A finales de 2015 se produjeron dos hechos relevantes que me sirven para arrancar este breve relato de lo que ha sido y sigue siendo mi firme compromiso en el combate contra el crimen organizado y contra una de sus específicas manifestaciones que, durante décadas, ha contaminado y contamina la práctica totalidad de las sociedades y frente a la cual seguimos sin hallar una solución viable y sostenible. Me refiero al mundo de las drogas y su incidencia en la sociedad y por ende en las relaciones humanas. Ambos acontecimientos afectan a dos de los ámbitos estelares en el modo de afrontar el combate de esta lacra.

El primero de ellos se concretó en la celebración de los veinte años del Projecte Home de Barcelona que creamos en 1995 con la recaudación del primer partido de fútbol benéfico entre el Barcelona y el Real Madrid, celebrado dos años antes. Esta iniciativa está integrada en la organización nacional Proyecto Hombre, que trabaja desde los años ochenta en España en el área de la prevención y recuperación de personas adictas al consumo de drogas y estupefacientes, y dedica su labor a que quienes acuden voluntariamente a la institución recompongan su vida desde el esfuerzo personal, social y familiar.

La penalización de los consumos declarándolos ilícitos, junto con la marginación de quienes soportan los efectos de los mismos en beneficio de las personas, corporaciones e instituciones que los generan, favorecen y aprovechan económicamente mediante la corrupción, el reciclaje y el blanqueo, constituye uno de los mayores fracasos de las estructuras de poder de las sociedades modernas. Es además una especie de círculo vicioso que, en vez de romperse, se retroalimenta y refuerza a través de políticas en las que bajo ningún concepto se opta por la liberalización, sino que se prefiere la represión a pesar de su fracaso consumado.

El segundo hecho fue la aprehensión, en diciembre de 2015, de casi tres mil kilos de cocaína. Esta acción recuerda en importancia aquella otra, realizada en 1999, en la que se intervinieron trece toneladas durante la Operación Temple, la más importante incautación de droga, no superada hasta la fecha en el curso de una sola intervención, en España. La Temple, cuya investigación dirigí, es el mayor golpe de la historia al tráfico de cocaína en Europa, así como un buen ejemplo de una de mis prioridades desde que en 1988 llegué a la Audiencia Nacional: la lucha contra la criminalidad organizada y, en especial, contra uno de sus instrumentos fundamentales, el tráfico de drogas.

En este sentido, he tratado de confrontar este fenómeno enmarcándolo como una actividad más de las organizaciones criminales que, a pesar de su especialización en la comercialización de determinados tipos de sustancias estupefacientes, no renunciaban —al modo de la Cosa Nostra— a ocupar diferentes esferas de poder, ya fuera este económico, financiero, político o social, y precisamente por ello, para dotar de sentido este combate, he tratado de apuntar siempre al corazón organizativo y económico de la trama.

Penetrar sus estructuras operativas y financieras, apuntar a los máximos responsables, obligarlos a cambiar sus métodos y suprimirles el manto de justificación social los hacía más visibles y, por tanto, más vulnerables a la acción policial y judicial. Todo ello utilizando los mecanismos que proporcionaba el ordenamiento jurídico interno e internacional, con estricto respeto a la legalidad. Es cierto que no siempre se han obtenido los mayores logros, pero sí los mejores, en el sentido de que, a lo largo de aquellos años, conseguimos instaurar y comenzar la consolidación de un sistema de investigación compacto que se ha situado entre los mejores del mundo.

A finales de los años ochenta, la expresión crimen organizado solo se conocía en España por su visualización cinematográfica en películas como El Padrino, de Francis Ford Coppola. Pero en el país comenzaban a instalarse organizaciones de todo tipo, a la vez que las nacionales estaban mutando de un ámbito como el del contrabando del tabaco o el estraperlo de la época franquista al mucho más lucrativo del tráfico de drogas. Las organizaciones turcas de la heroína, los carteles colombianos —liderados por Rodríguez Orejuela, los Ochoa, Rodríguez Gacha, Escobar…— y toda la pléyade de actores que irían apareciendo habían fijado sus miradas en España por su idónea situación geográfica como puerta de Europa y lugar de comercialización sin demasiados riesgos.

En nuestro país se pasó, en pocos años, de la distribución casi exclusiva de heroína y hachís a la estelar cocaína, con ingentes cantidades importadas especialmente por vía marítima y frente a las cuales ni las fuerzas policiales ni la justicia tenían los medios y los mecanismos adecuados para presentar batalla. Era urgente superar a esa realidad, así como imprescindible corregir la torpe negación política de este fenómeno, la cual llegaba a tal punto que la expresión crimen organizado no apareció en un programa electoral hasta 1993, y lo hizo en el PSOE, porque así lo reclamamos dos jueces, Ventura Pérez Mariño y yo mismo. A cambiar esa situación nos aplicamos un grupo de personas desde diferentes posiciones.

Previamente, en el ámbito de la investigación penal, la lucha contra lo imposible había comenzado con firmeza y decisión, aunque con incertidumbre en los resultados. Fueron esfuerzos compartidos y, frente a la indiferencia de muchos, había que arriesgarse; tomar la iniciativa frente al inmovilismo de la clase política, que era remisa a incorporar los mecanismos legales de investigación más avanzados en nuestro derecho, a pesar de que España había ratificado la Convención de Viena de 1988. Justo es reconocer aquí ese gran esfuerzo, en muchas ocasiones puramente voluntarista, pero fiel a la máxima gandhiana de que la voluntad de uno es la voluntad de todos.

En el ámbito de la investigación penal, habíamos comenzado a poner en marcha esa dinámica en los dos últimos años de la década. Fueron colosales los esfuerzos policiales, en la soledad de la tierra hostil gallega, de Enrique León en Vilagarcía de Arousa; o la armonía de los diferentes grupos de Estupefacientes al mando de Alberto García Parras; las operaciones encubiertas y la coordinación de acciones de Manuel Rodríguez Simons, Enrique León, José García Losada, José Enrique Rodríguez Ulla, Eloy Quirós, Juan Manuel Calleja y otros jefes de grupos y funcionarios del Servicio Central de Estupefacientes en Madrid; la firme decisión de responsables de la Guardia Civil como el coronel Ángel López o el capitán Julián Hernández del Barco por su firmeza en la lucha contra el narcotráfico y la corrupción; la decisión de los funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA) en su conjunto, que se jugaron la vida en decenas de operaciones de abordaje en alta mar; el atrevimiento de los funcionarios de Hacienda que destriparon las finanzas de los narcos; el compromiso de los miembros de la Fiscalía Especial Antidroga, como Javier Zaragoza, Dolores Delgado, Pablo Contreras o José Antonio del Cerro, que propiciaron en España el cambio desde un ministerio fiscal poco activo a su liderazgo efectivo de las investigaciones.

Sigo con la decisión de jueces centrales, como Carlos Bueren o yo mismo, que asumimos el reto de hacer frente al crimen organizado; la sabiduría de fiscales territoriales como José María Mena en Barcelona, maestro de excelentes fiscales; el esfuerzo de Natalia Reus, letrada de la Administración de Justicia, que controlaba la gestión de forma muy efectiva; la imprescindibilidad de los funcionarios de los juzgados centrales, sobre todo los del Juzgado Central de Instrucción número 5, que siempre estuvieron dispuestos a dar, hasta la extenuación, todo por servir a la sociedad en tiempos complejos.

Añadiré la incorporación de otros jueces, como Santiago Pedraz o Fernando Andreu, que continuaron la estela con firmeza en la Audiencia Nacional; el empuje y voluntad del también juez José Antonio Vázquez Taín, quien tomó el relevo en Vilagarcía de Arousa, y de un largo etcétera. Entre todos conseguimos, en beneficio de la sociedad española, que se fueran cambiando los métodos de investigación incluso antes de que estuvieran previstos en la legislación interna y, a pesar de los tropiezos, pudimos avanzar hacia unas cotas de eficacia muy elevadas. Me siento orgulloso de aquella época y de todos los esfuerzos realizados, así como de la limpieza que se fue instalando en el actuar procesal. Fuimos capaces de hacer mucho con los pocos medios que teníamos.

Recuerdo, en esta línea, una anécdota que me llenó de orgullo. En noviembre de 1993, siendo secretario de Estado delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas (PNSD), tuve ocasión de acudir en representación de España a las instalaciones del Comando del Caribe de la Marina Estadounidense en Cayo Hueso (Florida). Después de explicar a la delegación —sobre un panel electrónico similar a los que aparecían en los lanzamientos desde Cabo Cañaveral— la ruta de los barcos con droga que estaban navegando en el Caribe, los dispositivos electrónicos que llevaban, la disposición de los controles aéreos y las aprehensiones de sustancias, el general al mando me preguntó cómo era posible que España, sin esas tecnologías y medios, fuese el país europeo en el que más y mejor se combatía el narcotráfico organizado.

Mi respuesta le sorprendió por su simpleza: «Con mucho esfuerzo, coordinación y aplicando todos los mecanismos legales que una interpretación amplia de la legalidad autoriza y sin provocación delictiva». Me pareció que esta última parte de mi respuesta no le gustó mucho, sobre todo si tenemos en cuenta que en Washington nos habían llevado a presenciar dos operaciones policiales de detención de traficantes de droga que eran auténticas provocaciones delictivas, prohibidas por la ley española.

Los resultados comenzaron a llegar, y a consolidarse jurídicamente, con el reconocimiento posterior de los tribunales y del Tribunal Supremo.

No hubo facilidades. A pesar del clamor de la sociedad, escenificado en las voces rotas por los gritos pidiendo justicia de miles de madres de jóvenes adictos que cayeron fulminados por aquellos consumos sin condiciones sanitarias en calles y plazas, la única política que se aplicó fue la de invisibilizarlos en las principales vías de las ciudades o, si estaban en prisión, darles un kit sanitario y una botella de lejía para limpiar las jeringuillas cuando se inyectaban. Aun así, España, en donde nunca estuvo penado el consumo, no era de los peores países en este ámbito. La legislación que se elaboró a lo largo de la década de 1990 y la coordinación de las políticas territoriales en el ámbito de la rehabilitación y, poco a poco, en el de la prevención se fueron desarrollando hasta obtener uno de los marcos reguladores más completos del mundo. A pesar de las discrepancias políticas en nuestro país, el abordaje de la lucha contra las consecuencias de la droga ha sido prácticamente consensuado a través del PNSD.

Las investigaciones

A finales de 1980, las investigaciones sobre cualquier tipo de delito complejo no eran lideradas normalmente ni por jueces ni por fiscales. Eran los cuerpos de policía y Guardia Civil y, en escala menor, la policía autónoma del País Vasco, la Ertzaintza, los que determinaban cómo y cuándo se iniciaban. Al incorporarme a la Audiencia Nacional, vi claramente que este método no era aceptable y que el problema provenía de que las estructuras judiciales no estaban implicadas en su dirección, impulso y coordinación. El modelo italiano que tantos éxitos estaba produciendo desde hacía años, con jueces y fiscales como Caponnetto, Falcone, Borsellino, Di Pietro, Colombo, Spataro, D’Ambrosio y otros muchos, era envidiable.

Solo a través de algunas comisiones rogatorias lograba saber qué acontecía en otros países, ya fuese en Italia, Estados Unidos —allí los fiscales Richard A. Martin y Louis Free (después elegido director del FBI con Bill Clinton, y con el que tuve ocasión de trabajar estrechamente, al igual que con los fiscales de Nueva York que investigaban las redes mafiosas, en casos relacionados con el blanqueo de dinero) llevaban la investigación en el caso Pizza Connection— o Colombia, donde los «jueces sin rostro» —así llamados porque se ocultaba su identidad para protegerlos de los ataques de los narcos— combatían específicamente la violencia desplegada por el jefe del cartel de Medellín, Pablo Escobar.

Sentía una envidia sana, los veía como un ejemplo a seguir en España. Durante mis años como magistrado juez en Almería y como inspector delegado del Consejo General del Poder Judicial para los tribunales de Andalucía, había tenido ocasión de comprobar la fuerza de penetración de la Cosa Nostra siciliana, la Camorra napolitana y la ’Ndrangheta calabresa no solo en el tráfico de drogas, sino también en la explotación de negocios lícitos e ilícitos (restaurantes, pizzerías, inversiones inmobiliarias, compras de terrenos en zonas turísticas, clubes de alterne, prostitución, asesinatos en ajustes de cuentas, etcétera). Y especialmente en lo que sería una constante desde entonces hasta ahora, el blanqueo de fondos procedentes de actividades ilícitas, con la agravante de que en aquellos tiempos no estaba aún tipificado el delito de blanqueo de capitales (se introdujo en diciembre de 1992 y se amplió en 1995), cuya ley de prevención se aprobó en diciembre de 1993. En aquella época, los jueces teníamos que lidiar con la figura de la receptación.

La posición en la Audiencia Nacional, con competencia en todo el territorio nacional, era inmejorable para visualizar el vasto panorama delictivo, ya fuera local o foráneo, especialmente por las competencias propias del puesto, entre las que se incluían el terrorismo, el crimen organizado (aunque aún no se le diera este nombre) y, dentro de este último, la delincuencia económica de alto standing (casos Rumasa y Fidecaya, bancos en crisis, colza, grandes estafas). También el tráfico de drogas siempre que afectara a más de una provincia, los delitos cometidos por españoles fuera del país o por extranjeros en territorio español (un hecho que se concretaba en la acción de las diferentes organizaciones que, ante la ausencia de una legislación adecuada, vieron a España como un objetivo ideal para sus actividades delictivas). O las extradiciones, con las cuales teníamos acceso a los grandes criminales que se habían refugiado en nuestro país, desde oligarcas del Este —especialmente tras la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989— y «hombres de negocios» italianos de los clanes Santapaola, Don Peppino o Di Giovine hasta delincuentes turcos, colombianos, mexicanos, ingleses, norteamericanos o de cualquier otra nacionalidad igualmente buscados por la Interpol.

En definitiva, está claro que la posición como titular de un Juzgado Central de Instrucción de la Audiencia Nacional era una posición idónea para trabajar desde la Justicia, si se quería, con esmero y dedicación a favor de una sociedad que comenzaba a sentir el peso del crimen en su economía y en sus vidas. Asimismo, las primeras estructuras de coordinación de inteligencia en materia de narcotráfico se introdujeron en España a finales de 1993 y en los primeros meses del año siguiente. Respecto de estas leyes y reformas, tuve la oportunidad de participar en su preparación y elaboración, tras ser nombrado secretario de Estado delegado del Gobierno para el PNSD, y también en su aprobación —por ser diputado— durante la legislatura que comenzó en el verano de 1993.

Quizá la falta de visión o de compromiso más general, tanto política como judicialmente, hizo que hasta años después no fuéramos lo suficientemente ágiles para atajar algunos fenómenos como el de la corrupción. Las acciones aisladas que se pusieron en práctica no resultaron suficientes y los intentos por formar un grupo compacto de investigadores que lo lograran no llegaron a ser definitivos hasta más tarde. Como ya he dicho, en el ámbito del narcotráfico y el blanqueo procedente del mismo sí conseguimos importantes éxitos y, sobre todo, pusimos en la agenda una realidad que hasta hacía bien poco se orillaba o incluso se ocultaba de forma consciente.

Para dar una idea aproximada de la envergadura del problema, basta con algunos datos estadísticos policiales de 1994. Ese año, se investigó en España a ciento noventa y siete grupos organizados dedicados a esta ilícita actividad, de los cuales casi el sesenta por ciento estaban formados por personas de diversas nacionalidades. De este total, sesenta y cuatro grupos utilizaron empresas legales para desarrollar sus actividades de blanqueo, un cuarenta y dos por ciento actuaba desde el pilar de la violencia y otro porcentaje similar trató de tener incidencia en las instituciones públicas.

A estos datos se sumaba el elevado número de ciudadanos españoles fallecidos por sobredosis de heroína: en 1992 hubo 809, según datos policiales de seis ciudades (Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Bilbao y Zaragoza), una cifra que pasó a ser de 642, 579, 773 y 504 en los cuatro años siguientes, respectivamente. Al mismo tiempo, la incidencia del sida era también alarmante y se llegaron a alcanzar los 24.772 casos en 1995.

Las cifras dejaban ver que nos enfrentábamos a una realidad delictiva que afectaba a la economía y al desarrollo de los circuitos lícitos por los que debe discurrir esta, debido a las distorsiones que producen las actividades delictivas, pero que, sobre todo, se había convertido en un problema social y humano de gran magnitud. La destrucción física y psicológica derivada de las adicciones era una realidad que reclamaba la profunda reflexión institucional que, hasta entonces, no se había hecho para afrontarla. Esta reflexión se llevó a cabo a partir de 1988 cuando se aprobó la Convención de Naciones Unidas contra el Tráfico de Estupefacientes, el instrumento internacional esencial para avanzar en este campo. Una vez ratificada, la Convención hizo posible la aplicación en España de normas y métodos que aún no estaban incluidos en su ordenamiento jurídico y que se planteara la urgencia de unas políticas más integrales y coordinadas.

En el ámbito internacional acontecieron hechos que me impactaron en lo personal de forma profunda. Desde años atrás seguía al detalle las investigaciones del juez Giovanni Falcone y del pool antimafia de Sicilia. Cada éxito lo tomaba como propio y cada golpe lo sufría de igual modo: sin conocerlos, admiraba a los fiscales y jueces italianos que abanderaban con riesgo personal sus investigaciones. No puedo ocultar que este es el modelo que siempre seguí en mi actividad procesal en materia penal como juez. La inmediatez en la dirección y coordinación de las investigaciones me parecía que, aparte de ser lo que decía la ley, era la única forma posible para culminar con éxito cualquiera de ellas si partimos de la base de que, desde el comienzo, el juez está pensando en cómo hacer las cosas y las diligencias probatorias, con la certeza de que serán otros los que valoren, validen o impugnen ese trabajo. Las pruebas serán valoradas en el juicio oral, por lo que siempre habrá que actuar con la vista puesta en ese momento culminante del proceso penal. Siempre lo he creído así y siempre he procurado cumplir esa máxima. Quizá por ello, los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino, en mayo y julio de 1992, respectivamente, impactaron de forma decisiva en mi trayectoria. Había que continuar la estela de los mismos, máxime después de haber asistido en Palermo al impresionante entierro de Falcone, entre más de un millón de personas que le daban su adiós llorando sin disimulo. Todos lo hicimos y, al menos yo, me propuse continuar esa línea de cooperación que habíamos comenzado a trazar con los jueces italianos antimafia, extendiéndola al combate del terrorismo y la corrupción.

Los inicios

En el capítulo anterior relaté cómo fue mi llegada a la Audiencia Nacional en febrero de 1988 y cómo me encontré de repente con toda una pléyade de casos entre los que destacaban el de los GAL (Amedo y Domínguez), varios de ETA, grandes estafas —como las de las Cajas de Crédito andaluzas— y un enorme atentado, en noviembre de ese mismo año, contra la Dirección General de la Guardia Civil en la calle Guzmán el Bueno de Madrid. En este contexto, las investigaciones propias sobre tráfico de drogas no existían en los juzgados centrales. De hecho, todos los casos llegaban instruidos o «destruidos» desde otros juzgados. Las diligencias practicadas carecían, en su gran mayoría, de una coherencia mínima. Parecía que, sabiendo que serían competencia de la Audiencia Nacional, no se ponía el celo habitual. Por otra parte, la vis atractiva de aquella tampoco existía. La técnica de echar balones fuera y no trabajar demasiado era la norma.

Este tribunal se veía desde prácticamente todos los ámbitos de la Justicia española como un ente extraño, que no tenía relación con ningún otro y que estaba en tierra de nadie. Sin serlo, los que estábamos en provincias y éramos jóvenes veíamos la Audiencia Nacional como una especie de réplica del Tribunal Supremo «habitado» solo por jueces mayores. De hecho, en esa época fue cuando comenzó el rejuvenecimiento del tribunal y de la Fiscalía Especial Antidroga, creada en 1988 (Javier Zaragoza y yo llegamos al tiempo y ambos teníamos treinta y tres años de edad; Carlos Bueren e Ismael Moreno, alguno más).

Desde mi llegada me enfrenté al decano Carlos Dívar por instaurar la investigación proactiva como lo había hecho en mis destinos anteriores: un juzgado central debía ser mucho más activo, para dar sentido a un tribunal de competencia nacional y en el que se llevaban casos internacionales. Tener un mastodonte como la Audiencia Nacional solo para juzgar casos de ETA, casi siguiendo las instrucciones del Ministerio del Interior, era una aberración inaceptable. Esa situación de hecho debía cambiar y, además, había que eliminar la teoría extendida de que era una continuación del Tribunal de Orden Público y por ende, como postulaba ETA, un Tribunal de Excepción. El potencial de la Audiencia era impresionante y resultaba incomprensible cómo no se había desarrollado más en los doce años que llevaba funcionando. La investigación del narcotráfico, como habíamos hecho en los casos de terrorismo, era idónea para potenciar este órgano judicial y ubicarlo en el lugar que le correspondía. Las normas que regulaban la competencia de la Audiencia Nacional (artículo 65 en relación con el 23 y el 24 de la Ley Orgánica del Poder Judicial) otorgaban un ámbito amplísimo si se disponía de la voluntad y la energía para desarrollarlo.

En aquella época las organizaciones criminales estaban especializadas por sustancias. Quienes se dedicaban al tráfico de hachís no manejaban la heroína, y los que comerciaban con esta última normalmente no lo hacían con la cocaína. Después se fueron enredando unas con otras, a lo que curiosamente contribuimos, sin quererlo, al juntar en los centros penitenciarios a los responsables encarcelados de unos y otros grupos, que extendieron así su conocimiento y radio de acción. También nos tuvimos que enfrentar a estas metástasis como a la corrupción y los excesos que en algún momento se produjeron en otros ámbitos, por ejemplo en el caso Ucifa (Unidad Central de Información Fiscal y Antidroga, el grupo de élite de la Guardia Civil en la lucha contra el narcotráfico). Cuando pinchamos en el corazón del crimen organizado, la ponzoña se extendió y solo la acción sostenida y apegada a la legalidad recondujo una situación que hubiera degenerado hasta unos límites corruptores difíciles de contrarrestar.

Las organizaciones turcas

A lo largo de 1989 y 1990 se establecieron en España, especialmente en la Costa del Sol y en Madrid, varias organizaciones formadas por personas de nacionalidad turca cuyo objetivo principal era consolidar una estructura permanente en España que facilitara la entrada y distribución de grandes cantidades de heroína. Para ello, los más importantes clanes del narcotráfico turco desplazaron hasta nuestro país un conjunto de personas que cubrían toda la cadena, desde el cultivo de la amapola en la frontera del Kurdistán (familia Kormaz), el transporte en grandes tráileres, el almacenaje en casas y negocios estables a nombre de testaferros con documentaciones falsas, cambios permanentes de identidad, comunicaciones seguras y unas estructuras piramidales muy cerradas y con manejo de grandes cantidades de dinero y fácil distribución de heroína, a bajo precio pero de buena calidad, con lo cual liquidaban el mercado y la competencia.

La máxima responsabilidad en esa época estaba en manos de la familia Capam, relacionada con la organización de Sanaa Tareck, para quien trabajaba a su vez un tal Pier Angelo Lavizzari. Este último se convirtió, a raíz de su detención, en un colaborador de la policía, a la que se le escapó en plena Gran Vía madrileña, en una operación encubierta para la que no tenían autorización y cuya captura, después de huir de España y superar un tiroteo que casi acaba con su vida, tuvo lugar años después en Holanda, siendo reingresado, juzgado y condenado en nuestro país, no sin antes haber desvelado importantes conexiones de las diferentes organizaciones en España y Europa.

En aquella época estaba radicado en España lo más granado de las «mafias turcas» y, en particular, los que entonces estaban catalogados policialmente como algunos de los principales capos de todas las estructuras acumuladas: Avni Musullulu, Yakup Yilmazok, Ekrem Hut, Ismail Kismaz, Hassam Geyk y Naci Karakutuk, entre otros. Gracias a la larga acción coordinada de la policía, la Guardia Civil, la Fiscalía y el Juzgado Central 5, se desarticularon diez grupos criminales y se avanzó sustancialmente en la persecución del tráfico de heroína. Cuando comencé la investigación era el mes de enero de 1989, y procesé a cuarenta y cinco de los máximos responsables de estas tramas en abril de 1991. No obstante, las organizaciones continuaron su actividad, con ajustes de cuentas incluidos, la eliminación de algunos de sus miembros a los que consideraban colaboradores de la policía y sumando a su nómina nuevos objetivos. En aquellos tiempos, la policía me advirtió de que estas organizaciones eran sumamente violentas, pero era un riesgo que teníamos que asumir, cada uno en el papel que nos había tocado desempeñar. Las amenazas de muerte y la intención de eliminarme vinieron después. Era consciente de estar en el punto de mira, pero era el trabajo que había querido hacer y la confrontación no había hecho más que comenzar.

La dura realidad

Al profundizar en los entresijos de las organizaciones turcas de la heroína y, a la vez, en la investigación de las organizaciones gallegas y colombianas de la cocaína, me di cuenta de que la situación en España comenzaba a ser preocupante. Policialmente estaban claros la existencia y el modus operandi de estas organizaciones, pero judicialmente se seguía enfocando el fenómeno de forma aislada. Era como si por decisión oficial estableciéramos que la mitad de una organización se investigaba y la otra no. Esto no era lógico y además no producía un resultado satisfactorio. Tardaría poco en comenzar el debate entre la bondad o la perniciosidad de los llamados macrojuicios y la mejor manera de abordar estos casos. No se quería seguir el precedente del maxiproceso en Italia contra la mafia, pero lo cierto es que, si los componentes de los grupos eran numerosos y no se podía prescindir de ello, cortar a un determinado nivel la investigación podía comportar la impunidad para el resto de la trama y dejar sus estructuras funcionando para que, en poco tiempo, pudieran regenerarse y seguir la actividad delictiva. Esta retroalimentación entre acción delictiva y sanción legal limitada, sin llegar al fondo de la estructura criminal, se repetía en otros ámbitos, como en el del terrorismo, y tenía acérrimos defensores, especialmente en la Audiencia Nacional.

El problema de esta visión es que nunca se avanzaría eficazmente para enfrentar el crimen organizado. Por ello tuve que tomar una decisión entre ignorar la realidad y continuar el ritmo cansino de detenciones de los que transportaban los productos o subir más escalones hasta escalar los primeros anillos de la pirámide dentro y especialmente fuera de España. Si la organización era internacional, había que abordarla con medidas equivalentes que afectaran a su núcleo dirigente, a través de las correspondientes comisiones rogatorias, órdenes de detención y la cooperación judicial necesaria entre los diferentes órganos judiciales y policiales de los países afectados por las investigaciones. El instrumento de la cooperación jurídica internacional estaba ahí y se estaba enmoheciendo de no usarlo.

Hubo un antes y un después. Un punto en el que éramos conscientes de que debía perseguirse a los grandes, a los que realmente sacaban beneficios de un tráfico dañino y criminal. La época en que los consumidores, enfermos por su adicción, eran los encarcelados debía superarse. Criminalizar a quienes delinquían drogoinducidos a consecuencia de sus adicciones no hacía nada más que agravar el problema. Eran fáciles de condenar y se les mandaba a prisión mecánicamente, sin demasiadas posibilidades de reincorporación a la sociedad. Triplemente victimizados, por los narcos, por la sociedad y por la justicia.

La droga comenzaba a tener un efecto directo en la seguridad ciudadana. Los jóvenes buscaban desesperadamente los medios para la obtención de la dosis, siendo el atajo más corto para conseguirlo el del robo navaja o jeringuilla en mano. Esto se reproducía en las calles de las ciudades de toda España.

Fue en ese tiempo en el que se comenzó a asumir que nos enfrentábamos a un fenómeno de corresponsabilidad, de modo que la culpa no era de unos simples colgados, sino de toda la sociedad como tal y, por tanto, esta en su conjunto era la que debía reaccionar.

Mujeres como Carmen Avendaño, Carmen Durán y otras tantas valientes y combativas daban la cara más que las propias instituciones frente a este problema.

El contrabando en Galicia

En los orígenes, allá por los años sesenta y setenta del siglo XX, en la Galicia más deprimida unos se dedicaron al marisqueo furtivo y otros al contrabando menor, en el que el tabaco se hizo el rey. Todos los contrabandistas crecieron en dinero y relaciones inconfesables, siempre de la mano del contrabando de tabaco que practicaron a escala creciente hasta que descubrieron que, utilizando las mismas rutas, era mucho más rentable mover droga, una auténtica mina de oro.

Al principio el contrabando de tabaco era el modus vivendi de un gran número de familias, en especial las que tenían sus domicilios en las zonas costeras, con mil quinientos kilómetros de litoral muy difícil de controlar en su totalidad, debido a la cantidad de accidentes geográficos que facilitan la circulación de barcos y, sobre todo, la ocultación de las embarcaciones de escasa eslora. El contrabando era algo asumido y en cierto modo justificado socialmente, hasta el punto de que los hijos querían ser contrabandistas como lo eran sus padres.

Pero los beneficios que generó esta actividad, por lo menos a determinados niveles, fueron muy elevados y ello motivó una importante economía sumergida en las ciudades y pueblos del litoral gallego para los que participaban directamente y, al mismo tiempo, supuso poca riqueza para los ciudadanos, ya que el dinero obtenido de esta forma en escasas ocasiones revertía en industrias o en puestos de trabajo.

Enrique León, entonces comisario experto en la lucha contra el narcotráfico, me señala que este tipo de actividades alcanzó su máximo esplendor entre los años 1978 y 1982, porque al aprobarse la Constitución española, se estableció el principio de «seguridad jurídica» en virtud del cual solamente los tribunales de justicia y jueces podían imponer penas privativas de libertad. Esto trajo consigo un inusitado florecimiento del contrabando de tabaco, que hizo que un número considerable de personas se hiciesen con grandes fortunas, propiciando una situación socialmente incontrolable; los ciudadanos actuaban a plena luz del día, con cajas de cartón o maletines llenos de dinero, entregándolas a los contrabandistas para participar en el negocio, ¡¡en plena calle!!

Llegó un momento en que esta realidad fue tan patente que hería la sensibilidad de cualquiera, y llamó tanto la atención de las autoridades que en 1982 se aprobó la Ley Orgánica 7/82, de 13 de julio, en la que se tipificaba como delito la figura del contrabando a partir de una determinada cantidad y, por tanto, se castigaba con penas privativas de libertad.

Fin y principio

En el mes de julio de 1988, cuando yo estaba en plena actividad en el caso Amedo y Domínguez (GAL) —una semana después de haber decretado la prisión provisional sin fianza de los mismos por su participación en los atentados contra diversos miembros de ETA en los bares Batxoki de Bayona y Consolation de San Juan de Luz en Francia—, el fiscal de la Audiencia Nacional, Manuel Villanueva, pedía penas de entre cinco y dieciséis años de prisión y multas que iban desde 3,7 a 206.000 millones para doce personas, los presuntos dirigentes de la mafia del contrabando de tabaco rubio en Galicia. Las operaciones de los tres grupos desarticulados superaban los cien mil millones de pesetas (unos seiscientos millones de euros) y se extendían al periodo de tiempo comprendido entre febrero de 1983 y principios de 1984. Las organizaciones dedicadas al contrabando de tabaco recibían la mercancía desde buques mercantes que se aproximaban a las costas españolas, donde el tabaco era transbordado a embarcaciones de menor porte y, finalmente, desde estas a planeadoras que se utilizaban para llevar los alijos hasta enclaves idóneos de la ría. Desde allí se transportaban a almacenes donde eran adquiridos por una red de mediadores que distribuían el tabaco por toda la península.

Este fue el último gran sumario sobre contrabando referido a Galicia, cuyos actores en esos últimos años de la década pasaron a integrar, en muchos casos, la candidatura a las investigaciones que ya iniciábamos sobre el tráfico de hachís y de cocaína. En este último procedimiento se llegó a procesar hasta a noventa y una personas como integrantes de tres grandes organizaciones. Nombres como los de Marcial Dorado Baúlde, Juan Manuel Lorenzo Lorenzo, José Luis Hermida Paz, Manuel Durán Somoza, Ramiro Martínez Señorans, Olegario Falcón Piñeiro y José Ramón Prado Bugallo (alias Sito Miñanco) aparecerían después, sin solución de continuidad, como importantes capos del narcotráfico.

En esta «reconversión» influyeron diversos factores. En primer lugar, que toda la infraestructura de transporte marítimo (barcos nodriza, lanchas planeadoras, lanzaderas, «cabezonas», etcétera) que había sido utilizada en el contrabando de tabaco estaba intacta y en disposición de ser utilizada de nuevo, como ocurrió, de hecho, para el tráfico de hachís desde las costas de África hasta las costas gallegas. Creo que en esto influyó que las penas privativas de libertad establecidas para el contrabando de tabaco eran bastante similares en extensión a las que el Código Penal establecía para el tráfico de hachís, lo cual hizo pensar a algunos de los contrabandistas de tabaco que, si se dedicaban a comerciar con esta sustancia, el beneficio económico superaría ampliamente al que ya obtenían y, en el caso de que fuesen detenidos, las penas no serían muy superiores.

Eran los mismos recursos, los mismos espacios, los mismos medios y las mismas personas que se habían dedicado al tabaco y luego al hachís, pasando después a la cocaína. Aunque en este último caso, los implicados, quizá como un mecanismo de autoprotección, insistían en que ellos no traficaban con cocaína, porque eso era droga. Es decir, la evolución del tabaco al hachís fue natural, sin ningún reparo, y el salto a la cocaína costó algo más, pero era cuestión de cifras, inversión no muy gravosa, beneficios mucho más contundentes que con anteriores actividades y con el mismo esfuerzo. Solo que las consecuencias fueron diferentes.

El salto cualitativo

Así las cosas, ya al final de la década de 1980 se produjo el verdadero salto cualitativo a la cocaína; en este salto también influyó el hecho de que los carteles sudamericanos empezaron a encontrar grandes dificultades para abastecer el mercado estadounidense, debido a la presión policial en aquel país, y a que ese mercado empezó a mostrar síntomas de saturación; ante esto, los carteles decidieron abrir el mercado europeo y para ello hicieron un estudio a través del cual llegaron a la conclusión de que una de las formas más factibles de introducirse en Europa podría ser a través de las costas gallegas, por dos motivos principales: uno, la identidad de idiomas, y otro, la existencia de aquella infraestructura marítima que permanecía prácticamente intacta.

A partir de entonces empezaron las relaciones entre carteles colombianos y algunos contrabandistas gallegos, y de esta manera comenzó una época compleja, a la que se hizo frente con los instrumentos de los que se disponía, con una voluntad férrea de no permitir que el crimen organizado fagocitara a la sociedad, impregnándola de miedo y coacción por su acción sostenida. Se trataba de no permitir que España se «sicilializara» y, especialmente, aquella parte del territorio nacional (Galicia) que era la más proclive a ello por la incidencia previa de la actividad organizada del contrabando.

En ese contexto la reflexión inicial no podía ser otra que la de abordar el fenómeno en su más amplia dimensión. Se trataba de huir de los planteamientos locales y cicateros en la investigación y plantar la acción de las instituciones a un nivel de complejidad semejante. Así, si el problema de la droga era un problema transnacional, de esta manera había que enfrentarlo, y para ello era necesario activar todos los nuevos mecanismos que iban apareciendo.

La naturaleza compleja de estos delitos nos marcaba la ruta a seguir. No podíamos llegar solo a la parte final de distribución o «menudeo», sino que había que actuar por elevación; no podíamos quedarnos solo en el transporte, sino que había que llegar a las organizaciones que cultivaban, elaboraban y expendían las sustancias ya elaboradas; no podíamos quedarnos en la detención de los transportistas y distribuidores, sino que había que llegar a los organizadores e inductores y, sobre todo, a los que movían el dinero y a los blanqueadores.

El tráfico de drogas nunca ha tenido más ideología que la de obtener pingües beneficios de forma segura y rápida. Coyunturalmente ha podido servir de medio para otras actividades delictivas como la terrorista, pero siempre con una finalidad lucrativa. Por tanto, la línea de actuación estaba clara para mí y para aquel pequeño grupo de policías, fiscales y jueces que nos habíamos propuesto asumir el desafío del crimen organizado en España.

El primer caso

En 1989 investigué mi primer caso de tráfico de cocaína en Galicia. Se refería a la importación de un alijo de quinientos kilos de esa sustancia que había sido transportado a España por una organización liderada por Antolín Fernández Pajuelo, Fernando Gil Martín y seis personas más. Este caso tuvo una especial relevancia por la violencia que exhibían los dos líderes de la trama, que nunca encajaron la detención y la condena posterior. El primero, que estuvo bastante tiempo oculto en Portugal, fue quien en 1995 planeó colocar una carga de explosivos en los bajos de la casa en la que veraneaba con mi familia en la parroquia de Amorín, del concello de Tomiño, junto a la ribera del río Miño. La información facilitada por un interno en una prisión de Portugal, con quien había contactado Carmen Avendaño, hizo que desistiéramos de ir a esa pequeña aldea en la que dejamos excelentes amigos. Poner en peligro a toda la vecindad era un coste demasiado alto. El segundo, Gil Martín, además de ser condenado por tráfico de drogas, lo sería también por el asesinato de su lugarteniente en un ajuste de cuentas a causa de una infidelidad.

El primer arrepentido

Al iniciar ese planteamiento de actuación, la evaluación que hicimos nos otorgaba pocas posibilidades de éxito. De una parte estaban las organizaciones criminales mutantes y evolucionadas, con el refuerzo internacional de los grandes grupos criminales del tráfico de estupefacientes, permeadas en muchos casos con elementos de diferentes nacionalidades, y de otra, un grupo de voluntariosos funcionarios que carecían de los medios mínimos para la ingente labor que se iniciaba. Pero como en todos los ámbitos de la vida, en este también hubo un mecanismo de penetración. Quizá no fue el más idóneo, pero no podíamos permitirnos el lujo de prescindir de cualquier medio o posibilidad. El aprovechamiento debía ser integral y progresivo. En nuestro caso fue el empleo como medio de investigación de los «arrepentidos», al estilo de los pentiti en Italia. (El paradigma italiano había sido Tommaso Buscetta ante los jueces Falcone y Paolo Borsellino, en la formación del maxiproceso contra la Cosa Nostra, con más de trescientos cincuenta procesados y el juicio sobre la llamada Pizza Connection, un entramado dedicado al tráfico de drogas de 1.650.000 dólares en el que se usaban pizzerías como puntos para la distribución de heroína desde 1975 a 1984, y que concluyó en Nueva York en 1987. Uno de los principales implicados, el jefe mafioso Gaetano Badalamenti, fue detenido en España en 1984 y extraditado a Estados Unidos.)

Curiosamente, la primera declaración que hizo Ricardo Portabales, el primer arrepentido en España, fue ante el juez Luciano Varela en Galicia, pero este, más allá de tomar la primera declaración, se limitó a remitir el procedimiento a la Audiencia Nacional. El juez Varela, que veinte años después, en 2010, instruiría el incomprensible proceso contra mí por la investigación de los crímenes franquistas, que acabó con mi absolución, pero con todo el daño producido, era el colega que en sus clases universitarias decía, refiriéndose a mí: «Dios nació dos veces, una en Belén y la otra en Torres, Jaén». Mucho ingenio lenguaraz, pero poca visión de lo que debía ser una investigación penal. Era claro que tampoco quería complicarse la vida con un asunto de esta envergadura.

Corría el año 1989 cuando el procedimiento llegó a la primera planta de la calle García Gutiérrez, sede del Juzgado Central Decano, y después de incoarlo, Carlos Bueren se inhibió a favor del Juzgado Central 5, del que yo era titular.

El primer problema que nos encontramos el fiscal Zaragoza y yo, al abordar este caso, fue la ausencia de regulación de este medio de investigación en el derecho español. Desde entonces hasta ahora no se ha optado por regular la figura de los arrepentidos por las aristas que presenta, con lo cual, de alguna forma, siempre hemos actuado en la cuerda floja, dependiendo, por una parte, de la interpretación de cada tribunal y, por otra, de la voluntad de quienes en un momento determinado pueden prestar su colaboración con la justicia, pero después dejan de hacerlo o, incluso, se revuelven contra los investigadores, desdiciéndose de sus previas declaraciones por motivos no siempre limpios. Pero, desde mi punto de vista, es un riesgo que hay que asumir, y en aquel momento era ineludible acudir a él como única vía de penetración en los entresijos de las organizaciones criminales.

Realmente, en aquella época y después, hubo muy malos pero también buenos «arrepentidos», en el sentido de que mantuvieron una línea de coherencia, sin modificar sus testimonios, según la influencia, el miedo o el interés, y facilitando importante información, evidencias y pruebas de las actividades delictivas en las que habían participado, a cambio, eso sí, de un trato penológico más favorable que en el ordenamiento jurídico español arbitrábamos a través de la atenuante de arrepentimiento o de colaboración específica en tráfico de drogas, terrorismo, corrupción u otros ámbitos. En cuanto a este mecanismo, como en otros que se iniciaron en aquella época y cuya regulación no existía, los tribunales, poco a poco, con altibajos, dudas, avances y retrocesos, han ido configurando una serie de requisitos para validar estos testimonios y fijar el alcance incriminatorio de las declaraciones de los coinvestigados, las retractaciones, los requisitos formales, etcétera, cuando se convierten en la prueba de cargo principal.

No ha sido una evolución pacífica y, desde luego, no ha estado exenta de dificultades porque, de asumir una u otra posición, la suerte de los procedimientos podía ser positiva o negativa. Por supuesto que las defensas de los afectados, como había ocurrido en los procesos contra la mafia, fueron visceralmente contrarias y, de alguna forma, a lo largo del tiempo han triunfado al exigirse cada vez más requisitos y condiciones a estos testimonios, hasta el punto de hacerlos casi inoperantes junto al hecho de la inexistencia de un programa eficaz de protección de testigos o arrepentidos. Aquí el Estado, desconociendo las órdenes judiciales, no diseñó —tampoco ahora— un programa consistente para la protección de quienes quieren prestar aquella colaboración, y esto ha dificultado el aprovechamiento de esas vías de investigación.

Parece claro que, cuando se pretende ascender en la pirámide de responsabilidad en el seno de una organización criminal, alcanzar los niveles más altos resulta cada vez más difícil, y por ello hay que desarrollar estrategias complejas que incluyan todas las posibilidades que ofrezca el sistema legal. En este sentido, el testimonio de un «arrepentido» supone un conjunto de actuaciones concatenadas, ninguna de las cuales puede fallar. Así, desde la declaración hasta que esta produce el efecto buscado en la organización o las personas identificadas como actores en la acción delictiva, hay todo un conjunto de actuaciones que armonizar.

En primer lugar, para evaluar la credibilidad del declarante se debe profundizar en las razones que le han llevado a esa posición, y, en este sentido, detectar si le guían fines altruistas, móviles de venganza, protagonismo o ánimo de colaboración con la justicia y su estabilidad psicológica; a continuación hay que comprobar, por los datos que va dando, cuál es su grado de conocimiento sobre aquello de lo que está hablando. Es necesario saber si es testigo presencial o de referencia, si es partícipe o espectador; simultanear el testimonio con la comprobación de cada uno de los puntos a los que se ha referido y de los que se desprendan los indicios de criminalidad para aquellos identificados en las actuaciones; evaluar el grado de verosimilitud de sus aportaciones; analizar los intereses cruzados y la incidencia que hayan podido tener antes o después de su deposición. Desde el comienzo, por supuesto, se le deberá otorgar la protección que corresponda, pero desde la asunción de su propia responsabilidad y de la trascendencia de un acto como el que está protagonizando.

Fueron meses de extenuantes declaraciones con Ricardo Portabales y después con Manuel Fernández Padín, de personalidades radicalmente diferentes. Ambos arriesgaron todo lo que tenían y su propia seguridad y, a pesar del vértigo posterior sufrido por la incidencia de los medios de comunicación para que compartieran su experiencia y, en algún caso, buscando que los mismos sirvieran como ariete contra la instrucción, las aportaciones que hicieron, con todas las deficiencias, fueron importantes y marcaron el camino en otros casos. Así fue en el de Andy Iglesias en el caso Yomagate; el de Ramón María del Temple Llopis, en la Ucifa; Jaime González, alias el Manco de Bellavista, respecto de las redes criminales del tráfico de hachís en Andalucía, en la Operación Pitón; García Molinares, en el caso del Privilege, que merece un tratamiento aparte para poner de manifiesto la acción nociva de algunos elementos externos que, amparándose en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, favorecieron claramente a las tramas criminales organizadas, facilitándoles espacios, cobertura y coartadas, en algún caso llanamente delictivas, para hacer más asequible la impunidad. Este es el caldo de cultivo en el que se coció la investigación que dio lugar a la famosa Operación Nécora, realizada en el mes de junio de 1990.

Ricardo Portabales fue el arrepentido que primero metió la mano en el avispero del narcotráfico gallego. Tras recibir una paliza en la cárcel, decidió contar todo lo que había escuchado a los narcos que estaban allí presos. Cómo era la estructura, cómo se realizaban las transacciones, quiénes participaban, cómo eran las relaciones entre unas y otras organizaciones. La situación era tan extrema que primero ordené que se le hiciera un examen psicológico para descartar que fuera un loco en busca de celebridad. Era tan potente el relato que yo necesitaba tener un informe psiquiátrico para saber si Portabales tenía la cabeza en orden o no. A partir de ahí ordené a la policía que iniciara una investigación de cada uno de los puntos e informaciones ofrecidas por el «arrepentido» para contrastarlas y acreditarlas por otros medios de prueba diferentes a su propio testimonio. La avalancha de datos fue importante y se colmó con la presentación de diferentes informes policiales.

La Operación Nécora, el primer aviso

La primera gran investigación, en materia de tráfico de drogas, a la que me enfrenté tras mi llegada a la Audiencia Nacional fue la que policialmente se conoció como Operación Mago (el comisario Alberto García Parras le puso este nombre por el rey mago Baltasar) y popularmente como Operación Nécora.

La Operación Nécora fue la gran advertencia de lo que vendría después. El inicio de una acción sostenida en el tiempo para «asfixiar» en forma sistemática a las redes criminales que actuaban en la comunidad autónoma de Galicia en conexión con otras zonas de España y Latinoamérica. De hecho, esta fue la estrategia que se siguió en todas las comunidades autónomas españolas en las que había incidencia del crimen organizado. Habíamos iniciado una dinámica que, para producir los efectos deseados, debía mantenerse en el tiempo a todos los niveles.

Simultáneamente, iniciamos investigaciones específicas contra los diferentes miembros de las organizaciones investigadas (en la persona de sus máximos dirigentes) —que en ese momento estaban planeando una operación de importación de quinientos kilogramos de cocaína— para, una vez desarticulados los clanes principales, proceder contra las operaciones concretas que estaban llevando a cabo y las estructuras operativas de las mismas. Sabíamos que al finalizar la primera parte de la operación, que se extendería durante varios meses, no habría droga incautada.

El 12 de junio de 2015 se cumplieron veinticinco años de aquella acción conjunta contra el narcotráfico gallego. Pocas semanas antes de la fecha elegida, el fiscal Zaragoza y yo, junto con los mandos policiales correspondientes, ultimamos los preparativos para acometer el primer gran reto contra el narcotráfico organizado en España. Una investigación basada en las declaraciones de dos arrepentidos, Portabales y Fernández Padín, que eran la columna vertebral, propiciaba avanzar por una senda que a partir de ese momento ya no sería nunca igual. En el horizonte, veintidós nombres, todos ellos relacionados entre sí, familia, vecinos o socios. Respecto de todos ellos había que elaborar un plan que les sorprendiera, sin posibilidad de reaccionar. Asimismo, la reserva y el secreto eran esenciales y se habían mantenido durante los meses precedentes y hasta el mismo momento en el que se ordenaron las detenciones. Los funcionarios de policía fueron llevados hasta Santiago de Compostela sin saber cuál era su destino hasta la mitad del trayecto y, una vez en la comisaría de la capital gallega, quedaron boquiabiertos cuando vieron que, casi a las doce de la noche del 11 de junio, llegaba también la comisión judicial, integrada por el secretario judicial, la mitad de los funcionarios (la otra mitad se había quedado en Madrid para recibir a los detenidos y practicar las dos detenciones previstas en la capital, las de Celso Barreiros y Carlos Goyanes, que llevaría a cabo el juez Carlos Bueren), el fiscal Zaragoza y yo mismo, además del comisario Alberto García Parras, jefe del Servicio Central de Estupefacientes.

Habíamos viajado en un vuelo regular y uno de los detenidos al día siguiente, un abogado panameño que llevaba el control de los fondos de Sito Miñanco, me identificó al reconocer mi cara por haberla visto en los medios de comunicación, si bien no relacionó, afortunadamente, mi presencia en el avión con la acción que se desarrollaría al día siguiente. En total se sumaron trescientos agentes, que tampoco sabían adónde iban. Dos helicópteros, varias unidades de guías caninos, una unidad de intervención rápida de más de cien policías, otro grupo de reserva y un refuerzo de guardias civiles en la comarca y en los pasos fronterizos con Portugal. La tensión se sentía y la emoción era patente en los rostros serios de los funcionarios. Creo que, como yo, todos percibían que íbamos a hacer algo trascendente para mejorar la convivencia en España.

Hubo un total de dieciocho detenidos entre Galicia y Madrid. Se desarticularon diecinueve clanes u organizaciones españolas y colombianas que operaban principalmente en Galicia. Se intervinieron, en tres fases, mil setecientos kilos de cocaína y múltiples entramados societarios y bienes muebles e inmuebles.

Recuerdo la «serpiente» de vehículos al amanecer camino de Vilagarcía de Arousa. En las primeras horas del alba ya estaba cada equipo en su lugar. Prácticamente abrimos la comisaría de la localidad. El cuartel general quedó instalado en el primer piso. En poco menos de dos horas, estaban todas las detenciones practicadas. Cuando se comenzó a conocer la noticia, y conforme iban llegando los detenidos a la comisaría para ser informados de sus derechos y notificarles el auto de detención, se fueron concentrando personas en las inmediaciones de la sede policial. Había quienes gritaban, otros con escobas barrían la calle. Érguete, una asociación gallega de familiares de afectados por la droga, encabezó desde ese momento el apoyo a la investigación. La explosión de júbilo contenido de la sociedad en toda Galicia fue realmente impresionante. Por primera vez, se sentía la presencia del Estado en apoyo de los ciudadanos a través de la Justicia. Por fin se consideraba que esta actuaba con decisión contra los máximos responsables.

Operativamente, los medios empleados en la operación fueron importantes, como la envergadura de la misma exigía. Coordinar una veintena de detenciones simultáneas para evitar huidas o contactos no resultó nada fácil, como tampoco lo fue mantener a los detenidos sin comunicación entre sí hasta que declarasen ante el juez, con el fin de que no se pusieran de acuerdo. Aunque lo hicieron más tarde en la prisión, hasta el punto de que hubo una investigación al respecto. En aquella época, algunos, desde el Gobierno de turno y con aviesa intención, dijeron que lo que quería era justificar el fracaso de la investigación. Poco o nada debía saber quien así hablaba, aunque, por su posición, debería conocer algo mejor la Justicia y los procedimientos judiciales.

Medios escasos

La escasez de medios es algo de lo que siempre nos hemos quejado los jueces. La mayoría de las veces con razón. En mi vida profesional, como muchos otros compañeros, he llegado a aportar dinero de mi propio bolsillo para suplir las deficiencias de la Administración de Justicia. Los ejemplos son muchos. Pero, desde luego, en 1990 no disponíamos de los mecanismos procesales que hoy existen, en gran medida por el buen trabajo que se hizo en aquella década, ni de los medios materiales para abordar una investigación tan amplia y compleja como esta. No obstante, el esfuerzo y la voluntad de todos hicieron que fuera posible.

Cuando oigo decir que se instruían mal los procesos, me duele porque ni es cierto ni tiene más consistencia que el ataque personal. Con sumo gusto sometería a una comparación las causas instruidas en el Juzgado Central 5 con las que hayan sido investigadas en otros órganos judiciales; podrán haber sido instruidas del mismo modo, pero —y lo afirmo con contundencia y humildad— no mejor. Aún recuerdo aquella época en la que un gran número de juzgados intervenía las comunicaciones por providencia en vez de por auto motivado; cuando ni existía el auto de imputación y allí se practicaba señalando el hecho y la justificación; cuando en los autos de prisión ni se ponían hechos (cosa que ahora, como abogado, he visto todavía en algunos casos) y yo los pormenorizaba hasta la extenuación; cuando todas las declaraciones y todas las resoluciones eran adoptadas por el juez con inmediación absoluta, mientras que en otros juzgados eran los funcionarios los que desempeñaban esta labor.

Y sigo: cuando los autos de procesamiento eran casi sentencias y así se reflejaban en las mismas; cuando en los mismos se enumeraban pormenorizadamente los indicios en los que se apoyaban; cuando se exigía la presencia de abogado en cualquier diligencia y apertura de documentación; cuando, al informar de los derechos, se le indicaba el hecho y el delito al afectado, «privilegio» que yo no tuve cuando fui llamado al Tribunal Supremo como imputado. Cuando ni estaba prevista la posibilidad de grabar los testimonios (hoy se hace con carácter general), en el sumario de la Operación Nécora se grabaron en vídeo algunas declaraciones por primera vez. La fórmula de opinar de oídas y por lo que conviene y contra quien conviene es una costumbre muy arraigada entre muchos.

Pero en aquella época teníamos aún máquinas de escribir Olivetti, aunque comenzaron a llegar algunas electrónicas, más alguna fotocopiadora y algún otro dispositivo (creo que un fax) que dejó en depósito el Ministerio del Interior, constando así en el libro de registro, para evitar, como ocurrió, que el entorno del señor Vera dijera que habían sido comprados con fondos reservados. Máquinas de escribir, papel carbón para las copias y poco más. Gracias a estos exiguos medios podíamos atender a duras penas las incidencias de este procedimiento, que coincidió en el tiempo con otros tanto o más complejos. Cuando llegó Mar Bernabé, que durante tanto tiempo fue mi mejor aliada y mi mano derecha, venía a ocupar una plaza de informática y no teníamos ni un ordenador. Me dijo que procedía de la empresa privada donde todo se hacía ya con PC y que no pensaba trabajar en esas condiciones. Yo le repliqué: «Dígame dónde tengo que firmar los papeles para que vaya a reclamar su ordenador». Le firmé unos documentos que avalaban esta petición y la insté a que fuera a reclamar su ordenador, que redactara sus quejas y que se moviera. Tiempo después, me contó que estuvo dando vueltas por el ministerio con esa firma que la avalaba hasta que, pasados unos meses, consiguió un ordenador. Así de lentas eran las cosas en palacio. Pero aquello nos sirvió para guardar información que debía estar protegida, se empezaron a preservar los datos delicados de las operaciones, pues era muy importante que ciertas cosas no trascendieran, y eso, con una máquina de escribir y legajos de papeles por todas partes, era una misión imposible.

De esta manera, la plantilla del juzgado pasó de seis a unas doce personas y un ordenador, gracias al cual empezamos a utilizar algunos modelos y se pudo prescindir del papel de calco. Mientras escribo estas pequeñas cosas que parecen nimiedades, pero que vinieron a cambiar —a mucho mejor— la mecánica del trabajo en el juzgado, me doy cuenta de cómo han cambiado nuestras vidas y el trabajo con la llegada de la informática a nuestro quehacer diario.

Y no solo se innovó con el primer aparato informático, sino también con las intervenciones telefónicas, con los desplazamientos al lugar de los hechos para trabajar in situ, de manera que resultaba más fácil pedir las órdenes y controlar en cada momento lo que estaba sucediendo durante una operación. La inmediatez y el factor sorpresa eran muy importantes, al igual que el encontrar una pista trascendental y poder seguirla de inmediato, porque el juez estaba allí para firmar la orden al momento. Sin embargo, no todos los jueces pensaban y actuaban así. De hecho, tuvimos graves problemas con los colegas del País Vasco porque se quejaban de que se delegaban las detenciones y los registros en ellos no solo en delitos terroristas, sino también en cualquier operación. Y llevaban razón. Lo que sucedía es que los Juzgados Centrales no teníamos guardia de veinticuatro horas, sino semanales, y era imposible abarcar todas las incidencias a escala nacional. Mantuvimos reuniones y conseguimos encontrar un término medio. En mi caso, la práctica totalidad de las operaciones con detenidos fuera de la sede las asumí directamente. Era lo lógico, salvo en aquellos casos en los que no me daba tiempo a llegar.

Mar me ha comentado que ella hizo muchos viajes conmigo a Vilagarcía, donde nos desplazamos varias veces, y al País Vasco, en plena escalada de asesinatos terroristas. Recuerda sobre todo anécdotas de la Operación Nécora referidas a las declaraciones a posteriori de los detenidos una vez de vuelta a los juzgados. Declaraciones nocturnas y diurnas, porque siempre hay un plazo para pasar a disposición judicial y este tiene un límite —setenta y dos horas—, dentro del cual había que terminar esa primera ronda. Yo intentaba reconocer siempre a los funcionarios sus excesos de horarios y dedicación al trabajo y, como no podíamos salir a la calle, mandaba a por café y comida, hacíamos una pequeña pausa y seguíamos trabajando. Muchas veces ni ella ni nadie sabía adónde íbamos. Solo se les comunicaba que salíamos de viaje esa noche, por ejemplo, y que estaríamos fuera dos, cuatro o los días que fueran. Mar y sus compañeros me hicieron siempre un gran regalo con su dedicación y su ciega confianza en que el trabajo que estábamos realizando era importante para toda la sociedad.

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La lucha contra el narcotráfico y el procesamiento de algunos de sus responsables, cuya actividad era seguida de cerca por algunos periodistas, fueron una constante a mediados de la década de 1990. Tanto fue así que la Justicia española, y muy especialmente la Audiencia Nacional, estaba desbordada por narcos, terroristas y corruptos a los que se veía obligada a enfrentarse con los pocos medios de que disponía, más que precarios. Por esta razón, muchos presos preventivos quedaban en libertad al cumplirse el tiempo de prisión legal, a menudo gracias a las maniobras dilatorias de sus abogados, que conseguían así que su cliente pisara la calle sin ser juzgado. No siempre la prensa comprendía bien lo que sucedía, salvo los periodistas especializados en el tema, que eran una minoría. Peridis, en esta tira publicada en El País el 14 de agosto de 1995, recogía el sentir general y escenificaba muy bien la falta de sintonía con el biministro Juan Alberto Belloch, responsable de las carteras de Justicia e Interior.

Galicia, tierra sin ley

En Galicia, han sido muchas las veces que he hablado con las mujeres y hombres que desde la sociedad civil han luchado, y lo siguen haciendo, a favor de una vida libre de drogas. Personas que han dedicado su vida a favorecer a los demás, desde la educación, la política, el periodismo, la acción solidaria —entre ellas, Carmen Durán y Carmen Avendaño—, las instituciones —el Proyecto Hombre— o el periodismo, como Elisa Lois o Julio Fariñas.

Tras la Operación Nécora se abrió un periodo ilusionante en el que se creía que la Justicia y el Estado de derecho por fin protegían a las víctimas, en este caso a toda la sociedad, porque hasta entonces se habían sentido solos, indefensos, perdidos sin que nadie les hiciera caso. Entonces se sintieron por fin escuchados, vieron que se podía actuar y que de hecho se actuaba. ¿Qué les trajo la Operación Nécora? Carmen Durán dice literalmente: «Un día de cielo azul, la ilusión, un ¡por fin! Las instituciones bajaron a la realidad y no se equivocaron en una sola detención».

De alguna forma, estábamos contribuyendo a que la sensación de que las calles eran de los narcos se transformara en el regreso del control ciudadano. Las sucesivas operaciones antidroga produjeron un empoderamiento de la sociedad frente a quienes habían hecho del estar fuera de la ley su forma de vida. La incomodidad de los capos sería una constante a partir de ese momento, porque la impunidad ya no era una opción.

Fueron muchas las anécdotas en aquellas sesiones maratonianas en las que, curiosamente, los medios de comunicación madrileños se fijaban más en dos personas como Carlos Goyanes y Celso Barreiros que en los responsables de los clanes gallegos. Recuerdo la cara de un fiscal que sustituyó a Javier Zaragoza en la declaración de Laureano Oubiña y bajó con gafas de sol y tapándose la cara con un periódico. En un momento, cuando hacía preguntas, el acusado le dijo que no le veía la cara y no le podía responder. O la escenificación que hizo Sito Miñanco cuando entró en mi despacho y se hincó de rodillas diciéndome que era inocente y que yo, por perseguirle, le había convertido en narcotraficante. O la de aquel otro, cuyo nombre omito por seguridad, que se ofreció a entregarme toda la información sobre un importante alijo de cocaína que estaban transportando en ese momento a cambio de un trato más favorable y, después de hablar con él sobre la necesidad de que cambiara de vida, sin más beneficios, aceptó y entregó la información, aunque su bondad era aparente y lo único que quería era quitarse a un competidor de en medio. Y al narcotraficante gallego que me escenificó, arrojándose al suelo, la comisión del asesinato del lugarteniente de su hermano (el jefe de la organización que había introducido media tonelada de cocaína) por haberle engañado con su mujer, cortándole la cabeza, introduciéndole los genitales en la boca y desmembrando su cuerpo por la sierra de Madrid, en las inmediaciones de Chinchón (tiempo después coincidí con él en una conferencia que di en Palma de Mallorca, se estaba rehabilitando y colaboraba con el Proyecto Hombre en la capital balear). O cuando Oubiña se quejaba de que el fiscal Zaragoza la tenía tomada con él y quería arruinarlo.

Recuerdo cuando los Charlines, especialmente el patriarca Manuel Charlín Gama, aseguraban que acabarían con nosotros, o cuando, ante el riesgo de transacciones sospechosas a mis cuentas, ordené a todas las entidades bancarias que no aceptaran ningún envío que no fuese expresamente autorizado por mí. También cuando me enteré de quién era Carlos Goyanes y su «relevancia» en la jet set; o cuando se intervino una conversación telefónica en la que salía un conocido periodista deportivo, amigo de aquel, hablando del caso con el director general de la Policía, José María Rodríguez Colorado (el que se negó dos años antes a darme información sobre los fondos reservados), una conversación que hubo de explicar ante mí y el fiscal.

Fue muy intenso. A causa de la Operación Nécora conocí a Julio Iglesias y desarrollamos una buena relación, después de explicarle que nada había respecto a él mismo en el procedimiento penal, ante los rumores que lo querían relacionar por haber comido algunas veces en uno de los restaurantes emblemáticos de la zona de Vilagarcía, El Chocolate, utilizado por los narcos. En otra ocasión, al ir a entrar en el restaurante Pazo de Monterrey, el dueño me advirtió de que estaba allí Laureano Oubiña (otro día ocurrió lo mismo con Manuel Charlín), a fin de que no coincidiera con estos imputados que, por entonces, estaban en libertad.

En otros momentos hubo detalles que imprimieron un toque jocoso a la situación. Me viene a la mente otra anécdota durante un interrogatorio en la sede del Juzgado Central. Se procedía a recibir declaración a un narcotraficante, Alfredo Cordero, uno de los principales implicados en la Operación Nécora. Le pregunté al detenido si conocía el motivo por el que estaba allí y me contestó: «Supongo que será por no pagar las tasas de las máquinas tragaperras que tengo en mi bar de Vigo». «No, no —le dije—, usted está aquí por la comisión de un delito de tráfico de estupefacientes.» El detenido puso cara de una tremenda sorpresa y replicó: «Yo el único tráfico que conozco es el de las carreteras» (he de decir que el detenido era en aquel momento uno de los pocos que tenía línea directa con los capos de los carteles colombianos). Incomprensiblemente fue absuelto en la sentencia, porque el tribunal entendió que en sus conversaciones con Charlín, si no recuerdo mal, hablaban solo de «atún blanco» y no de cocaína. Sin comentarios, solo que el atún es un pescado azul y no existe atún blanco que nade en el mar. Con el convencimiento de que, como los demás, seguía traficando, me propuse no perderle la pista y, tras la correspondiente investigación, ordené su detención como responsable de un alijo de cinco mil kilos de cocaína que apareció en la costa asturiana, concretamente en la localidad de Tapia de Casariego. A todos los que salieron absueltos continué investigándolos hasta que conseguí que rindieran cuentas ante la Justicia. Era cuestión de paciente investigación y todos, poco a poco, fueron cayendo en la única dinámica que conocían y en la que estaban «enganchados»: el tráfico de drogas.

La intensidad del trabajo

La actividad en aquellos años era extenuante, porque el potencial de un juzgado central de instrucción, si se pone a pleno rendimiento, es y sigue siendo impresionante. Solo había que tener ganas y actuar con estrategia. Eso es lo que hicimos la Fiscalía Antidroga, la policía y mi juzgado. Agotar todas las vías, atacar por todos los flancos, hostigar procesalmente a las organizaciones y a sus miembros; no abandonar ni una sola vía de investigación; analizar las cuentas, embargar las fincas, los negocios; incautar los fondos que tenían dentro y fuera.

Rememoro una ocasión en que Javier Zaragoza y yo fuimos a la práctica de la primera comisión rogatoria librada desde España a Suiza, país que en ese momento estaba catalogado como paraíso fiscal. Allí se refugiaban, como después se descubriría, ingentes sumas de dinero español evadido, en detrimento de los ciudadanos honestos, no solo por narcotraficantes, sino por prominentes familias de la alta sociedad. También por políticos, empresarios, represores argentinos, presidentes, relevantes miembros y tesoreros de partidos políticos, banqueros con herencias olvidadas, futbolistas y responsables de clubes «blancos» a los que se les amnistió fiscalmente, terroristas, comisionistas y un largo etcétera que durante años esquilmaron este país y que aún hoy se atreven a presentarse como el ejemplo decadente de una sociedad a la que desprecian.

Corría julio de 1990 y, por primera vez, un juez y un fiscal españoles llegaban al cantón de Basilea (Basel) —tercera ciudad en importancia de la Confederación Helvética (Suiza), después de Ginebra y Zúrich— a investigar las cuentas de Laureano Oubiña y de Michael Hangi, un reconocido contrabandista que al parecer había mutado, como todos, a narcotraficante y nos siguió en aquella ciudad para controlar lo que hacíamos. No se me olvida cómo contaron el episodio los periodistas de La Vanguardia que cubrieron aquella información, Eduardo Martín de Pozuelo y Jordi Bordas, y la foto que publicaron en ese periódico en la que juez y fiscal aparecíamos en las calles de Basilea, una de las capitales bancarias de Suiza. Allí comenzó mi buena relación con jueces y fiscales suizos que tanto apoyo me prestaron para la investigación de otras causas y que también les permitió a ellos avanzar, como en el caso del (entonces) fiscal Kasper Ansermet, en las investigaciones que seguían contra un traficante de armas, luego investigado por mí por su presunta implicación en el secuestro del barco Achille Lauro, el sirio Monzer Al Kassar.

Algunos me han reprochado el ritmo de trabajo que imprimía en el juzgado y las «exigencias» que imponía a policías y funcionarios, olvidándome de los horarios y de los derechos de los trabajadores. En este sentido, pido perdón por los excesos, pero nunca he exigido más capacidad de trabajo que la que pueda tener yo. Es cierto que pertenezco a esa clase de jueces y fiscales que nunca han puesto horarios, ni fines de semana desconectados, ni obligaciones preferentes, al trabajo en el juzgado; ni de los que echan balones fuera o de los que simplemente «pasaban por allí». No sé si eso, al final, ha sido bueno o malo, pero fue la educación que recibí y así sigo.

En ocasiones, el excomisario Enrique León, abuelo como yo, me recuerda cuando en julio de 1991 le tocó traer a mi juzgado, desde Galicia, todo lo que se había actuado policialmente en la aprehensión de una autocaravana con quinientos kilos de cocaína, que pertenecía a la conocida familia Charlín y estaba preparada para ser trasladada a algún país europeo. Llegaron sobre las seis de la tarde a la Audiencia Nacional, era un día de calor sofocante, y tras hablar ampliamente sobre la problemática del narcotráfico en Galicia, nos pusimos a trabajar en el juzgado. Después de cenar unas pizzas que nos sirvieron de una cafetería cercana a la Audiencia Nacional, y cuando eran ya las tres de la madrugada, decidí que era hora de parar y continuar al día siguiente. Enrique me preguntó: «¿A qué hora venimos mañana? Sobre las diez, ¿no?», pensando que alguien le diría que esa hora era demasiado temprana. Pues no, me quedé mirándole y le dije: «¿Cómo que a las diez? ¡A las ocho de la mañana aquí todo el mundo!».

No es el único que ha tenido que sufrir ese impulso que me lleva siempre más adelante. En una comisión rogatoria en Portugal para tomar declaración a un imputado que se encontraba en la cárcel de Viana do Castelo, Enrique León recuerda que fuimos, junto con el fiscal Pablo Contreras, en primer lugar a Oporto para hablar con el fiscal y la Policía Judiciaria portuguesa, arreglamos allí toda la problemática administrativa necesaria para poder realizar esa diligencia, y cuando terminamos nos quedaba muy poco tiempo para volver a Viana y tomar declaración al preso en cuestión. Si no llegábamos a tiempo, no podríamos hacer la diligencia, pues por la tarde no era factible y eso supondría quedarnos un día más. «Las carreteras en aquella época no eran lo que son hoy. Nos montamos en un Volkswagen Golf de la Policía portuguesa, conducido por un policía que había sido piloto de rally, con Garzón al lado del conductor sosteniendo el lanzadestellos del coche; atrás, otro policía portugués, el fiscal Contreras y yo. Pues bien, el conductor apretó el coche todo lo que pudo y un poco más; Garzón, por si el conductor no tenía suficiente, lo animaba constantemente. Cuando llegamos a Viana, el fiscal estaba pálido como la cera, tuvimos que ayudarle a salir del coche y cuando bajó, con un hilo de voz muy débil, dijo: “Jamás volveré a subirme en un coche con vosotros”. Pero llegamos a tiempo para la declaración.»

Jueces estrella

Casi desde el comienzo de mi llegada a la Audiencia Nacional, con la investigación de los GAL, se comenzó a elaborar una calificación profesional —acentuada con la Operación Nécora— que me hizo llevar, como un sambenito colgado de mi espalda, la expresión de juez estrella, de alguien que busca la exhibición y el reconocimiento mediático. Es muy difícil revertir esta situación cuando interesa exactamente lo contrario. Hasta tal punto es así que esa rémora se ha incorporado durante años a mi actividad profesional. El juez mediático, el juez vedete, el juez protagonista, el juez campeador… No es que me moleste, pero me apena la simpleza de algunos y la ligereza de otros a la hora de abordar cosas tan serias. Durante años, he aguantado estoicamente las críticas brutales, las descalificaciones y los ataques, aunque estos no se correspondan con la verdad.

Era tildado de juez estrella porque tenía nombre y apellidos. Sin embargo, esta crítica —que asumo pero no comparto— es hábilmente tramposa. Se cuestiona que se conozcan las operaciones y que se ponga nombre y apellido a la noticia, pero a la vez es precisamente esto lo que interesa a los ciudadanos que demandan transparencia, luz y taquígrafos, en todas las actuaciones del servicio público. La cuestión no está en que se conozcan las actuaciones judiciales, sino en el tratamiento que se dé a esa información y a quien se beneficie de la misma. Lo pernicioso no es una información veraz, equilibrada y responsable, sino las trampas de quienes filtran ilícitamente informaciones en beneficio de unos u otros a cambio de que se hable bien de ellos o por otros intereses mucho más espurios.

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Felipe González y José María Aznar, caracterizados como los inseparables agentes Hernández y Fernández de Las aventuras de Tintín en esta tira de Gallego y Rey, ironizan sobre la relación de los medios de comunicación con los jueces estrella.

Ser «antiestrella», según los medios, no es la certeza de que se trata de un profesional que no habla con nadie, sino garantía de que lo está haciendo entre bastidores y en beneficio de un realce que, con transparencia y tratamiento igualitario a los medios, no se daría. Siempre he procurado tener un trato transparente y adecuado con la prensa, sin trampas. Cuando ha sido posible he informado a todos los medios de comunicación de lo que se podía informar para una comprensión acertada del sentido o trascendencia de una información que después sería valorada por cada cual como quisiera, y por ello he sufrido las consecuencias. Hoy se reclama insistentemente la transparencia de las actuaciones judiciales, como elemento de conocimiento y control ciudadano, a través de los medios, de las actuaciones judiciales. No creo que, a lo largo de mi actividad como juez en la Audiencia Nacional, haya existido una actuación más publicada y, por ende, más controlada, criticada, valorada o atacada que la mía.

Sin embargo, y a pesar de que los medios se nutrían de ella y de la propia figura, lo que queda es que yo buscaba el protagonismo. Por ello, reclamo atención a aquellos jueces a los que desde los medios de comunicación se coloca el letrero de antiestrellas, pero que son columnistas de determinados medios, escriben y opinan de lo que hacen, asesoran a unos y otros, compadrean con quienes después les adulan, y cuyas actuaciones son seguidas en forma constante por esos medios y no por otros. En estos, la noticia sobre el juez o fiscal «antiestrella» irá acompañada de un trato favorable al funcionario. Eso, en sí mismo, no es incorrecto siempre que no se hagan trampas o con ello se trate de denostar el trabajo de quienes no actúan así. Los medios de comunicación han jugado un papel clave en la lucha contra el narcotráfico y hay que reconocérselo. Desde la radio, como lo hacían Luis del Olmo o el fallecido Jesús Hermida; desde los periódicos, como lo hacían Elisa Lois, Julio Fariñas, Txetxo Yoldi, Margarita Batallas, Javier Álvarez, Julio Martínez Lázaro, Begoña del Pueyo, Eduardo Martín de Pozuelo, Jordi Bordas, Santiago Tarín y otros muchos. Si somos capaces de lograr que el problema se visualice, habremos ganado muchísima credibilidad en cuanto a la ciudadanía.

Recuerdo el caso del helicóptero en la Operación Nécora. Se trataba, después de llevar veinticuatro horas sin dormir, de continuar la inspección ocular del pazo Bayón —propiedad entonces de Laureano Oubiña— y era imposible llegar por otra vía. La policía propuso que fuéramos en el helicóptero. Recuerdo que me mareé de puro cansancio; de ahí me dirigí a tomar el avión hacia Madrid, donde comencé, sin dormir, las declaraciones. Esas setenta y dos horas sin descanso casi acaban con mi resistencia. Supongo que la juventud nos daba alas.

Cuando se afirmaba que «a Garzón le gustaba aparecer donde no tenía que estar y utilizar un helicóptero para ello», lo que pretendía ser una crítica constituyó un increíble mensaje de fortaleza del Estado de derecho. Tuvo una repercusión social enorme. Hablamos de una «zona sin ley», donde los poderosos eran los narcos, donde se compraban voluntades, donde se invertía dinero sucio…, donde desde la cárcel incluso se pagaba a unos y a otros. Y de repente llegó la Justicia como caída de los cielos —en un helicóptero con un juez, un fiscal y muchos policías— y la gente lo vio, y también los narcotraficantes, y todos ellos percibieron que acababa de aterrizar la Justicia en Galicia. Esa imagen era el mejor mensaje de prevención. Fue la primera victoria en esa comunidad autónoma, después ya vendrían las siguientes operaciones, algunas de ellas más grandes e importantes, pero el hecho era que la gente había empezado a creer más en el Estado de derecho y ello también propició que la colaboración fuera mayor a la hora de detectar los nichos en los que se movían los «malos», que la calle se recuperara por la sociedad maltratada por los narcos, que se potenciara la confianza en los jueces, que la gente viviera con una seguridad mayor en su ciudad. De todo esto es de lo que estoy más orgulloso, fue buenísimo, aunque solo se haya apreciado con el tiempo.

Que la justicia había llegado con todo el peso de la ley lo ilustra otra anécdota de Enrique León, una historia de esas que hacen que se distienda un poco la seriedad y la tensión del momento. En el desarrollo de una acción contra el narcotráfico, la Operación Gamba 2, se había intervenido un barco con un importante cargamento de cocaína. Era el momento de las detenciones en tierra, de modo que se trasladaron a Cambados y registraron la casa de uno de los principales responsables del alijo incautado. Allí no encontraron nada, salvo determinados documentos sobre propiedades inmobiliarias. El propietario de la casa, Ramón Parada, estaba exultante de felicidad, tanto que incluso les ofreció unas botellas de vino albariño. El hombre se creía que, como en su casa no habían encontrado droga, quedaba libre de polvo y paja, y le sorprendió mucho que le dijesen que tendría que acompañarles, pues estaba detenido. La verdad es que aquello no le hizo mucha gracia, y preguntó que adónde le llevaban. Le dijeron que a Madrid, a la Audiencia Nacional, donde le esperaba el juez Baltasar Garzón. Nada más oír el nombre, Parada empezó a palidecer y en pocos segundos, cuenta Enrique, su semblante mudó de color varias veces, hasta que se derrumbó totalmente.

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El dibujante Ricardo ironiza sobre la defensa de la justicia universal por parte de Baltasar Garzón, esfuerzo en el que se le tildó de juez estrella.

Comienza el después

La Operación Nécora fue un antes y un después, marcó una diferencia en el tratamiento mediático de la investigación y de la relación con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. El macrojuicio de la Nécora tuvo muchísimas dificultades, por ser muy mediático y por tener muchos palos en las ruedas, pero a pesar de eso salió adelante. Por razones de coyuntura política —yo estaba entonces en el Parlamento—, durante el juicio se criticó en exceso aquel proceso y su resultado por criticarme a mí. Pero resulta que el setenta y cinco por ciento de los procesados en las distintas fases de la operación fueron condenados, y, después, hasta un noventa por ciento de ellos fueron cayendo en otras operaciones. Era una constante que no se detuvo hasta que absolutamente todos estuvieron donde debían por los delitos cometidos.

Se construyó una sentencia a base de prueba indiciaria, se determinaron autorías, se validaron intervenciones telefónicas, hubo registros simultáneos, coordinación, declaraciones prestadas con todas las garantías, todo lo que no estaba al uso en aquel tiempo. Y lo que es más, a pesar de carecer de la legislación adecuada. Por poner un ejemplo, la ley de protección de testigos y peritos (no de arrepentidos, que siguen en el limbo) es de diciembre de 1994; la de agentes encubiertos, de enero de 1999.

Capos históricos como Laureano Oubiña fueron condenados aquí y después en varias operaciones más. También hubo ajustes de cuentas, como en el caso de la familia de los Baulos, cuyo patriarca, Manuel Baulo Trigo, fue asesinado el 12 de septiembre de 1994, poco después de haber comenzado a colaborar conmigo, y su mujer quedó tetrapléjica. Y casos como el de José Ramón Prado Bugallo, alias Sito Miñanco, que fue detenido cuatro años después con más de dos mil kilos de cocaína; el de Francisco Javier Martínez Sanmillán, alias Franky, que se fugó inmediatamente después de haber sido condenado a diecisiete años de prisión, y fue detenido en 2006, tras años de persecución y después de haberse cambiado la cara, compareció ante mí, y finalmente condenado en 2012 a trece años de cárcel; o los de José Santorum, alias O Can, y José Luis Orbaiz, que serían posteriormente condenados. Sin olvidar a personajes como el histórico abogado y asesor de los narcos Pablo Vioque, vinculado a algunos políticos del Partido Popular de Galicia y que hacía campañas de regalos de Navidad, al que detuve en 1997 por una operación de blanqueo y por su participación en un alijo de dos mil kilos de cocaína en virtud de las declaraciones de dos arrepentidos. Tras ser puesto en libertad por el juez Gómez de Liaño, fue preso por orden mía y posteriormente condenado en dos ocasiones, la última por urdir la trama para asesinar al fiscal Zaragoza.

Los hermanos Charlín Gama y sus hijos cayeron y su entramado de empresas y propiedades fue intervenido. Por ejemplo, Manuel Charlín Gama, el patriarca del clan de los Charlines, detenido un mes después de la gran redada, quedó en libertad bajo fianza antes de conocerse la sentencia. Fue indignante: las estratagemas de las defensas para demorar los trámites hicieron que se cumplieran los cuatro años de prisión preventiva. Claro que a los seis días, le decreté de nuevo la prisión y volvió a la cárcel por otro delito de narcotráfico derivado del mismo sumario de la Nécora. Jamás en toda mi carrera me he encontrado con una familia de delincuentes tan dedicados a su «oficio» como la de los Charlines, una verdadera saga de padres a hijos y a nietos, hombres y mujeres. Son el prototipo del clan empresarial delictivo gallego. Toda la familia —excepto la hija María Teresa— trabajaba para el mismo fin y todos están condenados. El patriarca dirigía el grupo con la ayuda de su hija, Josefa Charlín Pomares, la cual estuvo en paradero desconocido algún tiempo y cuya puesta a disposición judicial se hizo de forma tramposa, para evitar que compareciera ante mí, aunque después alcancé a ingresarla en prisión. La madre y esposa, Josefa Pomares Martínez, fallecida en 2012, colaboraba en el blanqueo, lo mismo que sus hijos Adelaida, Óscar Felipe y Manuel.

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En septiembre de 1994 algunos de los capos gallegos de la droga acusados en la Operación Nécora fueron liberados por falta de pruebas. El motivo no fue ese, en realidad, sino una valoración de aquellas diferente a la que habían hecho el fiscal, los policías y el juez instructor. El resultado: la sentencia de la Audiencia Nacional causó perplejidad —como bien recoge esta tira de Oroz— entre los que esperaban que la Sala acabara con unos narcos prácticamente confesos y que campaban con impunidad. A pesar de que la Sala impuso treinta condenas, entre los cuarenta y dos imputados, varios de los principales acusados de dirigir el narcotráfico gallego quedaron en libertad y otros fueron a la cárcel, pero por blanqueo y fraude fiscal. En los años siguientes el noventa por ciento de los que estuvieron imputados en la Nécora acabaron siendo condenados a largas penas de privación de libertad.

También ayudaba la nuera, Manuela Nine, e incluso Pascuale Imperato, el segundo compañero de Adelaida. Noemí Outón, hija de Josefa, tenía su papel en la organización, lo mismo que Carolina Outón, hermana del primer marido de Josefa, lo que no impedía que su marido actual, José Luis Lizabe, también participara de un pastel que ha llevado a prisión hasta al abogado de la familia.

Nombres que son solo un breve ejemplo de la lista de ilustres del narco que acapararon durante más de una década titulares de prensa y que dieron con sus huesos en una celda para cumplir condenas que superaron los veinte años de cárcel. En 2004, de las casi seiscientas personas condenadas por la Audiencia Nacional por delitos relacionados con el tráfico de drogas, unas cien eran gallegas.

Reivindicación

Creo que este es el lugar para reivindicar con claridad y contundencia el éxito que supuso esta investigación, y ello a pesar de ser consciente de la clara tendencia destructiva que sufrimos los españoles respecto de nuestros propios logros. Es difícil que, más allá de las gentes sencillas, que por otro lado son las únicas que verdaderamente importan, se reconozcan los valores o el buen hacer de aquellos que no coinciden ideológica o afectivamente con nosotros. Tenemos una clara tendencia a la destrucción y al linchamiento. Normalmente quemamos la imagen, como antes lo hacía con el cuerpo la Inquisición (tribunal de excepción y tortura, de creación española, en tiempos de sus católicas majestades los reyes de Castilla y Aragón), y después, en su caso, se reivindica lo hecho, siempre que no sea el olvido la norma impuesta.

Pues bien, si tenemos en cuenta lo dicho hasta ahora —el tiempo en el que se desarrollaron estas investigaciones; los medios artesanales empleados; la desconfianza inicial del propio Ministerio del Interior, al que a duras penas conseguimos convencer en sus máximas responsabilidades, regidas por la oportunidad y el interés político; los instrumentos legales insuficientes o inexistentes; el desamparo para los que colaboraron con la justicia; la falta de conciencia de la existencia de organizaciones criminales—, conseguir en las tres fases de la Operación Nécora el porcentaje de condenas citado no estuvo nada mal. Quizá le faltó al tribunal un poco de visión y perspectiva para comprender la magnitud del fenómeno al que nos enfrentábamos. Recuerdo el comentario de Ángela Murillo, ponente de la sentencia, de que, si hubiera juzgado ahora a los acusados de la Operación Nécora que se sentaron en el banquillo de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional en 1994, la resolución hubiera sido mucho más dura.

En todo caso, lo importante fue que habíamos comenzado la acción y esta no se detendría en toda la década de 1990. Los golpes policiales y judiciales sucesivos reparaban las omisiones precedentes y la visión comprensiva de las estructuras criminales que se regeneraban dentro y fuera de la prisión, con sustitución y renovación de puestos, que debía ser contenida de forma constante, junto con la investigación simultánea de las estructuras de blanqueo. Fue una estrategia global con el mismo nivel de complejidad que la empleada por las propias organizaciones criminales. Esa persistencia hizo muy difícil que estas últimas arraigaran como estructuras de poder en España, y deberíamos estar orgullosos de haberlo conseguido. Resulta curioso que así nos lo hayan reconocido en forma sistemática en los más diversos puntos del planeta y en todas las instancias, salvo aquí, por quienes normalmente han hecho muy poco y han destruido bastante. Alguien tenía que hacerlo y nos correspondió llevarlo adelante a un grupo de mujeres y hombres a quienes este país debe mucho. Grandes profesionales que se han dejado la piel a favor del servicio público, aunque las figuras visibles hayamos sido unas cuantas. Probablemente las menos importantes.

La trascendencia de aquella primera operación a gran escala contra el narcotráfico gallego y de las que la sucedieron no se ha podido apreciar sino con el paso de los años, una vez comprobados los resultados obtenidos. La Justicia lanzó un claro y nítido mensaje: Galicia no era una «pequeña Sicilia» y la ley llegaba a todos los rincones y se aplicaba a todos por igual.

MÁS DE CIEN OPERACIONES
CONTRA EL NARCO

Gracias a estos principios, la investigación policial y judicial en España dio un salto cualitativo en la persecución de las tramas organizadas que ha permitido también el desmantelamiento de muchas otras organizaciones, dedicadas no solo al narcotráfico, sino también al tráfico de armas, a la trata de personas o al terrorismo internacional.

En el ámbito del crimen organizado, entre los años 1990 y 2010 fueron más de cien operaciones contra el narcotráfico y el blanqueo de dinero procedente del mismo las que se desarrollaron bajo mi dirección como juez. Pero la etapa fundamental en ese periodo fue la década de los noventa, en la que destacaron, entre otras muchas, las siguientes actuaciones:

1991.   Operación contra el tráfico de heroína entre Líbano y Turquía con España, en la que se desarticularon tres organizaciones de ciudadanos turcos lideradas por Hassan Mohamed Solh, alias Abu Faisal, e integradas por doce miembros.

1991.   Aprehensión de mil kilogramos de cocaína, intervenidos al abordaje en alta mar el 14 de octubre, en cuyo comercio estaban implicados José Luis Charlín Gama, Manuel Baulo Trigo, Daniel Carballo, Manuel Carballo Jueguen, José Luis Otero Pérez y veinte personas más.

1994.   Operación Pazo Bayón. Intervención judicial de las sociedades Comercial Oula S. A. y Albariño Bayón S. A., propietarias del emblemático pazo Bayón y de las que eran accionistas el conocido narcotraficante gallego Laureano Oubiña Piñeiro y su esposa Esther Lago García. Se intervienen bienes inmuebles por valor de mil cien millones de pesetas (6,61 millones de euros). Como consecuencia de esta intervención se detuvo al abogado Francisco de Asís Velasco Nieto por un delito de blanqueo de dinero con fondos procedentes del cambio de divisas realizado por Esther Lago. El citado abogado es conocido en la ría de Arousa por su dedicación a la defensa de los más importantes contrabandistas y narcotraficantes gallegos, y por su asesoramiento para invertir el dinero obtenido con el contrabando y el tráfico de drogas.

1994.   Desmantelamiento de una importante organización criminal dedicada al transporte y distribución de grandes cantidades de droga, siendo detenido Sadulla Unnu, al que se le intervienen ciento diecinueve kilos de heroína, una pistola FN y un revólver. Esta persona utilizaba la empresa Nicol Mariscos como tapadera para realizar el transporte de la heroína desde Turquía a España.

1994.   Desarticulación de una organización criminal dedicada al transporte y distribución de cocaína desde Sudamérica a España. Entre los detenidos estaba Willem Arturo Gómez Valbuena. Les fueron intervenidos trescientos treinta kilos de cocaína en el interior de un contenedor remitido, por vía marítima, desde Colombia al puerto de Barcelona.

1995.   Operación Osa, contra el clan de los Charlines, en la que resultaron detenidos varios miembros de la familia de Manuel Charlín Gama, conocidos narcotraficantes gallegos. Se consiguió la intervención judicial de catorce de sus empresas y el bloqueo de más de ciento cuarenta cuentas bancarias, así como la intervención de quince vehículos de gran potencia y cilindrada y casi cien propiedades inmobiliarias. El estudio de la documentación intervenida permitió detectar el blanqueo de cuatrocientos millones de pesetas (2,4 millones de euros), con participaciones premiadas de lotería y la adquisición de doscientas catorce propiedades inmobiliarias, embarcaciones y bateas, cuyo valor de compra se aproximaba a los mil millones de pesetas (seis millones de euros). El valor de lo intervenido y lo descubierto ascendía a cuatro mil millones de pesetas (veinticuatro millones de euros).

1996.   Investigaciones para llegar a la completa desarticulación de una importante organización criminal dedicada al transporte y distribución de grandes cantidades de cocaína desde Sudamérica a las costas españolas. Se detuvo a seis personas, una de ellas José María Monteagudo Durán, a las cuales se les intervino una embarcación —cargada con mil quinientos kilos de cocaína— que fue asaltada en alta mar tras establecer un espectacular dispositivo policial y marítimo.

1997.   Operación Victoria, una de las mayores operaciones llevadas a cabo en España contra las grandes organizaciones criminales dedicadas a la elaboración, transporte y distribución de grandes cantidades de sustancias estupefacientes. Entre los detenidos se encontraba Antonio Alejandro Vivas Correas, y fueron intervenidas dieciocho toneladas de productos precursores destinados a la elaboración de cocaína en laboratorios de Colombia.

1997.   Operación Santo. Esta investigación por blanqueo de capitales se inició en el mes de enero de 1995 simultáneamente con otra seguida por tráfico de estupefacientes, existiendo en todo momento una coordinación plena entre los responsables de ambas con el fin de complementarlas y de evitar que las gestiones realizadas perjudicaran el buen fin de ambas. En el mes de julio de 1997, acordé el procesamiento de treinta y ocho personas que intentaron introducir en España dos mil once kilos de cocaína procedente de Colombia. La droga fue incautada tras las operaciones Santo y Manzanal, relacionadas con los capos gallegos José Ramón Prado Bugallo (Sito Miñanco), Francisco Javier Fernández Pomares, José Luis Orbaiz y José Santorum Viñas. Recuerdo que fijé fianzas que alcanzaron los veinticinco mil millones de pesetas (150,26 millones de euros), así como el bloqueo de cuentas y cualquier otro activo financiero a veintinueve entidades bancarias, y se intervino un patrimonio superior a los dos mil millones de pesetas (12,02 millones de euros). Los alijos fueron localizados en los barcos Martínez Álvarez y Anita, abordados cuando estaban en aguas internacionales y nacionales, respectivamente.

1998.   Operación Sondeo. Investigaciones llevadas a cabo sobre una organización internacional dedicada al tráfico de sustancias estupefacientes y al blanqueo de capitales procedentes del tráfico de drogas. Se realizaron diecinueve detenciones, entre ellas la de Pablo Molina Ausique; fueron intervenidas seis empresas y 95.560.000 pesetas en efectivo (algo más de medio millón de euros); se bloquearon cuentas bancarias por valor de noventa y un millones de pesetas (algo más de medio millón de euros) y fueron incautadas joyas por valor de seis millones de pesetas (unos treinta y seis mil euros), además de dos viviendas unifamiliares, quince vehículos de alta gama, dos armas de fuego, tres ordenadores personales y otros efectos.

1998.   Desarticulación de una importante organización criminal dedicada al transporte y distribución de grandes cantidades de sustancias estupefacientes. Hubo veinte detenidos, entre ellos Simón Antonio Sánchez Mejías, y se incautaron trescientos tres kilos de cocaína, ciento dos kilos de hachís, dos armas de fuego, veinte millones de pesetas (ciento veinte mil euros), ciento quince mil dólares (unos cien mil euros), más de cincuenta piezas de joyería y varios vehículos y ordenadores.

1999.   Operación Caronte, en la que se llevaron a cabo investigaciones sobre una organización dedicada al blanqueo de capitales y en la que fue detenido Domingo Tarruella Dalmau, además de otras once personas. Estas personas canalizaron al exterior más de cuatro mil millones de las antiguas pesetas (veinticuatro millones de euros), y además les fueron intervenidos doscientos dieciocho millones de pesetas en libras esterlinas (1,31 millones de euros); también se bloquearon doscientos ochenta millones de pesetas (1,68 millones de euros) en diferentes cuentas bancarias.

2000.   Operación Dobel. Consistió en la detención de los miembros de un grupo organizado de personas, que operaba en la ría de Arousa, por su implicación en la importación de más de mil kilos de cocaína a bordo de la embarcación Dobel, así como en el blanqueo de los beneficios obtenidos por ellos y por otros narcotraficantes, procedentes de sus ilícitas actividades. Se procedió a la intervención, embargo y/o bloqueo de un importante patrimonio, atribuido a los detenidos o a sus empresas. Además de los detenidos, más de ciento cincuenta personas físicas y otras cincuenta jurídicas relacionadas con los principales implicados figuraron en la investigación llevada a cabo.

2000.   Operación Altamira, sobre una organización criminal dedicada al transporte, adulteración y distribución de grandes cantidades de sustancias estupefacientes desde Sudamérica a España. En ella fueron detenidas seis personas a las que les fueron intervenidos, en una nave industrial de la provincia de Castellón, novecientos cincuenta kilos de pasta base de cocaína que habían llegado en el interior de un contenedor. Además, también fueron incautados quince kilos de heroína y se descubrieron dos laboratorios para la manipulación y adulteración de la pasta de coca, los cuales estaban equipados con el instrumental más moderno del momento y tenían almacenada la mayor cantidad de sustancias precursoras intervenidas hasta esa fecha por las fuerzas policiales. Se consiguió descubrir el lugar donde ocultaban novecientos millones de pesetas (5,41 millones de euros), una importante cantidad de divisas, documentación falsificada, material para la manipulación de la droga, documentación y tres vehículos.

2001.   Operación Maspitufo, contra una organización criminal internacional dedicada al transporte y distribución de grandes cantidades de cocaína entre Sudamérica y España, que enviaba la sustancia estupefaciente en barcos de línea regular de transporte de contenedores. Fueron detenidas doce personas, entre ellas Luis Aguado Martínez, a las que les fueron intervenidos mil cuatrocientos kilos de cocaína en el interior de un contenedor que habían transportado a una nave industrial de la localidad de Valdemoro, así como 3515 euros en metálico, cinco vehículos de alta gama y un camión de gran tonelaje.

2001.   Operación Anticuario, en la que se consiguió la desarticulación de una organización internacional de blanqueo de dinero procedente del tráfico de cocaína. Esta trama había blanqueado más de dos mil millones de pesetas (12,02 millones de euros) y estaba compuesta por ciudadanos de varias nacionalidades, con ramificaciones en España, Bélgica y Francia. Fueron detenidas ocho personas por delito contra la salud pública y blanqueo de dinero y se les intervino un patrimonio superior a los setenta y tres millones de euros.

2002.   Operación Azores. Investigación dirigida a la desarticulación de una importante organización criminal dedicada al transporte y distribución de grandes cantidades de cocaína. Entre los detenidos estaba Francisco Ramírez Rando. Se intervinieron nueve toneladas de hachís, trescientos mil euros, una pistola Star 9 mm Parabellum, tres turismos y un camión frigorífico, material informático, equipos de transmisión y documentación variada.

2002.   Operación Clemente. Consistió en la detención de José María Clemente Marcet, que se dedicaba de una forma profesional a blanquear dinero para organizaciones de narcotraficantes, y a través de los diversos informes emitidos se puso de manifiesto la implicación directa del detenido en la operación de importación de dos toneladas de cocaína desde Caracas a París. En los cinco registros practicados se consiguió numerosa documentación, de cuyo análisis se derivó el descubrimiento de diversos y complejos sistemas de blanqueo de dinero a través de los cuales se blanquearon más de veinte millones de dólares (en torno a veintiún millones de euros). Fueron procesadas dieciocho personas por tráfico de estupefacientes y/o blanqueo de dinero. Además, se pudieron detectar inversiones en siete hoteles de Barcelona por un importe superior a los nueve millones de euros, y en inmuebles de la República Dominicana por unos dos millones y medio de euros. También se adoptaron medidas preventivas para asegurar un patrimonio por un importe superior a los cinco millones de euros.

2003.   Operación Popeye, dirigida a la desarticulación de una importante organización criminal dedicada a la distribución de sustancias psicotrópicas por internet, en la que es detenido Miguel Ángel Castro Gutiérrez y ciento cuarenta y nueve personas más. Les fueron intervenidas importantes cantidades de éxtasis en diferentes provincias del territorio nacional.

2003.   Operación Perla. Incluyó la incautación de cuatrocientos doce kilos de cocaína y la desarticulación de una organización internacional que operaba en España (Galicia y Madrid), Colombia, Venezuela, Surinam y Togo, dedicada a distribuir grandes cantidades de esta sustancia estupefaciente desde Sudamérica a Togo y desde allí a España y al resto de Europa, vía marítima, utilizando la embarcación Pitea, que fue abordada por la Marina francesa a petición de España, con objeto de culminar la operación. Se practicaron nueve registros domiciliarios, y se le solicitó además a la Autoridad Judicial la prohibición de enajenación de los bienes inmuebles de los detenidos. Se incautó numerosa documentación, ordenadores y cuatro vehículos, así como nueve mil quinientos euros y dieciocho mil dólares en efectivo (unos dieciséis mil euros).

2006.   Operación Atrio, en la que se desarrolló un operativo conjunto entre la Unidad Central de Delincuencia Económica y Fiscal y la Agencia Estatal de la Administración Tributaria por presunta estafa contra las sociedades de inversión en bienes tangibles conocidas como Fórum Filatélico y Afinsa. Este operativo incluyó la práctica de veintiuna diligencias de entrada y registro en sus sedes sociales y principales establecimientos en España, así como la detención de sus máximos responsables, consiguiendo la intervención —en los domicilios y en cuentas bancarias— de 255,82 millones de euros y 357.731 dólares (unos doscientos noventa y cinco mil euros). Hay que señalar por su importancia que el número de afectados por esta presunta estafa podría ascender a unos trescientos cincuenta mil clientes, con una media de aportaciones individuales de quince mil euros, por lo que la cantidad total defraudada alcanzaría los cinco mil doscientos cincuenta millones de euros (cerca de los novecientos mil millones de las antiguas pesetas). Durante la operación hubo diez detenidos, cuatro de Fórum Filatélico y seis de Afinsa, y se realizaron veinticinco registros entre domicilios y sedes de las empresas. En los distintos registros efectuados se intervinieron importantes cantidades de dinero en efectivo, documentación, obras de arte, vehículos, joyas y grandes cantidades de sellos. En el domicilio de uno de los detenidos de la empresa vinculada a Afinsa, sito en la urbanización de La Moraleja, se intervino una gran cantidad de sellos, joyas, diez millones de euros y trescientos cincuenta mil dólares (unos doscientos noventa mil euros), así como dos vehículos de gran cilindrada. Dado el volumen de la actividad desarrollada por ambas sociedades y para garantizar la continuación de sus actividades, se procedió a precintar sus domicilios sociales, sedes y dependencias en España en las que se encontraban las cámaras acorazadas donde estaban depositadas las colecciones filatélicas, bajo custodia policial, a la espera de que se nombrara un administrador judicial.

2006.   Operación Gruta. Investigación conjunta de la sección de Blanqueo de Capitales con miembros del Grupo VII de Blanqueo de Capitales de la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Madrid sobre una organización internacional dedicada al blanqueo de capitales y tráfico de drogas. Se consiguió la incautación de ciento noventa y tres kilos de cocaína y la detención de veintiuna personas acusadas de delitos de blanqueo de capitales, tráfico de estupefacientes, asociación ilícita, corrupción de menores, falsificación documental, estafa, cohecho contra el derecho de los trabajadores relativo a la prostitución e infracción de la ley de extranjería. Además, se intervinieron una pequeña barca de 3,5 m de eslora, un remolque para cargar barcas, treinta y un vehículos de gran cilindrada, un camión grúa, dos motocicletas de 1200 cc, un revólver, dos escopetas de caza, un rifle de caza mayor, abundante munición, dieciséis ordenadores (portátiles y fijos), veintiocho relojes de lujo, numerosas piezas de oro (gargantillas, pulseras, pendientes…), numerosa documentación bancaria, escrituras, dos máquinas de contar dinero, un detector de billetes falsos, varios equipos electrónicos, medios técnicos (prismáticos, miras telescópicas, radioteléfonos…), cuarenta y dos teléfonos móviles y numerosos efectos. El dinero en efectivo intervenido ascendió a trescientos mil euros y una importante suma de divisas (dólares, bolívares venezolanos y pesos colombianos). El total del dinero blanqueado desde el periodo detectado (enero de 2001) rondaba los trescientos sesenta millones de euros. Se solicitó judicialmente y en un primer momento el bloqueo de ochenta y una cuentas bancarias y tres viviendas particulares, una nave industrial y un club de alterne, este último valorado en unos doce millones de euros.

2007.   Operación Castaño, en la que se llevaron a cabo investigaciones para la desarticulación de una organización criminal internacional integrada por ciudadanos españoles y colombianos dedicados a la introducción y posterior distribución en España de importantes cantidades de cocaína por vía marítima, y en las que participaron activamente la Serious Organised Crime Agency (SOCA) del Reino Unido y la Drug Enforcement Administration (DEA) estadounidense. Fueron detenidas once personas (dos españoles, dos colombianos, dos coreanos, un chino, un venezolano, un guatemalteco y un peruano), a los que les fueron intervenidas cuatro toneladas de cocaína en el interior de una embarcación que fue abordada en alta mar. Se intervinieron veinte mil euros en metálico, tres vehículos, numerosos teléfonos móviles, varios ordenadores y diversa documentación de interés para la investigación.

2008.   Operación Troika, que llevó a la desarticulación de una organización de blanqueo de capitales procedente de las actividades de la organización criminal rusa Tambovskaya. Se les imputó a los detenidos delitos de asociación ilícita y blanqueo de capitales. El operativo se desarrolló en Madrid, las islas Baleares, la Comunidad Valenciana y Andalucía. Se practicaron veinticinco entradas y registros, veinte de ellos desarrollados por el Cuerpo Nacional de Policía y cinco por la Guardia Civil, así como la detención de veinte individuos de origen ruso y español (quince por parte del CNP y cinco por la Guardia Civil). Se intervinieron en torno a diecisiete millones de euros, tanto en efectivo como en las cuentas bancarias, y productos financieros bloqueados, viviendas de gran lujo, joyas, más de veinte vehículos de alta gama, dos yates de lujo y obras de arte de gran calidad, entre ellas un posible Dalí.

El Yomagate

En aquella época, todo sucedía a una velocidad trepidante. La actividad delictiva de las organizaciones criminales en España había aparecido como por arte de magia. Hasta el comienzo de la década, a excepción de las tramas turcas, oficialmente el crimen organizado no existía en nuestro país. Nada presagiaba que la detención de un ciudadano de origen cubano, Andy Cruz Iglesias, en el sur de España en el mes de noviembre de 1990, iba a producir uno de los escándalos más importantes en Argentina.

En Cabo Verde se habían intervenido quinientos treinta y cinco kilos de cocaína a bordo del velero Good Luck, procedente de Cartagena de Indias y cuyos propietarios eran el narcotraficante estadounidense Mario Anello y Ramón Humberto Puentes Patiño, de origen cubano y afincado, al igual que el primero, en aquel país. Puentes era el responsable de la introducción, entre los años 1982 y 1986, de más de diez mil kilos de cocaína en Estados Unidos, cuyo comprador en este país era el mafioso Antonino Giuseppe Greco. La droga, como en ocasiones anteriores, había sido suministrada por Jairo Durán, alias el Mico —un personaje conocido en Colombia no solo como narcotraficante del cartel de la Costa, sino por haber comprado el concurso de belleza Señorita Atlántico para su novia, y que sería asesinado, no se sabe si por las FARC o en un ajuste de cuentas, en 1992—, y Elías Díaz Ramírez, del mismo cartel.

Cuando Iglesias fue detenido y puesto a disposición judicial, tras la incautación del alijo por la policía caboverdiana y española, comprobé que lo que me había dicho la policía era cierto: «Don Baltasar, este, a poco que le pregunte, va a colaborar con usted. Ha dicho que hablará ante el juez». En efecto, como solía hacer en estos casos, en presencia de su abogado y una vez que le leí sus derechos, especialmente el de guardar silencio, le transmití: «No obstante, si usted lo desea, puede declarar. La ley prevé que, si presta colaboración, la pena que le corresponderá en su día se puede reducir sustancialmente en uno o dos grados». El declarante, cuando se presentó ante mí el 29 de noviembre de 1990 en la que sería la primera de quince comparecencias en el periodo de un año, me dijo inmediatamente que tenía miedo por su seguridad y que pedía el amparo judicial; le comenté que para eso estábamos allí, pero que debería ser una colaboración clara, contundente y exhaustiva, porque si comprobaba que estaba mintiendo, no operaría ninguno de los beneficios que preveía la ley y además quedaría en evidencia ante quienes hubiera implicado. Asimismo le expuse las medidas que podía adoptar para su protección y cómo quedaría de momento todo en reserva y en secreto. Hechas estas salvedades, Iglesias mostró su disposición a colaborar.

En las sucesivas declaraciones puso de manifiesto que el entonces secretario de Estado de Argentina para Asuntos Hidráulicos, Mario Caserta, era la persona encargada por la organización para controlar a las personas de nacionalidad argentina que trabajaban en este país para la misma, una parte de las cuales pertenecían, como él mismo, al Gobierno entonces presidido por Carlos Saúl Menem. Entre ellas estaban Amira Yoma, hermana de la exesposa del presidente —Zulema— y directora general de audiencias de aquel, y su exmarido, Ibrahim Alí Ibrahim, que había sido designado como responsable de la aduana del aeropuerto de Ezeiza tras ser nacionalizado en no más de una semana y sin hablar apenas el español. Cada miembro de la red recibía su compensación cada vez que se introducían importantes cantidades de dólares procedentes de Nueva York para su ingreso en entidades bancarias de Uruguay.

Gracias a estas declaraciones se pudo conocer cómo, entre los últimos meses de 1989 y septiembre de 1990, se había fraguado la adquisición en Cartagena de Indias de 535 kilos de cocaína que pudieron salir del lugar, pese a haber sido descubiertos por el DAS colombiano, gracias al soborno de varios funcionarios de aquella unidad policial por parte de Díaz Ramírez, que les entregó ciento ochenta mil dólares (unos ciento diez mil euros). Gracias a este recurso, la cocaína pudo partir en el barco Good Luck, en el que sería intervenida en Cabo Verde durante el segundo registro que los policías caboverdianos y españoles realizaron con autorización judicial.

La organización, liderada por Anello y Puentes, había instalado su centro de operaciones en la ciudad autónoma de Buenos Aires, donde gozaban de total impunidad gracias a los integrantes locales de la misma, que a su vez tenían relevancia social y política, hasta el punto de que algunos de ellos formaban parte del Gobierno argentino.

En la trama de blanqueo que la organización desplegó en Argentina estaban implicadas siete personas que se distribuían las funciones de recepción de las maletas Samsonite en las que se transportaban los dólares, traslado a través de Aerolíneas Argentinas desde Estados Unidos (Miami y Nueva York) a Buenos Aires, con destino final en Montevideo (Uruguay), donde el dinero se depositaba en la entidad bancaria correspondiente. La cantidad de narcodólares así «lavada» ascendió, en el periodo investigado, a unos veinte millones (en torno a treinta y dos millones de euros).

Con toda esta información pude emitir órdenes de detención contra los ciudadanos colombianos, estadounidenses y argentinos, lo que provocó que la juez argentina María Servini de Cubría se trasladara a Madrid para tomar conocimiento de las actuaciones y llevarse en mano, tal como me pidió, la orden de detención de Amira Yoma para que no se produjeran filtraciones ni hubiese interferencias. Sin embargo, como transcurría el tiempo sin que se ejecutara esa detención, comencé a preocuparme. Un día recibí la información, por parte de los fiscales argentinos del caso, de que la orden de detención internacional la tenía la juez guardada en un cajón de su escritorio y sin intención de cumplimentarla. Mi contrariedad fue en aumento cuando, efectivamente, comprobé que mi colega no hacía nada por avanzar en la propia investigación, luego de haberle entregado las declaraciones de Andy Iglesias en las que se pormenorizaban los datos, documentos, encuentros, incluso en la Casa Rosada, con asistencia de uno de los hijos del presidente, que después fallecería en un accidente aéreo, y en los que quedaban claras las responsabilidades de cada cual en la trama delictiva.

El escándalo saltó a la prensa de la mano de dos periodistas españoles de Diario 16, Antonio Rubio y Manuel Cerdán, que, a partir de ese momento, hicieron una labor excelente, como la del periodista de Página 12, Román Lejtman, para que se conociera el caso y su paralización. Incluso se constató que la juez argentina había autorizado la grabación de algunas conversaciones telefónicas que yo había mantenido con ella, por lo cual fue sometida a juicio político, aunque este fue suspendido por la decisión de la mayoría oficialista del Congreso de la República.

El 10 de diciembre de 1991 emití un auto de procesamiento contra treinta personas, incluidos todos los componentes de la organización en España, Estados Unidos, Colombia y Argentina. A consecuencia del escándalo producido en su país, Amira Yoma fue detenida y, después de bastantes dilaciones, una juez amiga del oficialismo de la época sobreseyó su causa, quedando pendiente la orden de detención en España, que finalmente decayó cuando, protegida por el sobreseimiento argentino, compareció en la Audiencia Nacional para reivindicar una inocencia que no tenía y constatar el archivo de la causa a petición del señor fiscal. Esa fue la única ocasión en que vi a Amira Yoma, pareciéndome una persona derrumbada y harta de toda la trama en la que se había visto envuelta. Debo decir que en este caso hubo graves interferencias por parte del presidente argentino Carlos Menem, que, además de lo que aconteciera en Buenos Aires, intentó presionarme en España a través del ministro de Justicia Enrique Múgica, a quien, con educación pero con contundencia, le reproché que tratara de intermediar por alguien que desde el Gobierno no había hecho sino proteger a personas contra las que había sólidos indicios de criminalidad por tráfico de drogas y blanqueo de capitales, en vez de exigir que el presidente Menem actuara en su país para no encubrirlas y demandar que la justicia argentina actuara y no se sometiera al dictado político del presidente.

Este caso determinó que me negara a tener contacto con mi colega argentina María Servini de Cubría, la cual, desde mi punto de vista, no había actuado con diligencia y sí con trampas que influyeron en que no se extendiera la acción de la justicia hasta donde debía, al contrario que los fiscales…, que me alertaron de lo que estaba sucediendo. Veintiún años después, volví a encontrarme con la juez Servini, en su despacho oficial, cuando en mayo de 2012 concurrí a declarar como testigo en la causa que se sigue en su juzgado federal por los crímenes franquistas. Espero y deseo que, en este caso, continúe hasta el final en defensa de las víctimas de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el régimen fascista del general Franco en España.

Jamás aceptaré la interferencia de la política en la justicia. Durante toda mi vida he reivindicado la independencia del poder judicial, en el marco de un Estado de derecho; sin embargo, muchos dirigentes políticos no la aceptan y persisten en pretender interferir en el curso de la acción de la justicia. Seguí constatando el ánimo controlador de Menem mucho después, cuando detecté la proximidad que mantenía con el traficante de armas Monzer Al Kassar, a quien incluso prestó su chaqueta y corbata para que se hiciera el pasaporte argentino. Era lógico, si se parte del examen que tuve ocasión de hacer tras la detención de Al Kassar en España en junio de 1992. Al parecer, andaba enredado en una operación extraña para la venta de torpedos con cabeza nuclear al Gobierno argentino. La insistencia de Menem se volvió a manifestar en marzo de 1997, tras la expedición de la orden de detención internacional contra Leopoldo Fortunato Galtieri, cuando llamó al despacho y no atendí la llamada. Fue en septiembre de ese mismo año cuando le conocí finalmente, al tiempo que a De la Rúa, en una conferencia del World Economic Forum en São Paulo, hablando ni más ni menos que sobre corrupción. ¡Vivir para ver! También en esa ocasión me negué a hablar con él.

La llamada que sí me sorprendió fue la del vicepresidente Eduardo Duhalde cuando, después de estallar el escándalo del Yomagate y cuestionarse la eventual participación del presidente, me dijo que Menem estaba en una visita oficial en Alemania y que, si expedía una comisión rogatoria para tomarle declaración, él le daría trámite. Ciertamente me quedé sorprendido por esta llamada y decliné amablemente el ofrecimiento, expresándole que no existía razón alguna para esa comisión. Realmente, me dio la impresión de que el vicepresidente quería que esa declaración se produjera para quitarse de encima al presidente Menem. O quizá fuera solo una impresión.

Por lo demás, después de conseguir la detención de Ramón Puentes en Montevideo, armando toda una operación de inteligencia con los uruguayos y mandando a policías españoles, la DEA estadounidense consiguió llevárselo en un avión especial. Una vez allí, hizo acuerdo con los fiscales y pactó diez años de prisión. A nosotros, que habíamos hecho un trabajo completo hasta la detención, ni siquiera nos permitieron tomarle declaración. Una vez más, el pez grande se comió al chico y el principio de oportunidad estadounidense, o el oportunismo, se impuso. Lo que sí se logró fue que, en este caso, el Tribunal Supremo de Uruguay levantara por primera vez el secreto bancario en una causa penal. Mario Caserta fue condenado siete años después a una pena de cinco años, una sanción mínima para la gravedad de su acción. Supongo que era conveniente que mantuviera la boca cerrada. Ibrahim Alí Ibrahim fue detenido en Siria en julio de 1998 y, después de acusar de los hechos de blanqueo a su exesposa y al vicepresidente Duhalde, nunca más se supo de él. El resto de los implicados fueron condenados.

«Mejor para la salud que Baltasar Garzón»

El tráfico de heroína, a principios de los años noventa, era un objetivo de investigación de primer orden no solo porque la heroína estaba causando estragos entre los jóvenes, incidencia que ahora, en 2016, comienza a reproducirse de nuevo, por la adicción y por el sida, sino porque las organizaciones turcas eran especialmente peligrosas, cuando amenazaban lo hacían de verdad, no se andaban con bromas. La investigación principal de esos años, después de la desarticulación de las existentes en 1989, fue la de Urfi Cetinkaya, quien a pesar de su limitación física —era paralítico a causa de un tiro en una operación contra el narcotráfico en Turquía y necesitaba la asistencia permanente de una persona— era el mayor traficante de heroína de Europa. En 1991 se trasladó a España para coordinar una operación de más de trescientos kilos de heroína y reestructurar a la gente que operaba en el país. Se iba a producir una reunión en Madrid, en un hotel junto al tanatorio de la M-30. La policía española detectó las intenciones de Urfi Cetinkaya y me lo comunicó. Utilizamos una novedosa medida de investigación que hoy tiene cobertura legal, pero que entonces quedó a la interpretación de jueces y fiscales. Se colocaron unos micrófonos en las habitaciones que iban a ocupar los miembros de la organización y se estableció un extraordinario operativo de vigilancia. La operación debía realizarse rápidamente, no se contaba con mucho tiempo y era necesario interceptar el gran alijo de heroína esperado y desarticular todo el grupo. Los resultados fueron espectaculares. Se intervino la droga y se detuvo a todos los miembros del grupo, con Urfi Cetinkaya a la cabeza, el 15 de septiembre de 1991.

Además, y quizá este sea el mayor de los logros, supimos cómo funcionaba la organización, cómo se impartían las órdenes, incluso se descubrieron asesinatos ordenados por el mismísimo Urfi en otros países. Tras unos largos años de instrucción muy complicada, por los cientos de recursos interpuestos por los miembros de la organización, se llegó a las puertas del juicio oral. Este debía celebrarse antes de septiembre de 1995, puesto que estaban a punto de cumplirse los cuatro años de prisión provisional. En junio de ese mismo año, el tribunal convocó a juicio sin prever que el letrado de Urfi Cetinkaya, Emilio Rodríguez Menéndez, forzaría la suspensión para retrasarlo y así propiciar que su representado agotara el plazo por las dilaciones producidas tras la conclusión del sumario. La Sección Segunda de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional cayó en la trampa del abogado y, en vez de agilizar y garantizar la celebración del juicio, atendiendo la petición de Rodríguez Menéndez, concedió la libertad de Urfi Cetinkaya con una fianza de veinticinco millones de pesetas (poco más de ciento cincuenta mil euros) que fue satisfecha en menos de veinticuatro horas. El 12 de julio de 1995, pese a contar con una acusación fiscal de veintitrés años de prisión por tráfico de drogas y contrabando, se hizo efectiva la libertad. La fiscal Dolores Delgado recurrió esa decisión, pero su petición de que se mantuviera a Cetinkaya en la cárcel fue desestimada. El juicio se celebró antes de que se cumplieran los cuatro años de prisión provisional de los demás acusados, pero ya sin la presencia del gran jefe de la heroína, que se había puesto fuera del alcance de la justicia huyendo de forma inmediata de España para refugiarse en Turquía. Hubo un gran revuelo mediático por el escándalo de esa fuga. Se alegó desde instancias judiciales que la carga de trabajo era muy importante y esto suponía un retraso en la tramitación de las causas. No obstante, se condenó a todos los restantes miembros de la organización.

Debo decir que para mí resulta incomprensible lo que aquí sucedió, máxime si se pone en relación con el hecho de que en julio de ese mismo año, ante la misma sección y por la misma razón de dilaciones indebidas, transcurrieron los cuatro años de prisión provisional para los miembros del comando Matalaz de ETA, hecho que algunos medios de comunicación trataron de imputarme, porque era el momento de la elevación del suplicatorio contra Felipe González y otros en el caso Marey, la cual tuvo lugar el día veintiocho. Gracias a mi rápida reacción y sobre todo a la ágil respuesta del presidente de la Sala, Siro García, se revertió esa estratagema. Lo cierto es que, fuera por escasez de medios o por deficiencias del tribunal, el mayor traficante de heroína se escapó.

Esta organización era especialmente violenta. Ekrem Turmus, lugarteniente de Urfi Cetinkaya, detenido en 1991 con el jefe, fue asesinado —según algunos, por haber colaborado con la policía— el 2 de diciembre de 1995. Arrojaron su cuerpo a un estercolero de Valdemingómez, al sureste de Madrid. El cadáver, según la prensa, tenía la sonrisa rajada, las piernas cortadas y las vísceras al aire.

¿Qué pasó con Urfi Cetinkaya? Tiempo después fue detenido en Turquía en el curso de una operación policial. La fiscal Dolores Delgado y yo nos reunimos y realizamos un estudio de todo el procedimiento. Tratábamos de seleccionar aquellas pruebas que sirviesen a las autoridades turcas para juzgarle. Una vez concluido nuestro trabajo, las remitimos a Turquía y allí las incorporaron al procedimiento en el que finalmente fue condenado, mucho tiempo después, en diciembre de 2013, a veinticuatro años de prisión por las diferentes actividades criminales que había desarrollado a lo largo de toda una vida, incluidas las del caso español. Y eso a pesar de que recurrió al Tribunal Europeo de Derechos Humanos por las condiciones de su detención, y especialmente por lo que los medios habían dicho de él en 2003, y este le dio la razón en parte.

El caso español fue muy relevante. Urfi Cetinkaya nunca pensó que se le pudiera detener en España y mucho menos que fuera a pasar cuatro años en prisión. Por eso, según me informó en su día la policía, no me perdonó nunca y me tenía un «cariño» especial. En más de una ocasión, juró venganza. No llegó a cumplirla, pero durante unos años envió los alijos de heroína a España con la leyenda: «Es mejor para la salud que Baltasar Garzón».

Esfuerzos conjuntos

Si los años 1990 y 1991 habían sido estresantes en el trabajo, 1992 no iba a ir a la zaga. Pronto comenzarían los nuevos acontecimientos procesales y los nuevos casos. La caída de la cúpula de ETA en Bidart (Francia) el 30 de marzo, cuya investigación me correspondió, inauguraría el escenario, aunque no sería hasta mayo de ese año cuando me desplazaría a París para recibir la información de las autoridades francesas sobre la caída del colectivo Artapalo. Se sumó, en ese mismo mes, la detención del traficante de armas Monzer Al Kassar en junio por su presunta implicación en la adquisición de las armas para el secuestro del buque Achille Lauro en 1985 en aguas del golfo de Alejandría. Así como una primera operación policial en la que resultaron detenidos varios miembros de la organización terrorista Terra Lliure, cuando iban a colocar varios artefactos explosivos durante la celebración de los Juegos Olímpicos en Barcelona, y otra, a finales de septiembre, que supuso el finiquito para la organización, cuyos componentes renunciaron a la lucha armada cuando en 1994 aceptaron la sentencia de conformidad en este caso. A lo largo de 1992 se sucedieron también la Expo Universal de Sevilla, que años después daría lugar en mi juzgado a una investigación importante por supuesta defraudación y malversación de caudales públicos; el caso Ucifa, en el que se dilucidó cómo combatir la corrupción cuando afectaba a esta unidad de élite de la lucha contra la droga de la Guardia Civil; y en el ámbito del crimen organizado, la Operación Pitón, contra el tráfico de hachís, que en sus diferentes fases y a lo largo de doce meses (hasta abril de 1993) daría lugar a la detención y posterior condena de más de trescientas cincuenta personas en diferentes causas judiciales y países.

En los años inmediatamente anteriores se habían ido perfeccionando las técnicas de investigación y habíamos avanzado sobre todo en la coordinación de esfuerzos entre los diferentes cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y otros cuerpos como el Servicio de Vigilancia Aduanera (SEVA), que tan importante labor desarrollaba en el abordaje en alta mar de barcos que transportaban cargamentos de cocaína o hachís.

La autorización de abordaje la hacíamos (únicamente el juez Carlos Bueren y yo) desde 1989 en forma motivada y mediante auto en el que se aplicaban los preceptos de la Convención del Mar de Montego Bay, firmada en Nueva York el 10 de diciembre de 1982 —España se adhirió el 4 de diciembre de 1984, aunque no la ratificó hasta su publicación en el BOE el 14 de febrero de 1997—, y de la Convención de Viena de 1988, que sí estaba incluida en el ordenamiento jurídico español.

De ahí que, una vez más, estábamos a expensas de una interpretación jurisprudencial posterior sobre un modo de proceder que si no era ratificado podría suponer la nulidad de múltiples procesos, los más importantes. Se creó el modelo para seguir funcionando y vinieron más operaciones, aunque en todas ellas existía una gran incertidumbre. Me parecía inverosímil cómo los funcionarios del SEVA podían abordar los barcos que transportaban la droga. No era solo darles el alto, sino saltar con lanchas neumáticas aprovechando la elevación de las olas por la borda de las embarcaciones y así evitar que se deshicieran de la sustancia arrojándola al mar.

La razón de realizar los abordajes no era caprichosa, ya que con la escasez de medios existentes y por la orografía de la costa era muy difícil perseguir las planeadoras fueraborda de los narcos. De modo que era «más sencillo», según me decían, hacerlo en alta mar. Debo reconocer que no me lo creía y siempre pensé que me lo decían para confiarme y que no dudara en emitir las autorizaciones. Por ello, en todas y cada una de las operaciones en las que autoricé los abordajes, siempre estaba con la adrenalina desbocada hasta que la policía me informaba de que la actuación se había consumado. Realmente, ha sido un lujo trabajar todos estos años con funcionarios que, por encima de problemas, malos sueldos, escasa atención oficial y poco reconocimiento, se han jugado la vida para hacérnosla un poco más llevadera a los demás. Vuelvo a dar las gracias a todas las personas que han trabajado a mis órdenes o con mi coordinación en aquellos años difíciles en los que se fue fraguando un sistema que produjo grandes resultados y que, gracias a su esfuerzo, hoy nos permite vivir un poco más seguros sin haber renunciado a los principios democráticos que sustentan el Estado de derecho.

La Operación Pitón

En la década de los ochenta y los primeros años de la siguiente, se desarrollaron en distintos puntos de Andalucía —principalmente en Sevilla, la costa malagueña y Cádiz— determinadas agrupaciones de personas estructuradas jerárquicamente cuyo único objetivo era consolidar sus respectivas posiciones en el transporte y comercialización de hachís desde Marruecos con destino a España para su ulterior distribución en España o bien en Holanda, Francia e Italia. Estos grupos actuaban por cuenta de los propietarios marroquíes de los campos de plantación en la zona del Rif, de quienes cobraban cantidades importantes de dinero por introducir la droga en España y en el resto de Europa; tales cantidades oscilaban entre las quince mil pesetas por kilogramo de hachís (noventa euros), si los propios marroquíes llevaban la droga hasta las costas andaluzas, y las veinticinco mil pesetas por kilogramo (ciento cincuenta euros), si iban a buscarla a Marruecos.

Los traficantes se servían de los medios de transporte marítimos y terrestres necesarios para el traslado de importantes cantidades de droga, tales como barcos, lanchas, pateras, camiones, autobuses y todo tipo de vehículos; también utilizaban otros recursos como emisoras, teléfonos móviles, documentación falsa y otros útiles para conseguir sus ilícitos fines. Además, contaban con la estructura necesaria para realizar las operaciones económicas destinadas tanto a financiar los gastos generados en su actividad delictiva como a blanquear las ganancias obtenidas, ocultando su ilícita procedencia y la verdadera titularidad de los bienes.

Está claro que, a determinados niveles, si no se cuenta con integrantes de la propia organización, resulta muy difícil alcanzar su infraestructura. El núcleo suele estar alejado o dificultado por una multitud de intermediarios que impiden llegar a quien imparte las órdenes desde la más alta posición jerárquica.

La Operación Pitón se fraguó en 1992 y tuvo su origen en otra previa, llamada Mufa. El 25 de noviembre de 1991, el SEVA capturó un barco en aguas de Barbate (Cádiz) que transportaba diez mil kilos de hachís. Hasta abril de 1992, se había tirado del hilo y detenido a una veintena de personas, pero no se había alcanzado al financiador último de la operación. Ese mes, el juez Bueren ordenó la detención de dieciocho de sus integrantes, incluidos cuatro guardias civiles, entre ellos el teniente jefe de El Puerto de Santa María.

El día 4 de abril de ese mismo año, fue detenido en Espartinas (Sevilla), por funcionarios de la Guardia Civil a las órdenes del juez Carlos Bueren, Jaime González García, alias el Manco de Bellavista, tras una intensa persecución.

Es curioso, pero, en ocasiones, las casualidades en la vida pueden hacer que cambie el signo de los acontecimientos para una persona o una serie de personas. Yo había estudiado la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla, muy cerca de donde este hombre desarrollaba su ámbito de acción y por ello conocía su existencia. En cierto modo, era un personaje mítico porque en aquella época de 1973 se dedicaba al trapicheo de chocolate (hachís) desde hacía años e incluso presumía de haberle vendido algún porro que otro al que después sería presidente del Gobierno, Felipe González. Yo recordaba al Manco por la característica inconfundible de que le faltaba el brazo derecho, de ahí su apodo, y porque andaba como guardacoches por las inmediaciones del Prado de San Sebastián, donde se ubicaba entonces la Facultad de Derecho, en el edificio de la Tabacalera. El hecho es que este recuerdo me sirvió para acercarme a él y hacer que confiara en mí a la hora de declarar, máxime si teníamos en cuenta que, tras su comparecencia en la Audiencia Nacional, se había negado a hacerlo ante el juez Bueren.

En el mismo día, lo sometí a una rueda de reconocimiento con relación a un alijo de diez toneladas de hachís, y la persona que estaba presa por mi orden en ese asunto lo identificó como uno de los dueños de la mercancía. Después de haber practicado la rueda, entró en mi despacho y en ese momento, al verlo, se me representó su figura de veinte años antes, sin duda alguna. En un principio no quería hablar, al igual que no lo había hecho ante Carlos Bueren, pero quizá porque comencé a conversar no del asunto (él no sabía aún que lo habían identificado en la rueda), sino de sus años en Sevilla y de quién era, gané un espacio mínimo en el que se generó alguna confianza. A partir de ahí y después de hablar de Sevilla y de lo que había hecho en aquellos años, de los jueces que había conocido y que eran amigos míos o conocidos (el Palacio de Justicia sevillano estaba en el mismo lugar), le fui preguntando cómo había sido su detención y cuál era su situación personal y familiar, para ir adentrándome en la actividad a la que se dedicaba y si había pensado en algún momento dejarla. La verdad es que aún no estaba decidido a colaborar, pero en el momento en que comprobó, porque así se lo informé, que había sido reconocido y que tenía un grave problema, con años de cárcel por delante, me preguntó qué podía hacer para ayudarme. Yo le dije que eso dependería del nivel de conocimiento e implicación que tuviera en los hechos. Me dijo que declararía, aunque solo si eso le suponía una rebaja de pena. Le advertí que en mi juzgado existía ese procedimiento, pero que contra él se seguía otro en el Juzgado Central 1, lo cual no parecía preocuparle demasiado.

Después de aquella primera aproximación en el caso que tramitábamos en mi juzgado, comencé a interrogarle por otros temas y sobre si conocía a otras personas para, de esta forma, ir entrelazando unos con otros y extender la investigación a otras operaciones y tramas organizadas. Poco a poco, Jaime aceptó colaborar, hasta que llegó el punto en el que tenía que referirse a sus relaciones con la ’Ndrangheta calabresa, extremo que negó en un principio por miedo a las represalias. Fue aquí cuando acordé otorgarle el estatus de protección que necesitaba para avanzar en las investigaciones, a la vez que a través de la Fiscalía y de acuerdo con mi colega Bueren nos repartimos el trabajo con el concurso de la Guardia Civil y especialmente del grupo dirigido por el coronel López y el capitán Hernández del Barco. Se abría un nuevo horizonte que iba a desembocar en la investigación más importante que se ha hecho en España frente a la criminalidad organizada, relacionada con el tráfico de hachís.

Las declaraciones del Manco de Bellavista se sucedieron y cada día nos sorprendía su memoria enciclopédica. La universidad de la supervivencia en la calle y la ilícita actividad a la que se venía dedicando desde siempre habían desarrollado en él una especie de sexto sentido que le había permitido relacionarse, hablando escasamente bien el español con cerrado acento sevillano, con lo más granado de la criminalidad organizada internacional de la cuenca mediterránea y Europa. Un auténtico portento con una capacidad corruptora excepcional puesta al servicio del delito. Recordaba cifras, lugares, personas, cantidades, todas las cuales íbamos comprobando hasta llegar al cerrado ámbito de las cúpulas de las diferentes organizaciones identificadas, a las que solo podíamos llegar a través de la prueba indiciaria que nos iba aportando. Así llegaron las primeras detenciones. Toda la información que había proporcionado se constataba milimétricamente.

Una vez que conseguí, después de mucho empeño, que superase el pánico que le daba hablar de ello, identificó a los miembros de la familia Di Giovine y especialmente a su jefe, Emilio, que por entonces estaba en Marbella. Permití que el Manco fuera excarcelado para acompañar a la Guardia Civil con el fin de identificarlo, aparentando que estaba en libertad para que no desconfiara. A finales de junio de 1992 se montó la operación policial en Málaga para detener a los italianos, con cierto temor por mi parte porque corríamos el riesgo de que unos y otros se escaparan y esto supondría un grave problema para mí y para quienes estaban trabajando en el caso. No obstante, consideré que no podíamos perder la oportunidad de detener a quien se había evadido de una prisión en Italia con un helicóptero y que comandaba una de las principales organizaciones mafiosas de Europa, con su epicentro en Milán, Calabria y Marbella. El contacto con el Manco de Bellavista se produjo, pero la operación diseñada por la Guardia Civil falló porque el objetivo sospechó y desapareció, como también lo hizo por algunas horas el colaborador. No le deseo a nadie que pase el mal rato que padecí durante las dos horas siguientes. El caso es que el Manco fue detenido de nuevo y me juraba después que no había intentado huir, sino que quería darle más credibilidad a la situación para que no sospecharan de él.

Realmente nunca sabré si lo hizo o no, pero lo cierto es que continuamos con denuedo la averiguación de adónde había huido Emilio Di Giovine. Unas semanas después, el capitán Hernández del Barco, en plena preparación de una nueva fase de la operación, me dijo que Di Giovine había sido identificado en una localidad del Algarve portugués y que, si yo daba la autorización, se marchaban de forma inmediata a prestar apoyo a la policía judiciaria de Portugal. Evalué la situación y emití la orden correspondiente, comisionándolo. Al día siguiente me avisaron sobre las tres de la madrugada de que estaban a punto de iniciar la acción. Poco tiempo después, sobre las seis de la mañana, pude asistir en directo a través del teléfono a la detención del mafioso, tiroteo incluido. En la localidad de Vilamoura, por fin, caía el máximo responsable de la organización, que en varias ocasiones había eludido el cerco judicial y policial: Emilio di Giovine, capo de la mafia que a las órdenes de su madre, detenida en Milán entonces, movía todos los hilos de esta poderosa organización en España.2

Inmediatamente se procedió a la detención de otros quince miembros de la organización en varias localidades andaluzas y me desplacé, en compañía del fiscal Zaragoza, al Algarve para recibir la declaración del capo. No quiso declarar, pero sí nos dijo que si era extraditado a España hablaría de todo y de todos los implicados, y especialmente de los funcionarios implicados en la trama. Como era de esperar, intentó escapar de la prisión de Lisboa, pero finalmente fue condenado a dieciséis años de cárcel. En 2007, ya arrepentido y colaborando con los fiscales italianos, renunció a la violencia mafiosa y no volvió a delinquir, que se sepa.

Detenciones e investigaciones económicas

Las investigaciones siguieron avanzando y los dos jueces que las dirigíamos continuamos haciéndolo en unión de la Fiscalía Especial Antidroga, con Javier Zaragoza, Pablo Contreras y José Antonio del Cerro, lo que constituyó uno de los mejores ejemplos de cooperación en la Audiencia Nacional. Esta acción conjunta ponía de manifiesto que, si se quería, se podían conseguir cotas de eficacia importantes sin necesidad de acudir a mecanismos sucios, como los que ya en ese tiempo estábamos investigando respecto a la Ucifa, a través de las declaraciones de un nuevo arrepentido, Ramón María del Temple Llopis, al que se uniría un guardia civil, Vicente Domínguez Serrano, cuyo único punto negativo era el letrado que lo defendía, José Emilio Rodríguez Menéndez, un profesional controvertido donde los haya y mucho más en aquellos años en los que se vinculó de forma grave a ciertas estructuras y personas del Ministerio del Interior.

El 23 de octubre de 1992 ejecuté una nueva fase de la Operación Pitón. Para su ejecución nos desplazamos los fiscales y los dos jueces a Sevilla, centrando la dirección para la detención de las cuarenta personas previstas en la comandancia de Montequinto.

La última fase de esta amplia operación tuvo lugar en el mes de abril del año siguiente, pocos días antes de que tomara una decisión trascendental en mi vida: pasar a la actividad política. Aunque entonces no imaginaba que sería por tan poco tiempo, lo que determinó que volviera a encontrarme con todas estas investigaciones a partir de 1994.

Mientras tanto, la actividad del juzgado fue trepidante, con comisiones rogatorias a Italia u Holanda, con detenciones internacionales, con desplazamientos del Manco de Bellavista hasta Italia, donde fue testigo de cargo… Simultáneamente a las indagaciones propias del tráfico de drogas, se desplegó una intensa investigación de los ámbitos económicos relacionados con los investigados. En este sentido, funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera (SEVA) indagaron en más de mil cuentas y depósitos de diecisiete sucursales pertenecientes a siete entidades bancarias de Ceuta en relación con el blanqueo del dinero del narcotráfico.

La actuación del SEVA se centró en el seguimiento de quienes cobraron por la introducción del hachís, en la determinación del sistema de blanqueo del dinero empleado por la organización y en el análisis del patrimonio de ciento veinte personas relacionadas con ella, tanto de la Costa del Sol como de Cádiz y Sevilla.

Pero, al final, la historia se repitió. A pesar de haber podido pasar a ser un símbolo de la colaboración definitiva con la Justicia, Jaime González, aquel que comenzó con el trapicheo, alcanzó la cima del crimen organizado y la abandonó por unos años de colaboración con la Justicia, volvió a caer. En 2005 se volvió a investigar al Manco y, cinco años después, intervino en una operación de tráfico de hachís, conocida como Tulipán, y resultó condenado a tres años de cárcel en 2012 por la Audiencia Provincial en Jerez de la Frontera.

Creo que se hizo un excelente trabajo que concluyó en varios juicios, con múltiples condenas y una enseñanza clara: la cooperación entre las diferentes estructuras del Estado y la cooperación judicial internacional era la única vía posible para hacer frente al crimen organizado en toda su extensión. El conjunto de organizaciones había movido beneficios en el periodo investigado por valor de unos cuarenta y ocho millones de euros (ocho mil millones de las antiguas pesetas) a través de la entrada de hachís destinado a la venta en distintos países de Europa.

El camino iniciado, con actuaciones sostenidas como las aquí descritas, era el que debíamos seguir para contrarrestar el efecto expansivo de las organizaciones criminales que buscaban asentarse en nuestro país. Creo firmemente que lo conseguimos.

Operación Hielo Verde

También llamada Green Ice, por el color de los billetes de cien dólares, la Operación Hielo Verde supuso uno de los esfuerzos internacionales más importantes de la época. El número de personas vinculadas judicialmente por los delitos de lavado de dólares y narcotráfico en esta operación, desarrollada en todo el mundo, fue de doscientas sesenta. Mediante estas iniciativas colectivas multinacionales se asestó un serio golpe al cartel de Cali. El fiscal federal de San Diego reveló que los miembros de la organización fueron descubiertos después de que la DEA estableció la empresa The American Ventures Associates (TAVA). Esta organización logró que los enlaces del cartel confiaran en sus transacciones e iniciaran el giro de millones de dólares desde Europa y Estados Unidos a cuentas secretas en Panamá y Colombia.

A lo largo de la investigación, se descubrió la gran pasividad de los bancos a la hora de controlar las operaciones bancarias por las que se movieron ingentes cantidades de dinero procedente del tráfico de cocaína.

Uno de los más claros ejemplos de la pasividad de ciertas instituciones bancarias ante las operaciones realizadas por la gigantesca organización del narcotráfico es el caso de la «abuelita de Mantua», una eficaz recicladora detenida durante la operación. La cuenta bancaria de Vera Romagnoli, una jubilada de sesenta y nueve años de edad con unos ingresos mensuales de trece millones de liras, algo más de mil dólares (o de seiscientos euros), llegó a registrar entradas por un valor total de mil millones de liras (más de ochocientos mil dólares, es decir, una cifra superior al medio millón de euros), pero en el banco nadie advirtió nada extraño.3

De nuevo insistiré en la importancia excepcional de la cooperación judicial entre los países, que precisamente se puso de manifiesto con la Operación Hielo Verde. En un mundo global, donde las organizaciones criminales no conocen fronteras, antes al contrario, potencian la nueva dimensión del planeta para hacer más «negocios» y hacerlos más rentables, el trabajo en sintonía con otros países es determinante. En Hielo Verde, puesta en marcha por las autoridades policiales y judiciales de los Estados Unidos, participaron diez países, entre los que se encontraban Francia, Italia, Gran Bretaña, Canadá y también España.

Para hacer efectiva la investigación, tuvimos que aplicar de nuevo —junto a la Fiscalía Antidroga, con Javier Zaragoza a la cabeza— técnicas que en 1992 aún no estaban incluidas en el marco jurídico español. En esta ocasión fueron la utilización de agentes encubiertos —que se reguló finalmente en 1999— y la circulación controlada de dinero (regulada en 1995). El procedimiento empleado en esta investigación consistió, aparte de la averiguación propia de los componentes de las diversas redes dedicados al tráfico y también a las operaciones financieras derivadas de él, en infiltrarse en las actividades financieras de la red, realizando servicios de intermediación en los circuitos financieros existentes. En el caso español, el agente encubierto de la DEA estadounidense recibió el encargo de trasladarse a nuestro país con el cometido de recoger aquí grandes cantidades de dinero procedente de la venta de la cocaína, que los miembros del grupo radicados en España tenían en su poder, y trasladar posteriormente esos fondos ya convertidos en dólares a cuentas bancarias en el extranjero.

Decidimos que el agente encubierto de la policía fuese de la Fiscalía Especial Antidroga e iniciamos una actuación, que después se desenvolvería en forma coordinada, para establecer cómo íbamos a desarrollar esa infiltración para la que no había regulación procesal específica. Para ello tuvimos que partir de la normativa internacional de persecución de las actividades de tráfico de drogas y lavado de activos, el Convenio de Naciones Unidas de 1988, y aplicarlo directamente. Se consiguió establecer un contacto para la entrega del dinero procedente de la droga. Se estableció un dispositivo con la policía española, al objeto de identificar a los miembros de la red operantes en España, así como para determinar el circuito internacional recorrido por el dinero procedente del tráfico ilícito de cocaína antes de llegar a sus destinatarios finales colombianos y, por último, conseguir incautarlo en las cuentas y entidades así identificadas.

En el curso de la investigación hubo que aprobar también la salida de fondos de España a cuentas en el extranjero. Tuve que autorizar las transferencias que el agente encubierto hacía para que los fondos fueran a las empresas tapadera constituidas por agentes de la DEA.

Las detenciones, quince de ellas en España, se llevaron a efecto simultáneamente, en todos los países que participábamos en la investigación, el 25 de septiembre de 1992. Se apresó a siete gerentes de máximo nivel del cartel de Cali en Italia, Costa Rica y Estados Unidos, atraídos por agentes encubiertos de la DEA que los citaron a varias reuniones en esos países para arrestarlos.

Dos colombianos

También en el procedimiento español hubo algunas incidencias que pudieron afectar a su desarrollo. Dos personas de nacionalidad colombiana, Ricardo Poveda y su primo José Ramón Rojas Poveda, huyeron sin que, a pesar de la investigación que ordené a la policía, se pudiera saber lo que había pasado. Al parecer, uno de ellos podía ser colaborador policial al margen de la investigación del Juzgado y la Fiscalía. El primero mandó el siguiente mensaje: «Me ha llamado Guillermo [Roberto Poveda] y me ha dicho que la situación está caliente, que no os mováis y que estéis atentos a nuevas noticias. Avisa a Juan [Moreno] y al médico [José Chaloub]».

LA ACTUACIÓN DE LA TRAMA EN ESPAÑA

La red internacional de narcotráfico desarticulada en septiembre de 1992 introdujo en España para su blanqueo más de 1145 millones de pesetas (casi setecientos millones de euros), según un informe de la Fiscalía Antidroga. El dinero entró en dólares, florines holandeses, francos franceses, marcos alemanes y libras esterlinas. El Juzgado también investigó si hubo complicidad por parte de empleados de banca españoles para mover y lavar las transferencias.

Un informe del grupo policial antiblanqueo, que dirigía el comisario Alberto García Parras, evidenció el poderoso calado de la red de lavado de dinero ligada al cartel de Cali que operaba en España. Las vías de entrada de narcodivisas eran varias. La Banque Rohner transfirió 684.005 dólares y 378.255 francos franceses. La Societé de Banque Suisse de Bale-Basel (Suiza) fue utilizada para remitir 603.863 dólares, 794.256 florines holandeses y 229.425 marcos alemanes. La Banque Pariente de Ginebra (Suiza) remitió 990.000 francos franceses. La Generale de Banque de Bruselas (Bélgica) envió 5.321.639 dólares, 1.399.450 florines holandeses y 2.302.600 francos. El Kredit Bank de Bruselas exportó 1.591.239 francos. Además, se ingresaron 86.000 florines holandeses y 165.000 francos y, en cheques de viaje, 121.350 dólares, 1300 libras esterlinas y 1000 francos.

Tales ingresos en divisas tenían como destino «cuentas abiertas en el Banco Popular Español y que generalmente revierten en la cuenta en dólares». «Cabe destacar que los ingresos más importantes son los realizados en florines holandeses, mediante transferencias recibidas del Generale de Banque de Bruselas, efectuados en la cuenta 65/80032/43 por un importe total de 4.623.930 florines, que, previa conversión en dólares, son traspasados a la cuenta 65/30438/67 en la misma oficina bancaria por un importe de 2.540.816 dólares.» «Igual sucede con el ingreso de 165.871 francos suizos, mediante transferencias del banco suizo Union de Banques Suisses (Zúrich), que, convertidos en 113.367 dólares, son ingresados en su cuenta en esta divisa; que, junto a una transferencia de 132.268 dólares, procedente del banco suizo Discount Bank and Trust de Lugano, suman un total de ingresos del exterior de 2.983.451 dólares (incluidos dos traspasos por 197.000 dólares procedentes de la cuenta 65/30440 a nombre de Seddik Aznak en el mismo Banco Popular Español).»

Todos estos ingresos, más 35.590 libras esterlinas procedentes del belga Generale de Banque, eran «reembolsados mediante transferencias destinadas al extranjero y cheques cambiarios en dólares, mayormente al portador, y que son negociados en el exterior». Entre las transferencias de mayor peso desde España figuraban las siguientes: dos realizadas el 17 y el 25 de enero de 1992 por importe de 110.000 y 160.000 dólares, dirigidas a la cuenta de Miriam Liliana Paz Morillo, esposa de José Chaloub, ciudadano ecuatoriano detenido en esta operación.

Estas cantidades transferidas formaban parte de los 480.000 dólares que Chaloub, en su declaración, dijo haber enviado a través de la cuenta de su mujer a Joaquín Pinzón. También se utilizaron quince cheques, cuatro de ellos a nombre de Albert Loh y el resto al portador, por un importe total de 1073 dólares y que fueron retirados de la oficina bancaria libradora, como en tantas otras ocasiones, por Amar Mizzian, jefe ceutí de esta red.

La organización también utilizó empresas tapadera como Berford House International, Galtex, Universe Gold Enterprise, Joyeros Mayoristas S. A., Colombia Leather International y Diana International, entre otras. Según la policía, las cuentas del Banco Popular en Ceuta fueron utilizadas «para realizar transferencias, emitir cheques con cargo a las mismas, dirigidas unas y negociados los otros en bancos radicados en el exterior, con frecuencia en Panamá, Aruba (antiguas Antillas Holandesas), Miami y Nueva York (Estados Unidos), Suiza, Andorra y Gibraltar, mediante una rueda de cheques presentados al cobro en distintos bancos e ingresados en cuentas de distintas sociedades, tras las cuales se hallarían los verdaderos destinatarios del dinero originado con la venta de cocaína».4

Esta fue también una de las primeras operaciones de lavado de activos, el talón de Aquiles, pero también la fortaleza de las organizaciones criminales dedicadas al tráfico de drogas. Un grupo criminal que no consiga reciclar sus ganancias en forma segura carece de estabilidad y será destruido en breve tiempo; sin embargo, una buena protección o ingeniería financiera proporcionará consistencia a la organización. Por ello el objetivo, como mecanismo de ataque a la misma, debe articularse en todo caso con una buena estrategia para descubrir e impedir ese reciclaje. Y hay que reconocer que la Fiscalía y yo fuimos pioneros en la investigación de esta práctica y estuvimos en el origen del concepto jurisprudencial del blanqueo de capitales.

Los funcionarios que, con la correspondiente autorización judicial, se infiltran en las organizaciones criminales se juegan la vida. La fiscal Delgado, mientras preparaba el juicio en el que se enjuiciaba a la red española de Hielo Verde, habló con el funcionario que asumió la responsabilidad de ejercer el papel de agente encubierto y le preguntó cómo se sintió al desarrollar operativamente su actuación. Él le confesó que había sentido un profundo desasosiego en algunos momentos, pensando que podía ser la última de sus actuaciones: «Nos reunimos en la cafetería de un hotel con los investigados, y se supone que yo era de ellos, y todo el mundo iba armado. Yo también llevaba mi arma y entonces, en un momento dado, nos obligaron a meterlas en unas bolsas de unos grandes almacenes. Uno de ellos iba recogiendo las armas de una en una y me dijeron: “Ahora vamos a bajar al garaje”. En ese momento pensé: “Aquí y ahora es mi final”». Y concluyó: «Pasé uno de los peores ratos de mi vida desde que dejé el arma. Bajé en el ascensor intentando que no notaran que estaba tragando saliva porque se me quedaba seca la garganta y temía no poder articular las palabras». Se trataba de un hombre con apariencia muy normal, muy sencilla, muy de la calle, en definitiva, un auténtico héroe que se había jugado la vida por su profesionalidad.

Ucifa: los falsos alijos de la Guardia Civil

La Ucifa es la unidad de élite para combatir el tráfico de drogas desde la Guardia Civil. En 1992 inicié y concluí una investigación, a la que se unió otra parte instruida por el Juzgado número 1 de la Audiencia Nacional, basada en las declaraciones de un arrepentido, el ecuatoriano Ramón María del Temple Llopis. El en otro tiempo confidente de la Guardia Civil aseguraba que se le «pagaba con droga» por sus colaboraciones.

Dos años antes, la Ucifa (Unidad Central de Información Fiscal y Antidroga) me había notificado una operación de importación de cien kilos de cocaína procedente de Colombia, según la información recibida de dos colaboradores conocidos como los Hermanos Dalton. La operación se desarrolló en dos fases sucesivas. El 7 de diciembre de 1990, el coronel jefe del servicio solicitó a la Fiscalía Especial Antidroga que autorizase una entrega controlada. Para retirar las maletas del recinto aduanero se utilizó a un «agente encubierto» del grupo operativo. Según lo expresado en la solicitud, la Fiscalía autorizó la entrega. El 19 de diciembre de 1990, en un vuelo procedente de Colombia, llegaron al aeropuerto madrileño de Barajas al menos treinta kilos de cocaína en el interior de dos maletas.

En la segunda fase de la operación el comandante José Ramón Pindado Martínez dirigió un oficio, con fecha 21 de diciembre de 1990, a la Fiscalía Especial Antidroga en el que se hacía constar: «Por investigaciones que se llevan a cabo por el Grupo Central de Investigación Fiscal y Antidroga, se ha tenido conocimiento de que en los días del 22 al 27 del presente mes, llegará a la terminal de viajeros del aeropuerto de Madrid-Barajas un súbdito colombiano, que responde al nombre de “Gustavo”, que es conocido físicamente por un colaborador de este Servicio, y que llevará una o dos maletas conteniendo gran cantidad de cocaína, para la realización del tránsito controlado que seguiría la operación, y de esa forma desarticular la organización y frustrar esta ilícita operación».

La autorización para una nueva entrega controlada fue concedida por la Fiscalía Especial Antidroga ese mismo día, en la errónea creencia de que eran ciertos todos los extremos contenidos en el oficio. Una semana más tarde, el 28 de diciembre, llegaron por vía aérea al aeropuerto de Barajas desde Colombia cincuenta y ocho kilos de cocaína dentro de dos maletas. Poco después, como se descubriría en 1992 y consta en los hechos probados de la sentencia de 3 de octubre de 1997, el comandante Pindado sustrajo del interior de las maletas seis paquetes, que contenían un kilogramo de cocaína cada uno, con la específica finalidad de entregar cinco de ellos a José Luis Recuero del Pino y José Manuel García Gutiérrez en pago por su colaboración, que llevó a la aprehensión de ambos envíos de droga.

En la propia sede de la Dirección General, Recuero y García tomaron los cinco paquetes de manos de Pindado, en presencia del sargento Gonzalo Méndez Gutiérrez. Posteriormente, ambos confidentes procedieron a redistribuir la cocaína recibida, transfiriendo dos kilos de la misma a Temple Llopis, en dos entregas sucesivas, que tuvieron lugar en la calle Julián Romea y en las proximidades del estadio Santiago Bernabéu. Todo ello en pago de los servicios que prestó para que pudiera llevarse a cabo esta operación. Los días 26 y 28 de diciembre de 1990, el sargento Méndez, siguiendo instrucciones concretas del comandante Pindado, confeccionó sendos atestados, que remitió a la Autoridad Judicial, en los que se afirmaba que la cantidad de droga recibida había sido de treinta y cincuenta y dos kilos, respectivamente, cuando la realidad era que, al menos en el segundo envío, fue de cincuenta y ocho kilos, con lo cual se ocultaba el robo de la droga con la que se pagó a Recuero y García.

En esos días y para dar más cobertura a la falsa operación policial, la Ucifa solicitó de nuevo la investigación sobre una persona apellidada Coterillo, responsable de una sucursal bancaria. Al parecer este individuo tenía alguna relación con el jefe de un cartel colombiano. Basándose en estos datos, la Ucifa preparó una operación encubierta en la que el agente era un funcionario de la Guardia Civil que recibiría la cocaína. Con la autorización del Ministerio del Interior, a petición del jefe de la Ucifa, el agente encubierto envió un cheque bancario de dos millones de dólares (trescientos millones de pesetas, es decir, 1,8 millones euros). El cheque fue recibido por Coterillo y enviado a Sandoval, el jefe del cartel. La operación se realizó infringiendo la cláusula de no pago impuesta por la central, que no conocía la operación encubierta. Como resultado de esta absurda operativa, hecha a espaldas del juez y del fiscal, el Estado perdió la suma referida.

Para dar verosimilitud a la operación encubierta de importación y cubrir el fiasco de los dos millones de dólares, la Guardia Civil detuvo a Coterillo. En ese momento, yo no conocía las declaraciones de Temple, pero intuí que algo raro ocurría y ordené que fuese liberado sin que hubiera sido puesto aún a mi disposición (de hecho, es el único caso en toda mi carrera en que lo he ordenado así) y exigí explicaciones inmediatas sobre el cheque, cuyo importe —procedente de fondos públicos— había sido girado por la entidad endosante y, por tanto, había llegado a poder de los propietarios de la droga.

En 1992, el «arrepentido» Ramón del Temple, en la causa seguida en el Central 1, declaró que esta y otras operaciones habían sido artificialmente diseñadas por la Ucifa para conseguir buenas estadísticas y los beneficios correspondientes. Asimismo desveló que también se pagaba a los colaboradores con parte de la droga incautada, por falta de dinero en el ministerio.

Por mi parte, cuando descubrí la trampa, ordené la identificación del agente encubierto, así como la detención del funcionario en cuestión, que reconoció haber recibido una orden para actuar así en esta y en otras operaciones. Seguidamente y a un ritmo trepidante, ordené la identificación de los Hermanos Dalton, los dos colaboradores que habían facilitado el asunto. Ellos me confirmaron la información del agente encubierto y de Temple. Los Dalton aparecían como importadores, pero comprobé que el motor o ideador de la operación había sido Pindado, responsable operativo de la Ucifa.

Avanzando en la investigación, logré descubrir que otro agente encubierto había actuado de idéntica forma en varias operaciones. En todas ellas se pagaba a los colaboradores con cocaína que se distraía en el pesaje, antes de pasar el procedimiento al juez. A los anteriores se sumaron dos guardias civiles superiores, con los cuales formaban una verdadera red de distribución de drogas.

Ante la situación generada, el 13 de diciembre de 1992 ordené el registro de la Dirección General de la Guardia Civil, aquella misma que cuatro años antes había visitado para levantar un cadáver e inspeccionar los destrozos que un 22 de noviembre de 1988 había ocasionado una bomba de ETA. Ahora, dolorosamente, se trataba de un verdadero caso de corrupción, además de tráfico de drogas, que tendría unas consecuencias muy importantes y que desveló la suciedad que se había fraguado en el Ministerio del Interior con unas autoridades más pendientes de la guerra sucia y la corrupción, pero no para perseguirlas, sino para encubrirlas o participar en ellas, como expresamente se constató en las diferentes sentencias pronunciadas.

En la investigación conseguí reunir evidencias suficientes para que el tribunal condenara a diez personas a importantes penas de prisión, a la vista de las declaraciones de los «arrepentidos», los documentos que demostraban la alteración de atestados y otras pruebas acumuladas.

Durante el proceso tuvieron lugar todas las artimañas posibles e innumerables acciones de coacción y desestabilización de los testigos, a pesar de los esfuerzos para protegerlos; ataques durísimos contra el juez; denuncias; trampas; acoso mediático a través de los periodistas y medios amigos de los procesados, querellas y hechos estrambóticos, como que un fiscal general del Estado entrara o saliese en el maletero de un coche, tras reunirse con los altos responsables del ministerio, para no ser detectado por los medios de comunicación.

A pesar de todas esas argucias, la Fiscalía Antidroga consiguió sentar en el banquillo a catorce acusados y la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional condenó a los responsables de la Ucifa por los delitos cometidos entre 1988 y 1991, así como a sus «colaboradores». Estos hechos incluían la colocación intencionada de sustancias estupefacientes para garantizar el éxito de la operación, entradas en domicilios sin autorización judicial, apropiación de armas, entrega de varios kilogramos de cocaína a los colaboradores como pago de sus servicios y el reparto de heroína, entre otras irregularidades e ilicitudes cometidas en el ejercicio del cargo y subvirtiendo todos los principios que debe guardar y cumplir cualquier servidor público.

Los condenados fueron Félix Molina Jemes, Antonio López Segura, Doroteo Gómez Porras, Vicente Domínguez Serrano, Francisco Quintero Sanjuán, José Luis Recuero del Pino, José Manuel García Gutiérrez, Ramón María del Temple Llopis, José Ramón Pindado Martínez, Gonzalo Méndez Gutiérrez, Luis Ezquerecocha del Solar, Juan José Garrote Gago, Juan Pallol Trigueros, Ricardo Fernández Barbudo y Juan Miguel Rada Fernández.

El tribunal impuso penas de entre ocho y diez años de cárcel a los máximos responsables por tráfico de drogas. Por su parte, el Tribunal Supremo confirmó prácticamente la sentencia.

En los diez primeros años de gobierno socialista —entre octubre de 1982 y diciembre de 1992—, con Felipe González al frente, se desarrollaron una serie de actos delictivos muy graves en la cúpula del Ministerio del Interior, cuyos responsables fueron detenidos y procesados en investigaciones, la mayoría dirigidas por mí. Inicialmente, habían sido los policías José Amedo y Michel Domínguez por los atentados en los bares Batxoki y Consolation; ahora, el comandante Pindado y la Ucifa; a continuación, la malversación de caudales públicos y la corrupción del director general de la Policía, Luis Roldán. Después vendrían la cúpula del Ministerio del Interior y altos mandos policiales, con el exministro Barrionuevo a la cabeza —seguido por el exsecretario de Estado, Rafael Vera; el exdirector de la Seguridad del Estado, Julián Sancristóbal, y otros mandos policiales—, en el caso Marey; la depredación de los fondos reservados a cargo de Vera o del director de la Policía, José María Rodríguez Colorado; la declaración como imputado del ministro José Luis Corcuera; y, finalmente, el «maestro» de quienes dirigían la Ucifa, el general Enrique Rodríguez Galindo, y otros guardias civiles en el caso del secuestro de Lasa y Zabala.

La pregunta que muchas veces me he hecho a lo largo de todo este tiempo es qué tipo de control se ejercía desde el gobierno en aquellos años, en los que ninguno de estos casos se descubrió por la acción de los funcionarios del Ministerio del Interior, como era su obligación. La inactividad fue absoluta hasta que la autoridad judicial no afrontó la responsabilidad de la limpieza. Igual ocurrió con los denominados papeles del Cesid, por los cuales tuvieron que declarar como imputados los directores del Centro Superior de Información de la Defensa, la agencia de inteligencia española. Este caso, que acabó con el coronel Juan Alberto Perote condenado, puso de manifiesto las escuchas aleatorias del Cesid, las implicaciones de funcionarios policiales en asuntos de narcotráfico, los nombres de políticos implicados en hechos graves de corrupción… Prácticamente todas estas investigaciones, que tanto contribuyeron a la regeneración democrática y a la limpieza de las instituciones, se desarrollaron fuera del poder ejecutivo. Estaba claro que desde Interior no hubo ningún interés en descubrir estos casos hasta que no hubo más remedio.

La Operación Temple

En 1997 comencé a instruir la que sería la operación más importante en la lucha contra el tráfico de cocaína en España, al menos por la cantidad de droga intervenida. Se conoció policialmente como Operación Temple. Se denominó así porque las reuniones de los colombianos se celebraban en un hotel de ese nombre que estaba en Ponferrada (León), entre Madrid y Galicia.

Se trató de una investigación con la que se consiguió desarticular el mayor cartel de cocaína afincado en España a finales de los noventa. Transcurrían los primeros meses del año cuando el ciudadano de nacionalidad colombiana Alfonso León Fernández, que se hacía llamar Antonio, decidió instalarse en España para dedicarse por completo a dirigir transportes de cocaína procedentes de Colombia para su almacenamiento en Galicia y su transporte a Madrid, desde donde sería comercializada. Esta decisión fue adoptada tras conseguir el respaldo del cartel de Bogotá.

A mediados de 1997 tuvo lugar el primer envío de doscientos kilos de cocaína por el cartel de Bogotá. Poco después, esas cifras se incrementaron hasta alcanzar unos mil cien kilos cada quince días, de manera que la cantidad de droga enviada por el cartel colombiano hasta Galicia y después transportada de allí hasta Madrid y ocultada en la capital en inmuebles, a los que llamaban bodegas o caletas, llegó a unos cincuenta y dos mil kilos, que fueron comercializados hasta el mes de mayo de 1999. Estas cifras se reflejaban minuciosamente en la contabilidad de la trama, que a esos y otros efectos funcionaba como una gran «multinacional».

En el marco de estas actividades, la organización colombiana, habida cuenta de la gran magnitud de las operaciones que se estaban realizando, al inicio del año 1998 comisionó a Carlos Ruiz Santamaría, apodado el Negro y Pelo Pincho, para ostentar la jefatura sobre todo el grupo en representación del cartel. El Negro era un ingeniero, hombre muy profesional, al que se temía tanto por su fuerte carácter como por su directa comunicación con la cúpula colombiana. Era él quien trasladaba las instrucciones desde el país hispanoamericano y a él daba cuentas Alfonso León como encargado del grupo en España. Unos días antes de iniciarse el juicio oral para enjuiciar toda esta trama, el Negro fue puesto en libertad. Su defensa había intentado conseguirla en distintas ocasiones, basando la petición en que tenía una novia española, en que iba a ser padre… Salió de prisión un mes antes de celebrarse el juicio oral y huyó de España, aunque fue detenido en Brasil algunos años después y finalmente llevado a juicio, en el que admitió su responsabilidad y reconoció sus acciones y las de la organización.

Los transportes

Ya con Ruiz Santamaría en España, se organizaron más transportes de droga. Todo ello formaba parte de un plan mucho más ambicioso que les reportaría enormes beneficios en coordinación directa con el cartel de Bogotá. En la Navidad de 1998, León, acompañado por el representante del cartel en España, se desplazó a Colombia para plantear lo tratado a sus miembros, los cuales aceptaron la propuesta. En diversas reuniones se concretó que los colombianos enviarían seis mil cuatrocientos kilos de cocaína y se determinó el punto de encuentro de las embarcaciones, en el océano Atlántico, entre las islas Azores y Canarias.

Además, en el transcurso de esas reuniones también se trató la posibilidad de que el cartel repitiera envíos posteriores, utilizando en todos los casos potentes embarcaciones. El barco nodriza, llamado Koei Maru 7 y con bandera de Belice, partió de las costas sudamericanas transportando a bordo la cocaína. Finalmente la operación culminó y la droga entró por un punto no determinado de las costas gallegas, tras lo cual fue trasladada por dos miembros de la organización española, José Manuel Vila Sieira y José Manuel Rodríguez Sanisidro, y otros no identificados hasta el lugar donde iba a permanecer oculta, una casa en construcción ubicada en A Pobra do Caramiñal. De los seis mil cuatrocientos kilos de cocaína escondida, Vila y Rodríguez extrajeron en torno a mil novecientos cuarenta, trasladándolos a un lugar no determinado, y entregaron el resto a la organización.

A pesar de todas las precauciones adoptadas por los narcos, se vieron finalmente descubiertos, pues venían siendo objeto de una exhaustiva investigación judicial y policial, que culminó con la detención de todos ellos.

José Manuel Vila Sieira, uno de los miembros gallegos de la organización, fue detenido el 6 de julio de 1999. Poco después, el día 9, prestó su primera declaración judicial y en dicho acto, ante mí y la fiscal del caso, Dolores Delgado —que después y durante seis intensos meses desarrolló la acusación frente a treinta y nueve acusados, con gran entrega y brillantez—, confesó estar en posesión de la cocaína, facilitó su localización y elaboró incluso un croquis descriptivo del lugar exacto donde se hallaba la casa en que estaba oculta.

Practicado el registro en el inmueble señalado por Vila, se halló un total de ciento ochenta y siete fardos, que contenían 4383,83 kg de cocaína, de una riqueza media del 79,04 %, cuyo precio al por mayor en el mercado clandestino al que iba destinada hubiera sido de unos ciento sesenta millones de euros.

El Tammsaare

El representante del cartel colombiano propuso a Alfonso León un nuevo negocio, prolongación del anterior, e iniciaron los preparativos de la nueva operación. Esta supondría un florecimiento de las caletas madrileñas porque, gracias a la llegada hasta ellas de tan ingentes cantidades de cocaína, quedarían repletas, con los consiguientes beneficios que todos los miembros del grupo obtendrían.

Dada la enorme envergadura de la nueva operación, la organización colombiana decidió desplazar a España a un destacado miembro del cartel, y máximo responsable de la logística del grupo a nivel mundial, que fue precisamente quien se encargó de contratar a los miembros de la tripulación de la nave en la que los colombianos enviaron la droga. Las investigaciones llevadas a cabo por la policía española, y después las noticias obtenidas de la panameña, permitieron detectar los movimientos y las reuniones del comisionado colombiano.

El enviado llegó a España con la encomienda específica de entrevistarse con los responsables del grupo gallego que se iba a hacer cargo de la cocaína en alta mar. Después de frenéticas reuniones para organizar la acción, el comisionado colombiano emprendió vuelo desde el aeropuerto de Madrid-Barajas con destino a Miami, y desde allí a Panamá. Al llegar, se dirigió al puerto de Colón, donde se encontraba atracado el buque factoría Tammsaare, de ochenta y tres metros de eslora, la embarcación elegida por el cartel de Bogotá para el transporte de la cocaína.

El Tammsaare partió del puerto panameño de Colón el 18 de junio de 1999 sin tramitar el permiso oportuno ante las autoridades pertinentes, y ese mismo día, precisamente, el representante de la logística del cartel colombiano abandonó Panamá con destino desconocido. Cuatro días después, el buque del SEVA Petrel 5 se hizo a la mar desde el puerto de Vigo, al objeto de localizar e interceptar el buque que transportaba la cocaína. Al día siguiente, el patrullero Alcaraván IV condujo hasta el Petrel 5 a ocho miembros del Grupo Especial de Operaciones, a fin de que se unieran a los funcionarios del SEVA.

El 29 de junio, autoricé desde mi juzgado el abordaje del Tammsaare, con pabellón de San Vicente y Granadinas. En el documento se establecían todas las medidas relacionadas con esa acción, entre ellas:

Autorizar a los funcionarios dependientes del Servicio de Vigilancia Aduanera y a la Unidad Central de Estupefacientes, grupo 43, a interceptar y abordar si fuera necesario, en aguas internacionales, al barco pesquero de pabellón de San Vicente y Granadinas; barco, el cual presuntamente transporta una importante cantidad de sustancia estupefaciente, desconociéndose en este momento la identidad de los tripulantes.

Autorizar la misma intervención descrita en el punto 1 si el barco careciere de nombre o matrícula y si el pabellón no fuere visible o careciera del mismo, debiendo acreditarse estos extremos previa y suficientemente antes de la intervención, mediante la correspondiente acta.

Requerir al Servicio de Vigilancia Aduanera para que, caso de que el pabellón fuera visible y perteneciera a una nacionalidad extranjera, se comunique inmediatamente para la obtención de la autorización diplomática correspondiente, debiendo adoptar mientras tanto cuantas medidas fueran precisas —incluida la recogida de la sustancia— si esta fuere arrojada al mar, para una vez se obtenga aquel permiso proceder al abordaje según lo previsto en el punto 1 de esta parte dispositiva.

Autorizar, cumplidos los requisitos anteriores, a los funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera y del Cuerpo Nacional de Policía, que deberán levantar acta, a trasladar si fuera necesario la sustancia —por razones de seguridad— al barco oficial filmando y describiendo la situación que ocupara en el barco abordado.

Autorizar a los funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera y del Cuerpo Nacional de Policía a la inspección técnica y a la eléctrica del barco para garantizar su buen funcionamiento.

Ordenar a los funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera y del Cuerpo Nacional de Policía, que practiquen el abordaje, que procedan a la detención de los tripulantes, debiendo informarlos de sus derechos y de que van a ser trasladados a puerto español.

Ordenar a los funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera que una vez ejecutado todo lo anterior conduzcan a puerto español el barco abordado y la sustancia, en donde se practicarán el correspondiente registro e intervención por la Comisión Judicial según se acordará en resolución aparte.

En la madrugada del 4 de julio de 1999, a seiscientas millas náuticas al sureste de las islas Canarias, tuvo lugar el abordaje de la embarcación por funcionarios del SEVA, así como por ocho funcionarios del grupo especial de operaciones. Por medio de lanchas neumáticas rápidas, se aproximaron a la popa del Tammsaare y, tras lanzar una escala, subieron hasta la cubierta del mismo y controlaron a los tripulantes de la nave de forma inmediata.

Tal y como se les ordenaba en el auto judicial, los funcionarios informaron de todos sus derechos a los miembros de la tripulación, actuando como intérprete el que en ese momento desempeñaba las funciones de capitán, Serguéi Kravchenko, conocedor, si bien no en profundidad, del castellano y el inglés.

Y los numerosos miembros del operativo, tanto del SEVA y del Servicio Central de Estupefacientes como del Grupo Especial de Operaciones, comenzaron una exhaustiva búsqueda del alijo en las partes abiertas y las zonas comunes de la embarcación por espacio de unas tres horas. Se halló un habitáculo construido al efecto en la bodega del barco y oculto tras unas losas y cemento. En él había trescientos veintinueve fardos de cocaína de extraordinaria pureza que sumaban un total de seis mil quinientos cuarenta kilos. Su precio al por mayor en el mercado clandestino al que iba destinada hubiera sido de unos treinta y nueve mil doscientos cuarenta millones de pesetas, es decir, casi doscientos treinta y seis millones de euros.

También se encontró el cadáver de uno de los marineros que había fallecido por un infarto durante la travesía. En cuanto el barco atracó en el puerto de Gran Canaria, me desplacé hasta el lugar para recibir a los detenidos, levantar el cadáver del marinero y hacer la inspección ocular del lugar donde había estado almacenada la droga.

La instrucción, al igual que el juicio, celebrado en 2002, fue compleja pero ágil, teniendo en cuenta que se trataba de cuarenta investigados y luego acusados. En este procedimiento se investigaron y rastrearon, por primera vez en España, teléfonos móviles en un procedimiento penal por tráfico de drogas.

Operación Privilege

El 31 de agosto de 2000, tanto la policía como la Delegación del Plan Nacional sobre Drogas me comunicaron una nueva operación antidroga. El informe provenía de las autoridades italianas que la estaban coordinando desde la Fiscalía Antimafia, y en él se indicaba que un barco procedente de Venezuela, el Privilege, se encontraba a unas cuatrocientas millas al suroeste de las Canarias y transportaba una importante cantidad de cocaína a bordo, por lo que me solicitaban el auto de abordaje. Lo concedí en el mismo día y el Privilege fue llevado hasta el puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Al inspeccionar el barco, se descubrió la construcción de una gran «caleta» a la que se accedía por la puerta superior. Según las informaciones recibidas de las autoridades británicas, que habían seguido el buque desde Venezuela, la cocaína debía estar allí. No obstante, después de realizar todos los exámenes técnicos de la carga legal (alquitrán) dirigida a Albania y tras desmontar las piezas principales, no apareció sustancia alguna.

Según la documentación, el buque se llamó antes Misty y había sido adquirido por una empresa de Panamá por dos millones de dólares. Sus verdaderos propietarios eran los colombianos Víctor y Miguel Ángel Mejía Munera, responsables de la organización criminal conocida como el clan de los Mellizos, en la que también colaboraban, desde que comenzó a funcionar en 1994, el contable Jorge Enrique García Molinares, detenido en España para su extradición, y cuarenta miembros identificados. Entre estos últimos estaban Carlos Castaño, un jefe paramilitar colombiano, y Víctor Carranza, alias el Viejo, uno de los terratenientes y esmeralderos más importantes de Colombia, además de otros componentes de México, Estados Unidos, Venezuela, Italia, Albania, Grecia y Filipinas.

El Privilege se había comprado para transportar, junto con otro barco de la organización llamado Suerte, ocho mil cuatrocientos kilos de cocaína, que fue aprehendida finalmente por las autoridades venezolanas en la Operación Orinoco 2000.

Las declaraciones de García Molinares y la documentación que aportó a través de su cuñado, que la trajo desde Colombia, fueron de extraordinario valor para la imputación de varios responsables de narcotráfico en Estados Unidos, a cuyas autoridades fue entregado con autorización mía —en el primer caso de traslado temporal de un implicado desde España, donde finalmente fue juzgado y condenado a finales de 2008— para que colaborara en las investigaciones que allí se seguían contra otros miembros de la organización.

La organización había introducido, en Estados Unidos, México, Canadá, España, Grecia, Italia, Albania, Reino Unido, Holanda y Venezuela, unas ochenta y tres toneladas de cocaína entre 1994 y 2000. Por estos hechos, procesé a cuarenta personas, entre las cuales se encontraban los máximos dirigentes de la organización en Colombia y otros miembros relevantes, por ejemplo, el jefe policial antimafia de Albania, implicado en la trama.

En relación con las órdenes de búsqueda y captura libradas, años después comprobé que la emitida contra Víctor Carranza nunca fue tramitada por la policía colombiana. Hace pocos años, el esmeraldero falleció sin que se le molestara por este asunto.

El general Gennaro Scala, inscrito en el Ruolo d’Onore dell’Arma dei Carabinieri y con quien trabajé en estrecha colaboración, me recuerda que este caso fue toda una aventura desde el inicio. De hecho, desde noviembre de 1999 se tenía información acerca de la formación de una red financiera, encabezada por un grupo de la ’Ndrangheta calabresa, a su vez en contacto con cabecillas de los carteles colombianos. Esta red había acumulado billones de dólares en numerosos países (entre ellos, Italia, Estados Unidos, Alemania, Grecia, Albania, Países Bajos, España, Reino Unido, Rusia y Australia) para adquirir gran cantidad de droga y distribuirla luego en América del Norte, Europa, África (Nigeria y Senegal) y Asia.

La operación fue larga y complicada, y en ella los servicios de inteligencia actuaron con el apoyo de medios técnicos de los norteamericanos e ingleses. Se escogió y organizó un grupo de élite de la Guardia Nacional de Venezuela, con gran secreto debido al grado de corrupción existente en aquel país, lo que había provocado conflictos diplomáticos (fueron expulsados del país unos agentes de la DEA, un policía francés y otro español) y desencuentros con el Gobierno venezolano y con la Fiscalía General.

Sin embargo, como narra el general italiano, la operación encontró un gran apoyo de la Policía Nacional de Colombia. Se hicieron seguimientos de personajes italianos que viajaban entre Sudamérica y Miami, que llevaron a hoteles de lujo donde los mafiosos se citaban con los colombianos. De allí se pasó a las intervenciones telefónicas y ambientales, que permitieron estar al tanto de todos los acuerdos entre los narcos. Se tuvo entonces conocimiento de que la droga iba a llegar por vía aérea y que al mismo tiempo la organización iba a disponer de pistas de aterrizaje clandestinas en Venezuela. El lugar de almacenamiento estaría en la selva, cerca del delta del Orinoco. La base operativa se establecería en Puerto Ordaz, adonde efectivamente llegaron cinco buques. Fue allí donde los británicos localizaron los barcos, incluido el Privilege.

El mecanismo de las operaciones delictivas era el siguiente: las avionetas salían de Colombia cargadas con entre mil quinientos y tres mil kilos de clorhidrato de cocaína (con una pureza del 95-98 %), repartidos en bultos de cincuenta kilos cada uno; en territorio venezolano, las avionetas aterrizaban antes de llegar al océano para abastecerse de gasolina y, una vez sobre el mar, lanzaban los bultos a la selva en las coordenadas establecidas, donde unos «esclavos» de Surinam y de La Guyana eran los encargados de recoger los bultos en lanchas, almacenarlos en el interior de la selva y resguardarlos hasta recibir —a través de aparatos de radio muy potentes— la orden de transferir los bultos a los buques parados en alta mar, listos para seguir el viaje hacia Estados Unidos y Europa (Rótterdam, España, Albania y Grecia).

Una vez compiladas esas informaciones, se hizo necesario un seguimiento muy cercano para comprobarlas y tener la certeza de que todo lo escuchado correspondía a la realidad. Al mismo tiempo, la organización criminal puso en marcha verdaderos dispositivos para despistar a las autoridades policiales. En Caracas —me recordó Gennaro Scala cuando nos encontramos en abril de 2015 con motivo de unas conferencias en Alicante—, una mujer italiana provocó una «guerra» entre diferentes cuerpos policiales porque se dio cuenta de que alguien la estaba siguiendo y empezó a gritar pidiendo ayuda para evitar lo que, según ella, era un intento de secuestro. Fue un verdadero milagro que nadie muriera en esa ocasión, pues cinco coches resultaron destrozados en el tiroteo.

Se logró un altísimo nivel de cooperación internacional durante los casi dos años que duró la actividad. En aquel momento, Scala había sido elegido por segunda vez presidente de los oficiales de enlace y agregados policiales acreditados en Venezuela, por lo que tuvo la posibilidad de mantener contactos directos con el Gobierno venezolano, después de un enfrentamiento muy duro con el entonces ministro de la Defensa, el general Raúl Salazar, y el fiscal general.

El presidente Hugo Chávez dio la razón al general italiano y ordenó la salida del cargo del alto oficial que no creía que por su país pasaba gran parte de la cocaína dirigida hacia Norteamérica y Europa. Scala recuerda que convencer a Chávez le permitió hacer cosas que nunca habían sido consentidas a un policía extranjero y también le facilitó el trabajo con los agentes de la DEA, del FBI y de los cuerpos aduaneros estadounidenses y británicos. Todos los agentes y policías implicados prestaron su colaboración plena con la máxima disponibilidad, a lo que se sumó el gran apoyo por parte de la Policía Nacional de Colombia, al mando del famoso general Rosso José Serrano, que en aquel momento estaba concluyendo una gran operación de «limpieza» en el interior del cuerpo para así enfrentar la corrupción y luchar contra los narcotraficantes y las narcoguerrillas.

El operativo en la selva fue especialmente delicado, pues sabían que gran parte de la droga se encontraba todavía almacenada allí a la espera de ser trasladada a bordo de los buques. La mayor dificultad fue encontrar el lugar exacto. Tras un infructuoso sobrevuelo en helicóptero, se decidió enviar un comando durante quince días. «Los helicópteros nos dejaron —cuenta Scala— en una pequeña isla y nos trasladamos en lancha hasta el sector oriental del delta del Orinoco, que tenía salida al océano Atlántico. Sabíamos que el lugar buscado disponía de una señal, pero desconocíamos cuál. En las cercanías de la isla Muasinoima (en el delta del Orinoco) y tras horas de búsqueda, nos percatamos de que por encima de la maleza sobresalía el tronco de un árbol que aparentemente había sido podado por completo para hacer las veces de mástil de una bandera. La circunstancia llamó de inmediato nuestra atención, así que decidimos poner vigilancia en el área, tarea que realizaron militares indígenas, habituados a la selva. La comida y el agua se habían acabado. Las condiciones ambientales eran terribles: nunca había visto en mi vida tantos y distintos mosquitos, anacondas y animales de distintas especies. El calor y la humedad eran insoportables. El cambio de mareas producía el fenómeno de las arenas movedizas, así que era muy arriesgado movilizarse. Para comer, tuvimos que cazar y pescar de todo… Bebimos nuestra propia orina cuando faltaba la lluvia… Algunos militares se arriesgaron a ser comida de las anacondas y otros a desaparecer en las arenas movedizas… Se descansaba a la vez sobre algunas hamacas… Al final, fue toda una experiencia de supervivientes… ¡y de película!»

Pero el duro operativo dio sus frutos: se detuvo a todos los implicados, algunos de los cuales colaboraron con sus testimonios. Supimos que la maniobra del Privilege fue una operación de distracción; los otros cuatro buques fueron apresados con droga en aguas internacionales y un fiscal fue asesinado en Venezuela.

Al final, el valiente general Scala fue condecorado con la Cruz Roja de la Guardia Nacional de Venezuela, con la Cruz al Mérito Policial con Distintivo Blanco por el ministro del Interior de España, con altos reconocimientos y condecoraciones estadounidenses y nacionales (Encomio Solemne, Distintivo de Herido en Servicio y reconocimiento del estatus de Víctima del Deber por las graves enfermedades contraídas como consecuencia de las actividades).

Mientras tanto, en España, determinados miembros de la prensa y los periódicos de la caverna no encontraron otra distracción que atacarme y descalificarme por el supuesto fiasco que habíamos tenido. Por supuesto, después de esos ataques, nadie se preocupó de la intensa labor que antes y después se desarrolló a escala internacional para desarticular una de las organizaciones más complejas dedicadas al tráfico de drogas en todo el mundo, con centenares de detenidos. Policías como el general Scala y todos aquellos que trabajaron en esta complejísima organización no fueron reconocidos por quienes anteponen las fobias personales al esfuerzo y el trabajo bien hecho. Pero puedo decir, con tranquilidad y convicción, que hicimos lo que debimos y colaboramos a nivel internacional para desarticular aquella organización que tanto daño había ocasionado. Y lo conseguimos, a pesar de que la droga del Privilege se incautó en Venezuela.

El blanqueo de dinero: Operación Cienfuegos

Siempre he considerado una prioridad en las investigaciones relacionadas con el crimen organizado las que se refieren al blanqueo de dinero. No cabe duda de que el mayor éxito sobre una organización de narcotraficantes es impedir que se aprovechen de sus beneficios, precisamente porque su objetivo es obtener ganancias. Durante muchos años, junto a la fiscal Dolores Delgado trabajamos sin descanso en ese tema.

Una de las acciones más interesantes fue la Operación Cienfuegos, que se realizó en 1994 y así llamada por el apellido de los dos hermanos que lideraban la trama. Fue importante porque se sentaron las bases de los indicios que iban a constituir la prueba en los delitos de blanqueo. Recuerdo que en aquel era escandaloso el trasiego de dinero en efectivo que los investigados manejaban. Acudían al banco con maletines repletos de dinero, pedían su conversión en dólares americanos y la entrega de cheques para su mejor transporte.

Detrás de esas operaciones demostramos que no había negocio alguno. No respondían a ningún pago y los que habían alegado eran falsos. Averiguamos que tenían relaciones con organizaciones que traficaban con cocaína y que el destino final del dinero era, en muchas de las ocasiones, un paraíso fiscal. Se trataba de un sistema muy elemental de blanquear dinero, pero marcó las pautas de lo que debía ser la prueba de estas operaciones. Realmente, por muy compleja que sea la mecánica o el entramado societario utilizado para desdibujar los orígenes del dinero sucio, siempre puede acabar descomponiéndose en el sencillo esquema que se marcó con la Operación Cienfuegos.

La Operación Princesa

En esa dinámica constante de ir más allá, de atacar a las organizaciones en lo que más les duele, el dinero, desarrollamos la que se conoció como Operación Princesa. Ese nombre le fue asignado por los funcionarios policiales del Servicio Ejecutivo de Prevención del Blanqueo de Capitales, que tuvieron en cuenta que la responsable y jefa de la organización era una mujer, rubia y con mucho carácter. Ella impartía las órdenes y a ella rendían cuentas los demás miembros.

Aún visualizo a Margarita entrando en mi despacho para recibirle declaración tras su detención, con una larga trenza rubia y excusándose por el mal aspecto que pudiese tener tras los tres largos días de detención. Con una mirada firme y directa me dijo que siempre había querido conocerme. La fiscal Delgado la miró perpleja pero de forma entrañable.

La Princesa contestó a nuestras preguntas intentando expresar seguridad. Era valiente, aunque los hechos que se le imputaban eran demoledores. En apenas unos meses había blanqueado por cuenta de una organización colombiana que traficaba con cocaína en España más de mil millones de pesetas procedentes del narcotráfico, es decir, más de seis millones de euros. Hubo muchas conversaciones telefónicas interceptadas con mi autorización, en algunas de ellas se hablaba de las «parcelas de terreno» que se iban a transportar por kilos en el interior de maletines; también que estas parcelas eran «escamosas» y, en otros casos, que eran de «buenísima calidad». La fiscal la acusó también por tráfico de drogas y el Tribunal de la Audiencia Nacional la condenó por blanqueo de dinero y por un delito contra la salud pública, pero el Tribunal Supremo la absolvió del tráfico por no considerarlo probado.

Operación Vidrio

Seguí avanzando en ese camino de investigar las complejas tramas de blanqueo, convencido de que era el mejor sistema de afrontar el problema. Impedir que disfrutasen de los beneficios y evitar que los pudiesen invertir en fortalecer las organizaciones se habían convertido en una prioridad para mí y para la Fiscalía Antidroga.

Así llegamos a una de las investigaciones más complejas en aquellos frenéticos años de trabajo contra la droga y contra el blanqueo de capitales, la Operación Vidrio, como la llamó la policía. En sus orígenes no presagiaba lo que después encontraríamos. Corría el mes de noviembre de 1993 cuando un antiguo trabajador del puerto de Barcelona acudió a sus instalaciones para interesarse por un par de paquetes que tenían que haber viajado en un contenedor procedente de Colombia. La persona que le encargó esa gestión fue Antonio Ruiz López. Este, oriundo de un pueblo de Albacete, había iniciado una serie de negocios de hostelería que no habían dado los beneficios esperados. Por ello decidió viajar a Colombia en 1992, donde permaneció un año. Cuando regresó a España, Ruiz hizo alarde de ostentar un importante poder adquisitivo. Sin embargo, aunque no tenía nada a su nombre, era público y notorio que regalaba vehículos de gama alta a sus familiares, poseía diversas fincas agrícolas y disfrutaba de varias casas y pisos.

La policía comenzó a investigar un patrimonio que no respondía a negocio alguno y cuya titularidad la ostentaba un enmarañado entramado de sociedades. Ruiz había buscado un asesor financiero, José Manuel Llorca Rodríguez, quien también se hacía llamar Carlos Rodríguez y Simon York. Este tenía su despacho profesional en Londres y desde allí desarrollaba su actividad de asesoramiento a Ruiz. El dinero obtenido por este había circulado desde España a Andorra, y desde allí a Londres. Además se detectaron cuentas en paraísos fiscales, lo que dificultaba sobremanera el seguimiento de los fondos. En el Reino Unido se habían creado sociedades que a su vez invertían en España constituyendo nuevas sociedades, las cuales eran las titulares de los bienes que finalmente eran disfrutados por Ruiz. En menos de un año se habían movido más de cien millones de pesetas —unos seiscientos mil euros— sin que hubiera un solo negocio lícito que justificase ese incremento patrimonial.

Aquel antiguo trabajador del puerto declaró que el destinatario de los paquetes procedentes de Colombia por los que había preguntado, y que contenían casi cien kilos de cocaína, era Antonio Ruiz. Las intervenciones telefónicas realizadas y las investigaciones policiales corroboraban esas declaraciones. Cuando fue detenido, a Ruiz se le intervino una pistola. Además, se determinó que había defraudado una importante cantidad al erario público.

Después de un largo juicio, que se dilató más de nueve meses y en el que, de forma contundente, la fiscal Delgado ejerció una acusación muy eficaz, se enjuició a toda la organización que lideraba Antonio Ruiz. El Tribunal de la Audiencia Nacional le consideró culpable de tráfico de drogas, blanqueo de capitales, tenencia ilícita de armas y delito contra la Hacienda Pública. El día que se notificó la sentencia a la Fiscalía, se observó que en los hechos declarados probados existían omisiones muy relevantes sobre el origen del dinero que no se correspondían con el fallo condenatorio. Desde la Fiscalía se solicitó una aclaración a la Sala sentenciadora, puesto que de lo contrario los implicados en las actividades de blanqueo quedarían impunes por obra y gracia de la omisión de unas palabras. El Tribunal, de forma sorprendente, pretendió suplir la inexcusable omisión con un auto que completaba la sentencia, pero el Tribunal Supremo no lo aceptó y lo tuvo por no puesto. Este hecho dio lugar a la absolución por el delito de blanqueo y a la libertad de José Manuel Llorca, el asesor, que después estaría implicado en la estafa masiva de Fórum Filatélico y que, en el día de hoy, sigue huido de la Justicia y en paradero desconocido con miles de estafados a sus espaldas. En 2007 fue localizado en Venezuela y detenido. Pero sobornó a los agentes que le habían capturado y estos impidieron a los policías españoles, desplazados por indicación mía a ese país con la orden de detención en la mano, que la ejecutaran. Llorca sigue en paradero desconocido, aunque se presume que se oculta en ese país debidamente protegido.

Lucha contra la droga: ¿y ahora qué?

El 11 de octubre de 1993, en un artículo publicado en el diario El País con el mismo título que este apartado, escribía: «Debemos […] tomar conciencia de que la lucha contra el narcotráfico y sus secuelas no es una lucha contra unos delincuentes, sino que es la lucha contra una amenaza seria que va dirigida, en última instancia, contra el Estado. Lo que ya vemos en España y lo que vemos fuera debe ser el aviso para evitar el fortalecimiento de las organizaciones criminales, pues cuando estas, por la inactividad del Estado, se infiltran en la sociedad y embargan el poder legítimo es ya muy difícil erradicarlas. Se hace ya imprescindible la actuación coordinada contra este mal, entendiéndolo en toda su magnitud, y esto implica reprimir las conductas que son absolutamente insoportables para la sociedad […]».

Ahora, veintitrés años después, esta afirmación todavía es válida en el sentido de que combatir el crimen organizado sigue siendo la prioridad, y hacerlo coordinadamente, la única opción. Como también lo es lo que se decía en aquel artículo sobre la prevención, especialmente frente al problema de las adicciones. En este sentido, debo hacerme una objeción existencial: ¿estamos haciendo lo que tenemos que hacer? Y añadiría: ¿sigue siendo una prioridad para la sociedad el combate contra la droga o, como parece evidente, este problema ha dejado de serlo para la ciudadanía? Desde luego, si miramos las estadísticas de prioridades para los ciudadanos, veremos que la droga ha desaparecido de su catálogo de preocupaciones. Recuerdo cuando comparecí en la Asamblea General de la ONU, el 26 de octubre de 1993, en mi calidad de delegado del Gobierno para el PNSD, y propuse una reflexión profunda sobre algunos aspectos, como la regulación de los nuevos mecanismos contra el crimen organizado, pero también una política valiente referida a la despenalización selectiva y al desarrollo de programas paliativos, y la posibilidad de suministrar formalmente heroína como manera de reducir el daño del consumo en condiciones altamente peligrosas para la salud. Es decir, planteaba la necesidad de abordar, ya entonces, el debate que sigue estando pendiente sobre la legalización o criminalización de las drogas.

Políticas permisivas, políticas restrictivas

Después de tantos años, debo reconocer que las políticas basadas exclusivamente en la represión constituyen un auténtico fracaso y tan solo alimentan a los sectores más reaccionarios de la sociedad. Ni la elevación de las penas, ni la represión del consumo, ni tomar como excusa la inseguridad en un país van a hacer que disminuya una actividad (el tráfico) específicamente lucrativa y que posee un gran poder corruptor en los más diversos escenarios de la sociedad. Hay que recordar que fue en 1918, en el Tratado de Versalles, donde, por razones estrictamente mercantiles (la llamada Guerra del Opio), se penalizó el comercio de las drogas por primera vez. Lo llamativo es que la única parte de ese tratado que perduró a través de los tiempos hasta la actualidad haya sido la relativa a la droga.

Pero la política de la represión a ultranza, para sostener el statu quo de las superestructuras represivas y ganar por esta vía, ha fracasado.

El destino de los bienes

En 2008 el Estado subastó la primera propiedad decomisada a narcotraficantes gallegos: el pazo Bayón, aquel que sobrevolé el 12 de junio de 1990 para buscar las drogas que pudiera guardar y que había pertenecido a Laureano Oubiña. Se vendió a una cooperativa de albariño de las Rías Baixas por quince millones de euros, después de estar gestionado trece años bajo la tutela de la Audiencia Nacional. El chalé de Oubiña en Vilagarcía, que también lleva años embargado y a medio construir, está pendiente de salir a subasta por segunda vez, después de que un constructor que le reclamaba unas deudas lograra la suspensión de la venta. Está valorado en más de trescientos sesenta mil euros. El hijastro de Oubiña, David Pérez Lago, también se ha quedado sin el espectacular chalé que estaba construyendo en Aguete (Marín), valorado en cuatrocientos mil euros, y otro en Las Rozas (Madrid) de casi un millón de euros, entre otros inmuebles decomisados.

Al escribir estas páginas, la residencia de Marcial Dorado Baúlde en A Illa de Arousa, valorada en tres millones y medio de euros, es una de las que está amenazada con la subasta. El decomiso se ha paralizado al haber recurrido Dorado al Supremo el fallo de la Audiencia Nacional que acordó en febrero de 2015 que todo su patrimonio pasase al Fondo de Bienes del Plan Nacional sobre Drogas para su venta. Los inmuebles se tasaron en dieciocho millones de euros, además de otros cuatro millones en dinero y barcos.5

En esa fecha, casi siete meses después de celebrarse el juicio, la Sección Primera de la Audiencia Nacional notificó la condena impuesta a Dorado de seis años y un día de prisión y multa de 21,5 millones de euros por el delito de blanqueo (nueve menos de los que pedía la Fiscalía) y lo absolvió de los delitos contra la Hacienda Pública y de violación de secretos. Este fallo, que aplicaba a los condenados la atenuante de dilaciones indebidas, supone el mayor varapalo judicial de la historia del narcotráfico gallego por el valor del patrimonio y del dinero intervenido —más de veinte millones de euros—, que fue localizado en cuentas bancarias de Suiza, Islas Vírgenes Británicas, Panamá, Belice, Liechtenstein, Portugal y Bahamas.

Dorado, al que el fallo considera el jefe de una organización criminal para el blanqueo desde la década de 1980, ya estaba cumpliendo una condena de diez años por narcotráfico.

Los políticos y las malas compañías

La leyenda de Marcial Dorado como contrabandista de los ochenta reciclado luego a narcotraficante volvió a saltar a la actualidad en 2013, al revelar la prensa la estrecha amistad que mantuvo en la década de los noventa con el actual presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, entonces alto cargo del Gobierno de Manuel Fraga. En las fotografías que se publicaron, el hoy presidente gallego aparecía en el yate del contrabandista en aguas de Ibiza allá por 1995 y, un año después, en la parte trasera del todoterreno de Dorado. A pesar de las pretendidas evasivas de Feijóo de que desconocía las andanzas de Dorado en aquella época, el contrabandista había sido detenido en 1983, en la primera gran redada contra el negocio ilegal del tabaco en las Rías Baixas, y en 1990 dentro de la Operación Nécora.

Las relaciones entre política y ambientes poco recomendables son una de las asignaturas pendientes de investigar, un secreto a voces que a veces se vislumbra a través de las noticias, como cuando Mariano Rajoy fue «cazado» en el barco de otro clan de narcotraficantes, el Maropa del clan Os Canedos, cuya visita fue concertada por Benito González Sineiro, hoy pendiente de juicio por malversación de fondos europeos con la connivencia del Partido Popular en la Xunta de Galicia.

Realmente, en política no solo hay que serlo, sino además parecerlo.

Otros bienes intervenidos a favor de las víctimas

La vivienda familiar de Juan Carlos González Martín, alias Culebras, otro miembro de la vieja guardia del narcotráfico gallego en la zona residencial de Panxón (Nigrán), tenía un valor similar a la de Dorado. En el chalé, de cuatrocientos metros construidos, situado en una exclusiva zona que rodea Monteferro, se encontraron setenta obras de arte. Este jubilado que cobraba una pensión de invalidez desde los años ochenta, cuando ya estaba en la lista negra de narcotraficantes, blanqueó un patrimonio de casi treinta millones de euros, la mayoría procedentes de pelotazos inmobiliarios en el área de Vigo. Todo ha sido embargado.

El Plan Nacional sobre Drogas, que me enorgullece haber dirigido durante mi breve paso por la política, ya ha comenzado a subastar bienes de José Antonio Pouso Rivas, Pelopincho, desaparecido en 2011 sin que la policía haya podido confirmar si fue asesinado por mafias marroquíes a las que debía el dinero de un alijo. El Supremo casó la sentencia de la Audiencia de Pontevedra hace dos años por la que se embargaron ciento treinta inmuebles tasados en quince millones de euros. Una valoración que en principio era mucho mayor, pero que se devaluó en más de cinco millones por las demoras en la instrucción y la falta de una administración judicial que controlase el patrimonio.

Algunas de estas mansiones tenían zulos para ocultar los fajos de dinero de la droga y para servir de escondite frente a la policía, aunque como se ha demostrado este no siempre sea un refugio seguro. El chalé de Rafael Bugallo, o Mulo, en Cambados, otro de los que se embargaron, tenía uno de estos escondrijos detrás del armario de su dormitorio. Allí se ocultó cuando en enero de 2015 le buscaba la policía por un alijo de cocaína. La policía tuvo que mover los muebles y poner la casa patas arriba para encontrarlo.

Otros narcos han cumplido ya toda o parte de su condena. José Ramón Prado Bugallo, Sito Miñanco, superados ya más de veinte de los cincuenta y nueve años de prisión a los que fue condenado, ha logrado que la Audiencia Nacional aceptase su último recurso para lograr un segundo grado penitenciario que le permitirá disfrutar de una situación de semilibertad, acudiendo solo a un centro carcelario los fines de semana, pero aceptando como condición para ser excarcelado que su centro de trabajo estuviera alejado de Galicia, además de redactar de su puño y letra una carta de arrepentimiento por los delitos cometidos en la que pide perdón a la sociedad.6

Haber propuesto —como una de las treinta y cinco medidas conseguidas durante mi mandato como secretario de Estado en 1993-1994— la creación y aprobación del Fondo contra el Narcotráfico (el ente en el que se incluyen los bienes decomisados o embargados) y creado las estructuras de coordinación policial en el Ministerio del Interior —englobadas hoy en el Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado (CICO)— fue el fruto del trabajo y de la visión práctica como juez instructor en los procesos relacionados con el crimen organizado durante aquellos difíciles y complejos años. Puedo decir que mereció la pena haber participado en aquella aventura.

Proyecto Hombre

En 1991 apareció la revista Adicciones de la organización no gubernamental Proyecto Hombre. Lino Salas y Tomeu Catalá, como representantes de la misma, me buscaron para participar en aquel proyecto. Lo hice, y a partir de ahí me vinculé con esta iniciativa altruista y solidaria con la que todavía colaboro.

En noviembre de 1992 y de la mano de un buen amigo, Ramón García, ya fallecido, nos propusimos poner en marcha una iniciativa con el Fútbol Club Barcelona que consistía en la celebración de un partido entre el campeón de liga y una selección de los demás equipos de primera división. En ella participaron además, desde el comienzo, Luis del Olmo y Johan Cruyff. Con esta iniciativa, llamada Drogas No, se recaudaron más de diez millones de euros, que fueron íntegramente a Proyecto Hombre y a financiar sus diferentes propuestas, así como a la fundación de Projecte Home Barcelona, que en 2015 cumplió veinte años de existencia.

Si existe una característica común en España entre los diferentes actores políticos y sociales es precisamente en este ámbito. Durante este tiempo el Plan Nacional sobre Drogas, aprobado por el Consejo de Ministros el 24 de julio de 1985, ha sido el espacio de encuentro y de debate entre las diferentes sensibilidades frente a un fenómeno tan complejo y con tantas aristas como el de la droga. El combate contra la drogadicción y la instauración de políticas de convivencia, educación, respeto a la autonomía de la voluntad y la libertad, debe estar en la base sobre la cual apoyar todos los esfuerzos de la sociedad. Y en este sentido, desde mi experiencia, que se ha extendido a muchos ámbitos de la prevención y la recuperación de personas adictas a estos consumos, puedo afirmar que Proyecto Hombre ha tenido una visión de conjunto completa y exhaustiva del fenómeno. La igualdad ha estado y está presente en este esfuerzo común de tantas personas que dejan su vida, en forma constante, por la idea de ayudar a quienes necesitan el apoyo para recuperar su propia dignidad como seres humanos y para reintegrarse a una sociedad agresiva que no siempre los recibe con los brazos abiertos. Han sido muchos los casos, afortunadamente casi superados, en los que comunidades de pueblos y ciudades han rechazado inicialmente la instauración de Proyecto Hombre, para acabar aceptando que era mucho más beneficiosa su estancia que su ausencia. Gran parte de ese camino he tenido la suerte de andarlo de la mano de personas, verdaderos héroes ciudadanos, como Tomeu Català, Lino Salas, Albert Sabatés, Oriol Esculies y tantos otros que realmente son ejemplos de vida al dedicar la suya al servicio de los demás.

Veinticinco años después de que se iniciara esta aventura, reforzamos nuestro compromiso con Proyecto Hombre y con todos los que lo integran, y nuestro esfuerzo, que es el de todos porque las adicciones a las sustancias tóxicas nos perjudican como seres humanos y como miembros de una sociedad armónica, debe mantenerse y prolongarse. No hacerlo así podría tener consecuencias altamente negativas. El esfuerzo de tantos no se puede perder por la desidia de unos pocos. La sociedad debe ser consciente de la necesidad de su implicación en la tarea de la recuperación de aquellos miembros que, más por deficiencias de esta que por su propia voluntad, se han visto abocados a una situación dañina para sí mismos.