, cojos, mujeres mendigas con niños y menores desatendidos». Provenían de las ciudades devastadas durante la guerra civil, y de los pueblos que todavía no se habían recuperado de la represión contra los kulaks y de las demás atrocidades de la colectivización. La ciudad pasó de tener 1,5 millones de habitantes en 1926 a 2,8 millones en 1937. Contando los suburbios y la región de Leningrado, la población ascendía a casi siete millones.

 

Denunciar a un vecino implicaba la posibilidad de disponer de más espacio para vivir. Un estudiante de la Escuela Técnica de Leningrado contaba que a su madre le parecían bien las expulsiones. «Mamá dice: "Al diablo con ellos. Que los exilien a todos. A lo mejor así nos dan antes un apartamento".» Los cazadores de apartamentos asistían a las asambleas de las fábricas, ansiosos por denunciar a los que gozaban de una habitación o un espacio de calidad. Una mujer de la limpieza de la fábrica Volodarski habló de un antiguo gendarme que «tenía un retrato de uno de los miembros de la familia del zar» colgado en la pared.

En Rusia, una carta de denuncia podía ser una señal, una advertencia patriótica, leal y responsable, a las autoridades. O podía ser un donos (informe), motivado por la envidia y el despecho, y con la única intención de hacer daño. Se enviaban algunas cartas al NKVD y unas pocas directamente a Stalin o a miembros del Politburó, y muchas a los periódicos. Todos los periódicos soviéticos tenían un gran departamento que se ocupaba de las cartas de los lectores. Algunas se publicaban directamente, bajo un encabezamiento del tipo Signaly snizu («Señales desde abajo»), pero el departamento trasladaba a la policía secreta y a otros organismos del Gobierno o del Partido todas las cartas que se consideraban relevantes. Una de cada siete cartas que llegaron en 1935 a la redacción de la Krestianskaya Gazeta cumplió su objetivo. El castigo que se aplicaba a la persona denunciada oscilaba entre la pérdida de su empleo o de su vivienda hasta su procesamiento y ejecución.

La mayoría de aquellas cartas iban firmadas. Los autores eran conscientes de que las anonimiki (cartas anónimas) no se tomaban en serio. Además, confiaban en que, al firmar sus misivas, no incurrían en un gran riesgo político —pero sí había un gran beneficio potencial—. El denunciante más famoso, Pavlik Mozórov, se había convertido en un héroe y en un mártir nacional. En 1932, siendo un muchacho campesino de trece años, se decía que había denunciado a su padre al GPU/NKVD por ser un bandido antisoviético. Su padre fue condenado al gulag, y Pavlik fue asesinado por otros miembros de su familia.

El miedo que conllevaban las expulsiones, y las asambleas y las denuncias, era una presencia tangible, igual que las nieblas que ascendían desde el Nevá. Se deslizaba por las calles y entraba en los patios de las casas, se difundía por las escaleras y los rellanos de los bloques de apartamentos como el de Liubov Shaporina. Era la esposa del compositor Yuri Shaporin, y directora del Teatro de Marionetas de Leningrado. Aquel miedo era, como escribía en marzo de 1935, «parecido a una avalancha terrible, de pesadilla, que lo arrasaba todo, destruyendo a su paso familias y hogares. Todo era muy irreal: llegó, y sigue ahí, justo delante de nuestros ojos, pero aun así resulta imposible de creer…».

Shaporina había ido a tomar el té a la habitación de una amiga, Lida Briullova, que dirigía un teatro infantil, hacía un mes: «Era muy acogedora…». Ahora la habitación estaba «patas arriba, con las paredes desnudas. […] Consiguieron vender el piano y el vestuario, y colocaron distintas cosas entre sus conocidos». Briullova había sido desterrada a Kazajistán. La Vechernyaya Krasnaya Gazeta («Gaceta Roja de la Tarde») señalaba que era el «Día de los Pájaros». Por toda la ciudad, los escolares y los Jóvenes Pioneros se dedicaban a construir «casas de estorninos», cajas para pájaros que colocaban en los parques y en las plazas «¡para que cuando lleguen los pájaros encuentren un refugio ya preparado y esperándoles!».

«Conmovedor», escribía Shaporina en su diario. «Mientras tanto, decenas de miles de personas de todas las edades, desde recién nacidos hasta ancianas de ochenta y tantos años son arrojadas a la calle, en el sentido más literal de la expresión, y se destruyen sus nidos. Y aquí nos ponen casas de estorninos.»

 

Los muebles que tenían que malvender los deportados abarrotaban las tiendas de segunda mano.

 

Lady Macbeth de Mtsensk, la ópera que tanto le gustaba a Kírov, había sido un éxito apoteósico. Tuvo dos estrenos casi simultáneos, en Leningrado y en Moscú dos días después. Se programó en Buenos Aires, Copenhague, Estocolmo y Praga, y su argumento lujurioso —el periódico The New York Sun lo calificaba de «pornofonía»— causó sensación en Cleveland y en la Metropolitan Opera House de Nueva York.

Shostakóvich estaba en la cresta de la ola, y lleno de confianza en sí mismo. Realizó una gira por Turquía con el violinista David Óistraj y el pianista Lev Oborin. Compuso una suite de jazz y un nuevo ballet, El límpido arroyo. Era su vuelta a los escenarios. Se había casado con Nina Varzar, una chica muy atractiva, de cabello negro, física experimental, mientras componía Lady Macbeth, y la ópera rebosaba sexualidad. Tuvo una aventura con Elena Konstantinovskaya, una intérprete, pero volvió con Nina cuando se quedó embarazada de Galina, la primera hija de la pareja.

A principios de 1936 estaba en su mejor momento: «Delgado, pero al mismo tiempo ágil y fuerte —decía de él su amigo Isaak Glikman—, con la cabeza coronada de un maravilloso cabello oscuro […] que caía en un poético desorden con aquel elegante y rebelde mechón de pelo sobre la frente». El límpido arroyo tuvo mucho éxito en sus temporadas en Leningrado y en Moscú. Lady Macbeth seguía siendo tan popular que el Teatro Bolshói de Moscú montó una nueva producción. La original se seguía interpretando, y además había una compañía de gira que estaba en Moscú con otra producción, de modo que en la cartelera de la capital había tres versiones simultáneas de la ópera, y aun así las entradas se agotaban.

El propio compositor estuvo fugazmente en Moscú el 26 de enero de 1936. Tenía que marcharse aquella noche para dar un concierto en Arjánguelsk. Por la tarde, le convocaron para que asistiera a la representación en el Bolshói. La ópera, en cuatro actos, cuenta una sombría y apasionada historia de adulterio, codicia y asesinato, ambientada en la Rusia zarista, con una partitura que en ocasiones es tan disoluta como la protagonista.

Stalin acudió a aquella representación, en compañía de sus fieles secuaces Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. Su última salida para ver una ópera soviética había sido tan sólo diez días antes —para ver El Don apacible, del joven compositor leningradés Iván Dzerzhinski— y le había gustado mucho. Ahora Stalin se acomodaba tras la cortina de su palco blindado, junto al foso de la orquesta, encima de los metales y la percusión. Shostakóvich estaba sentado enfrente, en compañía de Meyerhold y del tenor Serguéi Radamski. Estaba nervioso. Antes de que se levantara el telón, se había dirigido a Levon Atovmyan, un íntimo amigo suyo, y también compositor, y le dijo: «Verás, Liova, tengo una sensación extraña con esta invitación…».

 

El director era un armenio, Aleksandr Melik-Pashayev, y Shostakóvich desconfiaba de su «temperamento de shish-kebab». Los metales y los vientos parecían desbocados, y tocaban al máximo volumen. Cada vez que llegaban a un fortissimo con la percusión, Radamski veía cómo Zhdánov y Mikoyán «se estremecían, y después se volvían riéndose hacia Stalin». Shostakóvich se «escondía en las profundidades de nuestro palco» y se tapaba la cara con las manos. El público se rio con la escena de los amantes sobre un colchón de paja: sus escarceos «se representaban —por decirlo suavemente— con un efecto naturalista».

 

Stalin se marchó al final del tercer acto. Shostakóvich bajó al escenario a recibir los aplausos. Estaba «blanco como una sábana», e hizo una serie de rápidas reverencias. «Me sentía enfermo en mi fuero interno, recogí mi maletín y me marché a la estación —le escribía a Sollertinski—. Estoy muy desanimado.» De camino a la estación le dijo a Atovmyan: «Tengo la sensación de que este año, y todos los años bisiestos, van a ser malos para mí».

Estaba en lo cierto. Para él… y para el mundo. Aquel año, 1936, se consolidó la sensación de que el mundo ya no estaba viviendo en la posguerra, sino en la preguerra de un conflicto futuro. Mussolini se ensañó con Abisinia, Hitler ocupó la región de Renania, y después organizó los Juegos Olímpicos de Berlín. En España estalló la guerra civil: Stalin envió hombres y munición a los republicanos, y a su vez Hitler y Mussolini hicieron otro tanto ayudando a Franco.

 

En Arjánguelsk hacía un frío glacial. El 28 de enero Shostakóvich se puso a la cola de un kiosco de prensa y compró un ejemplar del Pravda. En la tercera página vio un editorial sin firmar titulado «Desorden en vez de música». Era una crítica de Lady Macbeth, y rezumaba malicia. La música, afirmaba el artículo, era «pervertida», «burguesa», «compulsiva, chillona, neurótica»: «grazna, gruñe, jadea y suspira» en las escenas de amor; el canto deja paso a los «chillidos». Se acusaba a Shostakóvich de «formalismo». En teoría, el término se aplicaba a las obras que se apartaban del «realismo socialista» y que no reflejaban la lucha de clases y el heroísmo de los trabajadores y los campesinos. Por el contrario, una obra «formalista» era compleja, estaba bajo la influencia de Occidente, era «modernista», estaba dirigida a la élite y resultaba incomprensible para el pueblo. En la práctica, la virulencia de esa acusación radicaba sobre todo en su vaguedad. Podía aplicarse a discreción a cualquier compositor, escritor, director de cine, coreógrafo, arquitecto o pintor que cayera en desgracia. Zhdánov era el principal fanático de ese tipo de crítica: acabaría condenando a los tres compositores soviéticos más importantes, Prokófiev, Jachaturián y Shostakóvich, tachándolos de «formalistas» y «antipopulares». La reseña del Pravda concluía con una fría y clara amenaza. El compositor estaba «jugando a un juego» que «puede terminar muy mal».

Puede que aquella crítica no la escribiera el propio Stalin —probablemente fue obra del escritor de más categoría del Pravda, David Zaslavaski— pero no cabía duda de que la aprobaba. Diez días después Pravda insistía con otro ataque contra El límpido arroyo, ambientado en una granja colectiva durante las fiestas de la cosecha. El artículo era otro golpe mortal. Llevaba el titular «Falsedad de un ballet». Shostakóvich y el coreógrafo, Fiódor Lopujov, eran «unos farsantes hábiles y prepotentes» que veían a los granjeros soviéticos como «campesinos de caramelo» sacados de una «caja de bombones prerrevolucionaria». Los autores no habían estudiado la vida real y el sudor de una granja colectiva, ni las canciones y danzas populares reales. Se los acusaba de «formalismo estético».

Su detención parecía asegurada. El autor del libreto del ballet era Adrian Piotrovski, el dramaturgo que le había sugerido a Prokófiev el argumento de Romeo y Julieta y que había escrito la sinopsis del ballet más popular del siglo. Fue detenido después de la habitual guerra de nervios del ratón y el gato, y fusilado por el NKVD. A Lopujov no le detuvieron, y es posible que se salvara del Gulag porque su hermana, una bailarina, estaba casada con el renombrado economista británico John Maynard Keynes. Pero su carrera profesional estaba acabada.

Shostakóvich nunca volvería a componer otro ballet. Muchos de sus colegas músicos le denunciaban en las reuniones, aunque unos cuantos le defendían. De forma amenazadora, los informadores mantenían al NKVD al corriente de lo que decía la gente, tanto en conversaciones privadas como en público. Isaak Bábel, maestro del relato breve, se burlaba del Pravda: «Nadie se lo toma en serio. El Pueblo guarda silencio y, en el fondo de su alma, se ríe entre dientes». El escritor A. Lezhnev decía: «Lo más horrible de las dictaduras es que el dictador hace lo que le da la real gana. […] Considero que el incidente con Shostakóvich supone la aparición del mismo tipo de "orden" que está quemando libros en Alemania». Meyerhold dijo de su amigo: «Tendrían que haber recompensado a Shostakóvich. […] Ahora se encuentra en una situación muy complicada». Hacía referencia a los «titulares airados y crueles de los artículos del Pravda», y señalaba que «los argumentos sobre temas soviéticos a menudo son una cortina de humo para ocultar la mediocridad». De los tres, Lezhnev fue el primero al que fusilaron.

Maksim Gorki le escribió una carta a Stalin: «Lo único que aportaba el artículo de Pravda era la oportunidad de que una pandilla de mediocres y de "plumillas" persigan a Shostakóvich por todos los medios posibles». Gorki moría en misteriosas circunstancias en junio de 1936. Tujachevski, que para entonces había ascendido a mariscal, también le escribió una carta a Stalin para defender a Shostakóvich. Iván Sollertinski dio la cara por su amigo en una reunión del Sindicato de Compositores. Por tomarse aquella molestia, le etiquetaron como un «trovador del formalismo».

Por el momento, Shostakóvich se sentía maltrecho y asustado, pero todavía era libre. Se había vuelto «endeble, frágil, retraído», como decía un amigo suyo, el escritor satírico Mijaíl Zoshchenko, «total y absolutamente igual que un niño». No obstante, si Shostakóvich sólo hubiera sido eso, no habría logrado conservar su profundidad y su brillantez. Así pues, también era «duro, sumamente inteligente, fuerte, acaso despótico, y no del todo bondadoso. […] Dentro de él hay grandes contradicciones. En él, una cualidad eclipsa a la otra. Es el conflicto en su máxima expresión. Es casi catastrófico».

 

Shostakóvich necesitaba esa fuerza. Siguió trabajando en la partitura de su Cuarta Sinfonía, y la terminó en abril. El estreno estaba previsto para diciembre. Otto Klemperer, director de orquesta de fama mundial, estuvo en Leningrado en mayo. Admiraba a Shostakóvich y fue a visitarle el 30 de mayo, la noche en que nació su hija Galina. El compositor le tocó de principio a fin la nueva sinfonía a Klemperer, quien comentó que los cielos le habían concedido la oportunidad de dirigirla. Hizo una modesta petición: le rogó a Shostakóvich que redujera el número de flautas, ya que resultaba difícil encontrar seis buenos flautistas para salir de gira. «Lo que se escribe con una pluma no puede borrarse raspando con un hacha», respondió Shostakóvich, sonriendo, pero tan obstinado como siempre.

Los ensayos empezaron en otoño a las órdenes de Fritz Stiedry, que había huido de Austria para establecerse como director principal de la Orquesta Filarmónica de Leningrado.

 

Y entonces, sencillamente, la Cuarta desapareció. Isaak Glikman estaba en el ensayo y vio lo que sucedió. «Un buen día —recordaba—, Iojelson, el secretario del Sindicato de Compositores, se presentó en un ensayo con una figura destacada del Smolny, Yákov Smirnov». Sacaron a Shostakóvich del ensayo para que se presentara en el despacho de Renzin, el director de la Sala Filarmónica. Éste le dijo a Shostakóvich que retirara la obra voluntariamente, para no tener que adoptar «medidas administrativas». Esas medidas, por supuesto, habrían supuesto la liquidación de Shostakóvich, así como de su sinfonía. Shostakóvich accedió. El 11 de diciembre de 1936 solicitó oficialmente a la Sala Filarmónica de Leningrado que retirara del programa su Cuarta Sinfonía, porque «no se corresponde en absoluto con sus actuales convicciones creativas, y representa para él una larga fase ya anticuada». No volvió a oírse nada más de la Cuarta hasta 1961.

También desaparecían los familiares. El 4 de junio de 1936 le concedieron la Orden de Lenin a Leonid Nikoláyev, que había sido profesor de piano de Shostakóvich en el Conservatorio de Leningrado. Shostakóvich le consideraba un hombre que «no sólo se dedicaba a formar pianistas, sino sobre todo músicos pensantes». La madre de Shostakóvich también admiraba a Nikoláyev y le escribió una carta para felicitarle. Le habría gustado hacerlo en persona, decía, «pero una terrible desgracia se cierne sobre nosotros, y sencillamente no soy capaz de pensar con claridad».

Aquel desastre que no se podía mencionar había destrozado la vida de su hija, Maria Frederiks, la hermana mayor de Shostakóvich. Se había casado con Vsevolod Frederiks, un brillante físico de la Universidad de Leningrado, famoso por su investigación sobre cristales líquidos. Era vulnerable al Terror. Había estudiado en la Universidad de Gotinga en 1914 y siguió en Alemania como interno hasta su regreso a Rusia, en 1918.

«Todo nuestro mundo se vino abajo a nuestro alrededor en una sola noche», recordaba Maria: el NKVD se presentó de madrugada y «se lo llevó detenido. […] Nunca supe por qué. Tenía un carácter noble, era un científico al que no le interesaba otra cosa que no fueran los temas científicos». Fue enviado a los campos de trabajo, donde su salud fue deteriorándose hasta que falleció en enero de 1944.

La propia Maria fue la siguiente. Fue desterrada de Leningrado. La suegra de Shostakóvich, Sofia Mijáilovna Varzar, fue detenida. A continuación arrestaron a su tío, Maksim Kostrikin. También detuvieron a una antigua novia suya, Galina Serebriakova, por el delito de ser esposa de un enemigo del pueblo (Grigori Sokólnikov). Desapareció en los campos de trabajo.

 

Shostakóvich empezó a componer una nueva sinfonía, la Quinta, en abril de 1937, en un balneario de la localidad de Gaspra, en Crimea, donde se había curado de su primer ataque de tuberculosis. Nina le acompañó. Los demás huéspedes procedían del mundo de las artes y las ciencias, personas a las que Stalin «daba de comer», como observaba la escritora Lidia Ginzburg, por la gloria que reflejaban hacia él, pero que tenía muy a mano si quería arremeter contra alguien. Allí estaba también el pianista Lev Oborin, un amigo de los tiempos de estudiante de Shostakóvich. Y el director de cine Yákov Protazánov, íntimo amigo, igual que Shostakóvich, del director de teatro Vsevolod Meyerhold. Shostakóvich y Protazánov habían trabajado juntos en Águila blanca, una película estrenada en 1928.

Por la mañana todo el mundo tenía la llegada de alguna carta con noticias de la pérdida de «alguna persona próxima y querida para ellos». Shostakóvich se consumía pensando que la falta de noticias de Sollertinski, su mejor amigo, significaba que le habían detenido. Al caer la noche, que era cuando se practicaban las detenciones, todos se quedaban helados cuando sonaba el teléfono, o cuando oían el crujido de unos neumáticos sobre la grava.

Sin embargo, por el momento, todos estaban vivos, y «se atrincheraban con diversiones». Iban al ballet. Jugaban al póquer, que a Shostakóvich le encantaba. Paseaban por los jardines, flanqueados por las siluetas de los cipreses, y Dmitri hacía de árbitro en los partidos de tenis. La suave luminosidad del mar Negro se difundía a través de los ventanales del salón. A menudo le pedían que tocara el piano. Siempre se negaba, pero un día un huésped le descubrió entrando a hurtadillas a primera hora en el salón desierto, abriendo el piano, tocando unas cuantas notas y haciendo anotaciones en una hoja de papel pautado.

Trabajaba a toda velocidad en su nueva sinfonía. Su alumbramiento, decía Shostakóvich, vino «precedido de un largo periodo de preparación interior», y eso contribuyó a que el compositor liquidara en tan sólo tres días el tercer movimiento de la obra. A principios de junio, Shostakóvich regresó al norte.

De camino, fue a visitar a Nikolái Zhilyaev, musicólogo y profesor del Conservatorio de Moscú. Zhilyaev era un hombre encantador y brillante, amigo de Prokófiev y de Skriabin, y un excelente pianista. A la edad de veinte años había aprendido noruego y se había trasladado a Bergen para conocer a Edvard Grieg. Ahora tenía más de sesenta años. Shostakóvich le había conocido en 1927, en casa de Tujachevski: los tres se llevaban estupendamente. Se veían siempre que podían, aunque para entonces el militar ya había sido destinado a Kúibyshev.

Zhilyaev le había prometido a uno de sus alumnos, Grigori Frid, una agradable sorpresa si acudía a verle esa tarde a su kommunalka: «Va a venir Mitia Shostakóvich». La habitación de Zhilyaev en el apartamento comunal del barrio moscovita de Chistiye Prudy estaba abarrotada de libros y manuscritos, amontonados incluso sobre la cama de hierro donde estaban sentados, junto a un piano de cola y una mesa de madera basta. En la pared colgaba un gran retrato de Tujachevski. Shostakóvich se había traído sus nuevos Romances de Pushkin, y los dos primeros movimientos de la Quinta, todavía sin terminar. Frid recordaba que «su cuerpo delgado estaba siempre en movimiento», rápido y angular. El manuscrito de la partitura estaba escrito con su «característica letra nerviosa», un testimonio de la velocidad a la que trabajaba. A Zhilyaev le emocionó mucho la sinfonía. Le dio unas palmadas en la cabeza a Shostakóvich con «ternura paternal», a la vez que repetía, casi en un susurro: «Mitia, Mitia…».

Shostakóvich se marchó a toda prisa a la estación para tomar el tren nocturno rumbo a Leningrado. Frid le preguntó a Zhilyaev sus impresiones. Los Romances todavía tenían algo del «gamberrismo» de Shostakóvich, dijo Zhilyaev. «Pero la Sinfonía me parece maravillosa. Mitia es un genio, un genio…»

 

El grupo lo ignoraba, pero su amigo común se encontraba no muy lejos de allí, en la calle Fursakovsvogo de Moscú, en la celda 94 de la Prisión Interior del NKVD. Mijaíl Tujachevski había sido detenido el 22 de mayo en Kúibyshev, la ciudad a orillas del Volga donde años más tarde Shostakóvich concluiría la Séptima. El NKVD ya no estaba a las órdenes de Guénrij Yagoda, el hombre que había viajado con Stalin en el tren nocturno especial a Leningrado a raíz de la noticia del asesinato de Kírov. Había caído en desgracia en septiembre de 1936. En aquel momento le estaban sometiendo a interrogatorio y a tortura, y acabarían fusilándole diez meses después. Su sustituto era Nikolái Yezhov, un hombre de ojos verdes, de tan sólo 1,52 metros de estatura, un «enano venenoso», al que los rusos consideraron tan rebosante de malicia que en Rusia se sigue designando el crescendo de terror de los años 1937-1938 con el término Yezhovshchina, «el asunto Yezhov», aunque a decir verdad no era más que una criatura locamente enamorada de Stalin, a la que su señor acabaría atacando y destruyendo, igual que había ocurrido con Yagoda.

Yezhov designó a su interrogador más brutal, Ushakov, para arrancarle una confesión al mariscal Tujachevski y a otros que habían sido acusados con él. «El 25 de mayo me dieron carta blanca para interrogar a Tujachevski», declaraba Ushakov antes de ser a su vez fusilado el año siguiente, tras la caía de Yezhov. «Confesó el 26 de mayo.» Posteriormente se descubrió que las confesiones estaban embadurnadas y manchadas de sangre en forma de puntos de exclamación. Ese tipo de manchas de sangre habitualmente «emanan de un sujeto que está en movimiento», lo que indicaría que Ushakov golpeaba a Tujachevski con tanta fuerza mientras leía su confesión de principio a fin que le provocaba sacudidas en la cabeza mientras sangraba. El juicio se fijó para el 11 de junio.

El interrogador dijo que siguió «trabajando incesantemente» para sacarle al detenido «unos pocos datos más, algunos conspiradores más»: «Incluso durante la madrugada del día del juicio logré obtener de Tujachevski pruebas complementarias». Ushakov y Yezhov —el jefe del NKVD participó personalmente en los interrogatorios— arrancaron confesiones a los miembros de un «bloque conspirador antisoviético, trotskista de derechas» sobre actividades de «espionaje para la Alemania fascista».

A las diez en punto de la mañana del 11 de junio, la flor y nata del Ejército Rojo se reunía en un gris edificio de tres plantas de la calle 25 de Octubre, no lejos del Kremlin. Allí estaba el alto mando: los mariscales, los jefes del Ejército y de la Fuerza Aérea, los comandantes de las regiones militares, los jefes de la Armada, los subcomisarios de Defensa. Tan sólo faltaba Kliment Voroshílov, el comisario de Defensa, y amigo íntimo de Stalin. Presidía la reunión un jurista militar con experiencia en juicios de escarmiento. Los otros siete jueces eran altos oficiales sin formación jurídica.

Los ocho militares que tenían ante ellos fueron despojados de sus insignias y de las medallas, de las órdenes de la Bandera Roja y las órdenes de Lenin que se habían ganado. Dos de ellos habían llegado a la capital a bordo de los trenes personales que tenían a su disposición en calidad de comandantes: el Terror se regodeaba por doquier, incluso —y de hecho, a menudo— en los ferrocarriles. Iona Yakir había recibido de Voroshílov la orden de presentarse en Moscú. Por la noche se desenganchó su vagón-dormitorio privado, y fue detenido en su cama por agentes del NKVD. Los escoltas personales de Vitali Primakov repelieron a los agentes del NKVD que intentaron detenerle a bordo de su tren. Primakov telefoneó a Voroshílov, y éste le dijo que había habido un malentendido. «Van a ir unas personas que te lo explicarán todo.» Llegó un destacamento con refuerzos del NKVD. Primakov fue detenido.

Se trataba de la flor y nata del Ejército Rojo. Tujachevski y Yakir estaban desarrollando la teoría y la práctica de las operaciones profundas, con carros de combate y aviones, la clave de la guerra mecanizada. En las maniobras que celebraron en Kiev en 1935, se utilizaron 1.800 paracaidistas, 1.200 carros de combate y 600 aviones en una operación combinada. El observador británico, Archibald Wavell, futuro mariscal de campo, informaba de que «si no lo hubiera presenciado con mis propios ojos, nunca lo habría creído». Los agregados militares alemanes estaban igualmente impresionados. Era la guerra relámpago en acción. Vitali Primakov había sido un cosaco del Ejército Rojo y héroe de la guerra civil. En aquel momento era subcomandante de la región militar de Leningrado, y estaba casado con Lilia Brik, la musa de Mayakovski. August Kork, otro de los acusados, era el director de la Frunze,[4] la principal academia militar.

El «sello de la muerte», como dijo Iván Belov, uno de los jueces, «ya estaba en los rostros de todos los acusados. Tenían un aire cetrino». Tujachevski, añadía Belov, «intentaba mantener su "porte aristocrático" y su superioridad sobre los demás». Ninguno de ellos se declaró culpable, aunque en el informe mecanografiado del juicio que ha llegado hasta nosotros, sus «noes» se cambiaron con tinta a «síes», a excepción de Tujachevski, que se negó a responder a las preguntas. A las dos de la tarde el juicio había concluido. Los acusados fueron condenados sin derecho a recurso. A Yakir le fusilaron ese mismo día. Tujachevski y los demás fueron fusilados al amanecer del 12 de junio. Sus cuerpos fueron trasladados al solar de una obra cerca del aeródromo de Jodynka, arrojados a una zanja, y rápidamente cubiertos de tierra.

También detuvieron a las personas más próximas a los condenados. En una resolución del Politburó del 5 de julio, titulada «De los miembros de las familias de los traidores», se ordenaba la detención de sus esposas y de sus «ChS» (familiares de los enemigos del pueblo). Las esposas fueron condenadas, como mínimo, a pasar entre cinco y ocho años en los campos. Se les arrebató la custodia de sus hijos, que fueron ingresados en «orfanatos especiales». Shostakóvich conocía muy bien a Nina Tujachevskaya, y había tenido a sus hijos sobre sus rodillas, jugando con ellos. Nina y la viuda de otra de las víctimas, el general Ieronim Uborevich, fueron fusiladas, en 1941, cuando los alemanes avanzaban sobre Moscú.

El vilipendio de los muertos —el tono lo marcó Stalin, quien, al recibir una carta de Yakir donde proclamaba su inocencia, garabateó «granuja y prostituto» en ella— se llevaba a cabo por la radio y en la prensa, donde se entremezclaba con asuntos más corrientes: la visita de un equipo de fútbol vasco, el atletismo, el primer vuelo de unos pilotos soviéticos sobre el Polo Norte hasta América. «La noticia me causó una enorme impresión —decía G. I. Naan, del Instituto de Profesores Rojos de Leningrado—. No pude concentrarme en mi trabajo durante el resto del día, había estado muy preocupado por los secretos que habían divulgado aquellos cabrones.» «Su eliminación es un deber sagrado para nosotros», decía Josif Orbeli, el director del Museo del Hermitage, una persona normalmente culta.

Los agregados militares alemanes tomaron muy buena nota. Daba la impresión de que Stalin estaba empeñado en acabar con lo mejor del cuerpo de oficiales —«en nuestro Ejército tenemos una reserva ilimitada de talento», había dicho Stalin a propósito de las ejecuciones, casi sin darle importancia— y de que el oso ruso estaba perdiendo el juicio, cuando no su musculatura. También tomaron buena nota cuando cinco de los jueces militares, entre ellos dos mariscales, fueron a su vez fusilados. Hasta ese momento, Hitler no había hecho más que ocupar Renania. Pasar de ahí —hasta los Sudetes y el Corredor de Danzig— podría resultarle menos peligroso de lo que se temía.

A partir de ese momento, todos los conocidos de Tujachevski corrían un peligro inminente, Shostakóvich más que la mayoría. Stalin estaba al tanto de la amistad entre ambos por la carta que le había enviado el mariscal fallecido, donde defendía al compositor después del asunto de Lady Macbeth.

Frid volvió a ver a Zhilyaev a su habitación unos días después. El musicólogo había descolgado de la pared el retrato de Tujachevski, pero no soportaba separarse de él. Estaba apoyado contra la cama, de modo que la cabeza del mariscal aparecía entre los barrotes del cabecero. Zhilyaev fue detenido en noviembre de 1937 y fusilado en enero de 1938. El asunto de Tujachevski y los generales todavía se abordaba en secreto. Los políticos que habían dirigido el Partido, y que eran antiguos rivales bolcheviques de Stalin, fueron exhibidos ante el público en los juicios-farsa de Moscú. Se celebraron tres juicios de primer orden: contra los «Dieciséis», contra el Centro Trotskista Antisoviético, y contra los «Veintiuno». Se cobraron la vida de Zinóviev, de Kámenev, de Bujarin, de Radek y de Rykov, hombres que habían gobernado junto a Lenin, antiguos primeros ministros, dirigentes de la Internacional Comunista, comisarios de Finanzas y Agricultura, embajadores, así como la de Guénrij Yagoda, que había dirigido el NKVD.

El aire bullía de rumores sobre espías y traidores. La gente se sentía herida por las habladurías. Daba la impresión de que quince años atrás se había iniciado un interminable proceso de putrefacción, traición y delación, «y todo ello a la vista de los miembros de la Checa». (La cheka fue la precursora del NKVD, pero su nombre siguió asociado —sigue estándolo— a los policías secretos de Rusia.) La peluquera de Shaporina le susurró al oído: «Para mí no tiene ni pies ni cabeza, […] ¡la totalidad de los dirigentes!». Lo peor era la franqueza de los acusados, sus declaraciones de culpabilidad, su confesión de burdas conspiraciones. «Incluso los corderos de La Fontaine intentaban justificarse ante el lobo —escribía Shaporina—. Pero nuestros lobos y nuestros zorros —personas como Radek, Zinóviev, viejos expertos en lo suyo— ponen la cabeza en el tajo como corderitos, dicen mea culpa y lo cuentan todo; casi parece que estuvieran en un confesionario…» Estaba convencida de que los acusados confesaban de aquella forma tan estremecedora e impasible porque les habían hipnotizado.

 

En Leningrado, Shostakóvich concluía la partitura de estudio de la Quinta Sinfonía el 20 de julio de 1937. Sin embargo, no se hizo ningún tipo de anuncio hasta finales de agosto. La figura de Shostakóvich seguía teniendo una mancha, y el Sindicato de Compositores desconfiaba de sus hábitos «formalistas». No interpretó la obra ante sus colegas hasta el 8 de octubre, en el momento en que concluyó la orquestación, aunque la primera interpretación por la Orquesta Filarmónica de Leningrado ya estaba programada para el mes de noviembre. La Quinta marcaba una clara ruptura respecto a la Cuarta, condenada al olvido —era más convencional, menos «moderna» en su construcción— y pasó la inspección inicial.

Shostakóvich escogió como director a Yevgeni Mravinski, otro licenciado del Conservatorio, joven y no muy conocido. Mravinski tenía un gran control técnico de la orquesta, cosa que el compositor admiraba, y era simple y claro en sus gestos. Además, poseía la habilidad de reforzar los efectos, en particular con la sección de metales, y presumía de ser capaz de captar la atmósfera concebida por el compositor.

El ritmo de las ejecuciones fue en aumento coincidiendo con el comienzo de los ensayos de la Quinta. En un solo día se exilió y se deportó a los campos de trabajo a 129 familias de la ciudad. La propia Shaporina se sentía como en una pesadilla. «No dejo de pensar que estoy dentro del cuadro El último día de Pompeya, de Briullov. Las columnas se desploman a mi alrededor, una detrás de otra, sin parar. Las mujeres pasan corriendo a mi lado, huyendo con la mirada llena de terror.» El 10 de octubre Shaporina escribía que sentía cómo le subían las náuseas por la garganta «cuando oigo con cuánta tranquilidad puede decir la gente: "A ése lo han fusilado, a ese otro lo han fusilado, fusilado, fusilado"». La palabra estaba constantemente en el aire, reflexionaba Shaporina, pero se decía sin emoción. «La gente decía "Lo han fusilado" como si estuviera diciendo "Ha ido al teatro".»

Era muy raro oír aquellas ráfagas. Los únicos ruidos del Terror eran los coches que pasaban por la calle para efectuar los arrestos nocturnos, los golpes en las puertas —«secos, insoportablemente explícitos», decía Nadezhda, la esposa del poeta Ósip Mandelstam,[5] que fue detenido— y de vez en cuando alguna voz gritando. Los sonidos no podían oírse más allá de los sótanos donde ejecutaban a los detenidos. Shaporina los oyó tan sólo una vez, la madrugada del 22 de octubre. «Me desperté a eso de las tres, y no pude volver a dormirme hasta después de las cinco», escribía:

 

No había tranvías, fuera había un silencio absoluto, salvo por algún coche que pasaba de vez en cuando. De repente oí una ráfaga de disparos. Y después otra, al cabo de diez minutos. Los disparos prosiguieron a ráfagas, cada diez, quince o veinte minutos, hasta poco después de las cinco. Entonces empezaron a circular los tranvías, la calle recobró su habitual ruido matutino. Abrí la ventana y me puse a escuchar, intentado averiguar de dónde provenían los disparos. […] La fortaleza de Pedro y Pablo está cerca. Era el único lugar donde podían estar disparando. ¿Estaban ejecutando a alguien? Al fin y al cabo, entre las tres y las cinco de la madrugada era imposible que se tratara de unas prácticas de tiro. ¿A quién estaban fusilando? ¿Y por qué?

 

Oía mencionar nombres de personas conocidas. «Vitelko, un cantante que acababa de cantar en un concurso. […] Natalia Sats, la directora del Teatro del Joven Espectador…» En cuanto a Malajovski, un colega de Shostakóvich, compositor de bandas sonoras de películas, los rumores que oía Shaporina sobre él eran «tan espantosos que tenías que taparte los oídos —pero su esposa ya está en Alma Atá, y desde allí los van a enviar, a las "regiones", es decir, al puro desierto…».

Anna Ajmátova llevaba diecisiete meses haciendo cola delante de la cárcel, en Leningrado, cuando alguien la llamó por su nombre. La mujer que estaba detrás de ella, con los labios morados de frío, se dio cuenta de que era la famosa poeta. Le preguntó en voz baja —todo el mundo hablaba en voz baja—: «¿Y usted puede dar cuenta de esto?». Ajmátova respondió «Puedo». Y entonces, «algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro». Cumplió su palabra, en su poema «Réquiem»:

 

He aprendido cómo se hunden los rostros,

cómo bajo los párpados late el miedo

cómo surca el sufrimiento las mejillas

con trazo rígido de signos cuneiformes;

cómo los negros rizos y los rizos de oro

de repente se vuelven pálida plata,

cómo huye del labio dulce la sonrisa

y en la risita seca halla eco el terror.

Si ruego, no es sólo por mí: ruego

por todas nosotras, hermanas —en la desdicha— mías,

en el frío feroz y en el ardor de julio,

al pie de muros rojos que permanecieron sordos.[6]

 

Los muros de todas las cárceles de Leningrado eran de ladrillo rojo, un ladrillo desgastado y reblandecido. Aquélla era la cárcel de Kresty, situada sobre el terraplén del Nevá, cerca de la Estación de Finlandia, donde habían encerrado al marido de Ajmátova, el experto en arte Nikolái Punin:

 

De madrugada vinieron a buscarte.

Yo fui detrás de ti como en un duelo.

Lloraban los niños en la habitación oscura

y el cirio bendito se extinguió.

Tenías en los labios el frío del icono

y un sudor mortal en la frente. No olvidaré.

 

La matanza en el Ejército Rojo llegó al grado de paroxismo. Todos los militares que en mayo, cuando se produjo el arresto de Tujachevski, estaban al mando de alguna región militar, fueron fusilados o desaparecieron en el plazo de un año. A eso hay que sumarle 57 de los 85 comandantes de cuerpos del Ejército. Desapareció más de la mitad de los 406 comandantes de brigada. Los Estados Mayores de las regiones, y de los ejércitos, de los cuerpos y de las divisiones fueron objeto de una «limpieza». El comandante de la Artillería Roja, que tradicionalmente era el arma más prestigiosa de Rusia, fue fusilado. Tan sólo sobrevivieron cinco de los ochenta miembros de los más altos escalafones militares. La Armada perdió un número aún mayor de altos mandos que el Ejército. La Fuerza Aérea Roja sufrió una escabechina. Y las purgas no sólo afectaron a los oficiales de mayor rango. Entre las víctimas había diseñadores aeronáuticos, comandantes de carros de combate, un criador de caballos del Ejército en Asia Central, un antiguo cocinero que era director de avituallamiento del Ejército en la costa del Pacífico, y el director de una banda militar.

Un coronel, Iliá Stárinov, iba a bordo de un barco mercante que atracó en Leningrado, en su viaje de regreso desde Barcelona, a mediados de octubre. Volvía al cabo de un año dedicado a instruir a los republicanos españoles en materia de guerra con minas. Nada más llegar a su hotel se «enganchó» al teléfono para hablar con sus amigos del Ejército. En todos los números le contestó un extraño. Uno de ellos le dijo entre risas: «Bueno, ahora su amigo está en la clínica de un balneario». Poco después oyó por primera vez aquellas «breves y terribles palabras», que no dejaban lugar a dudas: «Se lo llevaron». Stárinov estuvo recorriendo Leningrado de un lado a otro hasta muy tarde, y después tomó un tren para Moscú. Llamó al timbre de un amigo suyo, de su mismo regimiento. Su amigo estaba nervioso. «¿Por qué llevas ropa extranjera?», le preguntó. «Porque he estado fuera. Todavía no he tenido tiempo de cambiarme.» Resultaba peligroso hablar con alguien que hubiera estado en el extranjero. «Perdóname, Iliá… pero ya sabes, en estos tiempos… Por cierto, se llevaron a Lukov y Lérmontov. Y no formaban parte de ningún grupo de oposición…» El hombre agachaba tanto la cabeza que su barbilla le tocaba el pecho.

S. S. Biriuzov, graduado por la Academia Militar Frunze, cuyo director fue ejecutado al mismo tiempo que Tujachevski, llegó para asumir su nuevo cargo de Estado Mayor en la 30.ª División de la Bandera Roja. Le comunicaron que, «en sentido estricto», la división no tenía mando alguno. El oficial al mando, los oficiales políticos, el jefe de Estado Mayor y los jefes de servicio habían sido detenidos. El chófer que fue a recoger a Biriuzov a la estación le dijo: «En el cuartel general del cuerpo, todos los jefes, desde los de más abajo hasta los de más arriba, han caído. ¡Qué cabrones son estos enemigos del pueblo! Lo tenían todo controlado». Con «sudores fríos», Biriuzov le preguntó al chófer: «Entonces, ¿quién está al mando de la división?». «Nadie —le contestó el chófer—. Salvo el jefe de la primera sección. El comandante Etsov todavía está vivo y coleando.» Habían purgado toda una división de fusileros hasta el grado de comandante.

Los alemanes permanecían atentos. En la purga que llevó a cabo Hitler en su propio Ejército a principios de 1938 fueron destituidos el ministro de Defensa, Werner von Blomberg, y el comandante en jefe, Werner von Fritsch, junto con otros catorce generales. Ni se les encarceló ni se les fusiló. La matanza que se produjo en Rusia invalidaba el respeto conseguido en las maniobras de Kiev. Era un claro indicio de una enfermedad en el seno del Ejército Rojo de la que, cuando llegara el momento, la Wehrmacht podía sacar provecho.

 

La Quinta Sinfonía se estrenó el 21 de noviembre de 1937 en la Sala Filarmónica, el lugar donde años más tarde la Séptima iba a provocar el mismo entusiasmo y la misma catarsis en el público. Es un edificio de una elegancia sobria y contenida, en la calle Mijailovskaya. Había sido construido hacía exactamente un siglo para el entretenimiento de la nobleza —bailes, conciertos y mascaradas—. Originalmente el suelo era llano, para bailar, pero más adelante, en 1904, se le dio una inclinación en dirección a la plataforma de la orquesta, y se colocaron hileras de lujosas butacas de madera clara, y bancos a los lados. Las galerías de las plantas superiores tenían plazas de pie. El auditorio tenía once columnas, frisos clásicos, y del techo colgaban ocho arañas de cristal. El zar se sentaba en el palco B, el segundo contando desde la orquesta, y que ahora era el coto privado de los gerifaltes del Partido. La acústica era de las mejores de Europa, y su impresionante blancura era de una magnífica sencillez.

Shostakóvich había compuesto su nueva sinfonía en la forma clásica, con cuatro movimientos, clara y accesible para todo el mundo, que iba pasando de un trágico modo menor a un final triunfal en modo mayor, igual que la Quinta de Beethoven. Era una obra variada, tierna en algunos momentos, y después áspera, casi estridente, con apuntes de canciones populares, de valses, y de la habanera de Carmen, y momentos de clímax que rayaban en la histeria, antes de replegarse. El tercer movimiento, largo, era el corazón de la sinfonía. Primero el oboe, luego el clarinete, y después la flauta interpretan melodías largas y evocadoras, que resuenan con la solitaria tristeza de una panijida, el réquiem ortodoxo, acompañadas por el trémolo de los arcos. Así se va llegando hasta un fortissimo de dolor, donde los violonchelos toman el relevo del adiós, y los contrabajos añaden notas de agudo dolor. El último movimiento, allegro non troppo, restablece una sensación de esperanza y supervivencia.

Los primeros ensayos habían sido frustrantes para Mravinski. Era inexperto —«mi juventud… mi ignorancia»— y necesitaba desesperadamente ayuda del compositor para interpretar la obra. No la tuvo. «Por muchas preguntas que le hacía —contaba Mravinski—, no conseguía sacarle absolutamente nada.» La condena de la Cuarta había suscitado una enorme reticencia en Shostakóvich; Mravinski tuvo que confiar en su astucia. Se sentaba al piano cuando trabajaban juntos, y deliberadamente usaba un tempo incorrecto. «Dmitri Dmítrievich se enfadaba, me interrumpía, y me mostraba el tempo adecuado.» Al cabo de cinco días, Shostakóvich, al que le había molestado «una pregunta en cada compás sobre todas y cada una de mis ideas», admitió que Mravinski hacía bien en preguntarle: «Un director no debe limitarse a cantar como un ruiseñor». Se estaba gestando uno de los grandes momentos de la historia de la música.

La Quinta se desplegó ante su primer público con una «especie de fuerza eléctrica». Era como «pasear alrededor de un matadero», por las calles adyacentes, respirando un «aire saturado de olor a sangre y a carroña». En aquel santuario bordeado de columnas, los asistentes lloraban abiertamente durante el largo, mientras la música daba rienda suelta a sus tensiones y sus miedos. Durante el final, los espectadores se pusieron en pie uno tras otro, e iniciaron una ovación que acabó siendo atronadora. Un veterano le dijo a Isaak Glikman, amigo de Shostakóvich, que sólo había visto una vez una emoción y una apoteosis semejantes, y había sido en ese mismo auditorio, durante el estreno de la Sexta de Chaikovski. Al final, Mravinski levantó la partitura por encima de su cabeza para dejar bien claro que aquel momento no le pertenecía a él, ni a sus intérpretes, sino al compositor.

En Rusia no era posible ninguna manifestación abierta. Pero el público congregado en el auditorio de Leningrado expresó su amor por la música de Shostakóvich, su espanto ante la extensión del Terror al mundo del arte, y su compasión por el compositor como víctima, en una ovación con la gente de pie que duró media hora. Mijaíl Chulaki, el director artístico de la Sala Filarmónica, no era un admirador incondicional de Shostakóvich —le había criticado por formalista—, pero captó la necesidad del público: había entendido que estaba en juego el futuro de un hombre joven, y había «acudido a apreciar al compositor, no sólo como músico, sino como un hombre de una pureza cristalina».

El público exigía la presencia de Shostakóvich en el escenario, y él subió, «pálido a más no poder, mordiéndose los labios». Los aplausos y las peticiones no cesaban, pero sus amigos se daban cuenta de que eso podía verse como una provocación —una «reacción de indignación ante el terrible hostigamiento al que habían sometido a Mitia»— y Shostakóvich se retiró. Hizo bien. Los altos mandatarios del mundo de la música también se dieron cuenta de las implicaciones, y no les gustaron.

La ovación venía a acallar los «saludables sentimientos» de «duda y crítica negativa» que se habían asociado con Shostakóvich, se quejaba Isaak Dunayevski, presidente del Sindicato de Compositores de Leningrado. La Quinta, añadía amenazadoramente, «no auguraba nada bueno para el futuro de la música sinfónica soviética». Desde Moscú enviaron a dos altos funcionarios para investigar. Asistieron a la segunda interpretación, y dejaron caer un torrente de comentarios cáusticos: los asistentes «habían sido escogidos uno por uno, […] no eran como la gente normal que asiste a los conciertos; […] el éxito de la obra ha sido un montaje escandaloso». De nada servía que les garantizaran que las entradas se habían vendido en la taquilla de la forma habitual. Se mostraron «implacables».

A pesar de todo, la Quinta sobrevivió. La sinfonía superó la prueba de fuego de una crítica que escribió Alexéi Tolstói para el diario Izvestia. Le parecía que la obra conectaba con la experiencia proletaria, «esencialmente optimista», y que era heroica, en un sentido colectivo, y no individual. Tolstói, el «camarada conde», era un aristócrata, un antiguo oficial blanco exiliado en París que había regresado a Rusia, y su supervivencia dependía de su habilidad para olfatear los cambios de aire político, así como de su suerte y su capacidad de halagar. Shostakóvich estaba lo suficientemente rehabilitado como para merecerse los elogios de Mijaíl Grómov. Grómov, un héroe de la aviación, se había convertido en un «portavoz para todo» del Partido tras romper el récord mundial de distancia de vuelo sin escalas desde Moscú hasta San Jacinto, en California, sobrevolando el Polo Norte. El compositor había crecido en estatura, decía el aviador, un crecimiento «instigado por unas críticas severas y justas».

Fue una línea que siguió el propio Shostakóvich. Se publicó un reportaje de portada sobre su figura en el Vechernyaya Moskva el 25 de enero de 1938, mientras Shostakóvich se preparaba para el estreno de la Quinta en Moscú. El titular rezaba: «Mi respuesta creativa». Decía que el Pravda y el resto de sus críticos habían dado en el clavo. Que le encantaría que el «oyente exigente» fuera ahora capaz de «detectar en mi música un giro hacia una mayor claridad y sencillez». Se decía, según Shostakóvich, que la Quinta era «la respuesta creativa práctica de un artista soviético a una crítica justa». Eso le había proporcionado un placer especial.

Las emociones que se desataron en Leningrado no estaban fuera de lugar. Shostakóvich afirmaba que era «el Hombre, con todos sus sufrimientos, lo que yo veía en el centro de esta obra». No obstante, añadía prudentemente que el final resolvía la tragedia en un «plan optimista, que se reafirma en la vida». La tragedia soviética tenía todo el derecho a existir, decía, pero «su contenido debe estar teñido de una idea positiva». Era una tontería de lo más conveniente, y él lo sabía. Poco después estuvo hablando de la Quinta con el director de orquesta Borís Jaikin. «He terminado mi sinfonía en fortissimo y en modo mayor —afirmaba—. Todo el mundo dice que es una sinfonía optimista que reivindica la vida. Me pregunto lo que dirían si la hubiera terminado en pianissimo y en modo menor.» Jaikin nunca había oído la censurada Cuarta Sinfonía, con su final en pianissimo y en modo menor. Años más tarde, cuando la escuchó, comprendió el exquisito cinismo del comentario de Shostakóvich.

 

El compositor empezó a trabajar en la música para Velikiy grazdanin (El gran ciudadano), una película en dos partes sobre la vida y el asesinato de Kírov. La Yezhovshchina, consecuencia de aquel asesinato, seguía haciendo estragos a su alrededor.

 

Anna Ajmátova escribía que se habían llevado a tanta gente que «la ciudad de Leningrado colgaba de sus cárceles como un apéndice inútil». Aleksandr Solzhenitsyn, que narró en su libro Archipiélago Gulag el tiempo que pasó en los campos, se dio cuenta de que Leningrado sufría un «ataque frontal»: «Tan sólo en determinados lugares, sobre todo en Leningrado, donde detenían a las esposas y los ChS —"familiares"— a gran escala».

 

Los grupos más pequeños eran vulnerables. Se «hizo una limpieza» de coleccionistas de sellos. Todo el mundo exterior era hostil —la Unión Soviética era entonces el único Estado comunista del mundo—, de modo que lo más lógico era que nadie que no fuera un espía enemigo tuviera en su poder sellos alemanes o británicos. En el Museo del Hermitage se descubrieron «espías alemanes» en el Departamento de Numismática y Antigüedades, y un conservador ya anciano, que coleccionaba armas y armaduras antiguas, fue condenado por almacenarlas para «su empleo en una insurrección armada».

Aniquilaron a los orientalistas de la ciudad. Andréi Vostrikov sólo tenía treinta y cinco años en 1937, pero ya se había ganado cierto prestigio internacional en el campo de la historia y la filosofía del Tíbet y de Mongolia. Recibió una visita del NKVD la noche entre el 8 y el 9 de abril de 1937. El 26 de septiembre ya habían conseguido sacarle todo lo que querían —los nombres de sus cómplices en su «doble juego»— y le fusilaron. A continuación procedieron a liquidar a los demás.

Vostrikov había sido discípulo de F. I. Stcherbatski en un departamento de la Universidad de Leningrado que se enorgullecía de su serie titulada «Bibliotheca Buddhica». Su publicación se suspendió. Stcherbatski fue detenido por propagar «popovshchina india» —la palabra rusa para denominar el oscurantismo religioso, que estaba prohibido, y falleció en el exilio, en Kazajistán. Borís Vasiliev era un experto en la influencia del confucianismo sobre la literatura china. Cuando los estudiantes volvieron a clase en septiembre, después de las vacaciones, el nombre de Vasiliev se había esfumado de los listados de la universidad.

Yulian Shutski era un poeta y pintor que se doctoró en Filosofía china en junio de 1937. Fue detenido el 3 de agosto y nunca volvió a saberse nada de él. Nikolái Nevski era el estudiante de literatura, religión y etnografía japonesas más brillante de su generación. Escribía sus artículos de investigación en japonés. Sus trabajos siguen estudiándose en Japón hoy en día. El autor fue detenido el 3 de octubre de 1937 y desapareció. También detuvieron a los «maestros de filosofía budista», de etnia buriata o calmuca, que vivían en Leningrado. Arrestaron a todo el personal del Instituto del Norte, salvo a los confidentes del NKVD que trabajaban allí.

La ciudad tenía una larga tradición en astronomía. Su gran observatorio de Pulkovo estaba a punto de celebrar su centenario. 27 de los principales astrónomos desaparecieron entre 1936 y 1938. La mayor oleada de desapariciones se produjo a raíz de la detención de B. V. Numerov, director del Instituto Astronómico de Leningrado, en noviembre de 1936. Le acusaron de los delitos de estragos, espionaje y terrorismo por orden de la Alemania fascista. A raíz de su interrogatorio, confesó esa lista disparatada de acusaciones, e implicó como cómplices de la conspiración a casi todos sus colaboradores de Leningrado. A Numerov le condenaron en principio a diez años de cárcel; a los compañeros que nombró, los ejecutaron. El director del Observatorio de Pulkovo, el brillante Borís Gerasimovich (cuyo apellido da nombre a un cráter de la Luna) fue fusilado en junio de 1937. En cuanto a Numerov, que fue encarcelado en la localidad de Oriol, le fusilaron el 13 de septiembre de 1941, durante el avance alemán sobre la ciudad.

La muerte del destacado arquitecto Mijaíl Ojitovich tuvo preocupantes implicaciones para Shostakóvich. Al igual que el compositor, Ojitovich era una de las grandes estrellas de su profesión y blanco de la malicia y el rencor de otros colegas con menos talento que él. También él tuvo un encontronazo con el Pravda, que le atacó el 20 de febrero de 1936. Fue una escalofriante repetición del artículo sobre Lady Macbeth, titulada «Cacofonía en arquitectura». Era obra de Karo Alabian, presidente del VOPRA, una asociación de arquitectos proletarios. Estaba molesto por el poco respeto que le mostraba el OSA de Ojitovich, un grupo de arquitectos modernistas.

Alabian acusaba a Ojitovich y a los modernistas de «desviacionismo trotskista», de «nacionalismo burgués» y de «chovinismo de las grandes potencias». «Dentro de Ojitovich —se decía en el artículo—, habita el espíritu de un viejo trotskista.» El Sindicato de Arquitectos envió una carta de denuncia al NKVD. El sindicato se comprometía a deshacerse de los «trotskistas y demás elementos contrarrevolucionarios y antisoviéticos […] y de todo el exceso de equipaje y de almas muertas». Además, Alabian cultivaba la amistad con Lazar Kaganovich, un miembro del Politburó conocido como «Lazar de Hierro» por su ferocidad, y cuya firma puede encontrarse en muchas listas de ejecuciones. Alabian se convirtió en informador personal de Kaganovich y se dedicó a denunciar a sus colegas, al tiempo que un «frenesí de purgas» arrasaba el mundo de la arquitectura. Los modernistas fueron barridos del mapa a manos de la brutalidad estalinista. Ojitovich fue fusilado en los campos en 1937.

También se reprimía a los músicos. Nikolái Chelyapov, presidente del Sindicato de Compositores de Moscú, se convirtió en el chivo expiatorio por sus «deficiencias». Dirigía la publicación Sovyetskaya Muzika, desde donde apoyaba la «monumentalidad de las sinfonías […] y los oratorios». Fue relevado de su cargo tras las duras críticas recibidas en la asamblea del sindicato de diciembre de 1936. En junio de 1937 se publicaron sendos artículos críticos en el Izvestia y en el Pravda, donde se denunciaba su «enorme responsabilidad» por la desintegración de los asuntos del sindicato. Se le designaba «enemigo del pueblo» en una lista que puso en circulación el Comité de las Artes en otoño de 1937. Chelyapov desapareció.

Serguéi Rimski-Kórsakov, un entusiasta de la música aunque era economista, pertenecía a la aristocrática familia del gran compositor, y era sobrino bisnieto de Chaikovski. Debido a su noble linaje, en 1935 le exiliaron de Leningrado a Oremburgo, donde de nuevo fue detenido y fusilado en agosto de 1937. La decana del Conservatorio de Moscú, Ksenia Dorlyak, fue denunciada y destituida. Su delito también consistía en ser descendiente de una familia noble y, por consiguiente, mantener contactos con los enemigos del pueblo.

No denunciar el formalismo resultaba peligroso. Al compositor Guénrij Litinski, a la sazón director del Departamento de Composición del Conservatorio de Moscú, se le había relacionado con Shostakóvich en las denuncias contra Lady Macbeth, en 1936. Ahora se decía en tono amenazador que «no había llevado a cabo una autocrítica genuina». Fue vapuleado por la prensa por ser un «formalista impenitente y pertinaz», un «compositor sin talento» y una persona a la que no se podía confiar la formación de los jóvenes compositores. Uno de los alumnos de Litinski, Mijaíl Duschky, había compuesto una sinfonía sobre los bandidos de Ucrania, una obra que se consideró «políticamente dañina» y «contrarrevolucionaria». Fue expulsado del Conservatorio.

 

El Gulag tenía su propia sección de educación cultural, el KVCh. De entre los prisioneros se reclutaba a los músicos, a los cantantes y a los actores para formar conjuntos de coros y danzas, que representaban piezas como La balada de Stalin, Las meditaciones cosacas sobre Stalin o La canción del NKVD. El violinista Georgi Feldgun, arrancado de las salas de conciertos de Leningrado, se encontró un buen día tocando para unos cuantos delincuentes en un pequeño campo de tránsito en Vanino, un puerto carbonero de la costa del Pacífico donde los presos esperaban a ser trasladados a las minas de Magadán. «Aquí estamos, en el fin del mundo —decía Feldgun—, y estamos tocando una música eterna que se compuso hace más de doscientos años, estamos tocando música de Vivaldi para cincuenta gorilas.»

Los jefes de los campos competían entre sí por tener la mejor orquesta, y mantenían a los músicos en unas condiciones relativamente lujosas. Un zek —no sin cierto orgullo, los presos se llamaban a sí mismos zek, una abreviatura de «encarcelado»; los carceleros, con brutal indiferencia, les llamaban pyl, «polvo»— se quedó atónito al ver los barracones de los músicos en un campo de Magadán. «Las literas estaban pulcramente cubiertas con mantas —decía—, tenían colchones y almohadas. En la pared, una tuba, una trompa, un trombón, una trompeta. […] Los músicos tienen empleos muy cómodos.» Aunque no siempre era así.

El compositor Vsevolod Zaderatski fue un extraordinario superviviente de los campos. Durante la guerra le había enseñado música a Alexéi, el hijo y heredero del zar. Cuando su joven alumno fue asesinado por los bolcheviques junto con sus padres y hermanas, Zaderatski se unió a los ejércitos blancos. Fue hecho prisionero en Ucrania en 1920, al final de la guerra civil. En la habitación donde les tuvieron recluidos a él y a un grupo de oficiales antes de fusilarles había un piano de cola. Zaderatski se puso a tocar, y lo hizo maravillosamente. Félix Dzerzhinski, fundador de la cheka, la policía secreta precursora del NKVD, le oyó. A la mañana siguiente, a instancias de Dzerzhinski según el propio Zaderatski, él fue el único prisionero al que no fusilaron.

Seis años después, cuando a duras penas conseguía ganarse la vida, Zaderatski fue detenido y condenado a dos años por haber sido oficial del Ejército Blanco. Cuando recobró la libertad, empezó a componer de nuevo piezas vanguardistas e innovadoras. Ingresó en la AMC, la Asociación para la Música Contemporánea, que estaba abierta al modernismo y a los estilos occidentales. Shostakóvich también estaba muy vinculado a la AMC, que entró en conflicto con la ARMP, la Asociación Rusa de Músicos Proletarios. El Sindicato de Compositores, dominado por la ARMP, se formó en 1932. Obligaron a Zaderatski a afiliarse a él, y tuvo que componer una pieza de muestra. Compuso una sinfonietta para cuerda. Fue muy mal recibida, y su autor fue expulsado de Moscú y desterrado a Yaroslavl. Allí se dedicó a enseñar y formó una orquesta. En 1937, después de que su orquesta tocara piezas de Wagner y de Richard Strauss, volvieron a detenerle, acusado de promover música fascista. Le enviaron a Magadán, el punto de tránsito a orillas del mar de Ojotsk para los zeks que enviaban a trabajar como esclavos en las minas de oro, plata, estaño y carbón de la región de Kolymá. Zaderatski se libró de las minas y trabajó en un campo maderero. Allí, en una zona donde las temperaturas alcanzaban los −50°C, y donde los cuerpos de los presos que se desplomaban entre el arbolado sin que nadie se diera cuenta se quedaban congelados como bloques de hielo, Zaderatski compuso un ciclo de 24 preludios y fugas para piano, escribiendo la música a lápiz en un fajo de impresos de telégrafos, el único papel de que disponía. En 1939, estando todavía en Magadán, compuso una sonata para piano en mi bemol menor. Sobrevivió y logró llegar a Lvov tras su puesta en libertad. Trabajó en el Conservatorio de Lvov, y siguió componiendo —dos conciertos de piano para niños— hasta que unos musicólogos de Moscú visitaron el Sindicato de Compositores de Ucrania en 1950. Reconocieron a Zaderatski como un antiguo enemigo del pueblo, y le denunciaron. Murió de insuficiencia cardiaca pocos días antes que Stalin.

Otros compositores de la AMC, próximos a Shostakóvich, también lo pasaron mal. Aleksandr Mosolov, conocido en su primera etapa por sus piezas futuristas para piano, le escribió una carta a Stalin quejándose de que la «permanente insistencia […] de los músicos proletarios» le hacía imposible trabajar. Stalin se mostró indiferente. Mosolov fue expulsado del Sindicato de Compositores en 1936. Fue detenido en noviembre de 1937, acusado en virtud del Artículo 58.10, sobre agitación y propaganda antisoviética, una ley que lo abarcaba casi todo. Fue condenado a diez años en los campos de trabajo.

Los denunciantes de la ARMP realizaron toda una serie de acusaciones —«contrarrevolucionario… ajeno al proletariado… enemigo de clase… trotskista… saboteador…»— contra Nikolái Roslavets, compositor, violinista y modernista. Su obra, y su fuente de sustento, desapareció. Un grave ataque al corazón se lo llevó antes de que le juzgaran.

 

En Leningrado, las víctimas procedían de todos los ámbitos. El Terror golpeaba hasta en el último rincón. No se libraba nadie, ni siquiera en el NKVD. Cuando cayeron Yagoda, primero, y más tarde Yezhov, les siguieron ante el pelotón de fusilamiento docenas de oficiales y agentes. En el Leningradskii martirolog figuran 16.062 personas que fueron ejecutadas entre agosto y finales de diciembre de 1937. La cifra total probablemente es superior en «varios miles», ya que no se han encontrado todos los detalles. Todas esas ejecuciones fueron «políticas». Casi todas sus víctimas fueron condenadas en virtud del Artículo 58, la mayoría condenadas por las troikas de tres hombres que estaban a las órdenes del Consejo del NKVD de Leningrado, o por las dvoikas de dos hombres del Comité Regional del NKVD y la fiscalía.

La Orden 00447 promulgada por Yezhov el 31 de julio de 1937 establecía un plan de cuatro meses para la «represión de antiguos kulaks, criminales y otros elementos antisoviéticos», de los que acabarían fusilando a 75.000, y enviando al Gulag a otros 193.000. La operación se prorrogó varias veces, y las ejecuciones acabarían aproximándose a la cifra de medio millón de personas. Incluso el objetivo mínimo marcado por Yezhov para Leningrado —4.000 elementos de «Categoría 1» que había que fusilar de inmediato, y otros 10.000 que había que enviar a los campos— excedía de la capacidad del NKVD para enterrar a sus víctimas en los cementerios municipales y en los campos de tiro de artillería de Rzhevka.

Se encontró un nuevo emplazamiento en el bosque, cerca de Levashovo, a un lado de la carretera que discurría hacia el norte, hacia Finlandia, a veinte kilómetros del centro de Leningrado. El lugar tenía un suelo poco denso cubierto de pinos que rezumaban resina. En agosto de 1937 empezaron a ocultar allí los cadáveres.[7]

 

El martirolog muestra que, aunque todo el mundo corría peligro, algunos estaban más expuestos que otros, en ocasiones muchísimo más. Era el caso de los ciudadanos no rusos, y sobre todo de los polacos. La proporción de polacos fusilados fue la misma que la de rusos, algo más de un tercio del total de cada uno de ellos, pero mientras que los rusos eran el 86% de la población de la ciudad, los polacos suponían tan sólo algo más del 1%. Los ciudadanos de etnia alemana también se vieron gravemente afectados, con una tasa de ejecuciones seis veces mayor que la proporción de la población que representaban. Los finlandeses, los letones y los bielorrusos también corrían grave peligro. A los judíos les afectó menos, ya que representan el 10,5% del número total de ejecuciones, para un 6,7% de la población. Aunque los soviéticos eran menos antisemitas que los nazis, persiguieron a los polacos y a otras minorías étnicas con una ferocidad parecida.

La mayoría de las víctimas era de mediana edad, con una media de cuarenta y seis años, y muy pocas de menos de veinte. Procedían de todas las ocupaciones, y en su mayoría eran obreros de baja cualificación. La intelligentsia también se llevó su parte, igual que los trabajadores no manuales y los ingenieros superiores: debido a su perfil, destacaban por encima del gran número del resto de víctimas.

De la vida corriente y de la muerte singular de la mayoría de las víctimas no sabemos más que un nombre, un lugar de nacimiento, una ocupación, y el epígrafe del Artículo 58 en virtud del cual fueron condenadas a muerte. Sabemos muchas cosas de los últimos días de Alfons Alfonovich Felten, de treinta años, ingeniero, fanático de las motos y padre de familia, porque ha sobrevivido el expediente de su interrogatorio.

 

Los últimos vistazos de Alfons Felten sobre la ciudad que le había visto nacer estuvieron impregnados de la magnificencia del lugar. Tres agentes del NKVD —tan sólo se hizo constar la identidad del oficial que llevó a cabo la detención, el Agente N69R— fueron a buscarle poco antes de la medianoche del 31 de octubre de 1937. Vivía en el número 43 de la calle 4 de la isla Vasilievski, un robusto bloque de granito y ladrillo enlucido, con frontones en las ventanas, situado frente a un pequeño parque infantil, en una amplia avenida bordeada de árboles que discurría a lo largo de la orilla del Nevá.

Sus magníficos apartamentos de la época zarista se habían dividido en kommunalkas.[8] Felten vivía en la última planta. Era una subida agotadora. No había ascensor, y se llegaba hasta ella por una amplia escalera que tenía una barandilla de hierro forjado y madera, con 30 peldaños por cada planta, cinco plantas en total. Una salida de emergencia conducía a la azotea desde el rellano que había frente a la puerta de la vivienda de Felten. Él no tuvo la mínima oportunidad de utilizarla.

Los agentes del NKVD registraron la habitación de Felten y le condujeron hasta el automóvil que los estaba esperando. El coche recorrió la avenida, giró a la izquierda por el muelle de la Universidad, pasó por delante del Palacio Ménshikov, desde donde se veía la cúpula de la catedral de San Isaac y la aguja del Almirantazgo destacando en lo alto contra el cielo en la otra orilla del oscuro río, en cuyas aguas se reflejaban las austeras fachadas de tonos azules, blancos y dorados del Hermitage y del Palacio de Invierno.

Dejaron atrás las columnas rostrales de color rojo oscuro que hay en un extremo de la isla Vasilievski, antiguamente iluminadas como balizas para los barcos, y cruzaron el río hasta el Lado de Petrogrado. El muelle discurría por delante de la esbelta y audaz aguja de la catedral de Pedro y Pablo, que se eleva hasta los 120 metros por encima de la fortaleza que la rodea, el símbolo de la sufrida belleza de la ciudad. Dejaron atrás el chalet donde, en 1703, Pedro el Grande empezó a planificar la ciudad, y finalmente cruzaron el Nevá por el puente de Liteiny. El coche giró a la izquierda y enfiló la calle Shpalernaya. Allí estaba su destino, la Bolshói Dom, cuartel general del NKVD.

Llegaron de madrugada. El formulario de la detención lleva fecha del 1 de noviembre. El Agente N69R iba rellenándolo a medida que interrogaba a Felten. Como fecha de nacimiento figura el «2 de julio de 1907», y el lugar de nacimiento la «isla Vasilievski». Era un leningradés de pura cepa.

 

Ocupación: jefe de pruebas, personal técnico de la Fábrica Octubre Rojo.

Pertenencias en tierra y bienes en el momento de la detención: ninguno.

Pertenencias antes de 1927, antes de 1917: ninguna. [Se trataba de una pregunta peligrosa. Había sido concebida para atrapar a la burguesía prerrevolucionaria, y a los «hombres de la NEP» —los que habían prosperado como comerciantes durante el breve interludio de la Nueva Política Económica, que duró hasta 1927. Felten pasó la prueba sin ningún percance.]

Estatus social en el momento de la detención: obrero fabril. [Eso habría sido una bendición en 1935, cuando las «personas de antes» caían como moscas. Pero ahora todo el mundo corría peligro.]

Subrayar educación: superior secundaria primaria analfabeto. Especificar: Terminó 6.º curso [bachillerato].

¿Sirvió en el Ejército del zar?: no. [Un «sí» no resultaba fatídico, pero sí comprometedor.]

¿Sirvió en el Ejército Blanco?: no. [Un «sí» resultaba sumamente peligroso.]

¿Sirvió en el Ejército Rojo?: 1919-1923.

Nacionalidad: rusa.

Ciudadanía: soviética.

Partido: ¿Desde cuándo? ¿Número de carnet del Partido?: no pertenece al Partido [Era más seguro no tener vínculos con el Partido.]

Procesamientos anteriores —condenas— y dónde cumplió las penas: ningún juicio ni condena previos.

Salud: sano. Estatus familiar: madre: Felten Sof. [Sofia] Edad: 65, ama de casa.

Hija: Felten T. Edad: 15, estudiante. Rasgos distintivos: ninguno.

Fecha del arresto y por quién: 31 de octubre de 1937. Agente N69R.

Lugar del cautiverio: Leningrado.

Razón del arresto: 59-12.

 

Felten firmó el formulario y le puso fecha de 1 de noviembre.

Al principio le inculparon en virtud del Artículo 59 del Código Penal, que tenía que ver con «delitos peligrosos sin propósitos contrarrevolucionarios». Habitualmente eso conllevaba una temporada en los campos, pero no la ejecución. El epígrafe 59-12 se refería a la infracción de las normas sobre cambio de divisas. Resultaba muy conveniente para detener a Felten, ya que el NKVD sabía que su hermana y su cuñado vivían en Berlín.

Muy pronto quedó claro que le iban a endosar algo mucho peor que «un 59». Su cargo de técnico superior en la fábrica Octubre Rojo abría la posibilidad de acusarle de estragos. La fábrica era un importante centro de producción de motores para la aviación, los carros de combate y los vehículos blindados. Su departamento de pruebas era responsable del control de calidad. Resultaba muy fácil echarle la culpa a su personal de cualquier defecto o incumplimiento de los objetivos de producción. Esos delitos correspondían al Artículo 58 del Código Penal, el apartado que se ocupaba de los crímenes contrarrevolucionarios. En la mayoría de los casos, una imputación por el Artículo 58 significaba la pena de muerte.

Felten fue interrogado por un teniente de policía de la Sección 3 del NKVD, que firmó con sus iniciales, G.V. El teniente se ocupó brevemente del asunto de los familiares de Felten en Berlín. Su auténtico interés eran sus conocidos de Leningrado: «Cuéntame más cosas sobre ellos».

Eran amigos suyos, con los que compartía su interés por los deportes del motor. Tres de ellos —Felten nombró a Pável Petrovich Voroshalkin, a Pável Petrovich Dolgopolov y a Georgi Konstantinovich Skrobaskin— trabajaban en el gran club deportivo Dinamo. Era un club conocido sobre todo por su equipo de fútbol, del que Shostakóvich era seguidor, pero también tenía campos de tenis, piscinas y pistas de atletismo. Su ubicación a orillas del Nevá hacía que fuera ideal para la práctica del remo.

Voroshalkin era el secretario de su floreciente club del motor, Dolgopolov trabajaba en el garaje y Skrobaskin era un inspector de conducción. Otros dos amigos, Fiódor Karlovich Schwarz y Alexéi Afansevich trabajaban en el garaje de un servicio de taxis estatal. Todos eran muy aficionados a montar en moto.

Entonces G.V. le pidió a Felten que enumerara a sus conocidos que trabajaban en la fábrica Octubre Rojo. Felten dijo que tenía «buenas relaciones de amistad» con tan sólo tres compañeros de trabajo. Semión Ilich Kromy y Aaron Akinovich Garkovy estaban en la Unidad 9 de la planta, como director y segundo respectivamente. También estaba Kuzhelev —no constan ni su nombre de pila ni su patronímico—, que era director de la oficina de construcción.

Durante el mes siguiente, Felten fue sometido a la «cinta transportadora», y era constantemente interrogado por un subteniente, G. B. Horsun, y otros dos agentes del NKVD, Popov y Nerelnut. No sabemos si a Felten le torturaron y le privaron del sueño. El hambre de víctimas que tenía Yezhov alcanzó su máxima cota a finales del otoño de 1937. Los interrogadores tenían que vérselas con un montón de casos pendientes, y era necesario arrancar las confesiones a toda prisa.

Entre los amigos que Felten mencionó en su primer interrogatorio, Semión Kromy también había sido detenido. Es posible que a Felten le dijeran que Kromy había confesado y que le había incriminado, y viceversa. Era la estratagema habitual. Sea como fuere, en algún momento a finales de noviembre, Felten se derrumbó. Admitió que conocía a Wilhelm Augustinovich Zamermayer, que también era ingeniero, de ascendencia alemana, y entusiasta de las motos. A Zamermayer ya le habían condenado por espiar para Alemania y fue fusilado.

La «confesión» de Felten encajaba al dedillo, tal y como la redactó Horsun en la última sesión de los interrogatorios, el 1 de diciembre.

«¿Conoce usted a Zamermayer?» Un «sí» habría significado el fin para Felten.

«Sí. Zamermayer, Wilhelm Augustovich. Le conocía porque me lo presentaron en la Casa de Cultura de Alemania en 1932.» El patronímico ruso indica que el «espía» ejecutado había nacido en Rusia. La fecha —antes de la llegada al poder de Hitler— también indica que no era un refugiado comunista alemán.

«¿En qué se basaba la amistad entre ustedes?»

«La principal razón de que intimáramos fue nuestro interés por el motociclismo. Cuando él se enteró de que yo era motociclista, estuvimos hablando de las distintas motos, y por eso empezamos a llevarnos bien. Nos veíamos en la Casa de Cultura de Alemania hasta que la cerraron, en 1933. Posteriormente nos veíamos en mi club.» Las asociaciones culturales de las minorías soviéticas habían sido erradicadas a medida que aumentaba la psicosis contra los extranjeros durante los años treinta. Felten se había inscrito en el club de deportes del motor Dinamo.

«¿Se considera usted culpable por haber seguido en contacto con Zamermayer?»

«Sí. Admito que soy culpable. En 1935, Zamermayer me reclutó como espía-agente para Alemania…»

«¿Qué tipos de encargos le hacía?» «Zamermayer me encomendó provocar estragos en la fábrica Octubre Rojo, interrumpir o ralentizar la producción en la fábrica, y reclutar a un grupo de trabajadores de la planta para que trabajaran conmigo.» Una parte de este párrafo estaba subrayado en la página.

«¿Que hacía usted?»

«Entre 1935 y marzo de 1937 me reuní siete u ocho veces con Zamermayer. Le entregaba informes por escrito de la producción en Octubre Rojo. De esa forma, le daba pruebas de la producción de piezas de carros de combate, como cajas de cambios, cilindros para los tanques T-26 y T-46, y sobre los motores Libertad, con los que asimismo van equipados los tanques. También sobre las motocicletas L-300, sobre todo las que iban destinadas al Ejército. Todas esas pruebas se las entregaba en mi apartamento.»

«¿El grupo de espías se organizó en la fábrica tal y como sugirió Zamermayer?»

«Acabo de formar un grupo en la fábrica Octubre Rojo. Lo integran el director de la Unidad 7, Kromy, y el director de producción Jaroslav Serguéyevich Dmitrazh.» En el primer interrogatorio se decía que Kromy era el director de la Unidad 9; pero daba lo mismo.

«¿De qué forma los reclutó usted?»

«Al recibir instrucciones del espía-agente alemán Zamermayer para crear el grupo de saboteadores en la fábrica Octubre Rojo, pensé en las personas que conocía mejor. Recluté a Kromy y a Dmitrazh porque me parecían más de fiar y porque tenía más intimidad con ellos. Después de cierta interacción con esas dos personas en mi apartamento y en la fábrica, les planteé la cuestión de su participación en la tarea que me habían encomendado, y recibí una respuesta positiva en ambos casos.» Aquellos expedientes de la policía secreta, donde se hablaba una y otra vez del «espía-agente alemán», de la «interacción» y de las «respuestas positivas» resultaban sumamente aburridos, monótonos y repetitivos.

«¿Qué tipo de tareas realizaba su gente en la fábrica Octubre Rojo?»

«Nos dedicábamos a entorpecer la producción de Octubre Rojo, en particular de las motocicletas L-300, de los componentes para los carros de combate T-26 y T-46, y de los motores Libertad. Personalmente, como director de la unidad de pruebas, yo adoptaba medidas perjudiciales —estragos— durante la verificación de las motos L-300. Dmitrazh, en calidad de director de producción del sector de la fábrica dedicada a producir componentes para las motocicletas y los carros de combate del Ejército Rojo, era responsable de causar estragos por el procedimiento de fabricar componentes defectuosos que se desgastaran rápidamente. Kromy, que trabajaba en la Unidad 7 de fabricación, producía intencionadamente piezas defectuosas, sobre todo para las motocicletas L-300, y desorganizaba esa parte de la fábrica a base de producir piezas innecesarias, y sacando de la producción las piezas que más se necesitaban. Asignaba a los trabajadores a áreas diferentes y sacaba a la gente de la línea de producción de carros de combate.»

«¿Tenía usted planeado proseguir con esas actividades en caso de que hubiera una guerra?»

«Sí, junto con Kromy y Dmitrazh concebimos un plan para causar estragos en la producción de vehículos del Ejército Rojo. Planeábamos utilizar dinamita para provocar explosiones en la fábrica. La orden de hacerlo provendría de Zamermayer.»

La última línea del texto mecanografiado decía: «Lo anterior ha sido transcrito correctamente, y yo lo he leído».

Felten lo firmó. Debajo de la firma había una nota que decía: «Interrogador: subteniente G. B. Horsun». Horsun también lo firmó.

Había hecho bien su trabajo. Las páginas que había mecanografiado tan laboriosamente ponían en bandeja a tres hombres destinados a saciar el hambre que tenía Yezhov de víctimas de la Categoría 1, a cinco entusiastas de las motos para futuros interrogatorios, y una justificación para la ínfima calidad de los equipos del Ejército Rojo y para la escasez de piezas de repuesto. Esos problemas no eran consecuencia de unos objetivos de producción irrealizables, ni tampoco de la baja calidad de los metales, ni de que los obreros hubieran accedido a las líneas de producción directamente desde las aldeas campesinas, ni de la conducción poco cuidadosa de los carros de combate por unas tripulaciones que habían recibido una instrucción militar insuficiente. Eran culpa de tres desconocidos, Felten, Kromy y Dmitrazh, y del agente-espía alemán Zamermayer, ya ejecutado. Y de Adolf Hitler.

 

Se acercaba el final. Horsun informó de que el caso NKVD n.º 36.265 «se consideraba cerrado». Felten había sido reclutado como espía «por el espía-agente alemán Zamermayer, que ha sido sentenciado a la 1.ª categoría… Admite plenamente su culpabilidad».

Para entonces, a Felten ya le habían aplicado toda una retahíla de epígrafes del Artículo 58: el 58/6, el 58/7, el 58/9 y el 58/11. El 58/6 era por espionaje, que conllevaba la misma pena que «insurrección armada» (58/2), a saber, la pena de muerte con confiscación de bienes, y calificación oficial como «enemigo del pueblo». El 58/7 era por haber socavado la industria, los transportes y el sistema financiero del Estado, con el calificativo de «delito de estragos». El 58/9 era por haber deteriorado los transportes, las comunicaciones, el suministro de agua y los edificios y bienes del Estado, con las mismas penas —muerte, «enemigo del pueblo»— que el 58/2. Por último, el 58/11 era el delito comodín de prestar «cualesquiera acciones de organización o apoyo» a los demás delitos contrarrevolucionarios previstos en el Artículo 58.

Los documentos se trasladaron al «NKVD de la URSS para la 1.ª categoría». La sentencia se dictó el 26 de diciembre de 1937. Felten y sus dos compañeros fueron fusilados, probablemente al día siguiente.

 

Para Shostakóvich, la discreción era la mejor parte del valor.[9] Anunció que estaba trabajando en un argumento totalmente seguro, una nueva sinfonía basada en Vladímir Ilich Lenin, la elegía de Mayakovski, un poema que todos los niños soviéticos tenían que aprenderse de memoria. Iba a ser una obra grandiosa, para solistas, coro y orquesta. La Sexta tardó mucho en gestarse, y cuando llegó no guardaba ninguna relación con aquello.

El 10 de mayo de 1938 nació su hijo Maksim. Shostakóvich era un padre excelente, muy próximo a sus hijos, que se deleitaba con sus juegos y diversiones, que les animaba y tocaba el piano para ellos —Maksim llegó a ser un buen músico y director de orquesta— y muy atento a su bienestar. Unos meses después, Shostakóvich compuso la música para una película de dibujos animados para niños, El cuento del ratoncito tonto, con una canción de cuna cantada por los distintos animales.

Por el momento, Shostakóvich estaba componiendo un cuarteto de cuerda, en do mayor. Era su primera incursión en lo que resultó ser para él «uno de los géneros más difíciles». «Verás, es difícil componer bien», le decía en una carta que le escribió en julio a Sollertinski, pero estaba fascinado. La obra tenía imágenes de su infancia, de los días frescos y cristalinos de primavera, era delicada y estaba llena de lirismo, y cautivó al público que asistió a su estreno en Leningrado por el Cuarteto Glazunov en el mes de octubre. En Moscú tuvieron que repetir la pieza entera como bis.

La vida todavía tenía sus placeres. «La vida ha ido a mejor, se ha vuelto más alegre»: el eslogan de Stalin pendía de gigantescas pancartas en los parques y en los recintos deportivos. A Shostakóvich le parecía puro humor negro —en Año Nuevo brindaba con la esperanza de que «la vida no fuera a mejor»—, pero él también tenía sus pasiones. Asistía a todos los partidos de fútbol que podía, ya que conseguía las entradas a través de un amigo que era periodista deportivo, se llevaba a sus amigos, y después de los encuentros se iba a comer por ahí con ellos. Le encantaba el circo, y la «montaña americana», subir en la montaña rusa de los parques de atracciones. Leningrado estaba bien abastecida de ellos. En Moscú, adonde viajaba con frecuencia, estaba el mejor de todos.

El parque Gorki tenía pistas de baile, norias, cines, boleras y una torre para saltar en paracaídas. Tenía sus montañas rusas, y su directora era una joven estadounidense llamada Betty Glan. «Ese jardín donde las salchichas y los embutidos crecen de los árboles —decía la prensa a propósito de la fiesta del Primero de Mayo en el parque Gorki—, donde abundan la cerveza espumosa con salchichas de Poltava, el jamón cocido, el queso suizo fundido y un bacón tan blanco como el mármol…» Las muchachas se ponían perfume Moscú Rojo y bebían champán georgiano con sus galanes, mientras los niños devoraban helados de chocolate Eskimo. Venía bien para divertirse, y también era bueno para la propaganda… Tenía sus «rincones de agitación», y los escritores satíricos ponían en escena desfiles de figuras caricaturescas del pasado: Dios, los Romanov, los monjes y los capitalistas, con su séquito de avestruces, asnos y osos, que representaban a los generales, a los condes, etcétera. El renovado parque de Betty Glan se había inaugurado en 1933, y lo imitaron en muchas otras ciudades. Sin embargo, en 1937 empezó para Glan su condena de dieciséis años de cárcel y campos de trabajo.

El jazz era otro de los placeres de Shostakóvich. Estaba de moda. Radio Leningrado ofrecía veladas de jazz, con grabaciones de Whiteman, Hilton y Ellington. Los mejores músicos de jazz, como Aleksandr Tsfasman y Antonin Ziegler y su grupo checo, tocaban en los restaurantes de los mejores hoteles. El favorito de Stalin era Leonid Utesov, que interpretó el papel protagonista en la película Vesyolye rebyata [Los chicos alegres]. Utesov alternaba la comedia en vivo con el jazz, el tango, el folclore ruso y la chanson francesa en sus veladas de Tea-Jazz en el Palacio de la Cultura Kírov de Leningrado.

Se formó una nueva Orquesta de Jazz Estatal. En 1938 le encargaron a Shostakóvich que compusiera una pieza para ella. Su segunda suite para orquesta de jazz tenía tres movimientos, scherzo, canción de cuna y serenata. Su estreno en la radio tuvo lugar el 28 de noviembre de 1938.

La aviación era inmensamente popular. El Día de la Aviación, en agosto de 1937, una multitud de un millón de personas había acudido al aeródromo de Tushino, a las afueras de Moscú, para aclamar a Mijaíl Grómov y sus compañeros, llamados «los halcones de Stalin». Stalin y los miembros del Politburó también presenciaron el espectáculo, donde docenas de aviones formaban por encima de sus cabezas la Estrella Roja de cinco puntas, y las letras S-T-A-L-I-N, mientras un globo que portaba un gigantesco lienzo con el retrato del dictador se elevaba casi hasta la estratosfera. Shostakóvich tenía motivos personales para estar agradecido a Grómov. El piloto polar —«no sentíamos el frío, pues íbamos abrigados con las resplandecientes palabras […] del camarada Stalin»— había publicado una reseña donde elogiaba su Quinta Sinfonía.

 

El 16 de mayo de 1939, a las cinco de la madrugada, un coche recorría las calles desiertas de Moscú, desde la cárcel de Lubianka hasta el apartamento de Isaak Bábel. Era un dramaturgo, traductor y escritor de relatos —La caballería roja, Cuentos de Odesa— de imperecedera brillantez. Además, Bábel había tenido una aventura con Yevgenia Yezhova, la promiscua esposa del ex director del NKVD, ya caído en desgracia, pero todavía vivo. El conserje del edificio les dijo a los agentes del NKVD que Bábel estaba en su dacha. Salieron de la ciudad por la carretera de Minsk y, al cabo de media hora, llegaron a Peredélkino, el pueblo donde los escritores tenían una colonia de hermosos chalets de madera. Bábel aún dormía cuando los agentes golpearon su puerta. Amontonaron los manuscritos, los cuadernos y las cartas del escritor en la parte de atrás del coche y se lo llevaron a Lubianka.

Durante quince años no hubo noticias exactas de lo que le ocurrió. Shostakóvich tuvo la suerte de no enterarse de que su nombre había aparecido varias veces en las «confesiones» de Bábel.

Los interrogadores, Lev Schartzmann y Borís Rodos, fueron escogidos personalmente por Lavrenti Beria, el nuevo jefe del NKVD. La relación del escritor con la esposa de Yezhov suscitaba en los agentes un celo especial. Nikolái Yezhov había sido destituido el 7 de diciembre de 1938. El antiguo patrón de los interrogadores seguía vivo, y dedicándose a emborracharse histéricamente y a celebrar orgías bisexuales hasta que fue detenido el 10 de abril. Yevgenia, su esposa, había fallecido de una sobredosis de luminal en un sanatorio de Moscú en octubre de 1938. «Una mujer de treinta y cuatro años, de talla mediana, bien formada», decía la autopsia sobre sus encantos.

Bábel acabó derrumbándose tras largas sesiones en la «cinta transportadora», la privación constante del sueño y los interrogatorios acompañados de torturas físicas. Contó que había conocido a Yevgenia en Berlín en 1927, cuando ella era mecanógrafa en la delegación comercial soviética. Estuvieron bebiendo mucho los dos, y ella «accedió con entusiasmo» cuando él le sugirió dar una vuelta por la ciudad en un taxi. «La convencí para que volviera conmigo al hotel. […] Éramos íntimos.» Cuando ella regresó a Moscú, la aventura prosiguió.

A continuación Bábel se inventó un cuento extraordinario, sobre un complot ideado por Yezhov para asesinar a Stalin —en el Cáucaso, en el apartamento que tenía Yezhov en el Kremlin, o en una dacha a las afueras de Moscú. Dijo que André Malraux, el escritor que había logrado fama mundial con su libro La condición humana, y como voluntario en el bando republicano durante la guerra civil española, «me había reclutado como espía de Francia». En su correspondencia con Malraux, ambos habían comentado la campaña contra los formalistas y, «en particular», contra Shostakóvich y Pasternak. Bábel confesó que formaba parte de un «grupo antisoviético». El suicidio de Mayakovski en 1930 se entendió como una prueba de que la creatividad se estaba asfixiando en las condiciones impuestas por los soviéticos. Es más, «declaramos que los artículos críticos con Shostakóvich eran una campaña contra un genio». Para él y los demás «proclamar el talento de Shostakóvich y solidarizarse con Meyerhold» era un «punto en común».

 

En una ocasión, el poeta Ósip Mandelstam le había preguntado a Bábel por qué prolongaba su relación con Yevgenia Yezhov. ¿De verdad quería coquetear con la muerte? «No —respondió Bábel—. Sólo quiero olfatearla un poco para saber cómo huele.» Bábel tuvo la valentía de retractarse de su confesión durante el juicio, el 26 de enero de 1940. Le fusilaron al día siguiente.

La muerte rondaba cada vez más cerca de Vsevolod Meyerhold. Shostakóvich había seguido en contacto con él, a pesar de que el teatro de Meyerhold había sido clausurado a principios de 1938, y la amenaza parecía clara. Konstantin Stanislavski, el hombre que tan brillantemente había transformado la teoría escénica en práctica, con su «Método» de la interpretación, puso gustosamente a disposición de Meyerhold su propia compañía de actores. Los tres estuvieron hablando con vistas a que Shostakóvich pudiera componer una nueva ópera. Meyerhold dijo que estaba pensando en escribir un libreto de ópera para el compositor, basado en la novela Un héroe de nuestro tiempo, de Lérmontov. Meyerhold habló apasionadamente con los actores de Stanislavski, entre los que sin duda había algún que otro confidente de la policía, sobre la necesidad de que los mejores compositores —«Shostakóvich, Prokófiev»— compusieran óperas para la compañía.

Percibió una amenaza. Empezó a hablar de «errores del pasado» y de su gratitud porque Stalin se los hubiera perdonado, «Stalin, nuestro líder, nuestro maestro, el amigo de los que trabajan duramente». Empezó a andarse por las ramas, decía un colega director de teatro, y probablemente de ahí iba a salir no «como un poderoso león» sino como «un gato desaliñado».

 

A primera hora de la tarde del 19 de junio de 1939, Shostakóvich se encontró casualmente con Meyerhold al salir de un partido de fútbol. Fueron a tomar el té. A continuación, Meyerhold fue a la casa que tenía en Leningrado un amigo actor. Allí había antiguos alumnos suyos, y la reunión se prolongó durante toda la noche. Eran las siete de la mañana cuando Meyerhold decidió marcharse y regresar a su apartamento del muelle de Karpovka, para cambiarse antes de ir a un ensayo. A las nueve de la mañana se encontraba en el ensayo con su cuñada y el marido de ésta —en ese momento su esposa, Zinaida Raij, una actriz de gran fuerza y belleza, estaba en el apartamento que tenían en Moscú— cuando llegaron dos agentes del NKVD. Llevaban consigo una orden de arresto contra Meyerhold. La había firmado Beria en Moscú el día anterior. La firma estaba en lápiz azul, lo que indicaba que el sospechoso podía ser objeto de una ejecución.

Fue trasladado con escolta desde Leningrado a Moscú en el tren de las dos de la madrugada del 22 de junio. Sus primeras confesiones —había tenido como actores a destacados trotskistas, se había relacionado con Bujarin, Kámenev, Radek y otros opositores— se consideraron improcedentes. Sufrió su primer interrogatorio en la «cinta transportadora» el 8 de julio. Duró dieciocho horas. Su segundo interrogatorio, el 14 de julio, duró otras catorce horas.

Su esposa estaba en su apartamento aquella noche. A eso de la una de la madrugada, dos hombres irrumpieron en la vivienda trepando por el balcón de la parte de atrás. La apuñalaron reiteradamente, varias veces en los ojos. Su doncella, una anciana, se despertó al oír los gritos. Entonces la golpearon hasta dejarla inconsciente. Llamó a una ambulancia, pero Zinaida Raij ya estaba muerta cuando llegó al hospital. La enterraron con el vestido de terciopelo negro que llevaba en Camille, su última función en el teatro de Meyerhold antes de que lo cerraran. La prensa guardó silencio, a pesar de su fama. Su hijo y su hija fueron expulsados del cómodo apartamento de la calle Briusov. El chófer de Beria se quedó con la mitad de la vivienda, y una chica del personal de su oficina ocupó la otra mitad.

 

Una nueva locura —el mundo exterior— entró en juego. Al mismo tiempo que perseguía a un director de teatro todavía brillante pero ya anciano, el régimen soviético se asociaba con los fascistas que gobernaban al oeste de sus fronteras. El 23 de agosto, el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, Joachim von Ribbentrop, llegó a Moscú para negociar un pacto nazi-soviético. Fue recibido con pancartas donde lucía la esvástica, hurtadas a toda prisa del rodaje de una película antinazi. Una viñeta publicada en Gran Bretaña captaba el cinismo. «¿La escoria de la Tierra, si no me equivoco?», dice Hitler. Y Stalin le responde con una amplia sonrisa: «¿El maldito asesino de los trabajadores, supongo?».

El pacto le dejaba a Hitler las manos libres para atacar Occidente. A cambio de su neutralidad, en virtud de los protocolos secretos del pacto, se recompensaba a los rusos con la parte oriental de Polonia. Mientras los alemanes conquistaban Varsovia y Polonia occidental, el Ejército Rojo atacaba a los polacos desde el este el 17 de septiembre. Al cabo de cuatro días llegaron a la línea de demarcación con la Wehrmacht. Los rusos saquearon rápidamente el territorio, llevándose las alfombras, los cuadros, los muebles, la porcelana, se veía a los soldados cargados de ropa, comida, zapatos y azúcar. Además, vaciaron el país de «gente de antes», ya que los oficiales, los sacerdotes, los terratenientes y los maestros polacos fueron deportados a Oriente.[10]

 

Los interrogatorios proseguían. Meyerhold se puso tan enfermo —«falta de alimento (era incapaz de comer), falta de sueño (durante tres meses), […] ataques al corazón, […] temblores como de fiebre, […] me quedé arqueado y hundido, […] mi cara estaba arrugada y parecía haber envejecido diez años»— que sus interrogadores acabaron «preocupados». Le pusieron bajo tratamiento médico intensivo, y después volvieron a empezar. «Me amenazaban constantemente: "Si te niegas a escribir (¿querían decir ‘redactar’?) te pegaremos de nuevo, te vamos a dejar intactas la cabeza y la mano derecha, pero el resto del cuerpo te lo vamos a dejar como una masa sanguinolenta e informe…"»

El 9 de noviembre, según Meyerhold «perdí el control de mí mismo, […] empecé a temblar histéricamente. […] En aquel estado no tenían que haberme pedido que firmara la declaración».

 

Antes del juicio, Meyerhold se retractó oficialmente de todas las declaraciones que había hecho en las que hubiera podido poner en peligro a otras personas, una lista que incluía a Borís Pasternak, al director de cine Serguéi Eisenstein y a Dmitri Shostakóvich.

Escribió a Mólotov, en calidad de presidente del Gobierno soviético, para convencerle de que su «confesión» le había sido arrancada por la fuerza, a él, «un hombre enfermo de sesenta y cinco años». Le habían tumbado boca abajo y le habían golpeado en las plantas de los pies y en la columna vertebral con una correa de goma. Después le sentaron en una silla y le golpearon los pies desde arriba. Tenía las piernas cubiertas de extensas hemorragias internas. Durante los días siguientes, «volvieron a golpearle con aquella correa los hematomas de color rojo, azul y amarillo. […] Yo aullaba y lloraba por el dolor». El dolor mental era igual de fuerte que el físico. «Suscitaba en mí un terror tan espantoso que me sentía casi desnudo e indefenso. […] Tirado boca abajo en el suelo, descubrí que podía enroscarme, retorcerme y chillar igual que un perro cuando su amo le azota con el látigo.» Su cuerpo se sacudía de un modo tan incontrolable que un carcelero que le escoltaba de vuelta a su celda desde la sala de interrogatorios le preguntó si padecía malaria. Los interrogatorios duraban hasta dieciocho horas. De poco le servían los descansos de una hora que le concedían en su celda. «Me despertaban mis propios gemidos y las convulsiones que sufría, igual que un paciente en las últimas fases de una fiebre tifoidea.»

Descubrió que el miedo suscita terror, y que «el terror nos obliga a encontrar algún medio de autodefensa». De ahí su «confesión».

«"¡La muerte, oh, sin duda alguna, la muerte es más fácil que esto!", se dice a sí misma la persona interrogada. Empecé a incriminarme, con la esperanza de que eso, por lo menos, me condujera rápidamente al cadalso.»

Su juicio se celebró el 1 de febrero de 1940. Se declaró no culpable, y de nuevo se retractó del testimonio que le habían sacado a base de golpes. Le condenaron a muerte y le fusilaron al día siguiente.

 

El estreno, con gran retraso, de la Sexta Sinfonía tuvo lugar el 5 de noviembre de 1939, al mismo tiempo que Meyerhold sufría su calvario. Fue interpretada por la Orquesta Filarmónica, a las órdenes de Mravinski. Fue un éxito, y como bis volvieron a tocar el movimiento final, pero no tuvo ni mucho menos la resonancia que había tenido la Quinta. El propio Shostakóvich lo admitía. Era muy distinta por su atmósfera y por su tono emocional, le dijo a la prensa antes del concierto, y no tenía tantos momentos de tragedia ni de tensión. Era una sinfonía contemplativa y lírica. «Quería transmitir los estados de ánimo de la primavera, de la alegría, de la juventud.» Además, era más corta, tenía una duración de treinta minutos, con tres movimientos: largo, allegro y presto.

En otro lugar no muy lejos de allí se producía un acontecimiento que nada tenía de aquella alegría y aquel optimismo. El 26 de noviembre se creó una «provocación». Acusaron a la artillería finlandesa de haber bombardeado unas aldeas rusas: Hitler había utilizado el mismo truco para invadir Polonia. Stalin quería adueñarse de una buena tajada de territorio de Finlandia para que Leningrado quedara fuera del alcance de la artillería finlandesa. Cuatro días después, el Ejército Rojo atacó con una fuerza, una preparación y una sincronización arrolladoras.

Sin embargo, esas ventajas tuvieron su contrapeso en la incompetencia como comandante del mariscal Kliment Voroshílov, un amigo de Stalin de los tiempos de la guerra civil. Los finlandeses no tendrían que haber resistido ni quince días. La nieve tenía un espesor de más de un metro, y la temperatura descendió hasta los −40°C. El Ejército Rojo penetró cincuenta kilómetros más allá de la frontera. Los finlandeses lograron contener su avance, y contraatacaron el 27 de diciembre. El día de Nochevieja, los supervivientes soviéticos retrocedían en desorden y cruzaban la frontera. Se ordenó que una división de refuerzo acudiera a ayudarles. Sus tropas ucranianas no tenían experiencia en los bosques del norte, ni con semejante frío. Murieron congelados en los refugios que cavaban en la nieve y bajo los cobertizos improvisados con ramas en las cunetas. Las patrullas finlandesas destruyeron las cocinas de campo de los soviéticos. La división quedó atrapada entre la nieve de las ventiscas. El 7 de enero de 1940, los finlandeses arrasaron los últimos búnkeres de los soviéticos. Vinogradov, el comandante de la división, huyó al otro lado de la frontera a bordo de un carro de combate: Stalin ordenó que le fusilaran. La nieve fue la mortaja de los muertos y los moribundos rusos. Los finlandeses estimaron que las bajas de los rusos ascendían a 22.500 hombres, y las suyas, a 2.700.

En febrero se inició una segunda ofensiva. Los británicos y los franceses consideraron la posibilidad de enviar una fuerza expedicionaria para ayudar a los finlandeses. No tuvieron tiempo. Los rusos volvieron con 1.200.000 hombres, es decir, cinco ejércitos, apoyados por 3.000 aviones y más de mil carros de combate. Los finlandeses se vieron superados en número a razón de seis a uno. Lentamente les obligaron a retroceder. El 3 de marzo de 1940 pidieron un armisticio.

Zhdánov organizó un gran desfile de la victoria por las calles de Leningrado. Tan sólo participaron en él unidades de reserva. Se puso mucho cuidado en aislar la ciudad de las tropas que habían estado en el frente, y de los heridos.

La «guerra de Invierno» envalentonó a los siempre atentos alemanes. El Estado Mayor la utilizó para evaluar al Ejército Rojo: «En cantidad, un instrumento militar gigantesco. […] La organización, el equipo y los medios de liderazgo: deficientes. […] Los sistemas de comunicaciones: malos; el sistema de transporte: malo, sin personalidades». El informe concluía: «Las cualidades de combate de las tropas en un combate intenso: dudosas. La "masa" rusa no sería rival para un ejército con equipos modernos y un liderazgo superior».

Para otros, como por ejemplo para la poeta Olga Bergholz, el aspecto más terrible de la guerra era el «silencio antinatural», el sufrimiento tácito y la pérdida de vidas humanas:

 

Hay tanto silencio, tanto silencio que el pensamiento de la guerra

es como un gemido, como un sollozo en la oscuridad.

Aquí hubo gente que, gruñendo, retorciéndose, fue arrastrándose por el suelo,

aquí la sangre hizo espuma que se filtró dos centímetros en la tierra.

Aquí hay silencio, tanto silencio que parece

que nadie volverá aquí jamás…

Hay tanto silencio, está todo tan mudo —no es ni vida ni muerte.

Oh, eso es más grave que cualquier reproche.

Ni vida ni muerte —mudez, mudez-

desesperación que estrecha los labios.

Los muertos se toman una revancha ilimitada contra los vivos

ellos lo saben todo, lo recuerdan todo.

 

El trabajo para el cine mantenía ocupado a Shostakóvich. Su partitura para la película cómica Las aventuras de Korzinkina era brillante, alegre y pegadiza, igual que su protagonista, una revisora ferroviaria con un corazón de oro en busca de una aventura romántica.

Shostakóvich marchó a Luga a pasar las vacaciones de verano de 1940. En junio, al día siguiente de que Francia cayera en manos de los alemanes, el Ejército Rojo invadió las Repúblicas del Báltico. Y hasta allí se trasladó Zhdánov para establecer la República Socialista Soviética de Estonia, con su brutalidad habitual. La noche del 14 de junio, el NKVD llevó a cabo una redada de 10.000 estonios. La noticia muy pronto llegó hasta Leningrado. Los primeros trenes de carga abarrotados de «enemigos del pueblo» —los granjeros más acomodados, los hoteleros, los empleados de los bancos, los maestros, los oficiales, los propietarios de fábricas, las personas que tenían familia en Estados Unidos, los que hablaban esperanto— fueron desfilando por los centros de clasificación de las estaciones de camino a los campos de trabajo del Ártico y de Siberia.

A Shostakóvich le atraía la idea de orquestar La belle Helène, de Offenbach —«la amaba con locura»— pero desistió, y en cambio lo hizo con la ópera Borís Godunov, de Músorgski. Además empezó a componer su quinteto para piano en sol menor. Lo terminó el 14 de septiembre, y él mismo tocó el piano en compañía del Cuarteto Beethoven el día del estreno, el 23 de noviembre. Era una pieza encantadora, brillante, melódica. Fue nominada para un premio Stalin por el Sindicato de Compositores. El Pravda dijo que era «indiscutiblemente la mejor composición de 1940».

A pesar de todo, la rehabilitación de Shostakóvich distaba mucho de ser total. Con un tono amenazador, Moisey Grinberg, administrador musical y futuro director artístico de la Sala Filarmónica de Moscú, denunció la pieza en una carta dirigida a Stalin. Decía que había «suscitado pasiones insanas» y, peor todavía, que era «de una orientación profundamente occidental. Es una música que no conecta con la vida del pueblo». Sin embargo, le concedieron el premio.

Aquello le brindó al compositor algo parecido a un seguro de vida. Su brillantez técnica seguía siendo deslumbrante. Una noche, el director de orquesta Borís Jaikin le telefoneó desesperado. Necesitaba una pieza adicional, una polka, para la producción de El barón gitano, de Johann Strauss hijo, que estaba montando, y no conseguía encontrar material. De la noche a la mañana, Shostakóvich orquestó la polka Vergnügungszug («Viaje en tren») con tanto brío y tanta gracia que se tocó como bis en todas las representaciones tras el estreno de la obra en febrero de 1941.

No obstante, la profundidad de Shostakóvich en parte le venía de aquella pasión por los «acontecimientos externos» que sentía cuando era estudiante. No podía escribir sobre el Terror que se sufría en su país ni en los nuevos territorios del Báltico, ni sobre la sed de sangre de los amigos alemanes del Kremlin. De hacerlo, él y su música acabarían tan muertos como Meyerhold. Sin embargo, se estaba gestando un nuevo cataclismo sobre el que iba a poder volcar todo su talento.

No tuvo que esperar mucho tiempo.