CAPÍTULO 5
Oktyabr
(Octubre de 1941)
En Moscú, Shostakóvich concedió entrevistas. El tema, en la ciudad oscura y atemorizada, era irresistible: el joven compositor cuyo impulso creativo estaba desafiando a los hitleristas. Shostakóvich decía que el concepto de las últimas fases de la nueva sinfonía estaba muy avanzado. «Actualmente estoy terminando el último movimiento, el cuarto. Nunca he trabajado tan deprisa como ahora.» Añadía que «en el final, quiero describir un hermoso tiempo futuro, cuando el enemigo haya sido derrotado».
Shostakóvich y su familia se alojaban en el Moskvá, un hotel inmenso, nuevo, cuya mole gris se erguía por encima del centro de la ciudad, junto al Kremlin y la Plaza Roja. Sus credenciales bolcheviques saltaban a la vista gracias a los mosaicos y los gigantescos murales de heroicos trabajadores en sus salas comunes. Stalin celebraba allí sus cumpleaños, tras los oscuros cortinajes de la lujosa y excesivamente caldeada grandiosidad de sus restaurantes con abundantes brocados. Sus habitaciones, situadas a lo largo de unos pasillos que parecían extenderse hasta el infinito, eran el coto exclusivo de los dignatarios extranjeros y de la élite del Partido. En aquel momento acogían a lo más selecto de los refugiados procedentes de las ciudades que habían caído en manos de los alemanes.
Los huéspedes se refugiaban en el sótano cuando sonaba la alarma de bombardeo. El director de orquesta Borís Jaikin, otro evacuado de Leningrado, y director artístico del Teatro de la Ópera Maly de Leningrado (el antiguo Teatro Mijáilovski), se encontró con Shostakóvich durante una alerta. Recorría la estancia de un lado para otro, mientras los bombarderos sobrevolaban la ciudad: «Hermanos Wright, hermanos Wright, pero ¿qué habéis hecho?».
Su agitación habría sido mayor de haber sabido que en aquel sótano también había una tonelada de explosivos de alta potencia. El NKVD la había colocado allí unos días antes, empaquetada en 58 cajas, con 20 kilos de explosivos en cada caja.[31] Se concibió como un regalo de bienvenida para los alemanes.
Moscú se encontraba al borde del abismo. El NKVD había formado apresuradamente el OMSBOM, una fuerza de operaciones especiales. Reclutaban a los atletas y deportistas de equipo más destacados: la única conmemoración pública del OMSBOM que existe en la actualidad es una pequeña placa en el muro del estadio de fútbol del Dinamo de Moscú. La fuerza se preparaba para hacerle la ciudad tan inhabitable a Hitler como lo había sido para Napoleón. Los altos oficiales alemanes tenían la costumbre de establecer sus cuarteles generales en los hoteles de lujo de las ciudades conquistadas —el Crillon en París, el Grande Bretagne en Atenas—, y el Moskvá ya estaba preparado para su destrucción.
El foso de la orquesta del Teatro Bolshói, el Kremlin, la catedral de la Epifanía y los principales edificios del Gobierno habían sido minados. Se colocaron explosivos en las dachas de los principales líderes, salvo en la casa de campo de Stalin, situada en los bosques de Kuntsevo. Stalin temía que pudieran utilizarlos para asesinarle. Las centrales eléctricas, la red de teléfonos y el suministro de agua también estaban preparados para su voladura.
Se estaban ultimando los planes para sacar a Shostakóvich y a la élite creativa de la capital antes de que cayera en manos de los alemanes. Sin embargo, su colega Lev Knipper junto con un puñado de bailarinas, cantantes y acróbatas de circo debían quedarse a las órdenes del NKVD. Les proporcionaron explosivos y granadas de mano, y les instruyeron en su modo de empleo para matar a cualquier alemán de alto rango en caso de que les pidieran que actuaran ante ellos.
Knipper era un compositor prolífico, tenía cinco óperas y una veintena de sinfonías, y su Poliushko Pole era una de las canciones de marcha favoritas del Ejército Rojo. Estaba adecuadamente comprometido. Era de ascendencia alemana, había combatido con el Ejército Blanco, y emigró. Fue reclutado por el OGPU [policía secreta] como precio por su regreso en 1922. Ahora era su hermana, la actriz Olga Chéjova, la que suscitaba el interés de la policía secreta. Se había casado con el actor Mijaíl Chéjov, un sobrino del dramaturgo, pero se había divorciado de él, y en 1920 se marchó de Rusia rumbo a Berlín. Era una de las principales estrellas cinematográficas del Tercer Reich, muy admirada por Hitler, y al NKVD le había llamado mucho la atención una fotografía de prensa donde se la veía sentada al lado de Hitler en una recepción. En caso de que —o cuando— los alemanes se apoderaran de Moscú, pensaban, Hitler visitaría la ciudad, como lo había hecho con París. Cabía esperar que el hermano de Olga Chéjova fuera invitado a cualquier celebración. Así pues, el NKVD escogió a Knipper como potencial asesino de Hitler.
El NKVD también estaba preocupado por su enconada y mortal enemistad con el Ejército Rojo. Temían que los alemanes pusieran en libertad a los altos oficiales encerrados en las celdas de la prisión de Lubianka. Posteriormente algunos fueron evacuados a cárceles más al este. Otros fueron fusilados.
El 13 de octubre cayeron sobre Leningrado 12.000 bombas incendiarias. La ciudad tenía motivos para estar agradecida por su pasado imperial. Otras ciudades rusas estaban construidas en su mayor parte con madera. El gran incendio de Moscú, que comenzó en el momento en que la vanguardia de Napoleón entraba en la ciudad, el 14 de septiembre de 1812, se dio un festín con las casas de madera que duró cuatro días. Destruyó tres cuartas partes de la ciudad. Pero San Petersburgo era el lugar de interés turístico y la capital de los emperadores Romanov. Sus materiales de construcción, en su mayoría granito o ladrillo, reflejaban el estatus de la ciudad, y los tejados eran de pizarra o de cerámica. No ardía con facilidad.
Los bombarderos volvieron en masa al día siguiente. Alla Shelest estaba viviendo con su madre. La bailarina tenía miedo de dejarla sola, de modo que se la llevaba con ella cuando iba a actuar en los hospitales. Tenía la impresión de que el erker, el balcón acristalado, una característica común de los bloques de apartamentos de Leningrado, estaba abierto al cielo y atraía las bombas. Madre e hija se vieron atrapadas en un bombardeo mientras caminaban por la avenida Nevski. «Oímos las sirenas, eso significa bombas, muerte —escribía—, escuchábamos silbidos y explosiones. Incluso ahora me estremezco de pensarlo. Dos bombas impactaron en edificios próximos al nuestro. Nos dimos cuenta de que no podíamos volver a casa. Era imposible vivir allí. Fuimos a vivir con una amiga de mamá, a una habitación diminuta.»
Por la noche se celebraban conciertos improvisados en los refugios antiaéreos. La primera nota sobre el asedio se apuntó en el inventario de la biblioteca del Radiokom. Decía que Vasili Solovoev-Sedoi, el compositor de Noches de Moscú, había compuesto una nueva canción para el Komsomol [juventudes del Partido Comunista]. El Leningradskaya Pravda informaba de que el grupo Symtojazz estaba dando docenas de recitales en el frente. Todos sus integrantes eran licenciados del Conservatorio.
También había música al otro lado de las líneas, en el Gran Palacio de Peterhof, tomado por el enemigo. Muchos alemanes de permiso en París habían visitado Versalles. A Wilhelm Lubbeck y sus camaradas les pareció que la belleza y la majestuosidad del Peterhof no tenía nada que envidiarle a su rival francés, aunque sus fuentes estuvieran inactivas. «Deambulábamos por los elegantes salones con suelos de tarima», recordaba Lubbeck de su visita turística de un día. Cuando se toparon con un piano, uno de ellos, el sargento primero Ehlert, arrimó un banco y empezó a tocar. «Nos quedamos sorprendidos cuando a nuestro alrededor la hermosa música clásica empezó a reverberar por toda la sala. Mientras el sol de la tarde inundaba la estancia a través de los grandes ventanales, casi pude imaginarme al zar tocando aquel mismo piano, rodeado de su familia.»
Los paracaidistas de refresco recién llegados a orillas del Nevá ya estaban preparados para aniquilar la cabeza de puente de Petrushino. Von der Heydte planeó un ataque nocturno. Su 2.ª Compañía tenía que lanzar un ataque frontal, mientras que la 1.ª y la 3.ª atacarían por los flancos a fin de acorralar a los rusos en una zona de exterminio concentrada alrededor de los restos carbonizados de la aldea de Petrushino. El fuego de la artillería pesada alemana desde la otra orilla del Nevá impediría que los rusos pudieran movilizar sus reservas o trasladar suministros.
El ataque comenzó a las diez de la noche. Resultaba fácil distinguir el terreno a la luz fantasmagórica de las bengalas. El Obergefreiter Friedrich Else estaba atrincherado en un refugio para dar fuego de cobertura con su pelotón de ametralladora pesada, formado por tres hombres. Abrió fuego al mismo tiempo que la artillería pesada alemana en el momento que dispararon la primera bengala roja. Al cabo de cinco minutos vieron una bengala verde y roja, y cesó el fuego de contención. Los fusileros alemanes se habían abierto camino hasta las posiciones rusas. En el momento que iniciaban su ofensiva, la ametralladora de Else se inclinó sobre la arena desde su soporte. El cañón estaba al rojo vivo, pues habían disparado tres cargadores de 300 cartuchos durante el fuego de contención. Ahora ya sólo podía disparar tiro a tiro. Mientras se esforzaba por reparar la ametralladora, Else vio a un grupo de rusos justo en su punto de mira que avanzaban hacia él. Iban gritando «¡Hurra!». Les gritó a sus hombres que se tiraran al suelo o que utilizaran sus pistolas. «Disparamos y disparamos hasta vaciar nuestras pistolas y cargadores. Los rusos se replegaron o cayeron abatidos.»
Los rusos contraatacaron ferozmente al amanecer. Su estado de inanición les debilitaba para el combate cuerpo a cuerpo, y los paracaidistas, bien alimentados, los dispersaron, hiriéndoles y golpeándoles con las afiladas hojas de sus herramientas para excavar trincheras. Los alemanes conquistaron más terreno, y los hombres de la compañía del Oberleutnant Knoche estaban a menos de noventa metros de la orilla del río cuando la artillería rusa, que disparaba desde la otra orilla, les cortó el paso.
Las tropas de ambos bandos yacían exhaustas en sus zanjas y en sus búnkeres, mientras la artillería y los francotiradores se dedicaban a lo suyo en la superficie. Knoche había asumido el mando de la 1.ª Compañía después de que su Oberleutnant, Hepke, resultara herido, mientras que Werner Krüger ocupaba el puesto de Knoche al mando de la 2.ª. Los alemanes se armaban de valor para una nueva ofensiva prevista para dos días después. Al anochecer, numerosos desertores rusos salieron de sus trincheras y se rindieron. Krüger tenía un Feldwebel [sargento mayor] llamado Scholz que hablaba ruso con fluidez. Scholz averiguó que, en el momento de desertar, los rusos habían matado de un tiro a su comisario político, al que culpaban de derrochar vidas por empeñarse en mantener una resistencia que era desesperada. Krüger envió a primera línea a Scholz con los dos desertores para que instaran a sus camaradas a rendirse.
La artillería rusa empezó a disparar desde el otro lado del río contra la masa de sus propias tropas en cuanto los comandantes se dieron cuenta de que se estaban rindiendo. Mataron a algunos, y el oficial médico del batallón alemán, el doctor Petrisch, murió por el impacto de un trozo de metralla que le perforó el corazón mientras asistía a una víctima rusa. Von der Heydte también resultó herido. Pero los artilleros rusos no pudieron impedir la capitulación de sus compañeros.
A la mañana siguiente, cuando despejaban la cabeza de puente de Petrushino, Gottfried Emrich, un Oberjäger, contaba que habían descubierto el motivo de la «extraordinaria puntería» de la artillería rusa durante los últimos días. Un paracaidista movió por accidente a un capitán ruso que llevaba varios días tirado delante de las posiciones alemanas, y al que creían muerto. Pero seguía vivo, y encontraron una radio oculta debajo de su cuerpo.
Por la tarde, los rusos pusieron marchas alemanas a través de unos altavoces desde la otra orilla del río. Mezclaban la música con la propaganda sobre lo desesperado de la situación de los alemanes, y con promesas de salvoconductos si desertaban. Los alemanes contestaron con fuegos de contención de artillería que iban avanzando lentamente. Por la noche, los rusos intentaron enviar infiltrados a bordo de balsas y botes, camuflados para que parecieran trozos de islas a la deriva. «Nuestro fuego aniquilador conseguía repelerlos una y otra vez, decía Emrich. El tiempo se estaba poniendo frío. Hubo nevadas ocasionales. El Hautpmann Von der Heydte fue condecorado con la Cruz de Oro alemana por su éxito y el de sus hombres al liquidar la cabeza de puente.
Trasladaron el batallón para impedir cualquier avance ruso desde la Nevski piatachok.
Shostakóvich recibió la orden de acudir a la Estación de Kazán, en Moscú, con su esposa y sus hijos a las diez de la mañana del 16 de octubre. La plaza de la estación estaba abarrotada de escritores, pintores, músicos y bailarines del Bolshói. «Moscú estaba entrando en estado de pánico», recordaba Clinton Olson, a la sazón un joven teniente de la comisión de abastecimiento militar estadounidense. Había escuchado «mucho fuego de artillería a lo lejos», y a su delegación le habían dado cuatro horas para prepararse antes de partir. Estados Unidos todavía no había entrado en la guerra. Olson y su general debatieron sobre si debían permanecer en Moscú hasta que llegaran los alemanes, y posteriormente regresar a Washington vía Berlín. Decidieron que su deber era quedarse con el Ejército Rojo. «Las calles estaban llenas de gente, y cuando nos acercábamos a la estación vimos una gran multitud —decía Olson—. El panorama tenía exactamente el mismo aspecto que cabría esperar de una evacuación: refugiados procedentes del frente, una virulenta tormenta de nieve, una luz extraña por todas partes, una multitud a la que había que contener a punta de bayoneta.» Olson y los diplomáticos extranjeros se marchaban en el mismo tren que la familia Shostakóvich. De repente, se vio a sí mismo riendo. Pensaba que estaba soñando: «No cabe duda de que hemos vuelto a 1812».
Los andenes estaban oscuros y resbaladizos, recordaba el artista Nikolái Sokolov, con una nieve «húmeda y pastosa». Los altavoces atronaban constantemente. El joven compositor Karen Jachaturián estaba allí para despedir a su famoso tío Aram. «De repente divisé a DD [Shostakóvich] en el andén —decía—. Parecía totalmente ido. Llevaba una máquina de coser en una mano y un orinal de niño en la otra.» Su esposa estaba de pie con los niños junto a una «montaña de cosas». Los viajeros se abrían paso a empujones. A Sokolov y a Shostakóvich les asignaron el vagón número 7. Les cortaron el paso: «¡Este vagón es sólo para el Bolshói!», a lo que Dmitri Kabalevski, un colega compositor, de gran estatura y una figura impresionante, gritó: «¡Dejen pasar a Shostakóvich y a sus hijos!».
Todos se apretujaron a bordo del vagón, las bailarinas del Bolshói, los diseñadores de decorados, los escultores, y otros compositores a los que Shostakóvich detestaba por muy buenos motivos. Viajaba con él Tijon Jrennikov, uno de los compositores favoritos del Kremlin, cuya Canción de Moscú ganó el premio Stalin de 1941. Jrennikov había manifestado su satisfacción por la ejecución del «mercenario fascista» Tujachevski, y había arremetido contra Lady Macbeth de Mtsensk. «Los entreactos de la ópera, y otras cosas —había escrito—, suscitaron una hostilidad total.» Dmitri Kabalevski era otro devoto del realismo social. Sin embargo, Vissarión Shebalín era una compañía bienvenida, un compositor refinado y culto, y un amigo a quien Shostakóvich dedicó su Cuarteto de Cuerda n.º 2. El tren partió a las 10.40 de la mañana.
Mientras regresaba a su casa, Karen Jachaturián oía aullar a los perros que vagaban por las calles nevadas, unos perros abandonados por sus dueños, que habían huido de la ciudad. Los copos de ceniza se mezclaban con la nieve y la lluvia que caía de las nubes bajas que habían dejado en tierra a los bombarderos alemanes. Se incineraban documentos por toda la ciudad: registros del Partido, listas de miembros, cartas anónimas de denuncia, actas de reuniones, libros de cifrado. En los vertederos de basura de los patios se amontonaban bustos y retratos de los líderes, insignias, diplomas, carnets del Partido hechos pedazos, libros marxistas-leninistas de todo tipo, cualquier cosa que pudiera llamar la atención de los alemanes.
Por toda la ciudad circulaban los rumores más demenciales. Se decía que habían detenido a Stalin, que había habido un golpe de Estado, que los alemanes habían llegado hasta Fili. Era el punto en que la autopista de Mozhaisk entraba en Moscú, el lugar donde el mariscal de campo Kutúzov había vivaqueado después de la batalla de Borodinó en septiembre de 1812, y donde decidió salvar lo que quedaba de su ejército, y abandonar la capital aunque cayera en manos de Napoleón.
Empezaron los saqueos. Las calles que llevaban hacia el este estaban congestionadas de coches a medida que los funcionarios huían de la ciudad. Un camión incautado por el director de una fábrica llevaba a bordo su piano, sus camas, sus bicicletas, sus colchones, sus aparadores y su perro. «Los capitanes eran los primeros en abandonar el barco —oía refunfuñar a la gente el periodista Nikolái Verzhbitski—, llevándose consigo los objetos de valor.» La gente decía cosas por las que dos o tres días antes cualquiera habría sido fusilado. Verzhbitski pensaba que la gente había empezado a «hacer balance de todas las humillaciones, de la opresión, de las injusticias, […] de la arrogancia, […] del engreimiento de los burócratas del Partido, […] de las mentiras y los halagos de los aduladores en los periódicos. La gente está hablando de todo corazón. ¿Será posible defender una ciudad donde predominan semejantes estados de ánimo?».
Los pelotones de fusilamiento del NKVD estaban muy ocupados. Fusilaron a más de doscientas personas, la mayor cantidad de gente que moría en Moscú en un solo día desde 1938. Nina Tujachevskaya, la viuda del gran amigo de Shostakóvich, fue una de ellas. La fusilaron junto con Nina Uborevich, cuyo marido había sido ejecutado al mismo tiempo que Tujachevski. Las esposas de ambos generales habían sido detenidas después del juicio contra sus maridos. Dos años de interrogatorios y torturas las habían llevado a acusarse mutuamente de conspirar para asesinar a los líderes del Partido. Sus hijas habían sido enviadas a hogares para los hijos de los enemigos del pueblo. Biuma Gamarnik y Yekaterina Kork ya habían sido fusiladas en julio. Los cuerpos de las dos Ninas fueron arrojados a una fosa común del NKVD en la Granja Estatal Kommunalka, a las afueras de la ciudad.
El tren de Shostakóvich avanzaba lentamente hacia el este, balanceándose con el familiar ritmo lento de los ferrocarriles rusos de vía ancha. Se dirigía a Kúibyshev, en la orilla oriental del Volga, en su confluencia con el río Samara, a 850 kilómetros al este de Moscú. En Riazán caían las bombas de los alemanes. El tren estuvo varias horas detenido para dejar pasar otros trenes que tenían preferencia. Las fábricas de armamento se estaban trasladando al este, y sus trabajadores compartían los vagones de mercancías con su maquinaria y sus herramientas. Los trenes con tropas de refresco procedentes de Siberia circulaban hacia el oeste, y muy pronto esos soldados estarían luchando contra los alemanes a las puertas de Moscú. Se veían carros de combate y munición cubiertos con lonas impermeables en los muelles de carga. Caía una nieve húmeda, casi aguanieve. Resultaba difícil dormir. La gente estaba tan apretujada que los hombres permanecían de pie por las noches, a fin de permitir que las mujeres tuvieran algo de espacio para tumbarse. Por la mañana, la nieve se había congelado.
Sokolov veía a Shostakóvich apearse en las estaciones para conseguir agua hirviendo para el té. Lavaba la loza en la nieve, junto al vagón, una figura triste, vestida con un traje viejo y desgastado, y con las perneras de los pantalones totalmente empapadas. Sokolov decía que Shostakóvich estaba muy preocupado porque había perdido dos maletas, «con todas sus pertenencias personales y cosas de los niños». Temía haber perdido también la partitura de la Séptima. La habían envuelto en una colcha que alguien había tirado en el retrete del vagón. «DD y yo no pensamos en aquella colcha durante muchas horas —le contaba más tarde Nina Shostakóvich al escritor Daniil Zhitormirski—. Estábamos atareados acomodando a los niños y buscando nuestras maletas. Mientras tanto, el lugar donde se encontraba el malhadado paquete estaba… estaba siendo visitado en serio. Podrá usted imaginarse fácilmente lo que vimos cuando… conseguimos llegar allí. Era horripilante tocar la manta, que estaba en medio de un charco. Le ahorraré los detalles […]. Fue una completa casualidad que no acabaran tirándola.» Las maletas nunca volvieron a aparecer. Sokolov le dio al compositor unos calcetines nuevos. Otro le dio una camisa. «Aceptó aquellas cosas con mucha timidez —decía Sokolov—, y le dio las gracias a todo el mundo en un estado de gran agitación.»
Shostakóvich le contó a Sokolov que al principio, cuando subió al tenebroso vagón con sus hijos, le había parecido un «paraíso». Sin embargo, a medida que se prolongaba el viaje, interminable, rodeado de gente, «me parecía estar en el infierno». Por lo menos «Ollie» Olson y sus compatriotas estadounidenses se lo estaban pasando bien. «Teníamos mucha bebida, y eso contribuía un poco a mantener alta la moral, aunque no la moralidad —decía—. Nos hicimos muy amigos de las bailarinas del Ballet del Bolshói. Eran muy divertidas.»
Ese mismo día se decidió el destino de los altos mandos militares y de los jefes de la industria detenidos en la oleada de represión de 1941. Beria se apresuró a deshacerse de ellos por si acaso llegaban los alemanes. Algunos corrieron la misma suerte que Nina Tujachevskaya, y fueron fusilados en Moscú en el momento en que Shostakóvich se subía a su tren. Entre ellos estaban los tenientes generales Nikolái Klich y Robert Kiavinsh, y el general de división Serguéi Chernyj.
En cuanto a los demás, fueron embarcados en un «convoy de criminales del Estado de especial peligrosidad» que tomó el mismo camino que el tren de Shostakóvich a lo largo de la línea férrea de Moscú a Kúibyshev el 17 de octubre. Entre ellos estaban los oficiales de mayor rango arrestados en el caso Meretskov, y tres de sus esposas. No sobrevivirían mucho tiempo. Dos días después, Beria envió a un correo de su confianza, Demian Semenijin, al NKVD de Kúibyshev con la Orden n.º 2.756B. En la orden se enumeraba a distintos prisioneros, y se ordenaba: «Suspendan las investigaciones, no los envíen a juicio, fusílenlos de inmediato».
El mismísimo núcleo del aparato de Terror le pisaba los talones al compositor. Además de los presos, también el personal de la oficina central del NKVD se estaba trasladando a Kúibyshev. En la nueva ciudad de residencia de Shostakóvich, el NKVD, a las órdenes del comandante de la Seguridad del Estado, S. I. Ogoltsov, tan sólo obedecía órdenes de Moscú en la jerarquía de la policía secreta.
En Moscú, Dmitri Kedrin escribió un poema secreto sobre la huida de los poderosos, presa del pánico:
Un tren con rumbo a Siberia redobló su ímpetu
en un compartimento una dama maquillada sollozaba…
La artillería antiaérea rugía en algún lugar junto al puente
un montón de sacos resbalaba de los bancos
y, en nombre de Cristo, un harapiento hombre del Ejército Rojo pedía limosna.
En lo alto zumbaban los aviones alemanes.
Los jefes salían corriendo a toda máquina hacia Kazán.
En Leningrado, el hambre llevaba a una joven química, Galina Saliamon, a buscar sobras para comer. Anduvo hasta más allá del final de las líneas del tranvía, hasta un campo donde quedaban unas pocas coles y algunas hojas. Sus zapatos, finos y ligeros, se hundían en el barro. Logró llenar su bolsa y consiguió que un camión la llevara hasta la primera parada del tranvía. Allí había agentes del NKVD de paisano, en busca de saqueadores. Mientras Saliamon esperaba, empezó a nevar. La nieve cubrió todas las verduras que todavía quedaban en los campos, pero los agentes no permitían que nadie los recorriera para recoger las últimas hojas de col.
Los ecos de los valores civilizados y del amor por el conocimiento que habían caracterizado el pasado anterior al Terror de Leningrado desaparecieron al mismo tiempo que la ciudad se sumía en la oscuridad. Se cumplía el 800.º aniversario del gran poeta persa Nizami. Se celebró una conmemoración en el Hermitage, donde pronunciaron conferencias importantes catedráticos. Se asignó un lugar de honor al capitán D. M. Diakonov, al que le habían concedido un permiso especial en su unidad, destinada en el frente, para asistir al evento. Diakonov era un famoso orientalista, que había sido conservador en el Hermitage antes de la guerra.
El 22 de octubre era el cumpleaños del padre del joven Andréi Krukov. Andréi era un niño de doce años, apasionado de la música, que posteriormente fue el cronista musical de la ciudad. Era un día feliz: «Escribí un poema para papá y le toqué la sinfonía de Haydn a cuatro manos con mi profesor. A papá le encantó». Su padre había trabajado en el servicio diplomático en China en tiempos del zar. Le despidieron después de la Revolución. Andréi pensaba que eso le había salvado la vida —«le despidieron antes de la represión»—, pero su padre nunca hablaba de su existencia anterior. Trabajó durante un tiempo en el departamento comercial de una peluquería, y después como geólogo y en la depuradora de aguas.
Los únicos supervivientes de las tropas que habían tomado la franja a orillas del Nevá un mes atrás eran los heridos que habían vuelto a través del río. Los demás, en su mayoría muchachos de diecisiete y dieciocho años, que sólo habían recibido unos pocos meses de instrucción, estaban muertos. Sus cuerpos yacían en la cabeza de puente. Años más tarde se desenterraron algunos efectos personales: un icono, una cantimplora que llevaba rudimentariamente grabado: «A Viktor Krovlin, en su 18.º cumpleaños». Habían rayado un boceto de la cabeza de puente, donde figuraba el pueblo arrasado de Moskovskaya Dubrovka y el puente de pontones que la conectaba con la orilla derecha. La artillería alemana había destruido el puente al día siguiente de que los camaradas del joven Krovlin le entregaran su regalo de cumpleaños. Las bajas, a medida que se llevaban tropas de refresco a aquel sanguinolento pozo sin fondo, superaban el 250%. «Podría decirse —escribía A. V. Burov en su diario el 19 de octubre, con un punzante eufemismo— que ha sido un mes de un aprendizaje severo e inhumano.»
Aquel día, un domingo, a las ocho y diez de la tarde, según las anotaciones de Burov, dos regimientos de la 86.ª y la 330.ª Divisiones de Fusileros se congregaron en los puntos de vadeo. La 86.ª estaba formada por tropas de la Milicia Popular del distrito de Dzerzhinski de Leningrado, trabajadores fabriles y obreros que antes de la guerra habían jugado a ser soldados algunas tardes y algún que otro fin de semana. Los que sobrevivieron a los Stukas y a la artillería y lograron desembarcar en la orilla opuesta debían enfrentarse a unas tropas paracaidistas y de infantería que tenían a sus espaldas una experiencia agudizada por más de dos años de combate.
La nueva ofensiva del Stavka [Estado Mayor] en Siniavino comenzó el lunes 20 de octubre. El plan difería muy poco del de septiembre. El Grupo Operativo del Nevá tenía que abrirse paso desde la cabeza de puente del río, establecer contacto con el 54.º Ejército, y con ello romper el asedio. Por la noche cruzaron el Nevá más tropas de la 86.ª y la 285.ª Divisiones de Infantería. A las diez de la mañana del lunes, los rusos atacaron desde la cabeza de puente. «Aunque los hitleristas abrieron fuego con furia, nuestras fuerzas consiguieron infiltrarse hasta sus trincheras y empezaron a lanzar granadas de mano —anotaba Burov—. Comenzaron los combates cuerpo a cuerpo. Al final de la jornada habíamos obligado a retroceder un poco a los alemanes, y ampliamos la cabeza de puente en alguna medida.» «Un poco» y «en cierta medida» —un avance de 180 metros de profundidad y 900 de anchura— eran una escasa recompensa para un ataque a la desesperada, con fuerzas de refresco, desconocedoras del terreno hostil y despejado, contra un enemigo bien atrincherado, cuya artillería llevaba semanas apuntando contra ese mismo campo de tiro.
«Estábamos perdiendo miles de hombres cada día —decía el coronel Aleksandr Sokolov—. Las trincheras estaban llenas de cadáveres de nuestros soldados. El bombardeo enemigo era abrumador. Durante todo el tiempo que pasé en la cabeza de puente tan sólo recuerdo un breve periodo de silencio durante el día en que no hubo ni disparos ni bombardeos ni fuego de artillería. Duró por lo menos diez minutos. El fuego alemán era constante y sus posiciones estaban tan cerca que durante el día nadie podía ponerse totalmente de pie sin que inmediatamente le localizara un francotirador.»
El 22 de octubre, por la mañana, Shostakóvich y su familia vieron por fin las aguas plomizas del Volga, que reflejaban un cielo roto y tormentoso. El tren cruzó el puente sobre el río, de más de tres kilómetros de ancho, y avanzó a paso de tortuga hasta que los pueblos desperdigados dieron paso a Kúibyshev. Pese a todos los evacuados de la élite que se agolpaban allí, a Olson la ciudad le pareció «un lodazal». Su compatriota estadounidense, Lester Raymond, era de la misma opinión. Era «lenta, silenciosa y apagada». La ciudad vieja se alzaba sobre un alto acantilado en la orilla oriental del gran río. Tan sólo tenía cuatro calles asfaltadas, y por dos de ellas circulaban los trolebuses. Además, había un puñado de calles con adoquines en el medio. Los caballos y los camellos superaban en número a los escasos coches y camiones. No tenía más tiendas para su medio millón de habitantes que una ciudad rural de Estados Unidos con una población de 15.000 personas. El agua se sacaba de los pozos, y sus saneamientos dependían de los retretes exteriores, a falta de una red de alcantarillado. Los viejos edificios zaristas estaban sin pintar, y el estuco se caía a pedazos. Los únicos edificios nuevos dignos de mención eran un club del NKVD y una residencia de trabajadores ferroviarios cerca de los centros de clasificación.
Aparentemente, su industria tan sólo consistía en una fábrica textil, una fundición, una fábrica de macarrones, un elevador de granos, y secaderos para el pescado que abundaba en el río. Una moderna estación eléctrica se ocultaba detrás de sus altos muros, custodiada por guardias armados del NKVD. Sin embargo, a pocos kilómetros de las afueras se alzaba una segunda ciudad, Bezymianni —«Sin Nombre»—, una de las ciudades manufactureras secretas de la Unión Soviética, un lugar que únicamente se conocía por un código postal. Había grandes fábricas «unas junto a otras, como casas». Siete de ellas eran fábricas de aviones, y Raymond sabía de su existencia a través de los pilotos estadounidenses de transporte que habían aterrizado en sus aeródromos. Le contaron que jamás habían visto tantos aviones militares como allí. Era una «ciudad de grandes chimeneas, […] una gigantesca cinta transportadora». La soñolienta Kúibyshev era simplemente «un gigantesco dormitorio para los muchos miles de trabajadores que acudían todos los días a pie o a bordo de trolebuses desvencijados a las fábricas de Sin Nombre».
Nada de todo aquello era visible para Shostakóvich, y los ciudadanos soviéticos sabían muy bien que lo mejor era no hacer preguntas. La familia se alojaba en un colegio en la ciudad vieja, que ya estaba abarrotado de artistas del Bolshói. Dormían a razón de 18 personas por aula, sobre unos colchones en el suelo, y con sus pertenencias apiladas a su alrededor. Fuera, las calles estaban repletas del barro otoñal, que acababa dejando un rastro por el suelo de las habitaciones. Por las mañanas había largas colas para ir a los lavabos. Por la puerta donde decía «Niños», «se veía salir a un sinfín de hombres corpulentos silbando pasajes de óperas», contaba Sokolov.
Tenían acceso a la intendencia del Bolshói, y recibían una ración diaria de mantequilla, dulces, pan y embutido. Shostakóvich llevaba aquellos tesoros de vuelta al aula, «con una sonrisa resplandeciente que iluminaba su rostro». «Al cabo de tres días estaba harto —le confiaba el compositor a Sokolov—. No te puedes desvestir, rodeado de una masa de extraños. Aquello volvía a parecerme un infierno.» Tan sólo podía trabajar en su sinfonía dentro de su cabeza, y tenía demasiadas distracciones como para hacerlo.
Al cabo de una semana los trasladaron de la escuela al Grand Hotel durante unos días. Fiódor Shaliapin, el famoso cantante de ópera, se había alojado allí, en los gloriosos días que vivió el hotel en tiempos del zar, y ahora albergaba a la élite de los evacuados. Poco tiempo después a la familia Shostakóvich le concedieron un piso de dos habitaciones en el número 140 de la calle Frunze. Tenía un dormitorio con cuatro camas de hierro. El cuarto de estar tenía unas cuantas sillas vienesas, un aparador de tosca factura, una mesa de comer, un escritorio y un piano de cola. Aquel paraíso también se reveló insuficiente. «Me doy cuenta de lo incómodo que es trabajar en una sola habitación —decía—. Los niños alborotan y me distraen. Sin embargo, ellos tienen todo el derecho del mundo a armar ruido, sólo son niños. Pero yo no puedo trabajar.»
Decía que algo se había roto dentro de él cuando subió al tren. «Ahora mismo soy incapaz de componer, sabiendo cuánta gente está muriendo.» No le faltaba compañía estimulante. Se pasaba las tardes jugando a las cartas con Lev Oborin, un brillante pianista que había estado tocando en un trío junto con el violinista David Óistraj y el violonchelista Sviatoslav Knushevistski. Sokolov hizo un retrato de Shostakóvich en aguada negra y lápiz mientras jugaba a las cartas.
El 23 de octubre, unos vientos huracanados levantaban olas que rompían en el lago Ladoga. Los remolcadores intentaban mantener sus barcazas con la proa al viento, pero las amarras se rompían, y seis barcazas acabaron en la orilla. Esas mismas tormentas impidieron que los rusos evacuaran a los heridos de la cabeza de puente del Nevá. También resultaba imposible el reabastecimiento. Aquel día, Burov apuntaba que los alemanes habían contraatacado, sorprendiendo al 54.º Ejército por sorpresa mientras intentaba enlazar con la cabeza de puente, y habían conquistado Budogosh. «Ahora Tijvin está directamente amenazada», añadía ominosamente.
La ofensiva de Siniavino fue un último intento de romper el bloqueo antes del invierno. Los rusos tenían 71.200 hombres, 475 cañones y lanzaderas múltiples de cohetes Katiusha. Entre sus 97 carros de combate había 59 «KV» pesados (así llamados por el mariscal Kliment Voroshílov). Podían recurrir a la aviación y a la artillería pesada de la Flota del Báltico. Los 54.000 alemanes contra los que los rusos lanzaron su ataque tenían pocos carros de combate: sus blindados estaban en aquel momento a las puertas de Moscú. Pero estaban bien preparados y en posiciones bien ubicadas, flanqueados por densos bosques y terreno pantanoso, y apoyados por 450 cañones.
Durante los cinco días siguientes, los rusos sufrieron unas bajas de 22.111 muertos y 32.276 heridos en la reducida zona que rodea Siniavino. Los paracaidistas alemanes habían aprendido a distinguir entre los soldados regulares del Ejército Rojo y los civiles ingenuos y carentes de instrucción militar, a los que habían vestido con uniforme y enviado a la cabeza de puente como carne de cañón. Los paracaidistas advirtieron que lo que todos ellos tenían en común era que estaban famélicos. Cada noche, el Feldwebel Scholz y un Oberjäger llamado Canzler, que también hablaba ruso, se dirigían a los rusos, que estaban a escasos metros de ellos. En cada ocasión conseguían engatusar a algunos desertores, en su mayoría «trabajadores de Leningrado a los que acababan de encasquetarles un uniforme». Lo primero que pedían era siempre Germanski Brot! [«pan alemán»].
El 28 de octubre, el Stavka ordenó al 54.º Ejército de Fediuninski que suspendiera la estéril ofensiva. Trasladaron las tropas y las destinaron a defender el frente de Vóljov. La última esperanza de levantar el bloqueo se había esfumado. En su lugar surgía «una profunda aprensión acerca de la perspectiva de aislamiento total de la ciudad». La música seguía calmando los nervios de Leningrado y alimentando su alma. Los estudiantes de arte dramático dieron un concierto para los niños en el gran refugio antiaéreo de la calle Mojovaya. Pusieron en escena cuentos de hadas y cantaron canciones con sus jóvenes espectadores. La opereta Los caminos de la felicidad, escrita en 1939 por Isaak Dunayevski, el principal compositor de bandas sonoras del cine soviético, alternaba con La princesa del dólar, en el Muzkom, mientras que Silva y Maritsa se interpretaban en el Teatro de la Opereta. Las entradas para los ensayos de la Orquesta del Radiokom estaban agotadas.
El 26 de octubre se celebró un concierto en la Sala Filarmónica. El director fue Nikolái Rabinovich, que había dado clases en el Conservatorio a toda una generación de directores de orquesta de Leningrado, con el pianista Aleksandr Kamenski como solista. El concierto impresionó al cronista Kondrátiev. «La sala no tenía cabida para todos los que querían entrar. El Concierto para piano y orquesta n.º 1 de Chaikovski era la única obra del programa. Me di cuenta de que realmente todavía no conozco esa pieza, y voy a estar mucho tiempo descubriendo cosas nuevas en ella.» Se alegraba de que a Chaikovski ya no le tacharan de «decadente» y de ser «el cantor de los estados de ánimo de la clase agonizante».
A Kondrátiev también le gustó el solista. «Kamenski puso de manifiesto brillantemente la competencia entre el piano y la orquesta. […] Fueron encendiendo poco a poco las arañas, una por una, de forma un tanto inesperada, lo que contribuyó a la elocuente expresividad de la introducción.» Las luces estuvieron encendidas tan sólo unos momentos, mientras un fotógrafo hacía fotos de la sala para los periódicos, a fin de demostrar a los rusos del continente que los leningradeses estaban vivos y escuchaban buena música. Vera Ínber se mostraba menos entusiasta. «Kamenski interpretó el concierto para piano de Chaikovski y el Vals del Prater, pero la sala de conciertos ya no está tan alegre como antes. Y tampoco hay calefacción. Tuvimos que dejarnos los abrigos puestos.»
Los soldados de la Nevski piatachok no cayeron en el olvido. La estrella de la comedia musical Tamara Pavlotskaya, cuya película de éxito Anton Ivánovich serditsya (Anton Ivánovich está enfadado) se había estrenado en agosto (en Gran Bretaña se estrenó como Canción de Primavera), fue a hacerles una visita que alivió su largo calvario. Pavlovtskaya estaba en un grupo de artistas que se dedicaba a actuar para las tropas. Ya había actuado anteriormente en la línea del frente, pero nada parecido a aquello. Antes de llegar al Nevá se pusieron uniformes de camuflaje. Les dieron una ración de «víveres de emergencia», unos trozos de cebada perlada, y cruzaron el río al anochecer. Tuvieron que recorrer a gatas el último trecho del viaje. Se había construido un escenario improvisado en una curva del río, donde quedaba oculto a los alemanes. Allí se cambiaron para interpretar una breve comedia musical titulada Murciélagos.
Aquella pieza había provocado las risas y los silbidos de los soldados en todos los lugares donde la había interpretado. Allí fue recibida con total indiferencia. «Nunca he visto un agotamiento semejante —recordaba—. Ante nosotros había un mar de rostros ennegrecidos. Algunos hombres se habían quedado profundamente dormidos. Otros, por cansancio o por el trauma de las explosiones, parecían absolutamente insensibles, incapaces de reaccionar ante nada. Nuestra rutina de comedia, con sus canciones, sus bailes y sus chistes, prosiguió en medio de un absoluto silencio.»
Entonces ocurrió algo totalmente estrambótico. Pavlotskaya oyó un extraño correteo detrás de ella. Apareció una cabra desconcertada. Había salido del bosque, perdida y desorientada, se había subido al escenario y se había quedado de pie allí. «Durante un instante nuestros actores se quedaron de piedra, y a continuación decidimos seguir a pesar de todo. Curiosamente, sentimos que a nuestro alrededor nuestro público resucitaba, como si todos estuvieran saliendo de una especie de terrible trance. Hubo una repentina transfusión de energía. Los hombres empezaron a reírse, a sonreír y a darse codazos unos a otros.»
La cabra se quedó clavada allí durante varios minutos. Después empezó a mirar a su alrededor. «La criatura se acercó a la cantante solista, que estaba interpretando un aria sobre el amor no correspondido. La cabra se detuvo y empezó a mirar a la cantante con una expresión de lo más triste y compasiva», contaba Pavlotskaya. Los soldados estaban petrificados. Entonces la cabra se volvió hacia ellos y empezó a balar acompañando la canción, y sus «extraños sonidos fueron subiendo hasta un extraordinario falsete». En el momento en que el dúo alcanzaba su clímax, el público lo acogió con un estruendo de carcajadas, y se puso en pie aplaudiendo con entusiasmo. «Nunca he experimentado nada tan conmovedor como aquel momento», recordaba la actriz.
El 28 de octubre, en Kúibyshev, un convoy de cinco camiones ofreció un brevísimo atisbo del terror que había seguido los pasos de Shostakóvich desde Moscú. Aproximadamente a mediodía los camiones partieron de la cárcel del NKVD rumbo a un poblado llamado Barysh, a las afueras de la ciudad. Allí entraron en un complejo amurallado donde los dirigentes del NKVD del óblast [departamento] de Kúibyshev tenían sus dachas de verano. El enviado de Beria, Semenijin, había llegado con sus órdenes para el «grupo especial» de prisioneros. El oficial responsable de los presos, L. F. Bashtakov, esperaba poder concluir sus interrogatorios. La orden de asesinarlos de inmediato le pilló por sorpresa. Aquella mañana Y. M. Raitses todavía estaba interrogando a Maria Nesterenko cuando el comandante Rodos irrumpió en la estancia gritando: «¡Vámonos!».
Concluyeron el papeleo, tan exacto como siempre. La orden n.º 7/2-5.017 transfería la custodia de los presos a fin de cumplir la orden n.º 2.756B de Beria. Se archivó la investigación. No iba a haber ningún juicio. Embarcaron a los prisioneros en los camiones y los llevaron al complejo de las dachas. Probablemente Semenijin había prestado servicio en los pelotones de fusilamiento de Blojín —uno de los motivos por los que había sobrevivido a la caída de Yezhov— y tenía experiencia en la truculenta tarea de desembarazarse de los presos. Además de a los oficiales de la Fuerza Aérea, Beria también había incluido a los últimos de los cuatro miembros del Sóviet de los Urales que habían organizado el asesinato del zar Nicolás, de su esposa, de su hijo y de sus hijas en Yekaterimburgo en 1918. Hacía tiempo que la ciudad había sido rebautizada con el nombre de Sverdlovsk, y Yezhov ya había ordenado fusilar a los demás. El último vínculo viviente con la masacre de la familia Romanov, F. I. Goloshchekin, que había sido el secretario del Partido en la ciudad, ahora había desaparecido.
Sus cuerpos fueron enterrados en un parque de juegos infantil.[32] Bashtakov y Rodos le enviaron a Beria una confirmación firmada de que se habían llevado a cabo las ejecuciones. Pasó a ser conocida con el nombre de la «masacre de octubre». Así fueron ejecutados, en una guerra que se presentaba mal, tres hombres que habían estado al mando de la Fuerza Aérea, los dos judíos de más alto rango del Ejército Rojo, Shtern y Smushkevich, cuatro héroes de la Unión Soviética, el primer subcomisario de la industria aeronáutica, los directores de cuatro importantes fábricas, y el director de la oficina de construcciones. Por si acaso, también fusilaron a las esposas de tres de ellos: Maria Nesterenko, la elegante aviadora, junto con Zinaida Rozova-Egorova y A. I. Fibij, casada con el general de artillería G. K. Savchenko, y enviaron a los campos a las esposas y los hijos de Shtern y de Smushkevich.
Shostakóvich estaba a menos de ocho kilómetros de allí. En la ciudad cuya sinfonía tan difícil le estaba resultando terminar, el Leningradskaya Pravda anunciaba que se estaba preparando un gran concierto en la Sala Filarmónica, con el ¡Larga vida! de Glinka, la Novena Sinfonía de Beethoven, y la cantata Pesnia Stalina («Canción de Stalin») de Jachaturián. En Kronstadt se creó un nuevo Teatro de la Pequeña Opereta para organizar actuaciones a bordo de los buques de guerra.
La tensión de los bombardeos aéreos se hacía notar. Shelest y su madre se habían mudado de nuevo. «Siempre íbamos al refugio cuando había un bombardeo, las tres, mamá, su amiga y yo. Pero yo sentí una intuición animal de que teníamos que mudarnos, así que nos fuimos a vivir a casa del hermano de mamá. Después de que nos marcháramos, la casa recibió el impacto de una bomba que también destruyó el refugio donde nos habíamos ocultado, y murieron todos los que estaban dentro.» Su tío Misha encontró una botella de licor de cerezas casero. «Se la bebió toda y se comió todas las cerezas, con hueso y todo, y se murió.»
Había bombardeos casi todas las tardes. Durante el día, los aviones de reconocimiento alemanes sobrevolaban la ciudad a gran altura. La gente creía que sus estelas blancas formaban parte de su localización de objetivos. Si se cruzaban dos estelas, la gente que había debajo vivía aterrorizada a la espera del temido bombardeo.
Dmitri Lijachev, el gran erudito que había observado la inhumanidad soviética en calidad de zek, de trabajador del Gulag, matándose a trabajar en el canal del mar Blanco, ahora advertía una variante nazi. Los alemanes iniciaban su fuego de artillería a primera hora de la tarde, cuando las calles estaban llenas de gente que volvía a casa de trabajar. Tenían unos blancos específicos: la plaza Truda, el puente Dvortsovy y otros, y las intersecciones, como la esquina de las calles Vedenski y Bolshói. A menudo, los proyectiles impactaban contra los tranvías que circulaban por la avenida Nevski, y los cristales rotos provocaban muchas víctimas. Lijachev y su familia vivían en una diminuta habitación en la primera planta. Evitaban los sótanos porque mucha gente se había ahogado al quedarse atrapada en los sótanos que se habían inundado por la rotura de las conducciones de agua. Cuatro obuses pasaron silbando por encima del tejado de su casa para después explotar en un cruce de líneas de tranvía. La casa «bailaba», y las puertas de los armarios se abrían de golpe. Poco a poco Lijachev se fue acostumbrando. Elena Martilla era una enfermera de dieciocho años del hospital Krupskaya, en la isla Vasilievski. El shock de los bombardeos convirtió a su madre en una «niña indefensa»: «No se vestía, tenía miedo de todo, hablaba en un susurro». Elena tuvo una inspiración. «Le informé a mamá de que provisionalmente yo me convertía en la madre, y ella en mi hija.»
El hambre estaba empezando a agobiar a los músicos. Zoya Lodsi, que daba clases en el Conservatorio, escribía en su diario: «Cuando empiezo las clases, están igual que los muertos —mirada vacía, no piensan en nada, sólo en el pan. Qué duro, qué doloroso es obligarles a oír música— pero después, qué felicidad, escuchan, conversan, y todos juntos cantan conmigo nuestras bonitas canciones».
Para entonces la hambruna masiva ya se reconocía como algo inevitable, a menos que se encontrara alguna forma radicalmente nueva de dar de comer a la ciudad. El NKVD informaba de que la situación ya era crítica incluso en las grandes fábricas, cuyos trabajadores se llevaban la parte del león de los víveres. La policía secreta estimaba la escasez en un 70% de los alimentos básicos. Los comedores sólo servían primeros platos, y para conseguirlos había colas de hasta dos horas. Los aviones de transporte únicamente podían traer comida suficiente para la supervivencia de menos de la mitad de las tropas de la línea del frente, en el mejor de los casos. Los demás, y casi todos los civiles, morirían de hambre en el plazo de unos meses.
Las tropas del Ejército Rojo recibían una ración diaria de 500 gramos de pan y 125 de carne. En los sectores más tranquilos del frente también era posible que les dieran un poco de pescado, de borsch o de sopa de col. Muy a menudo tenían que conformarse con la mitad de esa ración, o con nada en absoluto. Los reservistas que estaban detrás del frente recibían 300 gramos de pan y 50 de carne. A veces les daban un trago de vodka, una ración de tabaco majorka, que era una mezcla de lúpulo, hojas secas de álamo, abedul, roble y arce, con un poco de polvo de tabaco, un mejunje creado por el director técnico de la fábrica de tabaco de Uritsk.
El contraste con las tropas de combate alemanas, bien alimentadas, era brutal. Contaban con una ingesta diaria de 3.236 calorías, adecuada incluso para el frío extremo. La ración de pan era de 750 gramos al día, y los 250 gramos de carne se complementaban con otros 130 gramos de carne en conserva. Cada hombre recibía 80 gramos de azúcar, 50 de grasas, y 10 de café y de cebollas frescas. Los rusos se jugaban la vida arrastrándose por la tierra de nadie en busca de los alemanes muertos, para quedarse con sus Brotbeutel, las «bolsas del pan» que llevaban colgando del cinturón, donde guardaban víveres de supervivencia.
No obstante, en un aspecto los rusos, con sus uniformes blancos de camuflaje, sus botas de fieltro, sus abrigos y sus gruesos guantes, tenían ventaja. Los paracaidistas todavía llevaban el uniforme de verano que habían vestido en Creta. Pintaron de blanco sus cascos, improvisaron guardapolvos blancos con sábanas, y conseguían botas de fieltro y guantes quitándoselos a los rusos muertos.
Los rusos seguían organizando ataques desde la cabeza de puente del Nevá. Dos o tres carros de combate cruzaban el río durante las primeras horas de oscuridad y traqueteaban hasta la principal línea del frente ruso. El Obergefreiter Else vio cómo uno se detenía delante de su búnker, donde él estaba esperando en compañía de sus hombres en su puesto de ametralladora. Uno de ellos, el Jäger Hein van Koll, tenía una mina en la mano y estaba listo para saltar. Los soldados obtenían un permiso especial de catorce días por destruir un carro de combate ligero o medio, y tres semanas por destruir un KV pesado. Entonces el tanque ruso giró y se dirigió a una posición ocupada por los ingenieros de combate.
«Justo antes de llegar allí se detuvo —dijo Else—. Fue un grave error.» A la luz de las bengalas, Else vio cómo uno de los ingenieros de combate se acercó corriendo al carro de combate y le colocó una mina. Le destrozó una de las orugas. El tanque sólo podía avanzar en zigzag. Fue arrastrándose hasta el búnker de los ingenieros, donde la otra oruga se le hundió en la tierra, y se quedó atascado. Else capturó a su tripulación, sus primeros prisioneros. Los carros de combate inutilizados se usaban como parapeto por los soldados de ambos bandos.
La infantería rusa machacaba a los alemanes con granadas de mano. Las explosiones de sus cañones Ratsch-Bumm derribaban los pinos que había en la retaguardia alemana haciendo un estruendo sordo, y arrancaban las ramas y las agujas de los que permanecían en pie. Los alemanes lo llamaban el «bosque de Flandes», en recuerdo de los tocones y los desolados restos de los bosques de Flandes durante la Primera Guerra Mundial.
La nieve de la cabeza de puente había adquirido un color marrón sucio y negro por los ataques de la artillería. «La distancia entre nosotros y los rusos era tan pequeña que casi podíamos mirar a los ojos a nuestros adversarios», decía Else. Vio montones de tierra recién removida en las posiciones de los rusos. Temió que estuvieran planeando un nuevo ataque.
Comenzó con un atronador fuego de contención de artillería. Los alemanes se aplastaban contra el suelo, «cada uno de nosotros a solas con sus pensamientos». El 30 de octubre, a las tres de la tarde, los cañones callaron a lo largo de todo el frente. Los alemanes empuñaron sus armas y esperaron. Los rusos salieron lentamente de sus trincheras y avanzaron. «Mi corazón casi se me cae hasta las botas», decía Else. Hein van Koll dijo tranquilamente: «Oh, oh, vienen hacia aquí, y desde luego no son caballeros. ¡Vienen a matarnos!». A lo largo de toda la línea, los rusos salían de sus posiciones y gritaban con confianza: «¡Hurra!».
Los paracaidistas disparaban una ráfaga tras otra con sus subfusiles y sus ametralladoras pesadas. Los rusos habían avanzado con paso seguro hasta menos de 35 metros de la posición de los alemanes, cuando una descarga de artillería cayó sobre ellos. Nadie sabía qué bando estaba disparando, pero los atacantes buscaron un lugar donde guarecerse. Con el ímpetu perdido, siguieron arrastrándose y avanzando lentamente. Un ruso se detuvo a tan sólo cuatro metros de la trinchera de Else. A medida que el ataque iba perdiendo fuerza, Van Koll encendió un puro, y Else se preguntó a quién se lo habría robado.