CAPÍTULO 9
Yanvar

(Enero de 1942)

 

 

 

El 3 de enero Shostakóvich le escribió una carta a Sollertinski. En ella ampliaba sus comentarios sobre el segundo y el tercer movimientos de la sinfonía. El segundo «es un scherzo, un episodio lírico bastante bien desarrollado, que recuerda acontecimientos agradables y las alegrías del pasado. La atmósfera es de moderada tristeza y de ensoñación. La alegría de la vida y la adoración de la naturaleza son los estados de ánimo dominantes en el tercero». Originalmente, Shostakóvich le había puesto a cada movimiento un título descriptivo —«La guerra», «Recuerdos», «Las grandes extensiones del país» y «Victoria»—, pero después cambió de idea. A continuación describía el cuarto movimiento. «Todavía está demasiado fresco, y por consiguiente no puedo tratarlo con el suficiente sentido crítico, pero me da la impresión de que también aquí todo encaja perfectamente —le decía a su amigo—. Los tres primeros movimientos, sobre todo el primero y el tercero, han soportado la prueba del tiempo, y siguen gustándome.»

 

Al día siguiente escribió otra carta, más larga, a Glikman. Decía que estaba contento en el nuevo apartamento. «He terminado mi Séptima Sinfonía aquí. Aparte de esa distinción por haber marcado un hito, cuenta con un cuarto de baño, una cocina y un retrete.» Shostakóvich ofrecía una breve historia de la obra: «El primer movimiento dura veinticinco minutos, y lo terminé el 3 de septiembre de 1941. El segundo movimiento dura ocho minutos, y lo terminé el 17 de septiembre de 1941. El tercer movimiento dura diecisiete minutos, y lo terminé el 29 de septiembre de 1941. El cuarto movimiento dura veinte minutos y lo terminé el 27 de diciembre de 1941». Había más división de opiniones entre las pocas personas que habían visto el cuarto movimiento.

El Comité de Asuntos Artísticos había reclutado al director de orquesta Samuil Samosud para que dirigiera el estreno. Shostakóvich volvió a escribir a Sollertinski, contándole que Samosud «opina que todo está muy bien pero que, a su juicio, el final no es el adecuado». El director quería traer un coro y unos solistas para que cantaran las alabanzas de Stalin, y para incorporar a la obra una apoteosis optimista y coral. Shostakóvich no estaba de acuerdo, y le consolaba saber que a Lev Oborin le gustaba la obra tal y como estaba, y que la valoraba mucho. Decía que la sinfonía ya había sido nominada para un premio Stalin.

A Shostakóvich le fastidiaba que el estreno fuera en Kúibyshev, con la Orquesta del Teatro Bolshói y Samosud. «Me preocupa que no haya suficientes fuerzas orquestales para afrontar la tarea, porque sin duda la sinfonía requiere una orquesta muy grande.» Decía que su sistema nervioso estaba «flojo»: «A veces, por la noche, no puedo dormir, y me pongo a llorar. Las lágrimas brotan con intensidad, deprisa y con amargura. Nina y los niños duermen en la otra habitación, así que no hay nada que me impida romper a llorar». Había ido a ver un partido de hockey sobre hielo, pero no se lo había pasado demasiado bien. Los equipos no llevaban la equipación, y la mayor parte del tiempo Shostakóvich no tenía ni idea de a qué bando pertenecían los jugadores. El árbitro tampoco contribuía a aclarar las cosas. «Pero sí se le distinguía bien —añadía—, porque llevaba puesto un abrigo de piel, botas de fieltro, e iba sin patines.»

 

Shostakóvich se consumía pensando en la situación de Leningrado.

 

Allí las condiciones eran peores de lo que el compositor podía imaginar. Aquel mismo día, en la ciudad, Olga Saharova, hermana de Aleksandra Rozanova, escribió una carta. Aleksandra, a la que todo el mundo conocía como Shura, el diminutivo de su nombre, había sido profesora del Conservatorio. En 1919, durante la guerra civil, cuando no había combustible para calentar el edificio, Shura se había llevado al joven Shostakóvich, a su hermana, y al resto de sus alumnos a su elegante apartamento, situado en el 22 del muelle de Fontanka. Allí, con alfombras de piel de leopardo en las habitaciones, y retratos del siglo XVIII colgando de las paredes, Shura presidía sus clases sentada junto al piano.

Justamente desde esa habitación, en la que ahora los miembros de la familia se acurrucaban juntos para no pasar frío, Olga Saharova le escribía a sus familiares del continente:

 

Feliz Año Nuevo. Espero que el año que viene sea más fácil que éste, y que volvamos a vernos en unos tiempos menos difíciles. Pero mis esperanzas van desvaneciéndose poco a poco. […] Papá murió el 24 de diciembre. La tía Mania falleció el 19 de diciembre. El tío Kostia murió el 28 de diciembre. Yo fui la que tuvo que enterrarlos. Mamá está en el hospital. La tía Shura está muy enferma, y estoy haciendo todo lo posible para ingresarla en el hospital. La tía Liuda y Olga Grigorievna están en las últimas. No consigo que Olgushenka se levante de la cama. Tiene hambre constantemente y me pide que le dé algo de comer. Es muy difícil presenciarlo. No hay electricidad, ni agua. No podemos utilizar el cuarto de baño porque el agua está congelada. El 31 de diciembre impactaron dos obuses en la casa. No sé ni cómo sobrevivimos. En este apartamento inmenso y frío puedo sentir cómo se acerca la muerte. […] Abrazos y besos. Olga.

 

El 9 de enero murieron doce miembros de la familia, entre ellos Shura Rozanova. Posteriormente Shostakóvich haría todo lo posible por enterarse de los detalles de su muerte.[43]

 

«Ahora las calles están llenas de nieve, que llega hasta las rodillas. Ya nadie la quita», escribía la hija de Rudolf Mervolf, el compositor y director de instrumentación del Conservatorio. Ella acababa de ir a visitarle allí.

 

Me resultaba difícil creer que iba andando por la plaza del Teatro, por la calle Plejánov o por la avenida Nevski —calles tristes y llenas de nieve y de agujeros—. Mucha gente camina por las calles, envuelta en muchas capas de ropa, agotada, pálida, con el rostro gris e hinchado. Leningrado está en una situación de agonía. Todo se está muriendo. Todos los días veo personas que se caen por la calle. Cada día veo trineos con los muertos envueltos en retazos de tela. No quedan ataúdes. Llevamos un mes sin electricidad. La radio no funciona desde hace unos días. No hay agua corriente casi en ningún sitio.

 

Cundía una sensación sobrecogedora. Un niño de cinco años, Peter Tzvetkov, vivía cerca de la principal depuradora de aguas de la ciudad, que había recibido varios impactos directos durante los bombardeos de octubre. Vivía con dos tías suyas en un gran bloque de apartamentos donde ya sólo quedaba otra familia. Su madre trabajaba en un hospital militar. Por la noche, unos hombres irrumpían en el edificio. Peter recordaba que oía cómo aquellos hombres arrancaban los suelos de tarima y destrozaban los muebles y las puertas para hacer leña. Un día, se encontraron bloqueada la puerta del apartamento. Las tías del niño no conseguían moverla. Estaban encerrados. Si no conseguían su ración de pan, morirían. Aquella noche, providencialmente, la madre de Peter fue al apartamento. Se encontró con el cadáver congelado de un hombre tirado delante de la entrada. Era un saqueador que había muerto antes de lograr forzar la puerta.

El Muzkom iba perdiendo a sus intérpretes incesantemente —el último en morir había sido el cantante N. Zasimovich—, pero consiguió organizar una función especial para niños de Una boda en Malinovka el 6 de enero. Después hubo juegos. Los niños que todavía gozaban de buena salud confeccionaron regalos para los soldados del frente. Bordaron pañuelos, hicieron petacas de tabaco con cortinas viejas, y libretas con papel pintado. Escribieron mensajes en las libretas con trozos de grafito.

Sin embargo, el diario de la Orquesta Sinfónica del Radiokom decía: «No ha habido ensayo. Se ha tomado nota de los enfermos». Olga Bergholz nunca pudo olvidar las mañanas grises en que Yasha Babushkin, el director de arte del Radiokom, le dictó a su secretario sus informes sobre el estado de la orquesta. Iba menguando sin cesar. Algunos se habían marchado al frente, y otros habían muerto. «El primer violinista se está muriendo, el percusionista falleció cuando iba a trabajar, el trompista está a las puertas de la muerte», dictaba Babushkin, con la voz ahogada por la desesperación, y con el rostro plomizo e inflamado.

Después de pasarse una semana metido en la cama con su hermano menor, Adick Derjugon, se dio cuenta de que el pequeño Tolia y él iban a morir si no buscaban ayuda. Adick se arrastró hasta la fábrica de su madre. El director le reconoció. Le dio un poco de sopa y le llevó al centro de acogida de menores. Allí le apreciaban mucho. «Adick se convirtió en un enfermero para muchos de los niños de nuestra sala», recordaba Svetlana Magayeva. Los mimaba, sobre todo a los más pequeños, y se aseguraba de que no les faltara de nada.

 

Por lo menos Adick tenía una identidad, mientras que algunos de los huérfanos que habían llevado al centro de acogida carecían de nombre. Sus madres habían muerto y sus padres no aparecían —estaban en el Ejército Rojo o en el Gulag, nadie lo sabía. Cuando les tumbaban sobre una cama, estaban en tan mal estado que no podían moverse ni emitir ruido alguno. A duras penas respiraban. Cuando se les ponía una cuchara con comida en contacto con los labios, se la metían en la boca y hacían grandes esfuerzos por tragársela. No sobrevivió ni uno solo de aquellos niños. Morían, «sin sonido y sin nombre». Una mujer pálida y rubia, con un «bonito rostro afectuoso», la doctora Liolia, que había sido enviada al centro de acogida por la Universidad de Medicina, comprobaba que estaban muertos. Llevaba consigo un pequeño espejo, y lo colocaba junto a la nariz del niño. Si no se empañaba, se declaraba el fallecimiento del niño. Ella y su ayudante los colocaban en una camilla y los trasladaban a una habitación, donde estuvieron almacenados hasta la primavera, cuando un destacamento de soldados se los llevó para enterrarlos. Los niños sabían para qué se utilizaba aquella habitación, pero la presencia de los pequeños cadáveres «nunca nos asustó».

 

Una mañana, Svetlana perdió el conocimiento. Un asistente llamó a la doctora Liolia. Comprobó con su espejo si Svetlana estaba muerta, y le puso el estetoscopio en el pecho para oír si le latía el corazón. No logró identificar un latido, pero algo le decía que no debía enviar a la niña a la habitación de los muertos. La doctora se la llevó a su consulta. Encendió una lámpara de queroseno para calentar el aire. Le puso a Svetlana una inyección de glucosa, y siguió con su ronda. Cuando volvió, Svetlana estaba consciente. «Había regresado de entre los muertos —decía Svetlana—. La doctora Liolia estaba tan asombrada y tan contenta que me auscultaba una y otra vez con su estetoscopio para escuchar los latidos de mi corazón.» El milagro no se hizo extensivo a la doctora. «Una tarde desapareció. Se marchó a casa y la zona donde ella vivía fue bombardeada.» Svetlana nunca supo si la doctora estaba muerta o herida. Pero nunca se olvidó de aquella amable doctora, adoptó su forma de afrontar el estrés, y se tranquilizaba dibujando claves de sol en una libreta.

 

El día de Navidad según el calendario ortodoxo es el 7 de enero. Semión Putiakov la pasó en el calabozo. «Me arrestaron por nada —escribía en su diario—. Al salir de servicio me encontré con que alguien me había quitado la litera. Me dijeron que me fuera a otra, sin decirme dónde tenía que ir. Me negué. Eso fue lo único que hice.» Le dejaron libre a las diez de la noche. Se sintió más fuerte después de lavarse con nieve de camino a su búnker. «La naturaleza es tan buena —escribía—. Hace un tiempo estupendo. He disfrutado de mi paseo. Es una pena morir pero, maldita sea, lo que tenga que ser, será…» Después hizo algo muy insensato. «Voy a escribir un informe sobre este arresto injusto.» Le despertaron a toque de diana a las seis de la mañana siguiente. «Inmediatamente acudimos a la hora de charla política, a cargo de Zakrutkin, esa criatura insolente.» Después estuvo talando árboles. Mientras trabajaba, roía un hueso de caballo que le habían dado unos soldados de otro batallón. Putiakov pensaba que aquel trabajo valía la pena —«cuando sierro madera siento que estoy ayudando a mi patria»— pero volcaba toda su hambre en su diario. «Tengo muchísimas ganas de comer. Quiero comer hasta hartarme. Quiero comer hasta morir. Dicen que mañana nos van a aumentar la ración, pero no me lo creo. Quiero comer. Los comandantes no paran de prometernos más. Dicen que todos recibimos la misma ración. Es mentira. Ellos beben cerveza y tienen una comida mejor.»

A decir verdad, en comparación con otros, Putiakov estaba en mejores condiciones de lo que creía. «Me desperté con gran dificultad —anotaba el compositor Portov—. En todo el día lo único que hice fue reescribir dos preludios corales.» Tres días después escribía que le costaba mucho seguir con sus ejercicios en polifonía. «He empezado a dejarme llevar por la apatía. Eso está muy mal, pero no hay nada que comer. Y además hace frío.» Fue su última anotación en el diario antes de morir. El joven Krukov escribía en su diario: «Vida perra. Iba a salir y me encontré un cadáver en la escalera. Vivimos como cerdos. No hay agua. Fundimos nieve. No hay luz. Quemamos aceite. El retrete no funciona. No hay nada que comer. Hace poco mamá dio nuestra cafetera con baño de plata a cambio de un kilo de pan, y tuvimos el estómago lleno durante un día. Todos vivimos en la cocina, donde tenemos un fogón, pero no hay leña». Su profesora de música, Yekaterina Ivanova Tsesorenko, estaba muy mal. Un «amigo» suyo le había cortado y robado los vales de diez días de comida de su cartilla de racionamiento, así que se estaba muriendo.

Vera Ínber escribió un poema secreto con una descripción detallada de las personas agonizantes. Qué deprisa envejecían ahora los rostros, decía, y los rostros se reducían a unas facciones angulosas parecidas a las de las aves, como si fueran obra de algún siniestro maquillador:

 

Echa un poco de ceniza, añade un poco de plomo, y una persona parece un cadáver —

Los dientes quedan al descubierto, la boca se alarga y se tensa, y el rostro parece como de cera.

La barba de un cadáver (ni siquiera se puede quitar con una navaja de afeitar)

unos andares casi sin centro de gravedad,

una mano gris casi sin pulso.

La llegada de la muerte. La descomposición de las proteínas.

 

El 10 de enero la temperatura bajó hasta −30°C al anochecer, pero para Olga Bergholz aquélla fue una de las «noches más felices y sublimes» de su vida. Estaba con Babushkin, ya agonizante, y con Makogonenko, el director del Departamento Literario del Radiokom. Se les ocurrió la idea de escribir un libro, que iba a titularse Aquí Radio Leningrado. La radio llevaba ya tres días sin funcionar en casi todos los distritos de Leningrado. Las explosiones sacudían la noche, y el albergue del Departamento Literario, donde se encontraban los tres, parecía como un vagón de tren fantasmagórico, una gran habitación alargada, donde el personal del departamento dormía en camas plegables, en los sofás y en los sillones. Los empleados gemían y hablaban entre dientes mientras dormían, hinchados o marchitos por el hambre, con el abrigo, el sombrero y las botas de fieltro puestos.

Mientras trabajaban a la luz de una bombilla que tenía una pantalla hecha de papel de periódico, los tres autores en potencia se sintieron desbordados por una euforia física que les hacía temblar de alegría. Al planificar su libro, habían repasado el rumbo que habían tomado su ciudad, su gente y su arte desde el comienzo de la guerra. Se sentían «maravillados al ver un camino tan atroz y tan glorioso», y la alegría surgía del hecho de que, por espantosa que fuera la realidad, «la modalidad maravillosa, natural, sabia de la existencia humana que llamamos "paz" iba a volver tarde o temprano». Tenían la sensación de que la victoria y la paz eran sólo cuestión de días. Y así los tres, por muy hambrientos y débiles que estuvieran, también estaban «orgullosos y felices, y se sentían invadidos por una mágica afluencia de fuerza».

«Vamos a vivir para contarlo, ¿no os parece? —dijo Yasha Babushkin con el entusiasmo de un niño—. Yo deseo con todas mis fuerzas vivir para ver cómo será todo, ¿vosotros no?»

Y se echó a reír tímidamente, con una mirada de súplica ávida e impaciente ante la que era imposible decir que no.

«Por supuesto, viviremos para contarlo, Yasha —le dijo Bergholz—. ¡Viviremos todos!»

Ella sabía que Babushkin no sobreviviría. Tenía todo el cuerpo hinchado, y su piel tenía el color verdoso de una muerte inminente. A duras penas podía subir las escaleras. Sin embargo, dormía poco y trabajaba duro. Ella era incapaz de impedírselo, a pesar de que ahora, al cerrar los ojos, daba la impresión de que la juventud de Babushkin se alejaba a toda velocidad, pues tenía el aspecto de una persona avejentada, cansada y gravemente enferma. Entonces, sin abrir los ojos, Babushkin empezó citar al poeta Mayakovski, lenta y suavemente. «En nuestro libro incluiremos retransmisiones por radio de sus poemas —dijo—. Significan mucho más en una situación como ésta. ¡Leningrado también habla con la voz de Mayakovski!»

 

Stalin, al lanzar la contraofensiva del 2.º Ejército de Choque a orillas del Vóljov, confiaba plenamente en que el cerco estaba a punto de romperse, y que muy pronto ganaría la guerra. Es probable que Stalin dictara el editorial de Año Nuevo en el Pravda, por lo autoritario —e insensato— que era su tono. Las fuerzas soviéticas habían llegado al «punto de inflexión de la guerra», decía el editorial, y con sus «inagotables reservas», la URSS estaba bien encaminada a «derrotar completamente […] a la Alemania hitlerista» a lo largo de 1942. El secreto del éxito soviético radicaba en unos «factores que operan de forma permanente». Esos factores eran «la estabilidad de la retaguardia, la moral», y, por encima de todo, «la cantidad y calidad del equipo». Todo eso tenía un peso mucho mayor que los «factores temporales», como la sorpresa, por los que habían apostado los alemanes.

La realidad era cruelmente distinta. Se estaban movilizando unas tropas inexpertas y escasamente formadas, con una escasez desesperante de obuses, radios y teléfonos de campaña, para lanzar ataques frontales contra un enemigo experimentado y disciplinado. El primer objetivo era cruzar en tromba el río Vóljov, helado, sin preparación de artillería, para crear una cabeza de puente que tenía que extenderse hasta las pequeñas localidades de Myasnoi Bor y Spasskaya Polist. A partir de ahí, el plan consistía en avanzar a través de los espesos bosques y las ciénagas heladas hasta Liubán, una aldea de leñadores y de depósitos de carga junto a la línea férrea Moscú-Leningrado, a poco más de ochenta kilómetros al sureste de Leningrado. Si lo lograban, habrían conseguido encerrar todo un cuerpo de ejército alemán en una gigantesca maniobra envolvente, y romper el cerco.

Pagaron un terrible precio por cruzar hasta la otra orilla del río. Desde su puesto de observación en la orilla oriental, el comisario político de la 59.ª Brigada Independiente, I. J. Venets, «miraba con amargura» cómo los artilleros alemanes liquidaban a sus hombres lanzados al ataque. «Cada andanada explosiva dejaba muertos y heridos sobre la nieve.» I. D. Yelojovski estaba al mando de un pelotón que pertenecía a un batallón de artillería agregado a la 59.ª. La brigada se había formado hacía menos de dos meses, con soldados reclutados en las localidades de la provincia de Sarátov. Su equipo era hipomóvil, y los caballos se habían conseguido en las granjas colectivas de la zona. No habían sido adiestrados, y se asustaban con las armas de fuego. Los hombres atacaron después de un viaje en tren de casi 1.300 kilómetros, casi inmediatamente después de apearse de los trenes. Yelojovski había recibido instrucción, insuficiente, sobre los cañones de 152 mm. En aquel momento, con diecinueve años, le confiaron el mando de un pelotón de cañones de 45 mm. Cada cañón tenía entre 15 y 20 proyectiles. La dotación estándar para cualquier tipo de ataque era de 200 obuses.

La infantería avanzó por encima del hielo del río bajo un constante fuego de mortero. Además, los alemanes desplegaron sus carros de combate. Un obús explotó justo delante de los caballos que tiraban del cañón de cabeza del pelotón de Yelojovski. El cañón se hundió entre el hielo. «Los dos caballos y los seis artilleros cayeron al agua con la pieza.» Él consiguió llegar con su cañón hasta la otra orilla, donde se reunió con la infantería superviviente. Fueron atacados por los carros de combate. «Logramos dejar fuera de combate a dos, pero el tercero pasó por encima de nuestro cañón a toda velocidad —escribía Yelojovski—. Los artilleros quedaron aplastados. Yo estaba sentado en la cola del cañón, que basculó completamente, y salí volando a casi seis metros de distancia —y eso fue lo que me salvó la vida—. Sufrí heridas por esquirlas en ambas manos.»

Se logró abrir brecha, pero resultaba difícil aprovecharla. Los bosques eran densos, y prácticamente carecían de carreteras. El terreno estaba congelado hasta una profundidad de 60 centímetros. Las palas y las palanquetas rebotaban contra el suelo. Los alemanes utilizaban bengalas para iluminar la zona y obligar a los rusos a ponerse constantemente a cubierto echándose sobre la nieve. A los pelotones de defensa antiaérea no les habían entregado ametralladoras antiaéreas de doble cañón. «La aviación enemiga bombardeaba nuestras posiciones con impunidad», recordaba S. I. Kochepasov, un teniente del 1102.º Regimiento de Fusileros. El reabastecimiento fue empeorando sin cesar. «Las cosas llegaron hasta el extremo de que tan sólo se asignaban cinco obuses a cada cañón. Los morteros del regimiento normalmente no tenían proyectiles. El comandante […] restringía estrictamente el uso de los obuses para el caso de un ataque alemán. Estaba totalmente prohibido el fuego a discreción de fusiles y ametralladoras.»

A finales de aquel mes solamente quedaban con vida unos 17 soldados de las compañías de fusileros de un batallón del 1100.º Regimiento de Fusileros. Un carro de combate alemán desbordó una posición que el batallón había tomado en las inmediaciones de la carretera de Leningrado a Nóvgorod. I. P. Ogurechnikov, comandante de un pelotón, se arrastró hasta un cañón de 45 milímetros que había a 180 metros de distancia. Quería utilizarlo para destruir el carro de combate. «Los artilleros se habían quedado sin munición, y a su alrededor, sobre la nieve a medio derretir, no había más que vainas de cartuchos de fusil —recordaba—. A la derecha, en una trinchera cubierta de nieve, divisé al sargento Ushakov con una ametralladora estropeada y los esquís rotos.» El comandante del batallón y el comandante de la compañía de Ogurechnikov habían muerto.

Los supervivientes se congregaron en el sótano de una cabaña que en tiempos de paz pertenecía a la Reserva Forestal. A la mañana siguiente, el comandante del regimiento les ordenó formar y organizó un grupo de combate para contraatacar. Le confió el mando a Ogurechnikov. El grupo de asalto avanzó «mediante carreras rápidas»: «Los alemanes nos atacaban con fuego de mortero constante. Di la orden de rebasar la zona del fuego de barrera con una acometida rápida. No había dado más de dos pasos cuando caí desplomado por un golpe en la pierna. Había resultado herido por un trozo de metralla de un proyectil de mortero».

La comida empezó a escasear tanto como los obuses. «Nos salvó el hecho de que la artillería fuera hipomóvil», escribía el artillero Yelojovski: sacrificamos los caballos y nos los comimos. Otros recurrieron al asesinato y al canibalismo. Vasili Yershov, un veterano oficial de Intendencia, recordaba que los comandantes de los regimientos y los batallones de la 56.ª División de Fusileros enviaron reclamaciones urgentes diciendo que los transportes de comida no llegaban hasta las unidades de primera línea, donde sus hombres se morían de hambre. Los mandos suponían que los soldados que llevaban los grandes termos con sopa y gachas calientes desde las cocinas de campo estaban siendo abatidos por los francotiradores alemanes. Pero se descubrió que los soldados rusos de la línea del frente estaban abandonando sus trincheras y sus zanjas para tender emboscadas a los encargados de llevar la comida, apuñalándolos silenciosamente. Se atiborraban con el contenido de los termos y después ocultaban los cadáveres y regresaban a sus posiciones. Algunos volvían más tarde al lugar del asesinato, y acababan con la comida que hubiera quedado, y también cortaban trozos de carne de los cadáveres. A lo largo de aquel invierno, en la división de Yershov, se contabilizaron aproximadamente 20 casos de ese tipo.

 

El 10 de enero, el Teatro Muzkom se rindió ante lo inevitable. En una representación de Silva hubo que eliminar distintos papeles e instrumentos. Cada vez había menos intérpretes para ellos.

Al día siguiente se celebró el último concierto del invierno en Leningrado. Fue un concierto literario y artístico en la Capella, la excelente sala de conciertos a orillas del Moika, dedicado a los «seis meses de la Gran Guerra Patriótica». Hubo recitales de poesía y también música. Entre los músicos estaban Aleksandr Kamenski y Vladímir Sofronitski, los compositores Asafiev y Bogdánov-Berezovski, y el coro Capella, a las órdenes de I. Mijlachevski. Sofronitski había estudiado con Shostakóvich en el Conservatorio, y estaba casado con la hija de Aleksandr Skriabin, cuya música interpretaba con gran brillantez; fue evacuado a Moscú unos meses más tarde.[44] Salieron a la venta entradas a fin de recaudar fondos para la defensa, pero no se vendieron muchas. El público estaba formado en su mayoría por marineros que recibieron la orden de asistir. Kamenski intentaba mantener sus manos templadas con dos ladrillos calientes que puso a ambos lados del piano para que irradiaran algo de calor.

Mijlachevski, el ayudante del director del coro Capella, intentó animarse planificando una lista de conciertos para el primer trimestre del año. No se celebró ninguno. Bogdánov-Berezovski no era tan optimista. «Después de desayunar unos espantosos restos de pieles de un fabricante de bolsos, hubo un ensayo en el Teatro Lenin del Komsomol —escribía Bogdánov-Berezovski—. Debilidad física y amenaza de muerte.» El 14 de enero hizo frente al frío y fue andando a un mercado de segunda mano. Allí le ofrecieron partituras que habían pertenecido a músicos fallecidos.

No quedaba comida de ningún tipo en el hogar de Rudolf Mervolf. «Nuestra familia está más unida que nunca —pensaba su hija—. Siento un aprecio especial por mi madre. Acabo de leer las interesantes memorias de Savina [Maria Savina, la hermosa actriz del Teatro Aleksandrinski, amada por Turgeniev]. Quiero cosas ligeras, íntimas y alegres para leer.» Su padre era menos sentimental: «El fantasma de la muerte ya está presente en todas las familias. En mi habitación hay una temperatura de 5,5 grados. Mañana volveré al Conservatorio e intentaré conseguir comida. Fuera la temperatura es de −30°C, y me da miedo no poder llegar».

Hizo el mismo frío, o más, durante otros ocho días de enero. La temperatura media mensual de enero fue de −18,7°C, mientras que muchos otros años raramente había bajado de −7,6°C. Los desagües y las conducciones de agua se habían averiado por toda la ciudad. A finales de aquel mes, el 95% de las bocas de riego estaban congeladas. La producción de electricidad era de un 4,3% del nivel anterior a la guerra. Había casi el doble de incendios en viviendas de lo habitual. La policía lo achacaba a un «manejo negligente del fuego» por parte de la gente que se estaba helando, y por la falta de agua para apagar los incendios e impedir que se extendieran.

La comida llegaba a Ladoga desde Tijvin, y a través del lago. La responsabilidad de la carretera del hielo —posteriormente pasó a denominarse «la carretera de la vida», pero en la ciudad todavía nadie la llamaban así— se había encomendado a un hombre que estaba a la altura de la misión. El general de división Shilov era un especialista en logística. Él se encargaba de que hubiera suficientes tractores, niveladoras, barras y troncos de madera en forma de cuña para retirar la nieve y colocar pontones de madera prefabricados a fin de que los camiones pudieran cruzar las grietas en el hielo. Animaba a los conductores a competir entre ellos para ver quién conseguía realizar dos o tres trayectos de ida y vuelta en un día. Escribió una carta personal carente de la verborrea habitual. Iba dirigida a todos los «conductores, controladores de tráfico, limpiadores de nieve, mecánicos, señalizadores, comandantes, trabajadores de la carretera y» —al tratarse de la Unión Soviética— «trabajadores políticos». Les decía que la alimentación de Leningrado «pende de un hilo», que su población «tiene derecho a exigir de todos vosotros un trabajo honorable y altruista», y que la tarea que les habían encomendado «era de una primordial importancia nacional y militar». La carta fue un aliciente para ellos.

Para entonces la carretera del hielo se supervisaba adecuadamente en busca de zonas de aguas abiertas, de cráteres de bombas y de desperfectos. A cada conductor se le hacía responsable de su camión, de modo que lo trataba con sumo cuidado. Se estableció la norma de 2,25 toneladas diarias por cada camión GAZ-AA. La carretera se dividió en sectores de servicio, y había una cuadrilla de mantenimiento responsable de cada uno de ellos. Se establecieron cuatro itinerarios, dos por cada sentido para los camiones cargados, y otros dos para los vacíos. A los conductores y a los controladores de tráfico les daban 50 gramos diarios de vodka, y comida suficiente para seguir trabajando duramente, 690 gramos de pan y cereales, 125 gramos de carne, 40 gramos de grasas, 35 gramos de azúcar. Los conductores a menudo mezclaban su vodka con las grasas.

Pero el grueso de los alimentos no estaba llegando a la ciudad. Se estaba amontonando al final de la línea férrea en la orilla occidental del lago. Pávlov hizo un rápido inventario de las existencias de alimentos el 20 de enero. Había una escasez desesperante, pero suponía una mejora. En los almacenes, o de camino, había cereales y grasa suficientes para nueve días, azúcar para trece, harina para veintinueve. Pero tan sólo una pequeña parte de todo eso estaba en los almacenes de Leningrado. La mayoría estaba en los almacenes de la orilla del lago. Allí había 2.202 toneladas de carne, mientras que en la ciudad solamente había 243. Leningrado tenía 2.106 toneladas de harina, mientras que en los almacenes del lago había 8.749 toneladas. Los días en que las condiciones eran buenas, los camiones transportaban a través del lago 1.500 toneladas de suministros. Por la vía de ferrocarril ligero entre Osinovets y Leningrado tan sólo circulaba un tren cada día en tiempos de paz. Ahora se necesitaban siete u ocho en cada sentido. No podía dar abasto.

El combustible escaseaba hasta tal punto que las tripulaciones de los trenes tenían que ir al bosque a cortar leña, una leña que al arder chisporroteaba por la humedad y el hielo, y que suministraba poco calor. Los trenes sólo podían circular a diez u once kilómetros por hora con dos locomotoras tirando de ellos. Cuando la presión disminuía al cabo de aproximadamente un kilómetro y medio, las locomotoras tenían que detenerse para que las tripulaciones volvieran a llenar la cámara de combustión y aumentara la potencia. A los maquinistas, los fogoneros y los guardas de los trenes de carga les daban una ración extra de 125 gramos de pan para que pudieran soportar el esfuerzo.

 

Los robos eran otro problema. Pávlov admitía que era posible que «determinados conductores deshonestos» robaran comida durante el viaje, y la vendieran en el mercado negro. Robaban latas de comida, fruta y chocolate de las cajas. Sacaban la harina y los cereales de los sacos. Las cajas estaban hechas de tablas finas que se rompían fácilmente. Los sacos eran de tela remendada, y a menudo la harina se escapaba por las costuras. Resultaba difícil detectar los saqueos entre las tripulaciones de los trenes. Se fusilaba a los ladrones, pero Pávlov pensaba que la mejor arma era la opinión pública. «Al principio había muchos robos de poca monta —escribía—, pero, al parecer, el factor decisivo para reducir ese tipo de robos fue la vergüenza, más que el miedo a ser fusilado.» El tabaco era otra cuestión. Se consideraba un robo más legítimo. El majorka, la picadura de tabaco basto que fumaban los rusos, se transportaba sin envasar en sacos. Cuando el clima era húmedo, la picadura absorbía la humedad y pesaba más, de modo que no se podía sorprender a los ladrones comprobando el peso. No se disponía de papel impermeable a las grasas, y los concentrados alimenticios se envolvían en papel de periódico, que absorbía un 20% de la grasa que contenían.

 

El NKVD era muy consciente de un bajón de la moral. «Empezamos enero con fuerza, con unas expectativas esperanzadoras —escribía una mujer en una típica carta de las que interceptaba la policía secreta—. ¿Quién, adivino o profeta, podía saber las terribles e inhumanas desgracias que nos deparaba la historia?»

Era sumamente peligroso hablar de la hambruna o manifestar el mínimo pesimismo, sobre todo para los médicos. Si el NKVD se enteraba de ello, podía detener al interesado y fusilarle por derrotismo. Aunque los propios trabajadores sanitarios se estaban muriendo de hambre, tenían el deber de mantener a los pacientes «alegres y confiados en que se avecina un futuro mejor». No podían investigar ni comentar en público los efectos de la desnutrición. Todas las estadísticas sobre la hambruna masiva llevaban el sello de «SECRETO» y se hacían desaparecer. Los médicos que las mencionaran podían ser detenidos por «divulgación de secretos». Eso fue lo que le ocurrió a un veterano doctor a principios de año. El NKVD le acusó de «estar en posesión de datos concretos sobre morbilidad y mortalidad derivados de la inanición». Fue acusado de «utilizar la información para hacer propaganda antisoviética», una acusación que acarreaba la pena de muerte.

 

Las detenciones proseguían a todo ritmo, en virtud de la ley comodín 58-10, por la que cualquier crítica se consideraba contrarrevolucionaria. El científico S. I. Voloshin era una de las víctimas más recientes de esa ley. Estuvo detenido en la celda 72 de la cárcel de Shpalernaya, la prisión provisional de ladrillo rojo de la calle Shpalernaya, donde había estado encerrado Jarms, convenientemente cercana a las cámaras de interrogatorios del Bolshói Dom. Lenin también había estado preso allí, en la celda 193, en espera de juicio en 1895. En tiempos de Lenin, la cárcel tenía 317 celdas individuales, 68 celdas colectivas, un hospital penitenciario espacioso y aireado, y su propia iglesia de san Aleksandr Nevski. La iglesia se había clausurado en 1919, el hospital ya no funcionaba, y para entonces las celdas con un solo preso no eran más que un sueño lejano.

En la celda de Voloshin se hacinaban quince presos. Las literas eran unas tablas. Los presos se acostaban en las literas y, debajo de ellas, sobre el gélido suelo de cemento. Todos los días, a las seis de la mañana, entraban dos carceleros para verificar cuántos presos se habían muerto por la noche. Arrastraban los cadáveres agarrándolos de las piernas y los llevaban al depósito. «Algunos de ellos todavía estaban vivos —recordaba Voloshin—. Decían: "¿Dónde me lleváis? Estoy vivo". Y les contestaban: "Date por muerto".» Sólo entre tres y cinco presos sobrevivían más de una semana en cada celda. Los huecos que quedaban libres se llenaban con nuevos detenidos. «Entre ellos, la mayoría eran catedráticos, militares, historiadores, gente del mundo literario, trabajadores de los comités regionales, incluso empleados de la fiscalía.»

Después de que le condenaran, a Voloshin le trasladaron a la celda n.º 5. Era una celda muy grande, donde llegaban a tener encerradas hasta a 100 personas contra las que ya se había dictado sentencia. Algunos tenían hasta ochenta años, y eran de todas las nacionalidades, «polacos, finlandeses, judíos, estonios, rusos, etcétera». Era un lugar de horror. «En la litera de arriba se acostaban todos los que no eran caníbales, y debajo de ellos había entre 15 y 20 caníbales —contaba Voloshin—. Por la noche se levantaban sigilosamente, bajaban a un preso de la litera de arriba y se lo comían vivo. Pedíamos a los carceleros que tomaran medidas contra los caníbales. Ellos nos decían: "Cuantos más presos se coman, menos trabajo tendremos nosotros". En aquella celda morían cada día entre 10 y 15 personas.» Voloshin estuvo en la celda n.º 5 hasta finales de marzo.

 

Sacaban de la ciudad a los presos condenados a trabajos forzados a través de la carretera del hielo, de camino hacia los lejanos campos siberianos. La 2.ª División del NKVD, tan meticulosa como siempre, hizo un censo de sus presos el 1 de enero de 1942. Las cinco copias secretas de aquel censo que se imprimieron —una para Beria, tres para sus subdirectores[45] y una copia para el archivo— dejaban constancia de que había 1.383.396 prisioneros en los ITL (Ipravitelno-Trudovoi Lagers), los campos de trabajo correccionales. Otros 353.217 estaban recluidos en ITK, en colonias de trabajo. Una cuarta parte de los presos de los campos —352.560— murieron por enfermedad, hambre y agotamiento a lo largo de 1942. En 1941 habían fallecido 115.484. Aunque predominaban los rusos y los ucranianos, los presos procedían de todas las repúblicas soviéticas, y también de Polonia, de las antiguas Repúblicas bálticas, y de una veintena de países extranjeros. Entre ellos había cinco ingleses y 71 franceses, pero no había ningún estadounidense: los voluntarios que habían ido a trabajar en la industria soviética habían entregado sus pasaportes, y constaban como rusos. En las cifras no se incluían los presos fusilados, ni la gran cantidad de ellos que eran deportados, desterrados o estaban recluidos en campos especiales.

La falta de transparencia que fomentaba el NKVD generaba ignorancia. La mayoría de los médicos creía que los afectados por distrofia necesitaban comida, pero no un tratamiento. Fue más adelante cuando aprendieron a detectar los síntomas precursores de la enfermedad, una «especie de periodo latente de incubación», entre los que se encontraba la ausencia de la menstruación entre las mujeres (amenorrea), y una tendencia al edema y a la disminución del ritmo cardiaco (braquicardia). Esos estragos se veían agravados, como informaban los médicos al Gorkom, el Comité Municipal del Partido, por el estrés que provocaban en los sistemas neurofisiológico y cardiovascular los bombardeos aéreos y artilleros prolongados. El NKVD sabía bien lo que estaba ocurriendo, y con sumo detalle. Habían estado realizando un informe diario desde mediados de diciembre. Ese informe incluía el número de cadáveres que llegaban a los mortuorios de los hospitales y a los cementerios abarrotados. Tan sólo se hacían tres copias de ese informe. Se enviaban diariamente a Zhdánov, al general M. S. Jozin, comandante del Frente de Leningrado, y a Alexéi Kuznetsov, el primer secretario del Gorkom de Leningrado. Popov recibía una copia con menos frecuencia.

Los gerifaltes del Partido estaban bien abastecidos. A mediados de enero, el Gorkom repartió entre los privilegiados dos latas de conserva adicionales, 200 gramos de chocolate y otros tantos de mantequilla, y dos botellas de vino. No podían evitar ver lo que les estaba ocurriendo a sus conciudadanos. Se celebró un gran concierto en el Smolny para los máximos dirigentes del Partido y los altos mandos y los comisarios políticos del Ejército. Algunos miembros del coro estuvieron a punto de desmayarse durante la actuación, como recordaba el cantante P. Chekin. Los sujetaban por los codos, y llevaban al fondo del escenario a los que estaban a punto de desmayarse.

El 16 de enero, los alumnos de la profesora Zoya Lodsi dieron un concierto en el estudio del director del Conservatorio. Tocaron viejos romances rusos. Lodsi se mostraba desafiante en la anotación de su diario: «La muerte está por todas partes, pero yo no le tengo miedo. Es un duelo, entre la muerte y yo, y no pienso rendirme». El Sindicato de Escritores era menos optimista. Aquel mismo día pedía ayuda al Consejo del Frente de Leningrado. Decía que la situación de los escritores y sus familias era «extraordinariamente crítica». En los últimos días habían muerto de hambre 12 escritores, 15 estaban ingresados en hospitales, y había muchos más a la espera de una cama. En la Casa de los Escritores había personas famélicas que «no pueden andar, y a los que somos incapaces de ayudar». La cifra de muertos era alarmante, e iba en aumento. «Basta con decir que en la familia del importante poeta soviético Nikolái Tijónov […] han fallecido seis personas.»

 

Para entonces, algunas de las principales figuras de la Casa de la Radio estaban tan débiles que el presidente del Radiokom envió una petición urgente al Departamento de Salud de la ciudad para que las salvara. Pedía el ingreso urgente en «el hospital del hotel Astoria de los principales locutores de noticias, de N. A. Jodza, director de las emisiones infantiles, de Yasha Babushkin, director artístico, del director de orquesta Karl Eliasberg y de la pianista Nina Bronnikova, que posteriormente se casaría con el director. Borís Asafiev se sentía lo suficientemente fortalecido por las raciones especiales que le habían dado para concluir tanto su Ciclo de diez coros sacros, como sus memorias, Sobre mí mismo. Al terminarlo, anotó: «19/1/1942. Leningrado, en el antiguo Teatro Aleksandrinski, sala de maquillaje n.º 26». El antiguo teatro ahora se llamaba Pushkin, y el elegante compositor se alojaba en una de las salas de maquillaje.

El Muzkom pasó grandes apuros durante la representación de Rose-Marie, el 17 de enero. La compañía había perdido a la intérprete Vozhdeva Alymova la noche anterior. Hubo otra representación al día siguiente. El cantante E. Voroviev ya no estaba en el coro. Había muerto ese mismo día. El joven Krukov apuntaba en su diario: «Ha muerto Yekaterina Ivanovna». Era su profesora de música. Bogdánov-Berezovski fue a visitar al compositor M. Fradkin, que había estado componiendo una música llena de lirismo para unas canciones sobre el Ejército Rojo. Se lo encontró muerto.

El 21 de enero se conmemoraba el 18.º aniversario de la muerte de Lenin. La radio transmitió el Himno de los bolcheviques y la Canción del juramento. Se ofreció una representación de Una boda en Malinovka a las tripulaciones de la Flota del Báltico en la fortaleza de Kronstadt.

Se reanudaron las evacuaciones, masivamente. El Sóviet Militar del Distrito de Leningrado decretó que 500.000 personas iban a abandonar la ciudad. Se concedía prioridad a los niños, a las mujeres y a los enfermos que estuvieran en condiciones de viajar. La gente recorría el trayecto desde la Estación de Finlandia hasta la orilla del lago en el tren de vía estrecha. A los felices excursionistas del verano y a los inquilinos de las dachas, el viaje les llevaba 45 minutos. Pero ahora muchas veces la línea estaba cortada por culpa de la nieve, y las antiquísimas locomotoras de vapor se averiaban. A veces el trayecto duraba veinticuatro horas, y durante las paradas dejaban a los muertos al borde de la vía. Se hizo un esfuerzo especial para sacar a los niños de Leningrado, unos 400.000 al principio de la guerra. Habían sufrido terriblemente. De los cientos de colegios de la ciudad, tan sólo 39 permanecieron abiertos a lo largo del asedio. La tinta se congelaba en los tinteros, las comidas consistían en una sopa aguada y una infusión de agujas de pino en agua caliente, y las cabezas de los niños parecían «calaveras encogidas». Pero los que iban al colegio tenían suerte. Su moral se mantenía más alta gracias a la normalidad tranquilizadora de las clases y por el hecho de que usaban la cabeza para aprender y no deprimirse.

El 23 de enero se cortó el suministro de agua de la gran fábrica de pan situada en el Lado de Petrogrado. Una cadena humana estuvo llevando cubos de agua desde el Nevá hasta la fábrica. Cuando se agotaron las reservas de turba de la planta hidroeléctrica n.º 5, tan sólo disponían de corriente el Smolny y las fábricas de pan.

Al día siguiente se aumentó a 400 gramos la ración de pan para los trabajadores, a 300 gramos para los oficinistas, y a 200 para los dependientes y los niños. El NKVD informó enseguida de que el aumento no había tenido ningún impacto: «Salvo por la harina, durante la primera mitad de enero no llegó a Leningrado ningún otro tipo de alimento. El reparto que se inició el 16 de enero es insuficiente para cumplir con las cantidades que figuran en las cartillas de racionamiento. El aumento de la ración de pan a partir del 24 de enero, y el reparto limitado de otros alimentos racionados no ha mejorado la situación de la gente».

El joven Krukov anotaba en su diario el efecto de la carretera del hielo. «Hoy han aumentado la ración de pan, y da la impresión de que está entrando más comida en la ciudad. Nos han dado 1.700 gramos de harina, 175 gramos de mantequilla, 600 gramos de carne y 100 gramos de chocolate.» Pero aquello tampoco era el cuerno de la abundancia. «Eso da para dos personas durante veinte días», añadía. Significaba tan sólo 42,5 gramos de harina al día para él y otros tantos para su madre, y un minúsculo bocado de carne, 15 gramos. El chocolate —2,5 gramos diarios— no era más que una pizca. «Hace unos días funcionaba la radio —decía Krukov—, pero ahora ha dejado de emitir otra vez.»

El presidente del Radiokom suplicaba que le dieran 40 litros de queroseno para calentar e iluminar los estudios de grabación y las salas de redacción. También envió sendas solicitudes al Prodtorg, el organismo municipal de suministros, para que le enviaran cinco lavabos y diez jofainas de zinc, y al director del Soyuzplodoovshch, el organismo responsable de la fruta y la verdura, para que le enviaran tres barriles a fin almacenar agua de beber. Rellenar los formularios era una tarea igual de pesada en la guerra que en la paz, e igual de infructuosa.

 

En Kúibyshev, Shostakóvich tocó la partitura para piano de la Séptima en las habitaciones de la arpista Vera Dulova y su marido, el cantante Aleksandr Baturin. También asistieron Lev Oborin y el director de orquesta armenio Aleksandr Melik-Pashayev, que esperaba poder interpretar la sinfonía. El teléfono sonó mientras Shostakóvich estaba tocando. Era el director de la orquesta del Bolshói, el ex violonchelista Samuil Samosud. Telefoneaba desde el piso de abajo, y preguntaba si podía subir e incorporarse a la reunión. Shostakóvich le conocía bien. Había dirigido los estrenos de Lady Macbeth de Mtsensk y de La nariz.

Samosud subió. La música le pareció «demoledora», y preguntó si podía llevarse la partitura. Decía que quería empezar de inmediato con los ensayos. Shostakóvich le consideraba un «intérprete supremo» de ópera que le había conferido una brillantez especial a Lady Macbeth, pero también decía que «no tenía una gran fe en Samosud como director sinfónico». Él prefería a Yevgeni Mravinski, el director principal de la Orquesta Filarmónica de Leningrado. Pero Mravinski y sus músicos estaban muy lejos, en Siberia. Samosud estaba disponible, y tenía con él a sus músicos del Bolshói.

 

Flora Litvinova estaba presente cuando Shostakóvich volvió a tocar la partitura en su casa. Se sintió abrumada por el tema del primer movimiento. Al principio le pareció tan sólo un motivo juguetón y primitivo, pero poco a poco iba transformándose en «algo aterrador», con una «fuerza capaz de arrasarlo todo a su paso». Era un motivo mecánico e implacable, que poseía una fuerza ilimitada e inexorable. A otra persona que lo escuchó le «recordaba a las ratas». Había una gran conmoción cuando Shostakóvich terminó de tocar —«agotado y sumamente agitado»—, y todo el mundo se puso a hablar de inmediato sobre el argumento de la obra: «El fascismo, la guerra y la victoria».

Más tarde, después de acostar a Pavlik, su hijo de cuatro años, Flora volvió a bajar a casa de los Shostakóvich. Estaba a solas con ellos. Tomaron el té y estuvieron charlando sobre lo que había detrás de la sinfonía. «Por supuesto, el fascismo —dijo Shostakóvich—. Pero la música, la música verdadera, nunca puede estar vinculada literalmente a un tema. El nacionalsocialismo no es la única forma de fascismo. Esta música habla de todas las formas de terror, de esclavitud, de sometimiento del espíritu.» ¿Se estaba refiriendo al estalinismo? ¿Al terror autoinfligido que había devastado Leningrado antes del asedio de los nazis? Litvinova decía que sí. «Tiempo después, cuando DD me conoció mejor y empecé a merecer su confianza —afirmaba—, me dijo a las claras que el argumento de la Séptima Sinfonía, y por otra parte también el de la Quinta, no era tan sólo el fascismo, sino también nuestro sistema, o cualquier forma de régimen totalitario.»

 

¿Dijo eso Shostakóvich? Suponía un riesgo enorme decirle a alguien que el sistema soviético era comparable al sistema fascista. Confiar en la nuera del antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Stalin era doblemente peligroso. Estaba totalmente fuera de lugar. Shostakóvich tenía mucho cuidado con lo que decía. Cuando el régimen le exigía que lo alabaran, él lo hacía. Le costaba mucho no poder criticar nunca. Era el precio que tenía que pagar por seguir vivo y seguir componiendo. Para cualquier humilde ciudadano soviético era peligroso decir lo que pensaba. Para una persona de una posición tan elevada como Shostakóvich, resultaba suicida. Pero, si no llegó a decir lo que Litvinova afirmaba que había dicho, no cabe duda de que lo pensaba. Sólo un loco o un fanático que hubiera sobrevivido a la década de 1930 en Leningrado podría pensar de una forma diferente, y Shostakóvich no era ninguna de esas dos cosas.

Que la más leve indiscreción seguía resultando sumamente peligrosa lo demuestra el caso de un joven que se encariñó con el matrimonio Shostakóvich. Soso Begiashvili había estudiado música en el Conservatorio de Leningrado, pero posteriormente había hecho carrera en la Administración. Fue de gran utilidad para la familia. Tenía contactos en la distribución de la comida, y les consiguió raciones extra. Nina Shostakóvich sospechaba que Begiashvili era un confidente de la policía. Shostakóvich compartía las dudas de su esposa. Le escribió una carta a Isaak Glikman el 4 de enero. Decía que el joven había criticado el cuarto movimiento de la sinfonía —«no manifiesta suficiente optimismo»—, y añadía un comentario revelador. «Mi amigo Soso Begiashvili es una persona maravillosa —escribía—, pero no puede presumir de una gran inteligencia, de modo que uno debe tomarse sus comentarios de una manera crítica.» Glikman sabía que cuando su amigo calificaba a alguien de «persona maravillosa», quería decir justo lo contrario. Soso era peligroso.

Nina consiguió desembarazarse de él. Era algo que se le daba muy bien. Su carácter fuerte le venía de familia, ya que su padre era un ingeniero de San Petersburgo a la antigua usanza, y su madre había sido astrónoma. La propia Nina había ido a la academia de ballet, y después estudió matemáticas y física en la Facultad de Física de Leningrado, donde tuvo como compañeros a físicos tan brillantes como el cosmólogo Georgi Gamov y a Lev Landau, que muchos años más tarde sería galardonado con el Premio Nobel por su teoría de la superfluidez. Poco tiempo después a Shostakóvich empezó a asediarle un dramaturgo que hacía sus pinitos con libretos de ópera. No cesaba de darle la lata a Shostakóvich para que compusiera la música para uno de aquellos libretos. Cuando el compositor se ausentó unos días para ir a Moscú, le dejó a Nina una listas de cosas que hacer. En ella se incluía la siguiente petición: «Dile al libretista que se vaya a tomar por c—». Y Nina, con bastante más tacto, lo hizo.

 

En Leningrado, la familia Shostakóvich tenía un apartamento grande y servidumbre. Ahora, el compositor tenía que cruzar el patio acarreando los hervidores de agua para conseguir agua hirviendo en el cuarto de calderas. Nina cocinaba en una diminuta cocina comunitaria, en un pequeño fogón que sólo se encendía a la hora de almorzar. Pero también había placeres. Iban con los niños a dar largos paseos por las orillas del Volga. Recibían a los vecinos: «Hoy DD nos ha tocado La nariz. ¡Qué afortunada soy! ¡Qué suerte tengo!». Shostakóvich leía con la misma voracidad de siempre, y se divertía poniéndole mentalmente música a sus pasajes favoritos. Podía citar de memoria páginas de obras al pie de la letra —de Gógol, de Pushkin, de Chéjov, de Zoschenko—. A Flora Litvinova le citó Las almas muertas de Gógol. Era un pasaje donde Chichikov se pone un traje de etiqueta para ir a una fiesta, y mientras lo recitaba, Shostakóvich le decía a Flora: «Aquí yo usaría un fagot, una trompeta y un tambor. Más adelante, cuando se coloca la pechera, después de arrancarse dos pelos de la nariz, utilizaría el flautín».

 

Muchos días Shostakóvich posaba para Iliá Slonim. La habitación tenía un escritorio con un tintero y una silla, y un piano de cola. Slonim solía guardar el busto debajo del piano cuando terminaba la sesión de modelado, hasta que los niños le quitaron un poco de arcilla. Pegaron trozos de arcilla en el extremo de unos lápices y los lanzaron contra las paredes para ver si se quedaban pegados. El escultor estaba asombrado por la capacidad de concentración del compositor. «Se ponía a trabajar en su escritorio, mientras los niños correteaban por toda la habitación, jugando —y eran de ese tipo de niños que no sólo se dejan ver, sino también oír—. Decían: "¡Papá, papá!". "¿Qué?" "¿Qué haces?" "Estoy escribiendo." Un largo silencio. "Papá, ¿qué estás escribiendo?" "Música."» Slonim nunca vio a Shostakóvich sentado al piano mientras trabajaba. «Iba de un lado para otro, componiendo la música en su cabeza.» Y a continuación la escribía directamente sentándose junto al escritorio. «Le gustaba tener su escritorio ordenado —recordaba su hija Galina—. Siempre tenía papel, tinta y su regla a mano.»

Shostakóvich tenía la costumbre de realizar ejercicios con los cinco dedos sobre su mejilla mientras posaba para Slonim. Si hablaban sobre algún libro, ilustraba sus argumentos citando largos pasajes de un autor. Cuando la conversación versaba sobre música, Shostakóvich se sentaba rápidamente al piano para darle mayor énfasis a lo que decía. Slonim recordaba que Shostakóvich tocó la mayor parte de Borís Godunov cuando la conversación giró sobre Músorgski, y de Petrushka cuando mencionaron a Stravinski.

 

En Leningrado, la temperatura descendió hasta −35°C el 24 de enero, y siguió igual el 25. Durante aquellos dos días se expidieron 5.369 certificados de defunción en las oficinas del registro civil de los quince distritos de la ciudad. El NKVD le envió las cifras a Beria, a Moscú, pero es imposible saber cuántas muertes no se hicieron constar en los registros. Desaparecían familias enteras, y la totalidad de los vecinos de algunos bloques de apartamentos, sin que quedara nadie para registrar su defunción. La gente perdía el contacto con sus familiares, sus amigos y sus vecinos. Las listas de los muertos de 1941 y 1942 siguieron aumentando durante años, a medida que fueron regresando los evacuados, que informaban sobre la desaparición de sus familiares y amigos.

 

Había otra razón, más siniestra, por la que las listas de muertos de Leningrado no eran lo que parecían. Desde mediados de los años treinta, las muertes de los presidiarios, ya fuera en las cárceles, en los campos o en las colonias penitenciarias, no se registraban en el lugar donde ocurrían, sino donde vivía el finado antes de su detención. Así pues, los leningradeses que fallecieron o fueron ejecutados en el Gulag durante 1941 y 1942 constaban como «muertos en Leningrado».

Galina Saliamon había trabajado en el instituto de investigación de productos orgánicos y pinturas. La joven química trabajaba principalmente en el campo de los fármacos para el Ejército, pero también en el de la pintura de camuflaje. El instituto cerró, y a ella la trasladaron a la oficina del registro civil de la avenida Zagorodny. «Normalmente allí se registraban los nacimientos, los matrimonios, los divorcios y las defunciones —contaba—. Ahora eran todo defunciones. Pero me acuerdo de una pareja de unos cuarenta años de edad. Llevaban veinte años viviendo juntos, pero acudieron a registrar su matrimonio. Conseguimos unos testigos entre el personal y la gente que estaba esperando para registrar defunciones, y les casamos.»

La oficina sólo abría durante las horas de luz diurna. El suelo estaba salpicado de manchas de color morado. Los tinteros se congelaban, de modo que los empleados los tenían sobre la estufa, y cuando se rajaban, la tinta oficial morada que utilizaban en el registro se esparcía por la tarima del suelo. Había largas colas de personas esperando a informar sobre sus muertos. Galina anotaba los detalles en su registro: nombre, apellido, patronímico, año de nacimiento, domicilio. La «causa de la muerte» era siempre la misma: «Distrofia, 2.ª fase». Saliamon expedía los certificados de defunción y le entregaba al interesado los cupones para los funerales. Para entonces esos cupones eran inútiles. Los entierros individuales eran muy raros. Pedir que excavaran una tumba resultaba caro, y la mayoría de los enterradores exigían pan, no dinero.

«No les exigíamos los vales de comida de los muertos —decía—. Se los quedaban ellos. De esa forma los muertos ayudaban a los que seguían con vida, por lo menos durante unos días, hasta que caducaban los vales.» El marido de Eliza Greinert falleció a mediados de enero. Ella describía las repercusiones en una carta que le envió a sus hijos al continente. Estuvo sentada en casa un día entero en estado de shock. Después estuvo haciendo cola durante cinco horas y media para registrar la defunción. «Fui a encargar un ataúd, pero no pude —escribía—. La gente se peleaba a puñetazos por ellos.» Encontró a una persona de su bloque que le hizo un ataúd por 400 gramos de pan y 50 rublos.

 

Todos los distritos de la ciudad tenían un depósito de cadáveres. La mayoría de la gente llevaba el cadáver, enseñaba el certificado de defunción y lo dejaba allí para que un camión se lo llevara a una fosa común. Pero, dado que los vivos estaban cada vez más débiles y eran incapaces de arrastrar un trineo, abandonaban más y más cadáveres en el mismo lugar donde fallecían, o los bajaban a la calle. Los mortuorios de los grandes hospitales recibían una media de 566 cadáveres diarios, de pacientes, de personas que habían muerto en las salas de espera y de los que habían traído de la calle.

La muerte tenía muchos heraldos, a medida que el cuerpo iba deteriorándose: náuseas, enfermedades cardiacas y pulmonares, hidropesía, escorbuto, los ojos sobresalían de sus órbitas, los labios se encogían y dejaban los dientes al descubierto, la piel se volvía tan fina como el papel. A los niños se les hinchaba la barriga, y la cabeza se veía anormalmente grande sobre unos miembros que parecían palillos. Las niñas púberes dejaban de menstruar. Los pechos y el impulso sexual de las mujeres adultas disminuían.

El 25 de enero cortaron la electricidad en el Teatro Pushkin. N. N. Yumskov, director de la división de bomberos de la zona, le contó algunas «historias aterradoras» a Israel Nazimov, un médico veterano de la 23.ª Policlínica. Yumskov acababa de apagar un incendio en los dormitorios de un albergue de trabajadores. Dos de sus habitaciones se utilizaban como mortuorio provisional. Dentro había muchos artesanos muertos, «congelados en las posturas más extravagantes, tirados allí de cualquier manera, muchos de ellos». Esas mismas habitaciones eran utilizadas por los vivos como retrete. «Había excrementos por todas partes —escribía Nazimov—. ¡Blasfemia! Pero ¿es posible recriminárselo a los vivos, a unas personas que todavía se aferran a la vida y que están luchando por su existencia?»

El hambre y una furibunda sensación de injusticia estaban sacando de sus casillas a Putiakov. Había aumentado el número de pasajes peligrosos de su diario:

 

He decidido cometer un crimen, y así, a través del tribunal revolucionario, podría salir de este BAO [su batallón de servicio del aeródromo], que está acabando con mi alma. No hay otra manera. Podría morir aquí. Si muero, éstas son las personas responsables de mi muerte: el sargento mayor Arlov, el ayudante del comandante de pelotón Yefromov y el subteniente Zakrutkin. No son seres humanos. Son animales con piel de persona. […] ¡Qué pronto nos dejarán en paz estas sabandijas a nosotros que estamos tan hambrientos, y nos darán la posibilidad de comer! ¡Bandidos! Ellos saben que aquí lo estamos pasando muy mal y hacen todo lo posible para matarnos de hambre.

 

Durante su sueño irregular en el búnker, la esposa de Putiakov se le apareció la madrugada del día 25. «Vi a mamá en sueños, dormí con ella, pero no me hablaba. No vi a los niños. Vida… vida… que pronto sea más bonita.» No lo fue. A las 4.35 de aquella tarde volvieron a arrestarle, y por la misma razón. Regresaba de cortar madera y encontró a otra persona en su litera. Le dijeron que se buscara otro sitio. Él se negó.

 

Me han impuesto dos días de arresto, y ha sido ese bastardo de Zakrutkin, a petición de Yefromov. Mañana me sueltan, y pienso escribir un informe sobre su acción ilegal. Bastardos. Asesinos de almas. En esta compañía ha muerto mucha gente por culpa del sargento mayor Arlov, del teniente Zakrutkin y otros. Mantienen un régimen penitenciario.

Tengo que hacer algo, porque si no me moriré. Hoy tengo la cara hinchada. Siento un hambre espantosa. Me han robado la mitad de mi ración de pan. Bastardos. Dios mío, Dios mío, ¿cuándo acabará este sufrimiento? Me he vuelto inhumano. Antes de llegar a esta unidad 38 BAO yo parecía un ser humano. Ahora se acabó. […] La vida de un hombre arrestado no se diferencia de la de los demás, pero no quiero llevar la etiqueta de «arrestado». Me quejaré a la autoridad superior. Ellos no son los comandantes de este BAO. Son asesinos de almas. Sería bueno eliminar a estos reptiles. […] Son simple y llanamente enemigos del pueblo. Estas víboras se comen nuestros víveres. Se quedan con nuestras migajas, no nos dejan lavarnos, nos mantienen en una trinchera donde no se puede ni respirar, y no en una casa. Es un nido de avispas.

 

Putiakov escribió su última anotación el 26 de enero. Su cara seguía hinchándose. Sus víveres eran escasos, pero logró comprar una ración de mantequilla por treinta rublos. A las siete de la tarde, escribió: «Me soltarán a las diez de la noche. Delante de mí, Ruvilov, el muy hijo de puta, no quiere darme un poco de comida». Pensó en su esposa e hijos. «Vi a mamá en un sueño, no estuvo cariñosa conmigo, y era un lugar desconocido. ¿Estará viva? Espero que no estén sufriendo tanto como yo. Bueno, espero que todo vaya bien.»

 

No le soltaron a las diez de la noche. En algún momento después de las siete de la tarde, alguien, probablemente Ruvilov, el sargento al mando del cuartel de guardia, encontró su diario. Putiakov estaba acabado. Las quejas, por las raciones, por los suboficiales, por las condiciones de vida, son una parte universal de la vida militar. Sin embargo, en el Ejército Rojo dejar constancia de ellas resultaba letal. El diario de Putiakov fue entregado al NKVD y adjuntado al expediente que se abrió contra él. Un agente del NKVD lo leyó de principio a fin, subrayando algunos párrafos. Putiakov fue acusado de «actividades antisoviéticas», y «difamación contra el suministro de alimentos del Ejército Rojo» en virtud del Artículo 58-10. Se consideró que las anotaciones del diario eran por sí solas una prueba suficiente. El proceso —desde el arresto de Putiakov, su interrogatorio en la Bolshói Dom, su condena a muerte y su ejecución— duró poco menos de cinco semanas.

 

El primer tren de evacuados llegó a Vólogda el 26 de enero. El flujo de personas iba aumentando constantemente. En aquel momento salían a través de la carretera del hielo aproximadamente 650 personas al día. Esa cifra aumentó a 4.283 a finales de febrero, y llegaría a los 7.734 evacuados al día a mediados de marzo. Empezó a nevar sobre el lago. Los alemanes lo utilizaron como cobertura para enviar desde Shlisselburg dos compañías de tropas esquiadoras a través del hielo a fin de atacar la carretera. Llegaron a ella, destruyeron varios camiones y se retiraron. Hubo que formar una unidad especial para defender la carretera. Se establecieron puestos de ametralladoras en el lago, junto a la orilla meridional. Los puestos estaban protegidos mediante bloques de hielo y nieve. Los soldados estaban tumbados en alfombras de arpillera y llevaban calefactores químicos en los bolsillos, ya que los vientos gélidos les helaban hasta los huesos. No volvieron a organizarse nuevas incursiones. Los alemanes seguían bombardeando asiduamente la carretera con su aviación y su artillería, y los cazas atacaban los camiones con el fuego de sus ametralladoras y su cañón. No obstante, los días de la total superioridad aérea de los alemanes habían tocado a su fin, y los cazas soviéticos diezmaban a los aviones germanos. Además, las cuadrillas de mantenimiento de la carretera se habían hecho expertas en señalizar los cráteres que se creaban en el hielo. Erigían unos postes junto a ellos en cuyo extremo colocaban ramas de abeto, para que los conductores pudieran verlos desde muy lejos.

La cantidad de gente que se marchaba de la ciudad no era lo suficientemente grande como para que aumentaran las raciones de los que se quedaban. Cada día de enero moría tanta gente como durante un mes antes de la guerra. En aquel mes se registraron 126.898 fallecimientos. El 70% eran varones. La ciudad estaba perdiendo a sus jóvenes a un ritmo aterrador. Un 20% de los fallecidos tenían menos de veinte años. Los 4.365 nacimientos que hubo en enero se vieron eclipsados por la muerte de 7.267 bebés de menos de un año. De las calles nevadas de la ciudad se recogieron 2.734 cadáveres.

El NKVD advirtió lo muy por debajo que habían estado los suministros de alimentos de las cantidades necesarias para cumplir con las cartillas de racionamiento. Los leningradeses tenían derecho a 1.368 toneladas de grasas a lo largo del mes. El déficit era de 899 toneladas. Además, se repartía menos de la mitad de la ración de carne. Tan sólo llegaron 837 toneladas de carne, en vez de la cantidad estipulada, 1.932 toneladas. Y lo mismo ocurría con los productos de confitería, ya que a través del hielo solamente habían llegado 996 toneladas, en lugar de las 2.369 requeridas. El único rayo de esperanza fue un aumento en el suministro de harina, y una reducción de los aditivos. En Oranienbaum, la mortalidad de los refugiados que habían huido desde Peterhof aumentó enormemente cuando la ración de pan se redujo hasta los 100 gramos.

Un poema de Konstantin Simonov captaba el estado de ánimo con una brillante melancolía. Se publicó en el Pravda, y casi de inmediato lo recogieron los periódicos del frente. Los soldados lo recortaban y se lo enviaban a sus esposas y a sus novias. Muchos lo memorizaron, y por lo menos diez compositores, entre los que destacaba Matvéi Blante, le pusieron música, que resonaba en las trincheras y los búnkeres:

 

Espérame, y volveré,

pero espérame de verdad.

Espérame cuando las amarillas lluvias

traigan la melancolía;

espérame cuando arrecie la nieve;

espérame cuando haga calor.

Espérame cuando se olviden del ayer

y dejen de esperar a los demás…

 

Enero fue el peor mes. Dmitri Lijachev, el resistente erudito en literatura, no tenía la mínima duda. «Ya ni me acuerdo de si en enero hubo bombardeos o ataques de la artillería —escribía—. Todo nos importa un bledo.» Ya nadie acudía al refugio antiaéreo. Lo habían convertido en un mortuorio. Los amigos y familiares de Lijachev se iban muriendo uno tras otro. El padre de Zina, su esposa, tuvo una muerte terrible cuando estaba solo. Zina iba a visitarle, y cambiaba sus pertenencias por comida. «No quería comer, y cuando desaparecen las ganas de comer, es el final.» Murió con comida en el aparador. Lijachev cambió un samovar y unos trajes por menos de un kilo de guisantes. Eso le ayudó a sobrevivir, aunque caminaba con bastón y le temblaban las piernas. Había un cadáver en la escalera y otro a la entrada de la casa. «No podíamos dormir por la falta de comida. El cuerpo nos dolía y nos picaba —era porque el sistema estaba consumiendo los nervios—. Un ratón deambulaba por nuestra habitación en medio de la oscuridad, no logró encontrar migas y se murió de hambre.»

En Kúibyshev seguían existiendo las tiendas y los restaurantes «abiertos» al público y los «cerrados», sólo para la élite. Un cartel que vio pegado en una puerta despertó el sentido de la ironía de Shostakóvich. Se lo leyó con placer a sus hijos: «A partir del 1 de febrero, se cierra el restaurante abierto. Aquí se abrirá un restaurante cerrado». En Leningrado, algunos días no había pan en ningún sitio. Bogdánov-Berezovski escribía: «Por la tarde, Tamara [su esposa] ha estado haciendo cola durante once horas para conseguir pan por primera vez en cuatro días». «Por primera vez hemos estado sin pan —señalaba Krukov—. Hoy hemos comido por primera vez una gelatina hecha de cola de carpintero. Mamá dejó la cola en remojo durante dos días, la coció durante cuatro horas y la dejó enfriar. No está mal con vinagre y mostaza.» La Orquesta del Radiokom perdió a otros dos violinistas, I. Lipin y M. Serguéyev.

 

La música seguía a trancas y barrancas, aunque el Muzkom cerró temporalmente. El Leningradskaya Pravda publicó un artículo titulado «Nuevas obras de los compositores de Leningrado», donde decía que se habían compuesto más de 200 canciones en la ciudad desde el comienzo de la guerra. Mencionaba el Himno a un líder, de Shostakóvich, y las canciones de Viktor Tomilin, que murió en la cabeza de puente del Nevá. Numerosos compositores habían escrito piezas de cámara, piezas de autor sobre los temas de la liberación y la guerra, y sinfonías: Patria, de Borís Asafiev, Aleksandr Nevski, de G. Popov, y El poder de la guerra, de Bogdánov-Berezovski. El artículo terminaba con una referencia a la Séptima Sinfonía de Shostakóvich.

A finales de enero se ofreció un concierto en el edificio del Comité Regional, para las altas personalidades del Partido. Los asistentes estaban sentados con los rostros perplejos, los ojos carentes de expresión, apesadumbrados y glaciales. El cantante Z. Gabrielyante arrancó con la canción popular Por favor, sonríe, cariño, dirigiéndose a los espectadores de la primera fila, y siguió cantando hasta que por fin uno o dos sonrieron.