—¿Te encuentras bien? —le preguntó Betty con tono preocupado.
Charity se volvió de nuevo hacia ella mientras la camioneta negra desaparecía de su vista, bajo la lluvia.
—Sólo me pareció ver… —meneó la cabeza, recuperándose—. Nada.
No quería que todo el pueblo se enterara de sus sospechas: que el conductor de aquella camioneta se estaba dedicando a seguirla. O que había encontrado un regalo en la puerta de su casa, una pequeña caja blanca conteniendo una piedra roja en forma de corazón. La caja tenía un lazo también rojo y una diminuta tarjeta con la frase «Pensando en ti» impresa en letras de ordenador. Y ningún nombre.
—¿Sabes? Se me ponen los pelos de punta cada vez que pienso que Frank pudo haber visto realmente al Bigfoot —le confesó Betty.
Charity se volvió de nuevo para mirar el impenetrable bosque que se extendía al otro lado de la calle. ¿Quién sabía lo que podría esconderse allí?
—Frank es un testigo muy fiable. Dice que vio algo. Algo que piensa que pudo ser un Bigfoot…
—Lo que vio Frank fue un oso —se alzó una voz entre las mesas.
Ya estaban discutiendo de nuevo.
—¿Un oso caminando a dos patas? —dijo otro.
—Estaba oscuro —comentó un tercero—. Probablemente sólo vio una sombra cruzar la carretera.
—Yo digo que es un antepasado de hace siglos. Ya sabéis, aquella antigua raza de gigantes…
Charity llevaba años oyendo esas mismas conversaciones. Volvió a pensar por enésima vez en Mitch. No le costaba nada. Ojalá le hubiera dejado él aquel regalo. También había esperado que hubiera cambiado de opinión acerca del matrimonio, y no había sido así. Sabía que la quería, pero no según sus condiciones. Aunque ella siempre podía ceder…
No, no cedería. No podía. Por muy grande que fuera la tentación. Era el único miembro de su familia que se comportaría y lo haría todo correctamente, no como su madre. Su madre había tenido tres hijas, Faith, Hope y Charity, y no se había molestado en casarse hasta que las tres fueron lo suficientemente mayores para hacer de damas de honor.
Resultaba ciertamente embarazoso proceder de una familia de antiguos hippies a cuál más chiflado. ¿Podía extrañarle acaso que Mitch temiera casarse con ella y tener hijos, dados sus antecedentes genéticos?
Por eso tenía que demostrárselo. Ya lo había dejado sorprendido al sacar su licenciatura y fundar su propio periódico. Ahora lo que necesitaba era un reportaje digno del premio Pulitzer. Sería ella quien cambiaría la imagen de su familia, aunque tuviera que morir en el empeño, haciéndolo todo como se tenía que hacer. Incluido casarse de blanco.
—Charity, cuéntaselo —la animó Betty—, cuéntales lo de esos avistamientos de Bigfoots que se produjeron hace años por todo el país.
—Es verdad —afirmó—. Criaturas del tipo de Bigfoot han sido vistas en todos los estados del país excepto Hawai y Rhode Island. Más de doscientos avistamientos registrados. Y probablemente muchos más de gente que temía decirlo para no caer en ridículo.
—Ya, ¿y entonces cómo es que nadie ha encontrado aún los huesos del Bigfoot? —preguntó uno de los clientes.
—Quizá el gobierno escondiera su muerte —sugirió otro.
—O puede que los cuerpos se descompongan con demasiada rapidez en este tipo de clima.
—O que el Bigfoot no sea más que un mito.
—Charity, tú crees realmente que el Bigfoot existe, ¿verdad? —le preguntó Betty mientras rellenaba su vaso de refresco.
¿Una mujer que se aferraba a la esperanza de que un día Mitch Tanner aceptara casarse con ella? Oh, desde luego que sí.
—No solamente existe, sino que uno de estos días voy a demostrarlo.
—¡Estoy segura de que lo harás! —exclamó Betty con expresión radiante antes de lanzar una mirada indignada a los parroquianos que se lo tomaron a broma.
Charity podía imaginarse perfectamente una fotografía del Bigfoot en la portada de su semanario. Y también la cara que pondría Mitch. Entonces tendría que tomarse su periódico en serio. Y a ella también, de paso.
Al igual que tendría que disculparse con su padre. Lee Tanner se había convertido en el hazmerreír de Timber Falls años atrás, cuando tropezó con un Bigfoot al regresar a casa del bar… e informó a las autoridades. Nadie se lo había tomado en serio porque había estado bebido. Pero Charity había leído la verdad en sus ojos. Lee había visto algo allí fuera aquella noche. Algo que lo había espantado.
—Un avistamiento confirmado de un Bigfoot podría poner a Timber Falls en el mapa. Hacer famoso al pueblo —comentó Twila Langsley.
Twila había puesto a Timber Falls en el mapa hacía seis años, cuando Charity y Mitch descubrieron restos momificados del cadáver de Archibald Montgomery en el enorme bolso de tela que siempre llevaba. Lo demás estaba en un baúl debajo de su cama.
Archibald había sido el novio de Twila y ella, según parecía, lo había matado más de cincuenta años atrás para evitar que se fugara con su mejor amiga, Lorinda Nichols. Archie, el muy canalla, las había estado seduciendo a las dos. Twila cumplió cinco años de cárcel en la penitenciaría del estado. Salió, por buen comportamiento, para celebrar su nonagésimo cumpleaños.
Nadie en el pueblo sentía el menor rencor hacia ella. Únicamente tenía prohibido entrar en la cafetería de Betty con su enorme bolso de tela… aunque lo único que llevara dentro fuera su labor de costura.
—Yo en cambio creo que ni siquiera el Bigfoot lograría poner a Timber Falls en el mapa —comentó Betty.
—Si existe realmente, tiene que ser muy listo —apuntó otro cliente—. Lo suficiente para saber que le daríamos caza si se acercara demasiado a nosotros.
Betty se echó a reír.
—Entonces es más listo que mis ex maridos.
Charity pensó en pedir otro pedazo de pastel, incapaz de sacarse de la cabeza la imagen de Mitch Tanner vestido de frac.
Terminó su refresco y ya se disponía a marcharse cuando volvió a ver la camioneta negra. El corazón se le subió a la garganta al ver que aminoraba la velocidad. Pudo ver una sombra detrás de los cristales tintados justo antes de que acelerara de nuevo. Una cosa era cierta. Quienquiera que fuera el conductor de esa camioneta, la estaba siguiendo.
—¿La ha encontrado? —inquirió Florie desde el umbral del saqueado apartamento Aries.
Mitch negó con la cabeza. No había encontrado ningún cuerpo. Pero, como Wade, temía que Nina estuviese en problemas.
—Ya le dije que me había dado malas vibraciones.
Mitch también estaba percibiendo algunas. El bungalow era muy pequeño: apenas un salón, el dormitorio, el baño y una minúscula cocina, todo amueblado con mobiliario de saldo.
Resultaba obvio que alguien había estado registrando el lugar, buscando algo lo suficientemente pequeño como para caber dentro de un cojín de sofá.
O en la cisterna del inodoro. O en el fondo de un cajón. ¿Drogas? Eso fue lo primero que pensó Mitch.
—¿Alguna idea de lo que pudieron haber estado buscando? —le preguntó a Florie.
—Esa chica no tenía gran cosa. Creo que ni siquiera poseía una maleta decente. Sólo tenía ese pequeño coche rojo y todas sus pertenencias las llevaba en una mochila grande y vieja.
Mitch desvió la mirada hacia la puerta abierta del dormitorio. Una sucia mochila de color azul estaba tirada en el suelo, vacía.
—¿Le dijo de dónde era?
—No me dijo nada. Apenas la veía. Se levantaba temprano y volvía tarde.
—¿Venía algún amigo a verla? —sabía que Florie vigilaba de cerca las entradas y salidas de sus inquilinos. Para eso no necesitaba la bola de cristal.
—Hubo un tipo. Hace varios días.
—¿Cómo era?
—No pude verlo bien. Era de noche y estaba demasiado oscuro. Nunca encendía la luz del porche. Pero era tan alto como usted, y llevaba ropa oscura. Tuve la impresión de que no deseaba que lo vieran.
—¿Qué coche llevaba?
De nuevo Florie negó con la cabeza.
—Debió de dejarlo aparcado en la carretera. Tuvieron una fuerte discusión.
—¿Sobre qué?
—Eso no se lo puedo decir. Simplemente oí que alzaban la voz durante unos minutos, y luego nada.
—¿No reconoció la voz del hombre?
—Esa maldita Kinsey del bungalow Acuario tenía la música de su estéreo demasiado alta. Antes de irse se tiñó el pelo de rosa tipo algodón de azúcar. ¡Ni loca dejaría que alguien teñida así me cortara el pelo!
Mitch asintió. Kinsey había salido de la escuela de peluquería decidida a hacerse cargo del negocio de su madre, el Spit Curl.
Entró en el dormitorio, preguntándose quién sería el hombre con quien había discutido Nina. Florie se quedó en el umbral del bungalow. En el armario sólo había unas pocas prendas de ropa, probablemente las que no le habrían cabido en la mochila. Un timbre sonó de repente en el exterior.
—Es mi línea privada —le informó Florie—. Uno de mis clientes me necesita. Voy a tener que atenderlo.
Se veía a las claras que detestaba marcharse. Aquel era probablemente el acontecimiento más excitante que había vivido en varios años. Pero el dinero era el dinero…
—Estaré aquí —le dijo Mitch.
Florie salió del bungalow justo cuando el timbre volvió a sonar. Mitch miró a su alrededor, esperando encontrar una agenda o cualquier cosa que pudiera servirle para dar con el paradero de Nina. Pero la habitación estaba vacía, a excepción de la cama y de la cómoda de cuatro cajones. No había adornos, ni fotos, ni ningún artículo personal aparte de unas cuantas prendas de ropa, más las que había visto en el armario. Todos los cajones de la cómoda habían sido vaciados y su contenido esparcido por el suelo. A excepción del último.
Lo abrió. Estaba vacío. Cuando volvió a cerrarlo, se atascó. Tuvo que sacarlo de nuevo. Al hacerlo, oyó un leve sonido metálico.
Sacándolo completamente, se agachó para ver lo que había detrás. Había algo sujeto con cinta aislante. Deslizó el brazo hasta el fondo, hasta que palpó con los dedos algo pequeño, frío y duro.
El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando extrajo una cucharilla de plata, con el mango en forma de cabeza de pato: el mismo icono que había hecho famosa la empresa de Dennison. Tenía incluso un nombre grabado: Ángela. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Había oído que Dennison había encargado a un joyero de Eugene una cubertería especial para cada una de sus hijas. La primera para Desiree, y luego, dos años después, para Ángela. ¿Sería aquella la cucharilla de Ángela Dennison? Y si lo era, ¿cómo diablos había ido a parar a las manos de Nina veintisiete años después de que la niña hubiera desaparecido de su cuna?
Charity corrió bajo la lluvia hacia su viejo escarabajo Volkswagen, que había aparcado delante del café de Betty. Una vez dentro encendió la calefacción: tenía escalofríos.
Había vuelto a ver la camioneta negra y ya no tenía ninguna duda de que la estaban siguiendo. Peor aún, pensó mirando la caja con el lazo rojo que había dejado en el asiento: sospechaba que era su conductor quien le había dejado aquel extraño regalo.
Recogió la caja y la examinó de nuevo. No llevaba nada escrito, ni siquiera el nombre de la tienda. La abrió y apartó el papel del envoltorio. Antes solamente se había fijado en que la piedra tenía forma de corazón. Había estado tan excitada con la idea de que era un regalo de Mitch que no se había dado cuenta de nada más. Era de un color rojo sangre y muy fría al tacto. Le dio la vuelta, estremecida. No había ninguna marca grabada. Su brillante superficie parecía capturar la escasa luz de aquel día gris y retenerla en sus entrañas, como albergando un extraño secreto. Antes le había parecido un regalo. En aquel momento, sin embargo, se le antojaba una amenaza.
Volvió a guardar la piedra y se apresuró a cerrar la caja. Ya casi no quedaba vaho en el parabrisas, de modo que podría recorrer con tranquilidad las dos manzanas que la separaban de la oficina de correos. Pero cuando se disponía a arrancar, distinguió una fugaz mancha oscura en la otra calle. La camioneta negra acababa de pasar por delante.
Metió una marcha y salió tras ella. Cuando llegó a la esquina, casi esperaba que hubiera desaparecido. Pero allí estaba, recorriendo lentamente la calle, como si se hubiera perdido. O como si estuviera haciendo turismo. ¿Se habría equivocado al pensar que la había estado siguiendo?
«Sólo hay una manera de averiguarlo», se dijo mientras aceleraba de golpe, adelantaba a la camioneta y frenaba justo delante. Bajó del coche bajo la lluvia, echó a correr y abrió de un tirón la puerta del vehículo negro.
Un sobresaltado hombre de pelo gris se quedó mirándola de hito en hito. A su lado, una mujer más joven, rubia, se llevaba las manos al pecho como si fuera a sufrir un ataque cardíaco.
Charity advirtió que los cristales de aquella camioneta no estaban tintados, pero ya era tarde. Aquel no era el vehículo que había visto antes. Una inspección más detenida le confirmó que era un modelo más nuevo. Peor aún: incluso conocía al conductor.
—¿Charity?
—Lo siento, señor Sawyer. Me temo que lo he confundido con otra persona.
Liam Sawyer se había marchado de Timber Falls unos diez años atrás, después de la muerte de su esposa, pero había seguido conservando la casa de estilo Victoriano en las afueras del pueblo, que durante generaciones había pertenecido a su familia.
—¿Se puede saber en qué estaba usted pensando? —le recriminó la mujer rubia que lo acompañaba.
—Tranquilízate, Emily —le dijo Liam—. Es Charity Jenkins. Una buena amiga de mi hija Roz —se volvió hacia Charity—. Esta es mi esposa, Emily. He vuelto a casa.
¿Se había casado de nuevo? ¿Y había regresado a Timber Falls? Algunos días atrás Charity había visto a alguien pintando la fachada de la antigua casa, pero jamás se le había pasado por la cabeza que Liam Sawyer se hubiera decidido a volver.
—Felicidades —le dijo, esforzándose por disimular su sorpresa—. Supongo que a partir de ahora Rozalyn subirá de vez en cuando al pueblo —hacía años que no la veía.
—Me temo que está muy ocupada —sonrió, triste—. Ya sabes que ahora es una fotógrafa famosa…
—Desde luego. Tengo todos sus libros.
—¿Podemos marcharnos ya? —le preguntó Emily a Liam, impaciente.
—Lo siento —se disculpó de nuevo Charity, dándose cuenta de que la lluvia estaba entrando en la camioneta. Aunque Liam tampoco había sido consciente de ello—. Ahora mismo retiro el coche.
—Me alegro mucho de verte, Charity. Por favor, ven algún día a visitarnos.
—Dile que espere a que nos hayamos instalado —le dijo Emily—. La casa está hecha un desastre. Tardaremos meses en volver a hacerla habitable.
Charity se apresuró a apartar su coche. Luego, de camino a la oficina postal para recoger su correspondencia, pensó en Roz. De niñas, habían sido inseparables. Por supuesto, era seguro que Roz visitaría a su padre, por muy ocupada que estuviera. Le encantaría volver a verla.
Sarah Bridges, la funcionaría de correos, alzó la mirada cuando Charity entró en la diminuta oficina.
—Ahora mismo acabo de repartir el correo —le informó desde su ventanilla, cerrada con barrotes. A la derecha había una fila de buzones.
—¿Tengo algo? —le preguntó mientras se disponía a abrir el suyo. Había un buen fajo de facturas.
—Ya sabes que yo nunca curioseo la correspondencia…
«Ya, claro», se dijo Charity, irónica, mientras se acercaba a la ventanilla ojeando sus cartas. Sarah constituía una inestimable fuente de información.
—¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo? —le preguntó a la empleada, como tenía por costumbre.
—Liam Sawyer se ha casado otra vez y ha vuelto al pueblo.
Maldijo para sus adentros. Había esperado tener la exclusiva de aquella historia. No hubo suerte.
—Lo sé. Ahora mismo acabo de verlos.
—¿Qué te parece su esposa?
Charity habría podido sincerarse con ella de no haber sido por la lealtad que le debía a Roz.
—Sólo la vi unos segundos…
Sarah asintió, apretando los labios y mirándola como si estuviera convencida de que ocultaba algo.
—Bueno, pues que tengas un buen día…
Charity lo dudaba, teniendo en cuenta cómo le había ido hasta el momento. Abrió la puerta y se dirigió a su coche, bajo la lluvia. No había dado dos pasos cuando vislumbró un movimiento en la avenida que separaba la oficina postal del banco.
Un instante después, algo la arrolló. Las cartas volaron por los aires mientras caía en el barro, derribada por una figura vestida con un gran impermeable oscuro. El tipo se detuvo y se apresuró a arrodillarse para recoger la correspondencia del suelo.
Se sentó con esfuerzo, demasiado aturdida para levantarse… hasta que se dio cuenta de que la persona del impermeable oscuro no estaba recogiendo el correo para entregárselo, sino que… ¡se lo estaba revisando!
—¡Oiga! —gritó.
El del impermeable no se volvió. A su espalda, Charity oyó a Sarah salir de la oficina.
—¿Charity?
La figura tiró de nuevo el correo al suelo y echó a correr hacia la avenida.
—¿Qué significa todo esto? —inquirió Sarah, saliendo para ayudarla a levantarse mientras el desconocido desaparecía tras una esquina.
Charity recibió sus cartas de manos de Sarah, con la mirada clavada en la calle por la que había desaparecido aquel individuo. Oyó el ruido de un motor. Segundos después, la camioneta negra de los cristales tintados se alejaba por la avenida.
Mitch se guardó la cucharilla en un bolsillo de la camisa justo cuando Florie regresaba al bungalow.
—¿Qué le pasaba al cliente? —le preguntó, disimulando su anterior agitación.
—Problemas de amores —respondió con un gesto de indiferencia—. Ahora volverá a llamarme. ¿Ha descubierto ya por qué se marchó Nina?
Mitch negó con la cabeza.
—Me dijo que cuando llegó no tenía trabajo, ¿no?
—Así es. Me preguntó por un bungalow, yo le dije que tenía uno y se quedó con él. Luego me preguntó cómo se iba a Dennison Ducks.
De modo que Nina había esperado conseguir un puesto de trabajo en la factoría de reclamos. Era la mayor empresa del pueblo, y quizá hubiera tenido experiencia suficiente para confiar en que se lo darían. Pero Mitch también sabía que era difícil conseguir empleo en la planta. No había muchas ofertas, porque los salarios eran buenos y había tan poco trabajo en Timber Falls que los empleados tendían a quedarse.
—¿Qué tipo de papeleo le hizo rellenar?
—Ninguno, aparte de registrar su nombre —respondió Florie, meneando la cabeza—. Me fío más de las vibraciones que percibo.
—¿Se fía más de las vibraciones que de su dirección anterior, o de sus referencias? —inquirió Mitch, incapaz de disimular su estupor.
—Sepa usted que las vibraciones dicen muchísimo más sobre una persona que sus referencias.
Mitch soltó un suspiro.
—Pero antes dijo que las vibraciones eran malas.
Florie se ruborizó visiblemente.
—Bueno, esto… no. Yo le dije que eran… raras. Recuerdo, por ejemplo, que estaba muy nerviosa. Deduje por su aura que tenía problemas con los hombres. Aunque eso es algo bastante frecuente en las mujeres, ¿verdad?
—Pese a todo eso, le alquiló el bungalow.
—Llevaba dinero en efectivo —repuso, encogiéndose de hombros.
Mitch contó hasta diez.
—¿Recibió alguna llamada telefónica mientras estuvo aquí?
—Sólo una. De una mujer. Parecía mayor. Quizá fuera su madre, o su abuela. Nina no quería aceptar la llamada, pero al final lo hizo. Oí una parte de la conversación. Nina le preguntó: «¿Cómo me has encontrado? Ya te dije que me dejaras en paz». Luego, tras una pausa, añadió: «¿Así que estás preocupada por mí? Qué risa. No vuelvas a llamarme aquí. Vas a acabar por estropearlo todo». Y colgó.
Mitch pensó que no estaba nada mal para haber oído sólo una parte de la conversación.
—Esa mujer… ¿volvió a llamar?
—No, y antes de que me lo pregunte, no pude averiguar el número. Estaba bloqueado. Ya sabe, en mi identificador de llamadas. Lo conecté precisamente porque no me gustaban las vibraciones de aquella mujer. Al igual que las que estoy percibiendo ahora mismo de Nina… Son aún peores que antes, ¿sabe?
A Mitch ni se le ocurría dudarlo. Sobre todo cuando pensaba en la cucharilla que llevaba en el bolsillo.