Capítulo 11

Sissy se quedó con la boca abierta cuando vio entrar a Mitch con Wade Dennison en la oficina del sheriff, empapados. Sobre todo cuando Wade bramó:

—¡Quiero que encierren a esta mujer!

Por lo demás, Sissy sabía a qué mujer se estaba refiriendo. Y no podía menos que estar de acuerdo con él.

Mitch lo hizo entrar en su despacho y cerró la puerta.

—¿Qué diablos está haciendo Charity investigando por ahí y haciendo preguntas sobre Nina? —inquirió de inmediato Wade—. ¿Sabía usted que ha hablado con gente de mi plantilla? Les ha hecho un montón de preguntas personales. Haga algo con ella.

—Siéntese, Wade.

No lo hizo. Mitch rodeó su escritorio y se dejó caer en su sillón. Contó hasta diez antes de empezar:

—En primer lugar, Wade, no puedo hacer nada con Charity porque no ha quebrantado ninguna ley. Pero si vuelve a amenazarla de muerte, será usted quien acabará entre rejas. Como periodista de esta población, disfruta de ciertos derechos, derechos protegidos por la Constitución.

—¿Eso le permite meter las narices en los asuntos de los demás? —exclamó Wade, descargando un puñetazo sobre la mesa.

—Pues sí.

—Esa mujer es una amenaza —se sentó lentamente en la silla, ya más tranquilo.

Eso no pensaba discutirlo. Estaba terriblemente preocupado por ella, pero no podía impedirle que elaborara aquel reportaje. Y tampoco podía persuadir a Wade de que le contara toda la verdad sobre Nina.

Estudió al hombre que se hallaba sentado frente a él. Estaba pálido, tenía ojeras y aspecto de cansado. Aun así, parecía decidido a quemar el pueblo entero si no se salía con la suya. Sólo en ese sentido Wade podía ser un hombre peligroso.

Quizá lo fuera, a pesar de las apariencias. Hacía unos minutos, en la puerta del Café de Betty, había montado en cólera, amenazando a gritos a Charity. Mitch se preguntó si sería capaz de ejercer algún tipo de violencia contra ella, y si Nina Monroe habría sido la primera en averiguarlo, en carne propia…

—Wade, ya es hora de que me diga qué diablos está pasando…

 

 

Charity habría sido capaz de matar por saber lo que se estaba diciendo sobre ella en la oficina del sheriff. Pero tenía trabajo que hacer. Y Mitch no la había invitado a pasar a su despacho, para que lo acompañara mientras hablaba con Wade. Aunque probablemente tampoco a ella le habría gustado estar allí.

Todavía no podía creer que Wade hubiera amenazado con matarla, y además delante del sheriff del pueblo. ¿Podría haber sido Wade quien saqueó la oficina del periódico, se llevó los negativos y la ató y encerró en el almacén? Wade podría pasar de los sesenta años, pero era fuerte como un roble.

Días atrás, si alguien le hubiera sugerido que Wade podía ser el asaltante de su periódico y el intruso que había entrado en su casa, se habría reído a carcajadas. Pero después de ser testigo de su ataque de rabia aquella mañana, ya no estaba tan segura. Aquel hombre parecía completamente fuera de control. Y todo por culpa de Nina Monroe. ¿Qué secreto escondería?

Llegó a su oficina a tiempo de pagar al empleado que le había instalado la luz de seguridad en la puerta trasera. Luego cerró con llave y, protegiéndose con su paraguas, se encaminó a la tienda de antigüedades Busy Bee.

No podía dominar su excitación. Lo único que había hecho era interrogar a un par de trabajadores de Dennison Ducks acerca de Nina, y a Wade le había acometido una rabia asesina. Por fuerza tenía que estar ante una buena historia. Nina Monroe podía ser realmente Ángela Dennison.

Sin embargo, ¿no se habría alegrado Wade con el regreso de Ángela? A esas alturas, ¿no se lo habría contado a todo el mundo? Su comportamiento resultaba extraño, absurdo, y eso fortalecía aún más su decisión de llegar hasta el fondo de aquel asunto.

Abrió la puerta, haciendo sonar la campanilla, y de inmediato se vio asaltada por un maravilloso olor a mueble antiguo recién restaurado y barnizado y a té de menta. Busy Bee era una tienda muy poco frecuentada. La propietaria, Lydia Abernathy, sonrió y la saludó desde el fondo. Era una mujer menuda, de cabello blanco y vivaces ojos azules.

—Llegas a tiempo para el té, querida. Con tus galletas favoritas.

—¿De azúcar? —inquirió Charity, avanzando por un pasillo flanqueado de antigüedades.

—Por supuesto —accionó su silla de ruedas eléctrica para acercarse a la mesa y recoger la tetera. Ya tenía preparada otra taza y otro plato.

—¿Sabía que iba a venir? —Charity sacó una silla.

Lydia se echó a reír.

—Claro. En cuanto me enteré del comportamiento de mi hermano esta mañana. Todo el pueblo se ha enterado —juntó las manos con evidente deleite—. Y ahora cuéntame qué has hecho para molestarlo tanto…

 

 

Cuando Mitch se cansó de las amenazas de Wade y de sus rodeos para que le contara la verdad, renunció y le pidió que se marchara.

El hombretón se levantó, titubeante.

—Ya le he dicho que no sé lo que le pasó a Nina…

Mitch asintió, impaciente.

—¿Por qué no me dice por qué se muestra tan sumamente protector con ella?

—Es mi carácter. Lo hago con todo el mundo.

—Maldita sea, Wade, ni siquiera revisó sus referencias antes de contratarla. Nunca llegó a trabajar en los lugares que citó en su solicitud —alzó la voz al ver que se apresuraba a interrumpirlo—. Tampoco revisó su número de asegurada, ni ninguna otra identificación. Ni siquiera se llama realmente Nina Monroe.

Mitch no había tenido intención de decirle eso. Al menos por el momento. Pero una vez que lo hizo, esperó su reacción. Wade ni siquiera pestañeó.

—Así que lo sabía. Muy bien. ¿Quién es ella?

Wade miró al suelo, sacudiendo la cabeza.

—¿Entra dentro de lo posible que su reacción de ira se haya debido a que la mujer que dice llamarse Nina Monroe sea en realidad Ángela Dennison?

Wade alzó bruscamente la mirada.

—Eso es ridículo. ¿De dónde ha sacado eso? ¿De esa amiga suya, que dice llamarse periodista?

Mitch podía imaginarse perfectamente a Sissy escuchando al otro lado de la puerta.

—Le he hecho una pregunta. Limítese a responderla. ¿Hay alguna posibilidad de que Nina sea Ángela?

—Diablos, no.

—Explíquese.

—Déjeme en paz y encuentre de una vez a Nina. Tengo que ausentarme del pueblo. Lo llamaré cuando regrese esta noche —y se marchó, dando un portazo.

Minutos después, Sissy asomó la cabeza por la puerta.

—¿Te apetece que te traiga un café?

Sissy jamás le llevaba café. Siempre decía que tenía piernas para andar e irse a buscarlo él solo. El nivel de cotilleo de aquel pueblo era insufrible.

—No. Y cierra la puerta.

—Qué carácter —dijo Sissy antes de desaparecer.

Mitch intentó calmarse, pero no pudo. Abrió el cajón del escritorio y sacó de nuevo el informe de Ángela Dennison.

Si alguien del interior de la casa había secuestrado al bebé, haciéndolo parecer un secuestro convencional, ¿qué habría hecho con él? ¿Matarlo? ¿Enterrarlo en el jardín, en los bosques? ¿Dejarlo en la puerta de otra casa? ¿Venderlo?

¿Eso era lo que había hecho Wade? ¿Desembarazarse de Ángela? Tal vez Nina lo había averiguado y lo estaba chantajeando. O quizá Nina fuera Ángela.

Mitch revisó las entrevistas que había realizado el sheriff Hudson después del secuestro, temiendo que aquel antiguo caso fuera la clave de la desaparición de Nina Monroe. Apuntada en el margen había una nota. Un nombre llamó su atención. Se quedó mirándolo estupefacto. Ruth Anne Tanner. ¿Su madre? El sheriff había intentado contactar con Ruth Tanner para interrogarla sobre su visita a la mansión Dennison el mismo día del secuestro, apenas unas horas antes…

—¿Adónde te llamo por si surge alguna emergencia? —le preguntó Sissy cuando lo vio salir a toda prisa.

—A casa de los Dennison.

—Oh.

Mitch seguía sin poder dar crédito a lo que había leído mientras se alejaba del pueblo. ¿Para qué habría querido su madre ir a ver a Daisy, la mujer que había tenido una aventura con su marido? Lanzó su sombrero sobre el asiento y se pasó una mano por el pelo. Le dolía la cabeza, y no podía sacudirse el mal presentimiento que le atenazaba el estómago.

Ruth Tanner debía de haber ido a buscar a Daisy para echarle en cara su aventura. O para exigirle que dejara en paz a su marido. Por aquel entonces Mitch sólo tenía unos seis años, pero recordaba perfectamente aquel día. Había regresado del colegio para encontrarse con que su madre se había ido, llevándose todas sus cosas. Ni siquiera había dejado una nota. Había visto a su padre sentado en el porche, frente a la carretera. Le había dicho a Mitch que ignoraba por qué se había marchado, aunque ambos lo sabían perfectamente. Jamás había vuelto a saber de ella.

Años después Mitch había intentado localizarla, en vano. Probablemente se habría cambiado de nombre. Evidentemente, no quería que la encontraran, porque no había dejado el menor rastro.

¿Qué había sucedido en la casa de los Dennison aquel día? ¿Se habría negado Daisy a romper aquella aventura? ¿Por eso se había marchado su madre de aquella forma?

Sacudió la cabeza. La coincidencia temporal resultaba sospechosa. Había ido a ver a Daisy apenas unas horas antes de que su bebé fuera secuestrado, y antes de que ella misma se desvaneciera en el aire. Aquellos dos hechos… ¿estarían relacionados? Ansiaba con toda su alma que no fuera así.

 

 

La mansión de los Dennison era una enorme casa de estilo colonial y aspecto pretencioso, con pórticos y columnas blancas. Detrás había una piscina interior y una sala de juegos. Al fondo estaban los corrales y las cuadras, donde antaño Daisy se había dedicado a la cría de caballos de carreras.

Mitch aparcó el coche patrulla en el bosque, a unos cien metros del edificio. Miró su reloj y esperó, consciente de que una vez que llamara a aquella puerta, ya no podría echarse atrás. Minutos después vio marcharse al ama de llaves. Era puntual como un reloj. Cada día salía a hacer las compras al pueblo a la misma hora.

Supuso que Desiree aún no se habría levantado, de manera que Daisy se vería obligada a abrir la puerta. Pulsó el timbre por lo menos una docena de veces hasta que por fin ella abrió.

Parecía furiosa. A Mitch no le sorprendió, teniendo en cuenta sus antecedentes. Intentó recordar la última vez que la había visto. Nunca bajaba al pueblo, ni tenía trato con los residentes. Su carácter altivo, así como sus legendarios viajes de compras a Nueva York y a París, habían convertido a Daisy Dennison en la comidilla del Café de Betty durante años. En aquel entonces solía vestir con gran elegancia, montaba los mejores caballos y hacía lo que le apetecía, como le apetecía y donde le apetecía. Y delante de todo el mundo, incluido su marido.

Pero eso fue hasta el secuestro de Ángela. Después de aquello se había convertido en una reclusa, lo cual había dado lugar a una nueva oleada de rumores. Pero incluso esos rumores habían llegado a extinguirse con los años, por falta de nuevas noticias.

Por lo que sabía Mitch, Daisy Dennison rara vez se veía con alguien a excepción de su familia inmediata y de su ama de llaves, una alemana de rostro severo llamada Zinnia.

Lo que lo sorprendió fue lo mucho que había envejecido. Wade había dejado a todo el mundo boquiabierto cuando un día apareció en Timber Falls con su flamante y misteriosa esposa. Daisy, una auténtica belleza de pelo negro, contaba solamente diecinueve años por aquel entonces. Pero ahora, cuando todavía no tenía ni cincuenta, parecía aún mayor que su marido, de setenta. Estaba extremadamente delgada. Se recogía su preciosa melena de antaño, ahora teñida de gris, en un severo moño. Y vestía con desaliño: llevaba un ancho chándal negro y unas gastadas zapatillas del mismo color.

Estaba pálida, no había luz alguna en sus ojos. En nada se parecía a la elegante joven que solía ver montando a caballo los veranos, detrás de su casa. Entonces Mitch sólo era un niño. Pero recordaba que su padre solía desaparecer en los bosques, aquellas mañanas soleadas, para regresar después del mediodía… oliendo a vino y a perfume.

Procuró ahuyentar aquel recuerdo, como solía hacer con la mayoría de los que conservaba de su padre. Era mejor el olvido.

—Lamento molestarla, señora Dennison, pero estoy trabajando en el caso de una persona desaparecida y necesito hacerle algunas preguntas.

Lo fulminó con la mirada por no haber llamado primero, aunque ambos sabían por qué no lo había hecho.

—Sólo serán unos minutos.

Daisy miró su reloj como si estuviera buscando una excusa. Pero no necesitaba ninguna para no querer hablar con él, y eso también lo sabían los dos. Con un suspiro de irritación, se hizo a un lado y lo dejó pasar.

Acto seguido lo guió hasta un gran salón, en un ala de la casa. Lleno de altos ventanales, la vista habría sido magnífica, si las persianas no hubieran estado cerradas. Aquella habitación era tan oscura y deprimente como el tiempo que estaba haciendo fuera.

¿Qué haría Daisy Dennison en aquella enorme mansión durante todo el día? ¿Y por qué se habría encerrado allí durante tantos años, como una ermitaña? Se preguntó si le sucedería lo mismo a su hija Desiree, que también vivía en la casa. O quizá era por eso por lo que Desiree seguía allí, por su madre…

—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó Daisy, impaciente, señalándole una silla.

—Una de las pintoras-decoradoras de la factoría ha desaparecido. Nina Monroe —esperó su reacción, pero no hubo ninguna. ¿Acaso su marido no le había hablado de Nina? Evidentemente no—. A Wade le preocupa que pueda haberle pasado algo.

—No me interesa nada que tenga que ver con la factoría.

—¿Tampoco le interesaría si resultase cierto que su marido mantenía una relación con Nina?

Daisy esbozó una amarga sonrisa.

—Aún menos si ese fuera el caso —se dispuso a levantarse—. Debería haber telefoneado. Así se habría ahorrado el viaje.

—¿Por qué vino a verla mi madre el día en que Ángela fue secuestrada?

Volvió a sentarse lentamente en su silla. Su expresión se había vuelto dura, pétrea.

—Quería dinero para abandonar el pueblo. Creyó que podría chantajearme.

—Eso es mentira —las palabras salieron de su boca antes de que pudiera evitarlo.

Daisy arqueó una ceja.

—Obviamente, no conocía a su madre. ¿Qué edad tenía usted cuando se marchó? ¿Seis años? La eché de esta casa y jamás volví a verla.

—¿Y a mi padre? ¿Volvió a verlo a él?

—No —su mirada se suavizó de repente—. No después de perder a Ángela. Supongo que esto tampoco se lo creerá, pero yo amaba a su padre.

Mitch se levantó.

—Me gustaría hablar con Desiree.

Aquella fue la primera reacción sincera y emotiva de Daisy. De miedo.

—Desiree no sabe nada de la relación que yo mantenía con su padre…

—Pero puede que sepa algo de Nina Monroe —replicó Mitch. Sabía que Daisy no podía impedirle que hablara con ella. Pero, por lo menos, podía intentarlo.

—Nada puede cambiar el pasado —pronunció de pronto con voz cansina, como si fuera una anciana débil y temblorosa. Su característica altivez había desaparecido por completo—. ¿Es que no puede dejarlo enterrado como está, por el bien de todo el mundo?

—Ojalá pudiera. Pero me temo que hay cosas que no se dejan enterrar.

Un brillo de lágrimas asomó a sus ojos oscuros. Se dirigió hacia el fondo del salón. Mitch creyó por un instante que iba a llamar a alguien para que lo echara de allí, pero en lugar de eso, las persianas de los ventanales se abrieron de golpe. Tras señalarle la puerta que llevaba a la piscina interior, descolgó el teléfono.

Mitch la oyó marcar un número, seguro de que estaría llamando a su marido. Wade se pondría furioso, pero no importaba. Habían transcurrido más de treinta y seis horas desde la última vez que Nina había sido vista en público.

No podía sacudirse la sensación de que estaba investigando un homicidio.

 

 

—Oh, estas galletas… —exclamó Charity, encantada.

—¿Son mejores que el sexo? —le preguntó Lydia, guiñándole maliciosamente un ojo.

—Si lo practicara, se lo diría.

La anciana se echó a reír.

—Vamos a ver… ¿cómo es que mi hermano anda liado con esa empleada suya?

—Esperaba que me lo dijera usted. Nadie parece saber nada sobre ella. ¿Había visto a Wade volverse tan loco antes?

—Sólo una vez. Cuando se llevaron a Ángela.

Charity asintió. Había previsto aquella respuesta.

—¿Recuerda algo de aquel suceso? —le preguntó mientras picaba otra galleta.

—Lo recuerdo todo como si hubiera sido ayer —respondió Lydia, y empezó su relato…

 

 

Una fina niebla se alzaba de las aguas azul turquesa de la piscina, empañando los cristales. A través del vaho, Mitch vio a Desiree Dennison tumbada cerca del agua, vestida con un traje de baño rosa claro, de una pieza. Acababa de bañarse. En la sala hacía tanto calor como en una sauna.

Alzó la mirada cuando lo oyó acercarse. Le recordaba a una adolescente. Y no sólo por su aspecto. Le costaba creer que fuera tres años mayor que Charity.

—¿Sheriff Tanner? —parecía sorprendida. ¿Era posible que no se hubiera enterado de la desaparición de Nina Monroe? O quizá no pudiera importarle menos, como a su madre…

—¿Hay algún lugar menos… húmedo donde podamos hablar?

Desiree gruñó entre dientes, llevándose una mano a la cabeza.

—Tengo una resaca horrible y no estoy de humor para sermones.

—No he venido aquí para sermonearla.

—¿Acaso he quebrantado alguna de sus leyes? —le preguntó, sin incorporarse.

«Probablemente una media docena», respondió Mitch para sus adentros.

—No son mis leyes. ¿Le importaría ponerse algo?

Bajó la mirada a su cuerpo esbelto y bronceado antes de sonreírle, burlona:

—Claro, sheriff. Si eso es lo que quiere…

Mitch desvió la mirada mientras ella se levantaba lentamente para ponerse una amplia camisa de hombre, de manga larga. Se preguntó a quién pertenecería.

—¿Le apetece beber algo? —le preguntó, guiándolo a la sala de juegos, repleta de pantallas de vídeo—. ¿Cerveza? ¿Soda? ¿Agua mineral? —abrió una pequeña nevera, detrás de una barra.

—Nada. Gracias.

Desiree se encogió de hombros mientras abría una botella de cerveza, cuidando de no estropearse el esmalte de sus largas uñas.

—Veamos. Mi papá le habrá pedido que me hable de… ¿qué? ¿De los males del alcohol? ¿De las drogas? —sonrió de nuevo—. ¿Del sexo?

—He venido porque estoy trabajando en un caso. La desaparición de Nina Monroe.

—¿Quién?

—La pintora-decoradora de la factoría de su padre, de la que todo el mundo está hablando —le explicó con tono paciente.

—Tal vez haya oído algo anoche, en el Duck-In. ¿Pero por qué me pregunta a mí sobre ella?

—¿No la conocía?

Desiree arrugó la nariz.

—Yo no frecuento a la gente de la fábrica.

—¿Nunca se encontró con ella en el Duck-In?

—Supongo que no —se encogió de hombros.

—Su padre piensa que pudo haberle pasado algo.

—¿Quiere decir que alguien la asesinó?

Lo dijo como si en Timber Falls jamás hubiera ocurrido nada tan interesante. Mitch se preguntó por qué esa mujer seguiría en aquella casa. ¿Por la piscina, las comodidades, la cuenta sin límite de su padre? ¿O acaso temía dejar a su madre sola en aquella enorme y vieja mansión?

—Dígame una cosa: ¿qué sucedería si ahora mismo volviera su hermana Ángela?

Desiree se atragantó con la cerveza.

—¿La maravillosa hermana menor cuya altura moral yo jamás pude alcanzar, entre otras razones porque aún sigo viva? —exclamó, irónica—. ¿Pero por qué me pregunta eso? No pensará que Nina…

—Simple curiosidad.

—Mis padres la lapidarían hasta la muerte, porque… ¿cómo podría ella equiparse a la niña perfecta cuyo recuerdo han idolatrado durante veintisiete años? —le lanzó una mirada cargada de amargura—. ¿Pero sabe una cosa? Aun cuando ella no fuera la hija perfecta, yo seguiría siendo la oveja negra, a su lado…