CAPÍTULO 4
Do serediny oktyabr
(Hasta mediados de octubre de 1941)
Antes de que Shostakóvich hablara por la radio para contarle al mundo que estaba componiendo una sinfonía, el Leningradskaya Pravda publicó un enorme titular: «El enemigo está a nuestras puertas». Los alemanes habían tomado la terminal del tranvía de Aleksandrovka, en los suburbios del oeste. En Kolpino, al sureste, 880 oficiales y soldados del Ejército Rojo murieron en una serie de feroces ataques, y fueron enterrados apresuradamente en una fosa común. Se introdujeron bombonas de hidrógeno en los depósitos de combustible de la gigantesca fábrica de ingeniería pesada de Izhorski, fundada por Pedro el Grande en 1722 para abastecer de munición a su nueva marina de guerra, y se colocaron minas en las grúas y en los edificios, listas para crear una gigantesca explosión en caso de que la fábrica cayera en manos de los alemanes. «¡Ni un paso atrás!», ordenó Zhúkov. Los que no obedecieran debían ser fusilados.
Shostakóvich habló el 17 de septiembre por la tarde. Las sirenas empezaron a sonar mientras se dirigía a la Casa de la Radio. En el reverso de las hojas de papel en las que había escrito su alocución, el director del estudio había garabateado algunas notas sobre el contenido del programa, donde se intentaba captar lo desesperado de la situación de la ciudad: «Construcción de barricadas… luchas con cócteles Mólotov; […] sobre nuestras cabezas pende un peligro mortal».
Las palabras del compositor se retransmitieron hasta Moscú, y de allí a todo el país. «Os hablo desde Leningrado, en un momento en que hay intensos combates, y con el enemigo a las puertas. Quiero que sepáis, camaradas, que los peligros a los que se enfrenta Leningrado no nos han arrebatado lo más importante. Sólo que ahora no somos únicamente ciudadanos sino también defensores de nuestra ciudad, y todos nosotros estamos en misión de combate.»
Habló de su amor por la ciudad: «Ese sentimiento se ha vuelto más fuerte y acusado. […] Leningrado es mi país. Es mi ciudad natal y mi casa. Muchos leningradeses conocen ese mismo sentimiento de infinito amor por nuestra ciudad natal, por sus maravillosas y espaciosas calles, por sus plazas de una belleza incomparable». La ciudad siempre se alzaría, con su grandiosidad y su belleza, a orillas del Nevá, «un bastión de mi país», repleta de los frutos de la cultura.
«Hace una hora he terminado de componer el segundo movimiento de mi última gran composición sinfónica. Si consigo completar el tercer y cuarto movimientos, tal vez podré llamarla mi Séptima Sinfonía. ¿Por qué os estoy contando esto? Para que la gente que me esté escuchando en este momento sepa que la vida sigue en nuestra ciudad. […] Los músicos soviéticos, mis muchos y queridos colegas, mis amigos. Nosotros defenderemos nuestra música. Trabajaremos con gran honestidad y sacrificio para que nadie pueda destruirla.»
En ese momento, dijo: «El trabajo avanza rápida y fácilmente. Mis ideas son claras y constructivas. Estoy a punto de terminar la composición. Cuando lo haga, volveré a la radio con mi nueva obra y esperaré con ansia que mis esfuerzos sean apreciados de una forma justa y cordial…».
Los oyentes comentaron que «cada palabra sonaba como la nota de un piano de cola».
En el teatro Muzkom se estaba representando Maritza. Las primeras bajas empezaron a golpear al mundo de la música. Un cantante del Muzkom, I. Rozho, murió a raíz de un bombardeo de artillería.
La 58.ª División de Infantería alemana seguía avanzando por el golfo de Finlandia, desde Uritsk hacia el corazón de la ciudad. La compañía de Wilhelm Lubbeck había logrado internarse otros tres kilómetros en los suburbios, contra una «resistencia intermitentemente firme» del Ejército Rojo. Se sorprendieron al recibir la orden de detenerse, y posteriormente de replegarse a una posición más defensiva en Uritsk. Imaginaban que sería para reagruparse antes de reanudar el avance. Se enteraron, «con cierta frustración», de la Directriz del Führer n.º 1.601/41 del 22 de septiembre acerca de lo que Hitler denominaba «Petersburgo»: «No tengo interés en que siga existiendo este gran centro de población tras la derrota de la Rusia Soviética. […] Proponemos bloquear estrechamente la ciudad y borrarla de la faz de la tierra por medio de fuego de artillería de todos los calibres y de un bombardeo constante desde el aire». No había que tomar la ciudad, a fin de liberar tropas y vehículos blindados para el avance sobre Moscú. Había que matarla de hambre y bombardearla hasta su completa destrucción.
Los alemanes podían ver las cúpulas doradas de la ciudad y los buques de guerra amarrados en el Nevá. «En la distancia, la ciudad palpitaba llena de vida —escribía un Landser, Walter Broschel—. Era desconcertante —circulaban los tranvías, las chimeneas humeaban y el tráfico marítimo por el Nevá era intenso.» Sin embargo, Broschel creía saber por qué sus camaradas habían recibido la orden de parar. «Nos quedaban 28 soldados de los 120 que había normalmente en la compañía, y los han agrupado en los denominados "batallones de combate", que no son adecuados para atacar Leningrado.»
Aun así, los alemanes tenían la sensación de que la rendición de la ciudad «sólo era cuestión de tiempo». Se divertían con unos cañones pesados rusos abandonados que se encontraron en un acantilado que dominaba el golfo. Los cargueros rusos, ajenos al peligro, seguían navegando y atracando en los muelles de Leningrado. Lubbeck apuntó uno de los cañones y disparó media docena de veces contra un barco, y se acercó lo suficiente como para que el agua le salpicara. No acertaron en el blanco, pero a Lubbeck le encantaba poder decir que había participado en una batalla naval.
A partir de entonces los alemanes se atrincheraron para una guerra estática en un cerco alrededor de la ciudad. Lubbeck estaba seguro de que, con «nuestra elevada moral y el estado mucho peor en que se encuentra el Ejército Rojo», un ataque directo habría permitido que los alemanes llegaran al centro de la ciudad «en el plazo de pocos días». Puede que fuera cierto, pero el combate en las calles es muy cruento, y la 58.ª División de Infantería no era más que una sombra de la unidad que había cruzado Francia arrasándolo todo a su paso diecisiete meses atrás. Su propia compañía de armamento pesado, formada por 300 hombres, tan sólo había perdido unos diez hombres desde el 22 de junio. Pero todas las compañías de infantería a las que prestaban apoyo habían quedado reducidas de 180 efectivos a entre 50 y 75 hombres en el mejor de los casos.
El 19 de septiembre por la mañana, los bombarderos Heinkel sobrevolaron la ciudad en cuatro ataques distintos. Aquella misma tarde volvieron a hacer otras dos incursiones; fueron las más sangrientas hasta ese momento.
Una bomba cayó sobre el Mariinski, sede de la Ópera y del Ballet Kírov. Mató a S. Bazarov, uno de los miembros más veteranos de la compañía, y otros resultaron heridos y contusionados. El edificio sufrió graves daños. Otra bomba cayó en un hospital de la avenida Suvórov, y mató a muchos de los 600 heridos que estaban ingresados. En el centro de Leningrado, las bombas cayeron sobre el gran complejo comercial Gostiny Dvor, matando a 98 personas e hiriendo a 148. La mayoría de las víctimas eran mujeres, entre ellas muchas trabajadoras de una fábrica de ropa. Entre los muertos hubo ocho miembros de la redacción de la editorial Sovetski Pisatel.
Una mujer se presentó en los estudios de Radio Leningrado después del bombardeo. Se llamaba Moskovskaya y acababa de perder a dos hijos bajo las ruinas de su casa en la calle Streyannaya. Habló con Olga Bergholz. «Dejadme hablar por la radio… ¡Por favor, quiero hablar!» Le contó a los oyentes lo que le había ocurrido a sus hijos hacía menos de una hora. Bergholz no recordaba las palabras de aquella mujer, pero nunca olvidó su respiración: la «respiración pesada y trabajosa de una persona que está constantemente reprimiendo un grito, conteniéndose para no empezar a sollozar violentamente… La respiración de una pena y una valentía sin límites». Esa respiración, amplificada por los altavoces, fue absorbida por una enorme cantidad de público que estaba oyendo la radio en sus casas, en los búnkeres de la ciudad, y en las salas de oficiales de los buques de guerra amarrados en Kronstadt.
Por la noche, en su casa, Shostakóvich interpretó fragmentos de la nueva sinfonía ante unos cuantos amigos compositores que se habían quedado en la ciudad. Valerián Bogdánov-Berezovski estaba allí, así como Yuri Kochurov y un entristecido Gavriil Popov. Shostakóvich acababa de terminar el primer movimiento cuando sonaron las sirenas. Bajó con Nina y sus hijos al refugio antiaéreo. En cuanto los dejó instalados, regresó al apartamento para tocar el scherzo y mostrarles a los demás algunos apuntes del tercer movimiento.
El sonido sordo de la explosión de las bombas hacía de ruido de fondo del piano. Bogdánov-Berezovski recordaba que encima del escritorio de Shostakóvich había enormes hojas de papel manuscrito, testigos de su grandiosa orquestación. El compositor tocó «muy nervioso, pero con gran ímpetu. Parecía que pretendía extraer del piano hasta el más mínimo matiz de color orquestal. Nos produjo una impresión colosal». Era «un ejemplo extraordinario de una reacción sincronizada e instantánea frente a unos acontecimientos a medida que los íbamos viviendo, transmitida de una forma compleja y a gran escala, pero sin atisbo de menoscabar los estándares del género». El primer movimiento dejó hechizados a los asistentes, como «una sombra gigantesca que se extendía muy lejos». El segundo era «espectral y fugaz».
A medianoche, una fuerza de infantes de marina, guardias fronterizos del NKVD y soldados de infantería dispuestos a sacrificar sus vidas cruzaron el Nevá cerca de la localidad de Nevskaya Dubrovka, donde la patrulla de reconocimiento había informado de las posiciones alemanas la semana anterior. Zhúkov estaba decidido a tomar una cabeza de puente en la orilla izquierda del Nevá a cualquier precio, como punto de partida de una ofensiva para abrir una brecha a través de las líneas alemanas, y enlazar con las tropas del 54.º Ejército soviético que avanzaba desde el frente de Vóljov, al este de Leningrado.
El Flaschenhals, la franja de terreno en manos de los alemanes situada entre la asediada Leningrado y el 54.º Ejército, se centraba en torno a la ciudad de Siniavino y el enlace ferroviario de Mga. En su punto más estrecho tenía apenas once kilómetros de anchura. Si los rusos lograban atravesarlo, habrían roto el asedio; en caso de que fracasaran en el intento, la matanza se convertiría en una espantosa y sangrienta réplica del sufrimiento de Leningrado, tan insistente y continuo como el tambor que se escucha en la sinfonía de la ciudad.
Los rusos estaban agotados cuando llegaron a Nevskaya Dubrovka. Los guardias fronterizos, procedentes de un regimiento de la 1.ª División de Fusileros del NKVD, habían caminado casi 65 kilómetros. Allí el río tiene 550 metros de anchura, la corriente es rápida y las orillas tienen un talud de entre 9 y 12 metros de altura. No obstante, hay un punto estratégico, cerca del pueblo de Moskovskaya Dubrovka. El 8.º GRES, una enorme central termoeléctrica, con dos grandes chimeneas y dos edificios de hormigón armado, estaba a más de un kilómetro y medio aguas arriba. Era la tercera mayor central alimentada por turba del mundo. Los alemanes la habían tomado el 7 de septiembre, justo antes de ocupar Shlisselburg.
La habían convertido en una posición defensiva de enorme solidez. El edificio principal tenía una altura de 40 metros, una mole hecha de mampostería y cemento. Se erguía por encima del terreno llano, y ofrecía una excelente vista de la zona. Aunque la orilla oriental del Nevá tenía una altura de seis metros, la habían rebajado en el tramo de la central eléctrica a fin de poder sacar agua del río para la refrigeración. Así pues, disponía de un perfecto campo de tiro sobre el punto de vadeo más cercano. La central era atendida por la población de la pequeña localidad de Viborgskaya y por dos colonias de trabajadores, Gorodok 1 y Gorodok 2. Nevskaya Dubrovka estaba en la orilla derecha, en poder de los rusos.
Allí fue donde la patrulla de reconocimiento descubrió que era posible, aunque fuera remotamente, vadear el río. Pero, más allá de la orilla, los alemanes estaban bien atrincherados, y sus comunicaciones eran buenas. La carretera a Shlisselburg discurría paralela al río a unos 450 metros de la orilla. Al otro lado de la carretera había un bosque que el 54.º Ejército tendría que atravesar si quería enlazar con los hombres de Zhúkov. El bosque era denso y enmarañado, y estaba lleno de turberas y marismas.
No había botes esperando a las fuerzas de asalto. Tuvieron que construirse sus propias balsas, a razón de ocho hombres por cada balsa, y hacer una gran pila con la munición y las granadas. «Estaba oscuro —recordaba Mijaíl Pávlov, un oficial del NKVD—, pero cuando nos estábamos acercando al río, de repente las bengalas de los alemanes iluminaron el cielo y a continuación su artillería abrió fuego. Fue una absoluta carnicería.» Los artilleros alemanes acertaron con la distancia cuando los rusos estaban llegando a la otra orilla. Algunos impactos provocaban enormes explosiones al hacer estallar la munición. «Nuestros hombres, a bordo de las balsas, eran un blanco perfecto. Perdimos un batallón entero al cruzar el río.» Un proyectil impactó en la balsa de Pávlov y él cayó a las frías aguas. Consiguió llegar a la otra orilla y allí se atrincheró.
Al amanecer, sus hombres lucharon a la desesperada para establecer una cabeza de puente. Desde la chimenea de una fábrica de papel de Nevskaya Dubrovka los observadores rusos disponían de una visión panorámica del otro lado del río. Los rusos que habían cruzado a la otra orilla estaban acorralados por los Landser de la 122.ª División de Infantería en una pequeña franja de terreno descubierto. Durante el día, se adentraron tan sólo 720 metros desde el río, a lo sumo. En algunos puntos la cabeza de puente tenía sólo 450 metros de ancho. Se extendía apenas 1.500 metros a lo largo de la orilla. El terreno estaba cubierto de hierbajos, no había árboles y era llano. Los ametralladores y los francotiradores alemanes causaban cuantiosas bajas, mientras los rusos se arrastraban, corrían agachados o se esforzaban por excavar trincheras en el suelo arenoso. La cabeza de puente era tan pequeña que los hombres la llamaban la Nevski piatachok [la monedita del Nevá], por la diminuta moneda de cinco cópecs.
Aguas arriba, otra fuerza de infantería de marina y tropas de infantería cruzó el río muy cerca de la aldea de Marjino. Los gruesos muros de hormigón de la central eléctrica la convertían en una fortaleza en la que los impactos directos de los cañones rusos apenas conseguían hacer mella. En lo alto del edificio, los alemanes estaban a una altura de más de treinta metros, con una visión panorámica de los rusos a ras de suelo. Incluso cuando las figuras de uniforme marrón intentaban pegarse al suelo, seguían estando a tiro de las ametralladoras de las plantas superiores. Muy pronto, Marjino se convirtió en una ruina humeante que no ofrecía protección, y a mediodía los rusos habían sido aniquilados. Los supervivientes que intentaban retirarse a nado estaban desprotegidos en el agua, y fueron tiroteados o se ahogaron.
Por la noche, en el Muzkom se representó Die Dollarprinzessin [La princesa del dólar], una opereta vienesa con música de Leo Fall, una cínica visión europea de los estadounidenses adinerados. Su argumento —la heredera de un magnate del carbón estadounidense que llega al Londres anterior a 1941, igual que la madre de Winston Churchill, para casarse con un noble, pero que se enamora de un inglés venido a menos— estaba a un millón de kilómetros de la Leningrado de Stalin.
Con sus corbatas blancas y sus fracs, y sus elegantes «valses del dólar», los bailes de los ricos, la opereta cautivó a un auditorio lleno a rebosar. Para confirmar su popularidad, el Muzkom empezó a ofrecer funciones de tarde. «Tan sólo queda un teatro donde escuchar música —escribía el cronista Nikolái Kondrátiev—.[30] Por eso, y porque uno quiere olvidarse de todo, por lo menos durante un rato, normalmente el teatro de la Comedia Musical está lleno. El público es mayoritariamente joven. Es raro ver a un hombre de mediana edad. Las que crean la atmósfera son sobre todo las estudiantes de bachillerato. Acogen muy bien los espectáculos, y aplauden a menudo.»
A los hombres de la cabeza de puente no les llegó ningún tipo de refuerzo del 54.º Ejército soviético, que estaba a quince kilómetros al este, al otro lado del bosque. Su comandante, el mariscal Grigori Kulik, puso todo tipo de excusas para no actuar. Zhúkov se quejó a Stalin, quien, furioso, le dio a Kulik la orden de atacar. «Durante los dos días siguientes, el 21 y el 22, tienes que abrir una brecha en el frente enemigo y unirte a los leningradeses, porque de lo contrario será demasiado tarde. Te has retrasado demasiado tiempo.» Kulik organizó un ataque, de mala gana. Había avanzado unos cinco o seis kilómetros hacia la cabeza de puente, abriéndose camino a través de un denso bosque y entre las ciénagas, cuando los alemanes le salieron al paso. Las unidades de vanguardia fueron aniquiladas. Al mariscal Kulik le formaron un consejo de guerra. Tuvo la suficiente astucia política como para evitar que le fusilaran.
La Nevski piatachok era un lugar espantoso para combatir. Aparte del lugar donde la línea férrea llegaba hasta el río, la orilla tenía una altura de entre seis y siete metros. Ésa era la única protección que había, pero era un talud tan arenoso que había que apuntalar minuciosamente los búnkeres con maderos para evitar que se desmoronaran. Además, el terreno que había en las inmediaciones del río era tan inestable que las trincheras se hundían si se excavaba más de un metro. Los hombres tenían que arrastrarse de un lado a otro y utilizar como parapeto los cráteres que dejaban las bombas y los proyectiles de artillería. No había ningún lugar donde lavarse, ni mudas de ropa interior. Todo el mundo estaba infestado de piojos y chinches. En algunos lugares, las líneas del frente estaban a menos de treinta metros de distancia, y los soldados se gritaban unos a otros a través de la tierra de nadie. El reabastecimiento por el río únicamente era posible por la noche. Durante el día los botes se quedaban amarrados en las zonas atrincheradas junto a la orilla, y después del anochecer se llevaban a los heridos, para regresar con unas mínimas raciones de pan y gachas frías. Los alemanes comían bien, ya que les enviaban termos con comida caliente desde sus cocinas de campaña.
Los combates eran tan intensos que en algunos momentos los alemanes llegaron a emplear 2.000 granadas de mano al día, y los cañones de sus piezas de artillería se ponían al rojo vivo, de lo intenso que era el fuego de contención. En esa pequeña parcela de terreno hubo 200.000 bajas entre los rusos. Las bajas alemanas fueron una décima parte de esa cifra. De los muertos rusos, muy pocos llegaron a identificarse. No llevaban chapas de identificación. Cada soldado tan sólo llevaba una cápsula con un formulario de papel en su interior, donde tenía que apuntar su nombre y su unidad. Existía la creencia de que traía mala suerte rellenar aquel impreso, de modo que la mayoría lo dejaba en blanco.
El número de bajas en Leningrado también pasó a estar en blanco. El 21 de septiembre la ciudad desapareció de las estadísticas nacionales. No volvería a aparecer hasta mayo de 1943.
El 22 de septiembre, el Muzkom ofrecía una representación de Silva. A Vera Ínber la obra le dio ánimos, y también se los daba Shostakóvich. «Me sentía emocionada durante aquellos días en la ciudad asediada bajo las bombas —escribía Ínber—. Shostakóvich está componiendo su sinfonía. Lo que resulta extraordinario es que el Leningradskaya Pravda nos mantenga informados de ello entre las noticias del frente. Significa que el arte no ha muerto. Sigue vivo, resplandeciente, afectuoso. Apolo no ha sido estrangulado por Marte.»
Shostakóvich se sentía inspirado, y a gusto, deambulando por la ciudad. «A menudo salía a la calle para tomarme un descanso mientras trabajaba, para respirar un poco de aire fresco —recordaba—. Con frecuencia daba largos paseos, olvidando que me encontraba en una ciudad asediada, blanco de la artillería y de los bombardeos. Contemplaba mi querida ciudad con dolor y con orgullo, llena de escenas de fuego y de guerra, y sintiendo las horribles penalidades de la contienda. A mí, en aquel momento, Leningrado me parecía más hermosa que nunca, con su severa grandeza…» Y añadía una referencia a Lenin —«¿Cómo podría yo no amar esta ciudad, creada por Pedro el Grande y conquistada por Lenin para el pueblo? ¿Cómo podría yo no hablarle al mundo entero sobre su destino y sobre la valentía de quienes la defienden?»—, pero el amor por la ciudad, por su grandiosidad y su arte se eleva por encima del obligado tributo a los bolcheviques.
«En esta lucha —decía—, se ocultaba una profunda humanidad.» «Sin comida, sin electricidad, a menudo dejando su lugar de trabajo para empuñar un fusil, el pueblo de Leningrado combatió por su ciudad, en aras de liberar a la humanidad de la fiera más despiadada, del fascismo —y ese pueblo confiaba firmemente en la victoria final—. Yo regresaba de mis paseos por la ciudad asediada lleno de impresiones nuevas. Ardía en deseos de trabajar y trabajar para contribuir lo más posible a aquella lucha.»
Un nuevo batallón ruso se incorporó a la cabeza de puente durante aquel día, con algunas piezas de artillería de 76 mm. Los alemanes temían aquellos cañones de campaña. Los llamaban Ratsch-Bumm, «rasca-bum», por su sonido característico, y cuando aprehendían alguno, lo utilizaban ellos mismos. Tampoco les gustaban los grandes morteros de 120 mm de los rusos, ni los lanzallamas que abrasaban la carne y que a menudo se empleaban en los ataques. Los francotiradores y los operadores de lanzallamas de ambos bandos eran fusilados de inmediato si caían prisioneros.
Pese al río de sangre que derramaban los rusos, también los alemanes sufrían bajas, y sus fuerzas empezaban a flaquear. «¿Por qué no se rendirán los soviéticos? —se quejaba Willy Tiedemann—. ¡Nos habían dicho que estaban casi acabados! A última hora de hoy, nueve ataques de la aviación rusa, y en mi compañía ha habido tres muertos. ¿Acaso vamos a morir todos aquí, en suelo extranjero?» Se habían enviado refuerzos a toda prisa para impedir que los rusos consiguieran abrirse paso y salir de la cabeza de puente. Friedrich Lange, un suboficial de infantería de veintinueve años, estaba entre aquellas tropas de refuerzo.
Llevaba un diario con tapas de hule, escrito a lápiz. Había escrito su primera anotación el 1 de mayo de 1941. Aquel día desfiló con su compañía por debajo del Arco del Triunfo de París. Subió a la Torre Eiffel, hizo turismo por Versalles y conoció a una tal madame Blanche y a sus dos hijas. Puede que aquel encuentro fuera lo que motivara que pidiera cita en el hospital Clamart a finales de mes. «Gracias a Dios —escribía—, tan sólo han encontrado una inflamación de mi tracto urinario.» Disfrutó del tiempo que pasó en París, tomando café en los bulevares, jugando al ajedrez y mirando a las chicas.
Su idilio terminó una semana después del inicio de la Operación Barbarroja. Su unidad se trasladó en tren desde Francia hasta el frente ruso. Se apearon del tren el 4 de julio, en Suwalki, cerca de la frontera polaca con Lituania. Desde allí marcharon, «bajo el sol, con arena y polvo», viendo cómo la población local «vivía como los animales salvajes, en tugurios». Caminaron y caminaron, a través de Lituania y de Rusia, con los carros de combate muchos kilómetros por delante de ellos. El 11 de septiembre llegaron a las inmediaciones de Leningrado —al igual que Hitler, Lange la llamaba «Petersburgo»—, donde les embarcaron apresuradamente en camiones y les llevaron rumbo a Shlisselburg. Se instalaron en los bosques próximos a la ciudad, y se atrincheraron.
Trasladaron apresuradamente la unidad a través de los escasos kilómetros que había hasta la cabeza de puente durante el ataque de los rusos contra Marjino. «Nos dijeron que los rusos habían conseguido pasar al otro lado de la aldea B. Es una pequeña localidad que había quedado casi totalmente quemada una hora antes», escribía Lange.
Bajamos de los camiones y avanzamos a pie. Los rusos nos disparaban. Tuvimos que enterrar a Weltz. Lo mataron. Estuvimos todo el día de acá para allá. La segunda compañía de fusileros también acabó aquí por error. El teniente Portret se perdió, y nadie sabe dónde está. El teniente Agaheister acudió al cuartel general de la División para enterarse de lo que teníamos que hacer. Mientras tanto, más tropas rusas cruzaron el Nevá. No tenemos suficientes hombres en nuestras trincheras.
El teniente Portret apareció inesperadamente con la orden de hacer un reconocimiento de los bosques. Yo y mi pelotón fuimos por la derecha de una línea telefónica, y el segundo pelotón, por la izquierda. No habíamos avanzado ni doscientos pasos cuando aparecieron los rusos. Intentamos cortarles el paso. Nos siguieron algunos otros, y entonces nos ordenaron regresar, pero no podíamos, así que nos parapetamos donde estábamos. Zummer resultó herido y Astrid ha caído, herido de gravedad. Yo me puse al lado de Zummer para vendarle las heridas y le pedí a Sikorski que fuera a la División a preguntar lo que teníamos que hacer.
El diario se interrumpía ahí. Al día siguiente, 22 de septiembre, las tropas del Ejército Rojo se internaron en una arboleda al nordeste de la central eléctrica de Dubrovka. Entre los árboles encontraron el cadáver de Friedrich Lange, con su diario en un bolsillo.
Tiedemann tenía los nervios a flor de piel: «El enemigo dispara desde todas partes, ¿quién está realmente siendo asediado? Los rusos contraatacan por el Nevá».
La ciudad se aferraba fielmente a su alma. La Sociedad Pushkin celebraba recitales de poesía y un concierto a beneficio de los heridos en el hospital de la calle Plejánov. Desde el Conservatorio, Zoya Lodsi escribía: «Hemos empezado las clases, aunque a menudo tenemos que interrumpirlas por culpa de los bombardeos. Hace mucho frío en el edificio —las ventanas están tapadas con cartones, de modo que está muy oscuro. Los maestros y los alumnos hacen turnos de vigilancia por las noches». Las clases de coro de cámara se daban cuatro veces a la semana, desde el mediodía hasta las seis de la tarde. En el repertorio académico trabajaban 25 alumnos. Se dedicaban dos horas a la semana a crear programas para los conciertos que daban los alumnos a las unidades de la primera línea del frente. Zoya Lodsi era la responsable.
La Sociedad de Teatro de Todas las Rusias se reunía para trabajar en la inauguración de la temporada de ópera. Averiguó que en la ciudad quedaban 50 cantantes solistas. Todavía permanecían algunos de los mejores. Sofia Preobrazhenskaya, una mezzosoprano de un registro y un timbre sorprendentes, se negó a abandonar su ciudad natal, donde había estudiado en el Conservatorio y donde había triunfado con el Kírov. La carrera profesional de Vladímir Kastorski había empezado en la Ópera Imperial de Rusia, y su magnífica y lírica voz de bajo había rivalizado con la de Fiódor Shaliapin en la antigua «Píter». Otro excelente bajo del Teatro Kírov y del Teatro Maly, Andréi Atlantov, también seguía en la ciudad; su esposa, Maria Yelizarova, era una magnífica soprano lírica. Su hijo Vladímir, que posteriormente llegaría a ser un famoso tenor, tenía sólo dos años, un par menos que Maksim Shostakóvich, que también llegaría a ser un destacado director de orquesta.
Se acordó un repertorio de canto. Tenía ambición y empuje en abundancia. Estaba Eugenio Oneguin, junto con Carmen, La novia del zar, de Rimski-Kórsakov, donde Preobrazhenskaya hizo una magnífica Liubasha, El barbero de Sevilla, el Werther de Massenet, Rigoletto, y Aleko, de Rachmáninov, su primera ópera, basada en el poema «Los gitanos», de Pushkin.
Quedaban tres orquestas después de que hubieran evacuado a la Filarmónica a Siberia: la de la Radio, la del Muzkom, y una orquesta de la Armada en Kronstadt. La del Muzkom había sobrevivido, pero la mayoría de los músicos de la Armada habían sido enviados al frente. Los músicos de la Orquesta de la Radio estaban desperdigados. Algunos se habían alistado en la Guardia, otros estaban trabajando en las fábricas de munición. La radio alemana no paraba de repetir que Leningrado estaba en una situación desesperada. ¿Qué mejor manera de demostrar que la vida seguía como de costumbre, recomendaban los expertos en propaganda del Smolny, que retrasmitir en directo un concierto internacional a través de Radio Leningrado?
El Comité de la Radio decidió resucitar a su orquesta. Se volvió a traer de sus cuarteles, de sus búnkeres y de sus tornos a los músicos ausentes. Encargaron a Eliasberg que dirigiera el concierto radiofónico. Iba a estar dedicado a los aliados de la Unión Soviética. Tan sólo tenían uno, en aquellos días previos al ataque contra Pearl Harbour, y antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra: Gran Bretaña y sus colonias.
El 25 de septiembre Shostakóvich cumplía treinta y cinco años. Aquella noche un batallón de infantes de marina cruzó el Nevá.
El 28 hizo un día maravilloso en Leningrado, del que disfrutó Vladislav Glinka. «Me invitaron a salir a la una de la tarde —escribía—. Todavía recuerdo que fue el último domingo de sol, con un almuerzo muy bien servido.» Glinka era el invitado de Fiódor Fiódorovich Notgaft en su apartamento de la calle Kireishny (actualmente Malaya Morskaya), de cuyas paredes colgaban excelentes pinturas y dibujos. Notgaft era el director de publicaciones del Hermitage. Glinka le había conocido cuando le nombraron conservador del museo en la primavera de 1941. Los dos tenían el mismo turno de vigilancia contra incendios, y estuvieron hablando de los artistas que habían visitado el balneario de Staraya Russa, donde el padre de Glinka había trabajado como médico en tiempos del zar. Le atraía Notgaft por ser uno de los pocos supervivientes de aquel mundo desaparecido, un caballero y un mecenas de las artes. «Con sólo mirarle—, escribía Glinka, «uno sentía de inmediato que se trataba de un hombre de buena cuna, de la mejor educación, un hombre que conoce su propio valor y el de los demás.» Notgaft tenía unos modales exquisitos, con una elegancia natural y no forzada. «Su camisa, sus zapatos, su traje, eran de colores puros, gris, ceniciento, blanco, negro. Era un espíritu libre, natural, inteligente, solidario, comprensivo, y sobre todo modesto.»
Notgaft había viajado mucho por Europa antes de 1914, y al volver a San Petersburgo trajo consigo muchos cuadros y una atractiva esposa francesa. Renée Notgaft había posado vestida de negro y lavanda para un memorable retrato pintado por Borís Kustódiev en 1914. Sin embargo, a Renée no le gustaban los bolcheviques, y en 1921 regresó a París. Notgaft amaba demasiado Rusia como para seguir los pasos de su esposa. Volvió a casarse, con Anastasia Serguéyevna Botkina, una mujer atractiva e inteligente a la vez, que trabajaba en el Museo de Rusia. También era una mujer cruel, y «la gente decía que Fiódor Fiódorovich no podía soportar el mal carácter de Anastasia». Su tercera esposa, Elena, trabajaba en el Departamento de Dibujo del Hermitage. Era una anfitriona generosa y una cocinera maravillosa, «una dama pequeña y delgada que me recordaba a una frágil ave, no sólo por su figura, sino también por sus modales y su voz».
«Primero estuvimos mirando los cuadros. En cada pared había dos o tres hileras de pinturas, pequeños lienzos maravillosos de Benois, Lansere, Bakst, Kustódiev, Sapunov, Dobuzhinski, Somov, Serebriakova. Al ser una persona tan modesta, Fiódor Fiódorovich no me dijo que la mayoría de aquellos cuadros eran obsequios de los artistas.» Glinka únicamente se dio cuenta de ello cuando echó una ojeada furtiva al reverso de los lienzos. «Además, tenía una gran colección de dibujos —¡y menuda colección!— Una pequeña acuarela de Benois, por ejemplo, de un callejón de París. Antes de la Revolución, Notgaft había sido un hombre muy rico, y conocía todos los museos de Europa.»
Tras contemplar atentamente los cuadros —«habría sido un pecado apresurarse»— los dos amigos almorzaron. «Pescado rebozado, vino seco del Cáucaso, café, un excelente mantel, plata de mesa de estilo modernista a juego con el mobiliario…» Mientras estaban sentados a la mesa, Anastasia Botkina entró en el apartamento con su propia llave. Glinka la reconoció por un retrato que había en el comedor. Lo había pintado Zinaida Serebriakova, una pintora de un talento maravilloso sobre la que los bolcheviques habían desahogado su rencor. Saquearon la finca de su familia en Neskujnoye, en Ucrania. Prendieron fuego a las colecciones que había ido creando su padre, arquitecto y escultor, que incluían muchos cuadros pintados por el tío de Zinaida, Alexandre Benois, y lo poco que quedó lo dejaron a la intemperie. El marido de la pintora falleció sobre su regazo en 1919 de tifus, que había contraído en una prisión bolchevique. Su cuadro Castillo de naipes de aquel mismo año, un retrato de sus cuatro hijos pequeños, cargado de fragilidad, es una obra maestra de la acuarela. Serebriakova no tenía dinero ni para comprar pintura al óleo. En 1924 fue a París para pintar por encargo un gran mural decorativo. Los bolcheviques no le permitieron regresar. Consiguió que sus dos hijos pequeños salieran de Rusia y se reunieran con ella en Francia, pero le llevó dos años. Echaba muchísimo de menos Rusia, y conservaba su pasaporte soviético, pero no volvió a ver a sus dos hijos mayores hasta 1960.
Era un excelente retrato de Botkina, pensaba Glinka, uno de los últimos cuadros que pintó Serebriakova en Rusia. «Anastasia Serguéyevna decía que había posado para él hacía veinte años. Eso saltaba a la vista cuando uno lo comparaba con el original. Seguía siendo muy guapa. Tan sólo el color de su rostro, y un tono azulado debajo de sus ojos revelaban su edad.» Glinka atesoraba sus impresiones de aquel día como un último recordatorio del rostro amable y civilizado de la ciudad. «Todavía no podíamos imaginarnos el futuro de Leningrado», escribía. El futuro de Notgaft era imposible de imaginar.
Por la noche, Kondrátiev fue al Muzkom a ver Maritsa. Los bombarderos Heinkel pasaron por encima de su cabeza. «Debido a las alarmas, la representación empezó con media hora de retraso. La opereta fue interrumpida muchas veces.» Y añadía, malhumoradamente, que «la obra de Kalman no puede compararse con operetas clásicas como Perikola». A medianoche, la Orquesta de la Radio interpretó su concierto dedicado a Gran Bretaña. Los músicos habían estado ensayando todo el día en la Casa de la Radio. Eliasberg dirigió la Quinta Sinfonía de Chaikovski. El director recordaba que aquella tarde hubo intensos bombardeos. El violinista V. Skibnevski resultó herido cuando se dirigía a los estudios. Después del concierto, algunos músicos se marcharon a sus puestos de vigías contra incendios.
Mientras se retransmitía la sinfonía de Chaikovski, un segundo batallón de infantería de marina cruzaba hasta la Nevski piatachok. Llegaban simplemente para sustituir a los muertos, a los moribundos y a los heridos. No tuvieron cobertura aérea, y contaron con muy poco apoyo de la artillería, mientras los masacraban los cañones y la aviación del enemigo. «El bombardeo y el fuego artillero de los alemanes fueron devastadores —confesaba el coronel Leonid Yakovlev, comandante de un regimiento de artillería soviético—. Utilizaban bengalas para iluminar nuestras posiciones y lanzaban bombas incendiarias para destruir los edificios de madera donde almacenábamos nuestra munición y nuestros suministros. El Nevá estaba literalmente hirviendo debido a la potencia del fuego alemán.» Yakovlev tenía tan poca munición para sus cañones, decía entristecido, que su respuesta a los fuegos de contención de los alemanes resultaba «risible».
Aguas abajo, a seis kilómetros de Dubrovka, en Petrushino, las tropas de la 10.ª Brigada de Infantería cruzaron el Nevá. Aquella nueva cabeza de puente fue atacada de inmediato por el 2.º Batallón de Paracaidistas alemán, que acababa de llegar. Se le conocía como el batallón de Stenzler por su oficial en jefe, el comandante Edgar Stenzler, que había conseguido una Cruz de Caballero por sus acciones contra los británicos en Creta. Sus hombres avanzaron a pesar de que había una densa niebla, y sin demasiado reconocimiento ni armamento pesado. En los combates cuerpo a cuerpo sufrieron muchas bajas. Incendiaron la aldea de Petrushino.
Durante el día, el fuego de contención contra la Nevski piatachok alcanzó nuevas cotas de ferocidad. Allí cayeron aproximadamente 8.600 bombas y proyectiles de artillería. La nueva cabeza de puente de Petrushino resistía entre la niebla y a costa de mucha sangre, pero el comandante Stenzler se estaba muriendo a consecuencia de las heridas recibidas, igual que su batallón. Los paracaidistas perdieron a todos sus oficiales, que resultaron muertos o heridos. El 1.º Batallón, que todavía estaba en su base de instrucción de Grafenwöhr, en la ondulante campiña bávara, recibió la orden de relevar al 2.º Batallón. Otras unidades llegaron desde el oeste a fin de frenar el avance de las cabezas de puente: los voluntarios de la 250.ª División española, la División Azul, la 72.ª División de Infantería alemana, a la que habían sacado precipitadamente de su cómodo alojamiento en Francia, y más paracaidistas.
Un feroz bombardeo de artillería sacudió Leningrado por la tarde. Olga Bergholz había salido de los estudios de la radio para grabar un breve discurso escrito por Anna Ajmátova. Estaban en la Casa de los Escritores, en la habitación de Mijaíl Zoshchenko. Estaban «terriblemente nerviosos», y la grabación se veía interrumpida por las explosiones. Se emitió unas horas más tarde. «Conservo en mi memoria la voz profunda, trágica y orgullosa de la "Musa de los Sollozos", en el momento que se difundía por el aire vespertino de Leningrado, oscura y dorada, y en silencio durante un breve rato», escribía posteriormente Bergholz.
Ajmátova decía que la ciudad de «Pedro el Grande, de Lenin, la ciudad de Pushkin, Dostoyevski y Blok, ciudad de una gran cultura y de una gran industria, se ve amenazada por el oprobio y la destrucción… me quedo petrificada».
Por la noche empezaron a caer las bombas sobre la ciudad, con la aparición de nuevas oleadas de aviones. Una cuarta parte de los muertos de la ciudad se debían a los bombardeos. Los adultos hacían todo lo posible por proteger a sus hijos durante las incursiones aéreas. Svetlana Magayeva y su madre se ponían a jugar con sus vecinos —el juego más popular era el bingo— mientras las copas y la porcelana del aparador tintineaban debido a los temblores que producían las bombas. A Svetlana la angustia le resultaba más aterradora que las explosiones. Un compañero de aquellos juegos se llamaba Rudi, un alemán que había salido huyendo de Hitler con su madre. Era muy rubio, y los demás niños le llamaban «fascista» y le acosaban. Svetlana hacía todo lo posible para protegerlo. El bloque de apartamentos de Rudi sufrió el impacto directo de una bomba. Nunca encontraron al niño, y se daba por supuesto que la explosión le había hecho pedazos. Su madre recorría un día tras otro los patios de las casas vecinas, llamándole a gritos: «¡Rud-I-I-I! ¡Rud-I-I-I!». Era una voz muy fuerte, y daba miedo. La mujer tenía cada día peor aspecto, y su pelo estaba cada vez más alborotado. «Nos miraba de un modo extraño —recordaba Svetlana—. Se había vuelto loca de pena por la muerte de su hijo. La expresión de sus ojos daba más miedo que las bombas que no paraban de caer sobre nuestra ciudad.»
En septiembre todavía se recopilaron datos para las estadísticas, aunque no se publicaron. Veinticinco cines seguían abiertos, y las cinco Casas de la Cultura que tenían pantallas de cine también proyectaban películas. El Muzkom tenía una ocupación del 35% en las sesiones de tarde, y del 45 por la noche. Se emitían conciertos por la radio durante una media de cuatro horas diarias.
Otras cifras, mucho más crudas, mostraban que en septiembre la tasa de mortalidad de civiles había sido un 182% mayor que la media en tiempos de paz, que era de 3.738 fallecidos al mes. El Ejército Rojo y la Flota del Báltico habían sufrido 214.070 bajas, muertos o desaparecidos, en la defensa de Leningrado, y 130.848 heridos o enfermos desde el 10 de julio.
Unos pocos soldados heridos gozaron de un raro privilegio el último día de septiembre: limones procedentes de los invernaderos del Jardín Botánico de la isla de Aptekarski. El personal del Botánico enviaba flores y orquídeas a los hospitales y a las unidades militares, y plantas para decorar los pabellones de los hospitales civiles. Hasta ese momento, las magníficas colecciones que había iniciado Pedro el Grande hacía 227 años seguían intactas. Muy pronto desaparecerían la mayoría de las 6.367 especies, por culpa del frío y de la artillería alemana, salvo 861.
La moral se estaba viniendo abajo en algunos puntos del frente. A Joseph Finkelstein, un ingeniero que se había incorporado a una división de la reserva, le ordenaron formar y marchar por la mañana para presenciar el fusilamiento de tres desertores de su compañía en las proximidades de la Universidad Politécnica. «Lo hicieron como lección para todos nosotros», decía. Eran tripulantes que habían abandonado sus carros de combate y huido del frente. Uno de ellos todavía llevaba puesto su casco acolchado de tanquista. Los tres tenían una mirada perdida en sus rostros: «Probablemente ya habían dicho adiós a sus vidas». Les desnudaron. Mientras estaban allí de pie, ya se estaba cavando una tumba para los tres.
Les ordenaron ponerse de cara al pelotón de fusilamiento. El que llevaba el casco intentó taparse los ojos en el momento que el pelotón apuntaba. Le obligaron a bajar los brazos. «¡Disparad contra los traidores a la Patria!», ordenó el oficial que estaba al mando. Les dispararon en la cara. Dos de los cuerpos todavía se sacudían. Un soldado del NKVD les pegó un tiro en la cabeza a ambos con una pistola. Finkelstein podía ver a lo lejos el Observatorio de Pulkovo en llamas.
Poco antes de medianoche, Shostakóvich recibió una llamada telefónica de la camarada Kalinninkova, del Comité del Partido de Leningrado. Le dijo que tenía que marcharse en avión, con su esposa y sus hijos, al día siguiente. Tenía muy poco tiempo para preparar el viaje. «El 1 de octubre —escribía— mi esposa, los dos niños y yo nos marchamos de nuestra querida ciudad.» Tuvo que dejar allí a su madre, a su hermana y su sobrino, y a sus suegros.
Aquella mañana amaneció cubierto, pero a mediodía se despejó, y el sol brillaba radiante en un cielo sin nubes. En la atmósfera se oían los disparos de la artillería desde las colinas de Pulkovo. El ruido se hizo más fuerte a partir de las cuatro de la tarde, y la ciudad sufrió un intenso bombardeo de artillería. En la calle Rastannaya un obús impactó en un tranvía y causó muchas víctimas. La primera alarma aérea llegó a las 16.50, y el bombardeo duró quince minutos.
Después de que sonara el aviso del final del bombardeo, Maksim recordaba que se subieron al Emka negro de su padre, un coche Gaz-M1, basado en un Ford modelo V-8 de 1933, junto a su apartamento de la calle Bolshaya Pushkarskaya. Llevaban tan sólo una maleta. Shostakóvich llevaba consigo las partituras de Lady Macbeth de Mtsensk y los movimientos terminados de la nueva sinfonía. La familia subió a bordo del avión, un PS-83 de carga, en el aeródromo de Piskarevskoye. «Tan sólo había espacio para nuestra familia y tres o cuatro pilotos —añadía la hermana de Maksim—. Dentro no hay asientos, únicamente un suelo de madera y unos cajones de madera sobre los que no nos permiten sentarnos, y nosotros nos ponemos cómodos sentándonos encima de nuestra maleta. Por encima de nosotros hay una torreta acristalada donde monta guardia uno de los pilotos. Nos previene de que, si nos hace una señal con la mano, todos tenemos que tirarnos al suelo.»
Ya había oscurecido cuando despegaron. Una segunda incursión aérea alemana empezó a las 20.40 y la alerta duró dos horas y media. En la ciudad, N. P. Gorshkov apuntaba en su diario que el intenso fuego antiaéreo se mezclaba con el sonido distante de las explosiones de las bombas. «La luna iluminaba la noche, con nubes escasas y dispersas. Cabe suponer que la ciudad se percibía claramente desde el cielo. El fuego era incesante. Podían verse las detonaciones de los disparos de los buques de guerra y de las líneas del frente. Es la lucha por Leningrado.»
A medida que el avión iba ganando altura, Maksim empezó a ver destellos en tierra. Uno de los pilotos le dijo que los alemanes les estaban disparando. Aterrizaron cerca de un bosque a las afueras de Moscú: en aquel mismo instante, en la Sala de Catalina la Grande del Kremlin, con sus mármoles blancos, sus cristales y sus dorados, los diplomáticos británicos y estadounidenses iban cumpliendo con los 31 brindis con vodka y champán con que se celebró el primer protocolo de ayuda angloestadounidense que acababan de firmar, incluso antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra. Los pilotos camuflaron el avión con ramas y follaje. La familia Shostakóvich pasó el resto de la noche en una pequeña cabaña. A la mañana siguiente les llevaron al hotel Moskvá.
La ruta que había seguido el avión les había llevado casi por encima de las cabezas de puente del Nevá. El Ejército estaba llevando más tropas, al amparo de la oscuridad, para sustituir a los muertos. Se tardaba quince minutos o más en cruzar el río, bajo un fuego incesante. «El suelo temblaba y se estremecía como si estuviera vivo», recordaba el segundo oficial al mando del 339.º Pelotón de Morteros, Mijaíl Jalfin:
Se oía el rugido y el aullido de las sirenas de los Junkers enemigos, que bombardeaban en picado nuestra posición. Todo se volvía irremisiblemente confuso en la oscuridad. Yo oía el chillido de las bombas, el tableteo del fuego de las ametralladoras desde la otra orilla, y los terribles gritos de nuestros heridos. De repente, una bomba explotó muy cerca de nuestro punto de reunión, y nos sepultó casi enteramente en la tierra. Los soldados que teníamos a nuestro alrededor nos ayudaron a salir. Y entonces llegó la orden: «¡A los botes! ¡Adelante!».
Remaron por el río con los remos, con las culatas de los fusiles, con tablas de madera y con las manos, desesperados por cruzar antes de que les acertaran. «Todo eso —decía Jalfin— para llegar a una triste franja de terreno de quinientos metros, constantemente salpicada de explosiones.» De los 46 botes que intentaron cruzar el río aquella noche, 40 fueron hundidos o acabaron arrastrados por la corriente, en llamas, aguas abajo. Cuando Jalfin y un puñado de soldados desembarcaron como pudieron y se encontraban en una trinchera de comunicaciones poco profunda, una voz en la oscuridad les ordenó: «¡Fijen las bayonetas!». Y a continuación entraron en combate cuerpo a cuerpo con los Landser que avanzaban hacia ellos. Estaban dispuestos a morir para expulsar al enemigo de su sagrado país, decía Jalfin, pero a él le parecía que aquella «absurda matanza» en la otra orilla del río carecía de sentido. «Todos y cada uno de nosotros sentíamos que nunca regresaríamos de aquel lugar maldito.»
Los recién llegados paracaidistas alemanes del 1.º Batallón del Sturmregiment, que habían llegado en avión desde su idilio bávaro para relevar al 2.º Batallón de Stenzler, sufrieron una brutal iniciación en el frente ruso. La 20.ª División Motorizada, que se estaba retirando del frente del Nevá, había perdido a 2.411 de sus 7.000 hombres. «En cuanto bajamos del avión, empezaron a cargarlo con los heridos —decía Gottfried Emrich, un Oberjäger [cabo] paracaidista—. Toda la situación era bastante dudosa. Ya se oía el estruendo de los cañones desde muy lejos.» Los subieron a unos camiones y los llevaron por caminos de barro y por viaductos hechos de troncos a través de los bosques. El conductor apuntaba vagamente hacia el horizonte. «Leningrado está por ahí.»
Cuando empezó a oscurecer se detuvieron y se apostaron en una zanja. Su comida superaba por mucho los sueños de los hambrientos de Leningrado. Engulleron jamón, pastillas de glucosa, queso, cerdo y chocolate. Comprobaron sus armas y afilaron las hojas de las palas plegables que utilizaban para excavar las trincheras. También podían ser un arma excelente en el combate cuerpo a cuerpo. Ya de noche estuvieron marchando varias horas a través del bosque, tropezando y cayéndose. Salieron a una gran llanura despejada cubierta de hierba alta que conducía hasta el Nevá. No veían a ningún soldado del Batallón de Stenzler, al que venían a relevar. Se atrincheraron y construyeron un gran búnker entre cuatro grandes pinos en el lindero del bosque, cubierto con ramas y tierra. Se instalaron a esperar a que amaneciera.
El 5 de octubre, al amanecer, los paracaidistas pudieron ver las posiciones de los rusos a 90 metros de distancia. Resultaba difícil y peligroso avanzar. «Uno no paraba de tropezar con los cadáveres —decía Emrich—. Por todas partes se veían apósitos y vendas desperdigados.» Los francotiradores rusos estaban activos. «A menudo desaparecían los mensajeros, y los que iban a por comida resultaban heridos de un tiro.»
El Obergefreiter [cabo primero] Friedrich Else estableció una posición de ametralladora pesada en una zanja poco profunda. Los rusos estaban muy cerca, «a cien metros de nosotros, como mucho». El 2.º Batallón del Sturmregiment, al que habían ido a relevar, fue «finalmente aniquilado. Justo al lado de nuestra posición todavía había desperdigados muchos cadáveres de soldados rusos».
El remanente del batallón de Stenzler y los rusos supervivientes estaban tan estrechamente trabados entre sí que los recién llegados a duras penas lograban distinguirlos. El comandante de la unidad, el Hauptmann [capitán] Von der Heydte, tuvo que consolidar un firme frente defensivo antes de poder recuperar la iniciativa y volver al ataque. Asignó el sector central del cerco que los alemanes intentaban crear alrededor de la cabeza de puente a la 2.ª Compañía, a las órdenes del Oberleutnant [teniente] Wilhelm Knoche.
Knoche estableció su puesto de mando en un tramo de zanja tapado con postes de teléfono. Estaba «peligrosamente cerca» de los rusos. Los muertos yacían desperdigados a su alrededor. «Los rusos y los alemanes simplemente yacían unos junto a otros, y unos encima de otros, en el punto donde habían sido abatidos por las balas o las granadas —decía—. No era posible rescatar los cuerpos de los caídos o enterrarlos.» Pero Knoche sí logró recuperar el cuerpo de su amigo Alex Dick, un teniente que había nacido en el seno de una familia alemana en lo que entonces era Petrogrado, y que murió cerca de su ciudad natal.
La artillería resultaba crucial para evitar que los hombres de Heydte corrieran la misma suerte que el batallón de Stenzler. Cuando la consiguió, estabilizó su línea y se dedicó a planificar la destrucción de la cabeza de puente.
Stalin telefoneó a Zhúkov a lo largo del día. Zhúkov finalmente reconoció que los alemanes estaban a la defensiva. «Por primera vez en muchos días podíamos sentir de forma tangible que el frente había cumplido su misión y que había detenido la ofensiva de los nazis contra Leningrado», escribía más tarde. En realidad, por supuesto, los propios alemanes habían dado por concluida la ofensiva hacía ya dos semanas, y habían transferido sus carros de combate, su aviación y sus tropas al avance sobre Moscú. Ahora Stalin llamaba a Zhúkov de vuelta a Moscú para que detuviera precisamente aquella ofensiva.
Zhúkov se marchó en avión al día siguiente. Ascendieron a dos de los generales que había llevado consigo tres semanas atrás. El general Iván Fediuninski sustituyó temporalmente a Zhúkov, para después hacerse cargo del 54.º Ejército a orillas del Vóljov. El teniente general Mijaíl S. Jozin asumió el mando del Frente de Leningrado.
Se abandonó a su suerte a los hombres de la cabeza de puente del Nevá. Zhúkov era muy consciente de las colosales bajas que había sufrido su Grupo Operativo del Nevá, y de que iba a seguir sufriéndolas. Jozin siguió destinando más tropas al otro lado del río, ya que tanto la 20.ª División de Fusileros del NKVD como la 168.ª División de Fusileros habían sido reducidas a menos de 300 hombres. No sirvió para nada. Iliá Izenstadt, un teniente de primera de la 168.ª División, realizó un detallado informe para el cuartel general del frente. Reconocía que la táctica de los alemanes era sumamente eficaz. Atacaban con fuego de artillería y con bombardeos los refuerzos en el momento que se congregaban. Después, en los puntos de vadeo, es decir, en las orillas arenosas menos escarpadas a ambos lados del río, los sometían a un «bombardeo devastador, día y noche».
La crítica de Izenstadt era inquebrantable, casi suicida por su exactitud. Habían fusilado a mucha gente por decir mucho menos. «Los alemanes llevaron totalmente la iniciativa de la batalla —reconocía—, y no pudimos realizar ningún progreso contra ellos. Nuestro propio sistema de mando estaba paralizado. Éramos incapaces de dirigir los acontecimientos de una forma significativa, y a menudo perdíamos completamente el contacto con nuestras tropas.» Los oficiales que organizaban el vadeo resultaban «casi invariablemente» heridos o muertos. Los alemanes localizaban rápidamente los cuarteles generales y los centros de comunicación, aunque los rusos no cesaran de trasladarlos, y a continuación los destruían, junto con los hombres que había en su interior. «Nuestras bajas eran calamitosas. Fuimos incapaces de consolidar un puente de pontones adecuado sobre el Nevá, y tuvimos que confiar en embarcaciones de vadeo improvisadas, que a menudo eran inadecuadas para ese propósito. Y en la orilla contraria no pudimos brindar a nuestras tropas la mínima protección real frente al enemigo.»
Iván Pankov, comisario político de un regimiento, intercedió por sus hombres ante el mando del frente. «La mayoría de nuestras tropas está luchando valientemente, pero los hombres están literalmente arrastrándose por encima de los cadáveres de sus camaradas —decía—. Dado que nuestra artillería no ha conseguido mermar de ninguna forma el mortífero sistema de fuego del enemigo, los heroicos esfuerzos de nuestros soldados se desperdician totalmente.» A pesar de todo, Zhúkov les ordenó que defendieran su posición.
A través de los prisioneros que capturaron, los alemanes averiguaron que Mga se había convertido en «una especie de quimera para todos los rusos». La ciudad ferroviaria estaba a trece kilómetros de la cabeza de puente. Actuaba como una especie de espejismo divino, desbordante de «pan, patatas, tabaco y, sobre todo, vodka en cantidades increíbles». Los comisarios políticos habían remachado ese sueño en la mente de sus hombres famélicos, y por consiguiente «luchan como si estuvieran locos por conquistar esa fabulosa tierra de la abundancia».
Wilhelm Lubbeck hablaba en términos despectivos de una de las pocas ofensivas de los rusos al oeste de la ciudad, que él contribuyó a rechazar, como un «fiasco mal concebido». La infantería, con el apoyo de vehículos blindados y de carros de combate, atacó el regimiento de Lubbeck en Uritsk, a orillas del golfo de Finlandia. Los alemanes estaban bien atrincherados en lo alto de un acantilado, por encima de la carretera de la costa, con cañones anticarro, morteros, y ametralladoras bien posicionadas. Aniquilaron la infantería rusa casi hasta el último hombre. Algunos carros de combate consiguieron penetrar y avanzaron hacia Uritsk por la carretera de la costa. Los cañones alemanes de 88 mm que estaban en lo alto del acantilado dejaron fuera de combate los tanques que iban en cabeza. Los rusos no podían elevar los cañones lo suficiente como para disparar contra la artillería alemana. A lo largo de los veinte minutos siguientes, los cañones de 88 mm alemanes estuvieron haciendo blanco en todos y cada uno de los carros de combate que avanzaban por la carretera que tenían a sus pies. Un incesante fuego de ametralladora y de armas cortas iba liquidando a las tripulaciones de los tanques a medida que iban saliendo de sus blindados en llamas. Los zapadores alemanes volaron la carretera que los rusos tenían a sus espaldas, de modo que no hubo retirada posible para la infantería rusa. Algunos se lanzaron al mar y huyeron a nado. Los demás murieron o fueron hechos prisioneros. Las pérdidas de los rusos ascendieron a 35 carros de combate, 1.369 muertos y 294 prisioneros.
El 5 de octubre, en el mejor estilo de los tiempos de paz, con una multitud pululando ante las puertas de la Sala Filarmónica en busca de una entrada extra, se inauguró la temporada de conciertos. Cantaba Sofia Preobrazhenskaya. Los pianistas, A. Kamenski y Vladímir Sofronitski, habían sido compañeros de Shostakóvich en el Conservatorio, donde Sofronitski había conocido a la hija de Skriabin, Elena, con la que posteriormente se casó. El violonchelista era Daniil Shafran, hijo del principal violonchelista de la Filarmónica. En 1937, con tan sólo catorce años, había ganado un magnífico violonchelo Antonio Amati como primer premio en el concurso de violonchelo y violín de la Unión Soviética.
Kondrátiev escuchaba «con el mayor de los placeres, porque había echado de menos la música. Hacía mucho tiempo que no escuchaba a Chaikovski con tanto placer y tanta emoción. La interpretación de Shafran y las piezas de La dama de picas fueron lo mejor del concierto. La ejecución de Sofronitski y Kamenski al piano de cola causó una excelente impresión».
Unos días después, con motivo de un concierto para recaudar fondos, el auditorio se llenó a rebosar, y los que no consiguieron entrada se quedaron escuchándolo desde la calle. Eliasberg dirigía la Orquesta de la Radio, con arias y oberturas de Una vida por el zar, de Mijaíl Glinka, de Rimski-Kórsakov y la Quinta Sinfonía de Chaikovski, todos ellos compositores de San Petersburgo. A Kondrátiev le asombraba aquel renovado interés por Chaikovski, al que tan sólo unos meses atrás se consideraba «decadente». «Es interesante que ahora se ponga el acento en Chaikovski, que en estos tiempos parece gozar de mejor salud que nuestro país.»
Se rindió un homenaje a Ludwig Minkus y a Marius Petipa, compositor y coreógrafo respectivamente de los antiguos Teatros Imperiales, con una representación por la tarde y otra por la noche de La bayadera en el Muzkom. La historia de la bailarina del templo y el guerrero se estrenó en la ciudad en 1877. Su reposición suponía una emotiva evocación de una grandeza que el fuego de artillería y las bombas no podían empañar. Que Minkus, al igual que Hitler, hubiera nacido en Austria, no importaba. Pese a que tenían a los hitleristas a las puertas, los leningradeses se nutrían con los grandes talentos creativos alemanes: el compositor L. Patrov se quedó embelesado con un libro que encontró en la biblioteca del Sindicato de Compositores y que hablaba de cómo trabajaban Goethe y Schiller. «No podía dejar de leer, ni siquiera durante los bombardeos y los apagones. A la luz de las velas, me olvidaba de todo menos de Goethe.»
La elegancia y el estilo de la ciudad todavía rebosaban de vida. No obstante, a falta de cualquier tipo de avance en las cabezas de puente del Nevá, el lago Ladoga era la única fuente de sustento de Leningrado. De vez en cuando la línea de abastecimiento del lago se cortaba, a veces de la forma más terrible.
El 6 de octubre, los bombarderos alemanes hundieron cuatro barcazas cargadas de harina y munición mientras eran remolcadas a través del lago. Ese mismo día se decidió evacuar a todas las «bocas superfluas de los elementos socialmente peligrosos» de Leningrado a Tomsk. Eso significaba todos los presos con condena y los que estaban en espera de juicio en los calabozos de la ciudad. Además de las grandes prisiones de antes de la guerra, como la Kresty y la Shpalernaya, muchos presos estaban detenidos en la penitenciaría de tránsito de la calle Konstantinogradskaya. Se creó una denominada «cárcel subterránea», que no se menciona en los documentos pero sí en los testimonios orales, a orillas del Ladoga para alojar a los presos en espera de ser transportados a través del lago. Al igual que le había ocurrido al padre de Anastasia Vialtseva, a lo largo de las últimas semanas habían detenido a mucha gente por «difundir el pánico» y «espiar».
Dos días después enviaron a los presos a la Estación de Finlandia en furgones cerrados. Los embarcaron en vagones de tren y los llevaron a Osinovets. Desde la estación les ordenaron marchar hasta los muelles. Una gran barcaza, la Berlinka («la berlinesa»), les esperaba en el puerto. Tenía una capacidad máxima de 1.000 personas, pero se embarcaron casi 2.500. Aparte de los prisioneros de guerra, entre los que había 141 oficiales alemanes, la barcaza llevaba 1.837 hombres y más de 400 mujeres a bordo. Mantuvieron a los prisioneros de guerra y a las mujeres en grupos separados. Los presos políticos estaban mezclados con los comunes.
Los forcejeos por el aire y la vida empezaron en el momento que un remolcador se llevaba la barcaza del muelle. No habían llegado muy lejos cuando dio comienzo una incursión aérea alemana. El remolcador abandonó la barcaza durante el bombardeo y regresó al puerto para otra misión. La Berlinka quedó a la deriva no lejos de la orilla del lago. A última hora de la tarde volvieron los bombarderos alemanes. Los presos que iban en las bodegas empezaron a gritar, pidiendo comida y agua, y que les dejaran subir a cubierta. El teniente Lenivtsev, comandante de la barcaza, llevó a la bodega un poco de pan y agua, pero se negó a dejar subir a los prisioneros.
«Palabrotas y declaraciones contrarrevolucionarias» resonaban por todo el casco de acero. Los presos empezaron a salir a rastras de las bodegas. Atacaron a los guardias e intentaron arrebatarles las armas. Los guardias los repelían con las culatas de sus fusiles. Cuando la situación empezó a estar fuera de control, Lenivtsev ordenó a sus hombres abrir fuego con sus subfusiles. Murieron aproximadamente 40 presos, y sus cuerpos fueron arrojados al lago.
La Berlinka estuvo a la deriva por el lago otros tres días. Los prisioneros intentaban constantemente subir a cubierta. Como respuesta recibían ráfagas de las armas automáticas. Lenivtsev hizo reiteradas peticiones de ayuda. Finalmente llegó un remolcador y arrastró la barcaza al otro lado del lago y remontando el río hasta la estación de Vóljov. Ocho días después de zarpar de Osinovets, un puente ferroviario obstaculizó el paso de la Berlinka. Allí los supervivientes fueron trasladados a otra barcaza fluvial más pequeña para ser remolcados aguas arriba del río Syas. Pasaron lista, y vieron que faltaban 500 presos. Los soldados enterraron los cadáveres que todavía permanecían a bordo de la barcaza en la orilla del río junto a la localidad de Podriabinye, en una fosa común que se descubrió en la década de 1990. Se hizo constar a los desaparecidos bajo los epígrafes «no llegó a Tomsk» o «murió por un ataque al corazón». Posteriormente, por lo menos 200 supervivientes murieron a bordo de los camiones de ganado que los transportaron desde Tomsk a Novosibirsk.
Sin embargo, aparte del Nevá, las líneas del frente se hicieron estáticas y permanentes. Los alemanes se instalaron para el asedio. Los búnkeres más adelantados eran poco más que zanjas techadas con una tronera para la observación. A medida que se iba acumulando la nieve, fueron apilándola hasta formar un muro que discurría por delante de los búnkeres y las trincheras para ocultar sus movimientos. En las posiciones más retrasadas, los alemanes construyeron búnkeres hechos de troncos, con literas, estufas de leña y mesas. Eran cómodos, y casi acogedores. Los artilleros de la unidad de Lubbeck tenían todos menos de veintitrés años, pero se sentían como unos veteranos, porque habían combatido en Francia, y habían colgado un cartel a la entrada: «Los Cuatro Sacos Viejos».
Vivían como reyes en comparación con los hambrientos rusos del otro lado. Por la noche, las tropas del Tross [convoy de intendencia] llegaban con el correo y con comida. Les llevaban termos de sopa caliente, generosas raciones de carne de vacuno o de cerdo con patatas, hogazas de pan integral, mantequilla y queso. A menudo tomaban chocolate. Había una ración regular de dos botellas pequeñas de vodka. A veces les daban una botella de coñac a cada uno. Algunos soldados del regimiento de Lubbeck aprovechaban sus abundantes suministros para intercambiarlos por sexo. Llevando una hogaza bajo el brazo, se encaminaban a una zona que estaba a unos tres kilómetros por detrás del frente, donde algunas mujeres y niñas rusas hambrientas intercambiaban de buena gana sus favores por comida.
Los francotiradores se cobraban sus víctimas en ambos bandos, incluso en los sectores más tranquilos del frente. Los rusos eran especialmente hábiles. Los alemanes descubrieron que los fusiles con mira telescópica de los rusos eran superiores a los suyos, y preferían utilizar los que iban incautando en vez del arma estándar de la Werhmacht, el fusil Kar-98, con una mira de cinco aumentos. La precisión de tiro de los francotiradores era tal que la relación entre los muertos y los heridos era muy superior que con los demás tipos de armamento. Las balas de los francotiradores perforaban fácilmente los cascos alemanes cuando impactaban perpendicularmente. Un gran número de francotiradores rusos esperaban pacientemente a sus víctimas en los edificios más altos de las afueras de Leningrado. Cuando Lubbeck tenía que salir de las trincheras, utilizaba esquís para desplazarse lo más deprisa posible. Los artilleros de Lubbeck se cobraban su revancha. «La totalidad de la tierra de nadie que había entre nosotros se convirtió en una inmensa zona de ejecuciones selectivas —decía—. Establecimos unas coordinadas de disparo predeterminadas.» El fuego de contrabatería era otro «mortífero juego del ratón y el gato».
No estaba claro cuánta gente había quedado atrapada entre las líneas, a pesar de la obsesión de los soviéticos por las estadísticas exactas. Se había realizado un censo el 17 de enero de 1939. Aquel día, la población de los quince distritos urbanos de Leningrado era de 3.015.188 personas. Se trataba de una de las ciudades más grandes del mundo. Su población era el doble que la de Los Ángeles, y mayor que la de París y Roma. Las mujeres superaban en número a los hombres: el 55% frente al 45. Su esperanza de vida era mayor: las mujeres bebían menos, se fusilaba, se deportaba y se llamaba a filas a menos mujeres, pero constituían casi la mitad de la población activa de la ciudad. Los niños y adolescentes (menores de diecinueve años) suponían más de un tercio de la población. Un aluvión de niños nacidos después de 1937, a consecuencia de la prohibición del aborto en 1936, representaba el 5%. Había 11 hombres y 34 mujeres que tenían más de cien años.
Aunque los agentes del censo contabilizaron 783.145 unidades familiares, éstas eran asombrosamente reducidas. El bolchevismo había acabado en gran medida con la familia tradicional, con varias generaciones y muchos niños. Un tercio de las familias tenía sólo dos miembros, otro tercio tenía tres, y un 20% tenía cuatro. Tan sólo una décima parte tenía cinco miembros. Lo que anteriormente parecía ser una norma —marido y mujer con, digamos, dos hijos y uno de los abuelos viviendo con ellos— era ahora poco frecuente. Se anotaron 30 nacionalidades —cada una de las Repúblicas soviéticas contaba como una nacionalidad— pero casi nueve de cada diez habitantes eran rusos, salpicados con un 6,3% de judíos y unos pocos ucranianos, tártaros, bielorrusos y polacos, además de 10.104 alemanes y 8.000 finlandeses.
Tan sólo figuraban 206 personas como «desempleadas», una categoría que a duras penas existía en la teoría de los bolcheviques. Pero más de 1,2 millones de personas constaban como «dependientes», bastante más que un tercio de la población, ya fueran niños, pensionistas, amas de casa o discapacitados. Aquellas distinciones iban a convertirse en una cuestión de vida y muerte, ya que la ración diaria de comida se basaba en ellas. Los dependientes debían recibir las raciones más pequeñas. Los mejor alimentados, o los menos hambrientos, tenían que ser los trabajadores manuales de la industria, que constituían más de la mitad de la población activa, con otros sectores considerables que trabajaban en la construcción y en los transportes.
El mayor cambio en la composición del censo de la ciudad se había producido a raíz de la guerra de Invierno. Se había enviado a casi 150.000 reservistas y nuevos reclutas a las unidades del Ejército, de la Armada y del NKVD. Con tantos hombres ausentes, en 1940 la tasa de natalidad se había reducido en un 25%. La proximidad de Leningrado a la línea del frente invirtió la pauta habitual de inmigración hacia la ciudad. Por primera vez desde la guerra civil, se marchaba más gente de la que llegaba. Se estimaba que la población ascendía a 2,9 millones de personas a comienzos de 1940.
A comienzos de 1941 la población se vio incrementada en 81.000 chicos y chicas, de entre trece y dieciocho años. Los habían enviado a las escuelas de formación industrial y profesional, y a una gran escuela universitaria ferroviaria. Por lo menos 50.000 de aquellos jóvenes procedían de fuera de Leningrado, y se alojaban en albergues abarrotados.
Así pues, el total de personas atrapadas en la ciudad, donde los refugiados habían venido a sustituir a los evacuados, ascendía a algo menos de tres millones. Lo que les ocurriría a continuación —con la llegada del invierno, con el hielo, las tormentas de nieve y la oscuridad, y a medida que las reservas de alimento fueron agotándose— ha sido calificado como «la mayor catástrofe demográfica jamás experimentada por una ciudad en la historia de la humanidad». En ningún otro lugar —ni en Dresde o en Hamburgo, arrasadas por las bombas incendiarias, ni en Hiroshima o Nagasaki, destruidas por las bombas atómicas, ni en la devastada Stalingrado o en la torturada Varsovia— se experimentó la muerte a esa misma escala.
La lengua rusa tan sólo tiene una palabra, golod, para designar el hambre, la hambruna y la inanición que afectó a la ciudad. En lo que respecta al sonido del cataclismo, Shostakóvich estaba intentando captarlo —de forma intermitente—, ahora desde Moscú.