CAPÍTULO 7
Dekabr
(Diciembre de 1941)
En las habitaciones situadas encima de la vivienda de Shostakóvich en Kúibyshev vivían dos jóvenes evacuadas muy influyentes, Flora y Tatiana Litvinova. Flora estaba casada con Misha, hermano de Tatiana e hijo de Maksim Litvinov, el vástago revolucionario de una familia de ricos banqueros judíos de Białystok, que había sido destituido por Stalin como ministro de Asuntos Exteriores para aplacar el antisemitismo de Hitler, pero que ahora había recuperado el favor del dictador y había sido nombrado embajador en Washington. Flora había conocido al que posteriormente sería su marido en el estreno en Moscú de la Quinta Sinfonía de Shostakóvich. Era una gran admiradora del compositor. Sabía que él tenía un piano en su habitación, y le daba pena que no estuviera trabajando, y que el instrumento guardara silencio.
Sin embargo, el 2 de diciembre, la situación cambió. «Hoy he oído el piano y algunos sonidos claramente del estilo de Shostakóvich —apuntaba Flora—. Me coloqué al lado del radiador, y entonces oí a Galia y a Maksim cantando "Tres alegres soldados en un tanque". […] Qué absurdo —que los hijos de Shostakóvich se pongan a cantar eso.» Daba igual. Shostakóvich volvía a tocar, y a trabajar en su sinfonía a un ritmo frenético. Sokolov lo atribuía a las noticias que llegaban del frente: «Los fascistas habían sido aplastados a las afueras de Moscú. Shostakóvich se sentó a componer en un arrebato de energía y de agitación».
Aquella tarde, las tropas de la 258.ª División de Infantería alemana llegaron al punto en que se disipan los bosques a las afueras del oeste de Moscú. Estaban cerca —lo suficientemente cerca como para ver «las torres del Kremlin reflejando el sol poniente», según algunos relatos— pero al oscurecer las tropas retrocedieron. «Tan sólo nos faltaban otros trece kilómetros para que Moscú estuviera a tiro de nuestra artillería —decía un teniente—. Simplemente no fuimos capaces.» Era el último empuje con unas fuerzas ya agotadas, en una ofensiva que corría el grave peligro de convertirse en una huida en desbandada.
Las divisiones de refresco procedentes de Siberia estaban encabezando una contraofensiva del Ejército Rojo alrededor de Moscú. Los alemanes, medio congelados, se ponían monos de tela vaquera encima de sus uniformes reglamentarios y rellenaban los huecos con tiras de papel enroscado para abrigarse. El papel de periódico era lo mejor, pero la mayoría tenía que apañárselas con los panfletos que se habían preparado para lanzarlos sobre el enemigo: «La rendición es el único camino sensato y razonable…». El formidable armamento alemán había quedado inutilizado por el frío. Una división de infantería, la 112.ª, se desintegró presa del pánico. Era la primera vez que ocurría algo parecido desde el comienzo de la Operación Barbarroja. Era una advertencia, decía un informe de la Werhmacht, de que «la capacidad de combate de nuestra infantería había llegado al límite».
Los rusos liberaron Tula, al sur de Moscú, arrebatándosela a la 5.ª División Pánzer de Guderian. Los alemanes habían utilizado como hospital la finca de Lev Tolstói, situada no lejos de allí, en las inmediaciones de la localidad de Yásnaya Poliana. Enterraron a sus muertos cerca de la tumba del escritor. Los rusos también liberaron Mozhaisk, al oeste. Se formó un saliente en Klin. De ese punto dependía toda el ala izquierda del Grupo de Ejército Centro. Bastaba con arrebatárselo rápidamente a los alemanes, y los pánzers y las tropas de Guderian se verían rodeados antes de que pudieran retirarse a una nueva línea de defensa. Lucharon desesperadamente para apuntalar los puntos fuertes más amenazados y los cruces de carreteras. Los podvizhnaya gruppa rusos —grupos móviles con carros de combate, fusileros transportados en camión, tropas con esquís y caballería— les hostigaban igual que lo habían hecho los cosacos con la Grande Armée de Napoleón cuando se batía en retirada. El 5.º Batallón del Regimiento Grossdeutschland fue aniquilado cuando los rusos salieron de los bosques y cayeron sobre él a las dos de la madrugada del 6 de diciembre, recuperando la ciudad de Kolodeznaya en llamas. Lo único que quedó fue un batallón de fusileros, que se integró en la nueva División Grossdeutschland cuando se formó el año siguiente.
En medio de «las violentas tormentas de día y de noche», con una capa de nieve que les llegaba hasta la cintura, y unos vientos penetrantes, los alemanes se replegaron. Los esquiadores soviéticos surgían de entre las nieves para liquidar a los rezagados y a los camiones aislados. Los alemanes hacían frente a sus perseguidores con contraataques repentinos y salvajes, en los que los fusileros, a bordo de vehículos blindados, tenían la cobertura de la artillería autopropulsada. La temperatura subió durante unas horas, y el aire del Ártico dejó paso a la lluvia y a unas carreteras encharcadas de aguanieve, por las que patinaban los pánzers y los heridos en una gigantesca retirada del saliente, dejando tras de sí una estela de caballos muertos y de cañones reventados.
La escala de la guerra cambió drásticamente, y a favor de los soviéticos, el 8 de diciembre. Los japoneses ya no dirigían sus ataques contra el Ejército Rojo, en la frontera de Manchuria, donde Zhúkov había logrado contenerles en 1939,[37] sino contra los estadounidenses en Pearl Harbour, y contra los británicos en Malasia. Aquello confirmó la decisión de los rusos de retirar las divisiones de Siberia del Extremo Oriente soviético. El 11 de diciembre, Hitler se granjeó un nuevo y poderoso enemigo. Le declaró la guerra a Estados Unidos.
El Ejército Rojo volvió a tomar Klin, a ochenta kilómetros al noroeste de Moscú. Allí estaba la casa de campo de Chaikovski, una hermosa dacha de madera con un jardín de verano de lirios de los valles, violetas y campánulas, con senderos serpenteantes que conducían a un cenador. Chaikovski había compuesto su última gran obra, la Sexta Sinfonía, la Patética, sentado junto a su escritorio en el despacho de la segunda planta, con vistas a los limeros. Los alemanes utilizaron la casa como cuartel, y guardaban sus motocicletas en la planta baja. Quemaron el cenador para calentarse.
El frente alemán a orillas del Volga estaba hecho pedazos. «La disciplina empezaba a resquebrajarse —decía el general Schaal, de la 3.ª División Pánzer—. Cada vez más soldados están regresando por su cuenta hacia el oeste, sin armas, tirando de un ternero o arrastrando tras de sí un trineo cargado de patatas. Ya ni siquiera enterraban a los soldados muertos en los bombardeos. Las unidades de abastecimiento eran presa de la psicosis; […] anteriormente sólo habían conocido el avance sin contratiempos.» Incendiaban las aldeas al marcharse. Lo único que quedaba eran las chimeneas de los fogones y los esqueletos carbonizados de las casas. El corresponsal de guerra Konstantin Simonov observó horcas en los pueblos liberados, con los cuerpos de los campesinos ahorcados amontonados junto a ellas.
No obstante, los que eran liberados por el Ejército Rojo tenían buenos motivos para moderar su alegría. Habían sobrevivido a un doble shock de un peligro enorme —la retirada de los rusos y el avance de los alemanes, y a continuación la retirada de la Wehrmacht y la ofensiva del Ejército Rojo— y ahora se enfrentaban a una tercera amenaza. Pisándole los talones a las tropas de combate rusas llegaban los «destacamentos operativos de la checa», las unidades de seguridad del NKVD. Su misión era detener a los «saboteadores, traidores y provocadores», y organizar nuevas redes de informadores y agentes. Los interrogadores y los pelotones de fusilamiento contaban con el apoyo de las compañías de combate y de los batallones anticarro del NKVD. Éstos tenían la misión adicional de fusilar a los soldados del Ejército Rojo si se retiraban. Beria firmó una directriz donde ordenaba a los comandantes del NKVD en el frente que crearan inmediatamente secciones del NKVD en todas las zonas pobladas y «liberadas de las fuerzas enemigas».
Decomisaban cualquier equipo de radio o arma que hubiera caído en manos de la población local. Volvieron a poner en funcionamiento las cárceles. Interrogaron a todos los varones en edad militar para averiguar si eran desertores. Se examinaron cuidadosamente todos los documentos que habían dejado tras de sí los alemanes, en busca de pistas de colaboracionistas y traidores. La ocupación, por breve que hubiera sido, se consideraba una mancha para quienes la habían padecido. Lo esencial era «el restablecimiento del poder soviético», como le decían a las unidades de seguridad, y era preciso adoptar todas las medidas «para fijar el estado de ánimo político de todas las capas de la población». Actuaban con rapidez y sin piedad. A los pocos días de la reconquista de Tula, el comandante del frente publicó una mención para elogiar a dos tenientes de la Seguridad del Estado, Mijaíl Morkinski y Vasili Grechijin, del NKVD, por haber identificado a unos trescientos «traidores a la patria» con la ayuda de los guerrilleros de la zona.
Shostakóvich no sabía nada de todo aquello, y las victorias le llevaban a una intensidad de composición tal que Sokolov tenía miedo de molestarle si le dibujaba trabajando. Durante las tres semanas siguientes, Shostakóvich se entregó casi enteramente a su sinfonía. Fue elegido presidente de la nueva filial en Kúibyshev del Sindicato de Compositores. Sus miembros se reunían los miércoles para escucharse unos a otros tocar su música y comentarla entre ellos. La primera reunión se celebró el 10 de diciembre, y Shostakóvich interpretó los primeros tres movimientos de la Séptima.
Ese mismo día, unas horas más tarde, Shostakóvich le escribió una nostálgica carta a Iván Sollertinski. «Nina, Galina y Maksim están bien, sobre todo los niños —señalaba—. «Están en una edad feliz. Sus pequeños estómagos no sufren, están llenos: tienen zapatos, no pasan frío —por eso la vida es maravillosa para ellos—. Les tengo envidia. Me gustaría tener su edad.» Decía que había salido en avión de Leningrado «bastante ligero de equipaje»: «Sólo me he traído la partitura de Lady Macbeth, la Séptima Sinfonía y la sinfonía de Stravinski, mi adaptación [de Stravinski] y la partitura». Vivía muy discretamente, decía, y la mayor parte del tiempo lo pasaba en su casa trabajando. «A veces, a lo largo del día, vienen mis amigos, Oborin y Rabinovich,[38] y tocamos el piano a cuatro manos, pero no tenemos suficientes partituras. Tomamos una copa y nos acordamos de los amigos —sobre todo de ti y de Shebalín. Nos separamos bastante temprano, y sólo muy de vez en cuando nos quedamos hasta la una o las dos de la madrugada.»
Echaba de menos su casa. «Soñamos con volver a casa, a nuestras ciudades natales, soñamos hasta volvernos medio locos, y a menudo lloramos —escribía—. Estoy convencido de que ambos regresaremos a casa muy pronto, y de que todo volverá a ser igual que antes de marcharme. Pero ahora te echo de menos y te pido que no me olvides y que me escribas más a menudo.» Seguía preocupado por las maletas que se le habían extraviado, y añadía una posdata. «¿Te conté que durante nuestro viaje de Moscú a Kúibyshev perdimos —o nos robaron— dos maletas con toda nuestra ropa y nuestra ropa interior? Es una pérdida bastante delicada. De alguna forma he reconstruido el statu quo.»
Quedarse despierto, recordando y bebiendo hasta altas horas, aunque sólo fuera «a veces», era sin duda la felicidad en comparación con la negrura de Leningrado. Pero Shostakóvich no sabía lo desesperada que era la situación allí. A los censores no se les había escapado ni una palabra sobre sus horrores, y al continente no llegaban noticias al respecto. Eso tan sólo ocurrió cuando empezaron las evacuaciones masivas.
El artista Pável Filonov falleció el 3 de diciembre. Había estado en pleno corazón de la vanguardia de la ciudad, muy próximo a Mayakovski y a Jlébnikov y los futuristas. Era hijo de un carretero y de una lavandera, había sido un guardia rojo durante la Revolución, y posteriormente llegó a ser profesor en la Academia de las Artes. Stalin había acabado con su salud, pero no con su espíritu. Filonov tenía prohibido exponer sus obras. Estaba en la ruina y era un marginado. «Desde los primeros días de julio —anotaba en 1935—, vivía sólo a base de té, azúcar y un kilo de pan al día.» Seguía pintando, en un estado de fragilidad, al óleo sobre papel, ya que no tenía dinero para comprar lienzo, pero de una forma maravillosa. Su cuerpo ya estaba demasiado débil como para soportar por mucho tiempo el asedio de Hitler, y murió de inanición. Su hermana custodiaba sus obras, y se negó a ser evacuada de la ciudad. Después las donó al Museo de Rusia, pero pasaron cuarenta años antes de que el público pudiera ver siquiera una de ellas.
La muerte también acechaba a los teatros. Tamara Salnikova era la protagonista femenina de Los tres mosqueteros, en el Muzkom. «Era muy difícil llegar al teatro desde el Lado de Petrogrado, donde yo vivo. Mis manos y mis labios estaban fríos. Sentía vértigos por culpa del hambre. La artillería empezó a disparar cuando iba por el puente Kírov.» Intentó refugiarse con otras mujeres detrás de los montículos de nieve que había junto a los parapetos del río. Una de ellas resultó herida por la explosión de un obús y se marchó arrastrándose, dejando tras de sí un fino rastro de sangre sobre la nieve. Para entonces Salnikova tendría que estar en manga corta y con una blusa muy escotada, pero llevaba una bata por debajo de su vestuario. Hacía tanto frío que se le congelaba el maquillaje. «Intentaba actuar con serenidad —decía—. Pero durante el entreacto me enteré de que, justo en el momento en que yo estaba terminando el primer acto, había fallecido A. Abramov, un cantante del coro.»
En la Sala Filarmónica, Eliasberg dirigía la Quinta de Beethoven, cuya interpretación se había pospuesto la semana anterior por los intensos bombardeos de artillería. Vera Ínber estuvo allí: «La sala está oscura, cada vez más y más oscura. Hace un frío infernal. Las arañas están encendidas a un cuarto de su intensidad. Los músicos: algunos llevan abrigos de piel de borrego, otros se ponen vatniki [chaquetas como las que usan los presidiarios]. El primer violinista totalmente sin afeitar, no tenía ni agua ni luz para afeitarse». El joven Krukov apuntaba el 5 de diciembre en su diario: «Hoy, a las nueve de la mañana papá se ha desmayado. […] A las 3.05 de la tarde papá ha muerto». Le enterró tres días después. «Llevamos a papá al cementerio. El ataúd era basto, estaba sin pintar, no tenía asas, pero menos mal que lo conseguimos, porque mucha gente lleva a sus muertos al cementerio en trineo, envueltos en alfombras baratas.»
La música estaba a punto de quedarse en silencio. Unas fuertes nevadas cubrieron la ciudad. Se canceló otro concierto que estaba programado en la Sala Filarmónica. En su lugar, la radio transmitía canciones interpretadas por un pelotón de la Brigada de Propaganda de la Casa del Ejército Rojo. Entre ellas había una cancioncilla insultante sobre Goebbels. El Sindicato de Compositores recibió el impacto de un obús. «Todo se para por culpa del frío —escribía Zoya Lodsi, catedrática del Conservatorio—. Es algo que no logro superar. Estoy sentada junto a la estufa en el Aula 22. El hambre no es nada en comparación con el frío.» El compositor L. Portov se esforzaba intentando trabajar en las melodías inglesas y estadounidenses. Sus piernas presentaban síntomas de congelación. «Cada paso es un infierno. Después de dar unos cuantos pasos, necesito un descanso.»
Paradójicamente, los éxitos de Zhúkov a las afueras de Moscú empeoraron la situación de los comandantes rusos en Leningrado. Stalin acabó convencido de que lo único que impedía levantar el asedio era la timidez. Insistía en que con más ofensivas se lograría abrir brecha. A principios de diciembre se lanzaron nuevos ataques en la cabeza de puente del Nevá. El Oberstleutnant [teniente coronel] Werner Richter, ayudante de la 1.ª División de Infantería alemana, que tuvo que hacerles frente, señalaba que los rusos habían organizado 78 ataques durante las últimas seis semanas. Habían logrado llegar 17 veces hasta las posiciones alemanas, y fueron rechazados todas y cada una de ellas.
Estaban tan abocados al fracaso como siempre. Los alemanes no sabían cuántos rusos habían matado. Podrían ver las manchas oscuras de los cuerpos por docenas tirados sobre la nieve, agrupados en tierra de nadie. Había muchos más cuerpos ocultos en los hoyos y los cráteres que dejaban los obuses y las bombas, y que salpicaban la cabeza de puente desde el río hasta las líneas alemanas. Los soldados de la 1.ª División de Infantería eran una fuerza cohesionada de prusianos orientales. Eran unos hombres curtidos y experimentados, procedentes de familias que nutrían las filas de los Landser desde hacía muchas generaciones. Todas las noches reforzaban sus búnkeres y excavaban nuevas trincheras de comunicaciones. Al amanecer esperaban el pitido producido por los cambios en la presión del aire y las explosiones de los obuses rusos y el rugido en picado de las lanzaderas de cohetes. Unos minutos más tarde, los rusos avanzaban para intentar ampliar la cabeza de puente. Traían más carros de combate desde el otro lado del río, aunque la capa de hielo era demasiado delgada para ellos, y había que remolcarlos sobre pontones. A menudo bastaba con el impacto directo de un obús sobre un pontón para provocar el vuelco del carro de combate que iba a bordo y enviarlo al fondo del río.
Los tanques que conseguían llegar a la otra orilla tenían muy poco espacio para maniobrar, y quedaban fuera de combate antes de llegar a las trincheras alemanas. Sí servían para proteger a la infantería rusa que iba siguiéndoles, e incluso carbonizados ofrecían un lugar para parapetarse. Las líneas de abastecimiento rusas eran cortas. Los tanques recién estrenados se llevaban al Nevá directamente desde la fábrica Kírov de Leningrado. Los Landser estaban gastando 8.000 granadas de mano al día, así de feroces y próximos eran los combates. Sus artilleros necesitaban por lo menos 3.500 proyectiles diarios para los cañones ligeros de 105 mm, y 600 para los pesados de 150 mm. Sus suministros a duras penas daban abasto.
«Allí había tanta artillería, y los bombardeos eran tan intensos que la tierra estaba negra, y la nieve también —dice Leonid Matorin, uno de los poquísimos supervivientes del Ejército Rojo en aquella batalla—. ¡Muchísimas explosiones al mismo tiempo! Allí murieron muchísimos soldados de infantería nuestros.» Pasarían diez años antes de que la hierba volviera a crecer, y aun así el terreno brillaba a la luz de la luna, por las esquirlas de metal que desenterraba. Ni siquiera hoy, setenta años después, pueden crecer los árboles, y en la superficie llena de cráteres tan sólo se ven matas de hierba y fosas comunes.
Zoya Vinogradova era responsable del servicio sanitario de un batallón, lo que incluía la evacuación de los heridos. «No se podía ver nada a más de tres metros de distancia, y el terreno temblaba y gemía —contaba—. Había tantos heridos que a duras penas conseguía sacarlos del campo de batalla.» A los tres días de su llegada a la cabeza de puente, Vinogradova sufrió heridas de metralla en el pecho y en el estómago, y también lesiones en el brazo. Se salvó, mientras que su batallón quedó casi aniquilado, por lo que enviaron refuerzos de infantería de marina desde la otra orilla. «Estuve inconsciente hasta la mañana siguiente —decía—. La infantería de marina llegó para relevar a nuestro batallón. Alguien me pisó la mano sin querer, y yo gemí. Así fue como me salvé.»
Stalin arremetió contra Zhdánov a propósito del telégrafo oficial. «Resulta extraño que el camarada Zhdánov nunca sienta la necesidad de acercarse hasta el aparato —decía—, aunque sólo sea para pedirle a uno de nosotros información recíproca en un momento tan difícil para Leningrado. Si nosotros, los moscovitas, no te hubiéramos convocado, tal vez, camarada Zhdánov, te habrías olvidado de Moscú. […] Casi cabría imaginar que Leningrado, bajo el liderazgo del camarada Zhdánov, no está en la URSS, sino en alguna recóndita isla del Pacífico…»
Zhdánov necesitaba chivos expiatorios para justificar el fracaso de las ofensivas a orillas del Nevá. Le echaron la culpa a los ex comandantes de la 80.ª División, el coronel Frolov y el comisario político Ivanov. Fueron detenidos y llevados ante un tribunal militar ese mismo día. Se les declaró culpables de «cobardía y negligencia criminal que tuvieron como consecuencia el fracaso de la operación». Fueron fusilados al día siguiente, y las ejecuciones fueron ampliamente difundidas en la prensa por sugerencia de Stalin.[39] El 5 de diciembre el NKVD, siempre anticipándose a los acontecimientos, terminó de confeccionar una nueva lista de 1.514 personas que había que desterrar de la ciudad lo antes posible. Incluía «elementos contrarrevolucionarios», la mezcla habitual de personas de antes, kulaks y similares, «reincidentes criminales», los individuos que tenían restringido el uso del pasaporte, habitualmente ex presidiarios, y los extranjeros.
Al día siguiente, los trabajadores de la carretera que atravesaba los páramos salieron por fin de entre las ciénagas y los bosques y llegaron al llano de las tierras de labranza a las afueras de Zaborye. Un convoy de camiones llevaba tres días esperándoles. Partió antes de que hubiera transcurrido una hora. Sus problemas empezaron en cuanto salió de los campos y se adentró en el bosque. El camión de cabeza se quedaba constantemente atascado entre la nieve acumulada. La pista era demasiado estrecha como para que los demás camiones adelantaran al camión atascado, y había que sacarlo con palas una y otra vez. La superficie hecha de troncos aporreaba los ejes y las suspensiones, que acabaron cediendo. Por la noche, con las tormentas, los conductores casi no veían nada, y tenían que reducir la velocidad al mínimo. Los viaductos tendidos sobre terrenos pantanosos se desintegraban. Los alemanes los bombardeaban. En un día bueno, el convoy avanzaba treinta kilómetros. Les llevaba una semana llegar hasta el lago, con unos suministros de alimentos que suponían menos de lo que consumía la ciudad en un día.
Leningrado no podía sobrevivir si la cosa seguía así.
La salvación, en el mejor de los casos —en el peor, sólo habría sido una forma de prolongar la agonía—, se avecinaba en Tijvin. Después de que la ciudad cayera, Stalin le había confiado el mando de las fuerzas soviéticas al general Kiril Meretskov. Como hemos visto, tuvo la extraordinaria suerte de no haber acompañado a los generales que yacían bajo el parque infantil de Kúibyshev. Beria había utilizado las «confesiones» de Meretskov para fusilar a los demás.
Meretskov todavía estaba en la cárcel de Lubianka en espera de su ejecución cuando la crisis del Frente de Leningrado llevó a Stalin a ordenar su puesta en libertad y su reincorporación a la guerra. Su segundo en el mando, Grigori Stelmaj, también estaba en el punto de mira del NKVD. Tuvo suerte de sobrevivir a su arresto e interrogatorio en 1938. Debía su liberación a la guerra de Invierno. Fue liberado, ascendido a general de división ese mismo día, y enviado a formar nuevos comandantes como jefe de instructores en la Academia Militar Frunze.
A unos comandantes tan vulnerables como aquéllos, no les intimidaba, como le había ocurrido al malhadado coronel Frolov, el hecho de sufrir bajas. Stalin telefoneó a Meretskov y le ordenó atacar, tanto si estaba preparado como si no. Para asegurarse de que el mensaje quedaba claro, Grigori Kulik se presentó en el cuartel general de Meretskov —Kulik era el «payaso homicida» que Beria utilizaba para imponer su voluntad, cuyo servilismo hacia Stalin era tal que seguía siéndole incondicionalmente fiel a pesar de que Stalin había ordenado el secuestro y ejecución de su esposa.
El Stavka planeaba utilizar las fuerzas de Meretskov para aislar al XXXIX Cuerpo de Ejército alemán en el paso sobre el Vóljov, y aniquilar el «entrante de Tijvin», el área al este del río que estaba en poder de los alemanes, en las inmediaciones del crucial enlace ferroviario de Tijvin. Si lo lograban, cabía la posibilidad de liberar Shlisselburg y de desbaratar toda la posición de los alemanes a orillas del Nevá. Y se habría levantado el asedio.
Las tropas de Meretskov se abrieron paso hasta las afueras de Tijvin el 7 de diciembre. La 18.ª División alemana había perdido a 5.000 hombres en encarnizados combates en medio de una profunda capa de nieve y de un frío glacial. Estaba prácticamente en los huesos, con una fuerza de combate de menos de 1.000 soldados. Un batallón de Panzergrenadiere había perdido 250 hombres. La mayoría de ellos había muerto por congelación. El general Franz Halder, jefe del Estado Mayor del Ejército (OKH), había anotado el día 6 en su diario: «El enemigo a las puertas de Tijvin se ha reforzado. Frío muy intenso −38 grados bajo cero—, numerosos casos de muerte por frío». El día 7, el general añadía: «Situación muy comprometida en Tijvin. El Grupo de Ejército Norte opina que no puede defender la ciudad». A primera hora del día 8, Hitler finalmente accedió a las peticiones desesperadas de retirada. Había prometido 100 carros de combate y 22.000 hombres. La 12.ª División Pánzer había quedado reducida al tamaño de un regimiento, y sólo le quedaban 30 carros de combate cuando empezó a retirarse hacia el Vóljov. Como la temperatura había descendido por debajo de los −30°C, los tanques ya no podían hacer girar sus torretas. Meretskov había recibido 27 trenes cargados de tropas de refuerzo a lo largo de los últimos tres días.
El Ejército Rojo penetró en Tijvin en medio de una turbulenta ventisca el 9 de diciembre. Se sacrificó el 51.º Regimiento Pánzer como retaguardia mientras los alemanes evacuaban la ciudad. El puñado de vehículos blindados que les quedaban se congelaron o perdieron sus orugas. Los heridos yacían en trineos que arrastraban unos pequeños ponis de la estepa incautados a los campesinos rusos. Dos de las compañías de Panzergrenadiere del regimiento fueron aniquiladas hasta el último hombre.
Leningrado había sido indultada, y la ciudad tenía suficiente harina para nueve o diez días. «Las tortas de prensa, el salvado, el polvo de los molinos y otras "reservas" se habían agotado del todo», anotaba Pávlov. Las reservas de comida de emergencia a bordo de los buques de la Flota del Báltico también se habían consumido. Igual que las reservas de galletas del Ejército. «La gente estaba tan desnutrida que la tasa de mortalidad aumentaba de un día para otro. Sin embargo, para poder mantener el nivel de racionamiento vigente, había que suministrar a la ciudad casi mil toneladas de provisiones cada veinticuatro horas.» Pávlov no era capaz de conseguir eso, ni de lejos, sin Tijvin. Era imposible llevar más de 600 o 700 toneladas diarias a través de la carretera de los páramos de Zaborie, y eso era la cifra total, que incluía aceite, gasolina, municiones y otros suministros militares vitales. «No resulta difícil imaginar las duras condiciones de los asediados en esta situación —escribía Pávlov—. La liberación de Tijvin debe considerarse con toda justicia un punto de inflexión en la defensa de la ciudad.» Muy pronto Tijvin adquirió el aspecto de «un gigantesco hormiguero», donde miles de soldados y trabajadores descargaban los trenes a medida que iban llegando, y trasladaban los suministros a los camiones. Pero todavía les quedaba un largo viaje: casi doscientos kilómetros de una carretera deficiente, y los camiones tenían que pasar por Koskovo, Kolchanovo, Siasstroi, Novaya Ladoga y Kabona, antes de llegar a la Carretera de Hielo. Un conductor tenía suerte si lograba hacer un viaje en dos días.
La consecuencia inmediata de la victoria de Tijvin fue un desastre para los que estaban en peores condiciones de salud en Leningrado. El 12 de diciembre, el Sóviet Militar del Frente de Leningrado desconvocó por el momento —«pospuso»— el esfuerzo de evacuación en la ciudad. No se alegó ninguna razón, y nunca se hizo mención alguna de las once jornadas de evacuación anteriores a lo largo de noviembre y diciembre. Se sacrificó a muchas decenas de miles de personas, las que ya habían muerto o estaban demasiado débiles para viajar cuando se reanudó la evacuación, 41 días más tarde. El clima no es una explicación. El frío era más intenso, las tormentas eran igual de violentas, y la gente estaba más consumida y vulnerable cuando se reanudó la evacuación a finales de enero. La decisión se tomó en secreto, y dada la gravedad del asunto, casi con seguridad fue obra del Mando Supremo. La defensa de Moscú había convencido a Stalin, en particular, de que los alemanes iban a ser aniquilados por los violentos contraataques que había ordenado en Tijvin y a orillas del Vóljov. Estaba seguro de que el asedio estaba a punto de levantarse. Cuando se levantara, los problemas de la evacuación y de la hambruna desaparecerían. Así pues, los camiones cargados de comida y munición circulaban por el hielo rumbo a la ciudad. Regresaban vacíos, o ligeramente cargados con trabajadores especialistas o maquinaria industrial para las nuevas fábricas de armamento situadas más al este.
La sangre no tenía el más mínimo valor en las ofensivas de Meretskov. La División Azul española, cuyos voluntarios creían formar parte de una cruzada contra el bolchevismo, lucharon cuerpo a cuerpo en el frente del Vóljov contra los rusos, que cargaron contra ellos sobre la nieve congelada, antes del amanecer, con temperaturas de −30°C. Penetraron hasta la capilla de la división antes de que los españoles lograran contenerles, dejando un centenar de muertos a la sombra de la cruz torcida de la cúpula. En un día de combate, los rusos sufrieron 550 bajas, frente a los 130 muertos de la División Azul. Los españoles se preguntaban qué tipo de ferocidad había llevado a aquellos hombres a sacrificarse ante los mismísimos cañones de sus ametralladoras. Examinaron sus cadáveres. Por debajo de su ropa blanca de camuflaje, los rusos llevaban uniformes de todas las armas. Algunos habían sido pilotos, otros oficiales del Ejército, incluso médicos. Eran carne de cañón de un batallón de castigo.
Los alemanes carecían de reservas. El Ejército Rojo estuvo a punto de abrir brecha a través del río helado. De haberlo logrado, y avanzado hacia el norte, habrían cortado las líneas de abastecimiento del 16.º Ejército alemán y tendrían rodeado al XXXIX Cuerpo. Habrían roto el cerco. Pero los alemanes resistieron. Cuando los rusos finalmente lograron cruzar el río, ese ejército acabaría viéndose rodeado y aniquilado, mientras Leningrado agonizaba. Sin embargo, pese a los muchos soldados rusos que mataron los alemanes a orillas del Vóljov y en la cabeza de puente del Nevá —«graves y sangrientas bajas enemigas», como señalaba el diario del Oberkommando der Wehrmacht (Alto Mando alemán) al referirse a un ataque habitual— sus bajas fueron igualmente graves.
A fecha de 10 de diciembre, uno de los batallones de la 1.ª División de Infantería había quedado reducido a 70 hombres, y uno del 223.º Regimiento de Infantería, a 88. En una fecha tan reciente como mediados de noviembre, por regla general, una compañía tenía 100 soldados; un batallón, 500; un regimiento, 1.000, y una división, 10.000 hombres. Ahora, in der Hölle von Dubrowka, en la fosa infernal de Dubrovka, en uno de los batallones tan sólo constaban un oficial, un suboficial y seis soldados como plenamente aptos para el combate. Sus camaradas estaban muertos o heridos, o bien sufrían agotamiento extremo o conmoción. Los Fallschirmjäger [paracaidistas] habían tenido 782 bajas desde su apresurado despliegue a orillas del Nevá a finales de septiembre. Gravemente mermados, no hubo más remedio que retirarlos.
Para entonces la Wehrmacht había desplegado sus fuerzas desde Noruega y Francia hasta el norte de África y Grecia. Ya no podía permitirse semejante desgaste, y la moral estaba por los suelos. Un gran cartel al principio de la carretera de Shlisselburg proclamaba Hier begintt der Arsch der Welt! («¡Aquí empieza el culo del mundo!»). Esa cita se atribuyó al general Wandel, de la 121.ª División de Infantería. Los soldados resumían los encantos otoñales de aquel lugar como Tod, Strapazen, Sumpfwald, Mücken und Läuse (muerte, fatiga, bosques pantanosos, mosquitos y piojos). Ahora tenían que vérselas con las ventiscas y el hielo. Se decían en voz baja: Was wussten wir wirlkich von der Sowjetunion? («¿Qué sabíamos nosotros realmente de la Unión Soviética?»). ¿Qué estaban haciendo en Rusia? Realmente ¿qué habían ido a buscar allí?
El 11 de diciembre, en la ciudad a oscuras, se requisaron las reservas de carbón que quedaban en los cuartos de calderas de los edificios de apartamentos y en los hospitales para mantener en funcionamiento la central termoeléctrica n.º 2. Se interrumpió la calefacción por distritos de los edificios, de las fábricas y de las obras. Se cerraron los servicios públicos, las casas de baños, las lavanderías, las peluquerías. El Gorispolkom (Gorodskoi ispolnitelnyi komitet, el Comité Ejecutivo de la ciudad) intentó imponer la obligatoriedad de la tarea de quitar la nieve, y que todo el mundo le dedicara entre tres y ocho horas diarias. Fue una medida imposible de aplicar. La gente estaba demasiado débil, y era mucha la nieve acumulada.
Los tranvías dejaron de circular, con lo que la gente tenía que añadir a su carga de trabajo diaria dos o tres horas de caminata. «La carga adicional de caminar debilitó el sistema muscular —señalaba Z. M. Shnitnikova—, incluido un debilitamiento del miocardio [la capa intermedia de la pared cardiaca, el músculo del corazón] con el desenlace frecuente de muerte por insuficiencia cardiaca, cardioplegia y desmayos y congelación al circular por la calle.» El número de muertes repentinas por la calle iba en aumento. Entre el 6 y el 13 de diciembre se recogieron de las calles 841 cadáveres para llevarlos a los mortuorios. A mediados de mes, cada día se desplomaban y morían por la calle por lo menos 160 personas.
Tan sólo entonces las autoridades empezaron a lidiar con la terminología de la muerte. La inanición no aparecía como enfermedad ni como causa de muerte en las clasificaciones soviéticas. Ni tampoco la distrofia, el deterioro de los tejidos. Eso resultaba revelador en sí mismo. Los expertos que se habían formado en tiempos del zar no tenían miedo de las palabras. Serguéi Aleksandrovich Novoselski, un eminente demógrafo, era contundente en su explicación de las 19.516 muertes ocurridas en Petrogrado durante la guerra civil por la falta de comida. «El hambre y el frío son las principales causas de la mortalidad excepcionalmente elevada, porque han provocado una masiva reducción en la vitalidad de la gente», escribía en 1920.
No obstante, en 1941, la mayoría de los médicos de Leningrado se había formado ya durante la era soviética. Tenían «una escasísima comprensión de la distrofia y de las enfermedades que ocasionaba». La propia palabra «hambre» cohibía a los miembros del Partido, y por un buen motivo. Durante el Terror por hambruna que el Partido había impuesto en Ucrania en 1932 y 1933 habían muerto millones de personas.[40] La propia gente lo llamaba holodomor, la «matanza por hambre». Tenían que decirlo en voz baja, pero no cabía duda de quién había sido el responsable. De la misma forma que la primera había sido un acto deliberado de Stalin, Hitler había optado por esa segunda holodomor en Leningrado. Las resonancias eran perturbadoras. Por fin, el 7 de diciembre, el Departamento de Sanidad de Leningrado aprobó una propuesta presentada por tres catedráticos sobre «la terminología y el tratamiento de los desórdenes alimenticios». Había que emplear el término «distrofia alimenticia» para decir «desnutrición». La palabra golod («hambre» o «inanición») no se utilizaba. Se reconocían dos tipos de distrofia. La «forma edematosa» se utilizaba cuando había edema, y el cuerpo se hinchaba de fluidos en los tejidos y las cavidades. La «forma caquéctica» se utilizaba para los casos de distrofia con delgadez extrema, y debilidad física y mental. Los médicos militares preferían utilizar la expresión comodín «emaciación alimenticia». Los médicos civiles se aferraron a «distrofia alimenticia».
Además de las artes, las ciencias también formaban parte de la gloria de la ciudad —y el exponente más claro era Aleksandr Borodín, químico, médico y compositor de la ópera El príncipe Ígor— y, tal vez de una manera un tanto irregular, la investigación proseguía. El Instituto de Investigación Experimental (LFVIEM) acabaría perdiendo a setenta de sus trabajadores científicos por hambre, y cuatro de sus edificios por los bombardeos y el fuego de artillería. Los dieciséis investigadores supervivientes prosiguieron con el trabajo sobre distrofia alimenticia. Se necesitaba sangre en abundancia para los heridos. Se habían agotado las existencias de ampollas. Se utilizaban botellas vacías de vodka, vino y leche. Dos trabajadores del Instituto de Investigación sobre Transfusiones Sanguíneas inventaron un tapón universal cuando se descubrió que el calor de la esterilización destruía la única goma que tenían. Los edificios del Instituto de Neurocirugía fueron destruidos en un bombardeo. Su clínica se trasladó a un colegio vacío, donde B. E. Maksimov estudiaba la depresión mental. Descubrió que el asedio incrementaba la gravedad de las enfermedades mentales. El mejor antídoto era creer en la justicia de la causa, y en su triunfo final. Eso tenía la fuerza suficiente como para elevar al individuo hasta un «estado de tono y actividad vital elevados».
Menos tranquilizadoras eran las conclusiones de Yulia Mendeleva, directora del Instituto de Pediatría, que también había tenido que evacuar su edificio original a raíz de un bombardeo. Mendeleva advertía una disminución «catastrófica» en el peso, la estatura y el perímetro de la cabeza y del pecho en los recién nacidos. Eran dos centímetros más bajos y pesaban 600 gramos menos que los nacidos antes de la guerra.
La música ofrecía evasión. El pianista Vladímir Sofronitski, yerno de Aleksandr Skriabin, dio un concierto en el Teatro Pushkin como una forma, por así decirlo, de pagar el alquiler: Sofronitski vivía, junto con muchos otros artistas, en el teatro. «El ambiente era oscuro, frío, taciturno —recordaba—. La gente llevaba el abrigo y las botas de fieltro puestos. Yo toqué con unos guantes a los que les había recortado los dedos. Pero, sinceramente, nunca he vuelto a tocar igual de bien. ¡Y qué acogida por parte del público! Aquella velada fue uno de los días más felices de mi vida.» Aleksandr Kamenski, uno de los mejores pianistas del Conservatorio, también ofreció una velada musical —con obras de Beethoven, Chopin y Liszt— en el Teatro Pushkin.
El 10 de diciembre se ofreció por la radio una programación especial dedicada a la Flota del Báltico, cuyos buques de guerra para entonces habían quedado atrapados en el hielo. V. Petrova, una de las intérpretes, pasó junto a un edificio que acababa de quedar reducido a ruinas cuando volvía a su casa desde los estudios de la Casa de la Radio. «La mayor parte del edificio se había venido abajo. Estaba sumido en una semioscuridad. Las estrellas, grandes y brillantes, iban apareciendo de una en una. Las habitaciones y las ventanas parecían fragmentos oscuros de una colmena abandonada, y de aquellos agujeros negros salía música. Al parecer, en algún lugar, había sobrevivido una radio.»
El público del Muzkom se sintió transportado a las Montañas Rocosas canadienses por el musical Rose-Marie, que se representó en función de tarde y de noche el 14 de diciembre. Por la noche hubo un bombardeo. Una parte de los intérpretes tuvo que subir a la azotea, en medio de una gélida oscuridad, a la espera de las bombas incendiarias. Después de que sonara la sirena anunciando el final de la alerta, se oyeron dos tiros. Procedían de los fusiles de un pelotón de ejecución a las puertas del teatro. «Como manchas de aceite sobre el agua clara —escribía Pávlov de los ejecutados—, aparecían los egoístas dispuestos a arrebatarle el pan a sus propios hijos, los ladrones que le robaban las raciones a sus vecinos, o que le pedían a una mujer enferma su abrigo a cambio de cien gramos de carne de caballo, y todo ese tipo de parásitos.»
Ese mismo día se celebró un concierto en la Sala Filarmónica con obras de Chaikovski, su Sexta Sinfonía y la obertura-fantasía de Romeo y Julieta. Vladímir Sofronitski era el solista, con el veterano Miklashevski como director de orquesta. S. Permut anotaba en su diario a propósito de su entusiasmo:
Los mismos sonidos de Dios, emocionantes, las notas conmueven algo íntimo en el alma. Pero la atmósfera de la Sala Filarmónica no es la misma. La gente lleva el abrigo puesto, muchos músicos llevan sombrero, abrigos de piel y botas de fieltro. El «Granadero» [concertino] de la Filarmónica es el único fiel a sí mismo. Bajo una ovación atronadora, salió de uniforme, chaqueta negra, chaleco blanco y reluciente. Tan sólo sus guantes hacían que su forma de vestir fuera diferente de otras veces. Viktor Miklashevski también iba de uniforme, la perfecta imagen de un director. Puede que la Vieja Guardia se esté muriendo, pero no se rinde nunca.
Kondrátiev estaba igual de impresionado. «¿A quién no le emociona? —escribía—. Hace falta verdadero heroísmo para tocar con los dedos rígidos por el frío. La gente lleva abrigo, pero el frío es tan intenso que paraliza las manos y los pies. La sala estaba al 50 o 60% de su capacidad. Era la primera vez que escuchaba dirigir a Miklashevski. Causó una buena impresión, con valores artísticos, movimientos suaves y gestos flexibles. […] Un pequeño detalle, al escuchar la Sexta de Chaikovski —añadía con nostalgia—. Recordé que hace dos años estábamos sentados a una mesa cenando en compañía de Miklashevski, y [su esposa] Natalia Nikoláyevna nos ofreció unas maravillosas chuletas, y nos comimos cuatro. ¡Qué momentos tan maravillosos, sin pasar frío y comiendo bien!»
El público pidió un bis a Miklashevski y él tocó piezas sentimentales de Chaikovski.
Pero aquél fue el final de la actividad de la Sala Filarmónica. Ese mismo día, el 14 de diciembre, Kondrátiev dejó de escribir su columna diaria sobre arte. Y fallecieron un músico del Muzkom, A. Silin, y un miembro del coro Capella, Abakshev. La hija del violinista Viktor Zavetnovski, que posteriormente sería durante muchos años el concertino de la Orquesta Filarmónica, advirtió que la actitud de los músicos había cambiado drásticamente. «Todo el mundo no tenía más que un deseo, apartar esa presa que nos tiene encerrados, marcharse de aquí.» La temperatura descendió hasta −20°C. El invierno llegaba pronto, y con una crudeza inusitada también en la ciudad. El frío, señalaban los médicos, estaba «interiorizado de alguna manera. Afectaba a todo. El calor que generaba el cuerpo era insuficiente». Portov se había sentido lo suficientemente bien como para trabajar un poco en unas melodías inglesas y estadounidenses, para un programa de radio de música de los Aliados. Su recuperación fue efímera. «Padezco inanición, frío, tengo el cerebro demasiado paralizado para cualquier tipo de trabajo, imposible ir a ningún lado por culpa de mis piernas —escribía—. Estuve toda la tarde hojeando libros de contrapunto.»
Bogdánov-Berezovski descubrió una forma de no pasar frío: «Pequeños fragmentos de música —conseguía tocar a pesar de lo gélida que estaba la sala porque me calentaba tocando cosas de Rachmáninov». Le nombraron director del Teatro del Komsomol de Leningrado. Ya no tenía músicos. Él mismo sustituyó a la orquesta que había desaparecido, y para las representaciones de teatro interpretaba la música en un piano de cola.
La entrada en la guerra de Estados Unidos tuvo una resonancia musical. El Leningradskaya Pravda informaba de que Aleksandr Kamenski estaba preparando un programa especial de conciertos de música de cámara para piano inglesa y estadounidense. Iba a ser transmitido por el Radiokom a finales de diciembre. Kamenski era un gran pianista, lleno de fuerza, un catedrático del Conservatorio que había tocado en todos los auditorios más importantes antes de la guerra. Era un incondicional del Radiokom, pero estaba adelgazando muy deprisa. Su esposa, A. Bushen, le ayudaba a seguir adelante. En la Casa de la Radio hacía tanto frío que el aliento de la gente se condensaba. «En el estudio que utilizaron, la burzhuika [estufa] calentaba un poco, pero su humo era venenoso. Los ojos de los ocupantes de la sala se cansaban y se llenaban de lágrimas. Los músicos trabajaban con vatniki (chaquetas como las de los presidiarios) y sombrero de piel. Era imposible calentar las teclas. Kamenski se calentaba las manos en la estufa, después, en el último momento, se quitaba el abrigo y empezaba a tocar.» Estuvo buscando en todas las bibliotecas hasta que encontró unas cuantas piezas idóneas. Interpretó piezas del compositor británico Cyril Scott para su primer concierto por la radio, y adaptó para el piano canciones populares estadounidenses para el segundo.
El 17 de diciembre quedó claro que ya no quedaban suficientes músicos capaces de tocar con vistas a organizar el tradicional concierto de Año Nuevo en la Sala Filarmónica. Por consiguiente, se decidió que el 31 de diciembre tocara en la sala un conjunto especial de jazz con la cantante Kavdia Shulzhenko. Había ganado el primer concurso nacional de cantantes populares en 1939: su grabación de La Paloma fue un gran éxito antes de la guerra, y durante la contienda su canción emblemática fue Let’s Smoke.
Los planes seguían siendo bastante ambiciosos. La radio informaba de que Borís Asafiev, el «gran compositor, el autor de ballets, un hombre de múltiples talentos […] ha presentado un plan muy interesante para poner música a Guerra y paz». Asafiev pretendía convertir la gran novela de Tolstói en un musical. Sin embargo, en realidad, el 19 de diciembre habían tenido que poner a Asafiev en un régimen alimenticio especial —junto a Agrippina Vaganova, directora de la escuela de ballet y la gran soprano Sofia Preobrazhenskaya— para mantenerles con vida. Los Sindicatos de Escritores y Compositores suplicaron a la Dirección de Asuntos Artísticos (Upravleniye po delam isskustv) raciones especiales para otras dieciocho personas. A cada uno se le entregaron dos kilos de torta de prensa.
En el Conservatorio se suspendieron casi todas las actividades, y las clases ya se habían terminado. «Los docentes que todavía estaban en la ciudad no tenían fuerzas para dar clases, y los alumnos estaban demasiado agotados para estudiar», escribía la joven oboísta Ksenia Matus. Matus prestaba servicio en la antigua brigada de bomberos de Shostakóvich. «Al sonar la alarma, agarrábamos nuestras lámparas de queroseno, que nosotros llamábamos "murciélagos", y acudíamos a nuestros puestos, en los desvanes, en la Sala Principal —decía—. Los puestos estaban diseminados por todo el Conservatorio.»
Matus también contribuyó a hacer redes de camuflaje. Eran las redes que utilizaba el pequeño equipo de camuflaje —el joven montañero Mijaíl Bobrov y las tres jóvenes, Olga Firsova, Aleksandra Prigozheva y Eloise Zenbo— que seguía trabajando frenéticamente. «No se puede explicar con palabras cómo trepábamos y camuflábamos», contaba Bobrov del trabajo del equipo, colgado de sus cuerdas de escalada en medio de un aire gélido. «Algunas agujas las pintábamos. Otras las cubríamos con lonas. Estábamos muy delgados y hambrientos. La cabeza nos daba vueltas. Nos desmayábamos. A Eloise se le hincharon los pies. Olga a duras penas podía caminar hasta los lugares que teníamos que camuflar. Aleksandra se estaba muriendo.» Bobrov no lo sabía, pero Eloise también iba a morir muy pronto, durante la primavera. Habían terminado de camuflar tres de los hitos más difíciles —la aguja del Castillo de los Ingenieros, la cúpula de la catedral de San Isaac y la maqueta dorada de un barco de vela que hacía de veleta en lo alto del Almirantazgo—, pero seguían trabajando en la aguja de cuarenta metros, con su ángel dorado en la cúspide, en lo más alto de la catedral de Pedro y Pablo, de 120 metros de altura. El lugar estaba cubierto de escarcha y hacía mucho frío, y ellos dormían a salto de mata tumbándose junto a las sepulturas de los antiguos zares en medio de la catedral sumida en la oscuridad.
La tarde y la noche del 20 de diciembre fueron aciagas, y el cielo se llenó de tenebrosas nubes negras. Los fogonazos de los cañones iluminaban el horizonte en todas direcciones, pero hasta el centro de la ciudad no llegaba ningún ruido. El número de muertes súbitas por la calle iba en aumento. Diariamente se recogían de las calles 160 cadáveres como mínimo, que iban a parar a los mortuorios. Por ley, había que practicarle la autopsia a todos ellos. Las salas de disección de los hospitales ya no daban más de sí. Aquel día, la policía de Leningrado aceptó que no era necesario practicarle la autopsia a los cadáveres que se encontraban por las calles y que no presentaban signos de violencia.
Nikolái Gorshkov, un contable del instituto textil de Leningrado, cambió unos cuantos cigarrillos por pan y torta de prensa en el mercado negro, aunque sabía que la torta provocaba estreñimiento crónico. Cada vez era más difícil comprar con dinero, de modo que todo el mundo quería hacer intercambios y trueques. Al día siguiente, un compañero de trabajo le dijo que durante un paseo de veinticinco minutos, desde el puente Novo-Kamenny hasta la avenida Internacional (la actual avenida de Moscú) había contado 57 cadáveres que estaban siendo transportados sobre trineos al cementerio de Volkovskoye. Las sirenas de alarma aérea sonaron a las 2.40 de la tarde. Era el primer bombardeo desde hacía una semana. La gente se había tranquilizado, anotaba Gorshkov en su diario, pero ahora volvía a tener los nervios a flor de piel, mientras los alemanes lanzaban minas navales de una tonelada sin una pauta reconocible.
El 22 de diciembre se representaba Los tres mosqueteros en el Teatro de la Comedia Musical. En las inmediaciones del teatro podían verse cadáveres tirados sobre la nieve. Partov, el compositor, escribía en su diario: «La gente se cae sin más por las calles, por culpa del hambre, y se queda ahí tirada. La cifra de muertos crece sin parar. Acabo de reescribir la primera parte de mi Cuarteto. He trabajado un poco en la segunda parte. He repasado las partituras y he intentado esbozar algunas variaciones. El hambre hace que uno esté constantemente pendiente de sí mismo. Intento no pensar en ello». Un obús cayó en un bloque de apartamentos situado a la orilla del río Moika, donde se estaba celebrando el velatorio del pianista Dulov. Los invitados resultaron gravemente heridos.
Olga Bergholz contribuía a mantener alta la moral con sus habituales charlas radiofónicas. Pero se desesperaba por el abismo que había entre lo que le permitían decir por la radio —rebeldía, valor, esperanza, nada de rendirse, nada de derrotismo— y la realidad que veía a su alrededor. «Estoy trabajando frenéticamente, escribiendo poemas y artículos para "levantar el ánimo", y escribiéndolos de todo corazón, ¡eso es lo más sorprendente! Pero ¿a quién le va a servir de ayuda? Frente al telón de fondo de lo que está ocurriendo, no son más que mentiras.» Anna Ajmátova escribió unos versos desoladores y secretos sobre la ciudad famélica.
Las aves de la muerte están en el cénit.
¿Quién vendrá a ayudar a Leningrado?
No hagáis ruido por ahí —todavía respira,
todavía está vivo, puede oírlo todo—:
oye, desde el húmedo fondo del Báltico,
sus hijos gimen en sueños
y desde sus profundidades, los aullidos de «¡Pan!» se elevan hasta el séptimo cielo.
Pero este firmamento carece de misericordia.
Y la muerte vigila desde todas las ventanas.
Shelest estaba visitando un hospital cuando advirtió una figura cerca de la puerta principal y del guardia de rostro enrojecido que había junto a ella. Era la figura de un anciano agazapado, con un abrigo negro, mirando al frente con unos ojos azules tan transparentes como el cristal. Su rostro carecía de arrugas, tenía un tono amarillento y un aspecto inteligente, pero parecía totalmente carente de vida. «Conservo en mi memoria a aquel hombre, a punto de morir, como una silueta encorvada que destacaba contra la blancura.» El guardia del hospital no le prestaba atención. La muerte, pensaba Shelest, se asumía de una forma muy diferente respecto a los tiempos normales. «La muerte desde el cielo, de hambre, de frío. La muerte era sumamente fructífera, cotidiana, una cosa muy trivial.» Al pasar junto a la capilla del Castillo de los Ingenieros, Shelest vio ante la puerta un camión de cinco toneladas. Dentro había una montaña de cuerpos desnudos congelados. Dos soldados trasladaban los cadáveres agarrándolos de las manos y los pies, con el sonido frío y seco que hacía el movimiento de los huesos congelados, y los lanzaban al interior del camión. «No tuve fuerzas para pasar de largo, de modo que me quedé parada mirando. Por fin los soldados cubrieron la carga con sábanas blancas y se marcharon, y yo también me marché.» La escena le recordó a un cuadro de Brueghel. Así era como los leningradeses aceptaban la muerte, pensaba Shelest, «comprendiendo que uno no puede ayudar a nadie, que no puede darle pan ni cobijo ni calor».
Los vecinos de Kamilla Senyikova hacían lo que podían para mantenerla con vida. Era la inquilina más anciana del bloque. Su hija y sus nietas habían sido evacuadas antes del bloqueo, y su yerno vivía en la fábrica de armamento donde trabajaba. Sus vecinos intentaban alimentarla, pero ella estaba cada vez más débil. Estaba en cama. «Por favor, dadme una tacita de té con una cucharada de leche», pedía constantemente. Si le daban eso, decía, no le importaría morirse. No había leche. Justo antes de morir, sacó su porcelana del armario y fue tirando al suelo una por una todas las piezas. Luego se puso a cuatro patas en el suelo y empezó a buscar migas de pan entre los platos rotos.
Una vecina agonizante contribuyó a mantener con vida a Svetlana Magayeva. La niña no tenía una abuela de verdad. Una amable y anciana maestra llamada Maria se convirtió en su abuela adoptiva. Era una mujer culta, que le dio a la niña unos bonitos grabados del Cuento del zar Saltán, de Pushkin, y un servicio de té en miniatura, con su tetera, su samovar, sus tazas y su azucarero en una caja labrada aún más bonita. Svetlana estaba muy débil, metida en la cama, cuando se despertó y vio a Maria inclinada sobre ella. Le susurró que había vendido algunas de sus cosas, y que había comprado un bloque de mantequilla. Le dejó la mantequilla y se marchó. Svetlana no volvió a verla. Sin embargo, al final de aquel mes, un joven soldado llamado Peter se presentó en el apartamento con un poco de mijo y varios terrones de azúcar envueltos en un papel. Esto, dijo, era para «Svetlana, la nieta de Maria». Peter había sido uno de sus alumnos. Volvió unos días más tarde. Le dijo en voz baja que Maria había muerto y que él había envuelto su cadáver en una sábana que encontró en su guardarropa. La madre de Svetlana pensaba que era una pieza de ropa de cama holandesa, y eso le gustó. «Si a Maria había que enterrarla en una fosa común, era importante que su cuerpo estuviera envuelto en una bonita sábana.» Peter prometió volver a visitar a Svetlana, pero desapareció.
También hizo gala de la misma generosidad Alexis Alekséyevich Ujtomski, profesor de fisiología humana y animal en la Universidad Estatal de Leningrado, que dirigía una importante investigación sobre el shock y el trauma. Era el vecino de al lado de las Magayeva, y vivía en la calle 16 de la isla Vasilievski. Cuando se encontró con ellas por la calle, insistió en darle a la niña la mitad de la ración de pan que le correspondía por ser académico. «La mitad es suficiente para mantener con vida a un anciano», dijo. No lo era. Murió el día de Año Nuevo.
Curiosamente, el correo y el telégrafo seguían funcionando, aunque entregar las cartas en los grandes bloques de apartamentos era un trabajo agotador. Natalia Petrushina recordaba que podía llevarle hasta dos horas, subiendo y bajando por escaleras oscuras y resbaladizas. A veces entraba en un apartamento y se encontraba con un cadáver tirado en el suelo. En una ocasión llevaba una carta para un hombre que ella sabía que esperaba noticias de su hijo en el frente. El hombre estaba sentado en la escalera. Ella le leyó la carta. El hijo decía que estaba participando en un combate encarnizado, en medio de una ofensiva. El hombre le dio las gracias, y le pidió a Natalia que le ayudara a levantarse. «Empecé a ayudarle a incorporarse y yo misma me desplomé sobre las escaleras. No podíamos levantarnos, ni él ni yo. ¡Qué cosa más terrible! Pero entonces apareció otro hombre, que era un poco más fuerte, y así entre los tres logramos levantarnos.»
Se consideraba que el correo era bueno para la moral, y se le concedía prioridad. En el frente, los soldados ansiaban recibir cartas, aunque a veces debían de romperles el corazón. Una niña de trece años, Tania Bogdánova, le escribía a su padre, un soldado:
¡Querido papá! Te escribo […] porque estoy a las puertas de la muerte, y porque llega de la forma más inesperada y silenciosa. Querido papá, sé que te va a resultar duro enterarte de mi muerte, y yo no quiero morir, de ninguna manera, pero si ése es mi destino, no hay nada que hacer. Mamá ha intentado con todas sus fuerzas que yo pueda seguir adelante, y me ha apoyado en todo lo que ha podido y puede. Incluso se privó de una parte de su pan, y tomó un poco del pan de los demás para mí, pero como así era muy difícil seguir adelante, resulta que tengo que morir. […] Te escribo esta carta y yo misma estoy llorando, pero tengo miedo de alterarme porque entonces los brazos y las piernas empiezan [a temblarme]. Pero cómo puedo no llorar cuando quiero vivir desesperadamente. […] Estoy en la cama y todos los días te espero, y cuando empiezo a quedarme dormida empiezas a aparecer. […] Bueno, querido papá, no te pongas muy triste y tómate con calma lo que te digo sobre la muerte. Sólo quiero darle las gracias a mamá y a mis hermanas y a mi hermano por todos sus cuidados y atenciones.
Desde Kúibyshev, Shostakóvich le escribió a Isaak Glikman para decirle que se había mudado a un apartamento independiente de dos habitaciones en la calle Frunze. «Nos ha hecho la vida más fácil, y estoy terminando el final de la Sinfonía», informaba.
Tenía que haberse celebrado un concierto con obras suyas, pero el violista había enfermado de neumonía, de modo que hubo que posponerlo. Su trabajo para la nueva filial del Sindicato de Compositores Soviéticos le robaba tiempo. Él era el presidente. Semión Chernetski, el director de orquesta jefe del Ejército Rojo, y compositor de emocionantes marchas militares, era uno de sus miembros. Y también lo era, con menos fortuna, el checo Zdenek Nejedly, un musicólogo, un fanático del Partido. Shostakóvich solía tocar el piano a cuatro manos con Lev Oborin, pero se sentía languidecer en provincias. «Echo de menos no sólo oír música orquestal, sino también, sencillamente, estar en Moscú y en Leningrado. Ansío volver a casa lo antes posible.»
Sin embargo, en su casa cada vez quedaban menos conocidos de Shostakóvich. El Leningradskaya Pravda informaba de la muerte del teniente Tomilin durante unos intensos combates en la zona de Nevskaya Dubrovka. «Muchos compositores conocían bien a Tomilin», decía el periódico. Entre ellos, Shostakóvich. Viktor Tomilin tenía treinta y tres años, y era famoso por sus canciones infantiles y sus canciones de amor con versos de Lérmontov, La mujer circasiana y La vela se ve blanca.[41] También fallecieron dos de los principales músicos del Teatro Muzkom, M. Ivanov y H. Stepanov. Shostakóvich tenía buenos motivos para mostrarse ambiguo ante la muerte del compositor y crítico Andréi Budiakovski ese mismo día. Budiakovski, que escribió un innovador estudio sobre Chaikovski, había atacado las obras de juventud de Shostakóvich en una crítica de la Quinta Sinfonía publicada en el Pravda, por considerar que tenían una «perniciosa marca» de «ostentación, una deliberada afectación musical y un mal uso de lo grotesco». A continuación elogiaba la Quinta por ser «una obra de gran profundidad, con riqueza y contenido emocional», pero Budiakovski concluía con un tufillo de amenaza. Shostakóvich, decía, «debe virar con atrevimiento hacia la realidad soviética, debe comprenderla más profundamente».
Valerián Bogdánov-Berezovski dejaba constancia de la muerte de Budiakovski, y de la visita que le hizo a otro compositor, Malkov, que estaba en la cama, enfermo, en una habitación minúscula. Se desesperaba ante la impotencia del Sindicato de Compositores para ayudar a sus miembros agonizantes. No tenía dinero, y el Fondo Central para la Música se había agotado. El Sindicato había conseguido tres plazas en el statsionar, el centro alimenticio y médico situado en el hotel Astoria. Era lastimosamente insuficiente. Bogdánov-Berezovski se quejaba de que había recibido «muchas» peticiones urgentes.
Me ha afectado especialmente la llamada de L. Portov, que me dijo varias veces con un tono de súplica: «Por favor, consigue que ahora me toque a mí. Si no lo haces, dentro de una semana será demasiado tarde. Ya estaré muerto». Y, a pesar de ello, tan sólo pude prometerle ponerle en segundo lugar, junto con F. Rubtsov y A. Peisin, que están terriblemente débiles, pero en unas condiciones todavía peores están A. Rabinovich, que hace tiempo que padece tuberculosis, V. Deshevov, casi incapaz de moverse, e I. Miklashevski. Es muy difícil elegir.
Portov tardó seis semanas en morirse.
El personal y los músicos del Comité de la Radio se quejaban amargamente de que su comedor sólo servía sopa a los empleados que estuvieran de servicio las veinticuatro horas del día, incluidos fines de semana. Empezaban a enfermar. «El comedor supone un peligro para la radiodifusión —decían—. No pedimos privilegios especiales, aunque tenemos a sesenta personas con raciones especiales por orden del Lensoviet. No hay ninguna razón por la que nuestro comedor no pueda ser el equivalente de los comedores del hotel Astoria y del hotel Europa.» Enumeraban otras quejas. «No nos suministran leña. Los colegas del Leningradskaya Pravda vienen a nuestro comedor. No se lavan, y se han llevado todas las cuberterías.»
El fuego de artillería provocó graves daños en el Teatro de la Comedia Musical, y derribó el edificio de al lado. Las operetas se trasladaron al antiguo Teatro Aleksandrinski, una excelente sala en tiempos del zar que ahora se conocía como el Teatro Pushkin. La escultora Vera Isayeva trabajaba a la temblorosa luz de una lámpara de petróleo en una estatua del «Vándalo del siglo XX» que les estaba bombardeando. Modeló a Hitler en yeso, como un guerrero encorvado y avejentado, montado en un asno decrépito y consumido. En el Instituto de Teatro y Música, Aleksandr Ossovski, que había estudiado con Rimski-Kórsakov y que había ayudado a Prokófiev a publicar sus primeras obras, presentó su trabajo de investigación sobre la estética musical del siglo XVIII. El corazón culto de la ciudad seguía latiendo.
El 25 de diciembre se anunció un aumento de 100 gramos en la ración diaria de pan para los trabajadores y de 75 gramos para todos los demás. El efecto que tuvo en la moral fue asombroso. Las calles y las plazas se llenaron de gente, los que podían andar. «Se abrazaban entre sí, aunque fueran desconocidos, se daban la mano, gritaban "¡Hurra!", y vertían lágrimas de alegría por el triunfo de la vida —anotaba Pávlov—. La luz que se había apagado volvió a aparecer en sus ojos.» Era el día de Navidad para los alemanes, y las líneas del frente estaban tranquilas y cubiertas de niebla. Los rusos ortodoxos no celebraban la Navidad hasta once días después, y además como una festividad mucho menos importante que la Pascua de Resurrección.
Al mismo tiempo se adoptó una decisión secreta para suministrar galletas, té, cacao, azúcar y chocolate a los líderes del Partido y a otros privilegiados, al margen de la cartilla de racionamiento. Eran unas normas adoptadas para salvar vidas: 350 gramos de pan con un contenido del 50% de trigo, 50 gramos de carne, otros tantos de cereales y de pasta, 31 gramos de harina, 100 gramos de verdura, y una asignación mensual de 50 mililitros de vino de uva, 20 gramos de café, 18 gramos de té y 15 huevos.
El público no sabía nada de aquello, y su entusiasmo por sus propias raciones fue efímero. Cuando, raramente, recibían su ración de pan íntegra, los aditivos ya suponían el 60% de su composición. Pese al restablecimiento de la ruta Tijvin-Ladoga, la situación alimentaria estaba empeorando. El UNKVD (Upravlenie narodnogo komissariata vnutrennikh del leningradskoi oblasti, la policía secreta de la ciudad) lo reconocía. En un informe enviado a Beria se decía que «las cartillas de racionamiento no se están cumpliendo. Al margen del pan [350 gramos para los trabajadores, 200 gramos para el personal de oficinas], la gente no está recibiendo ningún otro producto». En noviembre, las cartillas de racionamiento para los adultos habían suministrado 125 gramos de té, 150 gramos de huevo en polvo, entre 100 y 200 gramos de chocolate, y 200 gramos de tomates en salazón. Las cartillas de racionamiento de los niños daban derecho a 10 huevos, 200 gramos de nata ácida, 100 gramos de frutos secos y otros tantos de tomates en conserva y de zumos.
Se trataba de cantidades minúsculas, que había que repartir a lo largo de un mes —la ración de chocolate de los trabajadores daba menos de sesenta gramos al mes— y además había escasez. En diciembre habían desaparecido.
Al día siguiente, las ramas de los árboles aparecieron cubiertas de hielo, formando intrincados encajes, a causa de la niebla. Los grandes árboles blancos del Jardín de Verano parecían el decorado de un cuento de hadas. En lo alto del cielo se veía claramente una media luna a las tres de la tarde. Por tercer día consecutivo no hubo bombardeos de artillería. La avenida Nevski estaba llena de gente, apresurándose para hacer sus recados, con los abrigos brillando por la escarcha. A las seis de la tarde sonó una alarma aérea, pero no cayeron bombas, y la sirena del final de la alerta sonó al cabo de quince minutos. La luna brillaba intensamente por encima de la ciudad, hasta que la artillería pesada de los buques de guerra a orillas del Nevá rompieron la quietud a las cuatro de la madrugada.
Para entonces, la cifra diaria de muertos había llegado hasta los 2.340. Los registros civiles de los quince distritos de Leningrado anotaron 53.843 fallecidos en todo el mes. El 71% eran hombres, y 5.671 eran bebés de menos de doce meses. Los supervivientes tenían ante sí un momento muy esperado: el Año Nuevo, que tradicionalmente es la celebración más importante en el calendario ruso. Las autoridades eran conscientes de ello. Saquearon las reservas de alcohol para que la gente pudiera brindar por el nuevo año. Cada adulto recibió un dedal de vodka, medio litro de vino y dos litros de cerveza. A los niños les dieron 200 gramos de frutos secos y 400 gramos de zumos.
El 27 de diciembre, la víspera del inicio de las celebraciones, la orquesta sinfónica ofreció un último concierto. Eliasberg dirigió la Rapsodia Noruega n.º 3 de Johan Svendsen, y la Obertura de El carnaval romano, de Berlioz. El concierto se emitió por la radio en Suecia, y el presentador hablaba en sueco. La orquesta no volvió a tocar hasta tres meses después, y cuando se congregó, pocos de sus miembros originales seguían con vida.
Ese mismo día, en Kúibyshev, Shostakóvich concluía el cuarto movimiento de su sinfonía, de veinte minutos de duración.