DO SVIDANIYA

(Adiós)

 

 

 

El asedio se rompió cinco meses después de aquel concierto. Ahora eran los alemanes los que se veían asediados y los que se desangraban en las ruinas de Stalingrado, y, a las afueras de Leningrado, con la llegada del invierno, los rusos tuvieron la fuerza suficiente para enfrentarse a ellos. El comandante del frente ruso, Leonid Govórov, comparaba a sus hombres con los músicos de la Séptima. A comienzos de enero de 1943, decía, «todos los hombres de nuestra orquesta de artillería se sabían la melodía». A ambos lados del corredor situado en la orilla oriental del Nevá, y que estaba en manos de los alemanes, se habían desplegado 4.500 cañones y morteros.

Abrieron fuego la mañana del 12 de enero. A mediodía, la infantería rusa empezó a cruzar el río congelado, retomaron la Nevski piatachok, donde anteriormente se había derramado tantísima sangre en ofensivas malogradas. A 13 kilómetros al este, los ejércitos soviéticos del frente del Vóljov iniciaron su avance hacia la cabeza de puente.

Para el 15 de enero los rusos ya combatían en las calles de Shlisselburg. Estaban a menos de un kilómetro y medio de establecer contacto. La ciudad cayó en su poder al día siguiente. La distancia entre los dos ejércitos se redujo a menos de 800 metros. Los dos contingentes rusos se encontraron la mañana del 18 de enero. El Flaschenhals, el cuello de botella alemán, había sido aplastado. Aquella noche todo el mundo salió a celebrarlo por las calles de Leningrado. Habían dejado de ser una población aislada. Volvían a estar unidos al continente. «Se ha roto el maldito círculo», decía Olga Bergholz.

Aunque el estrangulamiento por parte de los alemanes había cesado —la comida y los suministros ya podían llegar a la ciudad a través de un corredor terrestre—, sus ejércitos no se habían marchado. Mantenían sus posiciones al sur y al oeste de la ciudad, y siguieron bombardeándola con sus cañones durante otro año más. Finalmente, el Ejército Rojo reunió una fuerza de más de un millón de hombres, bien dotada de artillería pesada y de lanzacohetes, para expulsar a los alemanes. Éstos no pudieron soportar la furia de la ofensiva rusa. Se retiraron. En Leningrado el cielo del crepúsculo del 27 de enero de 1944 se iluminó con las bengalas de celebración —verdes, rojas, amarillas, blancas de magnesio— y con los haces de los reflectores de los buques de guerra amarrados, y el aire resonaba con el estruendo de las salvas de la victoria.

A las 8 de la tarde, Govórov declaraba: «La ciudad de Leningrado ha sido totalmente liberada».

 

Pero, por supuesto, no era cierto. Zhdánov no había desaparecido. La malevolencia de Stalin se exacerbó, en vez de atenuarse, por el estatus heroico de la ciudad. La Bolshói Dom y su aparato, sus interrogadores y sus calabozos, siguieron ahí.

De hecho, aunque el NKVD pasó a llamarse KGB, y después FSB, y aunque Leningrado ha vuelto a sus orígenes, y a llamarse San Petersburgo, la Bolshói Dom sigue siendo la sede de la policía de seguridad del Estado, y hasta el día de hoy ha seguido dominando la avenida Liteiny. Su discípulo más famoso, Vladímir Putin, un antiguo oficial del KGB de Leningrado, es de por sí un vestigio de aquel pasado violento. Putin, presidente de lo que vuelve a llamarse Rusia, debe su existencia a las heridas que sufrió su padre en el Nevski piatachok, unas heridas tan graves que fue evacuado de la cabeza de puente a través de la superficie helada del río, y así sobrevivió a la matanza de sus camaradas.

En cuanto a Zhdánov, en 1946 exponía su doctrina sobre la cultura soviética. El mundo, dijo, ahora estaba dividido en dos bandos: el «imperialista», encabezado por los estadounidenses, y el «democrático», encabezado por los soviéticos. El arte debe reflejar ese hecho: no debería tolerarse ninguna expresión matizada, ni individual ni moderna.

El dirigente arremetía contra la revista literaria Leningrado por ser, igual que la propia ciudad, una fuente de veneno, y citaba en particular a dos de sus colaboradores por sus culpas. A Mijaíl Zoshchenko, un escritor de un ingenio y una ironía exquisitos, y amigo de Shostakóvich, le calificaba de «cadáver viviente»; y a Anna Ajmátova, que le había dedicado algunos poemas al compositor, la despachaba calificándola de «puta y monja», «una sucia granuja literaria».

A continuación cargaba contra la música: Zhdánov, el hombre al que llamaban «El Pianista» de Beria, mantenía su interés por ella. Un decreto de febrero de 1948 criticaba el formalismo. Era «burgués», occidental, «imperialista». Se mencionaba a Shostakóvich, a Prokófiev y a Jachaturián como sus practicantes. El 14 de febrero, el Glavrepertkom (Comité Estatal para el Repertorio) eliminó del repertorio una larga lista de obras de Shostakóvich. El compositor Marian Koval, director de Sovetskaya Muzyka, denunciaba a Shostakóvich con los términos «sabandija formalista», que rezuma «decadencia» y «cacofonía». En septiembre apartaron a Shostakóvich de sus clases de composición en los Conservatorios de Moscú y Leningrado. Nunca volvió a la docencia.

A pesar de todo, Stalin estaba ansioso por sacar partido del valor propagandístico de Shostakóvich, como compositor de la Séptima, en un congreso cultural y científico por la paz que se celebró en Nueva York en abril de 1949. Cuando el compositor le señaló al dictador que sus sinfonías se tocaban en Estados Unidos pero no en su propio país, Stalin declaró «ilegal» la prohibición. Shostakóvich fue convenientemente enviado al otro lado del Atlántico, donde fue recibido por Norman Mailer y Aaron Copland en el hotel Waldorf Astoria.

Ya no era aquel magnífico bombero que había honrado con su presencia la portada de Time en 1942. Ahora la revista le encontraba «dolorosamente incómodo, […] se sentía visiblemente intimidado ante los flashes de los fotógrafos, se secaba el sudor de la frente…». A Nicolas Nabakov, un exiliado ruso, compositor, le recordaba a «la ropa sucia, lavada, planchada y enviada a Estados Unidos».

Para entonces Zhdánov ya había muerto, pero el compositor, y su ciudad, seguían siendo vulnerables al Terror. Beria reveló la existencia de un nuevo «centro de Leningrado», un «nido de traidores antisoviéticos» que supuestamente conspiraban para restablecer la antigua supremacía de la ciudad sobre Moscú, y la suya propia sobre Stalin. Seis dirigentes de la ciudad, entre ellos el alcalde, fueron acusados de malversación de fondos y de traición el 30 de septiembre de 1950. Fueron fusilados al día siguiente.

Detuvieron a 2.000 miembros de las instituciones municipales y regionales, y fusilaron, desterraron o enviaron a los campos a cientos de ellos. Nikolái Punin, el compañero sentimental de Anna Ajmátova, experto en arte, conservador de iconos, había declarado que algunos retratos de Lenin carecían de gusto. Por decir eso le enviaron a un gélido barracón en medio de las minas de carbón de Vorkutá, al norte del Círculo Polar Ártico, donde falleció al cabo de cuatro años.

Cerraron el imponente Museo del Asedio de Leningrado. Los fragmentos que han sobrevivido —enormes lienzos, reconstrucciones de batallas, esculturas— ilustran el esplendor de lo que se destruyó. El heroísmo del asedio en sí se descalificaba como un mito concebido para denigrar la grandeza de Stalin.

 

Stalin murió en marzo de 1953. Beria fue detenido en junio. Fue interrogado en la cárcel de Lubianka, el lugar del que había sido durante tanto tiempo dueño y señor, junto con la Bolshói Dom de Leningrado. Le fusilaron, con un trapo metido en la boca para tapar sus alaridos, el 23 de diciembre.

Dmitri Shostakóvich vio atenuada la perspectiva cotidiana de su posible arresto y desaparición. Sin embargo, las tensiones a las que le habían sometido, a él y a muchísimos otros, todavía eran bien visibles para un director de orquesta estadounidense que fue de visita a la Unión Soviética en 1962. «No sólo se mordisquea las uñas sino los dedos… le tiemblan las manos… fuma un cigarrillo tras otro… arruga la nariz… Nada permite adivinar los pensamientos que hay detrás de esos ojos asustados y sumamente inteligentes.»

 

Siguió trabajando, y creando una música tan intensa y de una variedad tan amplia como siempre, hasta su muerte, en 1975. Algunos ven en las apariciones en público que realizó —como por ejemplo su viaje a Nueva York, de un innegable valor propagandístico para los soviéticos— a un defensor convencido del régimen. Otros tienen la sensación de que la profundidad de su aborrecimiento por dicho régimen se expresa en sus propias composiciones.

En 1979 se publicó en Nueva York un libro titulado Testimony [Testimonio: las memorias de Dmitri Shostakóvich], del musicólogo ruso Solomon Volkov. Su autor afirmaba que se trataba de las memorias de Shostakóvich, que él había transcrito y editado por encargo suyo. El compositor, decía Volkov, no había querido publicarlo en vida. No es de extrañar. En el libro Shostakóvich se revela como una persona visceralmente antisoviética, y aparentemente reconoce que muchos pasajes y alusiones de sus composiciones reflejan directamente su repugnancia hacia aquel sistema. Puede que se trate de sus auténticas memorias, o puede que no. Los argumentos a favor y en contra todavía son encarnizados. ¿Acaso un hombre con esos ojos —que «no delatan sus pensamientos»— habría confesado sus sentimientos más íntimos y peligrosos a un joven al que no conocía demasiado? Podemos pensar que no. Aunque se trate, en sentido literario, de una «falsificación», ¿acaso no es posible que Shostakóvich sintiera realmente esa repugnancia? Podemos pensar que sí.

En el fondo, tal vez, no importa. Su música ha sobrevivido. Y también la sensación de su amor por su ciudad, por su país y por sus amigos. Por lo demás —por lo que los rusos llaman intonatsiya, una lectura entre líneas, en música y en literatura— dejemos que sea él quien diga la última palabra, tal y como la expresó ante su biógrafo soviético poco antes de su muerte:

«Se han escrito y se siguen escribiendo muchas cosas sobre mí. Se escriben cosas buenas y se escriben cosas malas. Pero he aprendido a no prestarles atención. Ni a los elogios ni a las críticas. He aprendido a no prestarles ningún tipo de atención.»